SENTIDO DEL SER Y SER DEL SENTIDO
Gustavo Flores Quelopana
1
Sentido del Ser
La objetividad
no es la realidad. El mar, una esfera, un misil no forman parte de mi conciencia,
como tampoco lo conformaron los miles de millones de años de evolución de la
vida, ni de la existencia de la Tierra, ni de las galaxias. El sujeto no hace
al objeto, ni éste es una mera representación mía. Las cosas son independientes
de la conciencia. El ser objetivado no es el objeto trascendente, sino el objeto
conocido. El objeto conocido es un objeto cuyo ser se funda en la conciencia.
El ser del objeto conocido
guarda una correlación asintótica con el ser del objeto trascendente. Pero el
ser del objeto trascendente no se funda en la conciencia. El ser del objeto
conocido no se funda en la conciencia. El eidos del objeto conocido no es más
que un aspecto del eidos del objeto trascendente. El sentido del ser gnoseológico
no es el sentido del ser ontológico. La conciencia funda lo primero, pero la
realidad funda lo segundo.
La conciencia funda el sentido
del ser objetivado, pero no el sentido del ser trascendente en la realidad. El
sentido objetivo del ser no es el sentido del ser trascendente. Una cosa es el
sentido del ser en un plano ontológico, y otra cosa es el sentido del ser en un
plano gnoseológico. Lo ontológico y lo gnoseológico son dos planos categoriales
distintos. La correlación entre el sentido objetivo del ser y el sentido
trascendente del ser es isomórfica. Negar dicha correlación equivale a pensar
que la filosofía no puede decir nada del mundo y significa deslizarse hacia el
logos de la logística, que desemboca en la completa subjetivización inmanente
del mundo.
Por el contrario, tomar en
cuenta que lo ontológico y lo gnoseológico son dos planos categoriales distintos
permite ir más allá del prejuicio de que lo que se trata es de poner límites lingüísticos
a la expresión de los pensamientos. La estructura del pensar no es idéntica a la
estructura de lo real. El sentido del ser objetivo no es el sentido ser
trascendente. El sentido del ser establecido por la conciencia no es el sentido
del ser de la realidad. La vinculación entre el sentido del ser objetivo y el
ser del sentido real es el ser del sentido.
El ser del sentido es lo
que hace posible la correspondencia entre el sentido del ser de la conciencia y
el sentido del ser del objeto trascendente. El ser del sentido es un
isomorfismo sistémico que posibilita la correspondencia entre dos modelos, procesos
o realidades distintas, pero afines en algo esencial, a saber, la
inteligibilidad. La objetividad no es la realidad, pero es la inteligibilidad
la que hace posible a ambas. Para los liberales antirreligiosos la razón humana
lo es todo y desdeñan la razón de la trascendencia. Ciertamente que la
filosofía moderna es hostil a las esencias y que resulta urgente que Occidente
recupere los fundamentos metafísicos para salvarse del nihilismo. Pero sensato
no sólo es reconocer esencia y existencia, sino principalmente recuperar junto
al sentido ontológico del ser el sentido de lo sagrado. De nada sirve volver a un sentido del ser puro
cuando éste está vaciado de divinidad. Un ontologismo fundamental vaciado de
Dios equivale a un budismo filosófico inerte e infecundo incardinado en la nada
más que en el ser. La metafísica en sus argumentos últimos fracasa cuando busca
tomar el lugar de la religión. Pero el Dios-Idea de la metafísica no tiene que estar
reñida necesariamente con el Dios de la revelación y del corazón.
¿Acaso se justifica sólo pensar el ser? La tarea del pensar nunca será
la de un pensar el ser exclusivamente. Ello llevaría hacia una desvalorización injustificable
de la vida y del mundo. Y daría lugar al totalitarismo, el superhombre, el
genocidio y los holocaustos. Esto ya lo hemos visto. ¿Es pensable el ser desde
el ente? Se puede pensar al ser desde el ente, porque el ente es creación del
ser y en él encuentra su fundamento. ¿Pero es factible pensar el ser al margen de
Dios? Es posible pensar el ser como ser, pero ello es pensar a Dios. Negarlo
fue el error más grueso de Heidegger. El ser no puede estar más allá de Dios,
porque ello supone separar a Dios de su propia esencia. ¿Es posible secularizar
el pensar del ser? Sí es posible, y esa fue justamente la intención de
Heidegger. Pero no advirtió que dicha secularización lo subsume en lo más
fundamental del proyecto moderno. Por ello, en ese aspecto Heidegger no va más
allá de la modernidad no sólo calculadora sino también secularizada.
En realidad, no hay razón
para no pensar que la inteligibilidad es la mente cósmica o el pensamiento de
Dios, operativa en todas sus criaturas y en su creación. La conciencia y la
realidad se corresponden al tener el mismo origen en la mente divina. La
objetividad es la manifestación de la causa trascendente en la conciencia. Se
dirá que se está recurriendo al argumento de la trascendencia de la metafísica
clásica. Y cierto, es así. Salvo que apelar a una filosofía del ser no representa
la vuelta a la metafísica de las esencias de los griegos, aunque sí a la
metafísica trascendental de la escolástica. Se trata de partir del valor y la
idea fundamental de la idea trascendental del ser para explicar el sentido del
ser y el ser del sentido, pensando que de dicha idea participan la sustancia y
la esencia de los seres finitos. En otras palabras, la inteligibilidad del ser
trascendental es la razón suficiente del sentido del ser y del ser del sentido.
El hombre no puede soportar su propio absoluto. Se experimenta como un
ser en el mundo que puede salirse del mundo. Esta situación única de su ser
condiciona su sentido del ser. El hombre es una criatura aprisionada entre dos
absolutos: el absoluto finito que él es, y el absoluto infinito al que siempre
aspira y nunca se extingue. El hombre en el fondo de su ser abriga un
escepticismo radical, porque no puede considerarse Todopoderoso en lo ético
cuando sabe que no lo es en el orden del ser. En su desdoblamiento ontológico tiene
la experiencia metafísica que no está totalmente arraigado dentro del ser. Ni
siquiera puede consolarse con la idea de extinguirse en la Nada. Ni el más radical
naturalista ateo abriga esa convicción finalmente.
El hombre no arraiga plenamente ni en el ser ni en la nada. Su sentido
del expresa ese desarraigo, porque atrapado en las redes de esta disyunción
percibe que su reintegración en el ser no es de orden lógico, científico, filosófico,
estético, sino existencial y mítico-religioso. Y en sus más elevadas consideraciones
escatológicas resigna sus fuerzas para comprender que ese mismo arraigo en el ser
que busca tiene que venir de Aquel que lo sobrepasa y es incondicionado. De modo que el sentimiento de poderío del hombre no proviene sólo de la
era científico-técnica de la modernidad, sino que es mucho más antiguo y echa
raíces en su condición metafísica. Su sentido del ser se aquieta en aquello
incondicionado del ser del sentido que es de índole trascendente.
