KANT GASTRONÓMICO
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
Kant
presenta en su Crítica del Juicio su división de las bellas
artes tomando en cuenta la comunicación de conceptos y sensaciones. Así se
tiene: Artes de la Palabra (Oratoria y Poesía). Artes de la forma (Plástica y
Pintura). Y Artes del bello juego de las sensaciones (Música y arte de los
colores). Pero no tiene presente el arte de los sabores, el arte culinario, es
decir, la cocina. Cómo acontece esto en un comensal tan escrupuloso como Kant.
Aquí hay un misterio.
Se ha
dicho hasta la saciedad que Platón, Aristóteles y Kant se reparten la
humanidad. Ya Kuno Fischer ha subrayado que su sistema tiene muy poco en común
con los anteriores. A través de sus discípulos Borowski, Jachmann y Wasianski,
así como de la biografía más completa presentada por Schubert se conoce que el
filósofo era ordenado hasta en los detalles más nimios de su vida, probo,
recto, exacto, puntual, económico e independiente. Y entre sus placeres
privados tenía un lugar muy importante la comida y la agradable conversación.
El Perú gastronómico de los últimos tiempos haría bien en hacer acompañar
nuestra deleitosa comida con la agradable tertulia. Pero lamentablemente ello
no ocurre porque falta cultura y educación en la mayor parte de su población.
Lo cual no es culpa de ésta, sino del Estado que abandonó por décadas la
inversión en este sector tan neurálgico
Immanuel
Kant (1724-1804), el fundador de la filosofía crítica hizo girar su pensamiento
en torno a un solo problema: el del conocimiento. No obstante, disfrutaba de la
buena mesa, tenía buenos amigos y se complacía mucho de las gratas e
intrascendentes conversaciones mantenidas con el puñado de comensales que
congregaba muy a menudo en su propia casa. Lo que recuerda que el Perú en estos
últimos años vive un boom gastronómico, que ha prestigiado internacionalmente
nuestro variado y contundente puchero. Por todo lo cual, sería interesante
explorar qué pensaba Kant de las exquisiteces de la mesa.
La
constitución de su propia filosofía se edificó sobre la base del triunfo de la
ciencia analítica newtoniana, la polémica Leibniz-Newton, el rechazo de la
metafísica deductiva gracias a Crusius y Newton, la influencia escéptica de
Rousseau, el influjo de Lambert y Leibniz en su giro epistemológico de la
idealidad crítica, las críticas de Mendelssohn, Sulzer y Lambert que le
ayudaron a su planteamiento y la demoledora críticos de Hume a la idea de
causalidad.
Volvamos
a sus comidas. En torno a su mesa, siempre humedecida por bienhechores vinos,
que cada invitado podía escanciar individualmente, nunca encontraban asiento
menos personas que las gracias (tres) ni más que las musas (nueve), incluyendo
al anfitrión, quien nunca consentía que sus contertulios abordaran problemas
serios y filosóficos, amenizando esas reuniones charlando con gran conocimiento
de causa sobre cualquier otro tema trivial.
Por
nuestra parte, en cuestiones de comida el peruano no tiene a priori, sino puro
a posteriori. Quintiliano ya había dicho: “No vivo para comer, como para
vivir”. Sin embargo, entre los peruanos, como siempre, la ley de la naturaleza
y de la historia sigue su propio curso, y en nuestro solar llevamos
perpetuamente la garganta seca y el buche vacío. Si hasta se dice que el Santo
Oficio criollo, a nadie penitenciaba sin antes haber merendado como Dios manda.
Devorar, engullir, consumir, sin abalorios ni pergaminos, es el santo y seña
que desde hogaño sermonea nuestra ventral constitución a posteriori.
Kant
preocupado por las acusaciones de idealismo emprenderá correcciones en el
criticismo teórico. La síntesis, la imaginación y la apercepción queda
reemplazada por el principio objetivante del juicio, donde las categorías son
funciones del acto judicativo (la primera edición de la Crítica de la
Razón Pura fue en 1781, la segunda fue en 1787). En 1787 con la Crítica
de la Razón Práctica (CRPr) y en 1790 con la Crítica del
Juicio (CJ) se examina la razón pura en todos los órdenes del
conocimiento a priori, donde se reconoce el substrato suprasensible del orden
fenoménico.
En sus
comidas todo se hallaba concienzudamente calculado de antemano para la armonía
de los comensales, los platos, las invitaciones, la conversación. Pero es que
el pensador del imperativo categórico dejó también escrito que “el acto de
vivir bien que mejor parece concordar con la verdadera humanidad es una buena
comida en buena compañía” (Antropología, 1798).
