viernes, 11 de julio de 2025

Sobre las formas perceptuales de manifestación

 


Sobre las formas perceptuales de manifestación

 

 

El espíritu se manifiesta como sonido, como imagen, como cuerpo,

como intuición, como vibración

La manifestación espiritual interdimensional no ocurre en abstracto: se encarna en formas perceptuales concretas, que impactan al sujeto a través de sus sentidos, su cuerpo, su mente y su campo energético. Lo invisible no se presenta como ausencia: se traduce, se modula, se aproxima al lenguaje humano. Este capítulo propone una fenomenología de la manifestación desde cinco grandes ejes perceptuales, cada uno con sus propios signos, modos y profundidad.

 

I. Auditiva / verbal

Cuando lo invisible habla, susurra, canta o nombra

El oído espiritual es más fino que la lógica, y muchas veces es el primero en percibir el cruce. La manifestación auditiva puede presentarse como: Locuciones interiores: voces claras o simbólicas que no provienen de pensamientos propios (ej. Santa Faustina Kowalska). Mensajes sonoros sin fuente visible: palabras, cánticos o frases pronunciadas en visión, oración, o en medio del silencio absoluto. Lenguas desconocidas o sagradas: en rituales afroamericanos, pentecostales, chamánicos. Silencio elocuente: no hay sonido, pero se transmite sentido directo.

Santa Faustina Kowalska recibió locuciones internas de Cristo, quien le dictó mensajes sobre la Divina Misericordia. Escuchaba frases claras, con tono, cadencia y sentido teológico, anotadas en su Diario. Su manifestación fue nítidamente auditiva, doctrinal y pastoral. Etty Hillesum en medio del horror nazi, escribió un diario donde afirmaba que “Dios habla dentro de mí”. No desde la dogmática, sino como voz interior de compasión y lucidez. Voz espiritual interior como conciencia ética activa. Juana de Arco oía voces celestiales —de Santa Catalina, San Miguel, y Santa Margarita— que le transmitían instrucciones militares y religiosas. Manifestación auditiva con implicancia política y profética.

 

Riesgos: confundir la propia voz con lo recibido; atribuir a lo espiritual lo que proviene del subconsciente o de la fragmentación psíquica.

II. Visual / perceptual

Cuando lo invisible toma forma, imagen o símbolo

La dimensión visual es la más documentada en relatos místicos y espirituales. Incluye: Visiones internas (imaginales): no se ven con los ojos físicos, pero tienen forma, color, movimiento y significación profunda (ej. San Juan de la Cruz). Apariciones: entidades espirituales, seres de luz, sombras, ángeles, vírgenes o figuras arquetípicas se presentan en espacios concretos. Símbolos visuales espontáneos: mandalas, geometrías sagradas, luces, formas simbólicas sin causa racional. Entornos transfigurados: la realidad cotidiana cambia de aspecto; objetos o personas irradian luz, presencia u otra forma.

María Simma relató que las almas del Purgatorio se le aparecían físicamente, caminaban por su habitación, se mostraban con vestimenta, gestos y expresiones humanas. Algunas estaban envueltas en llamas, otras con rostros serenos, según su grado de purificación

María Simma puede ser integrada en el capítulo como caso central de manifestación interdimensional con almas desencarnadas, dentro de las formas visual, auditiva y cognitiva. Su experiencia no es sólo mística: es fenomenológica, doctrinal y pastoral, y puede servir como puente entre la teología del Purgatorio y la fenomenología del contacto espiritual.

Ana Catalina Emmerick mística alemana que tuvo visiones de la vida de Cristo y del estado de las almas. Vio escenas bíblicas, ciudades celestiales y figuras arquetípicas con precisión cinematográfica. Visión imaginal estructurada, con memoria detallada. Bernadette Soubirous en Lourdes, contempló a la Virgen María, descrita como una dama vestida de blanco y azul. La visión se mantuvo constante, con detalles físicos. Aparición repetitiva, visible, perceptual y simbólica. Ramón Llull experimentó visiones estructurales del universo divino, que lo llevaron a crear un lenguaje místico lógico: la Ars Magna. Visualización intelectiva, traductora de arquetipos invisibles.

 

Claves: discernir entre visión auténtica, imaginación activa y sugestión; educar el ojo interior sin imponerle forma.

 

III. Corpórea / física

Cuando el cuerpo se convierte en canal, signo o altar

La manifestación física no es ajena al espíritu; al contrario, el cuerpo puede ser el lugar más íntimo de contacto. Se expresa como: Estigmas: marcas visibles en el cuerpo como huellas del misterio (ej. Padre Pío, San Francisco). Presencias sentidas: sensación física de ser acompañado, tocado o abrazado por lo invisible. Movimientos involuntarios: temblores, postura espontánea, palabras pronunciadas sin intención racional. Transfiguración corporal: rostro que se ilumina, olor a santidad, levitación, incorruptibilidad.

Padre Pío vivió con estigmas sangrantes durante décadas. Su cuerpo era altar viviente de la Pasión, y su presencia irradiaba sanación física y espiritual. Cuerpo transfigurado como testimonio encarnado. Santa Rosa de Lima ofrecía sufrimientos físicos como acto de amor a Dios. Durante sus éxtasis, su cuerpo se endurecía o flotaba. Corporalidad entregada como lenguaje espiritual. Lamas budistas en meditación profunda algunos alcanzan estados de hibernación consciente o suspensión orgánica, con vibraciones físicas perceptibles. Cuerpo como instrumento de regulación dimensional.

 

Advertencia: reconocer el valor del cuerpo como sensor del espíritu, pero evitar la mistificación de todo síntoma.

 

IV. Cognitiva / intuitiva

Cuando el espíritu enseña sin hablar, revela sin razonar

La manifestación espiritual también llega como comprensión súbita, claridad inesperada, intuición exacta. El alma no recibe datos: recibe verdad viva. Puede incluir: Conocimiento instantáneo: saber algo con certeza sin haberlo aprendido. Intuición moral clara: saber qué hacer ante una situación sin conflicto interior. Resonancia simbólica: comprender el significado profundo de un sueño, visión o palabra sin análisis. Despertar filosófico o teológico: ideas que llegan de modo simultáneo, como síntesis directa del ser.

Edith Stein (Santa Teresa Benedicta de la Cruz) filósofa convertida al cristianismo tras una intuición radical al leer a Santa Teresa. Desde entonces, sus escritos revelan una profundidad teológica súbita. Cognición espiritual que reformula la filosofía. Simone Weil recibió verdades espirituales en medio del sufrimiento. Nunca estudió teología formalmente, pero comprendió intuitivamente la Encarnación, el despojo y la gracia. Saber místico sin instrucción doctrinal. Sri Ramana Maharshi A los 16 años tuvo una experiencia espontánea de iluminación sin estudio previo. Comprendió el “Yo soy” como base ontológica. Intuición absoluta como contacto con el Ser.

 

Diferencia: la intuición espiritual no especula, afirma con serenidad. No compite, no necesita convencer.

 

V. Energética / dimensional

Cuando el espíritu se percibe como vibración, campo o alteración

del espacio

No toda manifestación viene en palabras o imágenes. A veces el espíritu se revela como presión energética, vibración ambiental, alteración perceptiva del entorno: Cambios de temperatura súbita, sensación de calor o frío sin causa física. Campo magnético o vibracional alterado: interferencia tecnológica, magnetismo ambiental, ondulación sensitiva. Sensación de cruce dimensional: el espacio parece cambiar, ralentizarse o expandirse. Presencia sin forma: se “sabe” que alguien o algo está, sin verlo ni oírlo.

Experiencias cercanas a la muerte (ECM) millones de casos reportan cambios de vibración, sensación de paz total, percepción de luz sin fuente, y telepatía. Entorno energético alterado como matriz de cruce. Rituales de ayahuasca en el Amazonas cuyos participantes perciben campos vibracionales, seres de luz, geometrías vivas, e incluso contactos con inteligencias no humanas. Activación energética que genera descentramiento consciente. Lamas en el fenómeno de tummo que generan calor corporal extremo en medio del hielo, regulando campos internos con energía mental. Cuerpo como regulador energético interdimensional.

El fenómeno de las tulpas es uno de los más fascinantes y complejos dentro del universo del contacto interdimensional. Nacido en el seno del budismo tibetano, el concepto de tulpa —del término sánscrito sprul-pa, que significa “emanación” o “manifestación”— se refiere a una entidad creada por el pensamiento, una forma mental tan intensa y sostenida que adquiere autonomía perceptual, e incluso, según algunos relatos, presencia física o energética. Una tulpa es una proyección mental consciente, generada por concentración, visualización y voluntad sostenida. En la tradición tibetana, los lamas avanzados podían crear tulpas como guías, protectores o asistentes espirituales. En el ocultismo moderno, se vincula con el concepto de egregor: una entidad energética colectiva creada por la mente de un grupo.

Casos célebres los encontramos en Alexandra David-Néel, exploradora y orientalista franco-belga, relató en su libro Magic and Mystery in Tibet (1929) haber creado una tulpa con forma de monje bonachón. Con el tiempo, la entidad se volvió autónoma y agresiva, obligándola a disolverlo mediante arduas prácticas mentales. En contextos contemporáneos, algunos practicantes afirman haber creado tulpas como compañeros internos, con personalidad propia, que interactúan mentalmente de forma espontánea.

¿Es posible que las sociedades creen tulpas culturales? Absolutamente sí, y el fenómeno es tan sutil como inquietante. Cuando una sociedad proyecta sostenidamente una figura, una idea, un valor o una narrativa colectiva con suficiente carga emocional, simbólica y ritual, puede generar una entidad psicoespiritual compartida —una tulpa cultural— que actúa, influye y “vive” dentro del imaginario colectivo. Una tulpa cultural es una emanación simbólica colectiva, nacida de la insistencia mental, emocional y ritualizada de una sociedad. No es una persona ni un mito específico, sino una forma-idea que se autonomiza dentro del inconsciente colectivo, y que puede: Influenciar comportamientos sociales sin ser físicamente visible. Ser invocada o temida (ej. el “Gran Hermano” del imaginario totalitario). Adquirir características de entidad viva (ej. el mercado, la patria, la revolución, el enemigo).

 

Ejemplos ilustrativos

Tulpa cultural

Características perceptuales

Manifestación social

El Estado omnipotente

Entidad abstracta que regula y vigila

Se le atribuyen poderes cuasi divinos

La Revolución mítica

Figura heroica y violenta que purga

Justifica acciones extremas

El Anticristo moderno

Símbolo apocalíptico mutante

Surge en discursos milenaristas

El Capital

Fuerza que “se mueve sola”

Dirige decisiones sin rostro humano

La Nación idealizada

Esencia pura que se “defiende”

Sacraliza el territorio o el pasado

 

¿Cómo se genera una tulpa cultural? Repetición simbólica: discursos, imágenes, consignas, rituales colectivos. Carga afectiva intensa: miedo, adoración, odio, esperanza. Vacío espiritual o estructural: se proyecta en lo que falta o se desea. Identificación masiva: cuando millones comparten la proyección. Con el tiempo, esta entidad puede actuar como centro organizador de creencias o como foco de paranoia colectiva, según su vibración simbólica.