Pero no sólo la conciencia
es productora de sentido, también lo es la realidad. Pero el sentido de ambas
es posibilitado por el sentido de la inteligibilidad de la mente divina. La subjetividad
es la constitución fundamental de la objetividad, lo trascendente externo a la
conciencia es la constitución fundamental de la realidad, incluso del ego, y constitutivo
tanto del ego como de la realidad lo es la inteligibilidad de la razón cósmica
o inteligencia de la mente divina. Pero el constituir mismo es un transcurrir
de lo finito en el tiempo.
Una cosa es el mundo real y
otra el mundo reducido a puro fenómeno de la conciencia. Una cosa es el tiempo
del mundo real y otra cosa es el tiempo fenomenológico de la conciencia. Pero
ambos tiempos son el tiempo como forma de constitución de lo finito. El tiempo
fenomenológico permite la constitución del sentido del ser objetivo, pero el
tiempo del mundo real permite la constitución del sentido del ser independiente
de la conciencia. Y por ello mismo la realidad está en constante fluir y lo
objetivo conocido también va cambiando progresivamente. Lo primero advertido
por el vitalismo bergsoniano y lo segundo por el historicismo diltheyano.
Toda la orgullosa fanfarria del nominalismo y del idealismo subjetivo se
derrumbó. Toda la soberbia del racionalismo cientificista se tornó ridícula.
Toda la realidad del mundo no humanizado vuelve a emerger como una pesadilla
durante la pandemia del Covid. La violencia tecnológica ha sido derrotada.
Lejos de lograr aquel sueño alquimista de la intimidad con las cosas, la naturaleza
se subleva antes que las máquinas se rebelen. Entonces, ¿Qué es aquello de la
naturaleza que ha dado de bruces a la orgullosa modernidad? ¿Qué es lo que nos
aterra tanto del carácter impredecible del ser físico? ¿Por qué temblamos ante
el mundo de las cosas manipuladas, pero nunca domesticadas? Es el sentido del ser ontológico
el que abofetea el orgullo subjetivista y solipsista del sentido del ser
gnoseológico en la modernidad tardía.
Pero la unidad del tiempo
como forma de constitución de lo finito lleva hacia un fundamento que trasciende
la estructura temporal y que sólo puede tener su origen en el ser eterno. La temporalidad
hace posible el fluir de la conciencia y de las cosas independientes del ego, y
lo eterno hace posible el fluir de la temporalidad misma. No obstante, el
sentido de lo eterno se ha extraviado en la modernidad tardía. Esta modernidad
es reactiva al sentido de la eternidad porque rechaza la vejez. ¿Y qué es la vejez? Vejez es, en
primer lugar, sentido de lo eterno y, en segundo lugar, sinónimo de sabiduría.
La Modernidad es tan hostil a la vejez porque es fugacidad, prisa, energía,
enaltece la actividad por la actividad, en cambio la vejez es tranquilidad, contemplación,
oración, sentido de lo eterno y sentido de la muerte.
La
Modernidad con su descreimiento y efebolatría ha empobrecido la vida y ha olvidado
la esencia de la vejez: la cual es sed de eternidad, sabiduría y sensatez. Efectivamente,
la Modernidad es necedad e insensatez porque ha postergado lo absoluto por lo
finito, es temporalidad, lo joven y ha arrastrado la historia por la voluntad
de poder. Ahora se explica por qué se reniega de la vejez queriendo revertir su
proceso. La Modernidad ha extraviado el sentido de la muerte o de la buena
muerte, identificándola simplemente como la cesación de la vida. Así busca la vida
eterna por medios materialistas. La humanidad bajo la modernidad se volvió inmadura.
La temporalidad fenomenológica
es la forma de la constitución del objeto y del fluir de las vivencias del ego,
como la temporalidad del mundo real es la forma de constitución ontológica de las
cosas y su fluir real. Por ende, temporal es la forma de todo lo que se va constituyendo
y tiene génesis e historia. Pero la estructura temporal misma en la naturaleza y
en el hombre no presenta una motivación pasiva sino activa. Hay una unidad de
motivación en la estructura de la temporalidad que señala a lo eterno.
Es decir, la unidad del
sentido del ser remite al origen del ser del sentido. Y siendo la unidad del
sentido del ser de carácter temporal, el ser del sentido es de carácter eterno
y tiene que ver con la motivación activa de la inteligencia divina. Esto es,
hay mundo y objetos en la estructura temporal porque se da el logos radical y
universal en lo eterno. Lo que significa que el radical logos constituyente no
es el logos de la conciencia ni el logos de la realidad, sino el logos de Dios.
Sólo por éste se tiene mundo y objetos, sentido del ser real y sentido del ser
objetivo. La unidad de ambos sentidos del ser es lo que se puede llamar
Inteligibilidad o Razón Cósmica.
La razón cósmica es el punto
de constitución genético-temporal del mundo o de lo finito. No se trata aquí de
la razón racionalista de las evidencias conceptuales, ni de la razón de las
evidencias vivenciales, sino de la razón de lo trascendente. La metafísica
clásica habló hasta la saciedad de lo trascendente y entendió que trascender es
ir de la realidad del mundo a una causa trascendente que lo explique. Ahora
bien, esta causa trascendente se manifiesta tanto en la realidad de las cosas
como en la conciencia humana.
Pero aquí no se trata de
explicar el mundo con esa causa, sino de tan sólo dejar constancia de su
presencia. No se busca arribar a una teología filosófica que sustituya a la
teología revelada e histórica, sino que ayude a comprender la totalidad del
hombre y del mundo. El sujeto no hace al objeto, ni es éste una mera
representación mía, la subjetividad es constituyente de la manifestación fenoménica
de las cosas en la conciencia, pero el mundo no agota su realidad en la
manifestación constituyente de la conciencia, sino que la trasciende. La
realidad independiente de la conciencia es constituyente de la manifestación de
las cosas en el tiempo. Pero la unidad constitutiva del mundo y de la conciencia
es el logos radical que no es finito ni temporal sino eterno.
Por ello, el problema radical
de la filosofía no puede limitarse a lo que aristotélicamente es el ente en
cuanto tal, del cartesiano yo pienso, la constitución kantiana del objeto, los
datos científicos comteanos, los bergsonianos datos inmediatos de la
conciencia, la conformación husserliana del ego, la orteguiana razón vital, ni del
heideggeriano ser puro, sino que en rigor tiene que llevar hacia una visión
totalizante y unitaria del mundo. O sea, el valor y objeto de la filosofía es
llevar hacia la constitución suprema realizada por la razón cósmica del ser
eterno en lo finito.
