EL SUICIDIO EN LA SOCIEDAD ACTUAL
Gustavo
Flores Quelopana
Sociedad
Peruana de Filosofía
(Intervención del 21 de Mayo en la Asociación de
Psicopatología y Psicoterapia Médica-Lima/Perú)
Si
el Universo es un cadáver de un Dios muerto, entonces se justifica el suicidio
no sólo en la sociedad actual sino de todos los tiempos. Pero si el universo es
una creación con sentido de un Dios vivo, entonces el suicidio pierde
legitimidad. Este parece ser el dilema en que se debaten las dos posiciones
antagónicas del pensamiento filosófico sobre el suicidio y que merece una
especial atención en nuestro presente tiempo de muchedumbres inertes frente a
fuerzas inmensas que lo constriñen y controlan.
Por
eso agradezco la invitación de la Asociación de Psicopatología y Psicoterapia
Médica cursada por intermedio del doctor Arturo Changana, médico psiquiatra de
la Universidad Cayetano Heredia, para reflexionar sobre tan trascendental
problemática.
En
primer lugar debo decir que las posiciones filosóficas se dividen en dos
grandes posiciones: las que tildan de ilícito al suicidio y las que lo reclaman
como lícito. A las primeras llamaré posturas (I) tanatofóbicas y a la segundas (II) tanatofílicas.
Las
posturas tanatofóbicas, a su vez, se subdivide en varias posiciones: (1) la que
considera el suicidio como contrario a la voluntad divina (Platón, San Agustín,
Santo Tomás de Aquino) y que fue refutado por David Hume (Ensayos sobre el suicidio) con el argumento que si nada escapa a la
voluntad divina entonces el suicidio no puede serle contrario; (2) la que
considera que el suicidio impide la completa separación del alma respecto al
cuerpo, sostenida por Plotino y refutada por Schopenhauer al afirmar que en el
suicidio el alma reafirma su voluntad independiente del cuerpo; (3) la que
estima que el suicidio viola el deber contra uno mismo (Kant) y por tanto hay
que conservar la vida, posición muy difundida en la modernidad y puesta en
cuestión por los defensores de la eutanasia; (4) aquella que considera el
suicidio como un acto vil y refutada por Fichte al estimarla como un acto de
coraje; y, por último, (5) la que la considera como un acto de injusticia
contra la comunidad (Aristóteles) y refutada por Hume al sostener que el
suicidio no anula la obligación social.
Las
posturas tanatofílicas se subdividen a su vez entre grandes posiciones: (1) el
suicidio es un deber cuando impide el cumplimiento del deber (Cicerón) y
encarnado por Sócrates al beber la cicuta; (2) es una afirmación de la libertad
(Epicuro, Séneca, Nietzsche, Cioran); y (3) es una salida a una situación
insoportable (Hume, Jaspers, Sartre) y llevada a la práctica por el filósofo estoico
Zenón de Citio, que se estranguló a sí mismo, el filósofo austriaco Otto
Weininger, que en la misma habitación que ocupó Beethoven se descerrajó un tiro
en la sien, y los franceses Louis Althusser y Gilles Deleuze. En esta última
postura reluce la idea que la vida no es el bien supremo sino la dignidad.
Como
vemos, las interpretaciones filosóficas tanatofóbicas se basan en la
consideración del suicidio como un acto
desequilibrado y nada lúcido. Lo cual difícilmente se puede afirmar de
Sócrates, de la filosofía jainista o del presocrático Empédocles que se arrojó
al cráter Etna. En cambio, es apropiado aplicarlo al suicidio social de origen
amoroso, económico, patológico o mórbido, donde la asistencia del Estado y sus
instituciones se hace necesario para prevenirlo y mitigarlo.
En
contraste, las posiciones tanatofílicas consideran el suicidio como un acto equilibrado para unirse con el
absoluto, preservar el deber, la libertad y la dignidad, y cuyos valores se
sobreponen al valor de la vida. Gran parte de la argumentación eutanásica
extrae su justificación de esta postura.
Todo
lo cual nos lleva hacia la culturología
del suicidio. Aquí destacan dos importantes pensadores: E. Durkheim y V.
Frankl. En su libro sobre el suicidio
Durkheim considera el suicidio como resultado de la falta de integración
social, mientras que Frankl lo estima como falta de sentido de la vida. Al respecto, no es difícil advertir que ambos
casos se aplican al suicidio del hombre común o suicidio desequilibrado, más no
al suicidio como búsqueda de absoluto donde no se puede hablar de falta de
integración social o al suicidio equilibrado en general donde no hay falta de
sentido.
