Gustavo Flores Quelopana
El hombre sin humanidad
Ensayo de antropología filosófica
teo-cosmo-antropocéntrica
FONDO EDITORIAL
IIPCIAL
Instituto de Investigación para la Paz
Cultura e Integración de América Latina
LIMA-PERU
2024
PREFACIO
Lo humano no se define por lo biología, sino por su esencia ética. De
ahí que una sociedad que entrega al hombre una libertad sin responsabilidad y
sin justicia decapita la propia humanidad del hombre y lo arroja a su
bestialización.
El hombre sin humanidad es la evidencia que se impone en la crisis sistémica
que azota la presente hora de transición histórica. Sus efectos más notorios
son la promoción del transhumanismo, la ideología de género, la eutanasia, la
eugenesia, la liberalización del consumo de drogas, el matrimonio homosexual,
el aborto, la disolución de la familia tradicional,, el cambio de sexo en
adolescentes sin consentimiento de sus padres, la tiranía creciente de la inteligencia
artificial, el valor omnímodo del dinero, la negación de los valores absolutos,
la consagración de los valores relativos, el aplauso permanente y la admiración
que se incentiva hacia el puñado de la élite que es dueña de la riqueza del
planeta, el fomento de la libertad sin responsabilidad y sin justicia.
En suma, todo ese panorama cultural nihilista, escéptico, hedonista y
relativista tiene su raíz más profunda en la negación ética de la esencia humana.
Y es que la imagen del mundo de la modernidad, la cual es raigalmente antiesencialista,
antimetafísica y antieternalista, tenía que culminar en la negación del ético
del hombre. La modernidad tardía es la cúspide el hombre sin humanidad, porque
el hombre sin ética se convierte en un monstruo, en un criminal sin límites
morales, en un ser anético.
El anetismo, que cree neo-nietzscheanamente estar más allá del bien y
del mal, es la desmalignización del mal y la malignización del bien que se desarrolla
en el seno del humanismo secularizado y ateo encarnado especialmente en la
decadente civilización occidental moderna. Y con ello no se ignora la base
metafísica diferente y opuesta que representan los países del mundo multipolar.
Sin embargo, la peligrosa tendencia planetaria sigue siendo un antihumanismo
autoritario que se sirva de la inteligencia artificial y del capital financiero
para mantener enajenada a la población. La cultura interconectada entre humanos
y máquinas no cesa de avanzar y se va constituyendo en una modalidad de
dominación cibernética. Del biopoder se pasó al ecopoder y luego al tecnopoder.
Y en éste se define un patrón global donde el hombre sin humanidad,
extremadamente individualizado se convierte en un todo sin responsabilidad, y
todo ello acelerado por la conectividad cibernética. Tönnies nos iluminó el
paso de la comunidad a la sociedad contractual, ahora asistimos al agostamiento
de la sociedad contractual por la conectividad cibernética a través del absolutismo
tecnocrático de una casta privilegiada.
La conectividad cibernética es el paso necesario para la consagración
del hombre sin humanidad, sin ética, anético. Y es que la negación ética de la
esencia humana constituye el epítome de la imagen inmanentista de la
modernidad. El hombre visto como mera criatura biológica, simplemente como un
animal con cierta superioridad -y muchas veces dañina-, merece dejar paso a
algo mejor y superior, un homo deus que lo reemplace y consagre sus exequias.
Por ende, el hombre sin humanidad es el colofón del inmanentismo de la
modernidad que merece ser denunciado y revertido en todas sus falsedades.
De ahí surge la presente propuesta antropológico-filosófica denominada teo-cosmo-antropocéntrica,
donde el hombre es parte de Dios y de la Naturaleza y, a la vez, funcionario de
ambos. De manera que estamos ante una antropología filosófica que evita tanto
el antropocentrismo extremo de la modernidad inmanentista, que ha destruido la
Naturaleza y al hombre, como el antropocentrismo meramente teocéntrico que
descuida el cuidado de la Creación. Es necesario y perentorio desarrollar una
antropología al hilo de una metafísica de síntesis entre lo inmanente y lo
trascendente.
Primera
Parte
FILOSOFÍA COMO ONTO-ÉTICA
El hombre como ser
onto-ético
Introducción
En la reflexión filosófica de la antropología se yergue un hecho
esencial y decisivo, a saber, que el hombre es una criatura que se pregunta por
su ser y por el ser de las cosas. El hombre es la única criatura que filosofa,
se pregunta por los fundamentos del mundo y cavila por una explicación total de
las cosas. Lo cual no es accidental ni coyuntural.
Por el contrario, todo indica que estamos ante un fenómeno esencial o
estructural, que condiciona su actuar histórico-cultural en el mundo. El hombre
no puede ser un animal simbólico si antes no es un buscador del sentido a
través de los símbolos. El símbolo no es la causa sino el efecto del origen de
lo humano, que está detrás de lo simbólico. La rica vida simbólica humana es
expresión de una esencia estructural que lo lleva hacia ello de forma abierta y
libre, pero que revela un fundamento único, singular y decisivo de su ser.
Pero, no se trata de un hecho de nuestro ser que no nos debe llenar de
vanidad, sino de misterio y enigma por nuestro ser. Fuimos hechos de barro y en
polvo nos convertiremos. Y nuestra vida sobrenatural pertenece a otra dimensión
diferente a la presente. No obstante, comprender nuestra esencia terrenal decide
en muchos aspectos lo que se vivirá después de esta vida.
De modo que estamos ante un hecho pre-simbólico de carácter existencial
que impulsa el descubrimiento de los símbolos para expresar la búsqueda del
sentido. Pero este impulso existencial nace de nuestra peculiar estructura esencialmente
humana. Se trata de un poderoso signo vital de nuestra existencia y esencia que
no puede ser soslayado y que indica que no puede haber antropología filosófica
posible sin indagar esta situación raigalmente humana.
La filosofía no es un
accidente que le ocurre a lo humano, es su acontecimiento decisivo. Y es
decisivo porque interrogarse por el por qué de las cosas y de su acción
personal, es el indicador más importante que señala que detrás de la búsqueda de sentido está una
estructura propia de su ser que lo impulsa en la dirección del filosofar. Su
ser es filosofante, pero por qué.
Lo humano filosofa porque es una interrogación abierta. O sea, su
ontología no es un simple estar abierto al mundo, sino que es un estar abierto
con “responsabilidad” en el mundo. El hombre es un ser cuyo conocer y hacer
responde a su estructura ética-ontológica. Su estructura ontológica es ética,
se da cuenta de su peculiaridad y de su dignidad, y sin ello retorna a la
animalidad, a la naturaleza, a lo biológico y material.
Cómo esta estructura ontológica que es ética lo lleva a la reflexión filosófica.
Y es que todo su conocer y hacer lleva una carga de asombro y desconcierto por
su propio ser que siente su responsabilidad por lo que conoce y hace. Esta
responsabilidad ontológica es el detonante del filosofar.
El hombre es una criatura que conoce y además sabe que conoce. Este
darse cuenta de su propio saber responde a la naturaleza onto-ética de su ser.
No es que va a proceder conforme a valores o reglas que intuye, sino que antes
de conformar su acción a su intuición ética su ser es capaz de intuir dicha
esfera ideal, metaempírica, que sobrepasa el mundo externo, pero no su propio
ser.
Esto significa que el nivel prerreflexivo de lo humano no es meramente
empírico, sino metafísico y transmundano. El fenómeno de “darse cuenta” de lo
que se sabe tiene su base en el prerreflexivo nivel metaempírico que lo
caracteriza. Lo cual no significa que se trate de un fenómeno meramente subjetivo
o ilusorio, sino, antes bien, de un fenómeno propio y objetivo de una criatura
cuyo ser es estar en el mundo sobrepasando constantemente el mundo.
Aquel estar constantemente sobrepasando el mundo desde el mundo es lo
que es la esencia ética de su ser y que lo lleva hacia el filosofar.
Descubrirse como una trascendencia en la inmanencia revela la capa ética de su
ser. Ir más allá de las cosas abre el horizonte irrenunciable de hacerme cargo
de lo que se sobrepasa. Por eso el hombre es una criatura que afronta la
realidad divina.
Esto es, el hombre no es ético
porque adopta algunos principios morales previos, sino porque antes de dicha
opción su ser está advocado al horizonte del valor, de lo bueno y lo malo. Y
desde dicho horizonte prerreflexivo despliega su conocer y hacer empírico. Esta
advocación al horizonte metaempírico del valor tiene un hondo significado metafísico,
porque siendo una criatura finita no puede ser la fuente de realidades
infinitas, universales y necesarias. De manera que dicha fuente tiene que tener su
fuente de una realidad infinita, de un Ser que origina la realidad y lo dota de
sentido. Dicha realidad tiene que ser Dios.
Porque el ser humano tiene un horizonte ontológico prerreflexivo de carácter
ético y, por consiguiente, metaempírico, se convierte en una criatura
metafísica destinada a filosofar desde el fondo de su ser. Lo humano tiene la actitud
del filosofar, aun cuando su aptitud tenga que depender del estudio y
formación disciplinaria.
Esto significa que la interrogante sobre el “por qué” es posible sólo
porque surge en una criatura que es una trascendencia en la inmanencia. Los
animales pueden resolver problemas complejos, mostrar inteligencia asombrosa e
incluso enseñar a sus congéneres, pero no pueden crear cultura, inventar símbolos
abstractos, fundar escuelas, ni graduar maestros. Carecen del horizonte
ontológico de la responsabilidad ética. O sea, no son trascendencias en la
inmanencia.
Esto podría ser interpretado como una justificación para ejercer
crueldad contra los animales, como podría pensar el veganismo con su condena de
ver a los animales como mercancías. Pero los animalistas más sensatos admiten que
los derechos animales no coinciden con los derechos humanos. De modo que el
principio utilitarista de minimizar el sufrimiento debe ser matizado evitando
paralelismos con lo humano. Pero el matiz principal generalmente excluido por
el naturalismo del animalismo es que sólo el hombre posee espíritu, y a partir
de allí caen en los extremismos ridículos de festejar cumpleaños, matrimonios y
enterrar en cementerios a sus mascotas.
El animalismo extremo es la deformación secularizada de la etología y la
incomprensión de la esencia humana. Así, por ejemplo, si en la faena taurina
debería ser proscrito el sacrifico de la bestia, no es por el dolor que sienta el
toro, sino por acostumbrar al hombre al sacrificio violento y al espectáculo
sangriento, por más adornado de arte que se encuentre. A este argumento el
animalismo aduce que se incurre en antropocentrismo. Lo cual es cierto a medias
porque no se trata del antropocentrismo ateo, sino del antropocentrismo teísta
que reconoce el cuidado de la creación.
El animalismo es una reacción extrema al antropocentrismo ateo que diviniza
dionisíacamente al hombre. Pero lo que se advierte es que lejos de humanizar al
hombre el animalismo lo deforma, convirtiéndolo en una criatura que otorga al
animal una condición que le es extraña y que extravía el horizonte de lo humano.
No es difícil advertir que el animalismo fácilmente puede derivar en un
antihumanismo en sus expresiones más extremas dentro de una sociedad atea,
materialista y nihilista. Es más, el animalismo se encuentra atrapado en las
redes subjetivistas del inmanentismo moderno. Pero por lo mismo enseña la
importancia de no perder de vista lo especial de la condición humana.
Sólo los seres que son trascendentes en la inmanencia pueden filosofar.
Porque tener el deseo de saber es previamente valorar lo que se quiere saber.
Se conoce lo que se aprecia. Pero lo humano conoce incluso lo inútil, mientras
el animal conoce y aprecia sólo lo que le es útil. La condición humana no es esencialmente
utilitarista, porque su condición metafísica lo eleva sobre ello. Y es así
porque la estructura trascendente de la inmanencia humana habita el horizonte
de lo universal y permanente, atisba siempre más allá de lo contingente y
relativo. Justamente por ello su impulso metafísico es irrenunciable e
ineludible.
1
Trascendencia en la inmanencia
El
hombre es una criatura filosofante porque es una trascendencia en la
inmanencia. Esto lo señala como un ser metafísico, entregado desde el principio
a la intuición metasensible de lo inteligible. También se puede afirmar que el
hombre es lo inteligible en lo sensible, porque siendo finito y contingente su
ser va más allá de lo temporal y relativo. Filosofa porque su ser está en el horizonte
ontológico del filosofar.
No
sólo vive en el mundo, se da cuenta de que está en el mundo y que hay un mundo.
Su llamado a la filosofía es ontológico, porque su ser es ético. El “darse
cuenta” de que está en el mundo le abre la puerta al fenómeno ético de la responsabilidad.
En el fenómeno del “darse cuenta” que está en el mundo se dan unidos el acto cognoscitivo
y el acto ético. Su separación no se da nivel páthico espiritual, sino en el nivel
logocrático narrativo explicativo. Y es que el hombre vive simultáneamente en
ambos planos, a saber, el metafísico y el empírico.
El
fenómeno del “darse cuenta” es empírico y al mismo tiempo prerreflexivo. Se trata
de la actualización existencial de un contenido esencial. Y por eso mismo abre
un horizonte base sobre el que se elaboran contenidos cognoscitivos y morales.
Es una estructura trascendente incrustada dentro de otra estructura inmanente.
