LA MUERTE
DE LA CIVILIZACIÓN ACTUAL
Gustavo
Flores Quelopana
Sociedad
Peruana de Filosofía
Un mundo sin misterio
no es un mundo,
es una ficción.
Nuestro mundo actual expele un fétido y nauseabundo olor a cadáver. Ni Atenas
ni Roma desaparecieron en una noche, el hundimiento del hombre apolíneo antiguo
fue un proceso que llevó tiempo. Igual será con nosotros, hombres fáusticos, salvo
por un detalle, esto es, ya estamos asistiendo a su proceso de desintegración.
Todos en
la actualidad tenemos la sensación de que vivimos el fin de los tiempos
modernos y que es perentorio el comienzo de una nueva edad. Hay quienes cavilan
sobre la forma de salvar a la presente civilización y creen en ello. Mientras
que otros escudriñan el horizonte pensando en reemplazarla por una civilización
nueva. Berdiaev trató sobre una nueva Edad Media. Y Hegel pensaba que en la
historia los hechos ocurren por primera vez como tragedia y si se repien lo
hacen como comedia. Pero en realidad cada cultura tiene su propia manera y hora
de morir. Así sucedió en el pasado, coincidiendo cuando la cultura alcanza su
etapa de civilización. Entonces, cuál es la forma de extinción en la
civilización actual.
Spengler
señala tres formas de morir que se ha presentado en las culturas: recogerse en
sì mismo (el nihilismo indio budista), la contemplación pasiva (el nihilismo
heleno de Epicuro, Antístenes y Zenón) y la DESTRUCCIÓN DE LOS IDEALES
(nihilismo fáustico de occidente). Este morir histórico es real
pero no hay que olvidar otro fenecer más real aun y que se relaciona con el
climaterio escatológico que sufrirá la humanidad en el Juicio Final. Spengler
no lo tuvo en cuenta por no superar el relativismo y el marco del humanismo
antropocéntrico hacia un humanismo teocéntrico.
En la
decadencia el mismo valor de la vida se relativiza y en su lugar se entroniza mediante
la ideología tecnocientífica el derecho a la eutanasia, eugenesia, el aborto y
se sanciona el derecho animal. Esta negación del valor de la persona humana y
su destino sobrenatural es la expresión más dramática de la destrucción actual
de los ideales. Sin ideales el otrora pensador grave y serio es sustituido por
la periodística prostitución intelectual repleta de retórica, chisme y
diatriba.
Siempre la
decadencia cultural es sinónimo de regresión del pensamiento por el
achicamiento del espíritu.Al decadente hombre decadente le sobra inteligencia pero le falta sabidurìa. Por ello el sentido de la vida luce marchito y desvaído. En ella lo práctico ocupa el lugar privilegiado. El mendaz culto a lo útil lo gobierna todo. Es
ametafísica por antonomasia. La metafísica es ridiculizada y rechazada. Y es
que siempre el periodo ascendente de toda cultura es metafísica por excelencia
porque su pensar es ascendente, mientras que el periodo descendente es
ametafísico porque su pensar es descendente. Comienzan a imperar
darwinistamente los medios sobre los fines.
Es muy
sintomático que la economía fue tan sólo una ciencia mientras hubo metafísica
de hondura hasta Kant, pero cuando la economía desplazó a la matemática y se
vuelve en pilar del sentimiento cósmico, entonces en filosofía la metafísica es
desplazada por la ética con los filósofos utilitaristas, evolucionistas hasta
los actuales posmodernos.
En
realidad, Schopenhauer –que se anticipa a Darwin- fue el primer pensador del
tiempo declinante haciendo del intelecto un instrumento de la voluntad de vivir
o arma de la lucha por la existencia. Junto a él está Nietzsche, que perdido en
lejanías dionisíacas termina convirtiendo a la humanidad en una yeguada en pos
del difuso superhombre. Y Marx no se queda atrás con la misma voluntad de
potencia vertido en una filosofía de partido. En la actualidad el periodo
metafísico y el periodo ético han quedado atrás, instalándose en su lugar el
escepticismo nihilista radical. Los Lyotard, Rorty y Vattimo son los
representantes del alma fáustica agotada y expresión de la voluntad de potencia
sin fin superior. Lo anagógico o afán de ascenso espiritual es lo primero que
se extingue cuando en cada cultura pasa su tiempo de esplendor y entra a su
senectud.