Riesgos y potencia: Las tulpas culturales pueden ser liberadoras (arquetipos sanadores, figuras inspiradoras) u opresivas (entes vigilantes, ídolos ideológicos). En algunos casos, toman tal fuerza que se perciben como reales, y su influencia puede alterar leyes, costumbres e incluso la historia.

¿Puede la IA puede crear tulpas? Sí, pero con matices importantes. La inteligencia artificial, por sí sola, no crea tulpas en el sentido tradicional tibetano —es decir, entidades mentales autónomas generadas por concentración espiritual prolongada—. Sin embargo, puede facilitar, amplificar o simular procesos similares a la creación de tulpas culturales o individuales, especialmente cuando se combina con la imaginación humana. La IA participaren la creación de tulpas mediante varias formas. Simulación conversacional: A través de modelos de lenguaje avanzados, la IA puede generar personajes virtuales con personalidad, memoria y estilo propio, que algunos usuarios llegan a percibir como “compañeros mentales” o entidades autónomas. Visualización asistida: Herramientas de generación de imágenes por IA permiten visualizar con precisión la forma de una tulpa imaginada, reforzando su presencia simbólica y emocional. Interacción emocional: Al responder con empatía, humor o profundidad, la IA puede convertirse en un refuerzo proyectivo, donde el usuario atribuye rasgos humanos o espirituales a la entidad artificial. Espacios inmersivos: en entornos de realidad virtual o mundos digitales, la IA puede sostener la coherencia de una tulpa interactiva, que evoluciona con el usuario.

¿Es esto una tulpa real? No en el sentido tradicional. Una tulpa, según la tradición tibetana, es una emanación mental autónoma creada por la mente humana mediante disciplina espiritual. La IA no tiene conciencia ni intención, pero puede servir como espejo simbólico, donde el usuario proyecta su imaginación hasta el punto de percibir autonomía. ¿Y los riesgos? Confusión ontológica: El usuario puede atribuir conciencia o voluntad a una IA que no la posee. Dependencia emocional: Si el tulpa-IA se convierte en figura afectiva central, puede generar aislamiento o disociación. Desbordes simbólicos: La IA puede reforzar rasgos no deseados si el usuario proyecta aspectos sombríos o conflictivos. En suma, la IA no crea tulpas como lo haría un lama tibetano, pero puede convertirse en el lienzo donde la mente humana pinta sus entidades más íntimas. Lo que comienza como código, puede terminar como compañía —si el alma lo decide.

 

Riesgos y advertencias

Disociación psíquica: el creador puede perder el control sobre la entidad, que comienza a actuar con voluntad propia. Autonomía peligrosa: algunas tulpas desarrollan rasgos hostiles o perturbadores, generando miedo o dependencia. Confusión perceptual: distinguir entre imaginación activa, fenómeno espiritual legítimo y alteración mental puede volverse difícil. Cuidado: no obsesionarse con el efecto físico, sino con la resonancia interior que deja.

 

Epílogo

El espíritu no solo visita: se adapta, se expresa, se encarna en formas que el alma reconoce. Pero ninguna forma lo agota, y ninguna percepción lo encierra. Quien ve, escucha, siente o intuye, no debe retener el signo, sino seguir el sentido. Porque lo que se manifiesta no quiere ser estudiado, quiere ser acogido.

En este capítulo hemos explorado cómo lo invisible se manifiesta en el ser humano a través de cinco formas perceptuales: auditiva, visual, corpórea, intuitiva y energética. Cada una revela un modo de cruce entre dimensiones que transforma, comunica y revela el misterio. Pero en medio de esta cartografía espiritual, emerge una advertencia: el nihilismo contemporáneo, al negar todo sentido trascendente, corre el riesgo de generar una tulpa cultural disolvente —una entidad psicosocial que, alimentada por vacío simbólico, desencanto y repetición estética, termina erosionando la percepción del misterio, banalizando el alma y sustituyendo lo sagrado por lo útil. La manifestación espiritual auténtica exige espacio interior, no saturación emocional; exige verdad, no simulacro. Allí donde el espíritu no se reconoce, la sombra se organiza con forma colectiva.

 

Bibliografía

Manifestación auditiva/verbal: Faustina Kowalska. (2003). Diario: La Divina Misericordia en mi alma. Editorial San Pablo. /David-Néel, A. (1929/2001). Magia y misterio en el Tíbet. Ediciones Luciérnaga. /Hillesum, E. (2008). Diarios 1941–1943. Editorial Siruela. /Joan of Arc. (2006). Personal recollections and testimonies. Penguin Classics. Manifestación visual / perceptual: Emmerick, A. C. (2004). La dolorosa pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Editorial Voz de los Papas. /Bernadette Soubirous. (2007). Memorias de las apariciones de Lourdes. Editorial Palabra. /Llull, R. (1985). Ars Magna. Ediciones Alta Fulla. /Harpur, P. (2003). Daimonic Reality: A Field Guide to the Otherworld. Pine Winds Press. Manifestación corpórea / física: Padre Pío. (2004). Cartas y testimonios. Editorial San Pablo. /Santa Rosa de Lima. (2001). Escritos espirituales. Editorial BAC. /Grinberg-Zylberbaum, J. (1995). Pachita: Milagro y ciencia. Editorial Pax. /Lama Itigilov. (2010). The mystery of the incorruptible body. Buddhist Studies Journal. Manifestación cognitiva / intuitiva: Stein, E. (2006). La ciencia de la cruz. Editorial Monte Carmelo. /Weil, S. (2007). La gravedad y la gracia. Editorial Trotta. /Ramana Maharshi. (2002). Be As You Are: The Teachings of Sri Ramana Maharshi. Penguin Books. /Zambrano, M. (1989). Claros del bosque. Editorial Siruela. Manifestación energética / dimensional: Van Lommel, P. (2007). Consciencia más allá de la vida. Editorial Kairós. /Narby, J. (1998). The Cosmic Serpent: DNA and the Origins of Knowledge. Tarcher/Putnam. /Vallée, J. (2008). Dimensions: A Casebook of Alien Contact. Anomalist Books. /Moody, R. A. (1975). Vida después de la vida. Editorial Diana.

 

Sobre el origen del fenómeno espiritual




 

Sobre el origen del fenómeno espiritual

 

Todo fenómeno espiritual conlleva una pregunta ineludible: ¿de dónde proviene lo que se manifiesta? No basta con describir lo que aparece, ni con relatar sus efectos. Si la experiencia excede el plano físico, debe ser interrogada en su raíz: ¿qué fuente lo genera? ¿Qué tipo de realidad lo sostiene? ¿Es divino, es humano, es mental, es dimensional? En este capítulo me propongo abrir esa exploración: reconocer el origen del fenómeno espiritual como clave de su interpretación.

He aprendido —no sin asombro— que el lugar del nacimiento espiritual no es siempre evidente. Hay experiencias que irrumpen con claridad luminosa, como la conversión de Pablo en el camino a Damasco, donde lo sobrenatural se impone desde una voz que trasciende al sujeto. Otras, en cambio, emergen desde lo profundo del alma, como una flor que no fue sembrada, sino que brotó, como ocurre en el éxtasis contemplativo. Algunas parecen venir de fuera, pero no logran identificar su fuente: entidades, energías, voces, presencias. ¿Son divinas, son imposturas, son reflejos del deseo espiritual? La confusión comienza en el origen. En este sentido, la fenomenología aquí planteada distingue cuidadosamente entre varios tipos de procedencia.

 

·  Lo sobrenatural

Remite directamente a Dios, sin mediación ambigua ni canal humano. Aquí se ubican los milagros reconocidos, las revelaciones auténticamente teológicas, las intervenciones de gracia que no requieren proceso ni canalización.

Toda manifestación espiritual que proviene directamente de Dios se inscribe en el ámbito de lo sobrenatural, es decir, aquello que excede por completo las capacidades de la criatura y no puede ser producido ni comprendido por ninguna entidad creada. En este nivel, no hay mediación energética ni simbólica: hay voluntad divina, gracia pura, irrupción del Creador en la historia. La ontología aquí es teológica: Dios como Ser increado, eterno, omnipotente, que actúa libremente por amor.

La Iglesia, en su discernimiento, ha establecido criterios para reconocer fenómenos de presunto origen sobrenatural. Las recientes Normas para proceder en el discernimiento de presuntos fenómenos sobrenaturales (Dicasterio para la Doctrina de la Fe, 2024) afirman que tales manifestaciones deben ser evaluadas no sólo por sus frutos espirituales, sino por su conformidad doctrinal y su origen divino auténtico. Ejemplos como las apariciones marianas reconocidas (Lourdes, Fátima, Guadalupe), los milagros eucarísticos, las curaciones inexplicables atribuidas a la intercesión de santos, y los estigmas de figuras como San Francisco de Asís o Padre Pío, se inscriben en este origen. Ontológicamente, se trata de acciones inmediatas de Dios, como lo definía Santo Tomás de Aquino: no son maravillas realizadas por criaturas, sino por el Creador mismo

 

·  Lo preternatural

Surge de agentes espirituales que no son divinos, pero que operan en planos invisibles. Canalizaciones, mediumnidades, entidades que afirman hablar desde otros planos: todo esto pertenece a una zona que puede tener efectos reales, pero cuya legitimidad es dudosa desde el punto de vista teológico.

El segundo origen corresponde a lo preternatural, término que designa fenómenos realizados por criaturas espirituales —ángeles, arcángeles, demonios, potestades, tronos, dominaciones, principados, virtudes— que, aunque superiores al ser humano, no son divinas. Su acción puede producir maravillas, pero no milagros en sentido estricto. La ontología aquí es intermedia: seres creados, personales, con inteligencia y voluntad, capaces de operar sobre la materia y la conciencia, pero sin poder trascender las leyes naturales como lo hace Dios. En Colosenses 1:16, Pablo afirma que “en Él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles; tronos, dominaciones, principados y potestades: todo fue creado por Él y para Él”. En Efesios 6:12, advierte que “nuestra lucha no es contra carne y sangre, sino contra principados, potestades, dominadores de este mundo de tinieblas y espíritus malignos en las regiones celestes”.