Onto-ética es la estructura misma de la naturaleza, a la vez, trascendente e
inmanente del hombre. Por ello, el hombre es una es una trascendencia en la
inmanencia y también una inmanencia en la trascendencia. De tal modo que cuando
decimos filosofía como onto-ética aludimos a aquel horizonte metafísico que
hace posible el fenómeno del filosofar en el hombre.
Pero
ese horizonte metafísico no lo vuelve un ser hermenéutico, sino, antes bien, un
ser estimativo. El hombre para ser una criatura hermenéutica necesita primero
ser una criatura estimativa. Se interpreta lo que valora como importante.
Primero es la valoración estimativa, luego es la interpretación. De ahí que sea
más primigeniamente valorado el amor, la amistad, el liderazgo, el lenguaje
universal de la música, que el conocimiento, y que más importante que el tiempo
cronológico sea el tiempo estimativo.
Antes
que seres hermenéuticos somos seres estimativos. O sea, el hombre no se siente
llamada a filosofar por casualidad, azar o formación académica, ni por razones académicas,
sino porque su ser tiene la advocación irrenunciable para el filosofar, el
hombre filosofa por un impulso existencial.
El
hombre es un ser filosofante porque es una criatura metafísica. Pero ser una
criatura metafísica no significa ser enteramente trascendente, sino que el
hombre es una conjugación singular entre lo trascendente y lo inmanente. No
somos seres angélicos sin cuerpo, no somos inmateriales, invisibles ni
inmortales, ni podemos ver de continuo la faz de Dios, nuestro ser se da unido
a un cuerpo y nuestra inteligencia no es intuitiva sino conjetural. De modo que
nosotros, así como en ningún momento dejamos de ser inmanentes, tampoco dejamos
de ser trascendentes, a pesar de nuestra mortalidad, corporalidad e
inteligencia conjetural. Esa es su condición especial que lleva hacia la transformación
de la ontología meramente natural por la ontología moral.
La
dimensión ética no es contrapuesta, ni está por encima de lo ontológico, sino
que en el hombre es lo particular de su ser. Es su propio ser onto-ético el que
lo convierte en criatura filosofante, porque es una condición ontológica abierta,
libre, consciente y responsable al mundo. El hombre sin ética no tiene
humanidad, la pierde, sólo conserva la forma humana pero no el contenido
humano. Lo propiamente humano se identifica con lo ético y lo moral, carecer de
ello es carecer de humanidad. Lo humano no se define por lo biología, sino por su esencia ética. De
ahí que una sociedad -como la neoliberal- que entrega al hombre una libertad
sin responsabilidad y sin justicia decapita la propia humanidad del hombre y lo
arroja a su bestialización y egoísmo extremo. Sin ética tiene vía libre el
hombre sin humanidad.
El
desalmado es un inhumano precisamente porque es la persona que comete acciones
bárbaras, crueles, sin pena ni compasión, sin empatía alguna, pero se da cuenta
de sus acciones. Tiene la conciencia moral atrofiada hasta tal punto que no le
impide hacer el mal y es llevado a rechazar el bien. El desalmado es canalla,
pérfido, perverso, inhumano y sanguinario. Por eso la inteligencia no garantiza
la humanidad, sino la funcionalidad social. Aquella frase heideggeriana que “un
gran pensador se equivoca en grande”, no es más que el ejemplo más claro de
luminosidad intelectual acompañada de oscuridad moral.
Por
lo cual, la ontología humana se completa y realiza a través de su esencia ética
y no de la esencia intelectual. Es en su esencia ética donde realiza su
humanidad, donde se efectúa la peculiaridad de su ser. El hombre puede optar
libremente por ser anético, transgredir su esencia ético-moral, pero no puede
desprenderse de su ontos de índole ética. La dignidad de su ser es de
índole ética y desde esa base se despliega todo su mundo cultural y material.
Para
los animalistas los animales muestran comportamiento moral. Lo cual es mera
ilusión al confundir ciertos comportamientos altruistas y cooperativos con un
sistema de normas y comportamientos que guían la conducta racional. Un proceder
conducido por la razón es muy distinto a un comportamiento gobernado por
instintos, necesidades biológicas y adaptación al entorno. Es por ello que el
desalmado cobra rasgos animalescos al ser conducido por sus instintos y sin gobierno
racional. No es casual que las visiones del infierno estén repletas de seres
horribles con rasgos bestiales. Ese espectáculo dantesco es iluminado por
Leopoldo Chiappo en sus estudios sobre Dante y la psicología del infierno (1987,
1988, 1990), estudio que sólo atiende a su aspecto moral. Pero la
infiernización de la vida no sólo representa la deformación moral del hombre
auténtico, sino también su deformación física o corporal, ya sea en esta o en
la otra vida.
El ámbito de la ética es el campo de la
libertad, lo que significa que su ontología depende de su libertad finita. El
hombre no es una criatura ética porque es libre, sino que es un ser libre porque
es esencialmente una criatura ética. Y con ello me refiero a un nivel
fundamental de la ética, a saber, el ontológico humano. Si no lo fuera
respondería a los condicionamientos de su ser biológico. Como no es el caso, el
ser del hombre es onto-ético. Esto quiere decir que su ser está advocado a
cumplirse dentro de su esfera ética. Pero tal cumplimiento de su ser onto-ético
es su efectuación como ser pensante y juicioso.
No
obstante, su ser onto-ético tiene dos niveles. El primero responde al ethos
como pathos o la advocación, y el segundo al ethos como logos o la vocación. En
otras palabras, el ser del hombre es un ser ambiguo, lábil y falible, porque
tiene la posibilidad de incumplir el destino de la realización de su esencia
advocativa, llevado la efectuación existencial de su ser hacia el abismo de su
deshumanización infernal.
Su
base estimativa es la más fundamental, pero a la vez la más frágil por ser
susceptible de incumplirla por depender de su libertad. Pero a pesar de la
anomalía el proceso moral ha continuado por la asistencia de la razón natural y
de la razón sobrenatural de la gracia divina. Lo que significa, que, a pesar de
las tendencias regresivas, su ser ha seguido cumpliéndose como una
trascendencia en la inmanencia y una inmanencia en la trascendencia. Tal cumplimiento
no garantiza nada, su salvación como especie no depende de sí mismo, porque
porta en sí mismo algo que lo sobrepasa y señala lo infinito, del cual depende,
en definitiva.
Si
embargo, siendo el hombre una criatura tendida entre el abismo de la materia y
la torre del espíritu, experimenta un decurso histórico en el que su
realización ontológica depende de su cumplimiento ético. Es por ello por lo que
su avance técnico le puede brindar dominio sobre el mundo, pero no le garantiza
dominio sobre sí mismo. El Fausto de Goethe grafica el hombre que domina
el mundo pero que se pierde a sí mismo. En otras palabras, se puede ser
perfectamente un bárbaro civilizado tecnológico y, a la vez, una decadente
moral. La decadencia de las grandes civilizaciones es testimonio de ello y cuenta
sobre esto la tragedia de Sísifo en la odisea prometeica humana.
La
capacidad natural para juzgar rectamente, con acierto, la llamada sindéresis es
antes que un juicio intelectivo un juicio estimativo. Por eso, brota directamente
de la estructura onto-ética del hombre. La sindéresis es sin duda la capacidad
racional que permite ver como moralmente buena la acción que preserva nuestra
existencia. Pero es una capacidad racional que tiene por base y va unida a la
capacidad valorativa. Es por ello por lo que la razón cobra nuevo brillo,
hondura y vuelo en la particular estructura humana. Es la base onto-ética la
que permite a la razón elevarse hacia lo universal y necesario del conocimiento
y de lo moral. Es esta base lo que permite a la razón trascender el orden de lo
sensible y elevarse al orden de lo inteligible.
Ahora
se comprende mejor por qué ningún animal es moral. Es decir, no es capaz de
examinar sus motivaciones y acciones porque carece de esa capacidad racional de
autoexamen que surge de la estructura onto-ética. Ónticamente el hombre es una
criatura ética que lo diferencia del resto de las demás criaturas. Ciertamente
que una cosa es la capacidad valorativa y otra son los valores. La capacidad
valorativa está ínsita en la estructura onto-ética humana, mientras que los
valores siendo objetivos y teniendo polaridad -según la axiología de Max
Scheler (Ética)- son actualizados por las relaciones sociales.
En
épocas de apogeo cultural hegemoniza en las relaciones sociales la actualización
de los valores, mientras que en épocas de decadencia cultural hegemonizan los
antivalores. Así, por ejemplo, en la actual cultura relativista y nihilista
posmoderna del neoliberalismo predominan los antivalores, el individualismo
extremo, la libertad sin responsabilidad, lo cual se manifiesta en la
desmalignización del mal y la malignización del bien. No obstante, hay valores
universales y básicos, como el amor, la amistad, la libertad, la justicia. Conocida
es la concepción de John Rawls (Teoría de la Justicia) de la persona
como libre y desvinculada de un contexto ético particular. A esto los
comunitaristas han objetado que la persona moral rawlsiana es un fantasma, un
formalismo abstracto, porque no hay persona que sea independiente de los
valores de una comunidad determinada.
Los
filósofos comunitaristas como Michael Sandel (El liberalismo y los límites de
la justicia), Alasdair MacIntyre (Justicia y racionalidad) y Charles Taylor
(Las fuentes del Yo) han dirigido sus críticas en este sentido: los valores no
son independientes de la comunidad que los crea. En su afán por refutar el
egoísmo del neoliberalismo han caído en el otro extremo en el que los valores
son relativos a la comunidad. Por un lado, es cierto que hay valores que son
propios de un contexto ético particular, pero, por otro lado, también no es
menos cierto que hay valores que trascienden el origen comunitario y que son de
carácter universal, estando presentes en todos los hombres. Es más, la persona
en su condición óntica de libertad puede optar por valores contrarios a los de
su comunidad y así puede desvincularse de su contexto ético particular. Pero en
todo caso, dada la polaridad del valor, la persona libre no puede permanecer
indiferente ante el valor, aun asumiendo su polaridad negativa. Cosa que
acontece en la actual cultura nihilista posmoderna.
De
modo que aceptar la existencia de valores universales e independiente del contexto
ético comunitario no es incurrir en formalismo abstracto ni en interpretación
deficiente de los fenómenos morales. El punto es que el nominalismo e
historicismo implícito en el determinismo ético-sociológico del comunitarismo
no puede explicar satisfactoriamente el origen, naturaleza y estructura de los
valores. Se podría pensar que ese no es el tema del comunitarismo, sino
establecer si el valor de la justicia, la libertad personal e igualdad social es
independiente del contexto ético comunitario. Y su respuesta es que no lo es.
Pero de aquí a pasar a sostener que los valores no son independientes de la
comunidad que los crea, hay una enorme distancia, que nos coloca en el dilema
del realismo axiológico o del subjetivismo moral.
Ahora
bien, los animales pueden tener un sentido del bien y del mal, pero ninguno es
capaz de formular principios abstractos para juzgar el bien y el mal. Los
animales expresan emociones de amor, sacrificio, bondad y compasión, pero sus
sentimientos de simpatía y empatía se mantienen arraigados a su biología, que
los vuelve incapaces de convertirlos en norma de conducta para su especie. De
modo que lo que se observa es un comportamiento proto moral. Partidario de esta
opinión es el primatólogo, etólogo y psicólogo holandés Frans de Waal en su libro
Primates y filósofos (2006). Aunque cree que hemos heredado mucho de los
primates y que existe una evolución de la moral, no atribuye a los primates pensamiento
moral, sino una proto moral. Reconoce que no existe entre los animales una
preocupación explícita por definir el sentido del bien y del mal. Para de Waal
la moral sería consecuencia de tendencias cooperativas dentro de la estrategia
de supervivencia.
Lo
cual parece plausible, aunque no del todo satisfactorio. La neurología, por su
parte, ha demostrado que la toma de decisiones morales activa centros
emocionales muy antiguos en el cerebro. Pero de ahí a atribuirlo a meras
conexiones neuronales existe una gran distancia. La moral podrá tener algunos
aspectos biológicos, naturales, materiales, históricos y hasta cooperativos,
pero su validación universal no proviene de ello.
No
es necesario afirmar que los animales tienen moral para sentir obligaciones
morales hacia ellos, como erróneamente sostiene el profesor de filosofía de la
Universidad de Miami, Mark Rowlands en su libro ¿Pueden tener moral los
animales? (Oxford University Press, 2012). Se puede sentir obligación moral
hacia los animales llevados por el sentimiento de caridad y justicia hacia la
otredad de la naturaleza, sin que necesariamente éstos sean agentes morales.
Además, que ciertos animales puedan elegir entre el bien y el mal tampoco los hace
seres morales. Sus códigos sociales ligados a un nivel de reflexión siguen en
el umbral de los instintos biológicos. Y el hecho de que haya personas que sean
morales sin mediación reflexiva, no pone a la especie humana en las mismas condiciones
de los animales. Pues, ni aun así su acción deja de tener un estatus moral,
mientras que el animal no actúa moralmente.
La
acción moral no sólo implica la capacidad de pensar en lo que hacemos, sino de
valorarlo como norma universal. Y esa capacidad no puede provenir de la
naturaleza biológica, como piensan los empiristas y evolucionistas, sino de la
naturaleza espiritual. Efectivamente, a esa naturaleza espiritual particular en
el hombre la hemos llamado estructura onto-ética. De manera que nuestra moral
no está asentada ni en la biología ni en el intelecto, sino en la diferente
estructura ontológica que singulariza al hombre y que le permite trascender lo
meramente inmanente y ser lo inmanente en lo trascendente.