No hay
duda de que la comida peruana ofrece una variedad de platillos asombrosa, cada
una tan propia y deleitosa que el comensal no sabe por dónde iniciar ni por
cuál acabar. Con razón ha sido calificada como una de las mejores del mundo por
su originalidad, aroma y sabor. Sólo que es indigesta, por ser un petardo de
carbohidratos, causa dolores de tripa y resulta poco saludable para el que
sufre de gula. Aunque sí creo que el joven escritor Iván Tahys tiene razón en
que resulta un grave defecto si nuestra gastronomía es la única manera de
identificarnos. No hay que ser muy avisado para darse cuenta de que los
intelectuales lejos de convertirse en enemigos anacoretas de la olla y
arremeter contra estofados, ceviches y escabeches, cumplen mejor faena que
Manolete cuando contribuyen a espiritualizar el sano alimento. No hace falta
ser estadístico ni dietista para advertir que poco sentido tiene tanto bombo
gastronómico en un país con un 50% de la población mal alimentada y desnutrida,
anémica y con déficit vitamínico, por vivir en condiciones de pobreza extrema.
Ser grueso y gordo no significa estar bien alimentado y eso está muy
generalizado entre los peruanos. Las cifras oficiales están a la vista. Un 50%
de escolares y madres gestantes sufren de anemia. De modo que un intelectual
tiene mucho que decir, en este sentido, sobre el boom gastronómico en un país
con pobreza y desnutrición; en vez de emprendérselas frustradamente contra el
divino alimento.
Kant no
cede ante el escepticismo humeano ni ante el racionalismo wolffiano, pero los
ataques demoledores de los criticistas heterodoxos (Reinhold, Beck, Fichte),
así como del naciente idealismo romántico hacen que Kant evolucione hacia una
idealización creciente al estilo del idealismo romántico fichteano. Su
inacabado y heterogéneo Opus Postumum así lo testimonia. Ya
Félix Duque ha insistido que esos textos más desparramados que un rosario, representan
una revisión de los pilares de su filosofía trascendental: el estatuto del
espacio y el tiempo, la auto-afección y autoposición del sujeto y la
consideración de la cosa en sí de dabile a cogitabile.
En buena cuenta, lo que Kant reivindica en el OP es que el sujeto sólo conoce
lo que ha hecho él mismo, la experiencia es una construcción de la razón. Justo
lo que acontece en la cocina: probamos lo que hemos combinado en el bendito
platillo.
Vleeschauwer
(La evolución del pensamiento kantiano, UNAM, 1962, p. 181) tenía razón
al sostener que en esta obra la función cognoscitiva no sólo se extiende a la
forma general del objeto, sino también a las formas más particulares y
determinadas de los objetos conocidos. Es decir, la razón ahora construye
también la esencia material del objeto. Todo un exceso en la línea del idealismo
subjetivo. El acceso a lo suprasensible se da por fin pero no a través de
un retroceso hacia la metafísica dogmática, sino, por una asunción del
idealismo subjetivo, según la cual la materia, las cosas y el mundo son
engendradas por el yo. A la luz de esto su última evolución es hacia el
idealismo romántico, y no como dice Adickes que sólo en la terminología está
unido a los apóstatas. Pues en el OP el yo es espontáneo absolutamente, y
desplegando un aparato fichteano dirá Kant que en el acto del yo se genera el
espacio-tiempo. El yo pone todo el contenido de la experiencia interna y
externa. Si la CRP no tiene una teoría de lo trascendente el OP sí lo tiene,
sólo la materia queda fuera del espíritu, es un dato inasimilable o está
referida a un mundo trascendente. Una misma cosa son la cosa en sí y el
fenómeno. Simplemente son dos maneras de representar el objeto. Fueron las
críticas por parte del idealismo romántico las que hacen que Kant se vea
impulsado a apartarse de la cosa en sí como noúmeno y asumirla, más bien, como
un cogitabile antes que un dabile.