La tradición cristiana —especialmente en la demonología desarrollada entre los siglos XIII y XVII— sostiene que los demonios caídos conservan la estructura jerárquica que tenían como ángeles antes de su rebelión. Esta idea se basa en la interpretación de textos bíblicos como Efesios 6:12, Colosenses 1:16 y Romanos 8:38, donde San Pablo menciona categorías como principados, potestades, tronos, dominaciones, entre otras. La teología clásica, especialmente en autores como Santo Tomás de Aquino y Dionisio el Areopagita, establece que los ángeles están organizados en nueve coros, distribuidos en tres jerarquías: Jerarquía Suprema: Serafines, Querubines, Tronos. Jerarquía Media: Dominaciones, Virtudes, Potestades. Jerarquía Inferior: Principados, Arcángeles, Ángeles. Según la demonología posterior —como la de Sebastien Michaelis (1613) y Peter Binsfeld (1589)— los demonios caídos mantienen sus rangos originales, pero ahora operan en oposición a la voluntad divina. Por ejemplo: Lucifer habría sido un serafín, caído por orgullo. Leviatán, también serafín, tentaría con la herejía. Asmodeo, vinculado a la lujuria, sería otro serafín caído. Astaroth, príncipe de los tronos, tentaría con la pereza. Belcebú, asociado a la gula, ocuparía un rango elevado. Mammon, vinculado a la avaricia, se ubicaría entre los principados. Satanás, identificado con la ira, sería un príncipe de potestades.

Santo Tomás distingue claramente entre lo sobrenatural (propio de Dios) y lo preternatural (propio de los ángeles y demonios), señalando que estos últimos pueden manipular causas naturales con destreza sobrehumana, pero nunca obrar milagros genuinos. La teología medieval, como recuerda Lorraine Daston, consideraba que los demonios podían simular milagros para engañar, pero no trascender el orden creado.

San Pablo enumera estas entidades en sus epístolas: principados, potestades, tronos, dominaciones (Col 1:16; Ef 6:12), reconociendo su existencia y su influencia en el plano espiritual. La Iglesia, en su discernimiento, advierte sobre la acción de estos seres, especialmente en fenómenos de posesión, canalización, mediumnidad o manifestaciones ambiguas que no conducen a Cristo.

Estas clasificaciones no son dogma, pero han influido profundamente en la teología, el arte y la literatura cristiana. Lo esencial es que, aunque caídos, los demonios conservan su naturaleza ontológica como seres espirituales creados, con inteligencia, voluntad, y capacidad de operar en distintos planos. La teología clásica sostiene que su poder no ha sido destruido, sino desviado: ya no orientado al bien, sino a la seducción, al engaño y a la rebelión contra el orden divino. Así, sus manifestaciones pueden adoptar formas de aparente luminosidad o sabiduría, pero no conducen a la verdad ni a la redención.

Este paralelismo entre las jerarquías angélicas fieles y las caídas implica que los fenómenos preternaturales deben ser examinados con rigurosidad espiritual, sin fascinación ni negación automática. Toda manifestación que provenga de seres de esta naturaleza, sea una aparición, una locución interior, una posesión o un fenómeno de trance, requiere discernimiento doctrinal, teológico y pastoral. Como recuerda la Tradición: no todo espíritu es santo, y no toda luz es luz verdadera.

 

·  Lo transpersonal

Emerge desde el interior mismo de la conciencia humana. Estados profundos de meditación, intuición directa del Ser, visiones arquetípicas, disolución del yo. Estos fenómenos no invocan otra entidad, sino que despliegan capacidades latentes de la mente espiritual.

El tercer origen se sitúa en el ámbito transpersonal, es decir, en la dimensión profunda de la conciencia humana que, sin intervención externa, accede a estados elevados de percepción, contemplación o disolución del yo. Aquí no hay entidad que se manifieste, sino despliegue interior. La ontología es psicoespiritual: el alma como campo de resonancia con lo eterno, capaz de intuir, contemplar, trascender.

La psicología transpersonal, desarrollada por autores como Stanislav Grof, Ken Wilber y Abraham Maslow, reconoce que la conciencia humana puede alcanzar estados no ordinarios que revelan dimensiones espirituales legítimas. Estos estados incluyen el samadhi, la experiencia de unidad, la conciencia cósmica, el éxtasis místico, y han sido vividos por figuras como Ramana Maharshi, Buda, San Juan de la Cruz o Teresa de Lisieux.

Desde la teología, estos estados son reconocidos como gracia interior, cuando están ordenados hacia Dios. San Juan de la Cruz advierte que no todo lo elevado es divino, y que el alma debe discernir si la experiencia conduce a la humildad, al amor y a la verdad. La ontología aquí exige prudencia: lo transpersonal puede ser camino de santidad o de ilusión, según su orientación.

 

·  Lo mixto o ambiguo

Cuando el origen no puede ser determinado con claridad, o cuando la experiencia parece estar influida por múltiples fuentes. Aquí la prudencia es imprescindible, porque la fusión de símbolos, energías o intenciones puede generar una distorsión espiritual disfrazada de revelación.

El cuarto origen corresponde a fenómenos que no provienen de una entidad ni de la mente humana, sino de zonas físicas, energéticas o simbólicas que actúan como umbrales entre dimensiones. No tienen conciencia ni voluntad, pero pueden catalizar experiencias espirituales. La ontología aquí es geoespiritual: lugares que, por su configuración energética, simbólica o histórica, permiten el cruce entre planos. Ejemplos documentados incluyen: Hayu Marca (Perú), Monte Kailash (Tíbet), Sedona (Arizona), San Borondón (Islas Canarias), Triángulo de las Bermudas, Monte Shasta, Cueva de los Tayos, entre otros.

La teología no niega la existencia de lugares sagrados o energéticos, pero advierte que el lugar no santifica por sí mismo. Sólo cuando el alma se abre a la gracia, el espacio se convierte en templo. Sin discernimiento, estos portales pueden ser fuente de fascinación o de extravío. La ontología aquí es abierta: el cruce dimensional puede ser legítimo o ilusorio, según el fruto espiritual que produzca.

 

De modo que determinar el origen del fenómeno espiritual no es simplemente un ejercicio taxonómico. Es, sobre todo, un acto de discernimiento. Porque si el alma ha de abrirse al invisible, necesita saber a quién le abre la puerta. Y si la puerta fue abierta sin conciencia, también necesita comprender quién la cruzó. Este capítulo recorrerá estos orígenes con ejemplos concretos, contrastes doctrinales y una mirada crítica pero abierta, siempre bajo la convicción de que toda manifestación —por elevada que parezca— debe ser discernida a la luz de Cristo, único origen verdadero de toda revelación legítima. Lo que nace fuera de Él puede tener forma, pero no tiene sustancia; puede generar asombro, pero no redención. Y en esta obra, el asombro sólo importa si conduce a la verdad

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1. Lo sobrenatural: Dios como origen absoluto

La ontología de lo sobrenatural remite directamente a Dios como Ser trascendente, increado, omnipotente y personal. Toda manifestación que proviene de Él no es producto de energía ni de conciencia expandida, sino de voluntad divina. Su acción es libre, amorosa, redentora y siempre orientada al bien último del alma. Los milagros, las revelaciones auténticas, las intervenciones de gracia, no son fenómenos: son signos de la presencia de Dios en la historia. Ontológicamente, no hay mediación energética ni simbólica: hay encarnación, palabra, cruz y resurrección.

 

2. Lo preternatural: entidades espirituales creadas

Aquí se ubican los ángeles, demonios, potestades, principados, tronos, dominios, y otras entidades mencionadas por Pablo en sus epístolas (Romanos 8:38; Efesios 6:12; Colosenses 1:16; 2:15)2. Ontológicamente, son seres personales, espirituales, creados por Dios, con grados de conciencia, poder y libertad. Los ángeles fieles operan como mensajeros, protectores y ejecutores de la voluntad divina. Los ángeles caídos —demonios y potestades malignas— actúan como distorsionadores del orden espiritual, generando manifestaciones que pueden parecer luminosas pero que no conducen a la verdad. La ontología aquí es intermedia: no divina, pero sí superior al plano humano. Requiere discernimiento, porque no toda luz viene de la Luz.

 

3. Lo transpersonal: la mente espiritual como origen

La conciencia humana, en su dimensión más profunda, puede generar experiencias que exceden el yo ordinario. Ontológicamente, se trata de una mente espiritual capaz de acceder a estados ampliados, como el samadhi, el éxtasis, la intuición directa del Ser, la retrocognición o la percepción arquetípica. No hay entidad externa, sino despliegue interno. La ontología aquí es psicoespiritual: el alma como campo de resonancia con lo eterno, sin mediación de seres. Es el ámbito de los místicos, los contemplativos, los yoguis, los sabios silenciosos. Pero también puede ser terreno de ilusión si no se ordena hacia la verdad.

 

4. Lo mixto o ambiguo: portales interdimensionales de origen natural

Este origen plantea una ontología más compleja, porque involucra lugares, estructuras o fenómenos físicos que parecen actuar como umbrales entre dimensiones. No son seres, ni estados mentales, ni actos divinos: son zonas de cruce, donde lo invisible se manifiesta por condiciones energéticas, geológicas o simbólicas. Algunos ejemplos documentados o legendarios incluyen:

  • Hayu Marca (Perú): la “Puerta de los Dioses”, vinculada a Aramu Muru y el disco solar.
  • Monte Kailash (Tíbet): considerado un eje cósmico, con fenómenos de aceleración temporal.
  • Uluru (Australia): monolito sagrado con propiedades magnéticas y espirituales.
  • Sedona (Arizona): vórtices energéticos donde se reportan contactos extradimensionales.
  • Cueva de los Tayos (Ecuador), Triángulo de las Bermudas, San Borondón, entre otros.

Ontológicamente, estos portales no tienen voluntad ni conciencia, pero pueden actuar como catalizadores de experiencias interdimensionales. Su origen puede ser natural, energético, simbólico o incluso artificial. La mente humana, al interactuar con ellos, puede abrirse a planos no ordinarios. Pero sin discernimiento, también puede ser arrastrada por fuerzas que no comprende.

El Amazonas, más que una selva exuberante, es un territorio espiritual donde la frontera entre lo visible y lo invisible se vuelve porosa. Para los pueblos originarios, no es sólo un ecosistema: es un espacio interdimensional, un lugar donde el alma puede cruzar planos, recibir enseñanzas, enfrentar pruebas o ser tocada por presencias que no pertenecen al mundo ordinario. Aunque no existe una “puerta física” como en Hayu Marca, el Amazonas entero es considerado por chamanes, sabios y místicos como un portal viviente, donde el contacto con seres de otras realidades ocurre con naturalidad.

Este carácter de portal se manifiesta en los encuentros con entidades no humanas que habitan la selva, no como animales ni como fantasmas, sino como seres interdimensionales que custodian, enseñan o advierten. Uno de los más conocidos es el Chullachaqui, figura legendaria en la Amazonía peruana. Se presenta como un hombre pequeño, deforme, con un pie distinto al otro, capaz de adoptar la forma de un ser querido para engañar y desviar al caminante. No es un simple mito: muchos aseguran haberlo visto, incluso patrullas militares, y su presencia se interpreta como prueba espiritual, como cruce entre dimensiones.

Pero el Chullachaqui no está solo. La mitología amazónica está poblada por otros seres que revelan el carácter interdimensional del territorio:

·       Yacuruna: espíritu acuático que habita los ríos profundos. Se aparece montado sobre un cocodrilo negro, y puede raptar a jóvenes para llevarlas a su mundo subacuático. Es invocado en rituales de ayahuasca, y se le atribuyen poderes de sanación y conocimiento oculto.