Esta reconstitución es la
suprema visión que ofrece la filosofía como problema radical. Por esto la
filosofía no puede limitarse a ser vida esencial, trascendental o vida científico-natural,
porque la filosofía sólo es razón absoluta cuando evidencia en la unidad de la
temporalidad la presencia no sólo de lo racional sino también de la irracionalidad.
Es decir, el ser absoluto no es la conciencia pura, ni la realidad independiente
de la conciencia, sino la Razón eterna en que se funda la unidad del sentido
del ser finito.
Pero hay una fuerza
poderosa que contribuye al extravío del sentido del ser y es la razón técnica. La técnica
esclaviza al hombre porque su esencia es convertir toda la realidad en
utilizable. Pero ¿Cómo puede esclavizar a un ser esencialmente libre? Haciendo
que el hombre deje de pensar y deponga sus decisiones en la técnica. La técnica
vuelve superfluo el pensar subjetivo y el conocimiento de sí mismo, porque es
la condensación del pensar objetivo. La técnica trivializa el pensar personal
porque otorga la prioridad al ente y no al ser. El poder de la esencia de
técnica ha destruido la riqueza del habla cotidiana. Del otrora bello uso del lenguaje
casi no queda casi nada. La semántica se degrada cada día en semiótica de emoticones.
Los grandes pensamientos ya no nos visitan, ya no llegan a nosotros porque la
embriaguez técnica es un muro contra el buen hablar y el genio idiomático. El
instinto lógico del habla se está atrofiando.
La socialización
inesencial promovida por la técnica ha matado la posibilidad de acercarnos a lo
esencial. La técnica nos ha arrancado de la Tierra y como el mítico Anteo hemos
perdido la fuerza al ser desgarrados de ella. Desvinculado de sus raíces la
humanidad va muriendo. El hombre de hoy ha sido entregado por entero a la técnica
y se transforma en una máquina manejable. Y la estrechez urbana es el símbolo
máximo de esa vida artificial doblegada por la técnica. La intelectualidad
especializada del mundo tecnificado ya no llega a ver estas verdades. Y todo
apego a la naturaleza y al terruño lo tilda de folklorismo. De vivir tan
abigarrados en las megalópolis hemos olvidado el valor que tiene la soledad. Y
es que la soledad no responde a los intereses de la racionalidad funcional de
la modernidad que extingue el sentido del ser. ¿Puede la hegemónica cultura técnica
salvar a la Cultura de su tragedia? La cultura objetiva de la era técnica
predomina, enajena y empobrece constantemente la cultura subjetiva de los individuos.
Y justamente esto era lo que pensaba Simmel. La hegemonía de la cultura técnica
se da en la modernidad secularizada de Occidente. Es decir, acontece con el
ocaso de la metafísica, la filosofía y la religión.
La esencia
de la técnica es el control y manipulación del objeto. Entonces ¿será posible
esperar que el paso hacia la orgánica y finalista fase neotécnica de la era técnica,
pueda repotenciar a la alicaída cultura subjetiva? ¿La repotenciación de la cultura,
que otrora estuvo a cargo de la religión, puede ahora estar a cargo de la
cultura neotécnica? ¿Existe, acaso, en la esencia de la cultura neotécnica algo
que pueda satisfacer los más profundos anhelos humanos de eternidad, absoluto y
trascendencia? ¿La fase neotécnica representa una mutación en la esencia de la
técnica que de calculadora la vuelva finalista? ¿O al contrario dicha fase será
la profundización del inmanentismo y el olvido absoluto de toda trascendencia?
Quizá sea
temprano en la historia para dar una respuesta convincente. Pero mientras se
despeja el horizonte de la técnica en su nueva mutación, seguirán siendo los
valores absolutos, eternos y religiosos los únicos capaces de sacar a la
cultura de su tragedia y ocaso. ¿Pero se está despejando el horizonte para que
la religión sea una tabla de salvación o al contrario se están cerrando todas
las posibilidades en este sentido? La avasalladora secularización de la moderna
civilización occidental parece confirmar lo último. Y con ello se estaría
consolidando la tragedia completa de la cultura en medio de la decadencia de la
civilización moderna. El pensamiento moderno ha paralizado el pensamiento
respecto al sentido de las cosas. Y ello ocurre por responder hegemónicamente
al saber científico-técnico, el cual no es comprensión del mundo, sino manipulación
efectiva de las cosas a través de leyes y regularidades.
Mientras
tanto aparece el transhumanismo como el afrodisíaco ideológico que destila la
civilización tecnológica. La creencia en que el ser humano puede mejorar en lo
psíquico, intelectual y lo físico por medio de la tecnología, olvida que lo
esencial del hombre no es su cuerpo sino su espíritu. Y precisamente el
espíritu arraiga más en el ser que en el ente. El nihilismo y la negación del
sentido del ser se condice muy bien con la era técnica, porque ésta atiende a
la tranquilidad práctica e indiferente frente al fundamento del mundo. En
cambio, todo lo que remite al fundamento absoluto experimenta un rechazo
instintivo para el hombre tecnológico.
Ahora
bien, la unidad de sentido del ser
finito se quiebra constantemente porque la vida luce asiduamente como un enigma
entre el nacimiento y la muerte. La filosofía y la religión no son un tipo de
concepción del mundo, aunque pueden serlo, para enfrentar el enigma de la vida.
Las concepciones del mundo llevan hacia la sabiduría, pero no hacia verdades
universales. Mientras la filosofía pone el énfasis en la razón, la religión en
la creencia. Y tanto con la razón o con la fe se acceden a verdades universales.
Incluso la filosofía no
sólo es una forma de conocimiento o ciencia, sino también se da como forma de
vida -como en los cínicos, cirenaicos e incluso estoicos- y como doctrina de la
vida. No se puede encerrar a la filosofía a una sola de sus formas, porque es
todas sus formas, La filosofía es unívoca sino multívoca. La filosofía no sólo es
rigor conceptual y teoría, porque puede tiene la profundidad de la sabiduría. La
filosofía como ciencia estricta es sólo uno de los modos de vivir la filosofía,
pero no es la única ni la exclusiva. De lo contrario Sócrates no sería considerado
filósofo. Es más, es cada época humana junto a la sabiduría se dio una forma de
religión, ciencia y filosofía. Y es así porque el hombre se halla constitutivamente
en su vida rodeado de lo invisible y en constante trato con lo invisible. El sentido
del ser brota del enigma de la vida. Por eso el problema filosófico puede tener
una expresión abstracta, pero surge de una situación raigal concreta. Pero la
modernidad tardía se ha revelado como el desarraigo y decadencia del sentido
del ser.
