FILOSOFÍA COMO ONTO-ÉTICA (II)
Gustavo Flores Quelopana
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Onto-ética y Metafísica Trascendentalista
El planteamiento de una estructura onto-ética se enmarca en una
metafísica trascendentalista, donde la sustancia y la esencia de los seres
finitos participan del Ser, no se enajenan. Dios es el Ser fundamental, que no
enajena a sus criaturas, porque no está en el mismo nivel categorial. Todo ser
compuesto es un ser causado y la causa creadora es el fundamento absoluto del
ser. Esa causa creadora es Dios, el cual es trascendente e inmanente. Por eso,
cuando decimos que el hombre es una trascendencia en la inmanencia y una
inmanencia en la trascendencia estamos afirmando su semejanza con la Causa creadora,
porque tiene una participación eminente en él, pero su infinita distancia se
mantiene por ser un ser compuesto y causado. La estructura onto-ética en el
hombre lo vuelve en una trascendencia en la inmanencia con capacidad creadora,
pero en un sentido finito, falible, contingente, y en distancia inconmensurable
a la causa infinita creadora que es Dios. Pero cuando el marxismo desde el
materialismo mantiene el concepto de alienación hegeliano, el existencialismo
desde el idealismo subjetivo convierte al hombre el creador de valor y de
sentido, el posmodernismo de Vattimo desde el nihilismo declara que la realidad
no es un dato sino mera operación interpretativa o el pragmatismo rortyano desde
el escepticismo convierte al sujeto en un ironista que flota permanentemente en
la contingencia social, entonces el mensaje final es que impera lo que Zygmunt Bauman
(Tiempos líquidos) llama la “realidad líquida”, sin raíces en ninguna
parte.
Esta disolución completa de lo cualitativo en lo cuantitativo, por el
avance de la economía dineraria, es llamada por Georg Simmel “la tragedia y
patología de la cultura” (Filosofía del dinero). Abandono que está en el
origen de la ciencia moderna y del predominio del pensar funcional sobre el
pensar substancial. Y precisamente porque en la Modernidad todo lo cualitativo quedó
transformado en cantidad, aparece como trasnochado y anacrónico presentar en
clave esencialista y trascendentalista la estructura onto-ética del hombre. La
economía dineraria del capitalismo maduro ha cosificado lo social, su esencia
metafísica es convertirse en energía pura que reduce lo sustancial a lo
nominal, es indiferente a los fines y la acción humana queda contagiada de su
propia impersonalidad, homogeneidad, atomización, desintegración, indiferencia
y cuantificación. En ese proceso el hombre queda distanciado de su propio núcleo
onto-ético, toda la lucha por el tener y el ser queda convertido en un
acercarse y retirarse de los valores. Todo vale, todo es interpretación. La vida
se torna prostibularia, inescrupulosa, infame. No se puede ignorar que el
dinero tiene una repercusión metafísica profunda, que afecta la estructura onto-ética
del hombre. Al quedar comprometido el hombre al valor presuroso y móvil del
dinero, entonces su propia existencia corre de prisa sin dejarle tiempo para la
realización de su esencia. Se constituye lo que el filósofo coreano Byung-Chul
Han (La sociedad del cansancio) llama la sociedad del cansancio, donde la
persona, llamada emprendedora, se autoexplota habiendo internalizado los
cánones brutales de la sociedad del rendimiento. En ese proceso pierde el
contacto profundo con las cosas y reproduce agitadamente lo ya existente en una
manía de trabajar sin parar. Es una supresión del ocio y del aburrimiento, por
considerárseles no productivas. Pero para Han es el arte y no la moral lo que
nos rehumaniza. Cosa muy dudosa, dado que el arte también nos puede conducir
hacia la insensibilidad moral. En realidad, la salvación de lo bello no garantiza
la salvación de lo humano, porque lo bello y lo ético no necesariamente
coinciden. Lo ético puede resguardar lo bello, pero lo bello ni siquiera cuando
acontece como reencuentro y reconocimiento es garantía de lo ético. En cambio,
para el filósofo ecuatoriano Bolívar Echevarría (La modernidad de lo barroco,
1998) es el capitalismo el que destruye el principio de placer y sofoca el
mundo de la vida y lo humano es el retorno a la diversidad. Y recomienda salir
del ethos realista del capitalismo oponiéndole el ethos de lo barroco, como
modernidad alternativa no-capitalista. No obstante, resulta problemático salir del
ethos del capitalismo sin recuperar la dinámica de lo trascendente con lo
inmanente en la propia estructura onto-ética del hombre.
Si el hombre se ha convertido en una máquina de rendimiento del poder total,
no es por haber perdido lo estético, sino por haber extraviado lo ético. Si el
hombre se ha convertido en enemigo de sí mismo, si internalizó la disciplinariedad
del otro, si el deber fue remplazado por el poder, si deprimidos y fracasados
tomaron el lugar de los locos y criminales, si la maximización de la producción
responde a la maximización de los beneficios económicos, si la dispersión
aniquila la contemplación, si el panóptico digital tomó el lugar de las cadenas
externas, si el sentido común es arrasado por la interpretación de la posverdad,
si la positividad ha tomado el lugar de la negatividad, si el toque instantáneo
toma el lugar del disfrute de la vida, si el hiperconsumo se vuelve portátil y desplaza el contacto con
el prójimo, si el poder se manifiesta sin límites, si un sistema manipula a las
personas reprimiendo su espontaneidad, es porque en todo ello la permisividad
es sinónimo de relajo y quiebra moral. Entonces, lo humano en ese alejamiento
de su esencia onto-ética provoca que su inmanencia fagocite su misma
trascendencia. Y esa es la nota distintiva de la modernidad occidental, a
saber, una inmanencia que va devorando constantemente lo trascendente. La mesa
queda servida para la barbarie civilizada, el emprendedor autoexplotado, el intelectual
sin compromiso, el pensador sofístico, el técnico sin humanismo y el científico
sin ética. Es cierto que sin salir del flujo del dinero no es posible volver a
lo permanente y así el Ser mismo se torna relativo. Pero también se puede
escapar del dinamismo dinerario sin volver a la recuperación de la
trascendencia y manteniéndose en el horizonte de la mera inmanencia. Lo cual no
soluciona la obliteración y ocultamiento de la esencia onto-ética humana, sino
que lo profundiza. Es lo que sucede con el principio esperanza de Ernst Bloch (El
principio esperanza) como ontología dinámica del ser. Al ser su esperanza
un trascender sin trascendencia metafísica, se encuentra imposibilitado de provocar
una verdadera revolución humana desde su propia esencia. Y todo el cambio que
suscita se limita a lo sociológico e histórico, sin afectar la estructura
ontológica permanente del hombre. Pues el ser humano no es esencialmente una
tendencia hacia el placer, ni hacia la voluntad de placer, sino hacia lo ético.
