miércoles, 9 de mayo de 2012

VIDA SINSENTIDO EN EL FINAL DE LOS TIEMPOS


El sinsentido de la vida y el final de los tiempos

Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía


¿Puede el ocaso de una civilización acrecentar el sinsentido de la vida? Hoy, en Occidente, no sólo vivimos el cisma del hombre con la justicia y con la naturaleza, sino el cisma del hombre con su propia alma. El cisma en el alma es el quid. Y esta dolorosa realidad nos lleva a pensar en el final de los tiempos de la cultura occidental. Razón, Justicia y Amor se han vuelto solamente declarativos, retóricos, porque en la práctica imperan los antivalores opuestos. Hoy ni siquiera basta la caridad por sí misma, porque ella sola puede terminar en el culto a la misma humanidad. La caridad sin Dios conduce  a la idolatría del hombre, sólo la caridad con Dios salva al propio hombre.

La profundidad de la crisis espiritual es tan recóndita  que actualmente se necesita de la caridad pero basada en la verdad, que es Dios. Con razón una globalización sin la guía de la caridad en la verdad sólo está produciendo un superdesarrollo material acompañado de un subdesarrollo humano. Y sólo un subdesarrollo humano puede consentir un despilfarro descomunal de recursos por minuto en la demencial carrera de armamentos, sobre todo de los EEUU.

En la civilización occidental posmoderna y globalizada el enanismo espiritual del hombre crece proporcionalmente en razón inversa al gigantismo de desarrollo material. Hoy los hombres están más cercanos (internet, medios telemáticos) pero no son más hermanos, no hay auténtica fraternidad. Los defensores de los medios virtuales afirman que las ventajas son inauditas e innegables, puesto que la información se obtiene en segundos. Pero el hombre no es esencialmente información sino formación, y los medios masivos de comunicación social (radio, cine, televisión, prensa, moda, publicidad, revistas, medios telemáticos, etc.) están al servicio de la mentira, la frivolidad, la mediocridad y el deplorable deterioro de la razón, la cultura y la vida espiritual.

La uniformización de la mente de niños, jóvenes y adultos diariamente y sin descanso, que son bombardeados con estulticias, banalidades y mentiras, terminan corrompiendo la inteligencia y la voluntad humana. La concertación de la mentira es la estrategia contemporánea para la inmoral dominación y el lucro desmedido. La sociedad está tensando sus mecanismos de extraversión hasta un límite que destruye la propia vida interior. Lo vano, tonto, superficial e insubstancial se asienta inequívocamente en las mentes de una sociedad que vive para la distracción, el relajo y éxito. Y esto está asociado con el triunfo de la mujer en la sociedad capitalista, como lo vio Werner Sombart[1], y a la necesidad de lujo y espectáculo en un mundo banal.

En otras palabras, el sinsentido de la vida en el mundo contemporáneo es alimentado constantemente por los medios masivos de embrutecimiento social. No sorprende entonces que mucho más humano resulta ser un individuo que vive aislado en su comunidad selvática o andina, que un informado citadino de una gran urbe, lleno de maldad, beligerancia, manipulación, orgullo y segundas intenciones. Es como si reviviera el hombre rousseauniano “que nace bueno y la sociedad lo corrompe”, lo cual también es inexacto. Pero todo esto representa que la herencia de la ratio griega, la justicia romana y la caritas cristiana, que constituían las columnas de occidente, se han desplomado, en su lugar tenemos el subdesarrollo moral, intelectual y volitivo de un mundo que ha perdido la brújula y que se encamina hacia el despeñadero histórico o el final de los tiempos.

El hombre posmoderno no se encuentra en una encrucijada, sino que se halla en el hoyo de su propia tumba. Exánime y sin vigor se acuesta en el lecho de su propio hipogeo para celebrar las exequias de un mundo sin esperanza, fugitivo y provisorio. Es el triunfo de la Nada sobre el ser, el hombre sin absolutos celebra la nadificación de su propia entraña. Pero, entonces, dónde quedaron los grandes sueños humanísticos de Occidente, su gran arte, sus elevados ideales, su esperanza religiosa y su visionarismo metafísico. Este legado tendrá que ser recogido por la nueva civilización –siempre y cuando la humanidad no se extermine-, que deberá edificar una nueva y verdadera casa ecuménica, basarse en un humanismo trascendental, donde el hombre será educado en la fraternidad y el amor universal en unión con Dios.

En la civilización occidental la gracia se ha extraviado, porque su dinamismo prometeico se ha desorbitado, derivando hacia un pesimismo metafísico y cósmico que no sólo ha llevado hacia la muerte de Dios sino hacia la muerte del hombre por el hombre mismo. Por esto mismo, la modernidad tardía no sólo pisa el umbral del final de su propia historia porque ingresa a una era posthumana, donde la técnica se sobrepone a lo humano y el beneficio al valor. Y esto es sumamente grave, porque si la cima de la revelación divina (Jesús) se explayó en la civilización occidental, entonces, esto quiere decir, que la apostasía general se impone a nivel cultural y se ingresa hacia el sonar de las trompetas apocalípticas del final de los tiempos.

