EL
EXTRAVÍO DE LOS VALORES
EN
LA MODERNIDAD NIHILISTA
Gustavo Flores Quelopana
Conferencia Magistral por
el Dia del Maestro en la Universidad Nacional del Santa-Chimbote
Viernes 6 de Julio 2018
Resulta muy significativa la presente disertaciòn sobre los Valores cuando la Región Ancash es señalada como la más corrupta del país. Dos de sus presidentes regionales están en galera y veinticinco de sus veintisiete alcaldes tienen proceso judicial por corrupción.
Entonces, basta echar una mirada somera sobre el mundo para constatar una verdad incontrastable, a saber, éste se está deshaciendo. Y cuando se indaga por la razón por la cual sucede todo el descalabro del presente, se encuentra una respuesta casi unánime: No hay valores. O por lo menos los valores han sido abandonados.
Entonces, basta echar una mirada somera sobre el mundo para constatar una verdad incontrastable, a saber, éste se está deshaciendo. Y cuando se indaga por la razón por la cual sucede todo el descalabro del presente, se encuentra una respuesta casi unánime: No hay valores. O por lo menos los valores han sido abandonados.
Pues bien, valga la presente oportunidad de hablar ante un auditorio
universitario para sostener que tal diagnóstico no es descaminado pero tampoco
es enteramente cierto. Estamos ante una situación casi godeliana, esto es, no
podemos tener toda la verdad y ser al mismo tiempo consistentes.
El diagnóstico no es descaminado porque es verdad que vivimos una crisis
de valores. Pero es incompleto porque también es verdad que desde la modernidad
el mundo occidental vive una transvalorización de todos los valores. Ambas
cosas son contradictorias y a la vez no lo son. Lo son porque por una parte se
tiene la sensación que se reclama la vigencia de los valores premodernos y no
lo son porque, por otra parte, se percibe que los nuevos valores aun no logran
asentarse y, por ende, lograr conformidad.
Estamos en una situación casi paradójica de la condición humana que por
una parte reclama una base firme de creencias y por otra la renovación de las
mismas. Ante esto hay que decir que la presente crisis de los valores supera la
normal crisis generacional –tan bien explicada por Ortega y Gasset- que también
implica una crisis valorativa. Más bien, la actual crisis de valores encuentra
su peculiaridad en una situación más profunda y que tiene que ver con el marco
general de ideas y creencias que sirven para ver el mundo.
En otras palabras, la presente crisis de valores va más allá del marco
economicista, funcionalista, empirista y racionalista que caracteriza el
desarrollo de la modernidad. Tiene que ver con algo más fundamental que está en
la base de la modernidad. Estamos hablando de un “giro copernicano” histórico
que acontece desde fines de la Edad Media con la filosofia terminista de Duns
Scoto y la filosofía nominalista de Guillermo de Occam y se desarrolla con el
racionalismo de Descartes y el empirismo de Bacon, Locke y Hume.
Se trata de la base metafísica de la civilización occidental que cambió
en su creencia de valores absolutos por la instauración de valores relativos.
El paso de la metafisica de las esencias greco-cristiana por la metafísica de
lo fáctico es el signo que domina los tiempos modernos. La gran ruptura con la
metafísica tradicional está en la base de la transvalorización de todos los
valores de la modernidad. Negar las verdades inmutables, eternas y
trascendentes llevó a convertir en lo único válido a lo fáctico, relativo y
temporal. El reemplazo de la concepción esencialista del ser por la visión
funcionalista tenía que llevar del objetivismo hacia el subjetivismo, donde la
crisis de los valores se constituye en un resentimiento metafísico hacia todo
lo permanente y absoluto.
En ese sentido, la postmodernidad con su rechazo de la razón, la ciencia
y la verdad, no es más que un capítulo terminal del nihilismo que fue criando
en su seno la modernidad pragmática y hedonista. No es por ello menos original.
