LA METAFÍSICA ANDINA: POR UNA DESCOLONIZACIÓN
DEL PENSAMIENTO HUMANO
Concepción del tiempo:
pacha, ñawpa y qhipa
La
noción andina de tiempo no corresponde a la linealidad progresiva de la
modernidad ni a la escatología judeocristiana, sino que se configura desde una
vivencia cíclica, integrada y relacional
del devenir. El término pacha expresa mucho más que tiempo:
designa una unidad espacio-temporal donde cada suceso se inserta en un tejido
cósmico de relaciones, sin separación entre lo material y lo espiritual.
Dos
categorías esenciales complementan esta visión: ñawpa (el pasado
que está “delante”) y qhipa (el futuro que “queda detrás”). En este orden, el
pasado es visible porque ha sido vivido, por eso se encuentra “al frente”, como
lo está el camino ya recorrido. En cambio, el futuro es lo desconocido: está a
nuestras espaldas. Esta inversión respecto a la concepción occidental revela
una experiencia del tiempo centrada en la memoria,
la ritualidad y la repetición significativa. El calendario agrícola, los ritos
de paso y las festividades andinas se organizan según este eje: no hay avance
hacia lo nuevo, sino retorno a lo esencial.
El tiempo es cualitativo, ritual y simbólicamente denso. La vida fluye como una
danza cósmica donde cada ciclo (agricultura, vida, muerte) repite patrones
inscritos en el orden eterno de la pacha.
Aunque
esta concepción permite una relación profunda con la naturaleza y evita el
fetichismo del futuro, plantea limitaciones filosóficas y existenciales
significativas:
· Ausencia de apertura
escatológica: Al centrarse en el retorno, el pensamiento
andino deja poco espacio para una historia redentora o un destino que
transforme radicalmente el presente. El tiempo no tiene dirección, solo
reiteración.
· Obstáculo para una ética de
la acción transformadora: Si el futuro es invisible y lo
real es lo que ya ocurrió, ¿dónde se sitúan la esperanza, la responsabilidad
por lo porvenir o la posibilidad de ruptura histórica?
· Incompatibilidad con el
kairós cristiano: La teología cristiana introduce
un tiempo cualitativo singular: el kairós, momento decisivo en que
Dios irrumpe. Esta ruptura no es cíclica, sino única. Cristo no repite, sino
que inaugura. Esta noción tensiona y supera la visión de retorno simbólico de
la pacha.
· Condicionamiento cultural
del presente: Al dar centralidad a la memoria ritual y al
pasado visible, se corre el riesgo de un presentismo ritualizado,
donde la novedad, la creatividad o la conversión quedan subordinadas a lo ya
vivido.
Rechazo del creatio ex
nihilo: el caos como materia ordenable
El
pensamiento andino no parte de una creación absoluta desde la nada, sino de una
emergencia progresiva del orden desde el caos.
Los relatos míticos no comienzan con un Dios trascendente que crea por voluntad
libre, sino con un mundo informe, denso, lleno de posibilidades aún no
diferenciadas, al que los dioses (como Viracocha o Pachacamac) dan forma más
que existencia.
Este
caos originario no es negativo, sino potencial:
contiene en sí los elementos de la vida, solo que mezclados, inestables, sin
proporción. La tarea divina no es producir el ser, sino ordenar lo ya dado: separar, distinguir, armonizar.
Así, la creación es un acto de estructuración cósmica, no de ex nihilo. El
mundo no es contingente, sino eterno en su substancia caótica. Este horizonte
implica una metafísica de lo preexistente,
donde la materia no es creada, sino transformada. No hay un principio absoluto,
sino una serie de modulaciones cíclicas del orden y del desorden.
Esta
concepción contrasta profundamente con la teología cristiana y plantea varias
dificultades filosóficas:
· Negación de la libertad
creadora: Sin un acto libre que decide crear desde la
nada, se pierde la noción de un Dios soberano, personal y trascendente. El
demiurgo andino organiza, pero no da el ser: el mundo es necesario, no donado.
· Imposibilidad de fundar una
teología de la gracia: Si todo surge de una materia
eterna, no hay gratuidad radical en el ser. La gracia se diluye en proceso
natural y la dependencia de Dios se sustituye por la continuidad cósmica.
· Débil fundamento ontológico
del mal: Si no hay ruptura ontológica ni creación libre,
¿qué estatuto tiene el mal? En este esquema, no cabe el pecado como rechazo
personal del bien, sino apenas como desajuste del equilibrio.
· Carencia de un principio
trascendente del ser: Sin creatio ex nihilo,
lo real carece de un fundamento absoluto, y el ser no puede remitir a otra cosa
que a sí mismo: a su propio orden, a sus ritmos internos. No hay abertura
metafísica al Otro.
Dualismo funcional vs. Maniqueísmo
A
diferencia del dualismo ontológico o moral del maniqueísmo —donde dos
principios opuestos, el bien y el mal, luchan como entidades eternas—, el
pensamiento andino concibe la dualidad como funcional y
complementaria. La existencia se estructura desde pares que se
necesitan: luz y sombra, seco y húmedo, masculino y femenino. No hay guerra
entre contrarios, sino equilibrio entre polos.
Este
dualismo no implica antagonismo absoluto, sino relación
ordenada. Los opuestos no deben suprimirse, sino ubicarse en su
lugar, para mantener el flujo vital. Así, la diferencia no es amenaza, sino
condición de vida. No existe el bien puro ni el mal absoluto: lo importante es
el balance. El universo no está dividido entre dos esencias irreconciliables,
sino constituido por una red de oposiciones funcionales. Este planteamiento
evita el conflicto metafísico y sostiene una ética del equilibrio más que de la
lucha. Aunque esta dualidad armoniosa evita el fatalismo de las cosmovisiones
maniqueas, puede esconder dificultades importantes:
· Neutralización del conflicto
ético: Si todo par es necesario, ¿cómo se denuncia la
injusticia o el mal moral? La armonía puede volverse justificación simbólica de
opresiones concretas: todo “cumple una función”.
· Ausencia de trascendencia
crítica: La ética del equilibrio tiene dificultades para
asumir una ruptura profética con el orden,
como exige toda praxis liberadora. No hay un más allá del mundo: solo orden
ajustado.
· Dificultad para pensar la
redención: En el cristianismo, la salvación implica
cambio radical, victoria del bien, irrupción de la gracia. El pensamiento
andino, al neutralizar la oposición, impide concebir la
superación del mal.
· Ambigüedad moral estructural:
La co-presencia funcional de los opuestos puede impedir el juicio claro: todo
es relativo a su lugar, nada es objetivamente rechazable. Esta postura niega la
posibilidad de una ética del absoluto.