No
es que el hombre nace con una prescripción moral en la mente ni en los genes,
pero sí con una predisposición en el alma hacia lo universal. Lo cual es
suficiente para edificar conocimiento, ciencia y moral. O sea, el hombre nace
con una estructura ontológica innata y flexible que sobrepasa los fundamentos
biológicos y que permite la validación universal. Se parece a las tortuguitas
marinas que al romper el cascarón en la tibia arena de la playa se dirigen
inmediatamente rumbo al mar sin haber estado allí nunca antes. Una reconstrucción
evolutiva del comportamiento moral es indudablemente valiosa, pero esto no
significa que todo en el ser sea una concatenación de causas y efectos, azares
y contingencias.
Este
inevitable reduccionismo temporalista y naturalista es propio de la racionalidad
historicista de la ciencia, pero el saber excede a la ciencia y abre el campo a
consideraciones de tipo eternalista, donde sea la razón universal de Dios la
que crea un orden inteligible superior al orden sensible. La Naturaleza no es
la expresión máxima ni fundamental de la realidad, al contrario, la realidad
sobrepasa la naturaleza, la cual viene sólo a ser una de sus manifestaciones.
Para Hegel el ser es dialéctico, dinámico, está su jeto a contradicción. Pero
en realidad, la contradicción, el devenir, no tiene que ser la vía regia del
ser -como también cree erróneamente el posmodernismo-. Hegel no salta del orden
temporalista y del marco histórico, y en él el problema del ser sólo conoce el
cauce del devenir.
Por
más que Hegel afirme que Dios es esencia, anterior a todo desarrollo, siempre
queda colocado en un tiempo anterior al tiempo histórico. Y esto hasta tal
punto es cierto que en Hegel Dios es la racionalidad, es el ser posible del
mundo. Su ontología es una teología especulativa, donde Dios se oculta desde
que aparecen los seres del mundo. Sólo así se entiende que la frase “Dios ha
muerto” sea de Hegel antes que de Nietzsche. El error del hegelianismo es poner
a Dios y a sus criaturas en el mismo plano ontológico -argumento clásico del
panteísmo-. Ya Aristóteles argumentaba contra Parménides que el Ser no puede
ser planteado como género supremo. Dios no es esencia, es el Ser fundamental
del cual participan la sustancia y la esencia de los entes finitos. Partir de
una metafísica de las esencias y no de una metafísica trascendental es el error
del panlogismo panteísta hegeliano, donde lo existente es la absoluta
enajenación de la esencia. Por eso, en Hegel cuando aparecen los seres del
mundo Dios se eclipsa. En este sentido Hegel es más tributario de la metafísica
de las esencias de los griegos que de la metafísica trascendental del
cristianismo. La filosofía cristiana se atiene a la crítica peripatética de
Parménides.
Pero
mirando por la claraboya de la historia preguntamos, cómo esta trascendencia en
la inmanencia, como esencia onto-ética, puede cometer actos de enorme maldad,
bestiales, inhumanos, bárbaros y monstruosos. Justamente ese es su sino, poder
dar la espalda a su propia esencia.
2
Onto-ética y metafísica trascendentalista
El
planteamiento de una estructura onto-ética se enmarca dentro de una metafísica
trascendentalista, donde la sustancia y la esencia de los seres finitos
participan del ser sin enajenarse.
Dios
es el ser fundamental que no enajena a sus criaturas, porque no está en el
mismo nivel categorial. Todo ser causado es un ser compuesto y la causa
creadora es el fundamento absoluto del ser. Esa causa creadora es Dios, el cual
es trascedente e inmanente. Por eso, cuando decimos que el hombre es una
trascendencia y una inmanencia en la trascendencia estamos afirmando su
semejanza con la Causa creadora, porque es la criatura que tiene una
participación eminente en él, pero su infinita distancia se mantiene por ser un
ente compuesto y causado.
La
estructura onto-ética en el hombre lo vuelve en una trascendencia en la
inmanencia con capacidad creadora, pero en un sentido finito, falible,
contingente, y en distancia inconmensurable respecto a la Cauda Infinita y
creadora que es Dios.
Pero
cuando el marxismo desde el materialismo dialéctico e histórico mantiene el
concepto de alienación hegeliano, el existencialismo desde el idealismo
subjetivo convierte al hombre en el creador de valor y de sentido, el posmodernismo
de Vattimo desde el nihilismo declara que la realidad no es un dato sino una
mera operación interpretativa, o el pragmatismo rortyano desde el escepticismo
convierte al sujeto en un ironista que flota permanentemente en la contingencia
social, entonces el mensaje final de todo ello es que impera lo que Zygmunt Bauman
(Tiempos líquidos) llama la “realidad
líquida”, sin raíces en ninguna parte.
Esta
disolución completa de lo cualitativo en lo cuantitativo, por el predominio de
la economía dineraria, es llamada por Georg Simmel (Filosofía del dinero)
“la tragedia y patología de la cultura”. Abandono que está en el origen de la
ciencia moderna y del predominio del pensar funcional sobre el pensar
substancial. Y precisamente porque en la Modernidad todo lo cualitativo quedó
transformado en cantidad, cifra, número, código, algoritmo, entonces aparece como
trasnochado y anacrónico presentar en clave esencialista y trascendentalista la
estructura onto-ética del hombre.
La
economía dineraria del capitalismo maduro ha cosificado lo social, su esencia
metafísica es convertirse en energía pura que reduce lo sustancial y lo real a
lo nominal y formal, es indiferente a los fines, y la acción humana queda
contagiada de su propia impersonalidad, homogeneidad, atomización,
desintegración, indiferencia, cuantificación y neutralidad ante el valor.
En
ese proceso anético el hombre queda distanciado de su propio núcleo onto-ético,
toda la lucha por el tener y el ser queda convertido en un acercarse y
retirarse de los valores. Todo vale, todo es interpretación, viva la ética mínima,
adiós a la razón, adiós a la verdad. La vida se torna prostibularia, inescrupulosa,
infame, corrupta. No se puede ignorar que el dinero tiene una repercusión
metafísica profunda en la vida y en la historia humana, que afecta la
estructura onto-ética del hombre. Casi siempre hubo dinero, pero siempre fue
hegemónico, hubo otras formas de intercambio. No obstante, la hegemonía de la
economía dineraria apenas lleva desde fines de la Edad Media y cubre toda la
Modernidad. Al quedar comprometido el hombre al valor presuroso y móvil del dinero
entonces su propia existencia corre tan deprisa como éste sin dejarle tiempo
para la realización personal de su esencia. Una filosofía personalista que no
repara en este hecho raigal está arando en el mar.
Desde
ahí se constituye lo que el filósofo coreano Byung-Chul Han (La sociedad del
cansancio) califica como persona emprendedora a la que se autoexplota hasta
el límite, que ha internalizado los mecanismos de enajenación social y los cánones
brutales de la sociedad del rendimiento. En ese proceso se pierde el contacto
profundo con las cosas, se reproduce agitadamente lo ya existente, la
dialéctica de la negatividad se pierde por completo, y sólo impera la manía de
trabajar sin parar. Para colmo y como expresión de la degradación cultural
imperante prosperan las universidades empresariales, que en el gusto obsceno
por exhibir el extravío del sentido humanístico de universidad exaltan el
emprendorismo de las carreras que por doquier ofrecen. De este modo representan
el embrutecimiento académico del humanismo.
Es
una supresión del ocio y del aburrimiento por considerárselas no productivas. Y
esa mentalidad lucrativa imperante promueve la condena y proscripción de la filosofía
por ser la disciplina por antonomasia más desinteresada y sin utilidad práctica
que existe. Pero para Han es el arte y no la moral lo que nos rehumaniza. Cosa
muy dudosa, dado que el arte también nos puede conducir hacia la insensibilidad
moral. En realidad, la salvación de lo bello no garantiza la salvación de lo
bueno, porque lo bello y lo ético no necesariamente coinciden. Han se despista
en el esteticismo estéril. Lo ético puede resguardar lo bello, pero bello ni
siquiera cuando acontece como reencuentro y reconocimiento es garante de lo
ético.
En
cambio, para el filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría (La modernidad de lo
barroco) es el capitalismo lo que destruye el principio del placer y sofoca el
mundo de la vida y lo humano, mientras que lo humano es el retorno a la
diversidad. Y recomienda salir del ethos realista del capitalismo oponiéndole
el ethos de lo barroco, como modernidad alternativa no-capitalista. No obstante,
resulta problemático salir del ethos del capitalismo sin recuperar la dinámica
de lo trascendente con lo inmanente en la propia estructura onto-ética del
hombre. Dinámica que no sólo es remitida a lo privado por el capitalismo, sino
que fue sofocada por el ateísmo militante del comunismo clásico y que el
ecuatoriano no señala. O sea, no sólo es necesario rechaza el ethos pragmático del
capitalismo basado en la voluntad de verdad, sino también el ethos ateo basado
en la voluntad de poder del comunismo clásico. Ambos comulgan por igual en la
misma fuente contaminada del inmanentismo de la modernidad.
Si
el hombre se ha convertido en una máquina de rendimiento del poder total, no es
por haber perdido lo estético, sino por haber extraviado lo ético. Si el hombre
se ha convertido en enemigo de sí mismo, si internalizó la disciplinariedad
foucaultiana del otro, si el deber fue reemplazado por el poder, si deprimidos
y fracasados tomaron el lugar de los locos y criminales, si la maximización de
la producción responde a la maximización de los beneficios económicos, si la
dispersión aniquila la contemplación, si el panóptico digital tomó el lugar de
las cadenas externas, si el sentido común es arrasado por la interpretación de
la posverdad, si la positividad ha tomado el lugar de la negatividad, si el
toque instantáneo toma el lugar del disfrute de la vida, si el hiperconsumo se
vuelve portátil y desplaza el contacto con el prójimo, si el poder se
manifiesta sin límites, si un sistema manipula a las personas reprimiendo su
espontaneidad, es porque en todo ello la permisividad es sinónimo de relajo y
quiebra moral.
Entonces,
lo humano en ese alejamiento de su esencia onto-ética provoca que su inmanencia
fagocite su misma trascendencia. Y esa es la nota distintiva de la modernidad
occidental, a saber, una inmanencia que va devorando constantemente el
horizonte de la trascendencia en lo humano. La mesa queda servida para la barbarie
civilizada. El emprendedor autoexplotado, el intelectual sin compromiso y sin
principios, el pensador sofístico, el técnico sin humanismo, el político
presupuestívero, y el científico sin ética son los que llevan la voz cantante.
Es
cierto que sin salir de la hegemonía de la economía dineraria no es posible volver
a los valores permanentes. Sin salir de la civilización relativista y
pragmática no es posible evitar que el Ser sea visto como eminentemente relativo
y en devenir. Pero también se puede escapar del dinamismo del dinero sin volver
a la recuperación de la trascendencia y manteniéndose en el horizonte de la
mera inmanencia. Lo cual no soluciona la obliteración y ocultamiento de la
esencia onto-ética humana, sino que lo profundiza. Es lo que sucede con el
Principio esperanza de Ernst Bloch (El principio esperanza), como
ontología dinámica del ser. Al ser su esperanza un trascender sin trascendencia
metafísica, se encuentra imposibilitado de provocar una verdadera revolución
humana desde su propia esencia. Y todo el cambio que suscita se limita a lo
sociológico e histórico, sin afectar la estructura ontológica permanente del
hombre.
Pues,
el ser humano no es esencialmente una tendencia hacia el placer, ni hacia la
voluntad de placer, sino hacia lo ético. De ahí que lo más peligroso del
discurso optimista de la Inteligencia Artificial (IA) sea porque se dirige a
sustituir nuestra esencia ética por el algoritmo cibernético, dejando que las
decisiones sean tomadas por las máquinas. La inteligencia artificial no nos
hace más inteligentes, porque la máquina no es inteligente ni creativa sino
simplemente operativa. Al contrario, al acostumbrarnos al cálculo rápido de la
IA la inteligencia humana se vuelve más perezosa y menos creativa. Por tanto,
el optimismo en la IA es gratuito y erróneo. Los que están detrás de la
promoción optimista de la IA es la élite que sabe que con ella tiene una pueblo
más dócil y domesticado por la facilidad de la cibernética. Esto planea el llamado
transhumanismo, vender hijos por encargo, con la inteligencia, el color de
cabello, piel y ojos que elijas, ya no son tus hijos, sino hijos de la probeta
de laboratorio. y como la desigualdad reina en el mundo, los que gozarán de la
crio-preservación será la élite. Si la sustitución de lo natural por lo
artificial no se somete a control estamos perdidos y condenados a la extinción.
No será el homo deus el que tome nuestro lugar, sino el ciber deus.
No habrá sonado la hora del superhombre nietzscheano, sino de la super-IA que
controla el mundo.
Pero
no es el placer ni la voluntad de placer -a través de la voluntad de poder- lo
que humaniza al hombre, sino su advocación hacia lo ético. Incluso la posibilidad
de cuestionamiento de la costumbre y de la moral no puede supeditarse al
placer, sino a lo bueno. No se trata de conseguir otra modernidad como
alternativa civilizatoria. De lo que se trata hoy es que no hay modernidad ni
civilización alternativa sin recuperar la estructura metafísica onto-ética que
devuelve al hombre su posibilidad de rehumanización.
