sábado, 9 de junio de 2018

GEOMETRISMO DEL ARTE PRECOLOMBINO


GEOMETRISMO DEL ARTE PRECOLOMBINO
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía

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El geometrismo, la infrarrealidad, el abstraccionismo, la deshumanización del arte está presente en nuestro tiempo decadente y nihilista como incumplimiento del ser. El incumplimiento del ser en el arte es su estética deformación hasta llegar a la negación nihilista de la esencia artística. El arte en esencia no copia sino que crea con belleza una realidad nueva sobre la realidad. Y al hacerlo el arte eterniza lo pasajero porque la emoción por lo bello se niega a morir. En esto consiste el cumplimiento ontológico del arte por medio del tema ideal y de la técnica. Pero ¿es acaso la característica común de toda decadencia cultural? ¿No hay geometrismo y abstraccionismo artístico de carácter apolíneo y no sólo dionisíaco?

De lo contrario todo el abstraccionismo que encontramos desde las cuevas paleolíticas del llamado arte prehistórico hasta los símbolos de las civilizaciones ancestrales tendrían que ser interpretadas como deslizamientos permanentes hacia la deshumanización del arte. Desde las extrañas espirales del arte rupestre, la esvástica que simboliza el sol de antiguas civilizaciones, las líneas escalonadas que representan la sierpe y la sabiduría, hasta los colmillos felinos que encarnan la fuerza vital del cosmos, no serían sino vano arte nihilista. Y en este sentido van aquellos culturólogos que interpretan la civilización como el inicio de la decadencia humana y la edificación de una sociedad autoritaria y vertical. Es decir, se convierten en los plañideros de la arcádica vida prehistórica supuestamente igualitaria y horizontal.

Ante tal panorama es mejor que abandonemos territorios febriles y recuperemos el equilibrio en el juicio. Si el simbolismo en el arte moderno ha llevado a un infrarrealismo, el simbolismo en el arte antiguo conducía a un hiperrealismo. Y es así en razón de su diversa base metafísica. Realista en una, idealista en la otra. Para el realismo todo lo que es, en definitiva, es como la cosa. Para el idealismo todo lo que es, en suma, es como lo pone el pensamiento. Así es, el hombre es un ser metafísico, no puede dejar de hacer metafísica y ésta está presente en todos los campos de la cultura, incluido el arte. Se hace arte y se hace ciencia con metafísica. Metafísicamente la primera certidumbre es realista: las cosas son independientes del pensamiento. La segunda certidumbre es idealista: las cosas no son independientes del pensamiento. El hombre antiguo era realista, en cambio el hombre moderno es idealista. Más el idealismo no sólo pretende tener un valor epistemológico sino también ontológico. De ahí que afirme que las cosas dependen del pensamiento no sólo gnoseológicamente sino incluso ontológicamente.

Pero para el hombre antiguo la realidad radical son las cosas del mundo y el realismo actual aun piensa que el idealismo confunde el plano epistémico con el metafísico y así sustituye el pensamiento por la cosa. Raíz de la cual nace el incumplimiento metafísico del arte y de la cultura. No es aquí el lugar para que nosotros decidamos el valor de uno y de otro, pero es necesario afirmar que así como lo real no existe como certidumbre sin el sujeto, de mismo modo el pensar no existe como fenómeno sin lo real. Esto significa que la cosa para existir y ser real no necesita entrar en relación con el sujeto. La relación cognoscitiva les confiere certidumbre a las cosas pero no existencia ontológica. La certidumbre es una especie de existencia gnoseológica. Decir esto no es soslayar el papel activo del sujeto cognoscente en construcción del mundo, sino sólo reconocer que lo ontológico es condición de lo epistémico. Pero el idealismo absolutiza el papel del sujeto y crea la ilusión de su primacía sobre lo real y el mundo. De este modo se genera una cultura de incumplimiento con el ser, desde la cual incluso los valores no son objetivos sino inventados al arbitrio del sujeto. Dicho esto no es difícil, entonces, comprender por qué el idealismo y subjetivismo de la modernidad genera una cultura de incumplimiento con el ser. Lo cual no es un alegato a una regresión cultural pero sí a su rectificación.