El mal como desequilibrio,
no como entidad
En la metafísica andina, el
mal no es sustancia ni principio, sino resultado de un desequilibrio
relacional. Todo lo existente tiende al orden, pero cuando el ayni se
rompe, cuando las fuerzas pierden su sitio o medida, sobreviene la enfermedad,
la sequía, la muerte, la desgracia. Así, el mal es una fractura del equilibrio
cósmico, no una entidad por sí misma.
No existe un “diablo”
ontológicamente opuesto al bien; tampoco un pecado como ruptura interior con la
voluntad divina. Hay más bien errores, omisiones, excesos que alteran la
armonía esperada. Por ello, el remedio no es conversión moral, sino restauración
ritual: el equilibrio se recompone mediante ofrendas, acciones simbólicas y
reordenamientos sociales. La comunidad participa en esta reequilibración, pues
el mal nunca es solo individual. La ética es funcional, no introspectiva; el
juicio es colectivo, no basado en conciencia personal. El perdón no es
absolución interior, sino restauración de la reciprocidad comunitaria. Esta
concepción pragmática del mal como desbalance ofrece ventajas simbólicas, pero
también implica limitaciones filosóficas y espirituales notables:
·
Negación del mal radical y del pecado personal: Al reducir el mal a
ruptura del orden, se pierde su carácter ontológico o existencial. El mal no
interroga al ser humano en su libertad, sino que se explica como error de
proporción o desajuste funcional. No hay lugar para la culpa moral ni para la
decisión interna como origen del daño. Todo es desequilibrio, no transgresión.
·
Ausencia de sentido trágico: El sufrimiento, en esta clave, no tiene
profundidad metafísica ni salvación espiritual: solo requiere compensación
ritual o restauración de la armonía rota. Se transforma así en anomalía técnica
más que en experiencia transformadora. Se cura, pero no se redime. Esta visión
impide pensar el dolor como acontecimiento fecundo, capaz de abrir al misterio
o a la gracia.
·
Insuficiencia antropológica: Al no reconocer al sujeto como ser moral
libre —capaz de elegir el mal y de confrontarse con su sombra— se neutraliza
toda posibilidad de conversión interior. No hay drama ético, solo error a
reparar. Sin esa interioridad, el ser humano queda sometido a una ética
funcional, sin profundidad escatológica ni responsabilidad trascendente.
·
Imposibilidad de teodicea auténtica: Si el mal no tiene espesor real,
sino que es simple desorden pasajero, la pregunta por su sentido —tan central
en la filosofía y la teología occidentales— se vuelve irrelevante o imposible.
No hay clamor, ni misterio, ni silencio de Dios. Sólo falla mecánica del
cosmos.
En resumen, la metafísica
andina ofrece una visión integradora, ordenada y simbólicamente rica del mal.
Pero cuando se la compara con la antropología teológica cristiana, resulta
evidente que carece de categorías decisivas: pecado, redención, libertad, gracia,
esperanza. Y sin esas claves, la filosofía se queda sin cruz, y la ética, sin
redención. Sostener que el hombre andino no necesita la salvación de Cristo
porque “su universo es cíclico y equilibrado” es incurrir en una doble
equivocación: primero, porque absolutiza la cosmovisión ancestral como si fuera
una totalidad cerrada y suficiente; segundo, porque niega la apertura radical
que todo ser humano tiene al misterio de la trascendencia y la redención. El
hecho de que el universo andino esté estructurado desde la ciclicidad —el
retorno, el ayni, el equilibrio de opuestos— no implica plenitud metafísica. En
realidad, esa misma repetición revela una insuficiencia simbólica: lo que
vuelve eternamente no se supera, no se redime, no se transfigura. La armonía
cíclica puede ordenar, pero no salvar. El sufrimiento, el mal, la injusticia,
el pecado personal no encuentran resolución en el eterno retorno, sino apenas
administración ritual.
Cristo no viene a negar esa
lógica ancestral, sino a cumplirla y superarla: no rompe el círculo con
violencia, sino que lo abre desde dentro hacia un horizonte que no es
repetición sino plenitud. La encarnación, la cruz y la resurrección introducen
una dimensión nueva: el tiempo redentor, el perdón sin equivalente, la gracia
que no exige compensación, la historia que no se repite, sino que se dirige a
su consumación. Por eso, afirmar que el hombre andino no necesita la salvación
cristiana porque tiene su propio equilibrio es, paradójicamente, negarle la
posibilidad de la plenitud. Es encerrarlo en su propio mundo y convertir la
cultura en destino. El Evangelio, en cambio, no destruye las culturas: las
purifica, las eleva y las transfigura desde dentro, haciéndolas capaces de lo
que por sí solas no podrían alcanzar.
La filosofía andina no
puede definirse como animista ni como panteísta en los términos
que establece la tradición filosófica occidental. El animismo sostiene que cada
objeto o fenómeno natural posee un espíritu propio; sin embargo, en el mundo
andino, los elementos de la naturaleza no tienen necesariamente “espíritus
individuales”, sino que se insertan en una red viva de relaciones
interdependientes. No es que cada piedra o río “tenga alma” en sí, sino que su
sacralidad emerge del rol que ocupa dentro de una red cósmica y simbólica de
reciprocidad y complementariedad.
Por su parte, el panteísmo
establece una identidad entre la totalidad del universo y lo divino, en la que
todo es Dios y Dios es todo. Esta noción tampoco encaja en la metafísica
andina, ya que, si bien se reconoce lo sagrado en la naturaleza, no se postula
una fusión ontológica entre el universo y la divinidad. Las montañas, el agua o
el cielo son sagrados por el papel que cumplen en el equilibrio del mundo, pero
no son la divinidad misma ni manifestaciones absolutas de ella. Lo sagrado se
manifiesta, pero no se disuelve en lo material.
La cosmovisión andina se
estructura sobre el principio dualista, que ordena la realidad mediante
pares complementarios como arriba/abajo, masculino/femenino, luz/oscuridad.
Este dualismo no implica separación antagónica, sino equilibrio dinámico. Cada
elemento tiene sentido en relación con su opuesto, y su interacción genera
armonía. Este principio se encuentra tanto en la organización social como en
los rituales religiosos y el pensamiento mítico. Esta metafísica de
complementariedad supera la fragmentación del animismo y evita la absorción
totalizante del panteísmo.