Porque trae como novedad un nihilismo integral. Nos explicamos. Ahora no se dan
separados el nihilismo metafisico de Gorgias, el nihilismo epistémico de Pirrón
y el nihilismo moral de Protágoras. Al contrario, en la posmodernidad se dan integrados.
Y ello se condensa en su lema: Todo vale. El Reino de Dios –Regnum deus- fue desterrado por mel
Reino del hombre –Regnum hominis—En
esa nueva cruzada de la inmanencia contra toda trascendencia son Derrida, Rorty
y Vattimo sus nuevos profetas.
Por lo tanto la crisis de valores de la modernidad no es una crisis más y
como las demás épocas históricas de decadencia. Al contrario, es una crisis
peculiar y única. Fue el tudesco O. Spengler quien señalo la decadencia de
Occidente con gran acierto, salvo por su visión organológica naturalista. Pero
además nosotros advertimos que en la decadencia del mundo occidental se ha atravesado por tres
etapas: la metafísica (siglos XVI-XVII), la epistémica (siglos XVIII-XIX) y la
ética (siglos XX-XXI).
En la primera se hicieron cuestión los valores metafísicos de permanencia
e inmutabilidad, el deísmo se impuso sobre el teísmo y las esencias fueron
sustituídas por el concepto de función. Desde Descartes hasta Newton ese cambio
se abre camino en la filosofía y en la ciencia. En la segunda la visión
naturalista, empirista y observacional se impone con el desarrollo de las
ciencias empíricas y las matemáticas. La visión del mundo se vuelve
decididamente científica. Ahora son los ingenieros y los científicos quienes llevan
la voz cantante del mundo intelectual. Y en la tercera, cuando ya se encuentra
madura la visión secular y científica del mundo sobrevienen los nefandos
acontecimientos de la Primera y Segunda Guerra Mundial.
La consecuencia casi inevitable fue la pérdida de fe en el hombre mismo y
en todas sus conquistas materiales. Los valores se disolvieron, se licuaron. La
vida normativa contrajo la enfermedad del nihilismo. Sin valores a la vista, no
había necesidad de sentirse virtuoso, ni de llevar una vida virtuosa. Pero da
la casualidad que sin virud no ha valor. O mejor, sin una vida viruosa el valor
se vuelve invisible. Se derivó hacia el irracionalismo.
De ahí que la presente crisis de valores sea mucho más grave y honda que
la de otras épocas históricas. Al menos en la crisis del mundo
helenístico-romano la pérdida de fe en la razón fue compensada en la búsqueda
de soluciones de carácter religioso y de fe. Así se explica el carácter místico
del neoplatonismo de Plotino que competía con las religiones orientales y con
el cristianismo. En cambio, la crisis actual supera en gravedad a todas las
anteriores porque carece de tabla de salvación a la cual anclarse. No hay
certezas en el mundo. Se tiene la sensación de que la vida flota en la Nada. El
existencialismo ateo de Heidegger y
Sartre había adelantado en mucho el nihilismo integral que socava la
vida humana presente.
¿Pero si se tiene la sensación de que la vida no vale nada, que el hombre
ha perdido consistencia, que no hay certezas, entonces ese triunfo de la Nada
sobre el Ser significa que la modernidad ha fracasado con su orgullosa razón
autónoma? Se dice, por ejemplo, que la honestidad, la responsabilidad, la
confiabilidad y la eficiencia son los valores de la modernidad. Pero no se dice
que estos valores son inviables y que carecen de sentido cuando lo que
verdaderamente predomina es el egoísmo privado consagrado por un sistema
económico que pone de cabeza la relación de fines y medios.