Kant era
disciplinado y riguroso, pero conocía que el azar y el desorden eran inevitables,
aunque corregibles. Cierta vez en clase no podía concentrarse porque un alumno
tenía el botón de su chaqueta por caerse, y no aguantando más le dijo: “Por
favor, retírese y vuelva con ese botón bien puesto”. Así era Kant, necesitaba
el orden interno y externo para su concentración. Cuentan sus biógrafos que
Kant se cambió varias veces de domicilio debido a que no toleraba la perturbación
de su meditación por las campanas de la Iglesia, la música del vecino e incluso
un molesto árbol que tapaba su ventana. La regularidad no era anecdótica en él
sino rasgo esencial de su carácter flemático apegado a la norma y a la
costumbre. Norma y costumbre que imponía a sus comensales en todas sus comidas
Se
cuenta que en la Batalla de Ayacucho bastaron sesenta minutos para consumar la
Independencia de América. Cree Usted, acaso, que deba ser menos el tiempo que
el peruano dedica a la comida. De ninguna manera. Ya decía Francisco de
Quevedo: el rico come, el pobre se alimenta. Pero en la tierra de los incas
sucede al revés: el rico se alimenta y el pobre come. Efectivamente, llevamos
un hambre de siglos y una sed de milenios. Jugarse aquí con la comida es peor
que quitarle a un can su hueso. En este serio sacerdocio nacional estaría
pensando Manuel González Prada cuando escribió en Horas de Lucha su
artículo “Come y calla”. “Se me calienta la chicha y te fusilo sin
misericordia”, se decía en los tiempos de anarquía de 1835.
Ahora,
con la moda de la democracia, andamos más apaciguados y en vez de metáforas
necrófilas con la comida, preferimos las metáforas estéticas: hermoso,
exquisito, bello, sublime, hasta divino (a lo que ha decaído el Santo Cielo al
verse representado por un platillo nacional), y adjetivos por el estilo. La
verdad es que la gastronomía peruana se remonta a tiempos precolombinos y, para
rabia de indigenistas afiebrados, ha sido enriquecida con el mestizaje cultural
(español, morisco, africana, subsahariana, francesa, china, japonesa e
italiana). Nos gusta asimilar el acerbo cultural culinario de otros rincones
del mundo. Ah sí, en cuestiones de comida nadie aquí critica el anatopismo, al
contrario, es bienvenido. Ni el filósofo peruanista y católico Víctor Andrés
Belaunde, cuyo buen apetito era bien conocido, se hubiese
quejado.
Se puede
definir estéticamente a Kant como caracterizado por un entusiasmo sublime,
porque su carácter es una tensión de las fuerzas por ideas que dan al espíritu
una impulsión que opera mucho más fuerte y duraderamente que el esfuerzo por
medio de representaciones sensibles. Si la emoción es ciega en la elección de
su fin, en cambio, el espíritu que con entusiasmo sigue enérgicamente sus
principios inmutables es sublime. Así era Kant, sublime, de espíritu noble y
digno de admiración. Nada más alejado de la verdad que imaginar a un Kant
arisco y misántropo. Kant era todo lo contrario: sociable, de finos modales y
buen conversador.
En
su Crítica del Juicio distingue con precisión el Arte
agradable del Arte bello. Arte agradable corresponde al que tiene por fin el
goce: conversaciones entretenidas de sobremesa y juegos. Mientras que el Arte
bello es la obra con una finalidad sin fin y que fomenta la cultura del
espíritu. Kant apreció mucho el Arte agradable, pero se apartó de ello ante la
titánica tarea de desarrollar su sistema trascendental. Y lo cumplió. Sólo
mantuvo comidas en su casa con un número bien determinado de amigos y todo
siempre cuidadosamente organizado.
Su gusto
por las charlas intrascendentes, pero nunca vulgares, su exactitud en los
paseos, el número de comensales y su elección del buen vino, nos revela
armoniosamente cómo hasta en los caracteres más reflexivos, exactos y precisos
del hombre de principios, está presente el buen gusto, el carácter animoso y el
sentido de humor. Kant como flemático puro, era calmo, reposado, puntual, frío
y preciso, con tendencias a las manías, automatismo e inflexibilidad -según algunos
testimonios de Borowski, Jachmann y Wasianski- pero felizmente su vida
tranquila conservó en él sus mejores características.
Entonces
y ante todo lo anterior nos preguntamos: ¿clasificó Kant, como buen comensal,
la culinaria como un arte? Cuando Kant presenta en su Crítica del
Juicio su división de las bellas artes toma en cuenta la comunicación
de conceptos y sensaciones. Así se tiene: Artes de la Palabra (Oratoria y
Poesía). Artes de la forma (Plástica y Pintura). Y Artes del bello juego de las
sensaciones (Música y arte de los colores o pintura). No toma en cuenta el arte
de los sabores, el arte culinario, es decir, la cocina. Aquí hay un misterio.