El problema es la capacidad moral global de la sociedad para respetar la ecología humana y natural. Pero, a ojos vistas, dicha capacidad se extravió, y las posibilidades de salvación de la civilización occidental y global se esfuman aceleradamente. Lamentablemente la civilización occidental tiene la capacidad actualmente de arrastrar consigo a todo el planeta hacia una hecatombe ecológica, nuclear y humana.

Filosóficamente la civilización occidental está concluyendo hacia la negación completa de su originario sentido metafísico. A esto lo hemos llamado consumación del nihilismo posmoderno, donde imperan todas las variantes de ateísmo posible, a saber, el ateísmo práctico del creyente tibio y del que procede como si no existiese Dios; el ateísmo dogmático, que afirma claramente la inexistencia de Dios; el ateísmo escéptico, que asevera que el entendimiento finito no resuelve el problema de Dios; y el ateísmo crítico que rechaza como insuficientes las pruebas del teísmo. Esto, naturalmente, no borra el anhelo de interpretar racionalmente el mundo, incluso lo religioso no excluye lo filosófico, que es innato al espíritu humano.

En este sentido todas las civilizaciones han tenido pensamiento filosófico-metafísico (intracósmica en China, metacósmica en India, racional en Grecia, de inmortalidad en Egipto, Sumeria, Babilonia, Irán). Pero sólo en Occidente se ha impuesto triunfalmente, como una era, el espíritu antimetafísico, y esto sucede en consonancia con el triunfo de la racionalidad técnica y objetivista, donde el ser es reducido a lo útil, al cálculo y a lo manipulable. Racionalismo y Empirismo fueron las dos corrientes principales de la filosofía moderna, sin embargo, es el empirismo –hija del nominalismo medieval- la que señala la gran ruptura con la metafísica tradicional de esencias –platónico aristotélica-, al convertir lo fáctico en lo único válido y negar las verdades inmutables, eternas y trascendentes. La filosofía contemporánea persistió en el rechazo a la metafísica tradicional, a pesar de su vuelta al objeto, al ser y a la existencia, rechazo que se consolidará en el renovado nominalismo y empirismo del último hombre sin verdad, fe y razón (hermenéutica posmoderna). 

El momento más lúcido de la filosofía occidental, esto el Romanticismo, con sus categorías de totalidad perfecta, de infinito y razón universal, no pudo ser superado dialécticamente, o sea asimilado, y la filosofía subsiguiente terminó fracasando ante las categorías de posibilidad, finitud y totalidad imperfecta. La desviación se entronizó con una especie de hermenéutica formalista que sobrepuso la palabra a la cosa, con lo cual el sentido de la realidad y del ser se ocluyó y el olvido nihilista prosperó. La repercusión humana fue nefasta, porque la inmediata consecuencia fue que el hombre quedó atrapado en su cotidianidad por el relativismo, el escepticismo y el hedonismo. Todo vale se convirtió en su divisa y con ello el daño espiritual de índole mortal fue dado contra sí mismo. El cisma en el alma es nuestra tragedia y nuestro destino.

Pero la filosofía no ofrece soluciones coyunturales, no es ancilla liberationis, y en la cultura actual es preciso subrayar que el sinsentido de la vida nace del cisma en el alma, provocada por haber dado la espalda a la verdad y al ser.  Y este ocultamiento nihilista del ser es manifestación de la decadencia cultural de la civilización occidental, en donde la sociedad del sinsentido de la vida avanza aceleradamente. Y este es un problema metafísico porque significa el abandono completo de la estaticidad de las esencias y la asunción relativista del puro devenir del ser, donde queda eliminado también la oposición entre pensar y ser en el saber absoluto, la trascendencia, la participación, la cesura modelo-imagen y la analogía del ser. Por eso la idea de Dios se diluye en el mundo para dejar el campo libre al imperio de la inmanencia sin absolutos y explicar todo el proceso del ser, incluso el mal, en términos de un naturalismo de Hobbes.

Existe un fenómeno psicológico llamado “disonancia cognoscitiva”, el cual consiste en que mientras más cercano se está a un desastre menos consciente se es de él. Esto se dio en el caso del estallido de la represa norteamericana Hoover. Los pueblos más distantes vivían casi en el pánico mientras el pueblo más cercano vivía totalmente indiferente al peligro. Hoy sucede algo similar con el final de los tiempos y el sinsentido de la vida, se da una “disonancia cognoscitiva” que hace que las masas vivan indiferentes al peligro existencial de una vida sin sentido y de un autoexterminio de la humanidad. En la era de la guerra fría no se daba tal fenómeno porque, en el mundo bipolar de los sistemas sociales en pugna, existía una confrontación valorativa. En cambio, en la actualidad, el mundo unipolar ha paralizado la capacidad de crítica y el resultado es que las masas ya no viven ni siquiera la alienación, sino que viven sumidas en la cosificación.