No es el placer ni la voluntad de placer lo que humaniza al hombre, sino su
advocación hacia lo ético. Incluso la posibilidad de cuestionamiento de la costumbre
y de la moral no puede supeditarse al placer, sino a lo bueno. No se trata de
conseguir otra modernidad como alternativa civilizatoria. De lo que se trata hoy
es que no hay modernidad ni civilización alternativa sin recuperar la estructura
metafísica onto-ética, que devuelva al hombre su posibilidad de rehumanización.
Por ello la verdadera revolución no consiste en lograr abundancia, emancipación
y bienestar material para todos, sino que la real subversión del capitalismo consiste
en atar el trascendentalismo con la trascendencia de la inmanencia humana. Sólo
invirtiendo radicalmente la metafísica inmanentista de la modernidad se puede
hallar el cambio profundo del hombre.
Que Dios sea trascendente e inmanente no significa que esté en todo,
pues el acto de creación -que no es continuada ni temporal- y las criaturas son
libres. O sea, la estructura onto-ética del hombre no es una comunicación de
Dios de su existencia, sino que proporciona a cada criatura existencia propia. Dios
no comunica su existencia, como supone Spinoza y Hegel. Por eso, aquí no se da
el falso dilema sartreano de que la criatura se vuelve independiente de Dios o
se reabsorbe en la subjetividad divina. Nuevamente hay que decir lo apuntado
por Aristóteles, que Dios y sus criaturas no se oponen porque no están en el
mismo nivel ontológico, pues el ser no es el género supremo. Sin embargo, el fenómeno
empírico, por ejemplo, del ansia que tiene lo humano por Dios no puede provenir
del tiempo, la historia, los genes ni de algún fundamento biológico, sino que
constituye un signo poderoso que nuestra trascendencia en la inmanencia está
arraigada en la trascendencia absoluta de Dios. Es decir, la estructura onto-ética
de lo humano, que se prolonga hasta el remoto homo habilis, no sólo antepone lo
estimativo a lo intelectivo, sino lo universal a lo estimativo mismo. Y dicha
universalidad es de orden inteligible y no sensible. No es posible pensar la
universalidad desde la propia naturaleza, de modo que su propia existencia no
puede provenir de lo material por una suerte de continuidades y
discontinuidades, ni tampoco puede proceder del propio pensar porque como proceso
lógico no crea el proceso ontológico. Se puede pensar lo universal, pero no es
posible pensar que lo universal no existe porque se puede pensar la cosa misma,
o sea la universalidad. Por tanto, ésta en su existencia ha de provenir de un orden
superior a lo meramente natural y a lo meramente pensable.
La inteligibilidad de lo universal y necesario es un indicativo poderoso
que la inteligibilidad del Ser trascendental es la razón suficiente de la
verdad. El pensamiento humano trasciende lo temporal-espacial y se eleva a lo
espiritual. No sólo existe la unidad natural, sino que también existe la unidad
trascendental en toda la realidad, que está más allá de la experiencia empírica.
Por eso, la metafísica en general o del Ser se justifica. Por ende, la estructura
onto-ética en el hombre no sólo es la base del contacto con lo universal, la
experiencia mística y toda verdad metaempírica, sino también con Dios. Por ello,
la razón alcanza un nuevo nivel a través del concepto y la fe. Dios no aliena a
su criatura porque ésta es libre, pero no absolutamente. Pero el valor de la fe
puede ser puesta en duda desde diversos ángulos. Lo han hecho Feuerbach, Marx,
Sartre, Vattimo y Rorty. Para todos ellos Dios es una idea contradictoria y fantástica
a la que hay que abandonar definitivamente. Vivimos la era de la apostasía, la
increencia y la secularización. Estamos en el siglo sin Dios y, no obstante, la
globalización posmoderna se encuentra fuertemente estremecida por los
fundamentalismos religiosos. Habermas presta atención al fenómeno de la ortodoxia
religiosa para rescatar de ella lo que considera lo mejor que contiene, a
saber, su ética comunicativa. O sea, termina orillándose a un neopelagianismo
ilustrado que insta a aceptar la razón secularizada como la verdadera senda
histórica de Occidente. En otras palabras, el sesgo nihilista, antimetafísico y
antiesencialista de la sociedad postmetafísica occidental sólo tiene oído para
narrativas escritas en clave naturalista, secularista, posmoderna y
pragmatista.