Cómo pudo descuidarlo una mente tan analítica y que tanto gozaba de una buena
mesa. ¿No hay espacio, acaso, en Kant para el arte culinario?
Para
Kant Arte Bello es aquello que es conforme a la contemplación, brinda placer
cultural y dispone el espíritu a las ideas. En cambio, el Arte Agradable es
aquello que es conforme al juego de las sensaciones, es materia de la
sensación, trata solamente del goce y no deja nada en la idea. Es por ello que
Kant no incluye a la culinaria como Arte Bello, pero sí deja espacio para
incluirlo como Arte Agradable. En otras palabras, la culinaria corresponde al
Arte Agradable y no al Arte Bello porque pertenece al mero goce sensorial, sin
contemplación y genio, sino solamente ingenio. Claro, lo que sucede es que
ahora, en plena decadencia cultural, las cosas andan mezcladas y confusas. Pero
asi no era al principio de la modernidad. No siempre la antropologización del
mundo ha significado inmanentismo y declive cultural. Por lo demás, desde que
irrumpe el espíritu en la historia con la simple industria lítica y la
percepción de lo numinoso, comienza la antropologización en la cultura.
Prácticamente, cultura es antropologización del mundo. Pero el Renacimiento del
cuatrocientos, a diferencia del trescientos, es una acentuación especial del
sentimiento de humanidad en tensión con lo divino. Ese renacimiento del cosmos
en torno al hombre se deja apreciar en las obras de un Leonardo, Durero, Miguel
Ángel, Tiziano, Rubens, Rembrandt, Petrarca, Shakespeare. El impacto sobre el
pensamiento de la revolución científica en el dieciséis y diecisiete será
decisivo para la entronización sui generis del antropologismo moderno. Y la revolución
copernicana de Kant con su principio “el ser es posición”, cerrará y abrirá la
primera y segunda etapa de la modernidad, donde el hombre dicta el ser a las
cosas. La Naturaleza, como región del ser que nos obedece, no podía ser nuestro
Dios. Ello aunado al triunfo del positivismo materialista y ateo, llevaría a la
consolidación del hombre deus o deus in terris. Lo que llevará al paroxismo de
la voluntad de poderío con Nietzsche. Lo que vendrá después, con el influjo
mucho mayor del progreso científico-técnico, será la deshumanización del hombre
y la destrucción de la naturaleza por abusar el mismo hombre de su desmesurado
poder. Ahora, en el final de la cultura burguesa, el hombre siente que rige la
Creación. Pero lo que todavía no entiende es que su enorme poder sobre la
Naturaleza la tiene que compartir con el Creador. De aquí a especular sobre un
universo de origen cuántico, sin Dios y autogenerado –como lo hace S. Hawking-
no hay más que pequeño paso. En ese desorbitamiento de la razón moderna, que se
puede caracterizar como abuso orgiástico de los misterios de la Naturaleza, no
es extraño pensar que esa iniquidad descarriada del poder humano se relacione
con el otorgamiento de doctorados Honoris Causa a los cocineros del buen
puchero nacional.
Esto de
que no hay genio en la culinaria sino tan sólo ingenio, quizá pueda molestar a
algunos cocineros peruanos que han sido altamente distinguidos por varias
universidades peruanas – ¡tenía que ser! - con sendos doctorados Honoris Causa
y se han creído el cuento de que hay genio en la culinaria. Ahora se entiende
por qué actualmente hay más de ochenta mil jóvenes estudiando gastronomía. No
creo que la gastronomía sea una actividad innoble, sino todo lo contrario, pero
de ahí a conferirle un doctorado, entonces me hace pensar en los buenos
jardineros, zapateros, carpinteros, domadores de fieras, magos, ¡hasta rectores
universitarios que saben eternizarse en el cargo!, entre otros. ¡Acaso, no se
merecen un doctorado honoris causa! Pues, no. Obviamente que en el mundo de los
ciegos el tuerto es rey. Y así acontece en la actualidad, especialmente en el
Perú, porque –y en esto, solamente, tiene razón nuestro Nobel Mario Vargas
Llosa- ya no hay alta cultura y al chusco espectáculo o al entretenimiento
beodo se le denomina cultura. En un mundo frivolizado no es raro, entonces, que
esto suceda. El arte bello, dice Kant, es producto del genio. El arte agradable
es producto del ingenio. O sea, en un sentido absolutamente objetivo y nada
peyorativo, en la cocina no hay genios, sino ingenios. Primero, porque la
culinaria es un arte agradable al goce de los sentidos, en este caso los del
paladar, y no a la imaginación y contemplación como el arte bello. Segundo,
porque actúa sobre el sentido más sensorial y menos intelectivo, el de los
sabores. Y tercero, porque está dirigido al goce corporal y no al goce
espiritual. Si el genio es un don natural de un sujeto en el libre uso de sus
facultades de conocer, el ingenio es un don natural en el libre uso de sus
facultades de sentir (sabores y olores, por ejemplo). El genio tiene gusto
espiritual, el ingenio gusto sensorial. El genio rompe la norma, el ingenio la
sigue.