En la alienación el hombre sufre el yugo que lo oprime y en consecuencia se subleva, pero el hombre cosificado vive orondo y lirondo en la alienación, sin capacidad de protesta y lleno de conformismo. Este nuevo tipo humano -que no es apto para la revolución, sino, tan sólo, para la protesta sin hondura, para la feria y el carnaval- se retrata en el personaje de caricaturas Homero Simpson. El capitalismo de bienestar de los años 50 y 60 también tuvo su prototipo humano en la serie Los Picapiedra, que reflejaba los valores de un mundo satisfecho pero inculto. En la actualidad, a la incultura se suma la indiferencia, el hedonismo y el nihilismo de una barbarie civilizada.

Otro ejemplo palpable de cosificación humana podemos encontrarlo en la importancia cobrada en la sociedad posmoderna de la obra literaria El Señor de los Anillos de J. R. R. Tolkien. Para su autor la obra es “fundamentalmente religiosa y católica, no destruye ni ofende a la razón y reaviva la fantasía de la mente humana”. Pero el verdadero contenido de una escritura rebasa las intenciones del autor y en la sociedad del espectáculo ya nada sorprende, nada atemoriza[2].
Y es que en esta novela, la lucha entre el bien y el mal, en la Tierra Media de hobbits, elfos y gollums, no en el inframundo infernal, se resuelve dicha disputa no sólo en medio de la total ignorancia de la Causa Primera, sino que el triunfo del bien es accidental. Gollum resbala y cae en el cráter de lava ardiente tras morder el dedo con el anillo que portaba el hobbit, que cedió a la tentación de colocárselo. Esto es, que el fenómeno Tolkien dibuja bastante bien la indiferencia de la humana posmodernidad ante el problema del bien y el mal, dicotomía que se resuelve por accidente y, nada menos que, por un ser entregado al mal. De modo, que no se trata de una obra que es coherente con la mitología de la modernidad –que aun confiaba en la solución humana del conflicto entre el bien y el mal- sino con la mitología cultural de la posmodernidad –que pone más énfasis en la resolución azarosa y contingente de los eventos-.  

Es por eso que aquí no se trata de un simple regreso al mito, ni del retorno a la división maniquea entre el bien y el mal, ni la infantil ausencia de un erotismo adulto, o la fascinación del poder, la miseria de la guerra o la tentación del mal, sino que lo substancial es que el triunfo del bien es completamente accidental, involuntario, eventual y contingente. Y esto es una falsa solución al dilema moral, que exige siempre una actitud responsable de libre opción. Justamente esta falta de responsabilidad moral es lo que caracteriza el ánimo de la cultura posmoderna, a individuos e instituciones de debilitada voluntad que dominan el mundo sin responsabilidad. Esta idea de negación de la libertad, como proceso de nadificación,  todavía repercute en variantes modernistas periféricas de la filosofía posmoderna e incluso de la teología[3]. El hombre posmoderno sume su libertad en la nada consumista del mercado, y en esto es pariente de la personalidad fascista que no tiene fe en la razón trascedente ni en la inmanente y delega su responsabilidad en el Partido, el Estado y se diluye en la colectividad[4].

La nadificación de la libertad humana equivale no solamente a su mal uso, sino, más bien, al deseo insano de sentirse dirigido por poderes anónimos que le dictan sin descanso lo que debe hacer. Un poder anónimo prevalente del presente es el dinero y la ganancia, y esto hace que el alma de las personas esté enferma, enferma de tristeza, que le impiden brillar. Es la renuncia a la libertad misma, a la responsabilidad y a la condición primera dada por el Creador al hombre. Es el retorno ficticio a la inocencia de un supuesto paraíso inmanente. En el fondo de trata de un profundo temor a la libertad porque implica deber y mundo normativo; justamente lo que repudia profundamente el hombre anético del nihilismo tardío. Su deseo adánico inmanentista es sentirse libre de la libertad moral, y retrotraerse hacia una libertad sin responsabilidad.

Pero hay tres tipos de Nada. La nada de la Creación, la nada del pecado y la nada ante Dios. La primera y la última son afirmativas, puesto que implican el anonadamiento ante la omnipotencia de la divinidad. Pero la segunda es negativa, porque subyace en la voluntad contraria al Creador. El hombre de la posmodernidad se ubica en ésta última, y lo hace de modo deliberado al adoptar un modo de vida sin abnegación, sacrifico y sin sentir la inanidad ante Dios.