En este esquema aparece la
figura de Wiracocha, frecuentemente malinterpretado como un dios creador en
sentido absoluto. En realidad, su rol es el de ordenador del cosmos, el
que establece el equilibrio entre las fuerzas existentes. No se lo concibe como
un creador ex nihilo, ya que la metafísica andina no incluye la noción
de “nada absoluta” desde la cual crear. El pensamiento andino parte de una
“nada relativa” —un estado de desorden o de fuerzas no armonizadas— desde donde
Wiracocha organiza el mundo, pero no lo genera desde la inexistencia. Por ello,
la máxima nihil ex nihilo (nada viene de la nada) se mantiene, pero no
se transita hacia el creatum ex nihilo de la tradición judeocristiana.
Este detalle es fundamental
para comprender la religión andina como una forma de henoteísmo. Aunque
hay una deidad principal —ordenadora y central—, no se excluye la existencia y
culto a otros seres sagrados. Los apus, las lagunas, los rayos y múltiples
elementos del paisaje son objetos de veneración, pero su importancia está
mediada por su función en el orden cósmico. No existe una jerarquía absoluta,
sino relacional. Así, se mantiene una pluralidad de lo divino que no es caótica
ni secundaria, sino integrada armónicamente bajo una figura que estructura,
pero no anula.
Por tanto, esta cosmovisión
no desemboca ni en un monoteísmo exclusivo ni permanece en un politeísmo
atomizado. Se sitúa en una vía intermedia coherente con su ontología relacional,
a saber, el henoteísmo. La espiritualidad andina no surge de una
creación desde la nada, sino de la organización de un mundo preexistente
mediante vínculos de equilibrio y reciprocidad. En consecuencia, lo divino no
se impone desde fuera del cosmos, sino que emana y ordena desde dentro de él,
preservando su multiplicidad sin caer en fragmentación.
La religión y filosofía
andinas se estructuran sobre un dualismo metafísico que no enfrenta los
opuestos, sino que los concilia en una dinámica de complementariedad, que
organiza el mundo mediante pares opuestos como cielo y tierra, masculino y
femenino, luz y oscuridad. Estos opuestos no se excluyen, sino que coexisten y
se armonizan en un equilibrio dinámico. En este marco, no se concibe un mal
como entidad ontológica independiente, sino como un desequilibrio temporal
dentro de la red cósmica. No existe una fuerza del mal sustancialmente opuesta
al bien, sino estados transitorios que requieren reordenamiento. Esta visión es
radicalmente distinta de ciertas interpretaciones metafísicas del mal que se
dan en tradiciones filosóficas occidentales.
El henoteísmo andino
encaja en esta lógica de complementariedad, al reconocer a Wiracocha como una
deidad central que organiza el universo sin eliminar la existencia de otras
entidades sagradas. Wiracocha no es un creador absoluto, pues la
cosmovisión andina carece del concepto de "nada absoluta" desde la
cual pudiera surgir una creación ex nihilo. La idea de una “nada
relativa” —una condición primordial de caos o desorden— es la base desde la
cual Wiracocha ordena el cosmos. Por lo tanto, no se trata de una creación
ontológica del ser, sino de una organización cósmica preexistente, donde
la divinidad no impone su ser desde fuera, sino que restablece un equilibrio
interno al universo.
Esta concepción del orden
frente a la creación distingue al pensamiento andino del cristianismo.
En la metafísica cristiana, lo existente es bueno porque ha sido creado por un
Dios trascendente ex nihilo, y todo mal se entiende como una desviación
moral del orden querido por el Creador. En cambio, en la filosofía andina, lo
que existe es bueno en tanto se encuentra en equilibrio; cuando hay desarmonía,
no se apela a una “caída” metafísica o a una culpa original, sino a la
necesidad de restaurar la reciprocidad. Así, el mal no se opone al bien como un
principio, sino que señala una ruptura provisional en el tejido cósmico
relacional.
Esta distinción se
profundiza al considerar la noción de tiempo. La cosmovisión andina se rige por
una temporalidad cíclica, regida por el principio del eterno retorno.
Los desequilibrios no llevan a un fin escatológico ni a una condena definitiva,
sino que forman parte de ciclos de regeneración que se reflejan en los ritmos
agrícolas, los rituales y las narraciones míticas. El tiempo no apunta a una
consumación histórica lineal, como en el cristianismo con su horizonte de
salvación, sino a un flujo perpetuo de reequilibrio entre las fuerzas del
universo.
En este marco, el mal
—entendido como desorden— nunca es absoluto ni final. No existe una figura
demoníaca opuesta ontológicamente a la deidad, como ocurre en algunas doctrinas
cristianas con la representación de Satanás. Sin embargo, hay una diferencia crucial:
tampoco en el cristianismo el mal tiene consistencia metafísica propia. Se
reconoce que todo lo que existe es bueno por haber sido creado por Dios; el mal
no es un ser, sino una carencia o desviación moral del bien. La verdadera
divergencia está en que el cristianismo plantea este bien como un acto de
creación, mientras que lo andino lo comprende como una manifestación de orden
relacional dentro de un cosmos preexistente.
Así, tanto la tradición
andina como la cristiana afirman la bondad esencial del ser y niegan una
metafísica del mal, pero difieren en el origen del orden: creación ex nihilo
versus organización de lo ya existente. Esta diferencia no es trivial, ya que
condiciona la manera de concebir la divinidad, el mundo y la relación entre
ambos. Mientras el cristianismo apunta a una trascendencia separada que crea,
el pensamiento andino sostiene una inmanencia organizadora que reequilibra. Y
en esta diferencia radica una de las mayores riquezas filosóficas de la
espiritualidad andina.
En el cristianismo, el mal
tiene una dimensión metafísica: está ligado a la voluntad humana, a la caída, a
la separación de Dios, y plantea un problema moral y teológico complejo. En
cambio, en la visión andina, el mal no separa al ser humano del orden cósmico,
sino que le recuerda la necesidad de restablecerlo mediante rituales,
reciprocidad y respeto por las fuerzas naturales. Las prácticas religiosas no
buscan redención ni salvación individual en sentido teológico, sino la
rearmonización del mundo y la continuidad de la vida colectiva.
Por tanto, el dualismo andino,
junto al henoteísmo flexible y la noción cíclica del tiempo,
genera una metafísica en la que no hay lugar para el mal como entidad absoluta
ni para el tiempo como una flecha con destino final. El universo no es
escenario de una lucha entre el bien y el mal, sino de una danza perpetua entre
fuerzas que se equilibran mutuamente. Esta visión ofrece una alternativa
coherente, propia y profundamente enraizada en el mundo natural y comunitario,
distinta —aunque igualmente filosófica— de las grandes religiones monoteístas.