Por otro lado, no existe “la”
filosofía sino “las” filosofías. Esta problematicidad de la filosofía se
presenta en tres formas: naturalismo (materialismo antiguo y moderno,
positivismo, neopositivismo, estructuralismo, postestructuralismo, semiótica, postmarxismo,
pragmatismo, postmodernismo), idealismo objetivo (Platón, Aristóteles, estoicismo,
filosofía helenístico-romana, especulación cristiana, Spinoza, Leibniz,
Schelling, Hegel, Schopenhauer, Bolzano, Dilthey, Bergson, Scheler) y finalmente
el idealismo subjetivo (Descartes, Berkeley, Kant, Fichte, Maine de Biran,
Mach, Cassirer, Collingwood, Husserl, Heidegger).
Todo lo cual no niega que
la filosofía sea siempre una y la misma todo el tiempo. Y, es más, en vez de
sumergirnos en el relativismo y el escepticismo se trata de reconocer el
aspecto de objetividad y verdad. La filosofía de la filosofía en vez de diluir
la verdad en el relativismo escéptico ratifica el sentido del ser como necesidad
primaria incardinada en la realidad del espíritu. Si en la vida emergen
verdades objetivas es porque la búsqueda de un sentido del ser es irrenunciable
en la vida del espíritu. Esto no significa que la afirmación de la objetividad se
reduzca al hecho de la objetividad en vez de a la objetividad del hecho. Toda
verdad está sometida a la condición histórica de hecho, pero la verdad no
depende de la condicionalidad histórica. La negación histórica de la verdad es
un contrasentido, pero esto no impide el valor objetivo ideal de la verdad. El
sentido del ser se da empíricamente en el espíritu, la historia y el tiempo,
pero su estructura pende de lo que sea esencialmente en cuanto tal.
Cada desvelamiento del ser es un particularísimo oscurecimiento. La filosofía
prehistórica de lo numinocrático fue una metafísica de la presencia a costa del
ser como símbolo. La filosofía mitomórfica del paleolítico superior fue una
metafísica del símbolo a costa del ser como idea, La filosofía mitocrática del neolítico
fue una metafísica de la idea a costa del ser como concepto. La filosofía logocrática
de Grecia fue una metafísica del concepto a costa del ser como metáfora. La
filosofía teocrática del Medioevo fue una metafísica de la analogía a costa del
ser como ente. La filosofía nominalista de la modernidad occidental fue una metafísica
de los entes en desmedro del ser como absoluto. La filosofía nihilista de la posmodernidad
occidental es una metafísica de lo virtual a costa del ser finito y del ser
absoluto. Esto no lleva
a pensar que no hay verdadero comienzo del ser, sino que hay
comienzos verdaderos del ser, aunque parciales. A todo verdadero comienzo le
cuesta efectuarse, porque nunca es un despliegue con la verdad absoluta sino
con la verdad finita. Y por eso mismo nunca desfallece la luz de su inicialidad
pura. Por eso la filosofía del ser no es una metafísica de lo numinocrático,
mitomórfico, esencias, existencias, lo finito y lo virtual, sino una metafísica
trascendental, porque toda aparición epocal del ser es una participación de la
sustancia y esencia de los seres finitos en el valor trascendental del ser. De
modo que el pueblo andino y demás pueblos ancestrales pueden ser un nuevo
comienzo del ser, que con su religiosidad haga posible el nuevo arraigo en el ser,
pero nunca serán el único comienzo verdadero. Incluso el Occidente moderno con
su ateísmo y nihilismo es la humanidad que decidió olvidar el ser, pero en ese
olvido se encierra otro comienzo parcial del ser.
Por ello, la razón técnica al entronizar la metafísica del ente y desarraigar
la metafísica del ser inauguró otra parcial revelación del ser. ¿Es posible que
esta metafísica del desarraigo, que tiene su fundamento en la razón técnica,
pueda devolvernos a otro comienzo del ser? Sí, es posible. La razón técnica al pasar
de lo mecánico a lo orgánico, de lo inerte a lo vital, abre una senda nueva en el
corazón mismo de la era técnica y con ello en el acceso al ser. No obstante, nunca
dejará de ser otro acceso parcial de lo finito y temporal en lo infinito y
absoluto. Todo lo cual no es una negación del acontecimiento decisivo del
cristianismo, porque una cosa es el relativismo sin absoluto (materialismo y nihilismo)
y otra el relativismo con absoluto (lo contingente sujeto a lo
permanente). ¿Pero podrá el mito regenerar el sentido del ser?
El mito no sólo es parte de la constitución esencial de la conciencia,
sino que se da con la realidad misma, se manifiesta en el ser. El mito es el
horizonte metafísico en que se manifiesta lo sagrado y adviene la revelación.
En el mito está lo divino, el ser del sentido, porque el ser mismo no está más
allá de Dios, sino que es El. El mito señala la misteriosa participación de
todo lo existente en la divinidad, en el ser. En el mismo horizonte metafísico
del mito se hacen posibles los antimitos (oposición entre ciencia y religión),
los pseudomitos (mitos con falsa trascendencia) y los mitoides (mitos
secularizados, el ser más allá de lo divino). Cada desvelamiento y oscurecimiento
del ser se manifiesta en lo mítico. El mito expresa una verdad mediante una
imagen. Y el ser antes que palabra es imagen. Por eso la dinámica metáfora
poética siempre está más cerca del ser que el congelante concepto. El falso
camino del pensar es divorciarlo del mito. La pregunta por el ser implica
descubrir la presencia del mito en el mismo preguntar. Por ello, no se trata de
superar ni repetir la posición antimitológica, sino de profundizarla. Incluso
la misma técnica que entronizó la metafísica de los entes sobre el ser, deviene
en mito en la medida que la misma técnica se torna más teleológica, vital y
orgánica. ¿Es posible que la humanidad esté marchando hacia una metafísica del
desarraigo antimitológico para asumir una metafísica del arraigo mitológico
entre razón y fe, mito y ciencia? ¿Es posible que se esté abriendo en medio de
la proteica crisis del nihilismo de la modernidad decadente el horizonte
metafísico de un humanismo trascendental analógico?