En la posmodernidad no se trata de estar en la disciplina ascética del desierto de un Casiano y un san Jerónimo, sino de ubicarse en el desierto del vivir meramente para la carne y las pasiones. Menos mal que la historia monástica dejó en claro que el ideal de la conquista perfecta de las pasiones en la vida presente es un concepto pagano y no cristiano; y, por lo tanto, es un ideal de “carne” más que de espíritu. Además, Tomás de Aquino aclaró que sólo podemos ser relativamente perfectos en esta vida y nunca estaremos libres de ciertas deliberadas faltas, fragilidades, limitaciones y flaquezas. San Pablo llamó a esa espina de la carne “un mensajero de Satán que me azota”. Pero el problema no es el deseo sino el desbocamiento del deseo mismo, su falta de límites exacerbada por el consumismo capitalista.

Esto no quiere decir que el cristiano no pueda alcanzar la paz del corazón y librarse de la pasión desordenada, pero en la actual sociedad occidental descristianizada el hombre en su vida cotidiana sufre la violencia despótica de sus apetitos y, sin el paliativo de una fuerza espiritual al cual apelar, se entrega, para olvidar el vacio y cisma interior, a toda una serie de vicios que asolan nuestro tiempo. Cisma en el alma provocada por haberse entregado al más envilecido empirismo y entregar su libertad a poderes anónimos. Se trata de la sociedad material con los envilecidos ídolos del poder, el placer y la riqueza, en desmedro de la edificación de una sociedad espiritual que desaloja el lujo y entroniza el amor, el conocimiento y Dios. No es extraño entonces que la vida se torne sin sentido en medio del triunfo del tener sobre el ser.

En la decadencia de la modernidad tardía –como eclipse final de Occidente- la cultura católica y la civilización cristiana están en profunda crisis, vive el momento más dramático de su historia y, aunque brega sin descanso, la Iglesia misma está gravemente herida por los escándalos sexuales y financieros, y un pasado comprometido con el poder político. Mientras tanto crece el sinsentido de la vida y el final de los tiempos avanza casi incontenible. Por esto no es legítimo abordar el sinsentido de la vida en la civilización occidental sin reparar en la erosión de su vida religiosa. Soslayarlo sólo conduce a un enfoque abstracto que no contribuye a poner el problema en su contexto real. Lo decimos una vez más: el sinsentido de la vida arrecia sobre todo en la civilización occidental, y su meollo es el olvido de Dios, porque la institución que debía cautelar su vida espiritual no ha practicado lo que predica, el mensaje de Cristo se ha devaluado y la presencia de Dios se ha vuelto demasiado lejana, remota y trascendente, por lo cual las masas han preferido postergarla, entregándose al racionalismo, escepticismo, fundamentalismo o anetismo.

Cuál es, entonces, la salida. Escuchar la voz de Dios en nuestro interior, perseverar en la fe loando el cambio espiritual y no claudicar en la esperanza de la salvación eterna. La voluntad de Cristo es que nos amemos los unos a los otros, y mientras se cumpla este precepto se puede esperar un cambio fuera y dentro de nosotros. ¿Pero este mandato se cumple? Las condiciones objetivas para el cambio están dadas, solo faltan las subjetivas y, dentro de ellas, la vanguardia espiritual que la realice. Hace falta una revolución espiritual y líderes espirituales que la realicen. Esto implica un cambio en el pensar.

La tarea del pensar consistirá en subordinar la metafísica del ente, precursor de la era técnica, a la metafísica del ser, reedificadora de un nuevo despertar religioso. Replantear la posibilidad de un pensar que se interrogue tanto por el ser del ente como por el ser en cuanto ser, es la salida al callejón sin salida del nihilismo y al sinsentido de la vida. Y paralelamente la tarea de la acción será dar nuevas posibilidades a la libertad y a la justicia distribuyendo la propiedad privada, promoviendo el control del monopolio, restituyendo el trabajo cooperativo-corporativo y poniendo la tecnología al servicio de la liberación del hombre respecto al trabajo obligatorio.

Vivir sin opulencia, una pobreza digna no significa miseria, ni riqueza ni miseria, sino una vida simple, que simplifique el papel de las necesidades naturales y artificiales y que permita el recogimiento en Dios. En otras palabras, el futuro del hombre depende de su capacidad para acercar el reino de Dios. En ninguna otra etapa de la historia se ha mostrado con más nitidez que el futuro del hombre y su historia depende del futuro de Dios. Dios es el futuro absoluto del hombre, de la historia y él mismo es futuro en el tiempo. Por ello la autorrealización de Dios es un proceso de reconciliación con el mundo. Pero la autorrealización de Dios en Jesucristo no garantiza el éxito del proceso, a pesar de que se acentúa la realidad de Dios. Sólo la consumación de su reino demostrará su divinidad. Pero esto no significa que sólo el futuro de su reino sea la realidad de Dios, porque la verdad de su vida intratrinitaria está dada fuera del tiempo y porque además la historia de la revelación está conclusa aunque la historia de la salvación prosiga[5]. Lo que está en juego en el reino de Dios es la salvación y no la revelación.