El nihilismo es la alienación contemporánea, donde se busca incluso
poner al hombre más allá de la verdad y de la razón. El hombre ha quedado convertido
en pequeño diosecillo, en un Homo in Terris, indiferente a Dios, la Verdad
y la Razón. No obstante, la estructura onto-ética del hombre no
responde al estancamiento espiritual del nihilismo, porque es una realidad
objetiva que se impone ante la evidencia de lo universal. El mismo que no se
explica por lo natural, lo lingüístico ni lo sensible, sino por lo inteligible que
trasciende lo inmanente en el hombre. No se trata de que el hombre tenga ideas
innatas, sino que innato es la estructura espiritual desde la cual efectúa
juicios universales de índole moral y cognoscitivo. Así como es imposible el pensamiento
sin la palabra pensada, del mismo modo es imposible la referencia a lo
universal sin la existencia de lo inteligible. Aun cuando el hombre no se acuerde
de lo universal, tiene a lo universal en la estructura de su alma. En última
instancia lo universal existe no por los hechos ni por las ideas, ni por la
estructura onto-ética del hombre, sino porque existe una Razón universal que es
la trascendencia absoluta de Dios. Esto también significa que la estructura onto-ética
del hombre existe no por obra de la naturaleza, la evolución, los genes, la
materia o la historia, sino por obra del orden divino. Sin verdades universales
y necesarias no hay naturaleza humana. Puede haber forma humana, pero vaciada
de su propio contenido humano. En otras palabras, tendríamos hombres sin
humanidad. Que esto no sea así es otra prueba de la existencia y realidad de
los fundamentos metafísicos trascendentes. Lo universal en las ideas no se
forma por inducción, ni por el carácter sintético del juicio existencial (agnosticismo
kantiano), ni por la inseparabilidad entre la cosa y la existencia de la cosa
(empirismo humeano), ni por el infinito actual como realidad positiva (panlogismo
hegeliano), sino porque lo trascendente es la fuente misma de lo necesario y
universal. El hombre es una criatura filosofante porque su ser está advocado a
la intuición metasensible de lo inteligible. Esto lo señala como un ser
metafísico, como una trascendencia en la inmanencia. Pero, además, indica que
la misma filosofía nace de la estructura onto-ética como una condición
existencial del hombre.
Pero el nihilismo es posthistoria, disolución de
valores, imperio de la temporalidad, hipervaloración de la voluntad de poder, falta
de sentido, estancamiento espiritual, malestar global de nuestro tiempo, que ha
consagrado la ruptura entre teología y filosofía, pone el epitafio sobre la
filosofía misma y sepulta en lo más hondo el sentido ontológico del ser. La
filosofía desciende a algo menos que a un discurso edificante, porque la
aspiración es ir más allá de la verdad y de la razón misma. La erosión e invalidación
de los fundamentos metafísicos trascendentes pretender ser vista como el
derrotero natural del logos, cuando en realidad es la expresión de la
decadencia de la racionalidad burguesa. El nihilismo es un pensar el Ser desde
la Nada, sometiendo todo a la transitoriedad del devenir, de lo contingente, es
un ir de la nada a la nada. Pero, bien visto, en lo finito o ser subsistente, esencia
y existencia son principios del ser. La sustancia es la cosa que deviene, donde
la estructura de potencia y acto son correlativos y responden a la participación
en el Ser. Por eso, el devenir no es -como supone el nihilismo- un ir del ser
finito de la nada a la nada. La exagerada importancia que la cultura nihilista concede
a la Nada es de raíz ideológica y no teórica. Esto es, la negatividad no puede
dar cuenta del Ser absoluto, ni agotar el ser finito. El ser tiene un sentido
unívoco en lo absoluto y un sentido multívoco en las cosas finitas. Pero el
pathos nihilista es utopía inmanente, refractaria a una ontología fuerte y se
dirige a su consumación, que en el fondo es la consumación de la racionalidad
instrumental de la burguesía decadente y del capitalismo cibernético. Así, en el
actual contexto desfundamentador escéptico, relativista y agnóstico del nihilismo
contemporáneo, hablar del hombre como la trascendencia en la inmanencia y la
inmanencia en la trascendencia se volvió irrelevante.
Afirmar la existencia de una estructura esencial
onto-ética que posibilita lo humano, es visto como sueño metafísico por la
verdad eterna, que persigue espejismos, cuando hoy la filosofía es asumida como
una simple forma de comunicación y no como espejo de la naturaleza. Esta crítica
que proviene del neopragmatismo rortyano, en realidad, es heredera de la
epistemología neopositivista (Frege, Tarski, Russell, Wittgenstein, Carnap, Ayer,
Quine, Davidson) con su abandono de toda especulación metafísica. Pero sólo en
este aspecto, porque también está enlazada al abandono del análisis lógico de
las proposiciones científicas por la estructura histórica del descubrimiento
científico (Lakatos, Kuhn, Feyerabend, Nagel, Hempel, Putnam, Hanson, Hintikka,
Toulmin, Chomsky). Aunque en el abandono actual de la metafísica también cumple
un papel destacado la tendencia antiepistemológica de la corriente hermenéutica
(Heidegger, Ricoeur, Gadamer, Habermas, Oto-Apel y el propio Rorty). Se hizo
común hablar que toda observación está cargada de teoría, que era mejor
reemplazar la teoría verdadera por la teoría adecuada, la inconmensurabilidad
de la teoría y que no existe paradigma único de racionalidad. La suerte de la
razón quedó echada. Entonces no fue paradójico que toda esta corriente inmanentista,
que insistió en el abandono de la metafísica, desembocara en el abandono de la
Verdad y de la Razón, en la abolición de toda universalidad, quedando atrapado
en un infructuoso idealismo subjetivo, el solipsismo y el escepticismo radical,
donde reina a sus anchas el nihilismo de la decadente racionalidad burguesa,
sin ética y sin valores. En realidad, los que se hallan atrapados en la telaraña
de la nueva superstición son quienes se sienten poseedores de la visión
privilegiada que abraza lo edificante, la persuasión, la narración, la
confianza y la tolerancia como el nuevo fuego pálido de la sociedad postsecular,
algo muy parecido al brillo tenue del infierno. El poder totalitario de la
sociedad postsecular se asienta ya no en la biopolítica de Foucault -control de
la vida y del cuerpo-, ni la psicopolítica de Chul Han -control de la mente y
de las ideas-, sino en la tecnopolítica -control de los medios telemáticos-,
donde lo digital, como instancia superior, dirige el mercado, el pensamiento y
la vida. En la hiperrealidad digital las personas reales que existen pueden ser
desaparecidas simplemente borrándolas de la red, y personas inexistentes pueden
cobrar vida apareciendo en la red digital. La imagen ocupa el lugar de la
realidad en la era digital. Este triunfo del simulacro y la apariencia acontece
en desmedro del valor moral del hombre, porque implica la desaparición, de la
verdad, el valor y la espiritualidad. La seducción se impone sobre la
racionalidad dialéctica y preside la racionalidad sin ética de la sociedad de
la postverdad. Baudrillard, en su obra Cultura y simulacro, llamó la
atención en el reemplazo de la lógica de los hechos por la lógica de la
simulación y subraya que las masas, que son inerciales, absorben el
ocultamiento de la realidad sin resistencia. Pues bien, aquí hay que resaltar
que el carácter inercial de las masas y la sustitución de los hechos por el simulacro
responde a un distanciamiento previo que se ha operado en el hombre respecto con
su propia esencia onto-ética, esencia que hace posible la verdad y la realidad.
