KANT Y EL OCASO DE LA MODERNIDAD INMANENTISTA
Gustavo
Flores Quelopana
Sociedad
Peruana de Filosofía
EXORDIO
No veamos en este libro al responsable
del descalabro de la Edad Moderna, sino, a quien mejor expresó sus ideales del
modo más sistemático, original y contundente. Por lo mismo, es preciso volver a
iluminar su pensamiento para percibir con más nitidez los peligros que se
ciernen sobre la presente hora antropológica. Es decir, el propósito de la obra
es entender la tragedia en que se encuentra envuelto el Regnum hominis de nuestra modernidad desde el corazón mismo de las
dicotomías de la filosofía trascendental kantiana.
Efectivamente, Kant clausura
la primera fase de la filosofía moderna y al mismo tiempo abre su segunda
etapa. Él representa el triunfo del hombre epistémico sobre el hombre
ontológico de la Antigüedad y Medioevo, de lo cismundano sobre lo trasmundano,
lo inmanente sobre lo trascendente, de lo práctico sobre la tradición, de la
razón funcional sobre la razón sustancial. Pero a su vez, en ese triunfo se
encuentra signado el destino de la modernidad con su nítida voluntad de
poderío. La cual se ha vuelto arbitraria, extraviando la verdadera relación con
las cosas y el mundo. No sólo se ha descarriado entre los entes, sino que ha
perdido su conexión con la verdad del ente. Ortega, precisamente, había
advertido en la filosofía de Kant un acentuado activismo y voluntarismo.
La filosofía kantiana elevó a
lo teórico la convicción que la estructura del mundo es creada por el hombre.
En lo trascendental puro a priori estaba contenido la interna energía absoluta
de la razón. La misma que ha convertido al hombre moderno, por obra de la
ciencia y de la técnica, en la criatura más poderosa y dominante sobre la
Tierra. Eso ha sido en esencia la Modernidad. La nueva imagen del mundo está
configurada sobre la voluntad de poder. Vivimos un Antropoceno que es el
triunfo del hombre convertido en deus in Terris u homo deus.
Pero este poder que ha
crecido desproporcionadamente ya se muestra amenazante, es un peligro y su
dominio aparece urgente. El hombre está sucumbiendo ante su propio poder. Los
peligros se manifiestan como destrucción nuclear de la humanidad, despersonalización
completa del hombre, imperio de la violencia, injusticia y de lo anético, y
destrucción interna de la dignidad humana. Para evitar la catástrofe global ha
llegado la hora de operar una segunda revolución copernicana sobre el meollo
mismo de la kantiana. El hombre pone el ser a las cosas, pero debe hacerlo
obedeciendo a la esencia misma de las cosas. Ello implica un nuevo realismo,
que vea la Naturaleza como algo apoderable, pero con justicia y caridad. Y
respete la dignidad de la persona humana. O sea, el dominio del mundo no puede
continuar hasta como ahora, sin respetar la verdad. Pero el respeto a la verdad
implica humildad, lo cual no es debilidad sino fuerza interna para aceptar la
revelación que contiene todo ente y sobre todo la Revelación bíblica. No se
trata de volver a Kant, se trata de volver al Dios de la Revelación.
Sí, en esta segunda
revolución copernicana se trata de una nueva utopía donde el enorme poder
adquirido por el hombre se muestre primero mediante el dominio de sí mismo, una
ascesis del instinto y de la voluntad, que tiene como punto de partida el
reconocimiento de la trascendencia de Dios. Sin el reconocimiento del Creador,
de la verdad incondicional, de los valores absolutos, no habrá forma de
edificar una nueva cultura y civilización. Pues, la verdadera libertad no
reside en imponer un determinado ser al ente, sino en hacer lo que exige la
esencia del ente.
Y esa es una tarea que
implica compromiso del individuo, la familia, el Estado, la escuela, la ciencia
y la Universidad. Pero hacer lo que la esencia del ente exige implica recuperar
la perdida actitud contemplativa. Y lograr ello, a su vez representa acabar con
las estructuras del mundo que han puesto en primer lugar lo útil, lo práctico y
el bienestar material. Hay que plasmar una nueva actitud anímico-espiritual en
el hombre para poder realizar un cambio de estructuras. Sin esta metanoia se
retornaría al Holocausto del fascismo, a la violencia del comunismo, y a la
manipulación descarada de la conciencia del capitalismo.