Si lo más profundo del problema del sentido de la vida es su dimensión metafísica en consecuencia se puede afirmar que recuperar el sentido de la vida atraviesa por romper con el dios inmanente del idealismo panteísta, y con el criterio de univocidad del ser, que está detrás de este concepto. Pero a su vez hay que recuperar la presencia de Dios en la historia humana, su lugar en la historia de la libertad. Este tópico de la presencia de Dios en la historia incomoda profundamente sólo a quienes se aferran a sus fortunas terrenales porque les obliga moralmente a compartir sus riquezas con el prójimo. Pero “es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que un rico ingrese al reino de los cielos”.

La recuperación del sentido de la vida en la modernidad tardía de la civilización occidental, exige dejar atrás la autarquía absoluta de la realidad humana,  reafirmar la trascendencia ligada a lo finito, y devolver a Dios y a la criatura a sus respectivos órdenes (eternidad-temporalidad). Un humanismo con Dios responde a la profunda esencia y estructura de la realidad humana, como única criatura que se plantea el problema de Dios, y es así porque Dios es una trascendencia que viene a lo inmanente, y el hombre es una inmanencia que va hacia lo trascendente. Siendo parte de los dos mundos debe vivir ambos en conexión y reconocer que su vida sólo tiene pleno sentido como finitud plantada en lo absoluto. Así se puede atajar y subsanar el cisma en el alma propugnado bajo la nihilista modernidad tardía.

Lo cual no significa que el hombre por sí solo logre la plenitud de su vida, por el contrario, al haberse manifestado Dios en la historia, al ser la historia una historia de salvación y revelación, ello revela el sentido escatológico de la vida humana. Dios está primero en tanto que Creador y él es el fin supremo. Pero el Dios trino es amor, la historia de Dios es su venida hasta el hombre y por ende la historicidad de Dios es su estar viniendo. Dios está presente en la historia, es histórico, y su historicidad no conlleva a ningún neutralismo social porque está con el débil y necesitado. Quien no ama a su enemigo, al hambriento, al sediento y al desarrapado no ama a Dios. Santidad no significa quietud sino lucha por el bien temporal y espiritual de la humanidad. No hay otra forma de unión ontológica con Dios que darnos a nosotros mismos, ayudar al prójimo y escuchar la voz interior de Dios. Pero sin humildad y sed de Dios el hombre de la modernidad tardía está incapacitado para recuperar su unión con Dios.

El ser finito es contingente y, sumido como está entre la verdad y la falsedad, necesita de la luz de la divinidad. La creencia en Dios no nos asegura una vida con sentido, pero es una barrera importante al sinsentido de la vida y un baluarte seguro para la prueba final. El final de los tiempos de la nihilista modernidad tardía persiste en el inhumano humanismo sin Dios, en pretender la eternidad en la inmanencia, y termina acentuando la secularización, el olvido del ser y del Dios, en una inmanencia que desconoce su verdadera trascendencia. Porque la trascendencia está presente en la inmanencia y éste es el contenido profundo de la Encarnación, pero no lo es para desvincular la inmanencia de la trascendencia, como lo hizo el proyecto moderno, sino para revelar su íntima conexión.

El significado del humanismo clásico, como lo ha subrayado Peter Sloterdijk[6], se ha limitado a consagrar la amistad del hombre con el hombre a través del código de la lectoescritura, pero la Humanitas implica además de un esfuerzo de domesticación de la humanidad y consagración de la amistad del hombre con el hombre, el reconocimiento de que el ser humano represente el más alto poder para el hombre. Sin embargo, y esta es la limitación del enfoque sloterdijkiano, de poco sirve reconocer que el ser humano represente el más alto poder para el hombre sin reconocerse criatura de Dios, finita y unida por amor al fundamento. Este reconocimiento en nada mella al hombre, al contrario potencia sus facultades al reconocerse no sólo como hecho a “imagen y semejanza”, sino que lo compromete en el mundo al uso responsable de sus potencialidades. Sin este reconocimiento no podremos salir del terrorismo luciferino de la voluntad emancipatoria del sujeto moderno, el cual culmina en una nueva mística del hombre, sin preocuparse demasiado de estar perdiendo su humanidad. Y con ello se profundiza el olvido de Dios, que no sólo es un hecho meramente psicológico sino eminentemente ontológico, pues implica una obliteración del llamado del ser.

El sinsentido de la vida brota de la escisión en el alma, incitada por haber dado la espalda a la verdad y al ser. Ocultamiento nihilista del ser que es manifestación de la decadencia cultural de la civilización occidental, donde avanza rápidamente la sociedad del sinsentido de la vida. Pero dicho nihilismo tiene el efecto contrario de acentuar la realidad de Dios, como lo ausente indispensable, y de reclamar la realidad del futuro de su reino.

El fin del hombre es la felicidad, y ésta, bien entendida, se da inseparablemente unida del bien, y el bien supremo es Dios. Simplemente es absurdo admitir la existencia de Dios y esperar que ello no tenga consecuencias prácticas. Si Dios existe es lógico y razonable llevar una vida conforme a este criterio, pues la admisión de su existencia reclama una actuación que responda a los criterios admitidos por la fe en Dios.