Sobre
el suicidio y la falta de sentido cabe contrastarlo con dos obras maestras de
la literatura universal: el Fausto de
J. W. Goethe y Romeo y Julieta de W.
Shakespeare. En ambas obras sus protagonistas no optan por el suicidio por la
falta de sentido de la vida, sino, por el contrario, justamente por haber
descubierto el sentido de la vida (el amor en ambos casos). Es decir, que no
siempre la falta de sentido puede conducir al suicidio y sí, más bien, hallarlo
puede conducirnos hacia él.
O
sea, no siempre es el desprecio, la desesperanza, el pesimismo, la
indiferencia, el desdeño lo que lleva al suicidio, y se puede constatar
fácilmente la presencia de los valores contrarios en la muerte de Jesús, los
mártires cristianos, Juana de Arco, y los héroes epónimos de nuestra patria.
Pero
el nihilismo cultural de la presente
sociedad posmoderna acelera la lógica la muerte y el suicidio desequilibrado,
al estar basado en la consideración de que el ser resulta insoportable desde
que se opta por la nada. Nuestro siglo sin Dios, la caída de todas las
certidumbres, el triunfo de lo contingente e instantáneo, el vampirismo de
fuerzas inmensas que desde la revolución industrial oprimen al hombre para
hundirlo en la apatía, el resentimiento, la depresión, la perplejidad, lo
anético y la anomia, afectan a la totalidad de la persona especialmente del
hombre común. Eso explica la cifra ofrecida por la OMS de un millón de suicidas
anuales en el mundo, dígito considerada muy modesta por algunos.
A
lo que vamos es que una sociedad donde reina el imperio del dinero, el tener, y
el poder, se termina por descomponer la misma estructura valorativa superior
del hombre para entregarlo a las fuerzas entrópicas de un individuo sin
orientación y cada vez más manipulado por las fuerzas impersonales de un mundo
creado no para vivir en función del ser
sino del tener. Lamentablemente este
espíritu de la posesión se ha difundido por todo el orbe a través del humanismo
sin Dios, la racionalidad técnica y el capitalismo. Por lo cual ya no podemos
decir junto con Walter Schubart que la profundidad metafísica del alma de
Oriente y Occidente sea muy distinta porque, al contrario, actualmente tiende a
uniformizarse.
En
otras palabras, nunca como antes la humanidad se ha encontrado como ahora con
tantos recursos a su mano y al mismo tiempo con tantas tendencias destructivas
que lo cercan. Casi podemos decir que nuestra civilización del dinero ha
arrinconado al hombre a vivir una apocalipsis moral, lo precipita hacia la
desintegración de su personalidad, lo empuja al suicidio desequilibrado, en
términos comparables a lo que sucedió en el Perú durante la Conquista española,
donde –según las crónicas- los antiguos peruanos desesperados ante la hecatombe cultural optaban en masa por
el suicidio.
Este
perfil epocal nos pone ante la pregunta: ¿es lícito reivindicar el deseo de
morir y el suicidio en la presente época del nihilismo? ¿Es el hombre una
criatura atravesada por el deseo de muerte y el impulso hacia el suicidio? ¿Es
el suicidio a la vez pasión y aversión por la vida? ¿Y si la opción del
suicidio no se separa nunca de nosotros entonces qué define nuestra existencia:
el deseo o la necesidad? Sin duda, el ser de una era puede resultar
insoportable llevando a la persona hacia la opción por la nada.
Finalmente,
una pregunta queda flotante: ¿Por qué la mujer prefiere el suicidio menos
brutal que el varón? Ante esta interrogante podemos echar mano de los sentidos
significativos de la semiótica para combinarlos con los resultados de la
criminología forense que ratifica dicha tendencia general por género. Y la
respuesta a nuestro alcance es que la mujer se suicida sin malquistar su
belleza porque está asida por un sentido
cósmico-estético de la vida, mientras que el hombre, asido por la eficacia, lo está
por un sentido cósmico-instrumental de la vida.
Concluyendo
hay que considerar metafísicamente que en el suicidio el ser es visto en dos
sentidos opuestos: (a) condición insoportable de la nada –tanatofobia-, y (b)
condición insoportable del ser finito –tanatofilia-. Pero si consideramos que
el ser finito es aquel que tiene dentro de sí el gusano de la nada, entonces
cobra mayor relevancia el papel de la libertad, la acción y el optimismo, para
hacer un mundo mejor.
Lima,
Salamanca 23 de Mayo 2015