A nuestra época no solo le falta una buena dosis de Fe sino también de Razón. En el fondo se trata de reconquistar la realidad reconquistando a la propia razón, porque contra el empirismo y el racionalismo dogmático ilustrado la razón debe reconocer las verdades suprarracionales. Dicho de otro modo, sólo un realismo enriquecido y un idealismo objetivo puede recuperar la verdad objetiva y evitar la trampa del historicismo, relativismo y cientificismo. El idealismo subjetivo ha privado a nuestra época de verdad extraviando el sentido del ser. De modo que se impone al hombre y a la cultura el problema de dios y lo trascendente porque es intrínseca a su estructura metafísica. Y esta restauración de cumplimiento del ser sólo puede ser llevada a cabo desde un espiritualismo metafísico teísta.

Todo lo cual quiere decir que la deshumanización del arte moderno está relacionada con el idealismo epistemológico, el cual convierte el mundo y lo real en una infrarrealidad dependiente del pensamiento. De ahí que su abstraccionismo sea una inmersión microscópica en lo subjetivo. Pero ese no era el sentido profundo del abstraccionismo antiguo, que echaba mano al recurso maravilloso de la metáfora hasta en sus límites más impensados. La metáfora para el hombre primitivo y antiguo tiene virtudes taumatúrgicas, propiedades hiperrealistas que no reemplaza lo real sino que lo potencia.

De manera que tiene poco sentido decir, por ejemplo, que el arte ceramista de los huacos retratos de la cultura mochica era de índole humanista mientras que la estilización zoomórfica de la más antigua cultura Chavín era de naturaleza deshumanizada. Es cierto que la cultura es como la mujer, a saber, su belleza con el tiempo cambia y se marchita notoriamente. Pero de ahí no se puede deducir que todos los ciclos y procesos históricos guarden una similitud mecánica. Y menos es posible afirmarlo para una civilización, como la andina, que se ha desarrollado a lo largo de 20 mil años. No obstante, existe un hilo conductor permanente que atraviesa todo el tejido del arte precolombino en la pintura rupestre, cerámica, el tejido, el hueso, la pintura, la música, la arquitectura y escultura. Y esta hebra se traduce como la función religiosa del arte.

Desde el arte rupestre de Lauricocha y Toquepala, pasando las figurillas humanas y mates burilados del precerámico Caral; las estilizadas cabezas clavas, ceramios monócromos y el afamado lanzón con rasgos felínicos y zoomórficos de la chamánica cultura Chavín; las misteriosas esculturas monolíticas antropomorfas, su cerámica escultórica polícroma, el diestro e impresionante pulido de la piedra del complejo monumental de Puma Punku,  su famoso templo semisubterráneo de Kalasasaya, sus cabezas clavas antropomorfas, su innovadora arquitectura religiosa, la famosa Puerta del Sol, de la longeva y milenaria cultura Tiawanaku; los petroglifos y geoglifos más famosos de Palpa y Nazca; los tejidos y ceramios de la cultura Paracas –que deformaba los cráneos de la elite- con diseños que geometrizan las figuras humanas y animales; el arte cerámico erótico de los mochicas; los famosos Tumi, keros esmaltados y demás extraordinaria orfebrería de la cultura Lambayeque; la geométrica y estilizada cerámica de la cultura Cajamarca; el acentuado geometrismo en la cerámica, textilería y urbanismo del imperio Wari; la fina joyería y textilería de la cultura Chimú; los estilizados ceramios y pulido de las piedras de los chancas; hasta la muy decorada con figuras geométricas textilería y cerámica junto a su impresionante labrado de la piedra del imperio Inca, todo esto y por donde se mire la civilización andina es pródiga en geometrismo y abstraccionismo artístico.