El hombre tecnológico puede vivir el desarraigo del ser y su sentido,
pero ello no significa que el ser viva un propio desarraigo. Al contrario, castiga
el desarraigo humano con la naturaleza. La pandemia es sólo una de sus
numerosas reacciones. El ser no es el ente, no es la naturaleza, pero la envuelve
como un capullo interminable y consolida la unión de lo inmanente con lo
trascendente. La tecnología nunca podrá cerrar la brecha entre el ente y el ser
porque ella misma es un ente. La diferencia no sólo es de forma sino también de
fondo. Algo que sólo permite el control, el dominio y el cálculo no puede dar
cuenta de una fuente inconmensurable, incondicionada e intemporal.
Ahora bien, el ser es algo
distinto de la esencia, la esencia es el ente no el ser, a esto se llama la
diferencia ontológica. Pero, por un lado, de aquí no se puede deducir que el sentido
del ser no tenga que ver con las esencias ónticas. El sentido del ser abarca no
sólo el ser en cuanto tal sino también el ser en cada caso. El ser no es una
cosa o esencia más. Pero, por otro lado, de aquí puede decirse que el ser no
sea esencia o ente supremo, pero no puede decirse que no sea el Ser supremo.
El Ser supremo no es ente
ni esencia, simplemente es Ser del que pende todo ente y toda esencia en su
existencia. Por ende, el sentido del ser comprende no sólo lo óntico, sino que
lo ontológico se identifica con el Ser supremo porque no es ente. Justamente
por ello si bien el sentido del ser se constituye para el hombre en el tiempo, sin
embargo, trasciende la realidad antropológica y temporal. El significado último
del sentido del ser hunde su plenitud en lo eterno. Ni siquiera para la
constitución del ser ante nuestra mente conserva su unidad el ser y el tiempo,
porque el hombre percibe la unidad radical entre el ser y la eternidad. El
sentido del ser gnoseológico depende del hombre, el sentido del ser ontológico depende
de la realidad, pero la unidad temporal del sentido del ser tiene su base en el
ser del sentido del Ser supremo que no es ente. El sentido del ser halla su
fundamento en el ser del sentido, como condición de posibilidad transtemporal
de lo ontológico.
La condición pre-ontológica
no sólo afecta al hombre al estar constitutivamente abierto a las cosas y a sí
mismo, sino que también es propio de los entes al estar abiertos al ser. La
realidad de Dios no es la realidad de los entes, incluido el hombre. Y si en el
hombre el ser se manifiesta de modo ascensional, en la materia lo hace de modo
descendente. En la realidad de los entes finitos se da una manifestación
ascendente y descendente del ser, porque todos los entes están abiertos al ser.
En la razón inicial de la evolución misma y en la entropía que se sumerge la
materia está la realidad de Dios. Es apertura del ser en ascenso o en descenso,
creadora o repetitiva.
Estar abiertos al ser es el
modo de ser todos los entes finitos, pero en el hombre tiene la peculiaridad de
presentarse como “comprensión del ser”. Esto hace que el ser y su sentido esté
presente al hombre de modo eminente, y es así porque su propio ser está
comprometido con su realización práctica. Pero el hombre no es el ente en que
le es presente el ser mismo, sino su apertura sería identidad y no lo es. Al
contrario, el hombre es el ente que le es presente sólo la patencia del
ser. Y hay una gran diferencia entre estar presente el ser o estar presente su
patencia, porque la patencia implica dos cosas, la presencia y el ocultamiento.
Precisamente es así como el
ser aparece y se abre al hombre, como revelación y ocultamiento, ser y nada. Y
es así porque el mundo de lo finito sujeto a la contradicción y el devenir se encuentra
zarandeado entre el ser y la nada. Otra cosa es que dicha patencia del ser en
el hombre cobra un grado superlativo, que provoca en él distintas actitudes (indiferencia,
angustia, éxtasis). Dicho con más precisión los entes finitos están abiertos a
la patencia del ser más que a su presencia completa.
Es por ello por lo que debe
entenderse al hombre no desde el ser, sino sólo desde su patencia, porque el
hombre vive con vistas a su propia realización. El hombre es lo que es por y
desde la patencia del ser, o sea desde la dicotomía del ser y la nada. Ese algo
desde el cual el hombre es, no es el ser sino la patencia del ser. Por eso la existencia
humana es llegar a ser lo que es desde el juego contradictorio e incesante del
ser y la nada. Lo cual no autoriza a negar su esencia para dejarlo en su pura existencia.
El hombre se caracteriza por ser una esencia que se realiza en su existencia.
La realización de su existencia real depende del modo cómo efectúa lo que es. En
definitiva, el hombre como ente es patencia del ser, que envuelve una toma de
posición existencial ante ello. Por esto la ontología fundamental no puede
limitarse a un análisis ontológico de la existencia humana, porque hace que el
análisis del sentido del ser quede atrapado en la antropología inmanentista y
temporalista.
En este sentido, ser “en el
mundo” no sólo es una posibilidad de ser del hombre, sino de la totalidad de
los entes finitos. Por ello la comprensión de la patencia del ser es una
comprensión del mundo como totalidad de cosas o entes. Es decir, desde la comprensión
de la patencia del ser se da la comprensión del sentido del ser. Pero la
patencia del ser no es la “verdad”, la verdad es sólo uno de los modos en que
se da la patencia del ser. Patencia, comprensión y verdad son momentos
diferentes del sentido del ser. No es que la mundanidad sea un momento de la
existencia humana, al contrario, es la existencia humana un momento de la mundanidad.
Y esto es así porque la mundanidad del mundo precede a la mundanidad de mi
mundo. A la comprensión ontológica del mundo, por parte de la existencia humana,
le antecede la patencia pre-ontológica del mundo. La patencia pre-ontológica de
lo óntico es la base de la comprensión ontológica del hombre.
El sentido del ser de la
existencia humana y el sentido del ser de los entes intramundanos se bosqueja
desde la existencia de la patencia misma del Ser en el mundo. Esto significa
que el modo de existir de los entes y del hombre se da en la posibilidad del
devenir mismo. La futurización del ser de la existencia encuentra su máxima expresión
en la realidad humana, como la única forma de ente intramundano que descubre
que no sólo vive para lo temporal sino también para lo eterno.
De ahí que el ser de la
existencia humana encuentre como propia posibilidad de existir el sentido del
ser en términos supratemporales. El ser del hombre descubre un sentido del ser
que no es un ser para la muerte, sino como futurición para la vida eterna. El ser
de la existencia humana es un ser para la vida eterna. Lo eterno es un momento
posterior del tiempo inscrito como momento del ser de la existencia futura
misma. El futuro es la dimensión por la que la eternidad ingresa en el tiempo y
tiene la virtud de destacar el primado ontológico del todo sobre las partes.
