LAS FORMAS DEL FILOSOFAR
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
§ 1. La teoría
mitocrática
La teoría
mitocrática si algo recoge aquí del estructuralismo es la necesidad de
deconstruir para pensar de otra manera, yendo más allá del conceptolatrismo de
la razón. Aquí cabe señalar que la exploración de otra forma de filosofar, en
la identidad cultural no occidental, sería el auténtico desafío que se deriva
de los presupuestos de la filosofía de la liberación –atascada en una
analéctica infecunda, un historicismo inmanentista y un ontologismo ateo-, pero
esta tarea sería el desafío de la generación nativista y mitocrática.
Bien
visto, la teoría mitocrática de la
filosofía es útil en un doble sentido: ayuda a comprender la existencia de la
filosofía en orbes culturales míticos, premodernos, no occidentales y esclarece
la importancia que tiene el logos mítico en la restitución del desmoronado
equilibrio de la conciencia normativa actual. Pero existe una tercera razón, de
radical importancia entre nosotros, y es que no es posible superar una
filosofía de la dominación, refleja, ancilar, defectiva, carente de
originalidad y dependiente, sin romper la definición monocultural de la
filosofía impuesta por el dominante eurocentrismo occidental.
Mi objetivo principal ha sido
averiguar los fundamentos que demostraran en la medida de lo posible, la
existencia de lo mitocrático en la filosofía del pasado y del presente. La nueva comprensión del logos humano, como
aquel que se debate entre el logos del mytho
y el logos de la ratio, la lógica
sobrenatural de la fe y la lógica natural de la razón, junto con el
agotamiento del dominio de la filosofía occidentalizada y el carácter reflejo
del filosofar periférico, van convenciendo paulatinamente a los escépticos,
porque el fundamentalismo eurocéntrico no cambiará, que todavía son dominados
por paradigmas occidentales, de lo erróneo de la noción monocultural de la
filosofía y de la necesidad del reconocimiento de su carácter multívoco y
multiforme. En mi opinión sólo hay una forma de
conseguir que el público preste atención a una idea nueva: discutir y explicar,
en un lenguaje asequible para todos, pero que no trivialice lo que de suyo es
serio, los problemas y las soluciones que caracterizan a la investigación sobre
el nuevo pensamiento.
Esto sólo se puede hacer a partir de la comprensión creativa
del material que se va a manejar. El hecho que recién se haya emprendido esta
tarea, tiene como explicación la necesidad de recorrer una serie de hitos
indispensables, que me han demostrado que Grecia no es la medida de toda
filosofía posible, que es el punto de arranque del modo logocrático de
filosofar y la irrealidad de su univocidad que estrecha su panorama y
profundidad.
§ 2. El pensar mitocrático
La
razón no sólo es universal, como dice Aristóteles, sino que, no es difícil
advertir que antes de ser guiada por el principio de identidad estuvo regida
por la armonía de los opuestos o el principio de contradicción, bajo la forma
del mito. Y esto no implica que el hombre ancestral haya sido un ser
pre-lógico, como en su primera etapa supuso erróneamente Lévy Bruhl, sino que
los principios lógicos siempre son los mismos, lo que varía es su
estructuración conforme a su etapa civilizatoria. Lejos de
adoptar una postura platónica y ahistórica lo que aquí sostengo es que el logos
humano se constituye a sí mismo en sus relaciones internas.
La historicidad del
logos humano no es tanto una búsqueda de sí mismo sino un despliegue de sus
potencialidades en la historia. Así la filosofía no es otra cosa que el logos
humano, pero el logos diferenciándose según la hegemonía y realización de los
principios que la constituyen, el logos en el constante movimiento de
autorrealización en el mundo, comenzando desde la aparición del hombre como
criatura filosófica. Por eso la filosofía nunca fue ni será ciencia rigurosa,
como pretendió Husserl hasta la publicación de La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental,
nunca alcanzará una verdad definitiva, ni podrá enunciar algo sobre un ente en
sí, definitiva e indudablemente cierto. Como se puede advertir, la filosofía
antes que un sistema o doctrina explicativa, es pues un esfuerzo incesante de
esclarecimiento que funde apropiadamente la comprensión del hombre y del mundo.
Pero el pensar mitocrático plantea la cuestión del mito y su
relación con la filosofía. El mito no es lo antifilosófico por excelencia, como se popularizó desde la Ilustración, por el contrario,
las culturas no occidentales filosofaron míticamente, porque el mito basado en
la metáfora, la analogía y la alegoría presupone un proceso de pensar no
horizontal, como la metonimia, sino ascendente, que comprende la abstracción
del concepto a partir de una situación empírica concreta. No hay mito
sin abstraer un contenido intelectual a partir de una base empírica. Podemos
preguntarnos si dicho contenido intelectual abstraído en la metáfora es un
concepto, entendiendo por concepto aquella representación que hace el
entendimiento de la propiedades (realismo) o impresiones (empirismo) comunes de
las cosas, o dicho más sencillamente con Pfânder, los conceptos son los
elementos últimos de todos los pensamientos.
Es inevitable, entonces, afirmar
que la metáfora al trasladar el sentido propio de las palabras en otro sentido figurado,
en virtud de una comparación tácita, está haciendo uso del concepto. Pues, no
es posible dicha comparación tácita en la metáfora sin el manejo del concepto,
o mejor dicho, el sentido figurado de las palabras es imposible sin el manejo
de los conceptos. No puedo metaforizar sobre la rosa sin tener el concepto de
la rosa, y así por el estilo.
De modo que, si en el mito hay metáforas entonces
hay conceptos. Además, hay que tener presente que el concepto no sólo se puede
dar en las palabras sino también en los números, los signos, los símbolos, los
actos de toda clase. Pues, el concepto es el órgano del conocimiento de la
realidad y como tal tuvo que estar presente desde nuestra más temprana
humanidad. Es más, la moderna etología no los excluye del mundo animal, lo cual
universalizaría aun más su presencia. No en vano podemos recordar que quizá la
más grandiosa extensión del papel del concepto esté dado en la tradición judeo
cristiana, precisamente en el Evangelio de San Juan 1:1. Pues allí, donde el
concepto es el logos, que hace del cosmos el producto del concepto de Dios.
Ahora
bien, podemos también interrogarnos por la clase de conceptos que están
contenidos en los mitos. El profesor de filosofía de la Universidad Nacional de
Trujillo Víctor Baltodano, tras escuchar mi ponencia en el XII Congreso
Nacional de Filosofía, realizado en la Universidad Enrique Guzmán y Valle el
pasado noviembre del 2009, me sugería recurrir a su propia clasificación
conceptual: sensoriales, realizativos, ordenadores e inventivos. A los que
vincula con las dimensiones del hombre: sensible, volitiva, intelectiva y
afectiva. La ventaja de esta clasificación baltodaniana es que amplía la
pregunta sobre las cuatro dimensiones del hombre relacionadas con el mito. No
obstante, lo que la tradición eurocéntrica cuestiona es la existencia de
conceptos en el pensamiento mítico.