El progreso,
la razón y Dios son cuestionados en el periodo final de la cultura occidental,
pero el evolucionismo sigue siendo el mito de la modernidad declinante y
tardía. Cuando lo que hay en realidad en su lugar, tanto a nivel individual y
cultural, es desarrollo y realización de las posibilidades internas. Entonces
es cuando se abren grotescamente las compuertas finiseculares y sale a la
palestra con seriedad religiosa la filosofía de la digestión, de la
gastronomía, la culinaria, el vegetarianismo y cuidado del cuerpo. El hedonismo
afeminado y sibarita encuentra su hora dorada para la propaganda irrefrenable. Y
como el hombre fáustico civilizado luce desvaído e inánime, pulula la
literatura de automotivación y superación personal. En esta perspectiva
rastrera y de lombriz, estos son los temas cumbres de la modernidad decadente.
Incapaz de
imponerse renuncias internas por su anémica voluntad interior, prefiere que se
lo prohíban externamente. En la decadencia civilizada el hombre fáustico no ha
perdido su voluntad de potencia, sino que ésta es vertida exclusivamente hacia
lo externo. El resultado es el empobrecimiento pavoroso de lo interno hasta
llegar a la negación de los valores. El dinero es el máximo referente de toda realización -Simmel considera que la esencia del dinero es la negación de todo valor auténtico-. Aquí se ve nítidamente que la crisis de
los valores en en realidad una crisis metafísica de la cultura.
Este es el
sino profundo del imperialismo, a saber, expandirse con violencia y sin tapujos,
en vez de adaptarse imponer. El resultado más calamitoso ha sido la
contaminación ambiental, el destructivo antopocenio y el cambio climático al
parecer irreversible. Aquí luce la tendencia tiránica de la ética kantiana con
su fórmula: “Obra de manera que tu acción se convierta en ley universal por
medio de tu voluntad”. Esa es la forma civilizada de la nefasta actuación
fáustica.
Los
grandes ideales políticos del hombre fáustico fueron la solidaridad, la
fraternidad y la solidaridad. Los cuales han muerto en beneficio de la reducida
elite megacorporativa del mundo. El estandarte que sirvió de pretexto fue la
ideología del neoliberalismo. Pero el escepticismo de la cultura occidental en
su climaterio es más hondo e implica su irreligiosidad. La esencia de toda
cultura es la religión y de toda civilización es la irreligiosidad.
Budismo,
estoicismo y socialismo son extinción de la religiosidad. Toda alma sin
religión es civilizada, toda alma con religión es culta. Las grandes urbes y su
arquitectura sibarita son irreligiosas. Su arte y su modo de hablar son irreligiosos.
Su política y modo de pensar lo son por igual. La compasión desaparece, los
grandes capitanes de la industria lo representa (Morgan, Rockefeller,
Vandervilt) y las guerras mundiales lo presiden con su implacable moral de
señores.
El estático
hombre antiguo con sus oráculos y augures vivía feliz con su sentimiento
cósmico de eterno presente. A lo sumo quiere saber del futuro. En cambio el hombre moderno se caracteriza por el
agudo sentido de lo histórico y del tiempo. Y quiere hacer el futuro. Nadie como el hombre de la cultura fáustica siente
el apremio del tiempo y de la historia. Su carpe
diem es biográfico y siempre vuela presuroso en pos del tiempo que siente
que se le escapa y lo espolea. Cuando su cultura entra en declinación dicho
apremio del tiempo se vuelve más hostigante, insoportable y problemático. En su
fase cultural de apogeo siente el tiempo y el futuro pero sin apremio y por
ello no es problema, pero en su fase decadente deja de vivir en la plenitud del
tiempo –presente, pasado y futuro- para hacerlo sólo en el futuro y así el
tiempo se le vuelve problemático. Se agudiza su obsesión por hacer el futuro. Los sistemas políticos
del siglo XIX, liberalismo y socialismo, sienten el futuro con apremio y como
propósito final.
En
realidad, la visión interior del hombre fáustico no vive en sistemas
perfectamente cerrados sino abiertos, porque su sentimiento fáustico de la naturaleza
lo impele hacia la lejanía, lo infinito, el futuro, no hacia la proximidad ni
lo finito. De ahí que la ciencia física del hombre fáustico sea dinámica,
basada en el dogma de la fuerza, energía y teoría de las funciones de variables complejas, como reflejo de la voluntad de
potencia que preside su sentimiento cósmico. Ya en el arte gótico de las catedrales y en el arte contrapuntístico y de la fuga del barroco se expresa la pasión del alma fáustica por el espacio infinito. Y esa misma voluntad de trascender el espacio finito se halla también en la pintura de Tiziano, Velázquez y Rembrandt con la técnica del clarooscuro -todas las culturas profundamente trascendentes sienten hacia el espacio la propensión metafísica por el color azul y el negro-, y en filosofía con el Cusano y su principio infinitesimal, Leibniz y el cálculo diferencial, Newton con la física dinámica.