El hombre no es en el
futuro porque esboza proyecto y vive en la posibilidad, sino que en su
posibilidad está ínsito un modo de ser en la futurización transtemporal. Pero
la futurición de su existencia desborda la propia posibilidad de su proyecto de
ser, porque su línea del tiempo es histórica y en ella es un hito no sólo la
semilla del logos, sino su revelación histórica con Cristo. Con lo cual la
existencia cobra un carácter escatológico que lo trasciende y lo determina. En
buena cuenta, el hombre puede depender de su proyecto existencial para vivir,
pero su vida transtemporal pende del propio fundamento del sentido del ser, a
saber, el Ser supremo.
Por ello, no es la
futurición lo que determina el presente actual, sino es lo patentizado como
Revelación en el presente histórico lo que determina la futurición del
existente. Ahora se comprende por qué una teologización filosófica no debe
sustituir a la teología revelada e histórica, sino, al contrario, tomarla en cuenta
para esclarecer el destino del hombre.
El sentido del ser se esclarece
y enriquece cuando se asume que la religión no es alienación, sino auténtica
dimensión de la existencia humana. De manera que nuestra existencia no es
solamente temporalidad sino también eternidad. Por esto el sentido del ser de
nuestro existir es temporalidad y eternidad, o, mejor dicho, eternidad desde la
temporalidad. La unidad del ser en el que existimos se resuelve como finitud
plantada ante lo Absoluto. El hombre siente el llamado de lo eterno porque su
ser no se agota en lo temporal finito.
La existencia humana no
sólo trasciende porque su existencia es temporal, sino porque está llamado a la
eternidad. Lo que hace posible la diferencia ontológica -es decir, la
comprensión del ser y no sólo la comprensión del ente- es porque mi ser no sólo
es temporal sino también transtemporal. Esto significa que el sentido de ser de
mi existencia es a la vez temporal y transtemporal, un horizonte desde
el que se comprende el ser que no es ningún ente, a saber, el Ser supremo. De
modo que el tiempo no es el horizonte del ser, sino sólo de los seres finitos.
Pero aquella intersección entre tiempo y eternidad es el horizonte del sentido
del ser para el hombre.
La diferencia ontológica se
funda en una trascendencia que está más allá de lo temporal y que constituye el
sentido del ser. Y esta trascendencia no sólo tiene estructura temporal sino
también transtemporal. Esta peculiar trascendencia y comprensión del sentido
del ser pertenecen a la existencia humana. Esclarecer esta trascendencia es el
asunto decisivo del existir humano. La patencia del ser y de la nada se da a
todos los hombres, pero se da no sólo por la temporalidad sino también por la
transtemporalidad. Entre los entes intramundanos es el hombre el que capta lo
transtemporal en lo inteligible, lo que va más allá de lo empírico, con
carácter necesario y universal. La filosofía no es mantenerse en la nada para
patentizar el ser, esta es sólo una de sus posibilidades. La filosofía es una
posibilidad incardinada en la estructura de nuestra existencia, que no sólo es
posible como temporalidad sino también transtemporalidad.
Por eso la filosofía no es
mera tematización de la trascendencia de la existencia, sino que es el llamado
de una existencia instalada en el tiempo, pero cuyo ser está advocado hacia lo
eterno. La filosofía no surge por un acto de reducción fenomenológica, ni por
un acto de tematización de la estructura ontológica de la existencia, en
realidad no surge sino insurge como posibilidad incardinada del existir.
Por ello el sentido del ser
es mucho más vasto de lo que hasta ahora había parecido. El sentido del ser no
es sólo el carácter de las cosas que están ahí en sus diversas manifestaciones.
Ni gira especialmente en torno al hombre. El ser es “como la luz”, decía
Aristóteles, pero que no sólo ilumina los entes, sino también a sí mismo.
La consideración del ser como
aquello que no es un ente no implica el divorcio del ser respecto del ser supremo,
sencillamente porque el ser supremo no es un ente, sino plenamente el Ser. Pero
la consideración del ser en y por sí mismo no es tampoco divorciar la metafísica
de la ontología. Se puede hacer metafísica del ser en cuanto tal. De modo que el
objeto de la filosofía no es sólo el ser en cuanto tal, sino también el ser en
cuanto ente.
La deconstrucción es el
intento de evaporar el sentido del ser en el signo lógico gramatical. Siendo el
signo un ente, se comprende la falacia de afirmar que el signo crea el sentido porque
el sentido no es antes del signo. La deconstrucción es la sacralización del
texto sin el contexto. De modo que, mutilando el contacto con la realidad exterior
no es difícil decir que el sentido no pertenece a la cosa sino al signo. Así el
sentido del ser queda transformado en un juego de la escritura. La
deconstrucción es la fenomenología husserliana enloquecida. En realidad, es la
razón desquiciada de la burguesía tardía. Llevando al extremo el principio de
Saussure, según el cual “lo que carece de significado es lo que permite que
exista el significado”, desarma los campos significativos para trastocar el principio
de identidad introduciendo la alteridad y permitiendo cualquier definición.
Evaporada la realidad en la
diferencia o relativo e indecible se acorta el camino para negar el concepto
metafísico de verdad. La verdad queda atrapada en el juego de la escritura. La deconstrucción
poseída por una patológica aversión por lo definido nunca comprendió que la certeza,
así como puede destruir también puede liberar. Por ello su ataque al logocentrismo
y eurocentrismo queda viciado desde la raíz. La deconstrucción siempre queda
arrastrada por necesidad nihilista de demoler, por eso permite que el signo
determine el sentido y no a la inversa.
No es argumento pensar que
la pregunta por el sentido del ser no tiene sentido porque el sentido sólo
existe para nosotros y no en sí. Esto es como decir que las leyes científicas
no tienen sentido porque sólo existen para nosotros y no en sí. Lo cual es
erróneo. Este razonamiento nominalista lo que en el fondo hace es encerrar el
conocimiento de lo finito dentro de sí mismo o de la subjetividad. El sentido
del ser es un problema legítimo y central, que se relaciona con la posibilidad
de elevarse a una comprensión verdaderamente global del mundo y del hombre.
Es más, el sentido del ser ofrece
la oportunidad a la filosofía de retroceder hasta el fundamento absoluto, sin
necesidad de repetir aquella teología filosófica que busca reemplazar a la
religión, ni ofrecer en su lugar una teología filosófica puramente racional.
Después del revolcón y giro antropológico que acontece en la filosofía a partir
de la muerte de Hegel, y que ha sumido al hombre en una autodeificación
prometeica destructiva de sí mismo y de la naturaleza, ya se cuenta con la
perspectiva indispensable y necesaria para asumir que la filosofía necesita de
la teología y la teología de la filosofía para resignificar el mundo y ofrecer
una comprensión totalizadora de la realidad. Simplemente ocurre que Dios
concebido como simple idea humana y el hombre puesto como fundamento del mundo,
ha sufrido un profundo y estrepitoso fracaso que vuelve urgente corregir para
evitar el desastre inminente.