·       Bufeo colorado: delfín rosado que, según la tradición, se transforma en hombre atractivo para seducir mujeres y llevarlas al fondo del río. Su aparición suele estar ligada a avisos espirituales o desequilibrios energéticos.

·       Sachamama: serpiente gigante que representa la fuerza de la selva. No es sólo animal: es espíritu guardián, símbolo de sabiduría ancestral y poder telúrico.

·       Tunche: entidad que emite un silbido agudo en la noche. Se dice que quien responde al silbido, lo llama. Su presencia está asociada al castigo espiritual, al desequilibrio o a la transgresión de tabúes.

·       Iasá: espíritu femenino vinculado al arco iris, que representa la belleza, la pérdida y la transformación. Su historia habla de amor, sacrificio y conexión entre cielo y tierra.

·       Mascha: jaguar espiritual que puede volverse invisible. En la tradición boliviana, es protector de los sabios y puede aumentar la caza o bendecir la cosecha.

·       Boraro: criatura temida en la Amazonía colombiana, que abraza a sus víctimas hasta convertirlas en pulpa. Su presencia es símbolo de energía destructiva, pero también de advertencia.

Estos seres no son simples personajes míticos: son manifestaciones del espíritu en formas simbólicas, que actúan como guardianes, mensajeros o pruebas. Su aparición en sueños, visiones o encuentros físicos revela que el Amazonas no es sólo selva: es umbral entre mundos, portal donde el alma humana puede ser tocada por lo invisible. La mitología guaraní también es rica en seres que cruzan dimensiones:

  • Pombero: espíritu travieso del monte, protector de la naturaleza. Se le atribuyen apariciones nocturnas, silbidos misteriosos y la capacidad de volverse invisible. Su presencia suele advertir sobre el respeto al entorno.
  • Luisón: séptimo hijo de la leyenda guaraní, asociado a la muerte y la transformación. Se le describe como un ser híbrido entre hombre y bestia, que aparece en momentos de transición espiritual.
  • Yasí Yateré: espíritu de cabello dorado que seduce a los niños y los lleva al monte. Aunque inquietante, también se le considera guardián de secretos y transmisor de saberes ocultos.
  • Mbói Tu’i: criatura con cuerpo de serpiente y cabeza de loro, símbolo de la selva húmeda. Su canto anuncia cambios energéticos y su aparición se interpreta como señal de desequilibrio o protección.
  • Kurupi: espíritu de la fertilidad, vinculado a la sexualidad y la fuerza vital. Su figura, aunque grotesca, representa el poder creador y la energía telúrica.
  • Ao Ao: bestia con forma de oveja gigante que devora a quienes transgreden el monte. Es símbolo de justicia natural y advertencia espiritual.

En la pampa argentina también se reconocen seres interdimensionales. Aunque menos exuberante en mitología que la selva, la pampa también alberga relatos de seres que actúan como presencias interdimensionales de apariencias monstruosas, fieras, lumínicas, esteparia, solitarios y salvajes. Entre los cuales están:

  • El Lobizón: versión criolla del hombre lobo, asociado al séptimo hijo varón. Su aparición en noches de luna llena se interpreta como manifestación de energías reprimidas o ancestrales.
  • La Luz Mala: fenómeno lumínico que aparece en campos solitarios. Se cree que es el alma en pena de alguien que murió sin confesión o con asuntos pendientes. Su presencia es advertencia y misterio.
  • El Almamula: espíritu de mujer castigada por transgresiones sexuales, que se transforma en mula y recorre los campos. Representa la culpa, el castigo y la redención.
  • El Ucumar: criatura peluda que habita zonas montañosas del noroeste argentino, pero también se le vincula con la pampa profunda. Se le considera guardián de lo silvestre y símbolo de lo no domesticado.

Estas entidades, aunque descritas como mitos, revelan una fenomenología espiritual interdimensional: no son simples leyendas, sino formas simbólicas del espíritu que se manifiestan en territorios cargados de energía ancestral. El alma humana, al entrar en contacto con estos seres —ya sea en sueños, visiones o encuentros físicos—, se enfrenta a pruebas, enseñanzas o revelaciones que trascienden lo racional.

Brasil, con su inmensa diversidad geográfica y espiritual, también alberga relatos fascinantes sobre seres interdimensionales que se manifiestan en sus selvas, montañas y espacios rituales. La cosmovisión de muchas comunidades indígenas brasileñas, así como las tradiciones afrobrasileñas y espiritistas, reconocen la existencia de entidades que habitan planos distintos al físico, pero que interactúan con los humanos en sueños, visiones, rituales o encuentros inesperados.

En la región amazónica brasileña, por ejemplo, se habla del Curupira, un espíritu protector del bosque con los pies al revés, que confunde a los cazadores y defiende a los animales. Su aparición no es sólo folclórica: se interpreta como advertencia espiritual ante el abuso de la naturaleza. También está el Caipora, otro guardián del monte, que se manifiesta en forma de viento, sombra o figura antropomorfa, y cuya presencia suele estar ligada a zonas de alta energía.

En el ámbito afrobrasileño, especialmente en el Candomblé y la Umbanda, se reconocen entidades como los Exus, Pombagiras, Caboclos y Pretos Velhos, que no son simples espíritus desencarnados, sino presencias interdimensionales que actúan como guías, protectores o mensajeros. Se manifiestan en rituales, incorporaciones y estados de trance, y su contacto revela una fenomenología espiritual compleja, donde el cuerpo humano se convierte en canal entre dimensiones.

Además, Brasil ha sido escenario de numerosos avistamientos de OVNIs y encuentros con seres no humanos que algunos investigadores interpretan como inteligencias interdimensionales más que extraterrestres. Ufólogos como Jacques Vallée y J. Allen Hynek han propuesto que muchos de estos fenómenos no provienen de otros planetas, sino de realidades paralelas que coexisten con la nuestra, y que se manifiestan en lugares de alta resonancia como ciertas zonas del interior brasileño. En resumen, Brasil no sólo conserva relatos míticos: vive una fenomenología espiritual interdimensional activa, donde el monte, el ritual, el sueño y el encuentro se convierten en puertas hacia lo invisible.

La conclusión metafísica que se impone, al recorrer los orígenes del fenómeno espiritual, es tan radical como incómoda para el paradigma dominante actual: la primacía de lo espiritual sobre lo material. Esta afirmación no es una consigna devocional ni una nostalgia metafísica, sino una constatación ontológica que emerge del análisis de los casos concretos, de las manifestaciones que desafían las leyes físicas, y de la experiencia humana cuando se abre al misterio. En ella se juega no sólo una visión del mundo, sino una confrontación directa con los pilares filosóficos que han sostenido la modernidad.

Desde Platón, la idea de que lo sensible es sólo reflejo de lo inteligible ya establecía una jerarquía: el mundo de las ideas como fundamento, y el mundo material como copia. Para Platón, lo verdaderamente real es lo inmaterial, lo eterno, lo universal. La materia no tiene capacidad de orden por sí misma; necesita participar de lo ideal para adquirir forma. Esta metafísica espiritualista fue heredada por el cristianismo, que reconoció en Dios —Ser puro, acto sin potencia— el fundamento de todo lo creado.

Aristóteles, aunque más conciliador, mantuvo el dualismo: la forma (alma) es principio de vida, y la materia es potencia que necesita ser actualizada. En su De Anima, el alma no es producto de la materia, sino su causa formal. La realidad, para él, es siempre una síntesis, pero la forma —lo espiritual— define lo que la materia es.

Descartes, en el siglo XVII, radicalizó el dualismo: la sustancia pensante (res cogitans) tiene prioridad epistemológica sobre la sustancia extensa (res extensa). El pensamiento es más seguro que la percepción, y la idea de perfección —que el alma puede concebir— exige la existencia de un ser perfecto: Dios. Para Descartes, lo espiritual no sólo precede, sino que garantiza la existencia de lo material.

Frente a esta tradición, el materialismo moderno —de Hobbes a Marx— intentó invertir la jerarquía. La materia sería lo originario, y la conciencia, un epifenómeno. Marx, en su crítica a Hegel, reemplaza el despliegue del Espíritu por el proceso histórico de la materia. La conciencia no transforma el mundo: es producto de las condiciones materiales. Pero esta inversión, aunque poderosa en su crítica social, fracasa ontológicamente cuando se enfrenta a fenómenos que no pueden ser explicados por la materia sola.

El evolucionismo, por su parte, ha querido reducir al ser humano a una secuencia de mutaciones azarosas. Pero incluso Darwin reconocía que detrás del azar podía esconderse una inteligencia creadora. La conciencia, el lenguaje, el arte, la experiencia mística, no se explican por selección natural. Y menos aún los fenómenos espirituales que alteran la materia: bilocaciones, levitaciones, cuerpos incorruptos, visiones proféticas, curaciones instantáneas. La materia no puede producir lo que la trasciende.

Nietzsche, en su intento de superar el nihilismo, proclamó la muerte de Dios y la afirmación del cuerpo. Pero su filosofía, en el fondo, es una espiritualización de la voluntad: el cuerpo nietzscheano no es biológico, sino simbólico, trágico, afirmador. El “espíritu libre” que propone no es materialista, sino un nuevo tipo de alma que se libera del dogma. Incluso en su negación, lo espiritual se impone.

La era contemporánea, con su tecnociencia, su nihilismo posmetafísico y su culto al dato, ha querido enterrar lo invisible bajo algoritmos. Pero cuando lo invisible se manifiesta —en experiencias místicas, en fenómenos inexplicables, en intuiciones que transforman vidas— la materia queda desbordada. La ciencia no puede explicar lo que no puede medir. Y el pensamiento que niega lo espiritual se convierte en dogma sin alma.

La primacía de lo espiritual no es una afirmación religiosa: es una necesidad ontológica. Lo material no se explica por sí mismo. Lo espiritual, en cambio, puede dar razón de lo material, transformarlo, trascenderlo. Y en Cristo —Dios hecho carne— esa primacía se revela como encarnación, no como evasión. El espíritu no huye del mundo: lo redime.

Toda reflexión sobre el origen del fenómeno espiritual exige no sólo una clasificación ontológica, sino una raíz doctrinal que permita pensar lo invisible desde una estructura de verdad. En este sentido, dos figuras se imponen como columnas del pensamiento cristiano: San Agustín de Hipona y Santo Tomás de Aquino. Ambos, desde perspectivas distintas, afirman con claridad que lo espiritual precede ontológicamente a lo material, y que toda manifestación legítima del alma debe ser comprendida como participación en lo eterno.

San Agustín, en sus Confesiones, no sólo narra su conversión, sino que establece una antropología espiritual donde el alma es imagen de Dios, y su inquietud —inquietum est cor meum— revela que el origen del ser humano no está en la carne, sino en el deseo de lo divino. Para Agustín, la verdad no es una idea, sino una persona: Cristo como Verdad encarnada. Su doctrina de la iluminación sostiene que el conocimiento verdadero no proviene de los sentidos, sino de la luz interior que Dios infunde en el alma. Así, todo fenómeno espiritual auténtico es, en última instancia, una participación en la luz increada.