Por lo que a este aspecto nos centraremos. La
clasificación ontológica y no meramente lógica del concepto se hace según a la
clase de objetos a la que se refiere. Aquí nos guiaremos por los mitos
cosmogónicos, que están relacionados con el misterio de la creación y son
considerados acertadamente por Eliade de carácter más amplio y general que los
mitos particulares de origen, que están subordinados a los cosmogónicos. Pues
bien, en los mitos cosmogónicos, que explican la creación del mundo de manera
amplia y general, no están presentes conceptos objetivos que tienen como
correlato objetos propiamente dichos. Más bien, se trata de conceptos
funcionales, que relacionan diversos objetos bajo un concepto genérico, el del
origen. Pero este saber, como bien lo señala Malinowski, reúne en uno sólo el
impulso científico por conocer el mundo natural, y el saber sagrado, ritual y
salvífico. Estos conceptos unen en uno sólo lo teórico, contemplativo y poético.
Y en cuanto a los conceptos empleados por los filósofos griegos ¿cuál era su
diferencia con los conceptos de los filósofos mitocráticos? En primer lugar,
tenemos el rechazo del mito y lo religioso. Ejemplo de ello lo encontramos en Jenófanes,
quien se encoleriza con Homero y Hesíodo por atribuir a los dioses todo lo que
es infamante y vergonzoso entre los hombres. Fue también el primero en romper
con el antropomorfismo y politeísmo religioso griego, derivando hacia un
monoteísmo y panteísmo filosófico. Con ello despersonaliza las leyes naturales,
pero no las des-diviniza, pues continúan siendo leyes divinas. Sin embargo, su
monoteísmo es un medio en la doctrina del ser, dándose comienzo a la doctrina
del puro pensar.
En
segundo lugar, encontramos que en los conceptos de los filósofos griegos,
especialmente desde Parménides, predomina el principio de identidad, lo que le
permite a dicho filósofo dejar atrás las divagaciones teosóficas de su maestro
Jenófanes y de los milesios otorgando prioridad al pensamiento lógico. Es el
dominio de la lógica con el principio de identidad y no contradicción, de la
dialéctica del pensar mismo. En contraste, en el filosofar mitocrático oriental
y no occidental predomina una lógica que gira en torno a la armonía de los
contrarios o principio de contradicción.
La
manera según la
cual el pensamiento mitocrático relaciona el ser a la
existencia, y recíprocamente, se sitúa
en el origen de todo uso filosófico de la noción de ser es distinguiendo
claramente, en una posición realista, entre la existencia real del objeto y el
objeto existiendo como idea o concepto. Y aun más, en la cima de todos los
seres existentes ubica a Dios, verdadero sostén ontológico de los seres
múltiples, y el cual no es concebible por el pensamiento. Unidad y
multiplicidad quedan compatibilizadas a través de la fe y la idea de infinito.
Se trata de un camino hacia el ser donde religión y filosofía están unidas, y
que en el pensamiento occidental estuvo presente últimamente en Maurice
Blondel en su libro El ser y los seres. Ensayo de ontología concreta e integral (1935).
Pero en esta posición realista de la filosofía mitocrática no se supone que lo
humano sea asumido como subjectum,
como lo será nítidamente desde la modernidad, sino que es objectum o parte de la armonía que debe mantenerse entre el cielo y
la tierra. Sin subjectum no hay
concepto de persona, idea que aparecerá al final de la etapa mitocrática con el
cristianismo, sin embargo el hombre es la cosa
sintiente de lo divino o de la supremacía de lo no sensible sobre lo
sensible. Lo humano se convierte en colaborador cósmico de la divinidad. De
aquí parte la filosofía del desapego del Bhagavad
Gita, el wu wei o doctrina de la
inacción del taoísmo, la piedad impersonal del yogui y el código moral del
incario. Muy diferente a la mística activa del cristianismo. Mientras que en
las místicas de unas el Ser infinito está por encima del bien y del mal, por el
contrario en el cristianismo Dios y el Bien se identifican.
En
cambio, con los griegos la metafísica de las esencias basada en el principio de
identidad, margina la alteridad del devenir y postula la esencia como concepto.
Con ello el ser en sí, el einai, se
termina confundiendo con la esencia conceptual. De esta manera se echan las
bases para el posterior naufragio nominalista y empirista de la trascendencia,
la verdad y la razón.
Heidegger responsabilizó a la metafísica de Platón de
tomar el ser como esencia, idea o concepto, se sometió el ser al yugo de la
idea y proclamó de la necesidad de destruir la metafísica del olvido del ser.
Pero esta acusación es inexacta porque Platón nunca negó la posibilidad de
buscar el ser en sí, más allá de toda esencia. Más bien el anatema contra la
metafísica debe recaer en Parménides que consagró la identidad entre el ser y
el pensar, confundiendo así el mundo del logos con el mundo de la realidad.
No
hay, pues, duda, de que con los griegos comienza una nueva forma de filosofar,
cualitativamente tan distinta a la anterior que no sólo por la invención del
término de “filosofía”, sino, también, por su tajante oposición con el pensar
teosófico anterior se pensó que la esencia del filosofar se reducía a lo
presentado a partir de Grecia.
En realidad, la forma de filosofar anterior no
dejaba aun de filtrarse en ciertos filósofos griegos, como en los milesios, el
taumatúrgico Empédocles, Heráclito con su devenir, y Pitágoras con el logos
número. Como señala María Zambrano en su célebre libro El hombre y lo divino (1955), la condenación de los pitagóricos por
Aristóteles se debe a que el logos número descubre la no identidad o armonía de
los contrarios, en cambio el logos-palabra descubre la identidad, salva la
naturaleza y al hombre, el cual se basta con su inteligencia. Claro que su
libro tiene la intención de demostrar que el
dios idea de los filósofos griegos fracasa porque no ama ni puede ser amado, no
responde y sólo ofrece la visión de las esencias. Con el ser, como unidad
descubierta por la inteligencia, comienza el delirio de la deificación humana.
La piedad es la relación del hombre con lo divino, pero con el racionalismo
quedó convertida en una virtud del ser humano. Lo sagrado es consustancial al
hombre, dice Zambrano, y ser plenamente es recuperar el paraíso como simples
hijos de Dios. Ante lo divino extraído de su propio pensamiento, el hombre
queda reducido a su propia impotencia de ser Dios.
Lo
que nos dice la ilustre discípula de Ortega y Gasset nos sirve para demostrar,
entre otras cosas, que la filosofía mitocrática anterior a los griegos
implicaba lo piadoso y no sustituía el dominio de lo sagrado por el dominio
inapelable de la inteligencia humana. Pero, por otro lado, plantea otra
cuestión decisiva. Cuando Heráclito, Platón y Aristóteles postulan la
metafísica de las esencias no lo hacen para dar cuenta de la existencia de
Dios, sino para salvar al mundo de las apariencias, comprendiendo el devenir.