En este
sentido, admito que mi abuelita trujillana tenía mucho ingenio en su proverbial
y colorida repostería norteña. Lo que sucede es que actualmente el peruano
favorecido por el crecimiento económico tiene más desarrollado el vientre que
las comunicaciones neuronales. Hechizados por la fantasía mercadólatra
posmoderna y la sociedad de la sensación andamos urgidos de una revolución
somatotónica que nos reviva hacia lo cerebrotónico. Lo cual a la vecina le
suena siempre a cocinería y a caldo de cabeza de pescado. No, no. Lo que nos
hace falta es labrar nuestro espíritu, nuestro ideal, nuestra razón. Y el
alimento del alma lo hemos olvidado por el alimento del cuerpo. Se nos engrosa
la epidermis, pero se nos enflaquece el bulbo encéfalo raquídeo. No nos hacen
falta más platillos culinarios, nos hacen falta ideas, pensadores. Nos sobran
ingeniosos chefs y chefsitos, pero tenemos un atroz déficit de genios. Nuestra
identidad neurótica ha variado: la fracasofilia y exitofobia ya no es material
sino espiritual.
A Kant
le repele todo aquello con visos de pompa, no tenía manía de honores. Por eso
prefiere las artes que hablan en silencio a los ojos o el arte por la forma
(pintura, escultura, arquitectura) o por la palabra (como la Poesía, pero no la
Oratoria, porque la ve como arte insidioso que mueve a los hombres como
máquinas), porque elevan desde los sentidos hasta las ideas. En cambio, las
artes que hablan por el sonido (música) o los olores (perfumería y cocina)
tienen cierta falta de urbanidad, son invasivas y perjudican la libertad porque
su sonido y olor invaden la libertad ajena contra la voluntad. Entonces ¿cómo
sería un restaurante kantiano? con mucha ventilación, para evitar que los
comensales se perjudiquen con los olores de los otros platillos. Con hermosas
pinturas de los grandes maestros. Nada de televisores, ni música estridente. Y
con mucho espacio entre mesa y mesa. ¡Qué gran diferencia con los restoranes
incluso de lujo de hoy en día!
Finalmente,
Kant era un gran degustador de platillos, y nadie como él reflexionó sobre lo
atinado que era decir de una buena comida que era “agradable” en vez de decir
“excelente”, “sublime” o “bello”. Lo excelente es una virtud moral, lo sublime
es un sentimiento de lo inmensamente poderoso y lo bello es un sentimiento
estético. En cambio, lo agradable es un sentimiento asociado al goce de los
sentidos que corresponde a la culinaria entendida dentro de las artes
agradables. Otras artes agradables son: la música, la buena conversación, el
sentido de humor y los juegos. Con mucha gracia Kant llama mentecatos –como
aquellos doctorados honoris causa- tanto al genio sin gusto, al gusto sin genio
y al que quiere distinguirse sin espíritu. Sin embargo, es muy común exclamar
después de degustar una agradable comida: “magnífico”, “soberbio”, “estupendo”,
etc. Y es que, según Kant, el Juicio estético enseña a encontrar en lo sensible
y en el arte de lo agradable, satisfacciones no sensibles. Y eso lo hace por
medio de la analogía. Así que no nos cohibamos para decir que el rocoto
relleno, la papa rellena o el lomo saltado, tiene un aspecto alegre y risueño,
junto con una fragancia soberbia, amén de un sabor tierno e inocente.
