EL NARCISISMO LUCIFERINO DE LA NADA
Gustavo
Flores Quelopana
Expresidente de la Sociedad Peruana de Filosofía
El gran
problema de nuestro tiempo es la aceleración de la vida, que impide la
sedimentación de las virtudes y de la reflexión, da lugar a una humanidad pobre
interiormente e intercambiable. Los hombres de hoy son juguetes de la época y
de la tentación que pasan. Los hombres se han volatilizado, han abrazado con
entusiasmo la nada, el absurdo y el nihilismo. A ello ha contribuido la
revolución de la técnica, la cual ha provocado la pérdida creciente y acelerada
de la sustancia humana. De modo que esta civilización tecnológica se dirige al
colapso de lo humano. El hombre actual se ha desnaturalizado, se ha
deshumanizado. Sufre un mal metafísico: se aburre. Por eso busca distracción,
que en el fondo es huida de si mismo. Sin base espiritual sólida la ofensa al
orden específicamente humano es profunda. El hombre antinatural de hoy ha
profanado el universo.
En esta
modernidad tardía vivimos un tiempo de sacrilegio generalizado, soportamos sus
peores consecuencias. Decadencia es sinónimo de desvitalización moral y
esclerosis espiritual. Entonces se produce la desmalignización del mal y la
malignización del bien. Lo antinatural se vuelve la norma, y lo anético se
convierte en lo situacional. Allí donde el amor se pervierte, la paternidad y
la maternidad necesariamente también lo hacen. La civilización occidental vive
una acelerada desvitalización consumatoria, donde los fines se subordinan a los
medios, se extravía el vinculo con lo natural, en el corazón anida la soberbia,
el alma no está dispuesta a una experiencia con la verdad, lo universal, la
Trascendencia y se pierde el sentido de lo sagrado.
El valor no es nada si no está encarnado.
Y el hombre-Dios de la actual era antropológica encarna el antivalor más
temible: la pérdida de fe en sí mismo. En ninguna época como hoy la fe del
hombre en el hombre ha sido tan baja y rastrera. Lo que vivimos actualmente es
el peligro de muerte que se encuentra lo humano en el hombre. Acontece un
desgarro irreparable en el tejido mismo del cual está hecha la humanidad. Esta
civilización técnica contra lo humano ha entronizado el fanatismo
antirreligioso, trayendo de los cabellos a la humildad para poner en su lugar a
la luciferina soberbia. La mística de la tierra y lo inmanente a devorado la
mística de lo eterno y trascendente.
En esta época de crisis la tormenta
nihilista que atravesamos hace polvo la mayéutica cristiana que despertaba en
el hombre la conciencia de su filiación divina. Todo ello ha desembocado en la
ruptura entre el hombre y la vida. El desmoronamiento de las creencias
religiosas fue la antesala del hundimiento de los fundamentos naturales.
Entonces se ha desencadenado alrededor nuestro el aniquilamiento de los valores
encarnados. Ahora prima lo débil y light, lo horizontal sobre lo vertical, lo
líquido sobre lo sólido. La licuefacción de los valores abrió un hueco
irreparable y monstruoso en la vida valorativa. La cual busca disimularse con
el hundimiento abyecto y delirante en el paganismo. La sacralización de la religión natural va de
la mano con la extinción de la piedad ante la vida y la ulceración de la vida
moral auténtica. En este cataclismo nihilista y apocalíptico que condena al
hombre a una existencia infra-animal es urgente oponer una fundamentación
completa y total de las costumbres. Y en ello se constata que una libertad sin
límites es una libertad para la aniquilación humana.
Asistimos al final de un proceso de autodestrucción
de una humanidad condenada por haber roto sus lazos ontológicos con el sentido
trascendente del ser. Sin lugar a duda se trata de una impostura, del
narcisismo luciferino de la nada, anclados en el orgullo y la soberbia nos
hemos obstinado en negar todo junto a Dios. El nihilismo ontológico resulta
equivalente a un suicidio espiritual donde se volatiliza todo el orden humano.
Convertida la nada en el valor supremo la ontología secular destila un
idealismo solipsista que vacía de sentido al mundo y la vida. El nihilista de
ayer -tipo Nietzsche- por lo menos admitía la imposibilidad de admitir la
existencia de un orden providencial, en cambio el nihilista de hoy rechaza la
misma idea de este orden y celebra la ausencia de salvación -tipo Bataille-.