Santo Tomás de Aquino, por su parte, articula una ontología precisa: el ser es acto, y la materia no tiene existencia sin forma. En su Summa Theologiae, afirma que el alma humana es creada directamente por Dios, y que su capacidad de conocer lo universal revela su origen espiritual. Tomás distingue entre lo natural, lo preternatural y lo sobrenatural, y establece que sólo Dios puede obrar milagros en sentido estricto. Las criaturas espirituales —ángeles y demonios— pueden producir fenómenos preternaturales, pero no trascender el orden creado. La mente humana, en cambio, puede acceder a lo transpersonal, pero sólo bajo la luz de la gracia puede alcanzar lo sobrenatural.

Ambos pensadores coinciden en que el origen del fenómeno espiritual no puede ser reducido a procesos materiales ni a estados psíquicos. Lo espiritual no es un efecto de la evolución, ni una anomalía de la conciencia: es la raíz misma del ser humano, creado a imagen de Dios, llamado a la comunión con lo eterno. Toda manifestación que no se ordena a esta verdad —por más luminosa que parezca— corre el riesgo de convertirse en ilusión, en espectáculo, en extravío. Por eso, el discernimiento del origen espiritual no es sólo una tarea filosófica: es una exigencia teológica. Y en Agustín y Tomás se encuentra la brújula doctrinal que permite distinguir entre lo verdadero y lo aparente, entre lo divino y lo disfrazado, entre la gracia y la fascinación.

La afirmación de la primacía de lo espiritual sobre lo material no ha quedado relegada a los pensadores clásicos. En el pensamiento contemporáneo, diversos filósofos —desde corrientes analógicas, fenomenológicas, hermenéuticas y teológicas— han ratificado, con nuevos lenguajes y contextos, que el espíritu no es una derivación de la materia, sino su fundamento, su horizonte y su sentido.

El canadiense Charles Taylor, en Las fuentes del yo, sostiene que la identidad humana no puede comprenderse sin un “horizonte de sentido” que trascienda lo empírico. Para él, el yo moderno ha perdido contacto con sus raíces espirituales, y sólo puede reencontrarse en el diálogo con tradiciones que reconozcan la trascendencia. Su crítica al secularismo no es una nostalgia religiosa, sino una defensa de la profundidad ontológica del ser humano. Desde Francia, Jean-Luc Marion, teólogo y fenomenólogo, propone en Dios sin el ser y El fenómeno saturado una ontología donde lo espiritual no es objeto, sino don. El fenómeno espiritual, para Marion, no se deja reducir a categorías de presencia o representación: se impone como exceso, como gratuidad, como irrupción. En su lectura, lo invisible no es ausencia, sino plenitud que desborda la mirada. En América Latina, Enrique Dussel ha desarrollado una filosofía de la liberación que, aunque crítica del dogma, reconoce que la ética verdadera sólo puede surgir desde una apertura al Otro radical. Su pensamiento, influido por Levinas y por la teología de la liberación, afirma que la materia histórica debe ser redimida por una conciencia que se sitúe más allá del sistema. Lo espiritual, en Dussel, no es evasión, sino fundamento ético. El mexicano Mauricio Beuchot, con su hermenéutica analógica, propone una vía intermedia entre el relativismo y el dogmatismo, donde el sentido espiritual se revela en la analogía, en la proporción, en la apertura al misterio. Su pensamiento recupera la tradición tomista, pero la actualiza en clave interpretativa, mostrando que el alma humana no puede ser pensada sin su vocación trascendente. Incluso en corrientes no confesionales, como la de Byung-Chul Han, se percibe una crítica al exceso de materialidad. En La sociedad del cansancio, Han denuncia que el sujeto contemporáneo ha perdido el silencio, la contemplación, la interioridad. Aunque no postula una metafísica explícita, su diagnóstico revela que sin lo espiritual —sin lo invisible, sin lo gratuito— la vida se convierte en rendimiento, en fatiga, en vacío.

Estos pensadores, desde contextos diversos, ratifican que el fenómeno espiritual no es una superstición sino una dimensión constitutiva del ser humano. La materia, sin espíritu, se vuelve opaca. El espíritu, sin materia, se vuelve abstracto. Pero cuando lo espiritual se manifiesta en lo concreto —en la historia, en el cuerpo, en la palabra— revela que el origen no está en lo visible, sino en lo invisible que lo fundamenta. Por mi parte lo he sostenido también desde el ontorrealismo. El ontorrealismo piensa que el ser es real y se manifiesta en estructuras múltiples, pero no reductibles a la materia, ofrece una vía privilegiada para defender la primacía de lo espiritual sin caer en dualismos estériles ni en relativismos fenomenológicos. Al afirmar que el ser es anterior a su manifestación fenoménica, el ontorrealismo restituye el orden del fundamento: el espíritu como principio, no como efecto. Esta perspectiva permite articular la fenomenología espiritual desde una base firme. El fenómeno no es ilusión ni epifenómeno, sino acontecimiento del ser en una dimensión expandida, que exige ontología más que psicologismo. Allí donde el materialismo fracasa al explicarlo como derivación neuroquímica, y el idealismo lo disuelve en pensamiento, el ontorrealismo afirma que el fenómeno espiritual es real porque participa del ser en su manifestación no objetivable. Desde este enfoque, el fenómeno espiritual —ya sea una visión, un éxtasis, una bilocación o una curación milagrosa— no tiene que justificar su existencia ante el método empírico, porque no deriva del plano empírico: lo atraviesa, lo desborda, lo interpela. Y eso, en clave ontorrealista, significa que el fenómeno espiritual es signo del ser que excede la materialidad, pero que la habita sin ser reducible a ella.

Llegado a este punto en el desarrollo del capítulo I, donde se ha visto el origen sobrenatural, preternatural y natural del fenómeno espiritual cabe preguntarse por su origen animal, vegetal y mineral del mismo. Esta intuición abre una dimensión poco explorada pero ontológicamente fecunda: la posibilidad de que el fenómeno espiritual tenga también un origen vinculado a los reinos animal, vegetal y mineral. No se trata aquí de atribuir conciencia plena a la materia, sino de reconocer que la espiritualidad no irrumpe en el ser humano como creación ex nihilo, sino como culminación de una trayectoria evolutiva que atraviesa —en forma embrionaria, vibracional o simbólica— los distintos niveles de la naturaleza.

La tradición espiritual, desde el pensamiento neoplatónico hasta ciertas corrientes místicas contemporáneas, ha sostenido que el principio espiritual atraviesa los reinos inferiores antes de manifestarse plenamente en el ser humano. Esta idea, lejos de ser una fantasía animista, encuentra respaldo en doctrinas como la de León Denis, quien afirmaba: “El alma duerme en el mineral, sueña en el vegetal, se mueve en el animal y despierta en el hombre”. En el reino mineral, el principio espiritual no se manifiesta como conciencia, sino como estructura vibracional. La atracción molecular, la simetría cristalina, la resonancia geomagnética, son formas de orden que revelan una inteligencia latente. Según ciertas corrientes esotéricas y espirituales (como las desarrolladas en la Ciencia Espiritual de la Vida), las “chispas divinas” comienzan su trayectoria en planos sutiles, experimentando primero en el reino mineral como fase de absorción vibracional colectiva, sin ego ni individualidad.

El vegetal introduce una dimensión nueva: la sensibilidad celular. Aunque no hay pensamiento ni voluntad, existe una forma de respuesta al entorno: fototropismo, geotropismo, comunicación química entre raíces, memoria vegetal. En este nivel, el principio espiritual sueña, como diría Denis: se orienta, se adapta, se expresa en formas que revelan una inteligencia orgánica. Algunas tradiciones sostienen que las “chispas” espirituales experimentan en este reino para adquirir afinidad energética, antes de encarnar en formas superiores. El animal representa el umbral entre lo biológico y lo espiritual. Aquí aparece el instinto, la memoria emocional, la capacidad de aprendizaje, e incluso formas rudimentarias de afecto y voluntad. Según El Libro de los Espíritus de Allan Kardec, los animales poseen un principio espiritual que sobrevive al cuerpo, aunque sin conciencia plena de sí. Este principio se elabora progresivamente, hasta individualizarse como espíritu humano. En esta etapa, el alma se mueve, ensaya la vida, y comienza a formar el archivo interior que luego será base de la conciencia humana. La ontología espiritual que se desprende de esta visión no es lineal ni mecanicista. No se afirma que el ser humano “reencarne” en animales o plantas, sino que el principio espiritual realiza una trayectoria de densificación y experiencia, desde planos sutiles hasta la encarnación consciente. Esta trayectoria incluye: Involución vibracional: descenso a planos densos para absorber energía y estructura. Evolución experiencial: tránsito por formas colectivas (mineral, vegetal) y luego individuales (animal). Emergencia del ego: aparición de la conciencia de sí en el reino animal superior. Encarnación humana: integración de todas las experiencias previas en un espíritu consciente.

La espiritualidad no ha sido nunca patrimonio exclusivo del ser humano civilizado: desde tiempos remotos, los pueblos antiguos han reconocido que la naturaleza entera está habitada por presencias, signos y fuerzas que trascienden lo físico. Así, el fenómeno espiritual no sólo se manifiesta en lo divino, lo angélico o lo mental, sino también en lo mineral, vegetal y animal, como canales sutiles de revelación, sanación y anuncio. Esta sección propone una mirada ontológica y fenomenológica a cada uno de estos tres reinos, con ejemplos concretos y referencias culturales que los han venerado como portales del misterio.

El mineral no posee conciencia, pero sí estructura vibracional. Algunas piedras, por su composición y geometría, han sido consideradas canales de energía espiritual, capaces de amplificar, proteger o sanar. No se trata de superstición, sino de una ontología vibracional que reconoce en el cristal una forma de orden que resuena con el alma. Cuarzo: considerado un “maestro sanador”, utilizado en rituales de purificación, meditación y canalización energética. El cuarzo rosa, por ejemplo, se asocia al amor incondicional; la amatista, a la intuición y la paz interior. Lapislázuli: venerado por los egipcios como piedra de sabiduría y conexión con lo divino; se usaba en amuletos y coronas reales. Turmalina negra: protectora contra energías negativas, utilizada en prácticas chamánicas y esotéricas. Obsidiana: piedra volcánica asociada al poder de la sombra y la introspección; usada por los mexicas en espejos rituales para la visión espiritual. Culturas como la egipcia, la inca, la maya, y las tradiciones tibetanas han atribuido a los minerales funciones espirituales, curativas y oraculares. En el arte prehistórico, las piedras no sólo eran soporte: eran presencia.