No es aventurado sostener que este desarrollo del arte precolombino está relacionado con la arquitectura, el estudio de los astros y constelaciones, así como el avance de los conocimientos matemáticos. Pero sobre todo responde a un pathos, a una sensibilidad del espíritu que se va haciendo más sutil en la percepción del fenómeno religioso. Esto resulta hasta tal punto cierto que es posible sostener que toda la civilización andina es resultado de esa tensión hacia lo religioso, todos los demás conocimientos sirven a ese propósito. Incluso la construcción de las ciudades y sitios sagrados deben seguir la forma de ciertas constelaciones, las cuales asumen la forma de animales y seres totémicos.

Todo lo cual no significa que la civilización andina siguió una línea de ininterrumpido desarrollo en el periodo precolombino. Todo lo contrario. Conoció guerras externas y civiles, invasiones, disidencias religiosas y devastadores cataclismos climáticos que marcaron su final muchas veces. Hubo esplendor, apogeo y decadencia espiritual en las diversas culturas andinas. Una de esas grandes sequias destruyó a los nazcas y moches por igual, y la guerra intestina aunada a la conquista española marcó el final de los incas. Un caso muy peculiar representan los huacos eróticos mochicas. Con la frívola y hedonística mentalidad moderna se puede suponer una humanización acentuada de dicha cultura. Pero eso sería sacarla de su contexto religioso y temporal. Más bien, más inteligente sería ver una forma diferente de asumir el sexo reproductor y recreativo. Los huacos eróticos mochicas son como si nos dijeran que la reproducción y el sexo placentero es un homenaje al cosmos. Algo parecido a la filosofía del Kama Sutra del hinduismo, donde la reglas de la vida son fijadas por el Señor de los Seres que obliga a conducir todo por la senda de la satisfacción y la felicidad. La unión sexual sería parte de la química del cosmos. Esto hace pensar que entre los mochicas debió de existir un gran maestro que enseñaba cómo debe ser vivida la vida y qué normas debían regirla. Amor, deseo y placer, todo esto se junta en el arte de vivir. Justamente el tantrismo o arte de los mil orgasmos equivale a la continuidad de la luz de la vida.

Muy agudo fue nuestro filósofo espiritualista Mariano Iberico[1] cuando escribía que las estilizaciones geométricas y zoomórficas del antiguo arte peruano no cantan a la muerte como en los egipcios, sino a la vida fluyente y dinámica, como en los babilonios. El arte andino sería una aspiración a permanecer en la movilidad y no en la inmovilidad universal. Asi, concluía que el arte antiguo peruano tiene una actitud, un sentido cósmico,  una noción de lo Absoluto más vital y dinámico. No estoy seguro que esto último sea del todo exacto. Sobre todo cuando la deidad suprema inca no era la deidad solar sino ese oscuro y lejano dios Pachacamac –que lo traduzco como Vivificador del cosmos-, que escucha y siente todo pero permanece ignoto al hombre. O sea, no es la deidad de los mil nombres, como Isis de Egipto, ni como Shiva de la India. Su simbolismo es otro, a saber, el de la Fuente permanente de la vida impermanente. Ese dios monoteísta incaico fue el que permitió a los cronistas indios como Guamán Poma,  Juan Santacruz Pachacuti y al mestizo Inca Garcilaso, pedir un imperio cristiano indio exclusivamente a manos de los naturales. Como se ve, ya en la deidad ignota de Pachacamac latía el absoluto inmóvil que completaba la evolución religiosa de la civilización andina.

Pero nada de esto se relaciona con una pretendida línea de deshumanización expresada en el arte andino. Al contrario, el geometrismo y abstraccionismo del arte andino tiene que ver con una mayor profundidad metafísica de su espíritu, una mayor sensibilización ante lo santo, es estilización puesta al servicio de la expresión de la presencia las fuerzas superiores al hombre. Los primeros gobernantes precolombinos –caso Chavín- eran representantes de los dioses, como ocurría en los antiguos imperios mesopotámicos. Pero luego, personalmente creo que esto sucede desde los imperios Tiwanaku y Wari, los curacas pasan a ser de semidivinos en divinos o encarnación de la deidad en el orden temporal –como en el Antiguo Egipto-. Justo es esto lo que aprecia en los gobernantes cuzqueños llamados Incas.