Dios Padre no es criatura y por ende no puede ser acápite de un pensamiento objetivante, pero Dios Hijo sí es susceptible de un pensamiento objetivante, y por ello el punto de partida siempre será el encuentro y la llamada de Dios para no deformar la razón en el sentido de una teología natural. De ahí que sea cierto que ya no es creíble el Dios de la imagen eclesiástica, que se limita sólo a subrayar la trascendencia de Dios, y que haga falta una nueva imagen de Dios que ponga énfasis en su entroncamiento inmanente con el destino humano. No otra cosa significa el misterio de la Encarnación. El encuentro con Dios incluso en la teología escolástica siempre ha sido existencial y nunca primeramente conceptual, siempre evitó no partir del “llamado” y “encuentro” con Dios, nunca hizo la deformación natural de la razón y siempre subrayó que el fin del hombre es la felicidad que consiste en el goce amoroso con Dios. Es así que la contemplación de Dios en el cielo es la meta postrera de la teología.

Ahora bien, la escolástica abordó la esencia, propiedades y relaciones intradivinas de Dios, pero se le escapó el comportamiento libre de Dios ante el mundo y los hombres. A lo que vamos es que secularización no es en sí misma mala, está santificada por el encarnación de Dios; más bien, se vuelve negativa cuando se convierte en secularismo u objeto exclusivo de la libertad humana, pero su esencia es positiva porque implica incentivar la verdadera responsabilidad del hombre en el mundo teniendo en cuenta a Dios. El hombre y no Dios es el protagonista de su propia historia, pero lo hace con la gracia de Dios.

En este sentido la modernidad y la posmodernidad requieren de un cambio de rumbo y una rectificación de su orientación ultrasubjetivista, de su radicalismo inmanentista, que rectifique el comportamiento libre del hombre respecto a sí mismo, al mundo y a Dios. El hombre es una criatura inmanente arraigado en lo trascendente, Dios es el Creador trascendente plantado en lo inmanente. La nueva imagen de Dios no es la imagen de un nuevo Dios, sino es el mismo Dios cristiano tomado en cuenta tanto en su dimensión infinita y en su dimensión finita. El hombre sólo puede ser imagen de Dios si tomamos en cuenta no sólo la trascendencia de Dios, que por sí sola se vuelve alienante, sino considerando también su inmanencia al mundo y al hombre. El Dios uno y trino no sólo es el de la revelación sino también de la liberación del pecado y de toda forma de vida basada en la opresión e injusticia.

De ahí que en la nueva imagen de Dios sea importante no caer de la unilateralidad de dar cuenta sólo de Dios en sí y para sí a la otra unilateralidad de dar cuenta del Dios para nosotros. Dios es en sí y para sí y también para nosotros, de la verdad, de la historia y de la liberación del pecado. La verdadera teología política es la que ve la praxis liberadora en la completa salvación al final de la historia para vivos y muertos y esto sin menoscabar la lucha permanente del hombre por el bien en la vida terrena y solidaridad con el pobre y el oprimido.

No hay que olvidar que la predicación de Jesús es una predicación partidista. Esto último cobra mayor relieve en nuestro tiempo de globalización neoliberal, por cuanto las personas tienen dignidad y no precio y considerando que no es posible hablar de Dios sin hablar del hombre y de la concepción de Jesús, que entra directamente en conflicto con los intereses de minorías de las élites megacorporativas que utilizan su poder contra el bienestar de las mayorías. Por eso importa para el sentido de la vida que así como ayer explicó Jesús en qué consiste la verdadera divinidad, del mismo modo es necesario hacerlo hoy para desenmascarar el uso que se hace de la divinidad para oprimir al hombre y despojarle de la vida. Si bien el misterio último de la vida trasciende la vida concreta, ello no es óbice para desatenderla porque Dios está también en lo pequeño. Todo lo cual exige una nueva imagen de Dios, que integre lo que es en sí y para sí y lo que es para nosotros,  lo cual no afecta el comportamiento libre de Dios frente al mundo y a la humanidad, a pesar de la temática del fin ligada a la del juicio futuro.

Pensar que una nueva imagen de Dios pueda solucionar el sinsentido de la vida puede aparecer como excesivo ante la dimensión de la crisis de fe en la civilización occidental. Para que lo sea tendría que dar respuesta a las siguientes cuestiones: 1.a la aparente pérdida de la función divina, 2. al desplazamiento de la cuestión de Dios hacia el problema general del sentido, 3. extinción de la sensibilidad para lo divino y lo santo, 4. no encontrar un lugar para Dios en el ámbito del lenguaje, y 5. la cuestión de la teodicea. Una respuesta posible no nace de la dogmática sino de la teología, que tiene que hacer frente a los cuestionamientos del ateísmo generalizado, potenciando la fe, la esperanza y la praxis responsable de los cristianos, para comprender cómo no hay que seguir hablando y pensando de Dios.