Por
ello, la verdadera revolución no consiste en lograr abundancia, emancipación y
bienestar material para todos, sino que la real subversión del capitalismo
consiste en atar el trascendentalismo con la trascendencia de la inmanencia
humana. Sólo invirtiendo radicalmente la metafísica inmanentista de la modernidad
se puede hallar el cambio profundo del hombre.
Que
Dios sea trascendente e inmanente no significa que esté en todo, pues el acto
de creación -que no es continuada ni temporal- y las criaturas son libres. O
sea, la estructura onto-ética del hombre no es una comunicación de Dios de su
existencia, sino que proporciona a cada criatura existencia propia. Dios no
comunica su existencia, como supone el panteísmo de Spinoza y Hegel. Por eso
aquí no se da el falso dilema sartreano de que la criatura se vuelve independiente
de Dios o se reabsorbe en la subjetividad divina.
Nuevamente
hay que repetir lo apuntado por Aristóteles, que Dios y sus criaturas no se
oponen porque no están en el mismo nivel ontológico, pues el ser no es el
género supremo. Sin embargo, el fenómeno empírico, por ejemplo, del ansia que
tiene lo humano por Dios no puede provenir del tiempo, la historia, los genes,
ni de algún fundamento biológico, sino que constituye un signo poderoso que
nuestra trascendencia en la inmanencia está arraigada en la trascendencia
absoluto de Dios.
Es
decir, la estructura onto-ética de lo humano, que se prolonga hasta el remoto
homo habilis, no sólo antepone lo estimativo a lo intelectivo, sino lo
universal a lo estimativo mismo. Y dicha universalidad es de origen inteligible
y no sensible. No es posible pensar la universalidad desde la propia
naturaleza, de modo que su propia existencia no puede provenir de lo material
por una suerte de continuidades y discontinuidades, ni tampoco puede proceder
del propio pensar porque como proceso lógico no crea el proceso ontológico. Se
puede pensar lo universal, pero no es posible pensar que lo universal no existe
porque se puede pensar la cosa misma, o sea, la universalidad. Por tanto, ésta
en su existencia ha de provenir de un orden superior a lo meramente natural y
pensable.
La
inteligibilidad de lo universal y necesario es un indicativo poderoso que la
inteligibilidad del Ser trascendental es la razón suficiente de la verdad. El
pensamiento humano trasciende lo temporal-espacial y se eleva a lo espiritual,
no sin la asistencia de la gracia divina. No sólo existe la verdad natural,
sino que también existe la unidad trascendental en toda la realidad, que está
más allá de la experiencia empírica. Por eso, la metafísica en general o la
metafísica del ser se justifica. Por ende, la estructura onto-ética en el
hombre no sólo es la base del contacto con lo universal, la experiencia mística
y toda verdad metaempírica, sino también con Dios.
Por
ello, la razón alcanza un nuevo nivel a través del concepto y la fe. Dios no
alien a su criatura humana, como afirma Hegel, porque ésta es libre, aunque no de
modo absoluto. Pero el valor de la fe puede ser puesta en duda desde diversos
ángulos. Lo han hecho Feuerbach, Marx, Sartre, Vattimo y Rorty. Para todos
ellos Dios es una idea contradictoria y fantástica, la que hay que abandonar definitivamente.
Vivimos la era de la apostasía, la increencia, la secularización. Estamos en el
siglo sin Dios, y, no obstante, la globalización posmoderna se encuentra
fuertemente estremecida por los fundamentalismos religiosos.
Habermas
presta atención al fenómeno de la ortodoxia religiosa para rescatar de ella lo que
considera lo mejor que contiene, a saber, su ética comunicativa. O sea,
orillándose a un neo pelagianismo ilustrado que insta a aceptar la razón
secularizada como la verdadera senda histórica de occidente. En otras palabras,
el sesgo nihilista, antimetafísico y antiesencialista de la sociedad
postmetafísica occidental sólo tiene oído para narrativas escritas en clave
naturalista, secularista, posmoderna y pragmatista.
El
nihilismo es la alienación contemporánea donde sólo se busca imponer al hombre una
ideología que esté más allá de la razón y de la verdad. El hombre queda
convertido en pequeño diosecillo, en un homo in terris, indiferente a
Dios, la verdad y la razón. No obstante, la estructura onto-ética del hombre no
responde al estancamiento espiritual del nihilismo, porque es una realidad
objetiva que se impone ante la evidencia de lo universal. El mismo que no se
explica por lo natural, lo lingüístico, ni lo sensible, sino por lo inteligible
que trasciende lo inmanente en el hombre.
No
se trata de que el hombre tenga ideas innatas, sino que innato es la estructura
espiritual desde la cual efectúa juicios universales de índole moral y
cognoscitivo. Así como es imposible el pensamiento sin la palabra pensada, del
mismo modo es imposible la referencia a lo universal sin la existencia de lo
inteligible. Aun cuando el hombre no se acuerde de lo universal, tiene lo
universal en la estructura de su alma. En última instancia, lo universal existe
no por los hechos, ni por las ideas, ni por la estructura onto-ética del
hombre, sino porque existe una razón universal que es la absoluta trascendencia
de Dios.
Esto
también significa que la estructura onto-ética del hombre existe no por obra de
la naturaleza, la evolución, los genes, la materia o la historia, sino por obra
del orden divino. Sin verdades universales y necesarias no hay naturaleza
humana. Puede haber forma humana, pero vaciada de su propio contenido humano.
En otras palabras, tendríamos hombres sin humanidad. Que esto sea así es otra prueba de la existencia
y realidad de los fundamentos metafísicos trascendentes.
Lo
universal en las ideas no se forma por inducción, ni por el carácter sintético
del juicio existencial (agnosticismo kantiano), ni por la inseparabilidad entre
la cosa y la existencia de la cosa (empirismo humeano), sino porque lo
trascendente es la fuente misma de lo necesario y universal. Precisamente por
ello el hombre es una criatura filosofante porque su ser está advocado a la
intuición metasensible de lo inteligible. Esto lo señala como un ser
metafísico, como una trascendencia en la inmanencia. Pero, además, indica que
la misma filosofía nace de la estructura onto-ética como una condición
existencial del hombre.
Pero
el nihilismo es posthistoria, disolución de valores, imperio de la temporalidad,
hipervaloración de la voluntad de poder, falta de sentido, estancamiento
espiritual, malestar global de nuestro tiempo, que, consagrado la ruptura entre
teología y filosofía, pone epitafio sobre la filosofía misma, y sepulta en lo
más hondo el sentido ontológico del ser. La filosofía desciende a algo menos
que a un discurso edificante, porque la aspiración es ir más allá de la razón y
de la verdad. La erosión e invalidación
de los fundamentos metafísicos trascendentes pretenden ser vistos como el
derrotero natural del logos, cuando en realidad es la expresión de la
decadencia de la racionalidad burguesa.
El
nihilismo es un pensar el Ser desde la Nada., sometiendo todo a la transitoriedad
del devenir, de lo contingente, efímero, en un vaivén desde la nada hacia la
nada. Pero bien visto en lo finito o ser subsistente la esencia y la existencia
son principios del ser. La sustancia es la cosa que deviene, donde la
estructura de potencia y acto son correlativos y responden a la participación
en el Ser. Por ello, el devenir no es -como supone el nihilismo- un ir del ser
finito de la nada a la nada. La exagerada importancia que la cultura nihilista
concede a la Nada es de raíz ideológica y no teórico-científico. Esto es, la
negatividad no puede dar cuenta del Ser absoluto, ni agotar el ser finito.
El
ser tiene un sentido unívoco en lo absoluto y un sentido multívoco en las cosas
finitas. Pero el pathos nihilista es utopía inmanente, refractaria a una ontología
fuerte, y se dirige a su consumación, que en el fondo es la consumación de la
racionalidad instrumental de la burguesía decadente y del capitalismo
cibernético. Así, en el actual contexto desfundamentador escéptico, relativista
y agnóstico del relativismo contemporáneo, hablar del hombre como la trascendencia
en la inmanencia y la inmanencia en la trascendencia se volvió irrelevante.
Afirmar la existencia de una estructura esencial ontoética que posibilita lo
humano es visto como un sueño metafísico que añora la verdad eterna, que
persigue espejismos, cuando hoy la filosofía es asumida como una simple forma
de comunicación y no como espejo de la naturaleza.
Esta
crítica que proviene del pragmatismo rortyano, en realidad, es heredera de la
epistemología neopositivista (Frege, Tarski, Russell, Wittgenstein, Carnap,
Ayer, Quine, Davidson) con su abandono de toda especulación metafísica. Pero
sólo en este aspecto, porque también está enlazada al abandono del análisis
lógico de las proposiciones científicas por la estructura histórica del descubrimiento
científico (Lakatos, Kuhn, Feyerabend, Nagel, Hempel, Putnam, Hanson, Hintikka,
Toulmin, Chomsky). Aunque en el abandono actual de la metafísica también cumple
un papel destacado la tendencia anti epistemológica de la corriente
hermenéutica (Heidegger, Ricoeur, Gadamer, Habermas, Otto-Apel, y el mismo
Rorty). Se hizo común hablar que toda observación está cargada de teoría, que era
mejor reemplazar la teoría verdadera por la teoría adecuada, la inconmensurabilidad
de la teoría, y que no existe paradigma único de racionalidad. La suerte de la
razón quedó echada.
Entonces,
no fue paradójico que toda esta corriente inmanentista, que insistió en el
abandono de la metafísica, desembocara en el abandono de la verdad y de la
razón, en la abolición de la universalidad, quedando atrapado en un infructuoso
idealismo subjetivo, el solipsismo y el escepticismo radical, donde reina a sus
anchas el nihilismo de la decadente racionalidad burguesa, sin ética y sin
valores.
En
realidad, los que se hallan atrapados en la telaraña de esta nueva superstición
de la oscura era cibernética son quienes se sienten en poseedores de la visión
privilegiada que abraza lo edificante, la persuasión, la narración, la
confianza y la tolerancia como el nuevo fuego fatuo de la sociedad postsecular,
algo muy parecido al brillo opaco del infierno. El poder totalitario de la sociedad
postsecular se asienta ya no en la biopolítica de Foucault -control de la vida
y del cuerpo-, ni en la psicopolítica de Han -control de la mente y de las ideas-,
sino en la tecnopolítica -control de los medios telemáticos-, donde lo digital,
como instancia superior, dirige el mercado, el pensamiento y la vida.
En la hiperrealidad digital las personas reales
que existen pueden ser desaparecidas simplemente borrándolas de la red, y
personas inexistentes pueden cobrar vida apareciendo en la red digital y en los
bots. La imagen ocupa el lugar de la realidad en la era digital, lo humano es
sustituido por algoritmos. Este triunfo del simulacro y la apariencia acontece
en desmedro del valor moral del hombre, porque implica la desaparición de la verdad,
el valor y la espiritualidad.
La
seducción se impone sobre la racionalidad dialéctica y preside la racionalidad
sin ética de la sociedad de la postverdad. Baudrillard (Cultura y simulacro)
llamó la atención sobre el reemplazo de la lógica de los hechos por la lógica
de la simulación y subraya que las masas, que son inerciales, absorben el
ocultamiento de la realidad sin resistencia. Pues bien, aquí hay que resaltar que
el carácter inercial de las masas y la sustitución de los hechos por el
simulacro responde a un distanciamiento previo que se ha operado en el hombre
respecto con su propia esencia ontoética, esencia que hace posible la verdad y
la realidad.
El
resultado de esta alienación respecto a su propio contenido esencial es que la
credibilidad racional se desplazó de lo ideológico a lo semiótico. La creencia
se trasladó de lo interpretado a lo presentado, a la imagen. En el imperio de
la hiperrealidad lo normativo pierde sustancia y se torna sustituible. Siendo
la simulación lo que administra la realidad no existe la necesidad de lo ético
ni de los valores.
La
estructura ontoética del hombre ha sido sepultada por el totalitarismo de las
imágenes digitales. La descomposición de la racionalidad sin ética de la
burguesía decadente culmina extraviando el principio mismo de lo real, para
poner en su lugar una hiperrealidad, un simulacro de realidad, que acelera a profundidad
la alienación tecnopolítica del hombre.
Aquel
paso de la biopolítica a lo psicopolítico y de éste a lo tecnopolítico, no es
más que el ahondamiento del idealismo moderno que ha desempeñado un rol
protagónico en la crisis de la conciencia occidental moderna, el cual termina
clausurando el horizonte de la trascendencia para la razón. De manera que la ontoética
se inscribe dentro de la metafísica trascendentalista, porque no sólo parte de
la constatación realista que el ser antecede al pensar, el ser no implica que
el conocer sea la causa de su existencia, lo ontológico es el trasfondo de lo
epistemológico. Pues, la evidencia primera es que las cosas son y no el pensar.
El ser es lo previo e indemostrable para la razón. El ser no se encuentra en el
pensamiento. El ser sobrepasa el pensar. Y todo ello permite postular desde la existencia
de las cosas a un ser supremo, que no es género supremo, está más allá del mundo,
no es temporal, sino Creador y fundamento eterno.
3
Filosofía y Onto-ética
El hombre es un buscador de la verdad porque su esencia misma está abocada
a la verdad. La filosofía como saber fundamental es consecuencia de nuestro
propio ser arraigado en la verdad. Tradicionalmente la filosofía es vista como
un saber y conjunto de reflexiones sobre los fundamentos del mundo. Estas reflexiones
han sido descritas como una búsqueda de la verdad.