Todo eso nos permite entrever otro sentido de “deshumanización” que se relaciona con las disquisiciones del filósofo del Yo y el Tú, Martín Buber. Nos dice que el hombre moderno no tiene casa cósmica y al haberla perdido es como ha madurado la antropología filosófica[2]. Penetrante observación que nos hace ver, como hemos indicado, que el hombre antiguo era ontológico mientras el hombre moderno es gnoseológico y, por ende, antropológico. Efectivamente, el hombre moderno es un ser enfermo de racionalismo, inmanentismo y secularismo. Lo cual amenaza ostensiblemente con destruir su alma. La abundancia material de nuestro tiempo ha extraviado el sentido de su vida y amenaza con extinguirlo. Ha perdido su “casa cósmica”.

En este sentido el hombre antiguo que vivía sin individualidad y sin derechos humanos, pero que conocía la superioridad del espíritu, se sentía seguro de su lugar en el cosmos. En cambio, el hombre moderno, repleto de narcisismo, vanagloria y egolatría, que vive reclamando democracia niveladora y pisoteando donde pueda la aristocracia de la interioridad, enarbola una subjetividad vacía, frívola, materialista e inmanentista que solamente ha logrado que extravíe su puesto en el cosmos. En medio de esta orfandad espiritual nace el abstraccionismo del arte moderno, es su expresión más genuina y legítima. En cierto modo el hombre antiguo era humano a fuerza de ser antihumanista y tener su centro en el cosmos. A diferencia del hombre moderno que está deshumanizado a fuerza de ser humanista. Además, nunca fue tan sistemática la eliminación premeditada de seres humanos como ocurrió durante la modernidad científica –me refiero al Holocausto-. Algunos descaminados han sostenido que el amor al hombre viene con el cristianismo, pero con ello se olvidan que ese es solamente el segundo mandamiento. Y más bien, el cristianismo al reivindicar a la Persona humana no deriva, justamente, en ningún antropologismo porque es fuertemente teocéntrico. Cristo decía: “Mi Padre y Yo somos uno”, pero también enfatizaba: “Mi Padre es más grande que todos”.

De tal manera que geometrismo y abstraccionismo en el arte no siempre es sinónimo de infrarrealismo y de carácter dionisíaco, pues, como lo hemos visto, ha sido también equivalente a hiperrealismo y de carácter apolíneo. Y ese fue el tenor dominante en la civilización precolombina. Por ende, tampoco es siempre parejo a deshumanización porque desde otra base metafísica corre paralelo a la santificación del mundo. Una vida de santidad no es de retraimiento, quietud, renuncia o huída del mundo –y así lo entendían los precolombinos y muchas culturas ancestrales y míticas, al igual que el cristianismo- sino lucha por el bien temporal y espiritual de la humanidad para santificar el mundo. El hombre moderno ha perdido esa unión ontológica con Dios y al perderla ha perdido su propia alma. Porque el eje del alma es el espíritu y el eje del espíritu es Dios. Sin Dios todo lo que hace el hombre se convierte en un boomerang que se vuelve contra él. Ese es el último sentido del Fausto de Goethe: “El hombre que conquista el mundo pero se pierde a sí mismo”.

No pensé que la disquisición sobre el carácter del arte precolombino nos llevara tan lejos, pero en ello constatamos que la cultura es un entramado tan abigarrado y jerarquizado que no tiene sentido poner la sesera en ella sin antes advertir que el camino del arte deshumanizado no siempre tiene una significación unívoca sino multívoca.



[1] Véase “El arte en el Perú prehispánico” en La Aparición Histórica, UNMSM, Lima 1971, 119-131.
[2] Véase M. Buber, Qué es el hombre, FCE 1960.

 09 de Junio del 2018