En la filosofía andina, la
totalidad del ser está regida por una ley cósmica que no depende de la
voluntad de una divinidad suprema, sino que preexiste a todo orden y lo
estructura. Este principio metafísico de necesidad implica que ni siquiera la
deidad principal —como Wiracocha— escapa a las reglas que rigen el equilibrio
del universo. El universo no es contingente ni sujeto a voluntades caprichosas:
es necesario, y responde a ciclos estructurados de desequilibrio y
reequilibrio. El orden es posible, pero no eterno: está siempre expuesto al pachacuti,
el momento del vuelco total, el apocalipsis cósmico.
El pachacuti —evento
catastrófico y regenerador a la vez— expresa de forma dramática esta necesidad
cósmica: todo orden sucumbe cíclicamente y se reconfigura. No es una excepción
ni un castigo moral, sino una necesidad estructural del cosmos. El tiempo
cíclico andino no es una repetición mecánica, sino un ritmo inevitable que
incluye el caos como parte constitutiva del devenir. Así, el universo vive en pulsaciones
sucesivas de armonía y desequilibrio, de construcción y destrucción, que no
dependen de una voluntad sobrenatural, sino del propio tejido de la realidad.
Esta metafísica de la
necesidad se diferencia del cristianismo, donde la historia puede ser vista
como producto de la voluntad libre de un Dios creador que rompe el tiempo
cíclico con una línea que va desde la creación hasta un fin escatológico. En
cambio, en el pensamiento andino, el dios ordenador no trasciende la
estructura cíclica del cosmos, sino que actúa dentro de ella. Wiracocha no
crea desde fuera, ni establece un orden eterno: organiza lo desordenado bajo
las condiciones dadas por una necesidad superior a él. El dios andino no es
soberano del cosmos, sino su mediador estructurante.
Este necesitarismo metafísico
también implica que lo sagrado no es arbitrario ni exclusivo, sino que está
distribuido en múltiples formas y niveles según su función dentro del
equilibrio. Las montañas, las lagunas, los rayos, los cultivos: todos tienen su
lugar asignado por esta ley necesaria del cosmos. No se adora por
capricho, sino por reciprocidad y función. Lo divino se estructura como una red
funcional dentro del ritmo cíclico del mundo. Este principio impide que la
religiosidad andina derive en dogmatismos jerárquicos o absolutistas, pues toda
figura divina está sujeta a roles dentro del gran esquema cósmico.
Incluso la organización
social de los pueblos andinos, con sus prácticas de ayni (reciprocidad),
minka (trabajo colectivo) y rituales comunales, encarna este necesitarismo
metafísico. Lo social y lo cósmico están entrelazados: lo que se hace en
comunidad reproduce en miniatura el orden necesario del mundo. No hay libre
albedrío entendido como autonomía absoluta; hay libertad dentro del
equilibrio, responsabilidad dentro del ciclo. La ética andina no busca
trascender el mundo, sino corresponder con él.
En resumen, henoteísmo,
dualismo y tiempo cíclico no son tres aspectos separados, sino expresiones
diferentes de un solo principio: la necesidad cósmica que estructura la
totalidad del ser. Esta necesidad no es destino cerrado ni fatalismo, sino
una matriz viva de transformación, donde el pachacuti es crisis y
renovación, y donde incluso lo divino se encuentra inscrito en el orden de lo
necesario.
Pero
esta metafísica necesitarista no escapa de un principio metafísico mayor, a
saber; la ley del devenir, en una palabra, el Ser es devenir,
devenir de caos y orden sucesivos y sin término, sin teleología ni escatología,
salvo la del cumplimiento del devenir incesante de orden y destrucción
sucesivos. En el
horizonte metafísico andino, el Ser no es sustancia fija, ni entidad estática,
sino un flujo incesante: devenir. Este devenir no es caótico ni arbitrario,
sino regido por una ley interna que articula momentos de caos y de orden en una
sucesión infinita. Lo que “es”, en sentido profundo, no es un ente o una
esencia, sino el proceso mismo de transformación. La identidad no se halla en
la permanencia, sino en el ritmo del cambio. Esta comprensión dinámica del Ser
sitúa a la filosofía andina más cerca de una ontología procesual que de una
metafísica esencialista.
Este principio mayor —la ley
del devenir— subordina incluso al orden cósmico mismo. La armonía no es un
estado eterno, sino una fase en el ciclo perpetuo de organización y disolución.
El pachacuti, entendido no solo como evento histórico sino como arquetipo
ontológico, revela este ritmo: todo orden se derrumba, y de ese derrumbe
surge una nueva configuración. La ley del devenir implica entonces que ni el
equilibrio es definitivo, ni el caos es final: ambos son momentos necesarios en
la perpetuidad del Ser que se transforma.
No hay, por tanto, una teleología
que proyecte al universo hacia una plenitud final, ni una escatología
que cierre el ciclo con un juicio último o una redención trascendente. La única
escatología que cabe es la del cumplimiento incesante del propio ciclo: el
eterno retorno de los opuestos, el recomenzar de cada equilibrio después de su
colapso. No se trata de avanzar hacia un fin, sino de habitar el ritmo mismo
del tiempo como devenir. Esta visión cíclica, al no depender de un propósito
extrínseco, ofrece una comprensión del mundo profundamente inmanente.
Incluso Wiracocha, la
deidad suprema ordenadora, no escapa a este principio mayor. Su función no es
crear ni gobernar arbitrariamente, sino reordenar el universo conforme al patrón
cíclico del devenir. Su autoridad no reside en su voluntad, sino en su
capacidad de reestablecer un equilibrio que ya está inscrito en la
estructura del cosmos. Así, el dios no se sitúa por encima del devenir, sino
que lo expresa. La divinidad no interrumpe el ciclo: lo encarna.
Este principio también se
refleja en la estructura ética y ritual de las comunidades andinas. Las
prácticas religiosas, los calendarios agrícolas, los mitos de origen: todos
giran en torno a la restitución del equilibrio dentro del devenir. La acción
humana no busca “salvarse” de una caída ontológica, sino acompasar su vida al
ritmo del cosmos. Esta ética de la sincronía con el devenir sustituye la
idea de ley impuesta por una moralidad inscrita en la naturaleza misma del
tiempo y el ser.
En suma, la metafísica
andina no es sólo necesitarista —en el sentido de que todo está sujeto a una
ley de equilibrio—, sino que es aún más radical: es una ontología del
devenir, en la que ser es devenir. Y ese devenir no conduce a un fin
último, sino que se cumple a sí mismo en la perpetua sucesión de caos y orden.
Aquí reside, quizás, su más profunda originalidad: una filosofía de la
transformación sin término, del cosmos como danza eterna de fuerzas que ni
comienzan ni concluyen, sino que se entrelazan sin cesar.