De este modo, la metafísica de las esencias no nace de la teología, como parece
sugerirlo Zambrano, sino del problema del devenir. Y si las esencias no eran
las ideas subjetivas de la mente humana, como lo es desde el nominalismo
medieval y la modernidad, sino realidades del ser, entonces el principio de
deificación humana, planteado por la filósofa española radicada en la América
española, debe ser entendido como el protagonismo de la vía lógica para
presidir develamiento el sentido del ser.
Lo cual me parece cierto, sin olvidar
que la filosofía mitocrática implica también una vía lógica, aunque distinta,
pues aquí se supone que la razón no lo penetra todo. Al contrario, el hombre
mitocrático vive rodeado de alteridad, pues lejos de reducir todo al principio
de alteridad no sólo razona, sino, también espera y escucha el lenguaje
contradictorio de lo real, ante su propia impotencia de ser dios. El carácter
teórico-contemplativo-místico-poético del mito, especialmente cosmogónico, indica que el pensamiento ancestral desarrolla
en su deseo de conocer el origen del mundo una forma de reflexión filosófica.
Se trata de un filosofar mitocrático, propio de un sistema
lógico-analógico-metafórico que guía a la imaginación simbólica. Por ello, los mitos no son fantasías de pueblos primitivos,
ni exclusivos de éstos, sino que está unido a la estructura misteriosa e
inexplicable de la existencia humana. Es por ello que la moderna civilización los
sigue produciendo, lo cual destaca su función social normativa y civilizatoria,
muy al margen de que pervivan mitos de origen milenario. Su similitud
estructural se explica también porque nacen de la naturaleza misma del hombre.
En este sentido se confirma la universalidad del mito supuesto por
Lévi-Strauss.
El concepto del mito no se fundamenta en un causalismo
experimental, como en la ciencia moderna, ni en un causalismo de la causa
primera, como en la racional filosofía griega, sino que se basa en un
causalismo trascendente, nouménico y sagrado. De ahí, que la explicación del
mito sea también filosófica, pero de una filosofía unida a lo religioso y
basada en la armonía de los contrarios, distinta al filosofar logocrático de
occidente que gira en torno al principio de identidad. Pero a fin de cuentas ambas
muestran que el hombre se debate entre el logos del mito y el logos de la
ratio.
Se trata de una forma de
pensamiento que actúa explicándose las cosas bajo causas sobrenaturales, la
armonía de los contrarios y que informan un tipo diferente de filosofar
respecto al griego. Hay filosofía en el mito porque el sistema metafórico y
analógico de la imaginación simbólica permite la explicación amplia y general
del mundo y de la vida. Fruto de ello son los mitos cosmogónicos. Es el sistema
lógico analógico-metafórico de la imaginación simbólica la que permite al mito
presentarse como una forma distinta de hacer filosofía. En su momento Emilio
Harth-terrè escribió sobre el carácter estético de la desaparecida lengua de la
cultura Mochica en el Antiguo Perú (El
vocabulario estético del Mochica, Ed. Mejía Baca, Lima 1976). Pues
bien, soy de la opinión de que la
filosofía mitocrática estaba imbuida de la dinámica creadora del verbo poético
del artista ancestral.
El suprema acto de la razón mitocrática es un acto estético,
donde verdad y bondad se hermanan en la belleza. De ahí que la poesía y el
filosofar poéticamente reciban su mayor dignidad, siendo maestra del género
humano. No es casualidad que justamente el programa de los fundadores del
idealismo alemán, especialmente Schelling y Hegel, haya previsto que la
consumación de la circularidad histórica, de la última gran obra de la
humanidad, se cumplirá cuando la filosofía aparezca emparentada con su más alta
cumbre, a saber, la poesía. Filosofía y poesía nuevamente unidas como en el
principio. Por eso, la susodicha y manida distinción entre sentido “estricto” y
“amplio” en el seno de la filosofía, es a todas luces una pedante y artificiosa
simplificación académica destinada a repetir
irreflexiva y machaconamente el paradigma filosófico occidental.
§ 3. El pensar empiriocrático
El concepto
de lo mitocrático no sólo profundiza en la forma de pensar filosófico de un
periodo anterior a los griegos y muy propio de pueblos no occidentales, sino
que a su vez tiene a la vez una función retrospectiva y proyectiva. Es decir,
si admitimos que la filosofía es la condición indagadora del hombre en todos
los tiempos y culturas, entonces nos lanza hacia la pregunta: ¿qué y cómo fue
en tiempos remotos, propios de la cultura prehistórica?
El
desafío es más grande aun cuando se considera, dentro del pensamiento
logocrático, que la filosofía fue posible por la escritura fonética. Pero tal
revolución es muy moderna, quizá no cuente con más de 3 mil años de antigüedad.
La escritura analítica misma, que comprende la jeroglífica y la fonética, se
retrotrae a no más de 5 mil años.
No obstante, la tentación de asociar
“filosofía con escritura” nos llevaría a pensar que solamente si consideramos
una perspectiva lingüística más avanzada, que considera que hay que tomar en
cuenta todas las etapas evolutivas de la escritura, es decir la escritura
sintético-ideográfica, que comprende la rupestre, litográfica y geoglífica,
entonces sería una alternativa para no dejar fuera de la filosofía la mayor
parte de la vida de la humanidad. Pero hay que tener presente que la mayor
parte de los idiomas conocidos no han sido escritos, pues, como ya se mencionó,
el milagro de la escritura que permite fijar la expresión vocal es reciente.
Pero esto indica que si no hay escritura sin lenguaje, y puede haber lenguaje
sin escritura, en cambio, no hay lenguaje sin pensamiento, aunque sí haya
pensamiento sin escritura.
De modo que el principio jasperiano de la
universalidad de la filosofía, aplicada con todas sus consecuencias, nos
llevaría a no caer en la trampa de asociar “filosofía con escritura”, pues como
ha señalado la semiótica contemporánea toda cultura es una lucha de signos y
símbolos para interpretar el mundo. Por ende, se puede suponer que en el
filósofo prehistórico es central el lenguaje unido al pensamiento pero no a la
escritura; más aun tuvo que estar presente un gran dinamismo de pensamiento
para producir un lenguaje. Es decir, el pensar tenía que ser la guía vigilante
del sentido común de la primitiva humanidad, no había alternativa, de lo contrario
el enigma de la muerte sobrevenía.
O dicho de otro modo, la filosofía no
depende de la existencia de la escritura, porque es un hecho más básico y
fundamental que tiene que ver con la condición de la existencia humana. De ahí
que, si bien es cierto que en el caso de los incas existía una escritura
ideográfica aglutinante en quipus y pictogramas, sin embargo el peso de la
demostración de que tuvieron “filosofía” no puede residir en la presencia de
escritura, ni siquiera en la existencia de ideas filosóficas propias, sino en
el establecimiento de un nuevo concepto para entender la filosofía en términos
no occidentales; porque demostrar que los incas tenían reflexión filosófica a
través de la presencia de palabras como “Cay, Pacha, Yacha y Sullul” equivalentes
a “Ser, Universo, Conocimiento y Verdad”, intento ya ensayado por Mejía Huamán
en su primera etapa (El concepto de
sabiduría y verdad en el pensamiento andino, Conferencia en la Semana
Internacional de la Filosofía Cristiana, UNIFE, Lima 1988), nos llevaría a
pensar en la existencia de un sistema lógico coincidente, en este caso regido
por el principio de identidad eurocéntrico, y que sólo se diferenciaría por el
elemento idiomático. Lo cual no es cierto.