Con Einstein y Heisenberg la física de occidente llega a la cima y límite de sus posibilidades. Pues la física relativista y el principio de incertidumbre suscitan dudas destructoras sobre el espacio infinito, el tiempo absoluto y la causalidad microfísica. Y en matemáticas se manifiesta lo mismo con el teorema de incompletitud de Godel y en lógica con la teoría semántica de la verdad de Tarski. Pero todas estas dudas atañen a las convicciones más profundas del alma fáustica de Occidente y a su posibilidad misma. La razón funcional llevada a sus últimos límites y consecuencias se revela autodestructiva. La renuncia a la verdad absoluta –incluso de las leyes naturales- y su sustitución por la simple verosimilitud es la prueba del profundo escepticismo en que desciende el alma fáustica de Occidente en su curva decadente. En el envejecimiento del alma fáustica de acelera la disolución de las ciencias bajo la idea de la complejidad y de la interdisciplinariedad.Ya ninguna ciencia se basta por sí sola y el universo es visto no como una repetición sino como una creciente complejidad. En el fondo se está abriendo la posibilidad de otra visión cósmica que vuelve a ser religiosa -la teoría de las estructuras disipativas de Prigogine y la idea del tiempo como algo autónomo, irreversible, real y diferente a lo eterno van en este sentido-.
El núcleo dinámico del sentimiento cósmico del alma fáustica se va deshaciendo paulatinamente. Y su símbolo es la teoría de la irreversible y creciente entropía, como agotamiento de la fuerza ordenadora de la voluntad de potencia del hombre occidental.Y es precisamente en esta crucial coyuntura histórica que aparecen las extrañas y peligrosas ideas sobre el uso estratégico y limitado de las armas nucleares. Pues no hay tal cosa, al contrario, la idea del fin del mundo cobra vigencia y se vierte en el peligro de la extinción de la humanidad por el uso demencial del arsenal nuclear. El agotado y declinante hombre fáustico es capaz de provocar el apocalipsis nuclear con su demencial estrategia de "ataque nuclear preventivo". Pues simplemente no existe tal cosa. No es màs que retórica decadente e irresponsable para desencadenar el apocalipsis nuclear. Es la época del suicida imperialismo donde el alma de la cultura se harta de la ciencia, arte, política y filosofía.
Con Einstein y Heisenberg la física de occidente llega a la cima y límite de sus posibilidades. Pues la física relativista y el principio de incertidumbre suscitan dudas destructoras sobre el espacio infinito, el tiempo absoluto y la causalidad microfísica. Y en matemáticas se manifiesta lo mismo con el teorema de incompletitud de Godel y en lógica con la teoría semántica de la verdad de Tarski. Pero todas estas dudas atañen a las convicciones más profundas del alma fáustica de Occidente y a su posibilidad misma. La razón funcional llevada a sus últimos límites y consecuencias se revela autodestructiva. La renuncia a la verdad absoluta –incluso de las leyes naturales- y su sustitución por la simple verosimilitud es la prueba del profundo escepticismo en que desciende el alma fáustica de Occidente en su curva decadente. En el envejecimiento del alma fáustica de acelera la disolución de las ciencias bajo la idea de la complejidad y de la interdisciplinariedad.Ya ninguna ciencia se basta por sí sola y el universo es visto no como una repetición sino como una creciente complejidad. En el fondo se está abriendo la posibilidad de otra visión cósmica que vuelve a ser religiosa -la teoría de las estructuras disipativas de Prigogine y la idea del tiempo como algo autónomo, irreversible, real y diferente a lo eterno van en este sentido-.
El núcleo dinámico del sentimiento cósmico del alma fáustica se va deshaciendo paulatinamente. Y su símbolo es la teoría de la irreversible y creciente entropía, como agotamiento de la fuerza ordenadora de la voluntad de potencia del hombre occidental.Y es precisamente en esta crucial coyuntura histórica que aparecen las extrañas y peligrosas ideas sobre el uso estratégico y limitado de las armas nucleares. Pues no hay tal cosa, al contrario, la idea del fin del mundo cobra vigencia y se vierte en el peligro de la extinción de la humanidad por el uso demencial del arsenal nuclear. El agotado y declinante hombre fáustico es capaz de provocar el apocalipsis nuclear con su demencial estrategia de "ataque nuclear preventivo". Pues simplemente no existe tal cosa. No es màs que retórica decadente e irresponsable para desencadenar el apocalipsis nuclear. Es la época del suicida imperialismo donde el alma de la cultura se harta de la ciencia, arte, política y filosofía.