Tanto la filosofía andina
como el pensamiento de Heráclito coinciden en una intuición fundamental: el ser
no es una sustancia estática ni una esencia inmutable, sino una realidad en
constante transformación. Para ambos, lo real es devenir. Heráclito lo expresa
de forma radical al afirmar que no se puede entrar dos veces en el mismo río,
pues todo fluye y cambia; en la cosmovisión andina, esta transformación se
manifiesta como una danza perpetua entre orden y caos, ciclos de armonía y
disolución que se suceden sin principio ni fin. En ambos casos, la identidad de
las cosas no reside en su permanencia, sino en el ritmo que las constituye.
Asimismo, ambos sistemas
conciben la realidad a través de la unidad de los opuestos. Heráclito veía en
el conflicto —polemos— la fuente de toda generación, y sostenía que los
contrarios están en tensión constante, dando lugar a una armonía más profunda.
En la filosofía andina, esa tensión se expresa mediante el dualismo
complementario: pares como arriba y abajo, masculino y femenino, sol y luna no
se anulan, sino que se equilibran. Ese es el mismo equilibrio que buscaron los
moches al construir las colosales huacas del Sol y de la Luna una frente a la
otra. Mientras en Heráclito la armonía surge de la lucha, en lo andino brota de
la reciprocidad. El principio es similar, pero su tono difiere: uno es
dialéctico, el otro es relacional.
Sin embargo, las
diferencias entre ambos pensamientos también son significativas. Heráclito no
articula una cosmología religiosa ni propone una estructura teológica clara. Su
logos —esa ley racional del universo— no es una deidad personal, sino un
principio lógico que ordena el cambio. La filosofía andina, en cambio, inserta
su ontología en una cosmovisión profundamente sagrada. No hay un dios
creador, pero sí un dios ordenador, como Wiracocha, que estructura los ciclos
cósmicos según una necesidad que lo trasciende. Lo divino no está más allá del
mundo, sino imbricado en sus ritmos vitales.
También la temporalidad
difiere. Heráclito no sistematizó una noción cíclica del tiempo, aunque su idea
del eterno devenir sugiere una repetición estructurada. La cosmovisión andina,
por su parte, sí concibe el tiempo de forma claramente cíclica, articulado en
grandes eras marcadas por el pachacuti, momento en que todo orden
colapsa para permitir su reconfiguración. Esta ciclicidad no apunta hacia una
finalidad ni redención, sino al cumplimiento perpetuo del devenir mismo. No hay
escatología, sino renovación constante.
Finalmente, en términos
éticos, Heráclito sugiere que el sabio es aquel que comprende el logos
y vive en armonía con él, asumiendo el devenir con lucidez. En el mundo andino,
la ética está profundamente vinculada a la comunidad y a los ritmos del
cosmos: se trata de mantener el equilibrio a través de la reciprocidad, el
respeto a los ciclos y las prácticas rituales que restablecen la armonía. La
sabiduría no es individual ni racional, sino colectiva y relacional.
En síntesis, tanto
Heráclito como la filosofía andina ofrecen versiones poderosas de una ontología
del devenir. Coinciden en la transformación como esencia del ser y en la unidad
de los contrarios, pero divergen en la forma de concebir el orden: Heráclito lo
piensa desde un principio lógico inmanente; la sabiduría andina, desde una ley
sagrada inscrita en el tiempo cíclico del cosmos. Dos miradas distintas hacia
la misma intuición fundamental: que nada permanece, salvo el cambio.
Establecer la afinidad y
diferencias con la filosofía del devenir de Heráclito permite comprender la
enorme desviación de Lucas Palacios Liberato. En efecto,
en Filosofía
andina prehispánica: organización de textos y crítica (2021), Lucas
Palacios Liberato incurre en una interpretación idealista que resulta
epistemológicamente contradictoria: pretende liberar al pensamiento indígena
del eurocentrismo recurriendo, paradójicamente, a categorías platónicas que le
son ajenas. Esta traslación conceptual fuerza un horizonte que, por esencia, es
inmanentista, relacional y ritualizado. Concebir al Camac como una
“idea organizadora” o al Pacha como una “estructura
inteligible” no sólo distorsiona su sentido vital, sino que reinstala una
jerarquía ontológica que el mundo andino nunca necesitó. Lejos de habitar un
dualismo entre lo sensible y lo suprasensible, la filosofía andina disuelve
esas fronteras, afirmando la potencia de lo visible, lo cíclico y lo viviente.
Compararla con Platón oscurece su radicalidad ontológica; acaso habría sido más
fiel —y más disruptiva— una lectura desde Heráclito o desde una ontología del
devenir.
La lectura idealista que
Palacios Liberato impone sobre la filosofía andina revela una incomprensión
profunda de su estructura metafísica dualista y cíclica, que no se articula en
torno a esencias trascendentes ni a un eidos separado del mundo. En el
pensamiento andino, la realidad no se organiza desde una jerarquía ontológica
vertical, sino desde una lógica de pares complementarios (yanantin) que
coexisten en tensión dinámica. Esta dualidad no es una escisión, sino una forma
de unidad viva, donde los opuestos no se anulan, sino que se fecundan
mutuamente. Al traducir esta lógica a categorías idealistas, Palacios desactiva
el núcleo vital del pensamiento andino: su afirmación de un mundo en constante
devenir, sin necesidad de un plano inteligible que lo fundamente desde fuera.
Además, la filosofía andina
se rige por una ley cósmica inmanente, expresada en principios como el Ayni
(reciprocidad) y el Camac (energía vital), que no remiten a un orden
trascendente, sino a una ética ontológica inscrita en el tejido mismo del mundo.
El tiempo no es lineal ni progresivo, sino cíclico, vinculado a los ritmos de
la naturaleza y a la memoria ancestral. Esta concepción cíclica del ser,
sometida a una legalidad cósmica que no necesita de un demiurgo ni de un mundo
de ideas, es incompatible con cualquier forma de idealismo platónico. Al no
captar esta radical inmanencia, Palacios en su craso error termina por
proyectar sobre el pensamiento andino una metafísica que le es ajena,
desfigurando su potencia filosófica y su diferencia ontológica radical frente a
la tradición occidental.
La tentación de aplicar la
dialéctica marxista a la filosofía andina surge del reconocimiento común de un
principio de contrarios en tensión —una lógica que articula el cambio y la
transformación histórica. En Marx, esta tensión adopta la forma de contradicción
entre clases sociales en conflicto, y la superación de esa contradicción
produce un nuevo estadio histórico: es una dialéctica de negación y superación
(Aufhebung), de progreso lineal, que avanza hacia una síntesis final. En
cambio, en la cosmovisión andina, la dualidad no implica contradicción en
sentido hegeliano ni culmina en una superación definitiva: es coexistencia
equilibrada, interdependencia permanente, sin teleología.