Sin respeto a la esencia del
ente no hay senda moralizante posible, ni contacto con la verdad y el sentido
de la vida. Por consiguiente, es necesario ir más hondo, volver a despertar la
profundidad del hombre, para que recobre el diálogo interior, la concentración
y abra su corazón. La modernidad ha promocionado la hegemonía del temperamento
somatotónico sobre el cerebrotónico. Pero no hay manera de redimir el espíritu
sin librarse de la prisa. Sólo con actitud contemplativa es posible responder
ante los acuciantes poderes del mundo circundante. Recién, entonces, la
contemplación se da cuenta de la esencia de las cosas y de cómo se ha
violentado a éstas provocando catástrofes. La realidad hay que manejarla
ciertamente, pero con responsabilidad, justicia y caridad. O sea, según exige
su propia esencia. Sólo así son recuperables los valores absolutos y la misma
verdad. En el silencio, el ocio, y el culto, subyace la recuperación del
sentido del mundo, más no en el frenesí de la voluntad descarriada.
La hora de la historia ha
puesto al hombre en una encrucijada tal que ya no es posible volver a la
renuncia del dominio sobre el mundo. No se trata de incentivar la tecnofobia,
ni soñar con regresar a la mítica Edad de Oro de la unión impoluta con la
naturaleza. La historia no admite retrocesos. De lo que se trata es que el
cambio profundo del hombre implica el dominio sobre nosotros mismos y sobre
nuestro inmenso poder. Es decir, la Modernidad no arribó a la historia para ser
borrada, sino para quedarse, dejando su legado a la nueva edad que pueda ser
capaz de dominar el inmenso poder que tiene el hombre. Por ello, no resulta
válido el llamado a retornar a una nueva Edad Media.
La modernidad es la
antropologización total del cosmos, porque ve a la Naturaleza poseída y
tecnificada ascender hacia lo humano. Pero este antropologismo total señala la
crisis y el fracaso de la religión natural. El señorío humano del mundo sólo
tiene porvenir colaborando con el Dios creador. La modernidad es el innegable
“crecimiento” de la Humanidad, pero ahora su problema constituye cómo manejar
dicha madurez interior. La modernidad es crecimiento del espíritu de la
Humanidad, pero lo que lo enferma es que en dicho crecimiento esté ausente
Dios.
Pero en Kant no está ausente
Dios, está presente pero como ideal de la razón. Esto es, que Dios, alma y
mundo, no cumplen con los modos de ser de la objetividad teórica. En la ética
es tan solo un postulado moral. Y en la teleología es lo que permite postular
un Dios como creador inteligente, nexus
finalis o autor del mundo. Este paso constante en el pensamiento kantiano
desde la categoría de substancia a la categoría de relación es la causa de las
mayores dificultades en su doctrina. Para Cassirer no hay duda que Kant
reemplaza el pensar substancial por el pensar funcional. Pero si la cosa fuese
asi de tajante y sencillo no se habrían producido tantas dificultades en los
epígonos postkantianos, ni los respectivos desarrollos del idealismo alemán.
Ciertamente que, la forma de los objetos empíricos es puesta por el sujeto e
ideal, más no su materialidad. Para que las categorías y demás formas de la
subjetividad tengan realidad empírica han
de responder positivamente a los objetos. O sea, la categoría de substancia es
subsumida a la categoría de relación pero no puede ser eliminada y permanece
como una realitas propia. Y es que
todas las dificultades del planteamiento crítico surgen porque en Kant se da
una fuerte tendencia idealista subjetiva, a su pesar, a reducir el ser de la
realidad por el ser del conocimiento.
Kant se defiende de las
acusaciones de idealismo subjetivo de sus detractores, afirmando que el tema de
la filosofía trascendental no es la verdad sino la objetividad. Pero las
implicancias ontológicas de su planeamiento gnoseológico llevan constantemente
a la filosofía crítica a verse como una variante del idealismo subjetivo. La
objetividad del conocimiento no es la realidad pero la determina en su forma,
más no en su materia. Qué es lo que sea la realidad como materia, permanece
como una incógnita irreducible. La reflexión teórica trascendental no quiere
verse como tratando con meras idealidades, sino con realidades empíricas. A su
parecer es la metafísica dogmática la que trata con meras idealidades. Pero el
reconocimiento de la materialidad del objeto por la actividad de la
subjetividad es ya una actividad real.