Pero el
Juicio estético no es un Juicio determinante,
sino un Juicio reflexionante. Esa
diferencia entre Juicio determinante y Juicio reflexionante es un nuevo descubrimiento
que aporta la Crítica del Juicio. Un juicio
determinante es aquella que se formula al juzgar un objeto a partir
de algo
conocido previamente, conocimiento propio de cada sujeto. Un juicio
reflexionante es aquella actividad que consiste en reflexionar ante un fenómeno
dado. El juicio reflexionante no tiene un conocimiento
previo, requiere de presteza mental para precisar el
fenómeno,
recurriendo a la creación de ideas y expectativas
individuales. Ahora dentro
del juicio reflexionante Kant realiza otra división: distingue el “juicio
teleológico” y el “juicio estético”. Mientras el "juicio teleológico"
tienen una finalidad de reflexión sobre la naturaleza, para
buscar una ley dentro de la libertad de la propia naturaleza; el “juicio estético”
no tiene finalidad específica, simplemente crea en el sujeto
sensaciones con sólo su mera presencia, creando nuevas maneras de relacionarse con el
objeto. Dentro del “juicio estético” aparece
“lo bello” y “lo sublime”. Y en definitiva qué
sería un juicio gastronómico. Me inclino a pensar que sería un hibrido propio
de las artes agradables, o sea un juicio reflexionante estético, porque en la
culinaria se busca crear nuevas maneras de relacionarse con el objeto; y un
juicio determinante porque se juzga a un objeto a partir de algo conocido. Lo
agradable es un sentimiento asociado al goce de los sentidos que corresponde a
la culinaria entendida dentro de las artes agradables, las cuales en sus
juicios implican un hibrido entre lo determinante y lo reflexionante.
Que la gastronomía
contenga una experiencia estética es incuestionable, porque no llegamos a ningún
concepto particular, lo único que se persigue es el placer degustativo
sensible, la actitud no es dominadora, sino que dejamos al ser del objeto en su
singularidad y nos mantenemos en el libre juego de la síntesis imaginativa, dentro
de la recreación en un placer donde se contempla el sabor. En la culinaria no hay
finalidad objetiva formal, sino finalidad objetiva real o material. Mientras el
juicio teleológico pertenece a la parte teórica de la filosofía, el juicio estético
es propio de su parte práctico-contemplativa. En la culinaria hay autonomía
configuradora, pero se trata de finalidades externas –como en la industria humana-
y no de finalidades internas. La causa final de un delicioso platillo ha de
provenir de fuera, del chef. Su todo orgánico finito organizado en un cuerpo
proviene de una acción teleológica externa. No es como la naturaleza que tiene
su realidad a partir de sí misma (Schelling,
Prigogine). O sea, en su preparación hay juicio teleológico, en su degustación hay
juicio estético, y en su apreciación hay un juicio determinante.
Ahora
bien, la desmesurada importancia cultural que ha cobrado la gastronomía en el
mundo también se relaciona con el hecho de que el hombre actual se ha vuelto
más cosmopolita en un mundo globalizado. Al hacerse el mundo más flexible,
móvil y dinámico el hombre se volvió más nómade. Con ello la comida cobró una
importancia especial. La industria del turismo lo sabe bastante bien, el
alimento es un elemento de atracción inevitable en dicha industria sin
chimeneas. Y no sólo viajan los ricos, también lo hacen los pobres, como
trabajadores inmigrantes en condiciones de subempleo y explotación salarial.
Con ellos viajan las comidas de los diversos países por todo el mundo. Pero hay
un fenómeno curioso en la gastronomía, mientras las barreras nacionales no se
desvanecen, pero se integran al mundo produciendo mezcla cultural, en cambio la
gastronomía suele mantener su identidad. Es como si en la comida se cobijara el
último reducto más simple de identidad nacional, a pesar de su gran movilidad
transfronteriza. Sin la intención de llevar más lejos estos aspectos cabe
mencionar que en la comida encuentra el ingenio humano su más sencilla
satisfacción. Pero también la desmesurada importancia gastronómica es
inversamente proporcional a la decadencia de la alta cultura. La extensa e
intensa satisfacción de los sentidos, sin hallar contrapeso espiritual, que
encuentra su lugar en el hedonismo de la modernidad tardía, sería para Kant un
signo profundo de deterioro cultural. El marxismo solía señalar que los tiempos
de la Ilustración representaban el momento heroico de la burguesía en ascenso.
En cambio, los tiempos actuales encarnan la hora de una burguesía muelle,
decadente y sin ideales. El culto al cuerpo y al estómago es otro indicio del
imperio indiscutible del hedonista inmanentismo finisecular. Es como si en
momentos de decadencia civilizatoria a la humanidad se le agrandara el vientre
y se le achicara el espíritu. De cualquier forma, hay que desear a nuestros
comensales un ¡bon appétit!
Bibliografía
recomendada:
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