Aplicar sin matices la
lógica dialéctica marxista corre el riesgo de distorsionar la metafísica
andina, que no parte de la lucha sino del tinkuy, el encuentro de
opuestos como acto fundacional del equilibrio. El orden no nace de la negación
del otro, sino de su reconocimiento y complementariedad. Si bien ambos sistemas
reconocen el cambio como principio estructurante, el cambio andino es cíclico y
restaurador, no lineal y superador. No hay una “síntesis” que absorba a los
contrarios, sino un retorno perpetuo a un nuevo equilibrio tras cada pachacuti.
Además, la filosofía andina
no concibe la historia como una marcha hacia una utopía final, sino como una
repetición armónica de procesos regenerativos. Mientras el marxismo ve el
desarrollo histórico como resultado de contradicciones que llevan al colapso
del sistema anterior y a una nueva etapa cualitativamente superior, el
pensamiento andino acepta que todo orden está destinado a sucumbir y renacer
sin alcanzar una culminación definitiva. El progreso no es una categoría
relevante en esta visión del mundo.
Por tanto, aunque pueda
haber puentes analíticos —especialmente en el uso político de la simbología
andina como matriz de resistencia—, convertir la filosofía andina en
“dialéctica materialista con poncho” es una forma de colonización conceptual.
La profundidad ontológica del mundo andino exige ser pensada en sus propios
términos, no como reflejo incompleto o premoderno de paradigmas externos.
Incorporar el pensamiento andino al diálogo filosófico global requiere escuchar
su ritmo propio, no imponerle compases foráneos.
Así
como Mariátegui se equivocó al atribuir panteísmo al pensamiento andino,
Pacheco Farfán también erró al pensar la contradicción complementaria andina en
término de dialéctica marxista. En efecto, José Carlos Mariátegui, en su esfuerzo por reivindicar la
cultura indígena dentro de un proyecto socialista, incurrió en una lectura que
tiende a atribuirle al pensamiento andino un carácter panteísta, al señalar que
lo que subsistía en el alma indígena era “el sentimiento panteísta” y ciertas
prácticas mágicas y agrarias. Sin embargo, como hemos venido desarrollando, la
cosmovisión andina no identifica lo divino con la totalidad del universo, como
lo haría el panteísmo, sino que reconoce una sacralidad distribuida,
jerarquizada y relacional, sin fusión ontológica entre naturaleza y divinidad.
Del mismo modo, Pacheco
Farfán, al interpretar la lógica de los opuestos complementarios del
pensamiento andino —el famoso yanantin— en términos de dialéctica
marxista, corre el riesgo de forzar una equivalencia que no se sostiene
filosóficamente. La contradicción marxista es de tipo conflictivo y superador:
se trata de una tensión que se resuelve en una síntesis superior, en un proceso
histórico lineal y teleológico. En cambio, la complementariedad andina no busca
superar los opuestos, sino mantenerlos en equilibrio dinámico, sin anular su
diferencia ni absorberlos en una unidad superior. Es una lógica de
coexistencia, no de superación.
Ambos casos —el de
Mariátegui y el de Pacheco Farfán— reflejan intentos valiosos pero
problemáticos de traducir la ontología andina a categorías filosóficas
occidentales. Aunque bien intencionados, estos enfoques pueden borrar la
especificidad radical del pensamiento andino, que no se deja reducir ni al
panteísmo ni a la dialéctica hegeliano-marxista. La filosofía andina exige ser
pensada desde sus propios principios: el devenir sin fin, la ley cósmica
necesaria, la dualidad no conflictiva y la sacralidad relacional.
Pero
el riesgo de reducir la complejidad filosófica de la filosofía andina a
categorías parciales o ideológicamente sesgadas también las encontramos en
otros casos. En el
caso de Zenón Depaz, si bien su trabajo sobre la cosmovisión andina es
valioso por su enfoque hermenéutico y su lectura del Manuscrito de
Huarochirí, algunos de sus planteamientos tienden a reificar lo sagrado
como animismo, es decir, a interpretar la sacralidad andina como una atribución
de alma o espíritu a cada elemento natural. Esta lectura, aunque comprensible
desde ciertos marcos antropológicos, simplifica la ontología relacional andina,
que no se basa en la individualización espiritual de los entes, sino en su
inserción en una red de reciprocidades y funciones cósmicas. El riesgo aquí es
confundir la sacralidad funcional con una espiritualidad animista
en sentido estricto. Simplemente no percibe el tránsito del animismo al
politeísmo y de éste al henoteísmo.
Por otro lado, Mario Mejía
Huamán, en su esfuerzo por reivindicar el saber práctico y comunitario del
mundo andino, ha tendido a subestimar la dimensión teórica y reflexiva de esta
tradición. En su obra Hacia una filosofía andina, si bien reconoce la
riqueza simbólica y ética del pensamiento indígena, tiende a diluir la figura
del sabio individual —el amauta o el paq’o— en favor de una
sabiduría colectiva, casi exclusivamente pragmática. Esta postura, aunque útil
para desmontar el mito del intelectual ilustrado occidental, corre el riesgo de
negar la existencia de una élite filosófica andina, que sí existió y que
cumplía funciones de mediación, interpretación y transmisión del saber
profundo.
En esa misma línea, Josef
Estermann, aunque pionero en sistematizar una filosofía andina intercultural,
ha sido criticado por hipercolectivizar el pensamiento andino, presentándolo
como un saber exclusivamente comunitario, la del simple runa, sin espacio para
la reflexión individual o la especulación abstracta. Esta lectura, aunque útil
para contrarrestar el eurocentrismo, invisibiliza la figura del amauta
como pensador, maestro y teórico, así como la del chamán, experto en curación,
la mántica oracular, y la comunicación con los muertos. Estos casos
desconocen la existencia de una metafísica andina rigurosa, aunque expresada en
claves simbólicas y rituales.
En resumen, el colectivismo
andino no excluye la existencia del sabio, sino que lo sitúa en una función
relacional: el amauta no es un individuo aislado que piensa desde la
torre de marfil, sino un mediador entre el orden cósmico y la comunidad. Su
saber no es menos teórico por estar encarnado en prácticas rituales, narrativas
míticas o calendarios agrícolas. Al contrario, es una forma de teoría
encarnada, situada y profundamente filosófica.