El resultado de esa alienación respecto a su propio contenido esencial es que la
credibilidad racional se desplazó de lo ideológico a lo semiótico. La creencia
se trasladó de lo interpretado a lo presentado, a la imagen. En el imperio de
la hiperrealidad lo normativo pierde sustancia y se torna sustituible. Siendo
la simulación lo que administra la realidad no existe la necesidad de lo ético
ni de los valores. La estructura onto-ética del hombre ha sido sepultada por el
totalitarismo de las imágenes digitales. La descomposición de la racionalidad
sin ética de la burguesía decadente culmina extraviando el principio mismo de
lo real, para poner en su lugar una hiperrealidad, un simulacro de realidad,
que acelera a profundidad la alienación tecnopolítica del hombre.
Aquello paso de la biopolítica (Foucault) a lo
psicopolítico (Chul Han), y de éste a lo tecnopolítico, no es más que el
ahondamiento del idealismo moderno que ha desempeñado un rol protagónico en la
crisis de la conciencia occidental que terminó clausurando la trascendencia
para la razón.
De manera que la onto-ética se inscribe dentro de
una metafísica trascendentalista, porque no sólo se parte de la constatación
realista que el ser antecede al pensar, el ser no implica que el conocer sea la
causa de su existencia, lo ontológico es el trasfondo de lo epistemológico, la
evidencia primera es que las cosas son y no el pensar, el ser es lo previo e
indemostrable para la razón, el ser no se encuentra en el pensamiento, el ser
sobrepasa al pensar, sino que permite postular desde la existencia de las cosas
a un ser supremo, que no es género supremo, está más allá del mundo, no es
temporal, es Creador y eterno.
Filosofía
y onto-ética
Tradicionalmente la filosofía es vista como un saber
y conjunto de reflexiones sobre los fundamentos del mundo. Estas reflexiones
han sido descritas como una búsqueda de la verdad. Heidegger ya había señalado
que el hombre es un “buscador” y añade que el movimiento hermenéutico de
interpretación está determinado por el hecho de que la vida fáctica se da de un
modo distorsionado, siempre está encubriéndose a sí mismo. Pero la ontología fundamental
de Heidegger deja de lado que no basta que el Dasein esté abierto al mundo,
sino que dicha existencia no es nada sin una previa esencia que la particulariza.
José Ortega y Gasset solía decir, en una frase muy gráfica, que la tortuga no
puede destortugarse, ni el tigre puede destigrarse, en cambio el hombre sí
puede deshumanizarse.
En otras palabras, no es posible que la realidad
fáctica se de encubierta, ni que el hombre sea un buscador, si previamente no
está dado el horizonte metafísico de dicha búsqueda. Es más, si el hombre es un
“buscador” y si la realidad se encubre es porque en el ser del hombre hay algo
que lo limita y condiciona. El hombre es un buscador de la verdad porque su
esencia misma está advocada a la verdad. Pero la filosofía no está asociada a
una búsqueda cotidiana sino a otra esencial. La filosofía como búsqueda esencial
es signo de una existencia problematizada desde y con su esencia. La filosofía
como búsqueda de la verdad es un fenómeno empírico singular, porque señala una
existencia asida por el movimiento de una trascendencia en la inmanencia. La
verdad misma no es algo meramente inmanente, sino la mirada trascendente en la
inmanencia. El animal carece de esa mirada trascendente en la inmanencia. Su
interés es biológico y está en función de la supervivencia. En cambio, en el
hombre está dominado por esa mirada trascendente en lo finito. Gobernado por el
mundo de los fines es capaz de edificar cultura. Es un hombre es un buscador de
la verdad porque su esencia onto-ética lo eleva a estar presidido por una
mirada trascendente de sí mismo y de las cosas que lo impulsa hacia lo
universal y valorativo. El hombre busca la verdad porque está dotado
previamente para estimar la verdad. La estimación de la verdad es un bien del
alma humana que se encuentra asociado a su destino preternatural. Y desde el fondo
particular de su ser estima la verdad porque no es simplemente una inmanencia
en la inmanencia, sino una trascendencia en la inmanencia. La estructura estimativa
onto-ética de su ser lo vuelve capaz de ser un buscador de la verdad. Pero como
señala Ortega, el hombre es capaz de deshumanizarse, pero dicha deshumanización
no es una renuncia completa de su esencia onto-ética, sino un darle la espalda
a la responsabilidad de asumir su propia humanidad. El hombre tiene la
posibilidad de traicionar su propio destino ontológico porque su propia
libertad señala ser una trascendencia en la inmanencia.
