SOBREVILLA: ANÉCDOTAS
¿Por qué a uno le gusta recuperar sus recuerdos? A pesar de que la psicóloga estadounidense Elizabeth Loftus nos enfatiza en su célebre libro Juicio a la memoria (2010) de que los recuerdos son fáciles de distorsionar, que la memoria tiene anomalías y que es mejor siempre desconfiar de ella; y que filosofía nietzscheana con sus acólitos posmodernos nos machacan escépticamente de que "no hay hechos sino interpretaciones", insisto que a pesar de todo ello nuestros abuelos tenían razón al decir que "recordar es volver a vivir".
Y es que en el recuerdo todos somos poetas de nuestra propia vida, la adornamos con nuestras esperanzas, son como las ruinas de un bello castillo que no lo dejamos morir y vamos embelleciéndolo. Hasta los recuerdos espantosos merecen una mortaja decente para hacerlos soportables. Gustavo Flaubert solía decir, y con razón, que los recuerdos no pueblan nuestra soledad, sino que la ahondan. No obstante, añadimos, que hay recuerdos que merecen ser ahondados. Efectivamente, vistas las cosas desde la cámara oscura del recuerdo cobran un contorno distinto y único. Y es que, parafraseando a Tagore, se puede decir que el recuerdo es la voz que resuena después de la propia muerte.
Bueno, después de este panegírico del recuerdo me gustaría estampar algunas líneas que son parte del anecdotario personal y que están consignadas por aquí y por allá, cuando no, otras pasaron inadvertidas, pero llega la hora en que piden ser traídas a colación. Ya lo decía Antonio Machado: Cuando recordar no pueda, / ¿dónde mi recuerdo irá? / Una cosa es el recuerdo / y otra cosa recordar.
Efectivamente, el recuerdo mora en el pasado, yace inmutable en el tiempo ido y sólo inventando mediante el recordar lo vuelvo insepulto por unos momentos presentes. Sin más retruécanos entremos en materia.
En otro lugar ya he escrito sobre el filósofo David Sobrevilla. Así que aquí sólo deseo extenderme en algunas anécdotas. Tengo la costumbre de fechar mis lecturas y gracias a ello constato que terminé de leer los dos volúmenes de Repensando la tradición nacional de David Sobrevilla en diciembre de 1989. Desde entonces fui siguiendo ávidamente sus publicaciones hasta que me cansó en el 2011 y suspendí por un buen tiempo la lectura de sus libros, no volviendo a leer lo que me faltaba de su producción hasta el 2021, o sea casi siete años después de su fallecimiento ocurrido en 2014.
El motivo del cansancio se debió principalmente a que no lo veía realizar su propio proyecto de forjar un filosofar propio. Sus intentos de empinarse por encima de su condición de historiador de la filosofía fueron infructuosos y larvados, no pudiendo consagrar un sólo libro al desarrollo de sus propuestas principales. En una palabra, nunca hallé un libro suyo donde brillara como pensador. Honradamente confieso que lo esperé pacientemente por diversos motivos, entre ellos, porque él negaba la condición de filosofía al pensar precolombino. Pero aún en este terreno todo se presentaba repitiendo las tesis de Ortega, Husserl y el eurocentrismo consabido. No lucía creativo, sino sumamente informado y exageradamente hipercrítico con los demás. Fue una desilusión.
Yo nunca fui su alumno y en ello estimo que tuve suerte, porque no es un secreto para nadie que a sus pupilos gustaba hacerlos sentir incómodos con sus preguntas y observaciones fuera de lugar. Y esto se puede decir a pesar de su reconocida aptitud para enseñar cómo se investiga disciplinadamente. En una palabra, intimidaba, pero no estimulaba. En este sentido era un brillante profesor, pero no un maestro. Y esto lo puedo decir porque, por ejemplo, tuve como maestro al Dr. Russo Delgado, la suya era una cátedra intimidante por su enorme erudición, pero jamás nadie se sentía intimidado por sus preguntas. Irradiaba humanismo y bondad.