No obstante, Kant cumple con
un buen desarrollo de la forma del fenómeno pero no de la materialidad del
mismo. Es por ello que en las “Anticipaciones de la percepción” se enreda con
el paradigma precrítico, sosteniendo que el objeto “afecta” al sujeto y le
produce una sensación. En efecto, el primer fundamento del idealismo
trascendental es la subjetividad trascendental como autoconciencia y
autoposición de lo real. Pero se encuentra limitado por lo en sí del mundo, por
la cosa en sí, con organización teleológica propia, que siempre es dado y nunca
puesto por el sujeto. Es decir, el ser del conocimiento es un conjunto de
relaciones determinadas por el sujeto, mas no sucede lo mismo con el ser de la
realidad. Pero en el criticismo realidad del mundo sucumbe por el interés
pragmático de la subjetividad.
No es extraño, entonces, que
lo más permanente y duradero del kantismo sea el imperio de un voluntarismo y
activismo de la subjetividad finita humana, que se condice con el triunfo de la
edad antropológica moderna y su mayoría de edad como ser libre. O sea, que la
consecuencia más importante de la filosofía trascendental, según García
Morente, es el humanismo de la cultura. Es decir, la cultura humana es fruto de
una actividad libre, necesaria, universal y objetiva.
No obstante, la consecuencia
más terrible de este humanismo sin Dios que se configura en la filosofía
Kantiana es que termina por convencerse que el Hombre tampoco vale la pena. Dios
ha muerto y el hombre también. Sartre y Foucault lo testimonian. Ahora bien, no
hay rehabilitación del hombre sin dominio de sí mismo. Pero el dominio de sí
mismo equivale a cambio interno. Es decir, el que fracasa respecto a sí mismo
no está en capacidad de tomar correctas decisiones políticas o de otra índole.
Sin cambio interno no es posible un coherente cambio externo. Y no hay dominio
de sí mismo sin ascesis. Ascesis es autoeducación y sacrificio. Ese será el
meollo de la nueva cultura y civilización.
Sin ascesis no es posible
doblegar los poderes diarios de la barbarie. Sin ascesis ninguna cultura
edificó algo grande y admirable. Y ello es tan cierto porque el principal
traidor del hombre se encuentra en sí mismo, crece desde dentro con cada capitulación
espiritual, con la vida muelle y sibarita. El hedonismo, como estilo horizontal
de vida, como moda señala la curva decadente de toda civilización. Y la
capitulación más grave efectuada en la modernidad ha sido en desconocer que la
esencia humana consiste en su relación con Dios. La existencia del hombre
moderno luce gravemente enferma porque ha desconocido al fundamento de toda
realidad, a saber, Dios. Pero reconocer a Dios implica amar su creación, ayudar
al prójimo y proteger a sus criaturas. La conciencia no se engaña, y cuando nos
dice que hay que aceptar una responsabilidad hay que hacerlo. Otro no es el
camino.
Estamos a escasos años de que
se cumpla el Tricentenario del Natalicio de Immanuel Kant (1724-2024). Y
considero que el mejor homenaje a su pensamiento es superarlo en la médula
misma de su contribución teórica. Tarea que resulta urgente dado que asistimos
a la acelerada destrucción de la Modernidad, a su ocaso, vivimos su
periclitación. Pero tras sus escombros se atisba el surgimiento decidido de
valiosos elementos que dan esperanza. Y, quizá, el más importante sea el de la
necesidad de limitar el poderío humano.
Por eso, aquí no se trata de
historiar o hacer hermenéutica de la filosofía kantiana, sino de alumbrar el
camino para hallar una solución al dramático presente moderno que nos agobia y,
a la vez, nos desafía por una respuesta nueva. Sin superar el opresor
inmanentismo de la modernidad y ligar la trascendencia con la inmanencia no
habrá manera de recuperar el respeto a la dignidad humana, la verdad y lo
Absoluto. La nueva época tendrá que resolver la amenaza del poder humano.