Es por ello por lo que su deshumanización nunca
puede ser una animalización, sino en definitiva un dar la espalda a la
realización libre de su propia esencia. El hombre jamás puede volver a su animalidad,
cosa observada en los “niños salvajes”. En la literatura son ejemplificados con
Enkidu en la Epopeya del Gilgamesh y Rómulo y Remo en el mito
fundacional de la Antigua Roma. Los casos documentados de las niñas-lobo Amala
y Kamala ha sido desacreditado como un fraude montado sobre casos reales de
autismo. Sin abundar en más casuística el resultado de los estudios arroja que
se produce una deficiencia intelectual severa, capacidad lingüística muy
limitada y conducta extraña. Los niños sometidos a encierro y abuso presentan
un desarrollo cerebral diferente al de las personas normales. Su lenguaje puede
expresar ideas, pero sin desarrollo gramatical. Generalmente cuanto más largo
ha sido el aislamiento y más tardío el hallazgo más difícil se hace su
inserción social y su reeducación. Aunque se tiene bien documentado y estudiado
el caso del niño ugandés John Ssabunnya, que vivió con un grupo de monos verdes
en 1991, y tuvo una buena rehabilitación. Estos casos demuestran que el hombre
no retorna a la animalidad, a lo sumo presenta una humanidad atrofiada. Cosa
muy distinta a los casos de los monstruos morales, verdaderos bárbaros capaces
de cometer los peores crímenes y abusos sin sentir empatía y mínimo sentido de culpa.
Pero la monstruosidad tampoco es un retorno a la animalidad,
pero sí retrata la inhumanidad más representativa de la deshumanización. Es por
ello por lo que la teratología del infierno está plagada de seres monstruosos y
deformes, los demonios suelen estar representados por una morfología
antinatural, como indicador del lugar descrito por Dante como fuego que arde
para los condenados por sus grandes crímenes. Pero los condenados son otra cosa,
y no corresponde a los humanos físicamente anormales sino moralmente anormales.
Los santos que describieron sus visiones del infierno -Ana Catalina Emmerich, Sor
Josefa Menéndez, Beata María Serafina Micheli, San Juan Bosco, María de Santa
Cecilia romana, Santa Verónica Giuliani, San Alfonso María de Ligorio, entre otros-
coinciden no sólo en el gran abismo oscuro con un horno ardiente, sino de seres
que entre gritos hedores y tormentos se agitan por la ira y la violencia que
allí cunde. Es decir, el hombre condenado no lo es por su animalización, sino
por su deshumanización representada en la maldad. Incluso las almas condenadas
pueden convertirse en bestias, tomar formas de animales, pero su castigo es
sentir la penalidad como humanos. Tan fuerte es la presencia de la esencia
humana, que no la pierden ni aun en el infierno, por más que puedan tomar
formas bestiales. El bestiario horrible y repulsivo de los condenados en el
infierno nunca pierde su alma humana. Pero el castigo de esta maldad es que ya
no pueden conocer la muerte para escapar de los sufrimientos. Por eso, en Apocalipsis
(9,6) se dice que “la muerte en esta vida es lo que más temen los pecadores,
pero en el infierno será la cosa más deseada”. El réprobo no tiene escape. Y
Santo Tomás de Aquino (I. 2. Q. 87) resalta que incluso en el juicio humano la
pena no se mide según la duración del tiempo, sino según la cualidad del
delito.
Pero, además, todas estas visiones teratológicas
del infierno tienen un significado muy profundo para la filosofía como
estimación de la verdad. Y sólo puede representar que, en el ser finito humano la
verdad es un hacerse presente de lo eterno en lo finito. Edith Stein, en su
obra Ser finito y ser eterno, había justamente destacado que comprender
el ser finito sólo desde la temporalidad lleva hacia la muerte. Y ese fue el
gran yerro de Heidegger. Por eso el ser finito exige ser comprendido desde la altura
del ser eterno y no al revés. Lo cual significa que si hay tiempo y verdad
humana es porque hay eternidad y verdad divina. Recién ahora se puede entender
plenamente por qué el hombre es una trascendencia en la inmanencia. Y es porque
su trascendencia es en definitiva un abrirse del ser finito al ser eterno. El
designio de la trascendencia humana porta el designio de la trascendencia
divina, pero su realización no es independiente de su ethos. Ethos que a su vez
expresa su religación con la divinidad. Por eso, sólo se puede comprender
cabalmente a la filosofía cuando se la entiende como la estimación de la
búsqueda de la verdad que no se limita a la luz natural de la razón y que
rebasa el mundo hacia la verdad revelada. El origen ontológico de la filosófica
señala una dirección trascendente porque nace de la propia esencia humana que
es trascendencia en la inmanencia. No en vano el sentido del ser humano es unir
lo inmanente con lo trascendente. Y por eso también se comprende que la
pregunta fundamental de la filosofía es la pregunta por el Ser, porque es el
ser finito el que se percata que sólo en el Ser Primero coincide la esencia (ousía)
y la existencia (on) mientras que el mundo finito, incluido él mismo, es
una realidad contingente, no necesaria, donde la existencia es el acto de ser
que tiene una primacía sobre la esencia. Cierto que esta formulación
corresponde a Santo Tomás de Aquino, pero independientemente de ello el hombre
es desde muy antiguo la criatura que intuye a Dios y a lo divino. En otras
palabras, el homínido es el que siente la separación radical entre él con lo
divino y el mundo. Situación existencial suficientemente fuerte para emprender
la búsqueda filosófica de la verdad. Es por ello por lo que la filosofía está
ínsita en la situación existencial humana. El hombre es criatura filosofante
porque siente y estima la separación ontológica radical de su ser en el ser.