Otro aspecto que siempre me incomodó de su postura intelectual era su ensayofobia. Considero que su germanofilia le resultó dañino al respecto. Despreciaba el ensayo, cuando éste es lo característico del pensar latinoamericano e incluso de muchos filósofos europeos. Pero más papista que el Papa defendía los fueros del grueso tratado al agudo y certero ensayo. De ahí su pasión al límite de lo supersticioso por las bibliografías. Esto me hace recordar a los reproches que le dirigió Walter Peñaloza Ramella en su famosa Una respuesta tardía, publicada en la revista Epistemología (número 1, 1997) que estaba dirigida por el doctor Luis Piscoya.
Una anécdota viene a cuento al respecto. Ese mismo año me encontraba reunido en la biblioteca personal de la doctora María Rivara de Tuesta, cuando al entrar la veo atendiendo una llamada telefónica. Su tono no era el mismo de siempre, en vez de imperativa la hallaba mediadora y tratando de calmar los ánimos. Una vez que colgó me dijo que estaba hablando con Sobrevilla, muy disgustado por el artículo de Peñaloza Ramella, y ella trató por todos los medios de convencerlo, felizmente con éxito, de que no valía la pena ninguna acción legal en su contra. Yo me limité a escucharla y darle la razón, no hice más comentarios, pero me llamó mucho la atención su intolerante actitud sobre algo muy común en la vida intelectual, a saber, la ácida crítica. Luego leí con calma la Respuesta de Peñaloza y constaté lo adjetivos calificativos de: lee sin comprender, sabihondo, chapucero, traduce defectuosamente, gusto obsceno por glosar, hace gala de referencias bibliográficas, presuntuoso, apresurado y distorsionador. Le dijo todo lo que su corte de aduladores nunca se atrevió a decirle. Y todo ello era verdad.
La verdad es que en Repensando sale muy maltratado Peñaloza y lo mismo acontece con Guardia Mayorga, incluso Sobrevilla se excede reprochándole no estar al día en lecturas que debió haber hecho. Y es que la crítica de Sobrevilla iba siempre a la diatriba, justo ello lo señala Peñaloza. Además, Peñaloza con sinceridad afirma que nunca pretendió crear un sistema filosófico propio, pero ello no es óbice para desvalorizar su obra. Y no entro en otros detalles, por lo demás muy interesantes, en los que refuta la crítica de Sobrevilla a cada una de sus obras. Pero sí lo puedo resumir sucintamente. Peñaloza censura a Sobrevilla porque: considera irrefutable la tesis de Heidegger sobre la physis como ser (El Discurso de Parménides), estima improcedente la sustitución de las categorías kantiana por el conocimiento inferencial (Conocimiento inferencial y deducción trascendental), rechaza la dicotomía evidentismo e inferencialismo (Estudio acerca del conocimiento) y considera irrefutable la visión materialista del arjé (La evolución del conocimiento helénico).
En una palabra, todo aquello que discrepara de sus opiniones resultaba invalidado para el historiador Sobrevilla. Pienso que su conflicto estriba en que pretendía criticar como pensador lo que comentaba como historiador. Y este conflicto lo persiguió hasta sus últimos días. Quiso pasar a la historia como pensador, pero como reza el evangelio: por sus obras los conocerás, y sus libros lo testimonian como historiador. Mi amigo, el profesor José Chocce, que visitaba a Sobrevilla en su casa en sus últimos momentos, cuenta de esta angustia suya sobre cómo será visto por la posteridad. Chocce piensa que Sobrevilla fue un filósofo analítico y me hubiera gustado que así sea. Pero no encuentro una producción suya con postura propia sobre filosofía de la mente, filosofía del lenguaje, filosofía de la ciencia, epistemología o temas cognitivos de esta tendencia filosófica.
Ahora comprendo por qué se ofendió tanto cuando en mi autobiografía Más acá de los anhelos (2006) escribí en la página 80: "Su fecundidad como crítico resulta siendo inversamente proporcional a su infecundidad como pensador". Francisco Miró Quesada habló de él como "gran pensador". Respeto su opinión, pero no la comparto. Dicho libro me lo devolvió vía correo adjuntando una carta en la que incluso me prohibía asistir a sus conferencias. Cosa increíble. Era mi libro, podía contar lo que quisiera, claro sin ofender. Pero su ego resultó muy lesionado con mi enjuiciamiento de su obra. Quiso el destino que ese mismo año nos entrecruzáramos apenas dos metros en San Marcos, él saliendo y yo entrando a dar una conferencia. Ambos con la cabeza gacha apenas nos miramos sin saludarnos. Fue una pena.