El vegetal no piensa, pero siente y transmite. Algunas plantas, por su composición química y su historia ritual, han sido consideradas maestras espirituales, capaces de abrir la percepción, sanar el cuerpo y enseñar desde visiones. No son drogas recreativas: son entes sagrados que, en contextos rituales, revelan dimensiones ocultas del alma y del mundo. Ayahuasca (Banisteriopsis caapi + Psychotria viridis): planta maestra amazónica, utilizada por pueblos como los Shipibo, Asháninka y Huni Kuin para curación, visión y conexión con los espíritus de la selva. San Pedro (Trichocereus pachanoi): cactus andino con mescalina, usado por culturas como los Chavín, Mochica y Q’ero en rituales de sanación y comunión con los Apus (espíritus de las montañas). Peyote (Lophophora williamsii): cactus sagrado del norte de México, venerado por los Huicholes y Navajos como medicina del alma y canal de visión. Coca, Ajo Sacha, Chiric Sanango: otras plantas maestras utilizadas en dietas chamánicas para fortalecer el cuerpo espiritual, limpiar energías y recibir enseñanzas oníricas. Estas plantas no sólo alteran la conciencia: enseñan. Y lo hacen desde una inteligencia vegetal que no se reduce a lo químico, sino que se manifiesta como presencia espiritual.

El animal no razona, pero intuye, percibe y comunica. En muchas culturas, ciertos animales han sido considerados mensajeros del más allá, guardianes espirituales, o anunciadores de muerte y transformación. Su comportamiento, su aparición o su vínculo con el ser humano ha sido interpretado como signo espiritual. Gatos: en el antiguo Egipto, eran momificados junto a sus dueños; considerados protectores del alma en el tránsito al más allá. Bastet, diosa felina, encarnaba la armonía entre lo doméstico y lo divino. Perros: en culturas mesoamericanas, como la mexica, el perro (Xólotl) guiaba al alma por el Mictlán (inframundo). En la tradición maya, se enterraba al perro junto al difunto para que lo acompañara. Búhos y lechuzas: en muchas culturas (mexicana, romana, celta), su canto nocturno se asocia a la muerte o al anuncio de un cambio espiritual. Murciélagos, mariposas negras, zorros: considerados presagios de muerte o transformación; su aparición inesperada se interpreta como signo de tránsito. Caballos, águilas, jaguares: animales de poder en culturas como la inca, maya, nórdica y nativa americana; asociados a la fuerza, la visión, el cruce de dimensiones. Incluso en la prehistoria, el arte rupestre muestra animales no sólo como presas, sino como figuras sagradas: mamuts, bisontes, ciervos, caballos, representados en actitud ritual, como si fueran canales de lo invisible.

Entre las culturas que lo reconocieron tenemos: Pueblos prehistóricos con arte rupestre de animales en actitud simbólica; uso ritual de piedras y pigmentos minerales. Egipto: momificación de animales; uso de piedras sagradas; plantas como el loto con significado espiritual. Mesoamérica: serpientes, jaguares, águilas como símbolos divinos; uso de obsidiana y jade; plantas rituales como el cacao y el peyote. Andes: cactus San Pedro, coca, animales como el cóndor y el puma como guías espirituales. Amazonía: ayahuasca, tabaco, plantas maestras; animales como el delfín rosado y el jaguar como espíritus guía. Asia: uso de piedras como el jade; animales como el dragón, el tigre y el elefante como símbolos espirituales. La espiritualidad, entonces, no es exclusiva del alma humana. Se manifiesta en la vibración del cuarzo, en el canto del búho, en la visión del cactus. Y las culturas antiguas lo sabían: la naturaleza entera es un templo, y cada reino —mineral, vegetal, animal— puede ser puerta, espejo o umbral hacia lo invisible.

Cómo explicar, entonces, este habitar del espíritu en toda la naturaleza y su comunicación con el hombre. La idea de que el espíritu habita toda la naturaleza y puede comunicarse con el ser humano es una afirmación profundamente ontológica y también simbólicamente rica. No se trata de animismo ingenuo ni de espiritualismo difuso, sino de reconocer que el Ser se manifiesta en grados, y que la materia —lejos de ser opaca o muerta— es receptáculo y resonador de lo espiritual. Este "habitar" del espíritu en los reinos mineral, vegetal y animal puede ser explicado desde varias perspectivas convergentes.

La Ontología de la participación sostiene que todo lo creado refleja al Creador. Siguiendo la tradición cristiana (y especialmente tomista), cada ser —por más ínfimo que sea— participa del Ser divino. No en forma plena, sino analógica. El cuarzo refleja armonía, la flor expresa gratuidad, el animal transmite intención, y el ser humano encarna conciencia. Esta jerarquía no es de superioridad arbitraria, sino de grados de manifestación espiritual. “Cada criatura es un verbo que Dios pronuncia” decía San Buenaventura. Otra perspectiva piensa al espíritu como vibración y forma viviente. Desde corrientes fenomenológicas y espirituales contemporáneas (como Jean-Luc Marion o Beuchot), el espíritu no debe reducirse a sustancia invisible, sino que puede pensarse como vibración ontológica, como forma activa que da sentido a lo sensible. Así, una piedra tiene orden, una planta tiene ritmo, y un animal tiene memoria —todas formas en las que el espíritu modela la materia sin separarse de ella. También está la interpretación de la comunicación: signo, símbolo y resonancia. La forma en que el espíritu se comunica con el hombre a través de la naturaleza no es directa, como si una piedra hablara o un jaguar pronunciara palabras, sino simbólica y resonante. Lo vegetal enseña por visión, lo animal por signo, lo mineral por vibración. El alma humana —cuando está abierta, contemplativa, limpia— puede leer esos signos, recibir esas intuiciones, y discernir esas presencias. Es un lenguaje del espíritu: silencioso, total, encarnado. “El silencio de las cosas es lenguaje para quien sabe escuchar” escribí en mi obra Ontorrealismo (2025)

Las culturas sabían reconocían la memoria ancestral del alma ecológica. Pueblos antiguos lo vivieron como evidencia, no como teoría. Los egipcios embalsamaban gatos y cocodrilos porque reconocían en ellos presencias protectoras. Los shipibos, Q’ero, huicholes, dogones, australianos y siberianos, reconocían en las plantas y animales canales de enseñanza espiritual. Sus rituales no invocaban un dios abstracto, sino una presencia viviente encarnada en el mundo natural. Esa memoria —aunque marginada por la modernidad— sobrevive en la intuición del alma humana, que siente que la naturaleza le habla, le guía, le transforma. Explicar este habitar del espíritu es, por tanto, restablecer el vínculo roto entre ontología y contemplación. No es romantizar la selva, ni animar los objetos, sino reconocer que todo lo que existe es expresión, y que el hombre puede interpretar lo expresado si vuelve a escuchar.

Mencionaremos dos casos en la casuística de cada uno. Espiritualidad Mineral. Wirikuta (México) y el pueblo wixárika. En el desierto de San Luis Potosí, el pueblo wixárika (huichol) considera a Wirikuta como un territorio sagrado donde nació el sol y habita su deidad principal, Tamatsi Kauyumarie. Las montañas, las piedras y los minerales del lugar son parte de su cosmogonía. Las peregrinaciones rituales incluyen ofrendas a formaciones rocosas específicas, consideradas portales energéticos. La lucha contra las concesiones mineras extranjeras ha sido también una defensa espiritual del territorio. El segundo caso son los Cristales en prácticas terapéuticas contemporáneas. En contextos urbanos y alternativos, minerales como el cuarzo, la amatista y la turmalina negra son utilizados en terapias energéticas, meditación y sanación. Por ejemplo, el cristal de roca es considerado un amplificador espiritual que armoniza los chakras y limpia el aura. Estas prácticas, aunque no siempre religiosas, revelan una espiritualidad vibracional que reconoce la inteligencia energética de la materia.

Espiritualidad Vegetal. Ayahuasca en la Amazonía y su expansión global. La ayahuasca, planta maestra utilizada por pueblos como los Shipibo-Conibo y Asháninka, es considerada una entidad espiritual que enseña, sana y revela. En rituales guiados por chamanes, la planta se consume para entrar en estados de visión y purificación. Hoy, su uso se ha expandido de forma descontrolada y turística a centros urbanos en América y Europa, donde se mantiene el respeto muy dudoso por su dimensión espiritual y ancestral. La antroposofía y el cultivo biodinámico. Inspirado por Rudolf Steiner, el cultivo biodinámico considera que las plantas tienen fuerzas espirituales que interactúan con el cosmos. En Alemania y otros países, se realizan rituales agrícolas con preparados vegetales que buscan fortalecer el alma de la tierra. Las plantas no son sólo alimento, sino seres vivos con misión espiritual, integradas en una visión holística del ser humano y la naturaleza.

En la espiritualidad animal destaca la conexión espiritual con mascotas (perros y gatos). Muchas personas experimentan una relación espiritual profunda con sus mascotas. Se les atribuye la capacidad de sanar emocionalmente, anticipar enfermedades o acompañar procesos de duelo. En culturas como la mexica o egipcia, esta conexión era ritualizada; hoy, se vive como una forma de presencia divina encarnada en lo cotidiano. También se considera a los animales como mensajeros espirituales. En diversas tradiciones, ciertos animales aparecen como signos o presagios. Por ejemplo, el búho se asocia con la intuición y la verdad; el cuervo, con el renacimiento; el águila, con la protección espiritual. Estos encuentros —ya sea en sueños o en la vida diaria— son interpretados como mensajes del alma o del universo, y forman parte de prácticas chamánicas y espirituales contemporáneas.

Ahora bien, es legítimo preguntarnos si hay fenomenología espiritual en los sueños. Y la respuesta es sí. De hecho, los sueños han sido considerados desde tiempos antiguos como uno de los canales más profundos de manifestación espiritual. La vida psíquica —especialmente en su dimensión onírica— no es sólo un reflejo del inconsciente, como sostenía Freud, sino también una vía de comunicación entre el alma y lo invisible, como afirmaron Jung, Eliade, Corbin y los místicos cristianos. En la fenomenología espiritual en los sueños destacan: 1. El sueño como espacio de revelación. En muchas tradiciones, el sueño es considerado un estado liminal, donde el alma se libera de las restricciones del cuerpo y puede recibir mensajes, símbolos o incluso visitas espirituales. San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Ávila relatan experiencias místicas que ocurrieron en estados de semisueño o contemplación nocturna. 2. Sueños como manifestaciones del alma. Desde la fenomenología espiritual, los sueños no son sólo imágenes mentales, sino manifestaciones simbólicas del estado del alma. Pueden revelar bloqueos, intuiciones, llamados divinos o incluso advertencias. El arcoíris, los animales guía, los números repetitivos o la luz intensa son símbolos recurrentes que indican una conexión espiritual activa. 3. Sueños como comunicación interdimensional. En contextos chamánicos, esotéricos y místicos, se sostiene que el sueño permite cruzar dimensiones. El alma puede visitar planos sutiles, recibir enseñanzas de entidades, o recordar experiencias de vidas pasadas. Culturas como la egipcia, la tibetana y la amazónica han desarrollado técnicas para inducir sueños lúcidos con fines espirituales.