Y la primera demostración es que
mientras los incas reflexionaban filosóficamente unidos a la religión, los
griegos lo hacían en confrontación con ella, lo cual no es posible sin la
variación de la hegemonía del principio de identidad en lugar del de armonía de
los contrarios. Además, las demostraciones lingüísticas vía traducción de
términos lleva siempre el riesgo de superponerle una experiencia mental
distinta. En otras palabras, dichas ideas en quechua pudieron no salir nunca
del ámbito poético-mítico sin significar que existió un pensar filosófico En
todo caso el idioma, religión y la educación podrían constituir indicios
indirectos pero no una prueba de la existencia de un pensar filosófico en el incario.
En
consecuencia, el sistema conceptual en uno y otro son diferentes porque la
revolución es de índole lógico-ontológica. Es decir, sólo un concepto distinto
de “filosofía” puede explicar la existencia de la filosofía entre los incas y
otras civilizaciones no-occidentales, más no el criterio de traducibilidad y
comparabilidad porque son limitados e insuficientes. Esto nos llevaría a
repetir el intento de Panikkar por encontrar en otras lenguas los equivalentes
homeomórficos a los términos filosóficos occidentales en otros orbes
culturales.
Y
este párrafo que inserto en el presente escrito, lo hago bajo la impresión que
me dejó, recientemente, escuchar y luego leer el Resumen ejecutivo de tesis de Víctor Mazzi, para optar el grado de
doctor en ciencias de la Educación, en la Escuela de Post-grado de la
Universidad Nacional “Educación Enrique Guzmán y Valle”. Su meritoria,
esforzada, extensa y bien documentada tesis de doctorado, que a la brevedad
debe aparecer en un voluminoso libro, se denomina Fronteras metafilosóficas en el pensamiento filosófico incaico durante
los siglos XIII-XVI: inconmensurabilidad, traducibilidad, y comparabilidad,
y es una contribución indiscutible a la discusión de la filosofía inca.
Utilizando
el método hermenéutico-interpretativo, o combinando originalmente a Kuhn,
Popper y Gadamer, Mazzi cree haber encontrado en la traducción del pensamiento
inca, en quipus, tocapus, qeros, observatorios astronómicos y crónicas –que por
lo demás es un mérito indiscutible que Mazzi haya realizado una hermenéutica
exhaustiva de todos los cronistas-, “elementos comparables con el modelo filosófico
occidental”. Lo que a su entender lo hace superar el “pensamiento mítico” o
“pensamiento salvaje”. Es evidente que Mazzi ha avanzado, de su otrora
“nativismo individualizador” (Véase mi libro Búsquedas actuales de la filosofía andina, IIPCIAL, 2007, pp.21-29)
hacia un nativismo de nuevo cuño que denominaré “nativismo hermenéutico”, que
denota esfuerzo, dedicación, empeño y seriedad como investigador. He ahí su innegable
mérito.
Pero he aquí también, en la delimitación de su tarea, donde percibo su mayor
dependencia y no superación del enfoque eurocéntrico, a saber: en el
encasillamiento del Mytho como lo
opuesto a lo filosófico, como efectivamente resulta ser en términos
occidentales. Pero los elementos para la superación de dicho criterio peyorativo
están ya presentes en la antropología cultural y estructural, con Lévy Bruhl,
Lévi Strauss y Mircea Eliade, especialmente, y que no percibo que los haya
tomado en cuenta. Es más, la valiosa tesis me deja la impresión de que Mazzi
sólo ha perfeccionado y corregido con métodos hermenéuticos el proyecto del 88
de Mejía Huamán que pretendía una demostración lingüística de la filosofía
inca, con la salvedad de que mientras Mejía se aproximaba a una solución
comparándolo con el pensamiento oriental, Mazzi retrocede para hacerlo con el
pensamiento occidental.
Otra cosa es el proyecto de Mejía de casi una década
después, periodo que coincide con su acercamiento a Rivara de Tuesta y sus
esfuerzos por doctorarse, cuando renuncia a departir de “filosofía” para diltheyanamente
hablar de “cosmovisión” (La cosmovisión
andina prehispánica, Lima 1997). Pero Mazzi, lejos de un derrotero sinuoso,
no es lo suficientemente revolucionario para replantear el problema, no ha ido
hasta las últimas consecuencias categoriales en la aplicación del criterio de
inconmensurabilidad. Pues, de haberlo hecho no tendría que inquirir elementos
de “traducibilidad” y “comparabilidad” con el “modelo filosófico occidental”.
Guardo la impresión de que Mazzi no fue todo lo radical que se requería para el
caso, pues cuando había que extirpar el tumor eurocéntrico se limitó a
inyectarle células sanas, que al cabo terminarían sucumbiendo. Si tan sólo
hubiese prescindido de la muletilla de la comparabilidad con el modelo
filosófico occidental se le habría presentado con necesidad apremiante la
urgencia de inventar una nueva categoría para entender otra forma de hacer
filosofía en un orbe cultural distinto. Para el caso, ello exigiría
flexibilizar la metodología hermenéutica a favor de lo interpretativo y
analizar la filosofía inca como un caso especial de una forma de filosofar
distinta y poco comparable a la occidental.
En suma,
para Mazzi la filosofía inca no es “cosmovisión”, como sostiene Mejía, ni
“mito” como piensa Sobrevilla, porque contiene ideas comparables con el “modelo
filosófico occidental”. Creo que esta es la limitación central, el talón de
Aquiles de los enfoques etnofilosóficos e interculturales, a saber, tratar de
encontrar las equivalencias con la filosofía occidental y esto es justamente lo
que reprochan con razón los eurocéntricos a los nativistas.
Es más, me parece
que es necesario reparar en el carácter anatópico de compararse con el “modelo
filosófico occidental”. Sin salir de este esquema no se puede impugnar la
reducción eurocéntrica del pensamiento no-occidental a “pensamiento mítico”.
Situación parecida ya la vimos con Estermann, quien en su Filosofía andina termina patéticamente creando una terminología
híbrida entre quechua y griego (Apusofía, Ruwasofía, Runasofía y Pachasofía) e
identificando “filosofía” con “cosmovisión”. Felizmente este no es el caso de
Mazzi, que es quechuahablante, sin embargo reincide en el error comparativo con
la filosofía occidental, aplica un concepto a priori de filosofía, y es este
punto el que resiente todo su interesantísimo estudio enjundioso. Pues si su
estudio se basaba en la convicción que en cualquier cultura antigua compleja se
puede encontrar todas las manifestaciones del espíritu humano, entonces qué
sentido tiene tratar de validar la existencia de una filosofía inca a través de
su comparación con el modelo filosófico occidental. Ninguno. O mejor dicho, es
un contrasentido que sólo se basa en tomar como canónico la filosofía
occidental. Este caso llega a su más extrema expresión con Juvenal Pacheco
Farfán (Filosofía inka y su proyección al
futuro, Cusco 1994), a cuya postura denominé “nativismo dialéctico” (Cf. Búsquedas actuales de la filosofía andina,
IIPCIAL, 2007, pp. 15-20) cuando quiere probar la existencia de la filosofía
inca a través del materialismo dialéctico del marxismo.