Heidegger ya había señalado que el hombre es un “buscador” y añade que el movimiento
hermenéutico de interpretación está determinado por el hecho de que la vida
fáctica está siempre encubriéndose a sí mismo. Pero la ontología fundamental de
Heidegger deja de lado que no basta que el Dasein esté abierto al mundo, sino
que dicha existencia no es nada sin una previa esencia que la particulariza. José
Ortega y Gasset solía decir, en una frase muy gráfica y característica suya,
que la tortuga no puede destortugarse, ni el tigre puede destigrarse, en cambio
el hombre sí puede deshumanizarse. Sólo que no reparó en que si puede
deshumanizarse es porque tiene una esencia y, por tanto, su ser no sólo es
historia. En otras palabras, no es posible que la realidad fáctica se de
encubierta, ni que el hombre sea un buscador si previamente no está dado el
horizonte metafísico de dicha búsqueda. Es más, si el hombre es un “buscador” y
si la realidad se encubre es porque en el ser del hombre hay algo que lo limita
y lo condiciona. Y ese algo es su propia esencia. Pero Heidegger antepone a la
esencia la existencia, y Ortega hace lo mismo, pero con la historia.
El hombre es un buscador de la verdad porque su esencia misma está advocada
a la verdad. Pero la filosofía no está asociada a una búsqueda cotidiana, sino
a otra esencial. La filosofía como búsqueda esencial es signo de una existencia
problematizada desde y con su esencia. La filosofía como búsqueda de la verdad
es un fenómeno empírico singular, porque señala una existencia asida por el
movimiento de una trascendencia en la inmanencia. Pero la verdad misma no es
algo meramente inmanente, sino la mirada trascendente en la inmanencia. El
animal carece de esa mirada trascendente en la inmanencia. Su interés es
biológico y está en función de la supervivencia. En cambio, el hombre está
dominado por esa mirada trascendente en lo finito. Y gobernado por el mundo de
los fines es capaza de edificar cultura.
El hombre es un buscador de la verdad porque su esencia onto-ética lo eleva
a estar presidido por una mirada trascendente de sí mismo y de las cosas que lo
impulsa hacia lo universal y valorativo. El hombre busca la verdad porque está
dotado previamente para estimar la verdad. La verdad no le es un accidente sino
una necesidad de su ser. La estimación de la verdad es un bien del alma humana
que se encuentra asociado a su destino preternatural. Y desde el fondo
particular de su ser estima la verdad porque no es simplemente una inmanencia
en la inmanencia, sino una trascendencia en la inmanencia.
La estructura estimativa ontoética de su ser lo vuelve capaz de ser un
buscador de la verdad. Pero como señala Ortega, el es capaz de deshumanizarse,
no obstante, dicha deshumanización no es una renuncia completa de su esencia
ontoética, sino un darle la espalda a la responsabilidad de asumir su propia
humanidad. El hombre tiene la posibilidad de traicionar su propio destino
ontológico porque su propia libertad señala ser una trascendencia en la inmanencia.
Es por ello por lo que su deshumanización nunca puede ser una animalización
completa, sino que en definitiva resulta ser un dar la espalda a la realización
libre de su propia esencia.
A esto se objeta que el brujo mediante pacto diabólico sí consigue una
transformación animalesca real. Y esto no sólo se conoce en la tradición
mesoamericana donde el nahual se convierte en burro, jaguar, puma, perro,
coyote o lobo, sino en todas las tradiciones chamanísticas del globo. Aun en
estos casos, donde los brujos se convierten en animales, la deshumanización no
es total, pues conservan la esencia humana y por la cual lleva a cabo su
propósito. El bestiario del Averno que presenta la mitología y la demonología
presenta criaturas que combinan elementos zoomorfos y antropomorfos de
apariencia horrible. El Cerbero o el fiero perro de tres cabezas que vigilaba
el infierno griego es una pequeña muestra de ello. Es decir, la horripilación y
la animalización siempre acompaña la mengua de la esencia humana y de la esencia
angélica. El elemento repulsivo y caprino siempre acompaña este demoníaco daño
ontológico-moral.
El hombre jamás puede volver a la animalidad, cosa observada en los “niños
salvajes”. En la literatura son ejemplificados con Enkidu en la Epopeya del
Gilgamesh, y Rómulo y Remo en el mito fundacional de la Antigua Roma. Los
casos documentados de las niñas-lobas de Amala y Kamala han sido desacreditados
como un fraude montados sobre casos reales de autismo. Sin abundar en más
casuística el resultado de los estudios arroja que se produce una deficiencia
intelectual severa, capacidad lingüística limitada y conducta extraña. Los
niños sometidos a encierro y abuso presentan un desarrollo cerebral diferente
al de las personas normales. Su lenguaje puede expresar ideas, pero sin
desarrollo gramatical. Generalmente cuanto más largo ha sido el aislamiento y
más tardío el hallazgo más difícil se hace su inserción social y su
reeducación. Aunque se tiene bien documentado y estudiado el caso del niño
ugandés John Ssabunya, que vivió con un grupo de monos verdes en 1991, y tuvo
una buena rehabilitación. Estos casos demuestran que el hombre no retorna a la animalidad,
a lo sumo presenta una humanidad atrofiada. Cosa muy distinta a los casos de
los monstruos morales, verdaderos bárbaros y capaces de cometer los peores
crímenes y abusos sin sentir empatía, o el mínimo sentido de culpa.
Pero la monstruosidad moral tampoco es un retorno a la animalidad, pero sí
retrata la inhumanidad más representativa de la deshumanización. Es por ello
por lo que la teratología del infierno está plagada de seres monstruosos y
deformes. Los demonios suelen estar representados por una morfología
antinatural, como indicador del lugar descrito por Dante como fuego que arde
para los condenados por sus grandes crímenes. Pero los condenados son otra
cosa, y no corresponde a los humanos físicamente anormales sino moralmente
normales.
Los santos que describieron sus visiones sobrenaturales del infierno -Ana
Catalina Emmerich, Sor Josefa Menéndez, Beata María Serafina Micheli, San Juan
Bosco, María de Santa Cecilia Romana, Santa Verónica Giuliani, San Alfonso
María de Ligorio, entre otros- coinciden no sólo en el gran abismo oscuro con
un horno hirviente, de seres que entre gritos, hedores y tormentos se agitan
por la ira y la violencia que allí cunde. Es decir, el hombre condenado no lo
es por su animalización, sino por su deshumanización representada en la maldad.
Incluso las almas condenadas pueden convertirse en bestias, tomar formas de
animales, pero su castigo es sentir la penalidad como humanos.
Tan fuerte es la presencia de la esencia humana que no la pierde ni aun en
el infierno, por más que puedan tomar formas bestiales. El bestiario horrible y
repulsivo de los condenados en el infierno nunca pierde su alma humana. Pero el
castigo de esa maldad es que ya no pueden conocer la muerte para escapar de los
sufrimientos. Por eso, en Apocalipsis (9,6) se dice que “la muerte en
esta vida es lo que más temen los pecadores, pero en el infierno será la cosa
más deseada”. El réprobo no tiene escape. Y santo Tomás de Aquino (I, 2, Q. 87)
resalta que incluso en el juicio humano la pena no se mide según la duración
del tiempo, sino la cualidad del delito. Pero, además, todas estas visiones del
infierno tienen un significado muy profundo para la filosofía como estimación
de la verdad. Y sólo puede representar que en el ser humano la verdad es un
hacerse presente de lo eterno en lo finito. Edith Stein, en su obra Ser finito
y ser eterno, había justamente destacado que comprender el ser finito sólo
desde la temporalidad lleva hacia la muerte. Y ese fue el gran yerro de
Heidegger. Por eso, el ser finito exige ser comprendido desde la altura del ser
eterno y no al revés.
Lo cual significa que si hay tiempo y verdad humana es porque hay eternidad
y verdad divina. Recién ahora se puede entender plenamente por qué el hombre es
una trascendencia en la inmanencia. Y es porque su trascendencia es en
definitiva un abrirse del ser finito al ser eterno. El designio de la trascendencia
humana porta el designio de la trascendencia divina. De ahí que un adecuado
rescate de la antropología filosófica no puede dar cuenta solamente del puesto
del hombre en el cosmos, sino primordialmente de su vínculo con Dios. La antropología
filosófica no puede limitarse a la dimensión de la temporalidad humana y
descuidar su vínculo con la eternidad. De ahí que el enfoque que corresponde a
la antropología filosófica sea teo-cosmo-antropocéntrica. Teo por estar
vinculado su ser a Dios, cosmo por ser un ente material y temporal, y antropocéntrico
por la importancia de su papel en el orden la creación.
La realización ontológica humana no es independiente de su ethos, sino que
consiste en el cumplimiento de su propio ethos. Ethos que a su vez expresa la
religación con la divinidad. Por ello, sólo se puede comprender cabalmente la
filosofía cuando se la entiende como la estimación de la búsqueda de la verdad
que no se limita a la luz natural de la razón y que rebasa el mundo hacia la
verdad revelada. La filosofía no tiene por qué dar la espalda a las verdades
suprarracionales de la fe. El origen ontológico de la filosofía señala una
dirección trascendente porque nace de la propia esencia humana que es trascendencia
en la inmanencia. No en vano el sentido del ser humano es unir lo inmanente con
lo trascedente.
Por ello, se comprende también que la pregunta fundamental de la filosofía
sea la pregunta por el ser, porque es el ser finito el que se percata que sólo
en el Ser primero coincide la esencia (ousía) con la existencia (on), mientras
que el mundo -incluido él mismo- es una realidad contingente, no necesaria,
donde la existencia es el acto de ser que tiene una primacía sobre la esencia.
Cierto que esta formulación corresponde a santo Tomás de Aquino, pero independientemente
de ello el hombre es desde muy antiguo la criatura que intuye a Dios y a lo
divino. Cosa que explica los más antiguos enterramientos prehistóricos correspondientes
al hombre de Neandertal de hace 120 mil años. Y ello sin descartar que hayan existido
otras creencias y ritos funerarios de homínidos más antiguos cuyas evidencias
no han resistido la prueba del tiempo.
En otras palabras, el homínido es el que siente la separación radical entre
él con lo divino y el mundo. Siente lo profano y lo divino. Situación
existencial suficientemente fuerte para emprender la búsqueda filosófica de la
verdad. Es por ello por lo que la filosofía está ínsita en la situación
existencial humana. El hombre es una criatura filosofante porque siente y estima
la separación ontológica radical de su ser en el Ser.
Sin duda que la filosofía moderna a través de la razón secularizada se ha
desprendido de la tradición que valora la verdad revelada y que se atiene
solamente al mundo de la experiencia y de la razón natural. Los principales exponentes
de la filosofía moderna han pensado como verdaderos vampiros de Dios, mellando
la creencia en él hasta límites impensados. Y el resultado de todo este proceso
ha sido el hombre sin humanidad, sin piedad, caridad, ni misericordia. Pero con
ello se abre un hiato del hombre consigo mismo, con su esencia onto-ética.
Hiato que posibilita los procesos de deshumanización y anetismo. Es difícil exagerar
un ápice al respecto y el siglo veinte -con sus dos guerras mundiales, el genocidio,
las dictaduras infames, y la inmoralidad rampante- junto al siglo veintiuno -que
se orilla demencialmente hacia un apocalipsis nuclear, donde un grupúsculo de
ricos se ha preparado para sobrevivir- da testimonio de ello.
Es verdad que toda ciencia tiende hacia el ser verdadero, pero no es menos
cierto que el ser verdadero se halla por encima de toda ciencia. Es más, contra
la soberbia racionalista del ateísmo cientificista se yergue la propia ciencia
física al reconocer que no encuentra explicación satisfactoria ante la incompatibilidad
de la física relativista y la física cuántica, no sabe qué es la energía oscura
-que acelera la expansión del universo- ni la materia oscura -que representa el
27 por ciento de la materia existente-, mientras que la materia ordinaria sólo
representa el 5 por ciento. Lo que significa que el 95 por ciento del cosmos
está compuesto de cosas que apenas conocemos. Otro misterio grato es cómo Dios
puede amar con predilección a la criatura humana, la cual apenas ocupa los cuatro
últimos segundos de la Edad del Universo que se extiende más de 13,770 millones
de años. Lo que parece absurdo en el orden del tiempo no lo es en el orden de
la eternidad. Lo que provoca escándalo a nuestra razón es el mismo que afrontó
san Pablo en el Areópago de Atenas. Lo que revela la importancia que tiene para
la propia razón aceptar las verdades suprarracionales de la fe revelada.
Por ello, cuando se rechazan las verdades suprarracionales se impide
entonces la perfección completa del ideal de sabiduría. La sabiduría es la que
pierde en perfección sin el horizonte de la creencia que posibilita la fe. Es
la propia base ontoética del hombre en cuya valoración primigenia del ser
requiere creer y confiar. El salto de lo estimativo a lo cognoscitivo se da
incompleto sin la creencia, afectándose la vida moral y normativa.
De manera que el hombre deshumanizado no es el monstruo físico, sino el
monstruo moral. Georges Canguilhem (Lo normal y lo patológico) es el
filósofo que subraya la idea de que el hombre es un ser normativo, concibe al
monstruo como el anormal, sólo cualitativamente diferente al normal. Y Michel Foucault
(Vigilar y castigar) lo hizo en sentido jurídico, abriendo las puertas a
su consideración biopolítica.