La tendencia actual es refugiarse volviendo al Dios de la revelación bíblica, que despacha con precipitación todo el valor del pensamiento de Dios de la tradición cristiana (inspirado por la filosofía grecopagana), se convierte en un diálogo de sordos, no repercute en la praxis social e impide construir una adecuada teología para nuestros dramáticos tiempos. No han faltado teólogos que se han unido al coro heideggeriano para entonar al unísono el “fin de la metafísica”. Todo lo cual aumenta la confusión presente. Y, en parte, es cierto, pues en toda metafísica de Dios subyace el peligro de erigir un sistema teístico en un lenguaje no analógico, pero no toda metafísica ha de incurrir en este error.

Una filosofía real del ser reconocerá de modo radical a Dios como “siempre mayor” y por lo cual se hace indispensable la visión analógica del ser; pero se trata de un ser persona, con conciencia y libertad, que se comunica, ama y relaciona. Por eso una adecuada teología debe cuidar de no reducir a Dios en determinadas propiedades objetivas, sino que aparezca como quien puede reunir en sí lo contrario y opuesto. Coincidenttia opositorum o superación de toda contradicción lo llamó Nicolás de Cusa, considerado el primer filósofo de la modernidad. Esto no quiere decir que hay que exacerbar las paradojas en Dios, lo cual lleva a anular la posibilidad de una teología reduciéndola a pura mística. Teología es pensamiento crítico, como lo demuestra su desarrollo moderno.

El nuevo lugar de Dios ya no lo es tan sólo la Naturaleza con su Historia sino la misma libertad humana. El punto dramático sigue siendo, sin embargo, si la descreída y nihilista civilización cristiana occidental es capaz de asimilar la nueva imagen de Dios o por el contrario Occidente ha perdido su capacidad de autocrítica espiritual y está condenada a perderse mefistofélicamente en un mundo sinsentido. Al respecto se puede afirmar que no hay cultura ni civilización sobre la tierra que vaya conscientemente al cadalso histórico, lo que sí hay son procesos totalitarios intra y extra democráticos que son capaces de adormecer la conciencia crítica, paralizar las energías creativas, silenciar la disidencia y llevar a la sociedad a su colapso. El hombre unidimensional marcuseano, que pulula en las sociedades industriales y postindustriales, con su adaptación reptilesca, su abandono a la inercia del espíritu, su repudio a la constitución dialéctica del mundo, es capaz de seguir reforzando las instituciones deshumanizadas, hasta que no sea sacudido de su sueño letárgicamente apocalíptico por una nueva imagen de Dios, de un Cristo inmanente y no meramente trascendente, que camina junto al desposeído, al olvidado y al oprimido.

Una profunda crisis espiritual requiere de un profundo cambio del espíritu. No hay alternativa. El hombre descristianizado de Occidente pugna por una finitud plenamente cumplida, pero ha llevado su esfuerzo por el lado material, mientras tanto el deterioro de su personalidad espiritual ha ido en aumento. Desconcertado no acierta en encontrar la salida a su autorrealización y va de tumbo en tumbo hasta quedar exánime como un Cristo sin Dios. Pero Dios está presente en su conciencia, lo busca y llama a su puerta, pero el moho que acumula lo calla y se mantiene la pérdida del sentido de lo divino.

Hace falta un esfuerzo más, esta vez institucional, que demuestre que la recristianización de Occidente requiere de un Papado valiente que vaya más lejos, dejando a un lado mitra, báculo, casulla y el dorado anillo para vestir humildemente con las sandalias y la túnica de Cristo. Gesto elocuente que haría sentir al mundo que Cristo está vivo, enlazado con el hombre concreto, conectado con su historia y que lucha esforzadamente a su lado. Así como Pablo VI suprimió la Tiara Pontificia y la “silla gestatoria”, el mundo sufriente de hoy exige más actos representativos de solidaridad y humildad de su propia iglesia. El mundo actual ha acumulado tanto moho espiritual, tanta injusticia que se ha hecho urgente dinamitarla espiritualmente, nombrar cardenales a sacerdotes de avanzada sensibilidad social y solidarizarse con todas las causas a favor del pueblo de Dios.

Las instituciones deshumanizadas pueden ser remecidas y derribadas por una institución espiritual que unida al pueblo de Dios es capaz de de impregnar el giro histórico que requiere la gravedad de la presente crisis humana. Jesús expulsó a los mercaderes del Templo, ha llegado la hora de volver a hacerlo, porque nuestro Templo es hoy el Mundo.