Un caso peculiar en
este aspecto lo constituye el profesor, hoy en Brasil, J. Octavio Morán, en su
polémico e interesante libro Ocaso de una
impostura. El fracaso del paradigma
intelectualista de la filosofía en el Perú (2003). El tema central que su
título anuncia ya lo he analizado en otras partes (Cf. El placer del mal, 2009; El
ilusorio paradigma filosófico intelectualista, 2009), ahora me limitaré a comentar
la primera parte de la segunda sección que se dedica al análisis de la
filosofía andina desde la perspectiva intercultural. En su minucioso estudio
sobre Estermann desde su perspectiva marxista gramsciana, afirma que sí existió
la filosofía andina (Cf. p. 229) y que, quizá esto sea lo más importante, “es
mucho más creativo que ubicarlo únicamente en el modelo occidental de
filosofía” (Cf. Pp. 231).
Yo creo que el marxismo peruano ha dado con Obando un
paso adelante, e incluso superior al de Mariátegui, después de tantos pasos
hacia atrás, en el reconocimiento de la necesidad de trascender el modelo
filosófico occidental. Su postura en este acápite es muy distinta a la de
Pacheco Farfán, a quien lo tilda de dogmático, y además reclama el derecho de
analizar la filosofía andina desde el marxismo. Pero además añade algo muy
importante: la ontología andina ha perdido su fundamento original, se ha
secularizado, y –aquí insurge el Obando ideólogo- cree que es el momento de
reformularlo desde un contexto materialista y ateo. Aquí habla el filósofo
gramsciano que considera gravitante y decisiva la lucha ideológica y cultural.
Aquí sería bueno recordar el libro de André Glucksmann Los maestros pensadores (Anagrama, 1978), en el que ve a Fichte,
Hegel, Marx y Nietzsche, como los que condujeron a la conciencia europea por el
camino de los campos de exterminio. Más preocupado Obando en el lado práctico
revolucionario, no nos dice qué otro modelo habría frente al de la filosofía
occidental. No se pronuncia sobre mi propuesta “mitocrática”, aunque recoge mi
preocupación por romper con el canon filosófico europeo. Me pregunto si tendrá
esto que ver con su gramscismo. No lo creo. Veamos. Gramsci reservaba la
“batalla de ideas” para los países del capitalismo avanzado, y sin embargo
Obando la propone, sin justificar lo suficientemente, en una sociedad como la
peruana a la que considera semifeudal. Su gramscismo atípico queda pendiente de
fundamentación, así como un tratamiento más exhaustivo de un “canon no
occidental” para la filosofía, hacia la cual sería interesante aplicar la teoría
de la hegemonía.
Por tanto,
su limitación para abordar lo “mitocrático”, que es profundamente religioso,
tiene que ver más bien con el sociologismo marxista hacia la religión, el
empirismo epistemológico y su intelectualismo racionalista. Además, sobre él
influye también toda una época caracterizada por el clima intelectual
cientificista. Libro característico en este sentido es el de Bertrand Russel Religión y ciencia (1935), en el que
sostiene que la ciencia siempre ha estado en guerra contra la religión y es la
mentalidad científica la única que puede luchar eficazmente contra los
fanatismos que la religión engendra. Sin ser Obando ajeno, tampoco, al espíritu
del Freud de El porvenir de una ilusión
(1927), en donde la religiosidad no sólo queda convertida en una función
consoladora, sino en compañera patológica de la neurosis obsesiva. Aquí es
pertinente traer a colación a Claude Lévi-Strauss en El totemismo en la actualidad (1962), donde afirma que en el
totemismo nos encontramos ante un pensamiento lógico, y no, como afirma Freud
en Tótem y tabú, ante un pensamiento
neurótico o enfermo.
Por su parte, ya Husserl en su Filosofía como ciencia estricta había demostrado la contradicción
insalvable de la epistemología naturalista que prescinde de todo análisis de
sus fundamentos. Y la microfísica junto a la microbiología refutan la
dialéctica, al demostrar que la probabilidad prevalece sobre la categoría de la
necesidad. Cierto que Althusser aportó a la epistemología marxista la categoría
de la “contradicción sobredeterminada”, pero las objeciones que le dirigieron
los propios marxólogos terminaron por oscurecer su contribución. Esto es
importante señalar, porque el abordamiento de lo mitocrático requiere de
sensibilidad para la vivencia religiosa y la realidad trascendente, que escapa
a lo conceptual pero no a lo existencial y se justifica como conciencia de amor
y de unidad. Lo cual es pedir demasiado a un marxista dependiente de una
epistemología naturalista. Incluso en mejor pie estarían los seguidores de
Dilthey, para quienes las ciencias del Derecho, de la religión, del Estado, han
nacido del señorío de la metafísica, y distinguen dos etapas metafísicas, la
primera en los pueblos antiguos, y la segunda en los pueblos europeos.
Nos
preguntamos, excluyendo a Obando, ¿si no es esto anatopismo? Por supuesto. Pero
es una concesión a todas luces rectificable. Es necesario dar el otro paso, crear
otra categoría que explique una forma de filosofar distinto. Sin una categoría
nueva, como la “mitocrática”, no es posible evitar las comparaciones anatópicas
con la racionalista filosofía occidental. En el modelo de la filosofía
mitocrática no-occidental prima el irracionalismo, por cuanto la alegoría, la
metáfora y el símbolo indican al Ser como independiente del Pensar, y se
concibe la filosofía logocrática occidental bajo la égida de la Razón o el
principio de identidad, en cuanto se concibe el Ser como dependiente del
Pensar.
En el primero no es que el Ser no sea lógico, sino que no se somete a
la explicación de la lógica identitaria parmenídeo-aristotélica, pero puede muy
bien condecirse con las lógicas heterodoxas o no clásicas. Esto es ya un
deslinde con la Etnofilosofía que insiste en el sesgo no lógico del filosofar
no-occidental. Pero tal cosa no es así, porque incluso el homo religiosus tiene su lógica, no está fuera de lo lógico. Para
el discurso religioso hay enunciados, significación y comunicación, por tanto
puede aplicarse la lógica al discurso religioso. Como lo reconoce J.M.