Sin duda que existe el monstruo biopolítico no sólo en la figura de los
dictadores genocidas, sino también en el monstruo tecnopolítico, como aquellas
personas que sobreponen la realidad digital a lo real. Pero en estos casos tampoco
hay retorno a la animalidad, sino que constituyen formas de deshumanización. Es
por ello que cuando Alexander Kojéve (La dialéctica del amo y del esclavo en
Hegel) habla del final de la historia como un retorno del hombre a la
animalidad, como era en el principio, desaparecerán las guerras, las
revoluciones y la filosofía, lo hace en sentido figurado y no literal. Pero
Kojéve como buen hegeliano pensaba que las repeticiones eran nefastas en la
historia.
Los síntomas de la repetición histórica también lo señalan Bataille (Teoría
de la religión): revival religioso, indiferencia ante la muerte, pérdida de
valores, pasividad. Sólo que aquí Bataille no repara en que dichos actos corresponden
a la fatiga de la civilización burguesa, y, en general, de cualquier
civilización. Por su parte, Giorgio Agamben desde una perspectiva hegeliana nos
habla (Lo abierto. El hombre y el animal) que el hombre al alcanzar su
telos histórico tienden las sociedades a despolitizarse y a retornar a ser
animal. Ante lo cual dice que quedan sólo dos alternativas: dominar mediante la
técnica nuestra animalidad o abandonarnos abiertamente a ella. Su punto de
vista temporalista, naturalista y cientista le impide ver toda la dimensión
metafísica de la propia humanidad. Y ello no lo deja ver que el hombre jamás
puede volver a la animalidad, porque sencillamente nunca lo fue.
Ni siquiera desde el ángulo evolucionista es posible dejar de advertir la
gran diferencia existente entre el homínido y el animal. El tema va más allá
del eslabón perdido y de las intrincadas circunvoluciones cerebrales de la mente
humana. El apartamiento del hombre de la evolución orgánica ni siquiera puede
resolverse con la hipótesis de la coevolución gene-cultura, que exponen E. O. Wilson
y Charles J. Lumsden (El fuego de Prometeo). La sociobiología no puede
explicar que la influencia de los genes es sólo tendencial y no sustituye el
libre albedrío. Además, a pesar de que el genoma humano completo fue publicado
en 2003, la genómica -que abre nuevas fronteras para la cura del cáncer, las enfermedades
raras, test prenatales no invasivos, medicamentos a la carta y que la genómica
se convierta en derecho constitucional para evitar la discriminación genética-,
sigue desconcertando.
Persisten un cúmulo de misterios desconcertantes. En 2019 se pudo penetrar
en los centrómeros o el corazón oscuro del genoma y se descubrió un ADN de un
ancestro desconocido de hace medio millón de años, donde también hallaron fragmentos
de ADN neandertal, pero causó perplejidad hallar que la nasa de los 46 cromosomas
del genoma humano no coincide con el peso del cromosoma en el que está, pesa
veinte veces más que el ADN que hay dentro de ellos, ante lo cual no hay
explicación.
Menos aun lo explica el etólogo y biólogo evolutivo Richard Dawkins (Evolución:
el mayor espectáculo sobre la Tierra) que no resuelve con éxito los intrincados
problemas de la evolución biológica. Dawkins reduce la conducta a lo biológico
y en reacción a su postura se contrapone otro enfoque que sostiene que la
conducta dirige lo biológico. El reduccionismo biologista de Dawkins resulta
insostenible ante la complejidad de los procesos selectivos no biológicos, uno
de ellos es la dimensión objetiva de la cultura, desembocando así en graves
reduccionismos ontológicos, metafísicos y epistemológicos, que sólo agradan a
los ateos, materialistas y naturalistas.
La postura sociobiológica, por su parte, insiste en que la conducta marca
la pauta de la evolución, y la conducta se guía por el gusto. Pero convertir el
gusto en teleología operante de la evolución no es menos problemático porque
supone el sentido estético como lo predominante en la Naturaleza, la cual
devendría en una obra de arte en su totalidad. Lo que al final equivale a ver
en la Naturaleza como una estructura material autosostenible. Cosa parecida a
lo que ocurre en la segunda parte de la Crítica del juicio de Kant,
llamada crítica del juicio teleológico.
Lo que aquí está en discusión es el principio de finalidad interna, que en
Kant se completa con la prueba ética del Creador moral del mundo, y lo que
Hegel en su Lógica cree verlo en la energía interna absoluta de la
razón. Pero en nuestro caso, la esencia ontoética de lo humano designa una
teleología interna de índole ética, que corre paralela a la teleología física
de lo corporal. El cuerpo, como la naturaleza, tiene un fin en sí, se hace
subjetividad. En realidad, no hay impedimento para admitir la subjetividad en
la propia naturaleza sin romper con la hipótesis teísta, o sea, sin incurrir en
el panteísmo de la razón universal hegeliana, la imaginación creadora schellingiana
o la voluntad schopenhaueriana.
De modo que el acaecimiento de la verdad en el hombre es ontológicamente
necesario, teórico-pragmáticamente posible, y teleológicamente contingente. La
estimación de la verdad está incrustada en el ser del hombre, su realización
depende de su libertad y su finalidad, pero su existencia depende de la
Inteligencia creadora. Por consiguiente, el acontecimiento de la verdad
sobreviene sobre un ser que es sensible a la misma, que está destinado a tomar
conciencia de ésta. No es algo accidental ni coyuntural, sino algo esencial que
incide sobre su destino.
Para que la verdad sobrevenga a un ser tiene su inmanencia que ser sobrepasada
por su propia trascendencia. Por eso sobreviene la verdad al hombre, porque es
una trascendencia en la inmanencia y una inmanencia en la trascendencia. Esto
es, la verdad no sólo es un término predicable al conocimiento y a la existencia,
sino a una esencia particular, a saber, la humana. De manera que la esencia de
la filosofía no es cognoscitiva o existencial, sino que es ontológica,
metafísica y teleológica, porque está unida a su estructura ontoética, la misma
que está advocada a lo universal y verdadero. En el hombre la finalidad es
interna y externa. Su finalidad interna responde a la necesidad de su esencia que
le abre el horizonte de lo estimativo, y su finalidad externa surge de su libertad
en la naturaleza. El horizonte de lo estimativo de la base onto-ética se abre
de modo necesario, pero su asunción depende de la libertad. El no hacerlo da
comienzo a diferentes procesos de deshumanización. El malvado moral es el
deshumanizado que puede haber perdido contacto con su núcleo onto-ético, pero
no puede eliminarlo de su propia naturaleza. El psicópata, por ejemplo, carece
del sentido de culpa y de empatía, pero intelectivamente sabe de lo censurable
de sus actos; y el sadomasoquista puede sentir placer del dolor que infiere y sufre,
pero no deja de sentir culpa por ello. Por ello, no puede dejar de ser legal,
moral y ontológicamente responsable de sus actos.
La verdad ontológica se define como la correspondencia de una cosa con su
idea genuina. Ahora bien, esta correspondencia sólo puede darse en un ser que
se plantea el valor de la verdad y, por consiguiente, la busca deliberadamente.
Sin ese ser que se plantee el valor de la verdad no existe el problema de la
verdad. El horizonte del valor de la verdad se da dentro de la esencia onto-ética
del hombre. Es decir, el horizonte estimativo de la esencia onto-ética es la
posibilidad misma del valor de la verdad y del subsiguiente planteamiento del
problema de la verdad.
Si el hombre es una criatura filosofante es porque el horizonte estimativo
de su esencia onto-ética abre la posibilidad de lo universal y de lo verdadero.
De manera que la esencia de la filosofía es el horizonte ontológico estimativo
de la esencia onto-ética humana. La filosofía es búsqueda de la verdad porque
su esencia es posibilitada por la estructura onto-ética humana, donde lo
universal y lo verdadero se hace posible. Lo universal y verdadero se hace patente
no sólo en las ideas, sino también en las creencias. Y ello no es óbice para
que paralelamente existan ideas y creencias falsas, que no se basan en la
verdad de lo universal sino en certidumbres. Es por eso que la filosofía brota
de una criatura cuya inmanencia es sobrepasada por su trascendencia.
Trascendencia que lo delinea como un ser metafísico. La filosofía es metafísica
no porque se cultiva como disciplina, sino porque emerge de un ser que es
constitutivamente metafísico.
En su constitución metafísica está el sentido ontológico del ser, el
sentido de lo divino, el sentido de la verdad, el sentido de lo universal, o
sea, el contenido mismo de la filosofía. Nada impide que dicho contenido pueda
ser velado, obliterado e incluso rechazado por diversas razones, entre ellas
las civilizacionales, pero el fenómeno básico está ahí y no puede ser negado. Cuando
la civilización avasalla la cultura, entonces los medios predominan sobre los
fines y se extravía el sentido del ser. En consecuencia, la verdad ontológica
como “correspondencia” es el resultado de un ser que es ínsitamente filosófico
y que puede intuir sin ser filósofo los problemas de la verdad, lo universal y
el valor.
La verdad como correspondencia requiere el fenómeno esencial estimativo de
la verdad. Y es así porque la ontología porta la verdad, la tecnología
hace el acceso a la verdad, y la epistemología enuncia la verdad.
El filósofo italiano Maurizio Ferraris (La posverdad y otros enigmas)
ante la hipoverdad de la hermenéutica y la hiperverdad de la filosofía
analítica postula un realismo de la mesoverdad. En vez de decir “no hay hechos
sino interpretaciones” dice “hay hechos porque hay interpretaciones”.
En realidad, Ferraris exagera el papel de lo tecnológico declarando que la
verdad no es ontológica ni epistemológica, sino tecnológica, que es algo
fabricado por la voluntad de poder. Cae bajo el hechizo de la voluntad de poder
de la modernidad. A diferencia de ello hay que decir que lo que es importante
en la concepción esencial de la filosofía no es su presencia encarnada, sino
percibir su capacidad para representar el horizonte estimativo sobre el que se
proyecta lo universal, el valor y la verdad. Como la filosofía nace en un ser
trascedente en la inmanencia e inmanente en la trascendencia, entonces el
filósofo tiene como papel principal alcanzar tanto el saber absoluto como el
saber en devenir. Pues de poco le sirve al filósofo identificarse sólo con el
devenir o sólo con el absoluto, en tanto que el hombre mismo es un ser que intercepta
y une lo finito con lo infinito, lo contingente y lo necesario, el devenir y lo
permanente. Ni solo temporalismo, ni solo eternalismo, sino ambos, porque se trata
de un ser que pertenece tanto al devenir como al Ser.
El filósofo debe sumergirse en el mundo para descubrir la verdad, pero el
mundo humano no sólo es el mundo en devenir, sino también el mundo de lo
universal y permanente. Esto es así porque su ser pertenece tanto al mundo del
devenir como al mundo del Ser permanente. El filósofo no debe renunciar a su
pretensión de saber del absoluto, de lo verdadero, universal y necesario. Ese
es su rasgo distintivo, fundamental y decisivo. Sin ello la esencia de su ser
permanece oculto, porque el ser del hombre es una advocación a la verdad.
Advocación que puede ser traicionada, pero que no puede ser extirpada. La
traición a la Verdad es la traición a nuestra propia esencia, cosa que acontece
en las crisis de decadencia civilizatoria. Traición que llena de culpa,
ignorancia, injusticia y responde a patologías individuales y sociales
diversas.
Pero jamás dicha traición puede borrar la verdad que está impresa en la estructura
de nuestro propio ser. El contenido onto-ético de la esencia humana no es
compulsivo, sino señalador de un camino a transitar libremente. El no
recorrerlo casi siempre abre las puertas al escepticismo y las ventanas de la
deshumanización. La pretensión filosófica de alcanzar el saber universal no lo
aparta del ir y venir entre el saber y la ignorancia. Todo lo contrario, lo
adentra aún más en la docta ignorancia del que habla Sócrates y el Cusano.
Por nuestra propia finitud el saber de lo absoluto no es un simple saber
estático, sino dinámico, porque exige la realización práctica y un compromiso
valorativo incesante y permanente. Dios es lo absoluto y éste es el Ser, que
está más allá de todo género supremo, participa de nosotros y nosotros
participamos de él. Lo cual lleva de lo ético a lo cognoscitivo y de lo
cognoscitivo a lo moral y de lo moral a lo teológico. La filosofía de la razón
natural gana con la fe, porque se trata de una verdad que proviene del ser
supremo. Por eso, la perfección completa de la filosofía se encuentra en la
sabiduría divina. De ahí que muchas veces la filosofía se encamine y aspire a
la visión mística. Visión mística que es unión con Dios y operada por él en la
esencia onto-ética del hombre. El hombre es un capax dei porque no sólo
tiene la posibilidad inteligente de conocimiento teórico de Dios, sino porque
su propia esencia es capax dei. El hombre es capax dei antes que por su
inteligencia por ser el ser sintiente de Dios. Su propia esencia es un irse
poniendo en camino de fe. Y tiene que ser así, porque al penetrar en la fe
aumenta la tiniebla para el entendimiento.
El homo capax dei en su mayor profundidad es oscurecimiento de la
inteligencia por penetración de la fe. Aquí ya no se está ante la verdad que se
descubre y que es propia de la filosofía, que se está ante la verdad que
sobrepasa, sobrecoge, es inexpresable, inefable y que es propia de la fe. Es la
luz clara de Dios que hizo que a Santo Tomás de Aquino le pareciese paja todo
lo que había escrito. En la luz oscura de la fe el hombre capta a Dios mismo
sin ver, porque como explica San Juan de la Cruz (Subida al Monte Carmelo)
la fe es una oscuridad profunda frente a la claridad eterna de Dios.