Retrocediendo en el tiempo, allá en 1990 recuerdo que recibí su llamada telefónica tras haberle dejado en su casa mi librito Kant y la revolución burguesa. Calificó mi trabajo de "intento fallido" porque no explicaba por qué mis argumentos se basaban en la Crítica de la razón pura, obra gnoseológica y no política, en vez de recaer en su Filosofía de la historia. A lo que repuse con tranquilidad que más bien se trata de una "compresión fallida suya", porque a filosofía de la historia de Kant con su escaso desarrollo y demasiados vacíos aportaba muy poco para entender la ideología burguesa que atraviesa el pensamiento kantiano, En cambio la CRP era la síntesis de la conciencia burguesa individualista en general. Luego me enteré de que también le había reprochado catónicamente a Juan Abugattas por haberme escrito el prólogo, cosa que terminó muy mal entre ellos.
Otra anécdota que viene a mi memoria acontece durante el VIII Congreso Nacional de Filosofía en San Marcos realizado el año 2000. Allí se me acerca mientras yo miraba la mesa de exposición-venta de libros, lo reconocí y me espeta la pregunta de historia: "París, bien vale una misa" ¿Quién lo dijo?" Yo había leído la frase, pero en ese momento no recordaba quién lo había dicho. Al instante él respondió: "El rey Enrique IV de Francia". Y con aires de suficiencia se retiró con pose de sabio griego. No me sorprendió, me dio lástima su exhibicionismo cultural vulgar e impúdico, propio de un programa de concurso televisivo. Pero también me resultó una advertencia sobre el peligro para el filósofo de sentirse propietario de un saber establecido. Desde entonces quedé más convencido de que filósofo no es el sabio, sino el buscador de la sabiduría.
En otra ocasión, allá en el año 2004 recibí otra llamada telefónica suya tras leer mi libro El imperio posmoderno del hombre anético. Era mi primera obra crítica a la posmodernidad. Tuvo palabras de elogio que me parecieron sinceras y se las agradecí. Luego, retrotrayendo el tiempo, en su libro La Filosofía contemporánea en el Perú (1996) consigna en su recepción de la filosofía kantiana en el Perú mis dos obras sobre Kant escritas en mi periodo marxista (p. 126), otro ensayo mío (p. 208) y mi persona con el Instituto de mi fundación (p. 395). Eso me agradó, lo consideré como un acto de honestidad con su escrupulosidad de notario.
Un detalle personal sobre su persona es que siempre vestía informal y nunca lo vi con terno. En eso era igual que Abugattas, pero sólo en eso. Su voz era engolada, afectación que le daba visos de artificio e inautenticidad. Pero lo que más me ponía sobre aviso era que indiscutiblemente era él una biblioteca bípeda y ambulante, no obstante leer en exceso e ir en búsqueda del último libro sobre algún tema puede obstruir y entorpecer la creatividad. Conozco a varios que han caído en ese pantano. Cosa que me daba la demasiada impresión que ocurrió en él. Razón tuvo Nietzsche a determinada edad de su vida en dejar de leer para dedicarse a pensar. No hay duda de que el filósofo debe ser, antes que un gran lector, un gran pensador.
Por último, Sobrevilla tuvo el innegable mérito de hacernos leer entre nosotros. Su demérito fue su anatopismo y eurocentrismo para enjuiciar lo nacional. La filosofía griega y occidental era el paradigma a seguir. Y todo lo que desafiara dicho corpus quedaba invalidado. En adelante, el historiador de la filosofía no deberá confundir su labor expositiva y comprensiva con reproches ad hoc. Y lo mejor para él será expresar en obras no históricas su propio filosofar.
Una palabra final. La importancia de un pensamiento no está en ser expresado en enormes libros voluminosos. Tales pretensiosos libros generalmente yacen en el olvido. Vale más a un pensador expresarse con brevedad y concisión en un ágil ensayo que en un pesado y grueso tratado.