Sin duda que la filosofía moderna se ha desprendido
de la tradición que valora la verdad revelada y que se atiene al mundo de la experiencia
y razón natural, pero con ello se abre un hiato del hombre consigo mismo, con
su esencia onto-ética, hiato que posibilita los procesos de deshumanización. Es
verdad que toda ciencia tiende hacia el ser verdadero, pero no es menos cierto
que el ser verdadero se halla por encima de toda ciencia. No obstante, cuando
se rechaza su comunicación se impide entonces la perfección completa del ideal
de sabiduría. La sabiduría es la que pierde en perfección sin el horizonte de
la creencia, que posibilita la fe. Es la propia base onto-ética del hombre en cuya
valoración primigenia del ser requiere creer y confiar. El salto de lo estimativo
a lo cognoscitivo se da incompleto sin la creencia, afectándose la vida moral y
normativa. De manera que el hombre deshumanizado no es el monstruo físico, sino
el monstruo moral. Georges Canguilhem (Lo normal y lo patológico),
filósofo que subrayó la idea de que el hombre es un ser normativo, concibió al
monstruo como el anormal, sólo cuantitativamente diferente al normal, y Michel
Foucault (Vigilar y castigar) o hizo en sentido jurídico y abre las
puertas a su consideración biopolítica. Sin duda que existe el monstruo biopolítico
no sólo en la figura de los dictadores genocidas, pero también se da el
monstruo tecnopolítico, como aquellas personas que sobreponen la realidad digital
a lo real. Pero también en estos casos no hay retorno a la animalidad, sino que
constituyen formas de deshumanización. Es por eso por lo que cuando Alexandre Kojéve
(La dialéctica del amo y del esclavo en Hegel) habla del final de la historia
como un retorno del hombre a la animalidad como era en el principio -desaparecerán
las guerras, las revoluciones y la filosofía- lo hace en sentido figurado y no
literal. Pero Kojéve, como buen hegeliano, pensaba que las repeticiones eran nefastas.
Los síntomas de la repetición histórica también los
señala Bataille (Teoría de la religión): revival religioso, indiferencia
ante la muerte, pérdida de valores, pasividad, entre otros. Sólo que aquí
Bataille no repara en que dichos síntomas corresponden a la fatiga de la
civilización burguesa. Por su parte, Giorgio Agamben, desde una perspectiva
hegeliana, nos habla en su libro Lo abierto. El hombre y el animal, que
el hombre al alcanzar su telos histórico, las sociedades se han
despolitizados y ha vuelto a ser animal. Ante lo cual dice que sólo quedan dos
alternativas: o dominar mediante la técnica nuestra animalidad o abandonarnos
abiertamente a ella. El punto de vista naturalista, temporalista y cientista de
Agamben le impide ver toda la dimensión metafísica de la propia humanidad. Y
ello no lo deja ver que el hombre jamás puede volver a la animalidad, porque sencillamente
nunca lo fue. Ni siquiera desde el ángulo evolucionista es posible dejar de advertir
la gran diferencia existente entre el homínido y el animal. El tema va más allá
del eslabón perdido y de las intrincadas circunvoluciones cerebrales de la
mente humana. El apartamiento del hombre de la evolución orgánica ni siquiera
puede resolverse con la hipótesis de la coevolución gene-cultura, que exponen
E. O. Wilson y Charles J. Lumsden en su libro El Fuego de Prometeo. La sociobiología
no puede explicar que la influencia de los genes es sólo tendencial y no
sustituye el libre albedrío. Además, a pesar de que el genoma humano completo
fue publicado en 2003, la genómica -que abre nuevas fronteras para la cura del
cáncer, las enfermedades raras, test prenatales no invasivos, medicamentos a la
carta y que la genómica se convierta en derecho constitucional para evitar la
discriminación genética-, sigue desconcertando. Persisten un misterios desconcertantes
-en 2019 se pudo penetrar en los centrómeros o el corazón oscuro del genoma y
se descubrió un ADN de un ancestro desconocido de hace medio millón de años,
donde también hallaron fragmentos de ADN neandertal, pero causó perplejidad
hallar que la masa de los 46 cromosomas del genoma humano no coincide con el
peso del cromosoma en el que está, pesa veinte veces más que el ADN que hay
dentro de ellos, ante lo cual no hay explicación-. Menos aún lo explica el
etólogo y biólogo evolutivo Richard Dawkins en su libro Evolución: el mayor
espectáculo sobre la Tierra, quien no resuelve con éxito los intrincados
problemas de la evolución biológica.
Dawkins reduce la conducta a lo biológico y en
reacción a su postura se contrapone otro enfoque que sostiene que la conducta
dirige lo biológico. El reduccionismo biologista de Dawkins resulta
insostenible ante la complejidad de los procesos selectivos no biológicos, uno
de ellos es la dimensión objetiva de la cultura, desembocando así en graves
reduccionismos ontológicos, metafísicos y epistemológicos. La postura
sociobiológica, por su parte, insiste en que la conducta marca la pauta de la
evolución, y la conducta se guía por el gusto. Pero convertir al gusto en la
teleología operante de la evolución no es menos problemático porque supone el
sentido estético como lo predominante en la Naturaleza, la cual devendría en
una obra de arte en su totalidad. Lo que al final equivale a ver a la
Naturaleza como una estructura material autosostenida. Cosa parecida a lo que ocurre
en la segunda parte de la Crítica del Juicio de Kant, llamada Crítica
del Juicio Teleológico. Lo que aquí está en discusión es el principio de finalidad
interna, que en Kant se completa con la prueba ética del Creador moral del
mundo, y lo que Hegel en su Lógica, cree verlo en la energía interna
absoluta de la Razón. Pero en nuestro caso la esencia onto-ética de lo humano
designa una teleología interna de índole ética, que corre paralela a la
teleología física de lo corporal. El cuerpo, como la naturaleza, tiene un fin
en sí, se hace subjetividad. En realidad, no hay impedimento para admitir la
subjetividad en la propia naturaleza sin romper con la hipótesis teísta, o sea
sin incurrir en el panteísmo de la razón universal hegeliana, la imaginación
creadora schellingiana o la voluntad schopenhaueriana.