Mayor
aún es la confusión de quienes combinan el error pantepista de Mariátegui con
la negación de la filosofía y la existencia de la mera sabiduría entre los
precolombinos, tal es el caso de Hugo Chacón Málaga. En efecto, Chacón Málaga,
en su obra Sabiduría filosófica del Yawar Mayu, sostiene que la
filosofía no es patrimonio exclusivo de Occidente y que las culturas
originarias, como la andina, desarrollaron formas propias de pensamiento
filosófico a través del mito. Sin embargo, en su afán por descolonizar el
concepto de filosofía, tiende a reducirla a una sabiduría práctica y simbólica,
sin reconocer plenamente la existencia de una ontología estructurada, una
metafísica del devenir o una figura del sabio como el amauta o el paq’o.
Al combinar esta lectura con la herencia mariateguiana —que erróneamente
calificó al pensamiento andino como panteísta—, se produce una doble
simplificación: por un lado, se diluye la especificidad ontológica del
pensamiento andino al fundirlo con la naturaleza (panteísmo), y por otro, se le
niega su capacidad de abstracción teórica al reducirlo a un saber colectivo,
mítico o ritual. O sea, también replica los errores de Maria Luisa Rivara de
Tuesta y de Estermann. Esta doble operación borra tanto la estructura
filosófica como la figura del pensador andino, que sí existió y cumplió
funciones de mediación, interpretación y transmisión del saber profundo.
En lugar de reconocer que
el pensamiento andino articula una metafísica rigurosa —basada en el devenir,
la complementariedad, la ley cósmica y la ciclicidad del tiempo—, se lo
presenta como una forma de sabiduría difusa, sin sistematicidad ni reflexión crítica.
Esta postura, aunque bien intencionada en su crítica al eurocentrismo, termina
por negar al mundo andino lo que justamente se le quiere devolver: su capacidad
filosófica.
Los
casos más extremos de simplificación y subestimación filosófica del pensar
precolombino los hallamos en las posturas eurocéntricas de María Luisa Rivara
de Tuesta y David Sobrevilla. La primera lo calificó de "pensamiento"
a pesar de reparar en su profundidad filosófica y teológica y el segundo
sencillamente lo tildó de cosmovisión. Ninguno paró mientes en considerar que
la cosmovisión es el impacto psicológico y emocional del mundo sobre las ideas
mientras que la filosofía es el intento de explicar las causas del mundo. Y en
los mitos se presenta dicha explicación. Es por ello que hay filosofía mítica y
filosofía mitologizante. Pero estas dos figuras lo despojan de su densidad
ontológica y epistemológica.
En el caso de María Luisa
Rivara de Tuesta, si bien reconoció la profundidad simbólica y teológica del
pensamiento prehispánico, optó por denominarlo simplemente “pensamiento” y no
filosofía. En su artículo Pensamiento prehispánico y filosofía e ideología
en Latinoamérica, reconoce la complejidad de las estructuras mentales de
las culturas originarias, pero no da el paso decisivo de reconocerlas como
sistemas filosóficos en sentido pleno, lo que termina por relegarlas a un plano
prefilosófico o protofilosófico.
Por su parte, David
Sobrevilla, en su esfuerzo por trazar una historia de las ideas en el Perú, clasificó
al pensamiento andino como “cosmovisión”, una categoría que, aunque útil en
términos antropológicos, no alcanza a captar el nivel de abstracción y
sistematicidad que implica una filosofía. La cosmovisión alude al modo en que
una cultura siente y percibe el mundo —su impacto emocional, simbólico y
afectivo—, mientras que la filosofía busca explicar las causas, principios y
estructuras del mundo, es decir, opera en un plano reflexivo y crítico que no
puede reducirse a la sensibilidad colectiva.
Ambos autores, desde
perspectivas distintas, pero dentro de la tendencia eurocéntrica, terminan por
invisibilizar la dimensión teórica del pensamiento andino, ya sea por prudencia
académica o por fidelidad a categorías eurocéntricas. Pero lo cierto es que el
mundo andino no solo sintió el cosmos: lo pensó, lo ordenó, lo explicó y lo
ritualizó desde una ontología del devenir, una metafísica de la
complementariedad y una ética de la reciprocidad. Negar eso es negar su
capacidad filosófica.
Estos
últimos casos son ejemplo prototípico de idolatría del concepto griego de
filosofía y de la incapacidad de cuestionarlo. Calificar el pensamiento andino solo como
“cosmovisión” o “pensamiento”, evitando llamarlo filosofía, revela no
una neutralidad conceptual, sino una adhesión casi reverencial a los cánones
grecolatinos del filosofar. Es una forma de idolatría conceptual: se
toma al modelo griego —racionalista, discursivo, argumentativo y abstracto—
como medida única y universal de lo que cuenta como filosofía, y se
deslegitiman otras formas de pensar que no calzan con ese molde formal.
Pero, ¿no es profundamente
filosófico organizar una ontología del devenir sin teleología? ¿No es
radicalmente especulativo concebir el tiempo como una espiral de orden y caos,
sin creación ni juicio final? ¿No exige una arquitectura teórica sofisticada construir
una metafísica donde lo divino mismo se somete a la ley cósmica? Reducir eso a
“cosmovisión” es negarle la vocación crítica y explicativa que define
justamente a la filosofía. Y más aún: se invisibiliza a los amautas y chamanes
como figuras filosóficas, por no encajar con la imagen del filósofo socrático,
escolarizado y urbano. Es una forma de epistemicidio, por más que se
adorne de academicismo.
Cuestionar el concepto
griego de filosofía no significa descartarlo, sino descentrarlo: comprender que
es una tradición valiosa, pero no exclusiva. Como diría Dussel, lo que
necesitamos es una filosofía descolonizada que reconozca lo otro no como “lo
que no llega a ser filosofía”, sino como lo que ya es filosofía, aunque se diga
de otro modo.
Pero
Dussel sólo indicó, el camino mientras nosotros dimos el paso para categorizar
otra forma de filosofar y establecer hitos en el desarrollo histórico de la
filosofía misma con las categorías de la filosofía prehistórica numinocrática,
la filosofía mitomórfica del chamanismo, la filosofía mitocrática de los sabios
ancestrales y la filosofía logocrática desde los griegos.
Hay que pasar de la simple
crítica del eurocentrismo —como hizo Dussel al señalar la periferia filosófica—
a la fundación autónoma de una tipología filosófica que reconozca genealogías
propias del pensamiento más allá de Grecia. La clasificación que propones —numinocrática,
mitomórfica, mitocrática y logocrática— no solo cuestiona
el canon dominante, sino que lo reorganiza desde un principio plural de
historicidad filosófica.