El humanismo ateo de la modernidad
tardía ha terminado volcándose contra el hombre mismo amenazándolo de manera
mortal. Siendo el hombre una criatura inmanente y trascendente a la vez, la
mutilación atea de su propio ser ha terminado por dañarlo espiritualmente de
modo profundo. Por eso, asumir la reflexión sobre el sentido del ser se vuelve
imperiosa, cuando no urgente, y ello con vistas a responder a los desafíos del
presente que, con sus nubes grises y siniestras, reclaman esclarecimientos que
puedan revertir el viraje antropológico que nos agobia.
El extravío del sentido del ser es también nihilismo. El nihilismo no es
consecuencia de la muerte de Dios, como pensaba Nietzsche, ni es consecuencia
de que el mundo suprasensible haya perdido fuerza activa siendo ese el destino
de la metafísica del platonismo, como sostiene Heidegger, sino que es efecto de
la hegemonía de la racionalidad científico-técnica, que con la secularización
convirtió lo trascendente en inmanente.
La revuelta o giro antropológico acontecido desde la muerte de Hegel
culminó sumiendo a la filosofía y al espíritu de nuestra época de la modernidad
tardía en el ateísmo, el anticristianismo y el nihilismo. Este naturalismo
arrasador eliminó la temática religiosa y el fundamento metafísico del mundo,
para poner al hombre como piedra basal de su propio ser y del cosmos en lugar
de Dios. Dios quedó reducido a mera idea subjetiva, que ya no tiene origen en
la autoconciencia (Fichte), la totalidad de lo finito (Schleiermacher) ni es la
Idea Absoluta (Hegel), sino que nace de la neurosis religiosa (Nietzsche,
Freud). Desde entonces la liberación es concebida a partir del ateísmo.
Pero este giro antropológico no sólo conocería su fracaso, sino su mayor
desastre en el Holocausto. Acontecimiento del cual aún no se repone nuestro
tiempo y, por el contrario, va pautando nuestra época. Efectivamente, Auschwitz
no sólo representa el mayor fracaso del giro antropológico de la filosofía
contemporánea, sino la demostración palmaria del desastre al que conduce
convertir al hombre en el soberano absoluto.
Ni Descartes, Spinoza, Leibniz, Locke, Kant, Fichte, Schelling ni Hegel
fueron ateos, ni extraviaron el sentido del ser, ni pretendieron nunca
destronar a Dios para poner al ser humano en su lugar. El ateísmo como clima
espiritual histórico es propio de la modernidad tardía o después de la muerte
de Hegel. Y encuentra a sus héroes en cuatro pensadores: Feuerbach, Stirner,
Nietzsche y Marx. Estos son los pensadores de la finitud humana. Por ello
resulta excesivo el juicio de Heidegger e impreciso el de Nietzsche.
Particularmente éste último nunca puso su desconfianza en los argumentos y
condicionamientos sociales de los maestros del ateísmo moderno (Feuerbach,
David F. Strauss, Schopenhauer).
Y en lo que concierne a Heidegger si bien en su "Carta sobre el
humanismo" (1947) se defendió de su inclusión por Sartre en el grupo de
los existencialistas ateos y afirmar en su conferencia pronunciada en
1927-1928, aunque publicada en 1969, "Fenomenología y teología", que
la filosofía no es teísta ni atea y caracterizar a la teología como
"enemigo mortal" de la filosofía por oponerse a la "autoasunción
libre del ser-ahí total", no obstante su deslinde de las cuestiones
ontológicas de la idea de Dios es un planteamiento esencialmente ateo, producto
del giro antropológico de la filosofía posthegeliana en la gnoseología
neokantiana y la fenomenología de Husserl. No por casualidad el método
fenomenológico husserliano y el de Heidegger descartaban desde un principio la
pregunta por el ser de Dios.
Dios no ha muerto sino la fe en él, y la metafísica perdió vigencia ante
el avance arrollador y hegemonía cultural de la racionalidad
científico-técnica, instrumental y calculadora, ante la cual está sucumbiendo
la propia realidad humana. La racionalidad científico-técnica ha llevado a su
epítome a la racionalidad instrumental con la aterradora consecuencia de la
hegemonía imperial del nihilismo. Y es aterradora porque en definitiva el
nihilismo es sólo una cosa: la desmalignización del mal y la malignización del
bien. Pero cómo ha ocurrido semejante desvarío.
En parte, el mismo Heidegger había señalado que la técnica es un saber
del ente y un olvido del ser. Y si a esto le añadimos la lógica dineraria -tan
bien descrita por Simmel en su "Filosofía del dinero"-, que convierte
los valores en mercancías y disuelve lo cualitativo en lo cuantitativo,
entonces lo que obtenemos es el cóctel letal del desarrollo práctico del
nihilismo en todos los planos de la vida. Es cierto que el abandono de lo
cualitativo está en la base y en origen de la ciencia moderna, determinando el
avance arrollador del pensar funcional sobre el pensar substancial. En una
palabra, el ser y el valor ha sido reducido a objeto, sin alma, sin espíritu, sin
profundidad. Así quedaron asfaltadas las anchas avenidas luciferinas para el
nihilista práctico.
La Modernidad contemporánea
ha consumado su esencia postmetafisica al configurar una crisis nihilista estructural.
La crisis nihilista estructural tiene cuatro características sustanciales: el
extravío del sentido del ser, la pérdida del sentido de lo sagrado, la sustitución
de los fines por los medios y la disolución de los valores. El resultado de
todo ello es la consolidación de la racionalidad funcional sobre la racionalidad
substancial, la misma que se manifiesta en el abandono de lo cualitativo y su reemplazo
por lo cualitativo. En ese marco en que el hombre y el valor se reduce a objeto
y se profundiza la tragedia de la cultura, se extiende la dictadura del fetichismo
de la mercancía, el totalitarismo del relativismo y la agonía del humanismo. El
horizonte postmetafisico en realidad se abrió en la Alta Edad Media del siglo
XV, cuando el nominalismo de Occam niega las esencias y las declara meras
abstracciones mentales. Pero cobra impulso cuando la metafísica de las esencias
es abandonada en el siglo XVI y XVII con el desarrollo del racionalismo y del
empirismo. Paul Hazard en su obra “La crisis de la conciencia europea” llama a
ese periodo el de la consolidación del diosecillo terrestre mediante el Reino
del Hombre -Regnum hominis-. Empirismo, racionalismo e Ilustración destruyeron
el orden espiritual de las verdades trascendentes y ello, en realidad, deja sin
posibilidad de reconstruir una nueva civilización. Pero lo que nosotros
advertimos es que desde el posthegelianismo, o sea desde 1830, se consolidará
el horizonte ateo que impulsará el nihilismo como clima espiritual de nuestro tiempo.