El hombre irreligioso de
nuestra era antropológica ha perdido a Dios. Recordemos que Cristo lanza un
grito abismal en la Cruz: “¿Por qué me has abandonado?” Ahora el hombre del
poderío técnico-científico también experimenta lo que significa perder a Dios.
Pero Cristo desciende a los infiernos en la muerte, mientras que el hombre
moderno vive el infierno en la vida. Son dos realidades distintas. Una es
espiritual, la otra es material. Una acontece al atravesar el umbral de la
muerte, la otra sucede en la propia vida. El descenso de Jesús a la realidad de
la muerte pertenece a su rebajamiento y es anterior a la Redención.
En cambio, el hombre moderno
antropológico al rechazar la luz eterna de la trascendencia trae la soledad de
la muerte a la vida, sumiendo el espíritu a una tenebrosa noche del alma. La
frase de Nietzsche “Dios ha muerto” es exacta, aunque incompleta. Porque Cristo
no solo murió en Cruz, sino que venció a la muerte y Redimió a la humanidad.
Pero el hombre moderno se aloja solamente en la muerte de Dios, y con ello nada
sabe de la esperanza sobrenatural. Ensoberbecido en la conciencia de su
libertad y en su enorme poderío técnico-científico, el hombre antropológico de
hoy ha renunciado a la conversión del mundo desde la noche a la luz.
El ocaso de la modernidad
expresado en el reino de la inmanencia es como la puerta del infierno a la que
llama Cristo, mientras dentro los demonios deliberan. Charles Péguy dijo que
Dante había atravesado el infierno como un turista. Pero el hombre
espiritualmente perdido de hoy edificó un mundo luciferino, plenamente
terrenal, donde el amor y la solidaridad resultan inalcanzables por falta de
amor. Sólo la espiritualización de su propio poder podrá salvarlo. Espiritualización
que sólo puede ser siendo parte de la voluntad redentora de Dios. Hay que
perderse en los abismos de Dios para responder a la perdición del hermano.
En suma, por qué Kant se
asocia al ocaso de la Modernidad. Su Revolución Copernicana, según la cual el
conocimiento no gira en torno al objeto sino al sujeto, convierte el
conocimiento humano en una praxis. Conocer es construir el ámbito de la
objetividad. De aquí hay un pequeño paso a afirmar que conocer es crear el
objeto del conocimiento, más aun, la realidad. Kant expresa así el espíritu
maduro de la era antropológica en su fase ascendente, donde la acción, la
praxis, la liberad y la voluntad cobran un protagonismo principal en la
historia. Pero esa conciencia en la nueva autonomía cobrada por el hombre lo ha
henchido de poder sobre la base del progreso científico-técnico. Finitud,
falsabilidad y totalidad imperfecta son las nuevas categorías de la realidad. Con
ello el hombre de hoy es más vigilante y encarnado.
Pero las mismas categorías
que lo pueden hacer más consciente de la infinitud y absolutez de Dios, lo han
llevado por el camino contrario. Se ha ensimismado en la inmanencia y ha negado
la trascendencia. El hedonismo, el relativismo, el materialismo, el inmoralismo
y el nihilismo imperan por doquier. Lo malo no es el poder enorme que ha
adquirido el hombre antropológico, sino su descontrol. Ello ha conducido a la
destrucción de la Naturaleza y del hombre mismo. Esto caracteriza el ocaso de la
modernidad. Pero a la modernidad no hay que suprimirla sino superarla. Y ello
exige rectificar su más acabada expresión, a saber, la revolución copernicana
del kantismo.
Hace falta un nuevo realismo,
que parta de Dios y de la esencia de las cosas. Pues cada cosa exige su verdad.
Pero también es urgente lograr el dominio de sí mismo y realizar la actitud
contemplativa. Ello sería necesario para romper con la ilegitima
antropomorfización de las cosas. Y para ello es necesario superar la presente
civilización materialista que gira en torno al beneficio económico, la prisa,
el bullicio y los valores inferiores. El
hombre fáustico occidental es el que sucumbe. Y, si sobrevive la humanidad,
quien lo pueda seguir no será un nuevo hombre apolíneo, sino un hombre libre
pero espiritual, que sepa anudar lo inmanente con lo trascendente.