Cuando el
alma es aniquilada la realidad pierde peso -Bauman llama "vida
líquida"-, impera la falta de profundidad, el sentimiento cósmico decae,
el civilizado hombre fáustico se vuelve irreligioso, se impone la moral plebeya
y la filosofía del trabajo. Ateo, sofístico y sensualista se vive en la
superficie, en lo inánime práctico y extensivo. No es extraño que el hombre
culto -en la fase de apogeo cultural- no tenga problemas morales porque vive en la moral, en cambio el hombre
civilizado sí tiene problemas morales porque no vive en la moral.
En la
cultura impera lo interno, en la civilización lo externo -la cultura se vuelve
simulacro decía Baudrillard-. No es extraño que el hombre decadente actual se
entregue a lo erótico, narcotizante y lo etílico. Nuestra cultura está muriendo
y su extinción espiritual va asociada a la hegemonia de la razón funcional
sobre la razón substancial. Cassirer en su filosofía simbólica celebra tal
conquista del idealismo filosófico como reconocimiento de la voluntad de la
mente de poner orden en el mundo, pero no vió toda la repercusión cultural que
ello implicaba. Aquí sólo rige el cerebro porque el alma se ha despedido.
La
civilización ha ocupado el puesto de la cultura porque lo que se vive no es la
rebelión de las masas sino la rebelión terminal de la civilización contra
cultura. La humanidad ha desaparecido y en su lugar reina la masa. Así fue en
Atenas, en el ágora alejandrina y romana, y lo es hoy bajo el rótulo de
democracia. Ayer fue el estoicismo, hoy es el socialismo y el liberalismo el
que adula y soborna al sujeto viviente que se desparrama en las urbes, estadios
deportivos, gimnasios y centros comerciales. Prima la cultura de escaparate y
las tarjetas de crédito –Debord lo llama sociedad del espectáculo-.
En la
cultura fáustica al morir, los hombres se vuelven femeniles, blandos, febles,
inorgánicos, ambiguos, fluctuantes, cínicos, demócratas, artificiales,
desarraigados, urbanos anómicos y anéticos, frívolos, escépticos, incapaces de
acción superior, se sienten más allá del bien y del mal, sanchopancescos y
materialistas. El alma declinante del civilizado hombre fáustico es
ametafísico, egoísta, positivista y decadente. Prefiere el insulto a las ideas,
porque la diatriba es horizontal y representa la denigración del pensamiento
vertical. Lo cual es signo indiscutible que la vida espiritual creadora ha
entonado su canto de cisne.
Por todo ello resulta iluso e ingenuo proponer erigir una nueva civilización, cuando lo que se requiere primero es edificar una nueva cultura. No obstante, el desplome de la presente civilización del hombre fáustico occidental así como no pasará inmediatamente hacia otra nueva civilización, tampoco lo hará hacia una nueva cultura, sin antes atravesar una nueva barbarie y caos completo de un nuevo oscurantismo.
Es más, cuando una civilización sucumbe con ella también lo hace su ciencia para dar paso a una nueva religiosidad. Pasó con la ciencia antigua y sucederá con la ciencia actual. Lo cual no es extraño porque todo saber acerca de la naturaleza tiene por base una creencia religiosa. El fin
de una cultura es el fin de todo su mundo simbólico y lo que sobreviva de ella
dependerá de lo que considere importante desde su perspectiva sincrética la
cultura venidera. En una
palabra, el hundimiento de una civilización siempre da lugar a la mutación del
sentimiento cósmico en la nueva humanidad.
Por todo ello resulta iluso e ingenuo proponer erigir una nueva civilización, cuando lo que se requiere primero es edificar una nueva cultura. No obstante, el desplome de la presente civilización del hombre fáustico occidental así como no pasará inmediatamente hacia otra nueva civilización, tampoco lo hará hacia una nueva cultura, sin antes atravesar una nueva barbarie y caos completo de un nuevo oscurantismo.
Es más, cuando una civilización sucumbe con ella también lo hace su ciencia para dar paso a una nueva religiosidad. Pasó con la ciencia antigua y sucederá con la ciencia actual. Lo cual no es extraño porque todo saber acerca de la naturaleza tiene por base una creencia religiosa.
Marzo 2019