De modo que el acaecimiento de la verdad en el
hombre es ontológicamente necesario, teórico-pragmáticamente posible y teleológicamente
contingente. La estimación de la verdad está incrustada en el ser del hombre,
pero su realización depende de su libertad y su finalidad responde a una
Inteligencia Creadora. Por consiguiente, el acontecimiento de la verdad
sobreviene sobre un ser que es sensible a la misma, que está destinado a tomar
conciencia de esta. No es algo accidental ni coyuntural, sino algo esencial que
incide sobre su destino. Para que la verdad sobrevenga a un ser su inmanencia
tiene que ser sobrepasada por su propia trascendencia. Por eso sobreviene la
verdad al hombre, porque es una trascendencia en la inmanencia y una inmanencia
en la trascendencia. Esto es, la verdad no sólo es un término predicable al
conocimiento y a la existencia, sino a una esencia particular, a saber, la
humana. De manera que la esencia de la filosofía no es cognoscitiva o
existencial, sino que es ontológica, metafísica y teleológica, porque está unida
a su estructura onto-ética que está advocada a lo universal y verdadero. En el
hombre la finalidad es interna y externa. Su finalidad interna responde a la
necesidad de su esencia que le abre el horizonte de lo estimativo, y su
finalidad externa surge de su libertad en la naturaleza. El horizonte de lo
estimativo de la base onto-ética se abre de modo necesario pero su asunción
depende de la libertad. El no hacerlo da comienzo a los diversos procesos de
deshumanización. El malvado moral es el deshumanizado que puede haber perdido
contacto con su núcleo onto-ético, pero no puede eliminarlo de su propia naturaleza.
Por ello no deja de ser legal, moral y ontológicamente responsable de sus
actos.
La verdad ontológica se define como la correspondencia
de una cosa con su idea genuina. Ahora bien, esta correspondencia sólo puede darse
en un ser que se plantea el valor de la verdad y, por consiguiente, la busca
deliberadamente. Sin ese ser que se plantee el valor de la verdad no existe el
problema de la verdad. El horizonte del valor de la verdad se da dentro de la
esencia onto-ética del hombre. Es decir, el horizonte estimativo de la esencia
onto-ética es la posibilidad misma del valor de la verdad y del subsiguiente
planteamiento del problema de la verdad. Si el hombre es una criatura
filosofante es porque el horizonte estimativo de su esencia onto-ética abre la
posibilidad de lo universal y de lo verdadero. De manera que la esencia de la
filosofía es el horizonte ontológico estimativo de la esencia onto-ética humana.
La filosofía es búsqueda de la verdad porque su esencia es posibilitada por la estructura
onto-ética humana, donde lo universal y lo verdadero se hace posible. La filosofía
brota en una criatura cuya inmanencia es sobrepasada por su trascendencia.
Trascendencia que lo delinea como un ser metafísico. La filosofía es metafísica
no porque se cultiva ésta última como disciplina, sino porque emerge de un ser que
es constitutivamente metafísico. En su constitución metafísica está el sentido
ontológico del ser, el sentido de lo divino, el sentido de la verdad, el sentido
de lo universal, o sea el contenido mismo de la filosofía. Nada impide que
dicho contenido pueda ser velado, obliterado e incluso rechazado por diversas
razones, entre ellas las culturales, pero el fenómeno básico está ahí y no
puede ser negado. En consecuencia, la verdad ontológica como “correspondencia”
es resultado de un ser que es ínsitamente filosófico y que puede intuir sin ser
filósofo los problemas de la verdad, lo universal, el valor. La verdad como “correspondencia”
requiere el fenómeno esencial estimativo de la verdad. Y es así porque la ontología
porta la verdad, la tecnología hace el acceso a la verdad y la
epistemología enuncia la verdad. El filósofo italiano Maurizio Ferraris,
en su obra La Posverdad y otros enigmas, ante la hipoverdad de la
hermenéutica y la hiperverdad de la filosofía analítica postula un realismo de
la mesoverdad. En vez de decir “no hay hechos sino interpretaciones”, se deberá
decir “hay hechos porque hay interpretaciones”. Ferraris exagera el papel de lo
tecnológico, declarando que la verdad no es ontológica ni epistemológica, sino
tecnológica, es algo fabricado por la voluntad de poder. A diferencia de ello
hay que resaltar que lo que es importante en la concepción esencial de la
filosofía no es su presencia encarnada, sino percibir su capacidad para representar
el horizonte estimativo sobre el que se proyecta lo universal, el valor y la
verdad.
Como la filosofía nace en un ser trascendente en la
inmanencia e inmanente en la trascendencia, entonces el filósofo tiene como
papel alcanzar tanto el saber absoluto como el saber en devenir. Pues de poco
le sirve al filósofo identificarse sólo con el devenir o sólo con el absoluto,
en tanto que el hombre mismo es un ser que intercepta y une lo finito con lo
infinito, lo contingente y lo necesario, el devenir y lo permanente. Ni sólo
temporalismo ni sólo eternalismo, sino ambos, porque pertenece tanto al devenir
como al Ser. El filósofo debe sumergirse en el mundo para descubrir la verdad,
pero el mundo humano no sólo es el mundo del devenir, sino también el mundo de
lo universal y permanente. Esto es así porque su ser pertenece tanto al mundo
del devenir como al mundo del Ser. El filósofo no debe renunciar a su
pretensión de saber del absoluto, de lo verdadero, universal y necesario. Ese
es su rasgo distintivo, fundamental y decisivo. Sin ello la esencia de su ser permanece
oculto, porque el ser del hombre es una advocación a la verdad. Advocación que
puede ser traicionada pero no puede ser extirpada. La traición a la Verdad es
la traición a la nuestra propia esencia. Traición que llena de culpa, ignorancia,
injusticia y patologías espirituales diversas. Pero jamás dicha traición puede
borrar la verdad que está impresa en la estructura de nuestro propio ser. El
contenido onto-ético de la esencia humana no es compulsivo sino señalador de un
camino a transitar libremente. El no recorrerlo casi siempre abre las puertas
del escepticismo y las ventanas de la deshumanización. La pretensión filosófica
de alcanzar el saber universal no lo aparta del ir y venir entre el saber y la
ignorancia. Todo lo contrario, lo adentra aún más en la docta ignorancia del
que hablaba Sócrates y el Cusano.