Bochenski (La lógica de la religión,
Paidós, 1967), es muy probable que requiera de otro tipo de lógica no
bivalente, como la modal o multivalente. Aunque siempre la verificación que
requiera será de índole sobrenatural y es probable que su justificación esté
basada en el principio de autoridad. Como en el caso de las reflexiones
filosóficas basadas en los Libros Sagrados, donde la palabra primordial no sólo
es símbolo sino también signo de la realidad, y no un flatus vocis nominalista. En suma, el discurso religioso-filosófico
es susceptible de aplicación de las leyes lógico-semánticas.
Valga la digresión
para subrayar que la propuesta de la filosofía mitocrática no es
comparativista, no cree que la filosofía sea un “tópico griego” y la
Metafilosofía un “tópico intercultural”, no se afana en indagar homeomorfismos
lingüísticos, ni busca encontrar respuestas parecidas con el modelo filosófico
occidental. Va por otro camino y recorre otro modelo de filosofar, que no está
contrapuesto al mito ni a la religión, sino que su forma peculiar es darse
unida a éstos. Lo cual no supone postular un pensamiento prelógico, por el
contrario, se reconoce que el hombre es lógico en todas las edades, lo único
que cambia es la hegemonía de los principios lógicos en la polaridad tripartita
del logos Participativo, el logos del Mytho y el logos de la Ratio. Pero lo
decisivo en el pensar empiriocrático es el pensar del hombre primitivo, el cual
tenía que absorber con gran avidez el material del mundo sensible, cuya mayor
amenaza era la muerte y la enfermedad, para poder hacer frente a los terribles
embates de la naturaleza.
Además, no se puede soslayar aquí, llevado
simplemente por el prurito racionalista, sobre el desconcierto que produciría
sobre el hombre primitivo el espectar de forma espontánea fantasmas y espíritus,
es decir sin uso de alucinógenos,. Situación que lo llevaría luego, quizá desde
el paleolítico medio, a pensar en la vida después de la muerte, creencia, por
lo demás, de la abrumadora mayoría de la humanidad. Ya muchísimo después, en
medio del desarrollo del pensamiento mitocrático, el zoroastrismo, judaísmo,
cristianismo e islamismo sostienen que el hombre sólo vive una vida, muerto se
desencarna, espera el Juicio Final para ir al Cielo o al Infierno; mientras que
el hinduismo sostiene que las reencarnaciones siguen a escala cósmica, y para
los budistas las reencarnaciones cesan con el Nirvana. Pero contra lo que se
cree la religión india no se ha ocupado del más allá, sino de la vida terrena,
y para darle sentido surgió la idea de la trasmigración, la reencarnación, la
ética, el karma, y la salvación, como la última virtud y no la primera,
mientras que la individualidad era lo que se perdía en la eternidad, pero en
ella el alma conserva la conciencia. Los Upanisads tratan de la noción de ser,
de la connaturalidad del ego personal o atmán
y del Sí-mismo universal o Brahma.
Es decir,
existe una identidad de naturaleza del ser íntimo y del ser del universo. Pues
la naturaleza “material” es ilusión o maya.
Por su lado, mayas, incas y aztecas creían que la vida y la muerte eran
momentos de la existencia. En el Perú había una religión politeísta y animista
para el pueblo y otra más culta para la élite, en cuya cima había una deidad
única, abstracta. Según Cieza de León creían en un paraíso y en Infierno.
Mientras que las religiones del Africa negra siguen creyendo en la sangre
sagrada de la Gran Madre Tierra en sus ceremonias chamánicas, tal como el
hombre de hace 40 mil años. En el medio de la filosofía logocrática, que al
final secularizó la muerte, la extinción de la personalidad con el
fallecimiento será sostenida por el estoicismo y Lucrecio, y hoy se difunde
esta creencia bajo la sombra del saber científico.
Bueno, presenciar tales
acontecimientos espirituales no le produciría al hombre primitivo todavía la
idea de lo ultraterreno, por el contrario, aún carente de esta idea lo asume
como parte de la naturaleza. Recién, según los vestigios arqueológicos, con el
Neandertal, es decir hace 80 mil años, se constata la creencia de que los
fantasmas, los muertos y los sueños pertenecen a otro mundo y no a éste. Lo que
resulta más insólito y escandaloso para el dogma eurocéntrico –digno de las
caricaturas del siglo XIX que mostraban a Darwin como simio- es que con la
categoría de lo mitocrático la filosofía no sólo pertenece a las altas culturas no
occidentales, sino que resulta siendo una capacidad inherente a la condición
humana de todos los tiempos, y por tanto, también del hombre de las cavernas,
al hombre que pintó en las cuevas de Altamira y Lascaux las figuras
paleolíticas de animales, talló en piedra la Venus prehistórica y fue
responsable de la arquitectura megalítica. La filosofía mitocrática nos pone
ante el desafío de dar cuenta de un tipo o forma de filosofía anterior a ella.
Así,
las bellas hachas de piedra encontradas entre los australopitécidos hacen
pensar en que la capacidad cerebral de los pitecantrópidos produjo un lenguaje
y un pensamiento muchísimo más complejo al rudimentario lenguaje inarticulado
que los animales poseen en algún grado. Cabe entonces pensar que la especie
humana desde el comienzo tuvo esa sutileza que le permitió elevarse de lo
rudimentario y construir sistemas de lenguaje y pensamiento articulados, aunque
sensibles y con fonética primitiva. Sin esta base suficientemente compleja no
hubiese sido posible la gran riqueza artística del paleolítico superior. Claro
que se puede preguntar si en los pigmeos, bosquimanos y fueguinos, por ejemplo,
hallamos algo que podríamos denominar como filosofía
empiriocrática. Aun cuando en estos pueblos arcaicos, que pertenecen más
bien al paleolítico superior, los etnólogos han comprobado que poseen lenguajes
complicados, vocabularios muy ricos y gramáticas elaboradas, se puede sostener
que su filosofía es su magia y mitología, y que por ende, sólo pueden ser
interpretados como tal dentro de la perspectiva de la Mitocratología. De
resultas tenemos que sobre el paleolítico inferior y medio sólo se puede
teorizar sobre cómo y qué sería el pensar filosófico en la remota Edad de
Piedra.
Pero
muchas luces han arrojado las investigaciones de Marcel Mauss sobre el
pensamiento arcaico. En su Bosquejo de
una teoría general de la magia (1903) aborda la magia como una función
social, como una creencia que se articula en torno a la noción de mana, término difícil de definir que
remite a la idea de un “valor de las cosas y de las gentes”.
Para nosotros esta
idea de mana es sumamente valiosa
porque nos permite vislumbrar la formación de dos ideas: la idea de valor y la
idea de lo sagrado. Se puede afirmar que las dos ideas están unidas desde el
principio, y es a través de ellas que lo profano adquiere justificación y
sentido. Más aun, la idea de valor nos indica el gran papel que lo emocional
cumple en la generación de las ideas de la humanidad. La sede primaria del
valor son las emociones y el individuo se vuelve persona a través de la
realización del valor.