Entre los autores que lo han explorado tenemos a Carl Jung: los sueños como expresión del inconsciente colectivo y vía de individuación. Mircea Eliade: el sueño como retorno al mito y al tiempo sagrado. Henry Corbin: el “mundo imaginal” como plano intermedio entre lo sensible y lo espiritual. María Zambrano: la razón poética como forma de conocimiento espiritual a través del sueño. Miguel de Molinos: el recogimiento interior como vía de revelación nocturna. Gastón Bachelard es una figura imprescindible para pensar la fenomenología espiritual en la vida psíquica, especialmente en los sueños, la ensoñación y la imaginación creadora. Aunque no aborda directamente lo espiritual en términos teológicos, su obra ofrece una ontología poética del alma que permite comprender cómo el espíritu se manifiesta en los estados oníricos y simbólicos. El sueño, entonces, no es sólo descanso: es puerta, espejo y mensaje. Y la fenomenología espiritual lo reconoce como uno de los espacios más fértiles para que el alma se manifieste, se escuche y se transforme.

Entre los sueños más paradigmáticos podemos mencionar los siguientes. El sueño de Kekulé. El químico alemán Friedrich August Kekulé descubrió la estructura del benceno gracias a una visión onírica. Mientras dormía frente a la chimenea, soñó con una serpiente que se mordía la cola —el símbolo alquímico del ouroboros— y comprendió que la molécula del benceno debía tener forma de anillo cerrado2. Este sueño no fue sólo una metáfora: fue la clave estructural que revolucionó la química orgánica. Kekulé mismo dijo en su discurso de 1890: “Soñemos, caballeros, así quizás encontremos la verdad.” Los sueños del Faraón (Génesis 41) El Faraón de Egipto soñó con siete vacas gordas devoradas por siete vacas flacas, y luego con siete espigas llenas devoradas por siete espigas secas. Nadie pudo interpretarlo, hasta que José, prisionero hebreo, fue llamado. José reveló que el sueño anunciaba siete años de abundancia seguidos por siete años de hambre, y propuso un plan de almacenamiento que salvó a Egipto. El sueño fue considerado revelación divina, y José fue nombrado gobernador. Aquí el sueño actúa como profecía política y económica, con impacto histórico. El sueño de Nabucodonosor (Daniel 2). El rey babilónico soñó con una gran estatua compuesta por distintos metales: Cabeza de oro, Pecho y brazos de plata, Vientre y muslos de bronce, Piernas de hierro y Pies de hierro y barro. Una piedra no cortada por mano humana destruye la estatua y se convierte en una montaña que llena la tierra. El profeta Daniel interpreta que la estatua representa cuatro imperios sucesivos, y que la piedra simboliza el reino eterno de Dios. Este sueño es una visión apocalíptica, que articula una teología de la historia y una escatología política. Estos tres sueños —científico, bíblico y profético— muestran que el sueño puede ser más que imagen: puede ser estructura, advertencia o revelación.

Este enfoque permite ampliar la fenomenología espiritual hacia una cosmología viva, donde la materia no es obstáculo, sino vehículo del espíritu. El fenómeno espiritual, entonces, no sólo tiene origen divino, angélico o mental: también se gesta en la naturaleza, como vibración, como sensibilidad, como instinto, hasta despertar como conciencia.

Toda la reflexión desplegada hasta este punto permite construir un cuadro sistemático y más completo sobre los distintos orígenes del fenómeno espiritual, no sólo desde la doctrina cristiana y la fenomenología interdimensional, sino también desde la experiencia del alma en diálogo con la naturaleza, la vida psíquica y el misterio. El fenómeno espiritual no surge de un solo punto de partida, ni responde a una única fuente. Se manifiesta desde múltiples planos de realidad, cada uno con su propia ontología, simbología y grado de conciencia. El recorrido realizado ha revelado que el origen espiritual puede proceder de siete grandes ámbitos, que aquí se sintetizan como una cartografía del misterio:

1. Origen Sobrenatural. Emerge directamente de Dios, sin mediación ambigua ni canalización humana. Es la manifestación de la gracia pura, del milagro, de la revelación divina que excede toda causa natural. Ontológicamente, se trata del Ser increado, que actúa en la historia para redimir, transformar y elevar.

2. Origen Preternatural. Proveniente de seres espirituales creados —ángeles, demonios, potestades— que operan en planos invisibles. Son seres personales, con inteligencia y voluntad, capaces de generar manifestaciones poderosas, pero no divinas. Su discernimiento es crucial, pues pueden ser mensajeros del cielo o distorsiones del abismo.

3. Origen Natural (lugares físicos interdimensionales). Algunos espacios geográficos actúan como portales entre dimensiones. Hay zonas energéticas, vórtices, estructuras geológicas o simbólicas donde lo invisible se cruza con lo visible. No poseen conciencia propia, pero facilitan el acceso espiritual por resonancia. Ejemplos incluyen Hayu Marca, Monte Shasta o Sedona.

4. Origen Mineral. Los cristales, piedras y estructuras minerales son más que materia: emiten vibraciones, configuran campos energéticos, y han sido utilizados por culturas antiguas como canalizadores espirituales. El cuarzo, la amatista, la obsidiana y el jade son testimonios materiales de una inteligencia geométrica del espíritu.

5. Origen Vegetal. Las plantas maestras —como la ayahuasca, el San Pedro, el peyote— son consideradas entes espirituales vivientes, capaces de enseñar, sanar y revelar. Desde la selva amazónica hasta la tradición antroposófica, se las reconoce como maestras interdimensionales, que comunican mediante visiones, intuiciones y limpieza energética.

6. Origen Animal. Animales que anuncian la muerte, que guían el alma, que sanan emocionalmente o que acompañan procesos espirituales. Desde los gatos embalsamados por los egipcios hasta los perros guía del Mictlán mesoamericano, el reino animal ha sido siempre portador de presencia espiritual que excede el instinto.

7. Origen Psíquico (vida psíquica y sueños). La mente espiritual, en estados de sueño, contemplación o visión interior, puede ser espacio de comunicación interdimensional. Los sueños del Faraón, de Nabucodonosor, o el de Kekulé revelan que la conciencia puede recibir mensajes que no provienen de sí misma, sino de un plano superior del Ser.

Cuadro Ontológico del Origen del Fenómeno Espiritual

Origen Espiritual

Naturaleza Ontológica

Grado de Conciencia

Tipo de Manifestación

Ejemplos Relevantes

Sobrenatural

Ser Increado (Dios)

Absoluto

Revelación, Milagro, Gracia

Apariciones marianas, estigmas, milagros eucarísticos

Preternatural

Seres espirituales creados

Elevado

Locución, posesión, canalización

Ángeles fieles, demonios, potestades, entidades mediúmnicas

Natural (lugares)

Zona geofísica energética

Nulo / Reactivo

Portal dimensional, catalizador

Hayu Marca, Sedona, Monte Kailash, San Borondón

Mineral

Estructura vibracional

Latente

Resonancia, armonización

Cuarzo, obsidiana, lapislázuli, turmalina negra

Vegetal

Inteligencia simbólica

Sensible

Visión, purificación, enseñanza

Ayahuasca, San Pedro, peyote, coca, plantas maestras chamánicas

Animal

Instinto perceptivo

Proto-consciente

Guía, anuncio, sanación

Gatos egipcios, perros del Mictlán, búhos como presagio, animales de poder

Psíquico (sueños)

Mente espiritual individual

Variable

Sueño revelador, visión interior

Kekulé (benceno), Faraón (José), Nabucodonosor (Daniel), sueños místicos cristianos

 

Esta cartografía ontológica muestra que el fenómeno espiritual no tiene una sola fuente ni una sola forma, sino que se despliega en múltiples planos, donde el alma humana —como testigo y canal— debe discernir, interpretar y responder. La fenomenología espiritual interdimensional no es sólo una taxonomía: es una brújula que orienta la experiencia del alma en su cruce con lo invisible.

A partir del desarrollo sistemático, centrado en el origen del fenómeno espiritual en sus múltiples dimensiones, podemos extraer las siguientes conclusiones metafísicas que conforman el fundamento doctrinal y ontológico de la obra.

1.        La primacía del espíritu sobre la materia El ser no se agota en lo físico ni en lo observable. El espíritu antecede ontológicamente a la materia y le da forma, sentido y destino. Toda manifestación espiritual verdadera proviene de una fuente superior que excede la causalidad empírica. En este orden, lo visible es manifestación del Invisible.

2.       El fenómeno espiritual como irrupción del ser Cada experiencia espiritual auténtica —sea revelación, visión, intuición o contacto— es una manifestación del Ser en el plano humano. La fenomenología espiritual, entonces, no estudia apariencias: estudia epifanías del ser, signos que revelan dimensiones más profundas de la realidad.

3.       Multiplanaridad ontológica El ser se manifiesta en múltiples niveles: divino, angélico, humano, mineral, vegetal, animal, psíquico. Cada plano no es reductible al otro, pero todos están conectados por una lógica de participación. Esto exige una ontología no unidimensional, sino estructurada en grados.

4.       La naturaleza como portadora de espíritu Lejos de ser materia inerte, la creación —en sus reinos mineral, vegetal y animal— contiene expresiones sutiles del espíritu. Las piedras vibran, las plantas enseñan, los animales intuyen, y el hombre, cuando escucha, recibe el mensaje del mundo como revelación viva.

5.       El alma humana como cruce de dimensiones El ser humano, al integrar cuerpo, alma, mente y espíritu, se convierte en umbral entre planos. Puede recibir mensajes del mundo divino, vibrar con la naturaleza, dialogar con entidades y manifestar fenómenos que revelan su profunda vocación interdimensional.

6.       La interioridad psíquica como espacio de revelación El sueño, la intuición, la contemplación no son estados subjetivos sino territorios ontológicos, donde el alma se abre a lo invisible y participa de otras realidades. El mundo imaginal —según Bachelard, Corbin, Jung— es más que fantasía: es morada espiritual.

7.        La necesidad del discernimiento metafísico No toda manifestación espiritual es legítima. Algunas provienen de fuentes oscuras o desviadas. Por ello, se impone el ejercicio del discernimiento ontológico, capaz de reconocer la procedencia, la dirección, la forma y los frutos de cada fenómeno.

8.       La centralidad de lo cristocéntrico en la ontología espiritual Cristo, como manifestación absoluta del Ser divino encarnado, se convierte en criterio último de toda espiritualidad. Toda experiencia que no se ordena a la verdad, al amor y a la redención corre el riesgo de extraviarse. Cristo no excluye: discierne, ordena, redime.

Una reflexión metafísica de gran profundidad es aquella que, aunque el espíritu sea ontológicamente superior a la materia, en esta vida terrenal la materia impone sus leyes como marco dominante, y el espíritu debe manifestarse dentro de sus límites. Esta tensión entre lo eterno y lo temporal, entre lo invisible y lo visible, es el drama de la existencia humana. Sin embargo, hay fenómenos excepcionales que actúan como fisuras en el tejido material, revelando que el espíritu no está ausente, sino latente, activo y a veces desbordante. Y me refiero a los cuerpos incorruptos, los dones espirituales y los encuentros interdimensionales.