Bajo el clima nihilista imperante el hombre se desprecia a sí mismo,
toma partido por la cultura de la muerte, exalta la nada, y desespera
escépticamente del conocimiento. La siniestra y tanática agenda global de la
élite mundial o Cuarto Reich Bilderberg -cultura posmoderna, posverdad, ataque
a la razón, eutanasia, aborto, ideología de género, lenguaje inclusivo,
matrimonio igualitario, empoderamiento de la mujer, volver punitiva la
masculinidad, promover la procreación genética y artificial de la humanidad,
libre consumo de drogas, destrucción la familia tradicional, guerra contra la
población-, es de profundo espíritu nihilista. Es el diseño de un mundo perverso
en beneficio del gran capital imperial.
No es difícil advertir quién promueve y a quién beneficia la ideología
del nihilismo, si no es a otro sector como el de la luciferina, egoísta y avara
gran burguesía planetaria. Y a este sector le hacen el juego la legión de
filósofos e intelectuales, que como "tontos útiles" se suman a la
danza dionisíaca y disolvente del nihilismo. ¡Nunca como en ninguna otra etapa
de la historia, ha sido tan evidente y vergonzosa la traición de los
intelectuales! Contra el poder de la nada, la secularización, el extravío del
sentido del ser, el inmanentismo y el estancamiento espiritual propios del
nihilismo no hay más que un sólo camino, a saber, esforzarse en recuperar el supuesto
de la fe en Dios. El nihilismo es la nueva neurosis espiritual mortal de nuestro
tiempo y la liberación sólo es posible a través de la superación del ateísmo.
La peor
manifestación del nihilismo es la falta de misericordia. No hay misericordia sin
amor a Dios. Cuando el alma se ciega por la ignorancia, la soberbia o la vanidad,
la falsedad no le parece falsedad y lo malo no le parece malo. Al contrario,
las tinieblas le parecen luz y la luz le semejan tinieblas. Y de ahí viene a
dar en mil disparates acerca de lo natural y de la moral. Y es que ha puesto sus
ojos más en el deleite de las cosas que en el amor. Y esto nos acontece hoy con
mayor violencia por haber puesto a las criaturas por delante de Dios. Al primar
las criaturas sobre el Creador, entonces toda el alma es cautiva de las
pasiones, y no puede lograr la paz ni la tranquilidad. Prima el egoísmo y
agoniza la misericordia. De tanto vivir en el tener hemos olvidado la importancia
del ser. El tener enarboló las banderas del egoísmo solipsista y decadente de
una civilización que se hunde de puro narcisismo. La
crisis nihilista de la modernidad postmetafisica es la negación del Ser que funda
todo ser. Pero en esta civilización no es posible restaurar el fundamento trascendente
que enfermó el cuerpo de la cultura, porque esto implica la titánica tarea de revertirla
como un guante. La Modernidad subjetivista, hedonista y nihilista no será salvada
y deberá morir. Deberá cumplir su ciclo cultural, como todas las demás civilizaciones
y en su curva decadente fenecerá. Sólo alcemos nuestros ruegos al cielo para
que ese derrumbe no sea el último de la historia humana en un autoexterminio final
y definitivo. El Final de la historia no es la de un sistema ideológico, sino
que corresponde al de una visión del mundo y a un desarraigo del ser que amenaza
con extinguir a la especie humana.
La posmodernidad es la claudicación más radical del origen griego de
Occidente. Del lecho platónico-aristotélico de la Lógica de la Esencia no queda
nada, del lecho presocrático-pitagórico de la Lógica del Ser menos aún queda, y
del lecho cartesiano-hegeliano de la Lógica del Concepto resta puro humo. El
Occidente moderno ha descartado una nueva identificación con lo universal, para
entronizar en su lugar lo particular, lo contingente, el evento. Lo universal
es una noción que requirió millares de años para penetrar en la conciencia de
la humanidad. No obstante, lo posmoderno puede ser visto como la radicalización
efectiva y victoriosa de la sofística griega. Lo posmoderno ha irrumpido como
el último clavo en el ataúd de la metafísica y como si fuera Marx trata a su
adversario como un perro muerto. Pero se trata de algo más. Cómo puede una filosofía
sin conciencia histórica y concebida como metarrelato erigir el fin de la fe en
Dios, la Razón y el Progreso. Ello parece tanto más cuestionable cuanto que el
decadente siglo XX y XXI, abandona lo universal como ejemplo de alienación
extrema en lo individual. En todo caso parece haberse pasado hacia otro tipo de
alienación del yo más agresiva, profunda y nociva por su carácter lúdico,
disolvente y nihilista. Lo posmoderno es así la extrapolación más profunda del
olvido del ser al abandonar todo proyecto de saber humano y dejar sin marcos
normativos la autoconciencia de la libertad.
En la hora presente de apoteosis del nihilismo disolvente y del decadente
último hombre, la Modernidad desnuda su verdadero rostro venal, finisecular y
depravado de una auténtica barbarie civilizada. No es el ideal de la libertad
humana la que se debe abolir, sino su asunción dentro de un chato y estrecho
marco inmanentista. Lo que demuestra que el hombre moderno sólo podrá realizar
su mayoría de edad aunando su inmanencia con su trascendencia. No se trata
solamente de repetir el lema: ¡sapere aude! o ¡atrévete a saber!, sino de
enlazarlo con el otro lema indispensable: ¡atrévete a creer! Pues, el derrotero
moderno es la demostración más elocuente del fracaso de una razón que se niega
a reconocer las verdades suprarracionales que rodean al hombre y al mundo.
¡Despierta, hombre de
nuestro tiempo! El giro antropológico de la modernidad se ha convertido en un
profundo fracaso. El hombre como enemigo de Dios, a lo único que arribó es a la
construcción de un orden satanocrático más nefando que Sodoma y Gomorra. Estamos a tiempo de desmontar las estructuras siniestras de la
presente barbarie civilizada que se enseñorea. Recobremos la fe en Dios, la
profundidad metafísica, la esencia de las cosas, reconciliémonos con la
naturaleza y asumamos un nuevo ascetismo contemplativo. Hagámoslo porque la
humanidad es capaz de reencontrarse con su elevada misión como criatura
espiritual en la Creación.