Dentro de la pedagogía divina hay que considerar las religiones
precristianas, como el chamanismo y la gnosis oriental ancestral, las cuales
hablan sobre la luz interior que existe como centro de nuestro ser y la cual hay
que recuperar. Aquí se trata de la idea de la existencia de un yo, un mundo y
un destino intemporal. Y por eso en su meditaciones místicas y curaciones
psíquico milagrosas acuden a seres intemporales intermedios entre Dios y la
humanidad, a diferencia de las curaciones de los santos cristianos que recurren
directamente a Dios.
Mircea Eliade (Chamanismo: técnica arcaica de éxtasis místico) y Henri-Charles
Puech (En torno a la Gnosis) permiten advertir que el chamanismo y el
gnosticismo, respectivamente, son un fenómeno general de la historia de las
religiones, un tipo distinto de religiosidad con un tiempo quebrado, donde lo
importante es lo intemporal. Todo lo cual no tiene nada que ver con la
meditación trascendental fraudulenta, con ostentación de supuestos poderes
paranormales, que se ha convertido en mercancías de modernos gurús que
gratifican con la simple relajación mental, autohipnosis y uso de afrodisíacos.
Es que el capitalismo aumentó la incertidumbre y la ansiedad, y disminuyó hasta
límites pasmosos la insolidaridad humana. Lo que provocó la abundancia de
supuestos curanderos y gurús engañosos.
No es casual que ante tal debilitamiento espiritual y el potencial
incremento de las prácticas satánicas y ocultistas se registre una emergencia pastoral
ante el aumento de posesiones demoníacas, lo cual demanda más exorcistas en el
mundo y en la Iglesia católica. Iluminadoras al respecto son las obras de los demonólogos
y exorcistas como el Padre E. Milingo (Contra Satanás), y el Padre José
Antonio Fortea (Exorcística: Memorias de un exorcista, y Summa daemoniaca).
El diagnóstico es certero: la pérdida de la fe va de la mano con el aumento de
dicho mal.
En suma, en la estructura esencial onto-ética del hombre hay una luz
particular, la llamada “chispa divina”, privativa de la humanidad. Luz que es
luz oscura en la fe y que puede ser tocada por la luz clara de Dios. Pero por
desgracia dicha idea es actualmente pervertida y explotada por los gurús de la
meditación en la luz y el sonido interno, por la gnosis, el esoterismo, y el
platillismo ufolátrico actual, éstos últimos sostienen que somos seres que
evolucionamos en diferentes mundos y dimensiones, experimentando supuestamente
las diferentes regiones espirituales de conciencia. Se trata de toda una ofensiva
de última hora para apartarnos de Dios ofreciéndonos toda una retahíla de pseudo-religiones
en plena era de la apostasía e increencia.
Por ello, no es la filosofía ni la teología la que se encuentra más cerca
de la sabiduría divina, sino la fe. La esencia onto-ética humana está religada
a Dios y por ello puede dar lugar al crecimiento de las virtudes. Bergson como
Hegel representan al filósofo que aprehende el ser en su devenir, pero el
devenir no agota al ser, pues éste trasciende el devenir en lo permanente y
universal.
El descubrir el sentido primario del ser evita no sólo que nos hundamos en
el devenir mediante la percepción sensible y que podamos ir más allá mediante
la intuición trascendente. Esta revela nuestra pertenencia al Ser. El filósofo
como cualquier hombre debe sumergirse en el mundo porque es en el mundo el
lugar donde se ha de dar su unión ética, religiosa y pública con los Otros y
con la Otredad divina.
No obstante, el hombre moderno habiendo extraviado el sentido del ser, lo
divino, lo sagrado, y de su voz interior, se sumerge en la alteridad prometeica
de la luz pálida del inmanentismo autodeificante, donde impera el orgullo y la
soberbia, que lo aleja de la verdad tanto en la vida como en el pensamiento.
4
Onto-ética y filosofar
Si la filosofía es una necesidad existencial es porque responde a la
estructura onto-ética del hombre. Si el hombre en su existencia filosofa es
porque contesta al llamado de su propia esencia de índole filosófica. Y su
responde a dicho llamado entonces el hombre es criatura filosófica no a partir
de los griegos, sino a partir de su propia condición humana. O sea, muchísimo
tiempo más atrás.
Pero cómo respondió el hombre al llamado filosófico desde tiempos remotos.
El hecho de que la criatura humana haya contestado de distinta manera a la
convocación de la filosofía no significa incurrir en un relativismo filosófico,
porque histórico y relativo habrá sido la respuesta humana a la filosofía, pero
su llamado es permanente e invariable. Y ese fondo invariable que está detrás
de la búsqueda de la verdad es la estimación misma de la verdad.
El hombre es una criatura filosófica por excelencia porque estima y aprecia
la verdad, siente la necesidad espiritual de la verdad desde el fondo de su
ser, pero su respuesta es variable. Y esto se dio desde la prehistoria hasta el
presente. En mi libro Filosofía prehistórica abordé la más remota
manifestación del homínido. Su expresión la denominé filosofía numinocrática,
y quedó dividida en tres periodos: pre-animista, animista y espiritualista. Y
en otra obra (Teoría General de la Filosofía) organicé la exposición en
torno a tres teorías sobre el origen de la filosofía, la saber, la Teoría
restringida -origen griego-, Teoría ampliada -hay filosofía en el mito-, y la Teoría
general -filosofía como necesidad existencia-. En este sentido distingo cinco
formas que asume la respuesta histórica ante ese fondo filosófico del hombre, a
saber: la forma numinocrática, la forma mitomórfica, la forma mitocrática, la
forma logocrática y la forma virtual.
La primera gran forma filosófica desde la estructura onto-ética es lo
numinocrático. Lo numinoso es la primera noción de lo trascendente como lucha
de la vida y la muerte. Aquel fondo de la vida en lucha contra muerte es
percibido como algo numinoso, sagrado y misterioso. Se percibe el mundo como
una extraña mezcla entre lo que es inmanente y lo que es trascendente, en una
realidad que se presenta como numinosa. Esa idea de lo numinoso como lo sagrado
en un horizonte mental de hace dos millones de años supone una no distinción
entre un dios personal y un dios suprapersonal, ni entre lo sagrado y lo
profano, ni lo sagrado y lo divino. Todas las manifestaciones sobrenaturales se
dan en la naturaleza y son vistas como pertenecientes a ella. Será recién en la
concepción animista donde se tendrá presente la presencia clara de un alma o un
principio vital en todos los seres, objetos y fenómenos. Lo numinoso es más
bien un presentimiento pre-animista de orden metafísico, donde lo numinoso se
extiende misterioso sobre el mundo entero. La forma numinocrática se remonta al
homo habilis, el cual muestra haber pensado sobre el sentido del mundo y de la
vida en su intensa actividad de pulido y tallado de las piedras. Brotará allí lo
filosófico no sólo como actitud sino también como aptitud. El
homo habilis pensaba y mucho, porque no sólo es el primer gran inventor, sino
el primer pensador. No tiene respuestas conceptuales ni complejas, pero
implicaban ideas que concernían al sentido mismo de la vida. El ser un gran
fabricante de herramientas es habituarse a tener el “ser a la mente”. El ente
intramundano lo lleva a avizorar el ente extramundano. No es impensable, sino
lo más probable, que la actuación de Dios (teofanías sobrenaturales) como las
del demonio (acción preternatural) estén presentes en esta temprana era
homínida, sobre todo porque es el comienzo de la era humana y el Tentador tiene
interés en introducir confusión y problemas. Es un misterio cómo respondería el
homo habilis ante aquellas manifestaciones, pero de seguro que el era capaz de
afrontarlas y dar alguna explicación estaba involucrado con la aptitud filosófica.
Con el homo habilis nace el ser ideal que proyectado sobre el mundo le permite
un mejor dominio del mundo. Al pensar en la forma de tallar las piedras pensaba
también en el significado de la vida y de la muerte. Con el homo habilis brota
el primer horizonte pre-animista. No sólo talló piedras, sino que elaboró un
pensamiento arcaico sobre el sentido del mundo. El homo habilis con la invención
de la industria de piedra opera un descubrimiento de tres niveles: la existencia,
la verdad y lo bueno. En el orden de la razón su intelecto aprehende la importancia
privilegiada de un determinado ente, a saber, la piedra cortante. En segundo término,
su intelecto aprehende que conoce el ente. Y, en tercer lugar, aprehende lo que
desea. Lo primero es la razón del ente, lo segundo la razón de lo verdadero, y
lo tercero la razón de lo bueno. Hay un cuarto nivel que pertenece a lo que no
puede explicar, a saber, explosiones volcánicas, caída de cometas, cambio de
clima, sequías, hambrunas, ataque de fieras, pérdida de seres queridos, presencia
de entidades sobrenaturales. Pero lo verdadero y lo bueno están en la realidad,
los encuentra en ella. Así, la especie homínida desde los tiempos inmemoriales
ha sentido esa dulcísima eucaristía de unidad universal que es la filosofía.
Está en su ser, es su ser, como sello indeleble de una criatura destinada a
conocer y sujetar el mundo con su razón.
Para conocer la universalidad de la filosofía es preciso cercar las huellas
de la criatura filosofante en su proceso de humanización y hominización. La
paleoantropología reserva la existencia de ideas trascendentes al hombre
moderno, al homo sapiens, luego ha reconocido su extensión al homo neandertal.
Pero abundan los animales que crean herramientas, pero no crean cultura. Por
tanto, no es el bipedismo, ni el mayor tamaño cerebral, ni la capacidad de
fabricar instrumentos, ni la posesión de lenguaje gramatical, lo que lleva a la
condición humana al pensar filosófico, sino su esencia onto-ética. La cual tuvo
que estar presente en aquellas fábricas líticas del homo habilis y sin la cual
hubiera sido imposible la tarea en común, con propósito y de manera constante.
Si hay algo de fascinante y encantador en el homo habilis es el poder imaginárnoslo
sentados labrando lascas, sino anticipando la forma a la materia. He aquí la
manifestación de su espíritu intelectivo y racional, aquello que lo lleva hacia
la humanidad. El descubrimiento de un universal perceptual -probar el cortante-,
intuitivo -seleccionar la piedra correcta-, y lógico -tallar para cortar- sería
lo característico del homo habilis. Pero ser carroñero supone una distinción
meridiana entre lo que está vivo y lo que no lo está, es decir, lo muerto. Lo
vivo y lo muerto son las dos categorías opuestas que necesita distinguir el
carroñero homo habilis. El poder que la conferido la piedra tallada sobre lo
muerto para convertirla en medio de vida tuvo que haber labrado un ideario
sobre el sentido de la vida y del mundo.
El homo habilis no era un autómata que descarnaba y deambula hacia su
próximo carroñeo, sino que era un ser pensante. No sólo pensó en la forma de
tallar piedras, sino también qué significaba vivir y morir. No se han hallado
manifestaciones de pensamiento simbólico ni enterramientos del homo habilis,
pero ello no significa que no hayan tenido una idea de la muerte y de la vida,
o que no hayan homenajeado a sus muertos. Pero un canto, un dibujo sobre la
arena, una danza, no son rastreables, ni dejan evidencias duraderas. Es
improbable que no haya elaborado alguna idea sobre el sentido de la existencia
cuando lo que caracteriza al hombre es justamente ello, pensar.
Aquí hallamos cómo en la metafísica más arcaica de la humanidad la idea de
la Vida debe imponerse en su lucha contra la Muerte. En el homo habilis se
daría la primera noción de lo trascendente como lucha de la Vida y la Muerte.
No vemos configurarse en el homo habilis un mito sobre la Piedra, sino otro, sobre
un dualismo básico que gira en torno a la vida y la muerte. Ese sería el
significado de dejar piedras talladas junto a osamentas. La paleoantropología
científica nos ofrece una imagen estereotipada del homo habilis, como mero
galeote del tallado pétreo, sin el más mínimo rastro de vida espiritual. Pero
la imaginación es la bisagra entre la percepción y el pensar. Y el resultado
gnoseológico es el concepto-imagen, distinto al concepto lógico.
Esto significa que las dos caras de la percepción están dirigidas a pensar
el ser del ente intramundano que sale al encuentro no sólo como “ser a la mano”
y “ser a la vista”, sino como “ser a la mente”, y, en consecuencia,
metaempírico y universal. Por la imaginación el homo habilis tienen el “ser a
la mente” de la piedra que requiere. Aquello no está en el mundo, pero lo
estará a través suyo. La importancia de la vida sobre la muerte para el homo
habilis es el fondo mismo de su mundo percibido. Ese fondo de vida en lucha
contra la muerte es percibido como algo numinoso, sagrado, misterioso. Lo
numinoso definido por Rudolf Otto (Lo santo) como “experiencia no
racional y no sensorial o el presentimiento cuyo centro principal e inmediato
está fuera de la identidad”, se presta de modo incomparable para describir la
experiencia que tiene el homo habilis de aquello invisible que debe continuar
siendo llamado Vida y Mundo. Lo numinoso es la manifestación más arcaica de lo
sagrado y por eso es aplicable a la experiencia del homo habilis.