Es cierto que en todas las épocas de la historia –incluso en el
paleolítico- hubo personas malas, egoístas, mentirosas e irresponsables. Pero
lo que no es cierto es que siempre estuvieron en la cúspide de la hegemonía
social, como acontece ahora. Efectivamente, nunca como hoy el egoísmo ha sido
exaltado como una virtud bajo el capitalismo. Se podrá decir que esto ya estaba
presente en el siglo XVIII con el defensor del utilitarismo Bernard Mandeville
y su obra La fábula de las abejas,
donde se consagra el nihilismo moral de la burguesía que desvincula la economía
de la ética.
Pues bien, esta misma ausencia de códigos divinos y humanos es lo que
brilla en la lista de los primeros diez megamillonarios del planeta. ¿O alguien
puede explicar que no resulta inmoral retener una fortuna incalculable mientras
millones de seres humanos mueren de hambre, de frío y de sed? ¿Puede caber a
alguien alguna duda de que se vive en un mundo inhumano cuando la economía, la
política y las leyes viven divorciadas de la moral y de espaldas a lo que es
justo?
No falta aquella espúrea defensa de la iniquidad que como Pilatos se lava
las manos diciendo cínicamente: ¿Pero qué es la moral, si cada quien tiene la
suya? ¿No basta con tener las mejores leyes, pero no hay que exagerar
cumpliéndolas? Estas interrogantes parecen hechas expresamente para América
Latina, donde acaecen los mas altos índices de desigualdad social y donde la
prepotente riqueza parace ostentar patente de corso para estar por encima de la
ley y de la moral. Pero no nos engañemos. La inmoralidad e injusticia es
global, más aun cuando impera una economía de mercado que tiene como eje
principal no al hombre sino a la riqueza. Las élites económicas, políticas e
intelectuales han perdido autoridad moral justamente por ello. Porque lejos de
constituirse en faros del bien común han decantado por convertirse en orfeos
del mal general.
La gran pregunta que se impone es idéntica a una de las obras de Lenin: ¿Qué hacer? Salvo por el detalle, nada
pequeño, que atañe a la crisis de valores. Nada sería más impudoroso que enlistar
una fórmula como solución, como si se tratase de una receta de cocina. Vano
sería enrostrar al hombre de hoy que se tiene una gran gama de alternativas
éticas. En la reflexión ética contemporánea se habla de éticas analíticas
(Moore, Wittgenstein, Ayer, Stevenson), axiológicas (Scheler, Hartmann),
existencialistas (Heidegger, Sartre), procedimentales (Apel, Habermas, Rawls),
hermenéutica (Gadamer), de la alteridad (Levinas), débil (Vattimo), de la
responsabilidad (Jonas), pragmática (Rorty) y sustancialistas (Walzer,
Macintyre, Taylor). Pero aquí no se trata de escoger el mejor producto para
vivir a sus anchas. Esa es la consumista mentalidad de boutique.
El problema es más hondo y
amplio. Por un lado, se trata que nuestro tiempo nihilista tiene que terminar
se sorber su copa envenenada; y, por otro lado, también se trata de oponer una
activa resistencia a la ola de desintegración moral que nos avasalla. Sin esa
resistencia estaríamos viviendo sin queja la presene crisis moral. Pero hay dos
formas de resistir: la activa y la pasiva. La pasiva es demagógica, falsa y
licenciosa. Ve el mal, lo denuncia, pero inconsecuentemente lo comparte. Tolera
el mal pero no el escándalo. En cambio la forma activa no solo no tolera el
mal, sino que, a su vez, asume una forma distinta de vivir. Y desde esa base
predica con el ejemplo. Eso es lo que falta en el mundo actual: vidas
ejemplares.
Pues, de qué vale saber lo
que es el mal si no se lleva una conducta buena. No sirve de nada. El Maligno
sabe del bien del mal, pero elige siempre
el Mal. El mal es una conducta, no una entidad metafísica. Toda la creación es
buena, el mal adviene al mundo por el pecado. Y este punto no es sólo de
importancia teológica sino de gran tracendencia moral. Si se quisiera en pocas
palabras decir su sentido más profundo habría que sostener que: Sin virtudes de
poco sirven los valores.