Pues bien, si en la Crítica de la Razón Pura (CRP) el sujeto
busca afirmar su intento de objetivarlo y dominarlo todo, en la Crítica de la Razón Práctica (CRPr) la
libertad moral descubre en el respeto a la otra persona como algo no
cosificable, pero el mundo sigue sometido a los fines dominables de la libertad,
más en la Crítica del Juicio (CJ) aparece
la naturaleza como la protagonista de sus propios fines, o sea, la
configuración del mundo según la finalidad de lo libre. Son los seres vivos,
decía Kant, los que proporcionan al concepto de fin una realidad objetiva en la
naturaleza.
Pero si el punto de vista
trascendental culmina en la primacía de lo práctico sobre lo teórico, de la acción
real de la libertad en la naturaleza, ello no significa la abolición de la
preeminencia de la idealidad sobre la realidad sino, al contrario, el
predominio de la conciencia pura sobre todas las esferas de la objetividad, la
raíz de todo serán las leyes del espíritu. Lo cual marcará a fuego el centro de
toda esta metafísica moderna, el cual ya no será la substancia sino el hombre
como ente de razón. Todo esto no es malo, lo malo es circunscribirlo sólo al
espíritu finito y dejar de lado el espíritu infinito, o sea, Dios.
Cuando en el hombre dejan de
unirse lo inmanente y lo trascendente, se trastoca el propio orden humano,
tornando su libertad en la principal amenaza a su propia existencia, tal como
vemos en el hombre fáustico de hoy. En
realidad, la revolución copernicana del criticismo culmina en el concepto de
fin. Pero el concepto de finalidad lleva
a pensar en un mundo donde la subjetividad no crea ni en su materialidad ni en
su forma. Lo cual viene a tensar al máximo las contradicciones contenidas en la
filosofía trascendental y que estallan en el idealismo alemán.
Lo que tenemos en el fondo es el asalto a la razón contra el fundamento
trascendente del orden natural y humano, haciendo la filosofía trascendental
que la finalidad de la praxis humana sea un concepto de la libertad y no de la
naturaleza. El cual es el meollo del descontrol en que se halla el enorme poder
alcanzado por el hombre antropológico de la modernidad. Pero no se trata de
negar el segundo eje de la crítica de la razón, la doctrina de la realidad del
concepto de libertad, la libertad-acción como nuestro ser originario, sino de
ubicarlo en su unión con el Ser infinito y, a partir de ahí, definir la
necesidad de autocontrol de su propia libertad y poder. Lo que indudablemente
vuelve insuficiente el contexto en que se ubica el segundo eje de la filosofía
trascendental, la idealidad del espacio y del tiempo, el cual cierra el acceso
del ser finito a las realidades suprasensibles.
Pero asi como no hay retorno a la Edad Media ni a la Edad Antigua,
tampoco hay regreso a la metafísica dogmática, sino que el desafío es avanzar
hacia una metafísica que sin desconocer el papel activo libre del sujeto cognoscente, respete la
propia esencia de las cosas y el mundo. Lo cual es disolver el Regnum hominis sin Dios, y reconocerlo
con Dios. Si la modernidad creyó acabar con el pensar poético y mitológico que
antropomorfiza el mundo con lo trascendente, con la rectificación planteada se liquida
el antropologismo secularista del Yo pienso con su imperio de lo inmanente. El
primer acto de la subjetividad no puede ser analítica, ni reflexiva, sino
sintética y existencial, y, por tanto, testimonia la existencia de lo real como
evidencia primaria que las cosas son, lo ontológico condiciona lo epistemológico,
el Ser rebasa el Pensar.
En otras palabras, es imposible recuperar la metafísica destruyendo lo
trascendente para limitarse a lo finito y temporal, como pretende Heidegger,
sino que su franca recuperación transita por un nuevo realismo que funde el esencialismo en una
metafísica trascendentalista. Confundir el concepto de objeto con la existencia
real del objeto condujo al desorbitado subjetivismo que hace estragos en la
Edad Moderna.
06 de julio 2020