Es decir, la enorme importancia que cumple la emoción en
el despertar de la conciencia humana es verdaderamente crucial, porque no sólo
permite la apertura del ámbito axiológico sino porque el propio ámbito
axiológico es la apertura del ámbito ontológico. El ser es lo valioso y lo
valioso es. Todo esta está contenido en la remotísima idea de mana, idea que Mauss la desarrolla en su
estudio Naturaleza y función del
sacrificio (1909) la cual incluye el sacrificio expiatorio o propiciatorio
como consagración y promoción de lo profano al nivel de lo sagrado, porque
incluso la destrucción erige la renuncia en modelo. Este mana o valor de las cosas y de las gentes nos remite a un ámbito
onto-axiológico muy humanamente remoto y primitivo, se diría primordial, que
trasciende la experiencia del Tener del cuerpo, puesto que yo puedo perderlo
sin cesar en la muerte, la ansiedad, el sufrimiento y la subyugación, y va más
allá de la pura inmanencia a través del descubrimiento del ámbito trascendente
de lo sagrado, y no solamente de la sublimación de la creación personal como
afirma Marcel en Ser y tener (1970).
Esto es, que el hombre inicia su camino hacia el Ser desde el comienzo mismo de
su aventura humana y se traduce en una tensión permanente e inevitable entre lo
finito y lo infinito. La existencia humana se define por la relación al Ser que
lo asedia, amenaza, asombra, increpa y fascina. La inquietud metafísica por el
Ser es la manera decisiva del existir humano en todos los tiempos, es su lógica
substancial que está detrás de cualquier tipo de lógica funcional, su ausencia
es una alienación propia de una vida mutilada y de ahí proviene el sentido
polisémico del logos humano, porque el ser que soy no se limita a mi cuerpo ni
a mi mente, sino que resulta formando parte de la multiplicidad existencial de
un Ser transpersonal, sobrenatural y numinoso que los trasciende y los abarca.
Posteriormente
Mauss escribió Ensayo sobre el Don
(1923-24), que muestra su tesis epistemológica de la noción de “hecho total
social”. Su concepción de un hombre total, que corrige y completa la visión de
A. Comte de la primacía de la sociología sobre la biología, lo lleva a mostrar
que los fenómenos económicos son indisociables de los otros aspectos de la vida
social. Todos los intercambios sociales llevan la obligación de donar y
articular vastos sistemas de prestaciones recíprocas entre clanes y tribus en
los cuales se manifiesta un lazo mágico entre personas y objetos. Estos
intercambios incluyen prestaciones de bienes, mujeres y nombres que potencian
el principio del mana con un
simbolismo del rito y la plegaria.
Mientras que Durkheim y Mauss ven en el mana una fuerza numinosa inmanente, Georges
Gurtvich la ve como una fuerza numinosa trascendente, impersonal y
sobrenatural. Pues bien, mientras que el don, potlatch u otro sistema de intercambio (Ayni, minka, etc. entre los
peruanos) ha sido visto, económicamente, como una forma de concentrar riqueza,
y, sociológicamente, como una forma de concentrar soberanía; nosotros vemos que
filosóficamente revela algo más profundo, como un complicado ballet de éxtasis ontológico que a
través del tabú y lo mágico, es decir de lo numinoso, va revelando el sentido
polisémico del logos humano, su lógica substancial detrás de su lógica
funcional, que a través de la alegoría y el símbolo va develando el ser de los
entes.
Es decir, se trata de toda una metafísica arcaica en donde lo filosófico
no está mezclado con lo mágico, sino que es lo mágico y sólo cuando lo numinoso
adquiera una connotación trascendente y se separe de la magia, entonces lo filosófico
se separa de la magia para vivir su nueva fase unida y no mezclada con la
religión. Cómo procede entonces el filósofo arcaico del paleolítico,
objetivamente según el contenido y subjetivamente según el estado de
civilización de su época. Pero en aquellos tiempos arte, religión y filosofía
no están mezclados, sino que son uno solo. De ahí la importancia de atender al
significado de las danzas rituales como ceremonias agonísticas donde la imagen
y la música juegan un papel central. Lejos de cualquier conciencia inmediata hegeliana que no piensa y apenas es
conciencia, el hombre primitivo experimenta que la música no es un ser
imaginario, sino que es un objeto percibido, de suerte que su plenitud resulta
inaccesible. Incluso los motivos de su arte textil no son asumidos como su
propia invención, sino sugeridos en sueños por el espíritu de las plantas del
bosque.
El hombre del paleolítico y de la sociedad agraria en su estrecho
contacto con la naturaleza vive una parusía sin revelación, una adecuación
total de sí consigo mismo y con el mundo que lo hace vivir la esencia de la
manifestación ontológica misma. Como nadie experimentan que el hombre no es
dueño del orden del significante, que el sentido no da totalmente cuenta del
ser y la armonía estriba en aceptar que lo real siempre trasciende el sentido.
Esto no significa que en el mundo prehistórico no exista ninguna lucha por el
sentido, como piensa Jean Patocka (Ensayos
heréticos sobre la historia de la filosofía, 1975), sino que la
problematicidad con el mundo se establece a un nivel más vital que teórico,
esto es, la lógica reintegradora mágica-simbólica es coherente y bien
articulada pero está en función del arte de la vida. Hay amor a la sabiduría en el sentido de preservar y reintegrarse a la
avenencia universal.
El pensamiento arcaico no está pues únicamente motivado
por sus necesidades materiales, porque sus necesidades de trascendencia
empiezan con el hombre mismo. Se trata de una filosofía de la armonía donde se sabe obedecer a la Madre
Naturaleza y en el sometimiento a ese orden estriba su felicidad. Nuestro
sentimiento primitivo es la alegría sólo interrumpida por el sentimiento de
tristeza ante el acontecimiento fatal de la muerte, la enfermedad y la
desesperación. No es aun la desesperación en su verdadero significado, puesto
en evidencia por Kierkegaard como la sabiduría del cristiano de conocer que la
muerte física no es la verdadera muerte, sino en tanto que nos remite al ámbito
de la ausencia de ser. Dicho de otra forma, aquella filosofía primitiva no sólo
piensa coherente y articuladamente, sino que baila, canta, simboliza y juega
con las imágenes recibidas desde un ser cuya integridad de sentido sabe que es
inaccesible y sagrado.
François
Dragonet, en su Filosofía de la imagen
(1984), ha rescatado a la imagen de su infravaloración filosófica, juzgada como
engañosa y peligrosa. En ello influye el verdadero despliegue de la imagen
gracias a la tecnología y, con el plagio y el trucaje, las fronteras entre lo
verdadero y lo falso se difuminan. Dragonet define la imagen como aquello que
permite la manifestación de lo no visto, ya sea en la medicina, la estética, la
geomorfía y la sociología. Pero la imagen es abordada desde su representación,
repetitividad indefinida y nuestra mirada. Todo lo cual lleva hacia la
distinción entre imagen objetiva, proporcionada por el espectáculo, y la imagen
subjetiva, la nuestra propia, que nos ve mejor a nosotros mismos de lo que nos
ve el exterior. Estos aportes de Dragonet aplicados a nuestro tema nos permiten
advertir que la idea arcaica, en este caso de lo numinoso, simbolizada en el
baile ritual permite captar mejor la imagen de la promoción de lo profano hacia
lo sagrado.