Por nuestra propia finitud el saber de lo absoluto
no es un simple saber estático, sino dinámico, porque exige la realización
práctica y un compromiso valorativo incesante y permanente. Dios es lo Absoluto
y éste es el Ser, que está más allá de todo género supremo, participa de
nosotros y nosotros participamos de él. Lo cual lleva de lo ético a lo
cognoscitivo y de lo cognoscitivo a lo moral y de lo moral a lo teológico. La
filosofía de la razón natural gana con la fe, porque se trata de una verdad que
proviene del ser supremo. Por eso, la perfección completa de la filosofía se
encuentra en la sabiduría divina. Por eso la perfección completa de la
filosofía siempre aspira a la visión mística. Visión mística que es unión con
Dios y operada por él en la esencia onto-ética del hombre. El hombre es un capax
dei porque no sólo tiene la posibilidad inteligente de conocimiento teórico
de Dios, sino que su propia esencia es capax dei. El hombre es capax
dei antes que por su inteligencia por ser el ser sintiente de Dios. Su
propia esencia es un irse poniendo en fe. Y tiene que serlo así porque al penetrar
en la fe aumenta la tiniebla para el entendimiento. El homo capax dei en
su mayor profundidad es oscurecimiento de la inteligencia por la penetración de
la fe. Aquí ya no se está ante la verdad que se descubre y que es propia de la
filosofía, sino que se está ante la verdad que sobrepasa, sobrecoge, es
inexpresable, inefable y que es propia de la fe. Es la luz clara de Dios que
hizo que a Santo Tomás de Aquino le pareciese paja todo lo que había escrito. En
la luz oscura de la fe el hombre capta a Dios mismo sin ver, porque, como San
Juan de la Cruz (Subida al Monte Carmelo) mismo explica, la fe es una
oscuridad profunda frente a la claridad eterna de Dios.
Dentro de la pedagogía divina hay que considerar las
religiones precristianas como el chamanismo y la gnosis ancestral, las cuales hablan
sobre la luz interior, que existe como centro de nuestro ser y la cual hay que
recuperar. Aquí se trata de la idea de la existencia de un yo, un mundo y un destino
intemporal. Y por eso en sus meditaciones místicas y curaciones psíquico-milagrosas
acuden a seres intemporales intermedios entre Dios y la humanidad -a diferencia
de las curaciones de los santos cristianos que concurren directamente a Dios-. La
obra de Mircea Eliade (Chamanismo: técnica arcaica del éxtasis místico) y
de Henri-Charles Puech (En torno a la Gnosis) permiten advertir que el
chamanismo y el gnosticismo, respectivamente, son un fenómeno general de la
historia de las religiones, un tipo distinto de religiosidad con un tiempo
quebrado, donde lo importante es lo intemporal. Todo lo cual no tiene nada que
ver con la meditación trascendental fraudulenta, con ostentación de supuestos
poderes paranormales, que se ha convertido en mercancía de los modernos gurús
que trafican con la simple relajación mental y la autohipnosis. El capitalismo aumentó
la ansiedad y disminuyó hasta límites pasmosos la insolidaridad humana, lo que
provocó la abundancia de supuestos gurús y curanderos engañosos. No es casual
que ante tal debilitamiento espiritual y el potencial incremento de las
prácticas satánicas y ocultistas, se registre una emergencia pastoral ante el
aumento de la demanda de exorcistas en el mundo y en la Iglesia Católica. Iluminadores
sobre el tema son las obras de los demonólogos y exorcistas el Padre Emmanuel Milingo
(Contra Satanás) y el Padre José Antonio Fortea (Exorcística, Memorias
de un exorcista y Summa daemoniaca). El diagnóstico es certero: la
pérdida de la fe va de la mano con el aumento con el aumento de dicho mal. En
suma, en la esencial estructura onto-ética del hombre hay una luz particular,
la llamada “chispa divina”, privativa de la humanidad. Luz que es luz oscura en
la fe y que puede ser tocada por la luz clara de Dios. Pero que por desgracia
dicha idea es actualmente pervertida y explotada por los gurús de la meditación
en la luz y el sonido interno, por la gnosis, el esoterismo y el platillismo
ufolátrico actual, que sostienen que somos seres que evolucionamos en
diferentes mundos y dimensiones, experimentando supuestamente las diferentes
regiones espirituales de conciencia. Se trata de toda una ofensiva de última
hora de una retahíla de pseudo religiones de la era de la apostasía y de la
increencia.
Por ello, no es la filosofía ni la teología la que
se encuentra más cerca de la sabiduría divina, sino la fe. La esencia
onto-ética humana está religada a Dios y por ello puede dar lugar al
crecimiento de las virtudes. Bergson, como Hegel, representa al filósofo que
aprehende el ser en su devenir, pero el devenir no agota el ser, pues éste
trasciende el devenir en lo permanente y universal. El descubrir el sentido
primario del ser evita que sólo nos hundamos en el devenir mediante la percepción
sensible y que podamos ir más allá mediante la intuición trascendente. Ésta revela
nuestra pertenencia al Ser. El filósofo, como cualquier hombre, debe sumergirse
en el mundo, porque es en el mundo el lugar donde se ha de dar su unión ético, religiosa
y pública con los Otros y con la Otredad divina.
No obstante, el hombre moderno habiendo extraviado
el sentido del ser, de lo divino, de lo sagrado y de su voz interior, se
sumerge en la alteridad prometeica de la luz pálida del inmanentismo
autodeificante, donde impera el orgullo y la soberbia que lo aleja de la verdad
tanto en la vida como en el pensamiento.