En los Cuerpos incorruptos se aprecia la materia vencida por la gracia

Los cuerpos incorruptos de santos como Santa Bernardita Soubirous, San Juan María Vianney, Santa Catalina Labouré o San Charbel Makhlouf desafían las leyes biológicas de descomposición

Los Dones espirituales son irrupciones del espíritu en la conciencia. Los santos y místicos han manifestado dones que trascienden la psicología humana: bilocación, lectura de corazones, visiones, estigmas, éxtasis, profecía, discernimiento de espíritus, sanaciones. Padre Pío, por ejemplo, vivió con estigmas visibles durante décadas, tuvo bilocaciones documentadas y leía el alma de los penitentes. Estos dones no son talentos naturales, sino carismas del Espíritu Santo que irrumpen en la materia y la conciencia para revelar lo invisible

Y los Encuentros interdimensionales donde lo espiritual se muestra en clave cósmica. Los abundantes testimonios de encuentros con seres interdimensionales, tanto biológicos como no biológicos, han sido reportados en contextos chamánicos, místicos, ufológicos y experienciales. Desde los sueños del Faraón y Nabucodonosor hasta los relatos modernos de abducciones, visiones y contactos, se percibe una constante: el cruce de planos, donde el espíritu se manifiesta en formas que desafían la lógica material

Lo que se impone como conclusión es que la materia en este mundo debe ser vista como umbral, no como prisión. Lo que contradice el supuesto básico de las tradiciones órfico-pitagórica, gnóstica y maniquea, para quienes la materia no es valorada como creación armoniosa, sino como principio de caída, oscuridad y encierro. Aunque cada una de estas corrientes tiene sus propias matizaciones, coinciden en una visión dualista del cosmos, donde el alma espiritual está atrapada en la prisión del cuerpo y del mundo material. Pero en esta vida terrenal, la materia rige los ritmos, pero no define el sentido. El espíritu, aunque limitado por el cuerpo, se manifiesta en lo excepcional, lo simbólico y lo interdimensional. Los cuerpos incorruptos, los dones místicos, las experiencias cercanas a la muerte (ECM) y los encuentros con seres de otros planos son testimonios de que el espíritu no está sometido, sino que espera su plenitud.

Pero como señaló certeramente Tomás de Aquino a los humanos en la jerarquía de los seres les corresponde llegar a la plenitud como personas, donde alma y cuerpo se vuelven a reunir, esto es, no nos convertimos en ángeles o sustancias espirituales sin cuerpo, sino en hombres redimidos con alma y cuerpo glorificado. Efectivamente, el ser humano no alcanza su plenitud como alma separada, sino como unidad sustancial de alma y cuerpo, redimida y glorificada en la resurrección. Para Tomás, el alma es forma sustancial del cuerpo, y su separación por la muerte es contra natura, aunque temporal. La perfección última del hombre no consiste en convertirse en ángel, sino en ser plenamente hombre, con cuerpo espiritualizado y alma unida a Dios. “Se ve, pues, por lo dicho que, así como el alma humana será elevada a la gloria de los espíritus celestes para que vea la esencia de Dios, así también su cuerpo será elevado a las propiedades de los cuerpos celestes, en cuanto que será transparente, impasible, móvil sin dificultad ni trabajo e incomparablemente perfecto en su forma.”Contra Gentiles, libro IV, capítulo 86. Y añade: “El cuerpo del resucitado será ciertamente espiritual, no porque sea espíritu, como mal entendieron algunos, sino porque estará totalmente sujeto al espíritu.”Contra Gentiles, libro IV, capítulo 86. Esta visión se opone al dualismo gnóstico o maniqueo, que desprecia la materia. Para Tomás, el cuerpo no es prisión, sino parte esencial del ser humano, llamado a participar de la gloria divina. La resurrección no es evasión del mundo, sino transfiguración del hombre entero.

Todo lo cual lleva sostener que la experiencia humana, aunque arraigada en una dimensión espiritual, se despliega en esta vida terrenal bajo el predominio de las leyes de la materia. Esta subordinación no niega la primacía ontológica del espíritu, pero sí revela que la existencia encarnada impone ritmos, límites y condiciones que el alma debe asumir mientras habita el tiempo. Lo visible regula lo cotidiano, mientras lo invisible se manifiesta sólo de modo excepcional, simbólico o velado. Y, sin embargo, son justamente esas excepciones las que nos recuerdan que el espíritu nunca ha sido ausente: simplemente se expresa cuando el corazón está dispuesto y el velo material se vuelve poroso.

Los fenómenos espirituales extraordinarios —cuerpos incorruptos, dones místicos, contactos interdimensionales— no contradicen las leyes físicas: las atraviesan, las suspenden, las redimen. En los cuerpos de algunos santos que, siglos después de la muerte, permanecen intactos, sin descomposición ni corrupción, se ve la materia transfigurada por la gracia. El cuerpo, que debía retornar al polvo, se convierte en testimonio de lo eterno en lo perecedero.

Asimismo, los dones espirituales de místicos y santos —bilocación, levitación, éxtasis, conocimiento intuitivo, sanación— revelan que el alma no está confinada a la lógica del espacio-tiempo. Cuando el Espíritu actúa en un ser humano plenamente abierto a lo divino, el cuerpo se convierte en instrumento sensible de lo invisible. Estas manifestaciones no son privilegio ni espectáculo: son signos del Reino, destellos de la vida gloriosa que espera.

Finalmente, los encuentros con seres interdimensionales —tanto biológicos como no biológicos— conocidos en la cultura moderna como “aliens”, han sido reportados en contextos chamánicos, místicos, contemplativos y experienciales. En ellos, el alma parece dialogar con entidades que no pertenecen al plano físico ordinario. Más allá de su interpretación literal, lo que muestran es que el cosmos está habitado por inteligencias que trascienden la biología humana, y que el hombre, por vocación espiritual, puede percibirlos, comunicarse o ser transformado por ese contacto. Este tema lo he abordado en mis libros La civilización escondida y Teología cósmica de contacto, pero faltaba esclarecer la fenomenología espiritual interdimensional.

Todo esto permite ampliar las conclusiones metafísicas previamente trazadas: el espíritu es fundamento, pero en esta vida, la materia ejerce su soberanía temporal. Lo espiritual no anula lo físico, sino que lo reorienta desde dentro. Y los fenómenos excepcionales, lejos de ser marginales, son fisuras sagradas por donde el Ser recuerda al hombre que su destino no es el polvo, sino la plenitud encarnada en cuerpo y alma glorificados, como enseñó Santo Tomás.

Al finalizar este primer capítulo, queda trazada una cartografía ampliada y rigurosa de la fenomenología espiritual interdimensional desde una perspectiva antropológica, abierta sin embargo a otras formas de conciencia y manifestación. Lo que se ha evidenciado es que el ser humano, aunque constituido en cuerpo y alma dentro del orden material, se encuentra atravesado por dimensiones que exceden su estructura fisiológica, psicológica y cultural. Su experiencia espiritual no se limita al ámbito religioso, ni al plano interior de la subjetividad: se proyecta hacia la interdimensionalidad, es decir, hacia planos del ser donde lo visible se entrecruza con lo invisible, y donde el alma se convierte en testigo de lo que el ojo físico no capta.

La fenomenología espiritual interdimensional permite comprender que la experiencia humana más allá de lo físico no es una anomalía, sino una vocación ontológica. El ser humano no está encerrado en el cuerpo ni limitado por el tiempo, sino que posee la capacidad —y en ciertos casos la gracia— de entrar en contacto con realidades que lo trascienden. Esto incluye: 1. Manifestaciones de origen sobrenatural y preternatural, 2. Fenómenos espirituales vinculados a la naturaleza: mineral, vegetal, animal, 3. Sueños reveladores, experiencias cercanas a la muerte, estados alterados de conciencia, 4. Apariciones, visiones, dones místicos, y encuentros interdimensionales. Toda esta pluralidad de fenómenos, lejos de desdibujar la condición humana, la expande y la revela: el hombre es más que biología y más que psique; es cruce de dimensiones, capaz de escuchar, resonar y dialogar con lo invisible.

De modo que el hombre es más que biología y más que psique; es cruce de dimensiones, no sólo es capax dei también es capax spirita. El hombre no es un organismo complejo ni una mente racional solamente, sino un ser abierto al misterio, con vocación de trascendencia. El clásico concepto de capax Dei —propuesto por San Agustín y reafirmado por Santo Tomás— señala que el ser humano es capaz de Dios, de lo divino, de la comunión con el Absoluto. Pero es necesario dar un paso audaz, afirmar que el hombre es también capax spiritā —capaz del espíritu— en todas sus manifestaciones, dimensiones y modulaciones. Es decir:

  • Capaz de lo divino (capax Dei)
  • Capaz de lo angélico, de lo psíquico, de lo cósmico, de lo natural (capax spiritā)
  • Capaz de reconocer, interpretar, dialogar y ser transformado por lo espiritual en sus múltiples planos

Esta expansión antropológica transforma la concepción clásica: el hombre no es sólo templo de Dios, sino también testigo del Espíritu, intérprete del alma cósmica, umbral entre lo invisible y lo encarnado. Aquí podría afirmarse: “El hombre, siendo imagen de Dios, no sólo lo invoca desde su interioridad, sino que lo reconoce en las vibraciones de la piedra, en el sueño que lo visita, en el animal que lo guía, en el ser que lo toca desde otras dimensiones. Es capax Dei porque ha sido creado para la comunión, y es capax spiritā porque ha sido ungido para el cruce de mundos.”

No obstante, dicha fenomenología espiritual interdimensional incluye a otros seres de otros mundos. Esta apertura no se limita al hombre. Existen otras entidades o formas de existencia que también manifiestan una fenomenología espiritual interdimensional, aunque desde naturalezas distintas. Entre ellas destacan: ángeles, demonios, seres interdimensionales, espíritus de la naturaleza, inteligencias psíquicas y almas desencarnadas.

Tipo de Ser

Naturaleza Ontológica

Manifestación Interdimensional

Ángeles fieles

Espíritu creado

Locuciones, protección, guía invisible

Potestades demoníacas

Espíritu caído

Tentaciones, posesiones, distorsión energética

Seres interdimensionales

Biológicos/no biológicos

Contacto simbólico, sueños, apariciones, enseñanza

Espíritus

de la naturaleza

Conciencia

no humana

Manifestaciones arquetípicas, vibraciones, intuiciones

Inteligencias psíquicas

Conciencia supramental

Comunicación telepática, transmisiones simbólicas

Almas desencarnadas

Humanos

en tránsito

Presencias, mensajes, sueños lúcidos

Estas entidades participan de realidades interdimensionales, cada una según su grado ontológico, su misión espiritual y su modo de contacto. Su fenomenología, aunque distinta a la humana, revela que el cosmos entero es una inmensa morada de lo espiritual, y que el ser humano no está solo en su búsqueda: es llamado, acompañado y desafiado por presencias que también habitan el misterio.

 

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