Sólo una Iglesia que da la espalda al pueblo de Dios está condenada a seguir hundiéndose en la obsolescencia de sus fríos capiteles. Sólo una Iglesia que lucha junto con el pueblo de Dios es una Iglesia de Cristo. Mientras tanto, el esfuerzo individual nunca será sustituido por ninguna organización, y el verdadero cambio antes de empezar por fuera es que el comienza por dentro. Una institución que demoró varios siglos en rectificarse por el asunto Galileo y que aun mantiene un silencio sospechoso sobre el comportamiento de Pio XII durante el nazismo no brinda las garantías para ponerse en la vanguardia de los tiempos implementando una nueva imagen de Dios.

Mientras no se produzca un audaz cambio teológico en el Vaticano éste seguirá coludido por su inercia con la acelerada descristianización de Occidente. No se trata de ser optimista ni pesimista respecto a la recristianización de Occidente de lo que se trata es de advertir que la nueva imagen de Dios no es realidad nueva, dado que consiste en la misma mística activa de Jesús. Lo que en realidad es nuevo es si en este mundo desespiritualizado y sin interioridad, que vive de espaldas a Dios y a la verdad, donde la apostasía generalizada se agita y crece sin cesar, todavía existen las energías espirituales indispensables para promover una afirmación de la vida y del mundo con contenido ontológico, ético y religioso. De no ser posible, el sin sentido de la vida aumentará al compás del decrecimiento de la fe. Lo que revela que la nueva imagen de Dios no constituye la receta mágica ante la secularización nihilista de la modernidad tardía, sino, que señala, por un lado, el falso rescate desespiritualizado de la afirmación del mundo y de la vida, y, por otro lado, indica en qué medida se ha dejado en el olvido la mística activa de Jesús. Cristo exhibe la realización del sentido pleno de la vida en la creación amorosa e insobornable del bien en la Tierra a través de orden social justo. El rostro humano de Dios brilla entre los más desfavorecidos de las megalópolis de hoy.

Finalmente, y para concluir en una fórmula todo lo examinado, se puede sostener lo siguiente: el sinsentido de la vida, el olvido del ser y de Dios son una misma cosa, cuando no lo impide la creencia correcta en Dios, por cuanto en la vida humana el sentido pleno de la vida es la contemplación perfecta de Dios, que en esta vida inmanente se da la mano con la lucha responsable por el bien en la Tierra y la instauración amorosa e íntegra de un orden social justo.



[1] Cf. Werner Sombart, Lujo y capitalismo, Alianza, Madrid, 1979. Para Sombart el capitalismo nace del señorío de la mujer en la corte, la sustitución del amor santificado por el amor hedonístico y el triunfo del amor libre terrenal, lo que impulsó y fomentó el lujo, el cual no por lo suntuoso sino por el carácter exportador abre las puertas al capitalismo. El triunfo de la mujer está así asociado no sólo al triunfo del lujo sino también del capitalismo. La lady es la que da forma al capitalismo. Véase también mi libro La esclavitud de la mujer liberada, IIPCIAL, Lima, 2008.
[2] Cf. Philippe Sollers, El Secreto, Lumen, Barcelona, 1993; y Mujeres, Lumen, Barcelona, 1985.
[3] Cf. Véase mi crítica al robotismo del tradicionalismo teológico en mi libro Signos del cielo, IIPCIAL, Lima 2011. También se claudica de la libertad en el reciente libro de Fidel Gutiérrez, El método princonser, IIPCIAL, Lima 2012. Allí afirma: “La idea de estar libre implica estar desconectado del mundo, lo cual es insostenible, tanto biológica, social y espiritualmente. Pero esta idea de libertad es sólo una creencia puesto que en realidad no es posible y no existe ningún ente libre”, p.40. Este férreo modernismo ultramontano identifica la libertad con la necesidad como oposición rígida al azar posmoderno. En el fondo se trata de la misma crisis compartida entre modernismo y posmodernismo de no asimilar adecuadamente y, por consiguiente, no superar dialécticamente la categoría kierkegaardiana de “posibilidad”. Además, persiste una confusión entre la determinación y la necesidad, lo que impide explicar la aparición de cualquier agente libre.


[4] Cf. Zevedei Barbu, Psicología de la democracia y de la dictadura, Ed. Paidós, Bs. As. 1962; y Erich Fromm, El miedo a la libertad, Ed. Planeta, México 1985. La observación que la moderna sociología hace a la democracia es que no está exenta de fenómenos totalitarios intrademocráticos.


[5] Para W. Pannenberg la realidad de Dios está en el futuro de su reino, pero esto desvirtúa la realidad preternatural de Dios y la relativiza en la historia. Cf. Grundfragen systematischer Theologie II, Gotinga, 1980, 143. Sobre el futuro de Dios: H. J. Schultz (dir.)¿Es esto Dios?, Herder, Barcelona, 1973; E. Schillebeeckx, Dios el futuro del hombre, Sígueme, 1970; J. Moltmann, El futuro de la creación, Sígueme 1979.
[6] Cf. Peter Sloterdijk, Normas para el parque humano. Una respuesta a la “Carta sobre el Humanismo”. Revista Observaciones Filosóficas (http://www.obervacionesfilosóficas.net).

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