Para el negador endurecido el mundo es un
absurdo que carece de sentido. Pero nos preguntamos, ¿qué sentido tendría un
mundo que presentara por sí mismo un sentido? Al contrario, nuestra libertad
necesita ponerse a prueba buscando un sentido en la vida a través de los
valores. El error arquetípico de la ontología secular es antepopner el yo al
mundo, cuando no puede ser más que reflejo. Lo cual expresaa el rechazo
luciferino de una individulaidad rebelde y ebria de sí misma. La negación de un
más allá auténtico va de la mano con ello. Si no somos nada entonces toda va nimbada
de autocomplacencia, pero también de autocondenación. Sumidos en la experiencia
evanescente de lo inmoral se respira la atmósfera asfixiante de un subsuelo pútrido
y hedihondo. La caída voluntaria en el abismo se la celebra pomposamente como
placer dionisiaco, aunque en el fondo no es otra cosa que escamotear la
responsabilidad ante la propia existencia.
A nosotros nos toca denunciar este
nihilismo radical como una degradación en el corazón mismo del absurdo. La
ontología choca aquí con una contradicción profunda, porque el hombre pretende
erigirse en causa de sí mismo cuando a todas luces es un ser insuficiente, es
criatura, en vez de mera ficción inventada por su yo. Esa impostura de saberse
finito y pretender no ser creado arrastra a la libertad a su propia
condenación, porque resukta siendo un puro galimatías, pura perogrullada y
sofisma monstruoso ver narcisistamente la realidad humana como completamente autosuficiente.
Cuando una civilización entra a su fase
terminal le acontece una especie de agnosia senil donde no se da cuenta de su
decrepitud, y tiende a confundir su avance técnico con florecimiento espiritual.
Cuando en realidad interiormente luce exangüe y sin vida para emprender
palingenésicamente una renovación valorativa y cultural.
Si hemos de cantar en versos la asintonía
con el universo del fáustico, protemeico y descreído hombre moderno escucharíamos
algo así:
Yo ya no me encorvo sobre tu
estela,
Ningún himno tuyo desciende
las estrellas,
Ya no estoy más bajo tu abrigo,
Nada tiene sentido,
El sentido disimula su rostro
Y deteriorado es parte de mí.
¿Quién vive ahora, sino el
Hombre?
Yo soy el que soy
Debajo de mi la ley moral
Por encima los luceros
silenciosos…
Yo mido, yo calculo, yo
planeo,
Yo y más yoes,
Soy el que desangro las
montañas
Y rompo las arterias de las
distancias,
Dicto el ser de las cosas,
Soy más allá del mal y del
bien.
Mi murmullo sube y desciende
por vientos y lejanías del
olvido,
me siento solo con mi omnímodo
poder técnico,
pero poco importan los
creyentes y su Dios
soy el nuevo herrero del
cosmos
soy el futuro como amenaza
soy el presente como el placer
soy el pasado como lo
marchito
Más, de tanto tener
Vivo mal, marchito y
pesadamente,
Choco como cosa con criaturas
extrañas,
No soy más que la hoja
retorcida
Por mis leyendas hechidas de
soberbia.
Ciego como las piedras puras
e infinitas
Amaso el polvo de animales
desfigurados.
Hay algo de horroroso en todo
esto.
Autodivinizándome hice añicos
el Amor.
Yo, el forjador de dioses,
Me quedé sin el verdadero
Dios.
Adorando la sola vida,
Me quedé rodeado de muerte.
Tú eras más grande que yo
Ahora sólo soy yo ante tu
sombra….
Que solo estoy….
Mi maravilloso viaje sin Ti
Se volvió en mi pesadilla
Aplastado bajo el peso de las
horas
Me hundo en la noche perdida.
Pero estoy sordo a tus
murmullos
Sólo oigo mi arpa que el
viento hace sonar,
Perdido en la muerte
Más, extraviado como niño
Voy cayendo sobre el gran río
de la vida….
Con estos versos hemos querido evocar el
sentimiento de voluntad de poder que domina a la humanidad en la época
antropológica que nos domina. Se trata del narcisismo luciferino de la nada en
el hombre ensoberbecido por su enorme poder adquirido por el saber
técnico-científico. Nuevamente hay que subrayar que no se trata de renunciar al
nuevo poder humano, sino que se trata de dominarlo. Un nuevo demonio ha
escapado de su sombrero y esta vez es de gran calibre. Y para ello será
necesario una cultura con una nueva ascesis espiritual que nos devuelva la
actitud contemplativa, reconocer la esencia de las cosas dentro de una
metafísica realista y restablecer nuestra relación con Dios. En una palabra, se
trata de dar vuelta a un mefítico nihilismo ontológico que nos contamina e
invade. Sin estas tres cosas la humanidad no podrá reconstruir sus lazos
ontológicos con lo trascendente, ni detener, y menos revertir, el proceso de
autodestrucción en la que se encuentra dramáticamente inmersa.
08-08-20