Pero qué es la virtud. Es
el poner nuestra libertad al servicio del bien. Implica un cambio interno. Un
cambio en el corazón, diría San Agustín. La práctica hace al maestro, reza un
viejo adagio. Y en verdad si la práctica del bien no se vuelve en amor al bien,
o sea si no se vuelve en acto gratuito y desinteresado desde el corazón no es
moral. Kant, que como un rigorista pietista no llegó a comprender la
importancia del amor cristiano, decía que todo acto moral tiene que ser
desinteresado, de lo contrario es inmoral. Pero fue Scheler el que dio en el
blanco cuando al postular una ética no formalista advirtió que sin amor todo
acto moral es incompleto.
En otras palabras, al
tratar de responder la interrogante ¿Qué
hacer? Lo primero que es necesario advertir, es la necesidad de un cambio
interior. Pues ningún cambio externo hace al hombre mejor, solo lo maquilla. Ninguna
utopía social funciona si no opera un cambio interior positivo. Pues también
hay valores negativos que se introyectan en el interior del individuo. Y ese
cambio interior involucra la libertad, la voluntad y la formación de buenos
hábitos.
En verdad, la historia del
capitalismo del primer mundo es la muestra más palmaria que de nada sirve darle
al hombre todas las comodidades materiales cuando resulta empobreciéndolo
espiritualmente. Es más, pareciera que existiera una ley invisible según la
cual a mayor bienestar material le corresponde un mayor deterioro espiritual, y
viceversa. Todo indica que la humanidad necesita de una dosis razonable de
sufrimiento para madurar. Pero el capitalismo de bienestar es la demostración
de su efecto disolvente sobre la conciencia moral del ser humano. No menos
dañino resultó ser para la libertad humana el fenecido comunismo.
Al menos contamos con esta
primera verdad: Sin virtudes de nada
sirven los valores. Pero de poco nos sirve si no la empleamos de atalaya
para columbrar más lejos. Y ciertamente, las virtudes son la puerta de entrada
a la objetividad del valor. O sea, los valores no son arbitrarias invenciones
humanas –como piensa el formalismo nominalista- sino parte de un mundo más alla
del humano y para lo humano. Eso es algo extraordinario porque permite la
recuperación de la negada metafísica de las esencias con sus verdades
permanentes, trascendentes y eternas. En otras palabras, no hay otra forma de
superar el nihilismo disolvente de la modernidad sin superar su metafísica
inmanentista. Y así obtenemos una segunda verdad: Sin recuperar la trascendencia de poco sirve la recuperación de los
valores.
Esto puede sonar a añoranza
de una nueva Edad Media –título, por lo demás, de una de las obras de maestras
del existencialista ruso Nicolás Berdiaev-. Pero nada en la historia se repite
y más bien impera la novedad. La dialéctica histórica toma cursos inéditos. En
otras palabras, en perspectiva optimista se puede pensar que si predomina la
sensatez, evitando de ese modo el riesgo de autoexterminio nuclear, la
humanidad recapacitará comprendiendo que vivir un mundo sin Dios es mucho más
peligroso y nocivo al convertir el hombre en pequeño diosecillo totalitario,
narcisista e idolátrico.
Pues a la luz del daño
ecológico y humano de una civilización guiada por la racionalidad funcionalista
e instrumental, no sería extraño que la próxima era histórica se caracterice
por una más fuerte espiritualidad religiosa. Y así obtenemos una tercera
convicción: Sin recuperar la fe no se
puede fortalecer la razón en el reconocimiento de las verdades suprarracionales.
Lo cual implica no el fin de la ciencia sino del cientificismo, y un
renacimiento de las humanidades.
En conclusión, el extravío
de los valores en la modernidad nihilista podrá ser superado desde el trípode
del: cambio interior, la recuperación de
la trascendencia y el reconocimiento de las verdades suprarracionales.
Muchas gracias