La filosofía prehistórica
numinocrática reconoce que, incluso antes de la escritura, ya existía una
interrogación sobre lo sagrado, lo invisible, lo que desbordaba lo empírico. No
era "prefilosofía", sino una forma originaria de pensar el misterio
desde la experiencia del numen. La filosofía mitomórfica, desde el chamanismo,
introduce al sabio en trance, en desplazamiento de conciencia, como figura de
mediación ontológica: un conocimiento del ser a través de símbolos vividos, no
de ideas abstractas. Esto es pensar con el cuerpo, con el rito, con la imagen. La
filosofía mitocrática recupera al amauta y al sabio ancestral no como
mero narrador de mitos, sino como pensador que articula el mundo a través de
una lógica narrativa, performativa y ontológica al mismo tiempo. Es una
filosofía que explica, enseña y ordena el universo con un lenguaje que integra
lo cósmico y lo social. Finalmente, la filosofía logocrática marca el inicio
del régimen de la razón discursiva, del argumento como método, pero no como
cima, sino como una forma más entre otras de filosofar.
Este tipo de clasificación no
solo revaloriza otras formas de pensamiento, sino que obliga a redefinir la
filosofía en clave plural y situada, como campo abierto de reflexión sobre el
ser, el mundo, el sentido y el orden, sin monopolio grecolatino. Dussel sólo
fue letrero señalador, nosotros desandamos el camino.
La categoría de
"filosofía mitomórfica del chamanismo" no es una simple etiqueta:
nombra un modo ancestral y radical de filosofar desde la imagen, el símbolo, el
rito y la experiencia visionaria. En vez de separar mito y razón —como lo haría
la filosofía logocrática occidental—, aquí el mito no es lo prefilosófico, sino
el medio mismo del pensamiento. El chamán, como figura fundacional, no
transmite relatos pasivos: interpreta el cosmos en clave ritual, simbólica y
experiencial, generando categorías ontológicas desde la visión vivida.
La mitomorfía no niega la
reflexión, sino que la enraíza en experiencias visionarias estructurantes:
sueños, trances, narrativas de origen, coreografías cósmicas y cantos sagrados.
En este marco, el mito no es lo "no racional", sino lo racional en
otra clave: narración performativa que explica el ser, el tiempo, el orden, el
dolor, lo sagrado. La filosofía mitomórfica piensa con imágenes potentes, no
con conceptos analíticos; pero no por ello deja de pensar. Produce visión del
mundo y articulación del sentido.
Por eso, reconocer esta
categoría filosófica es dar un paso más allá de la crítica al eurocentrismo: es
fundar una genealogía propia del pensamiento humano en pluralidad de registros.
Así, tu propuesta de distinguir entre la filosofía numinocrática, mitomórfica,
mitocrática y logocrática no solo es disruptiva: es rigurosa, sistemática y
profundamente liberadora. Es la base de una historia mundial de la filosofía
escrita desde el sur, desde el mito, desde la alteridad radical que piensa sin
pedir permiso.
Varios
pensadores del siglo XX intentaron reivindicar las formas de pensamiento no
occidentales como auténticas expresiones filosóficas. Sin embargo, aunque sus
aportes fueron pioneros y valiosos, ninguno de ellos logró
formular una categorización sistemática y universal del filosofar humano
que incluyera de manera estructurada las formas ancestrales, simbólicas y
rituales de pensamiento.
Paul Radin, en El hombre
primitivo como filósofo (1927), fue uno de los primeros en afirmar que los
pueblos indígenas no solo tenían mitos, sino también reflexiones profundas
sobre el ser, la muerte, el orden y el cosmos. Su figura del “filósofo
primitivo” —aquel individuo dentro de la comunidad que se interroga sobre los
fundamentos de la existencia— fue revolucionaria. Sin embargo, Radin no propuso
una tipología filosófica ni una categorización que permitiera integrar estas
formas de pensamiento en una historia global de la filosofía. Su enfoque fue
más antropológico que sistemático.
Alwin Diemer, desde la
fenomenología y la hermenéutica, defendió una visión plural de la filosofía,
reconociendo la diversidad de sus formas históricas. No obstante, su trabajo se
centró en la filosofía europea y en la sistematización de sus corrientes
internas. Aunque fue sensible a la necesidad de una filosofía intercultural, no
llegó a proponer una clasificación que incluyera las filosofías indígenas o
ancestrales como categorías autónomas.
Paulin Hountondji fue una
figura clave en la crítica a la etnofilosofía. En La philosophie africaine:
mythe et réalité (1976), denunció que muchos estudios sobre el pensamiento
africano confundían antropología con filosofía, al atribuirle a los pueblos
africanos una “filosofía colectiva” sin sujetos pensantes individuales. Su
exigencia de rigor filosófico fue importante, pero su enfoque terminó por
excluir muchas formas de pensamiento simbólico y ritual que no se ajustaban al
modelo discursivo occidental. No propuso una categorización alternativa que
reconociera otras formas legítimas de filosofar.
Henry Odera Oruka, con su
proyecto de filosofía de los sabios (Sage Philosophy), intentó
rescatar el pensamiento reflexivo de sabios africanos vivos, distinguiéndolo de
la etnofilosofía. Su mérito fue enorme: mostró que existía pensamiento crítico
y abstracto en contextos orales. Sin embargo, su enfoque fue más metodológico
que categorial. No desarrolló una tipología filosófica que permitiera integrar
estas formas en una historia universal del pensamiento.
Placide Tempels, con su Filosofía
bantú (1945), fue pionero en reconocer una ontología africana basada en la
noción de “fuerza vital”. Pero su obra, escrita desde una perspectiva
misionera, ha sido criticada por proyectar categorías cristianas sobre el
pensamiento africano. Aunque abrió el debate sobre la filosofía africana, su
propuesta carece de una estructura categorial que permita pensar el filosofar
en clave plural.
Miguel León-Portilla, por
su parte, fue uno de los más lúcidos defensores del pensamiento náhuatl como
filosofía. En La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes (1956),
mostró que los sabios nahuas reflexionaban sobre el ser, el tiempo, la muerte y
el sentido de la vida. Sin embargo, aunque reivindicó la existencia de una
filosofía indígena, no propuso una clasificación general del filosofar humano
que incluyera otras formas no logocéntricas.
En resumen, todos estos
autores abrieron caminos fundamentales, pero ninguno formuló una categorización
filosófica que reconociera y sistematizara las distintas formas de filosofar
más allá del canon grecolatino. Esa tarea ha sido emprendida por nosotros proponiendo
categorías como la filosofía numinocrática, mitomórfica, mitocrática
y logocrática, en un intento por construir una historia plural y
descolonizada del pensamiento humano.