Es decir, lejos de ser engañosa y peligrosa la imagen permite ver
mejor la verdad, al convertirse en vehículo de corporeización de la
sacralización del mundo y revelación del ser. O parafraseando a Theodor Adorno
en su Filosofía de la nueva música
(1969), podemos decir que la danza ritual arcaica es el despliegue
expresionista de disonancias que nos sobrecogen
en nuestro ser más profundo, pero la imagen que contiene y expresa
tranquiliza al sujeto finito en una consagración reintegradora. Se trata del
acceso a un mundo prohibido y oculto al cual se ingresa a contrapelo de ritos
mágicos con lo numinoso.
Se trata de tiempos pre-cosmogónicos y pre-teogónicos,
es decir pre-míticos. Es la magia el origen del mito, la religión y el arte,
como lo que permite al hombre conducirse en función de representaciones que no
están dadas, sino constituidas por la conciencia. Y la magia, que originalmente
significaba “sabiduría”, forja ya la idea de causa en la idea de actuar sobre
algo mediante ritos, sustancias o invocaciones. Por tanto es más antigua que el
mito, el cual supone una organización espacial en las cosmogonías y temporal
cíclica en las teogonías. Para Cassirer (Filosofía
de las formas simbólicas, tomo I, 1929), el mito configura el mundo, para
nosotros es la magia el que lo hace, porque la magia expresa una pre-totalidad
del ser natural y social que hay que invocar para conseguir la ayuda de lo
numinoso.
Será necesario una dialéctica de la conciencia mágica para que surja
la conciencia mítica, la cual va más allá de distinguir entre el yo y el no-yo,
espiritual y sensible, para desplegar de modo más complejo los límites de los
objetos. Así, podríamos combinar las ideas de Sir J. G. Frazer y profundizar la
tesis de Lévi Strauss afirmando: el universalismo de la magia, que el mito y la
ciencia no pueden evitar por completo ser mágicas, y que ambas son sus
transformaciones. La idea de mana de
la incipiente humanidad revela un concepto que está más allá de todo valor empírico
y remite a la idea de que el hombre es una criatura filosófica desde un
comienzo, porque no puede vérselas solamente con el puro datum de la percepción, sino que vive en medio de un
indesarraigable “hambre de conceptos” en su trágico existir.
Por el momento, no encuentro mejor modo de expresar la existencia
de tres formas de filosofar en la historia de la humanidad sino que
sirviéndome, en algo, de la diferenciación hegeliana, y descartando su
teleologismo, entre certidumbre sensible, percepción, entendimiento, y razón.
Propongo, para entender las formas del filosofar, un esquema tripartito: para
el hombre animista de la Edad de Piedra la categoría de la filosofía empiriocrática o participativa, bajo el imperio de la
certidumbre sensible; para el hombre mítico la categoría de la filosofía mitocrática, bajo el imperio
del mito y del entendimiento; y desde los griegos la filosofía logocrática, bajo el imperio de la razón.
Estas serían
las tres grandes formas civilizatorias del saber filosófico, formas que no son
una teoría sintética de su evolución. Pues la filosofía en sus grandes
temas siempre es la misma, sólo en sus respuestas y
en la forma de su tratamiento difiere. Así, pues, la filosofía empiriocrática
representa el despertar de la conciencia ante la naturaleza y se constituye en saber
vital, la filosofía mitocrática es la captación del
misterio en el mundo y se traduce en saber de salvación, y la filosofía
logocrática se encarna en el descubrimiento de la subjetividad conceptual y se
manifiesta en un saber teórico.
Las formas civilizatorias del saber filosófico
son las condiciones ontológicas, lógicas y antropológicas que condicionan
sincrónica y diacrónicamente el pensar humano en una determinada visión del
mundo. Más que un espíritu de época es una Era de varios espíritus culturales.
Esto no supone caer en un historicismo, un
psicologismo o un sociologismo porque no se afirma necesariamente que la
verdad se inventa, sino que se descubre. Se trata de un concepto parecido al
paradigma de Kuhn, porque puede ser visto como una estructura que condiciona la
posibilidad del saber filosófico, salvo por la diferencia de que en nuestro
caso el interés no es la explicación de la estructura de las revoluciones
científicas, sino de las filosóficas, a partir de una teoría del logos humano
que explica que dichas formas no son completamente incomparables entre sí. De
esta manera, los conocidos periodos históricos de la filosofía occidental
–antigua, medieval, moderna y contemporánea- sólo corresponderían a la forma
civilizacional de la filosofía logocrática, a lo largo de dos milenios y medio.
La filosofía de la antigua India, de la antigua China, Babilonia, Egipto,
Africa y América precolombina corresponderían a la forma civilizacional de la
filosofía mitocrática, a través de tres milenios antes. Y los periodos
protohistóricos de la Edad de Piedra correspondería a la forma civilizacional
de la filosofía empiriocrática o participativa, que se extiende en la pasmosa
noche de los tiempos.
Se trata de la odisea de la mente humana a través de dos
millones de años, en el que se activa el exclusivo mecanismo humano de la
coevolución de genes y cultura. Sabemos que desde el historicismo relativista
de Spengler la noción de civilización, basada en una determinada jerarquía de
valores, entró en crisis. Así, Toynbee usó el nombre de civilización en plural,
pero todavía la opone al de “sociedad primitiva”, restringida en cuanto a la
población, geografía y duración. Hasta que la diferencia se borra con R. Linton
(Estudio del hombre, 1961), que
define la civilización como el aspecto tecnológico-simbólico de una cultura
determinada. Lo que hace posible que el término pueda ser aplicado a los
pueblos y a los grupos humanos más disímiles. Ahora bien, las posibilidades de
éxito de lo tecnológico-simbólico que constituyen una determinada civilización
dependen de la capacidad de autocorrección del logos que la preside. Un logos
empiriocrático, un logos mitocrático y un logos logocrático responden de modo
diferente a los desafíos de conservación y progreso de cada cultura.
Esto
quiere decir que las posibilidades de éxito del tipo de logos civilizacional
depende esencialmente de las reglas metodológicas que prescriben en cada
ocasión, estructurando la realidad con el fin de mantener una relación de
veneración, salvación o de dominio del mundo. Estas tres formas
civilizacionales explicarían las fases de la filosofía y las concepciones del
mundo a lo largo de la historia de la humanidad. El supuesto antropológico
común a todas estas formas es que el hombre es una criatura filosófica desde el
comienzo de su humanización o más bien que la humanización es un proceso
filosófico porque atañe a la radicalidad misma de su existencia. La filosofía
viene a ser experimentada, antes que un problema o una teoría, como la vivencia
radical del misterio que somos en medio del mega-misterio del mundo. Así, al
contrario del estímulo-respuesta de la animalidad, el proceso interrogativo
nacido del asombro radical preside su humanización.
Lima, Salamanca 09 de junio 2012