El homo habilis representa el primer periodo de la Edad de la metafísica
numinocrática. No es que tuviera la idea de lo trascendente, sino que aquello
que configura la idea de lo trascendente es lo numinoso en lo inmanente. Para
el homo habilis el mundo no es inmanente, tampoco es trascendente, es más bien
numinoso, extraño y misterioso. De entre todas las cosas extrañas le concita
mayor atención la Vida. El centro de su atención no es lo humano, ni lo inerte,
sino lo vivo. Para comprender esto se requiere una paleofilosofía presidida por
una hermenéutica metafísica.
No se puede hablar en general de la conciencia del hombre del paleolítico
sin abarcar formas de conciencia tan disímiles como las del homo habilis, homo
erectus, homo neandertal y homo sapiens. Todas ellas tienen sus matices diferentes,
sin perder el rasgo homínido común. Identificar lo paleolítico con lo inmanente
sin ninguna clase de trascendencia aparece demasiado forzado, secularista y
racionalista. Y esto es justamente lo que intenta hacer el historiador de la
cultura Morris Berman (Historia de la conciencia. De la paradoja al complejo
de autoridad sagrada) y todo para concluir en una visión angelical del
paleolítico sin poder vertical ni religión autoritaria, donde la civilización
es responsable de crear ideología, religión y poder autoritario. Cree que los
pueblos civilizados son religiosos y no los primitivos. Se trata de una visión
maniquea de la prehistoria que termina secularizando su viuda y su pensamiento.
El homo habilis percibe lo numinoso pero el mismo no es todavía configurado
como el Gran Espíritu en la naturaleza, no vive aun en una atmósfera animista
como sucede desde el Neandertal, sino pre-animista. El homo habilis no es un
ser ontológico como el griego y medieval, ni epistemológico como el moderno, ni
nihilista como el posmoderno. El homo habilis es un ser vital asido por lo
numinoso que está en él y en el mundo. Ello no se vierte en una preocupación
cosmológica ni antropológica, sino en una preocupación vital-existencial, asociada
con el no morir y preservar su vida. Por eso, no es cierto que las grandes
preguntas filosóficas que afectan al ser humano sólo comienzan con la escritura
y el pensar conceptual abstracto. Esta confusión conceptolátrica no entiende
que el hombre de todos los tiempos, incluido el prehistórico, siempre estuvo
asediado en su existencia y pensamiento por las preguntas límite del misterio
del mundo.
Por ende, el pensamiento humano no
necesita llegar a la fase del concepto lógico para afrontar las preguntas
últimas sobre el sentido del universo. Pues el pensamiento-imagen y el
pensamiento simbólico también lo hacen. La filosofía es una necesidad
existencial que brota de su estructura onto-ética. Y las necesidades
existenciales son de carácter espiritual y no biológico, teórico, psíquico o
social. La filosofía prehistórica tiene como segundo periodo la llamada Edad de
la metafísica numinocrático-animista, propio del homo erectus de hace dos
millones a 70 mil años. Con ello adviene el animismo. Tres son los grandes
avances de esta nueva especie de hombre: cambio en la tecnología de la piedra o
la llamada industria achelense, el uso del fuego y el inicio de la caza. Todo
lo cual sería una revolución mental sin precedentes para el homínido hasta el
momento.
Pero el desarrollo de nuestra estirpe no sólo se caracteriza por el
despliegue de la razón funcional a través de las herramientas líticas, sino
también por el avance de la razón substancial y simbólica en su vida
espiritual. Se va desplegando la dimensión de su esencia onto-ética. Por primera
vez lo numinoso ve adquirir una manifestación concreta en objetos inanimados y
fenómenos naturales, y ya no de manera tan difusa como en la etapa anterior. El
antropólogo E. B. Tylor (Cultura primitiva) lo propuso como definición
mínima de religión y creencia en seres sobrenaturales. Entraña la creencia en
almas, fantasmas, posesión demoníaca, brujería y magia. Una cosa es ver un alma
o un demonio y otra cosa es creer en él. Quizá esto le faltó precisa a Tylor.
El homo habilis los vio, pero no creyó en ellos de modo diferenciado sino
formando parte de un todo numinoso indiferenciado. Cosa que cambia desde el
homo erectus.
Da la impresión de que Tylor da un salto muy brusco desde el animismo a la
creencia en las almas. El paso de la conciencia pre-animista -que ve lo
numinoso de modo difuso en la naturaleza- a la conciencia animista -que ve lo
numinoso en determinados fenómenos concretos- no implica necesariamente de
golpe la concepción de la idea del alma individual, ni la creencia definida en
seres sobrenaturales. Se corresponde con un estadio intermedio, donde la definición
mínima de religión signifique la creencia en un símbolo icónico general de
relación con la naturaleza. El ser animado o inanimado del que dice descender la
tribu del homo erectus implica una relación especial con las fuerzas naturales,
animales o plantas. Se trata de adoración de una religión de integración sin
religión de servicio.
Todavía no aparece el brujo o el chamán del que habla Claude Lévi-Strauss (El
pensamiento salvaje), sino lo que se tiene es un proto-chamán o
proto-brujo, que determina de modo grupal el tótem en cuestión. Incluso el
dominio del fuego por el homo erectus puede llevar a esta fuerza natural a una
especie de adoración totémica singular. Lo que representa un salto mental
significativo. Se trata de una filosofía numinocrática de primera instancia, o
sea, adoración sin religión de servicio, ni creencia en seres sobrenaturales,
ni idea del alma individual. Sin embargo, ello no es óbice para que el fuego
pueda ser adorado en el contexto de una religión de servicio, como parece haber
ocurrido en la plaza central de la pirámide de Caral.
El animismo de primera instancia es la apertura de un mundo mágico con
proto-brujos y proto-chamanes, y esto se puede afirmar en contra de las ideas
de Frazer (La rama dorada). El proto-mago fue el filósofo numinocrático
del homo erectus por milenios. El animismo no alumbra de inmediato la idea del
alma individual después de la muerte. Esta idea compleja requiere una
separación más nítida entre el mundo trascendente y el mundo inmanente, lo cual
está ausente en el homo habilis y el homo erectus. Las visiones en el sueño del
hombre muerto no llevarían al homo erectus de forma inmediata a concebir la
existencia del alma después de la muerte. Esta idea compleja requiere una
separación más nítida entre el mundo inmanente y trascendente. Lo cual no
aparece con el homo erectus. Con él no finiquita la filosofía intuitiva
numinocrática, la que se expresa con conceptos-alegóricos y no mediante conceptos-representativos.
Pero los conceptos alegóricos son transreales, van más allá del mero sentir y
es identificación del alma con las fuerzas creadoras de la vida.
El tercer periodo, y final, de la filosofía prehistórica la denomino Edad
de la metafísica numinocrática espiritualista, corresponde al hombre neandertal
y se extiende de 230 mil a 28 mil años A.C. Con el homo neandertal adviene el descubrimiento
del espíritu y del alma, como entidades sobrenaturales presentes en el mundo. Es
una instancia superior en la concreción de la experiencia numinosa del hombre
prehistórico. Ya no se trata de la metafísica perceptual-imaginativa de lo
numinoso como lo sagrado difuso del homo habilis, ni de lo numinoso como metafísica
intuitiva de lo sagrado concreto en el tótem del homo erectus, sino de lo
numinoso como metafísica de lo sobrenatural que está en el mundo. De este modo
se abre paso a la idea trascendente del alma y los seres espirituales.
El paleolítico inferior culmina con éxito evolutivo del homo erectus. Ahora
la exégesis del pensamiento simbólico del neandertal se ha dividido en dos
frentes: la inmanente naturalista y la trascendente sobrenaturalista. De ahí
que el llamado arte prehistórico rupestre sea más bien canal de comunicación
chamánica con las fuerzas sobrenaturales, tal como últimamente lo ha expuesto
Jean Clottes y David Lewis-Williams (Los chamanes de la prehistoria). Su
pensar estético es pensar metafísico-religioso. Representar lo sagrado como
mera inmanencia sin trascendencia no requeriría de tanto rito, se lo
abandonaría en el campo, la estepa o en la cueva sin mayor detalle. Algo tuvo
que cambiar en la idea misma de lo sagrado en el neandertal. Y ese algo fue la
profundidad metafísica de lo numinoso. Todo indica que así surge la idea del
alma, del espíritu. Esta idea no es la primera idea metafísica del hombre
prehistórico, sino que es un salto cualitativo como criatura metafísica dentro
de la especie humana. Con el Neandertal la especie humana expresa su capacidad
para percibir lo sagrado separado de lo inmanente y profano.
El cuarto periodo de la filosofía prehistórica es la Edad de la metafísica
numinocrática mitomórfica y corresponde al hombre moderno Cromañon del
paleolítico de 40 mil a 10 mil años A-C. La filosofía del paleolítico inferior con
el homo habilis y el homo erectus, y la del paleolítico medio con el homo
Neandertal, está signada por una metafísica de la presencia que se deriva del
sentimiento de unidad con la totalidad de lo viviente, muy propia del periodo
de la religión de integración. Pero la filosofía del paleolítico superior con
el nuevo hombre moderno, encarna la decadencia de la metafísica de la presencia
y del sentimiento de unidad con la totalidad de lo viviente y su reemplazo por
una metafísica de la evocación, que brota del sentimiento cósmico de
alejamiento respecto a la totalidad de lo viviente.
No otra cosa representa las figurillas femeninas de las Venus líticas, como
objetos mágicos para asegurar la fertilidad y la fecundidad, y la conversión de
las cavernas en catedrales o santuarios para pinturas rupestres evocativas. Es
el comienzo del fin del sentimiento de unidad con el todo y su sustitución con
la evocación chamánica y mágica. El nuevo hombre moderno del paleolítico
superior echó las bases de la filosofía mitomórfica del chamanismo que imperará
durante el mesolítico y el neolítico y que echará las bases de la religión de
servicio.
El punto final del paleolítico superior será la revolución mesolítica -hace
10 mil años-. Durante este periodo y con la llegada del clima templado advienen
los bosques, nace el sedentarismo, amaina el nomadismo, pululan las aldeas, el
dominio de animales, el perro se vuelve en fiel mascota del hombre, y se
produce la expansión demográfica. La revolución neolítica se gestó en los
avances tecnológico del mesolítico y transformó la forma de vivir. En realidad,
los periodos mesolítico y neolítico son considerados como las partes finales de
la Edad de Piedra. Pero el fin de la prehistoria abarca la Edad de los Metales
(Cobre, Bronce, Hierro). Pero mesolítico y neolítico son parte del desarrollo
de este nuevo hombre moderno del paleolítico superior.
Por tanto, se justifica mencionar que el hombre moderno durante el
mesolítico inventa el arco y la flecha, su vida es sana y relajada, trabaja dos
horas al día, tiene mucho tiempo para pensar. Lo numinoso prístino de sus
congéneres arcaicos ha empezado a desvanecerse. Aquel sentimiento de unidad con
la totalidad de lo viviente se está apagando y necesita existencialmente
recuperar la seguridad en el mundo supliéndolo con algo que le devuelva la tranquilidad
y confianza. Entre todas sus invenciones la más decisiva será la del arte
totémico-chamánico. Los pueblos paleolíticos no buscaban trascender en el más
allá, sino atar el más allá en el más acá. Experimentaban que se les escapaba
de la vida inmanente algo que se les aparecía como vida sobrenatural. Estaban
viviendo la tensión entre lo profano y lo sagrado en su grado máximo, que
llevaría hacia la ruptura entre lo inmanente y lo trascendente. Así, las Venus
paleolíticas no son simples ídolos ni amuletos de la fecundidad, sino que
representan la virtud mágica de la procreación.
Esta magia propiciatoria del paleolítico superior duró 30 mil años y no se
repitió. Ajuares funerarios, amuletos, santuarios, señalan una criatura
metafísica asediada por preguntas que atañen al sentido último de las cosas. Detrás
del fenómeno religioso está el fenómeno filosófico, lo mágico-totémico se deriva
de esta condición humana de filosofar como necesidad existencial. Finalmente,
al concebir la filosofía como una forma de vivir en busca de sentido antes que,
como una forma de conocer, muestra es que el problema raigal de la razón humana
no es lógico sino ontológico-moral.
La segunda gran forma filosófica desde la estructura onto-ética es lo
mitomórfico. Allí culmina la religión de integración de la prehistoria, aún
cuando sobreviva en los pueblos primitivos actuales. Caracterizada por la apertura
de diferencia metafísica entre lo profano y lo sagrado. Lo protagoniza el chamanismo
mistérico con poderes paranormales reales. Es sabiduría de lo divino y lo
demoníaco. Es búsqueda deliberada del éxtasis. Constituye la primera indagación
por el ser del ente. Lo suprasensible predomina. Es logos participativo. Se
busca la manipulación mágica y horoscópica del destino. La experiencia de la
muerte cobra importancia fundamental. El descenso al infierno y el ascenso al
cielo se convierte en técnica extática. El reino de lo metafísico y espiritual
está en primer plano. Se razona con ideas sin conceptos. Aparece con el
Neandertal, pero se desarrolla con el Cromañon. El hombre prehistórico y
arcaico del paleolítico superior filosofía bajo la forma de la filosofía
mitomórfica. Pues, lo mitomórfico al abrir la diferencia metafísica entre lo
profano y lo sagrado lo que hace es inaugurar la diferencia metafísica entre el
Ser y el mundo físico. La Naturaleza visible o la physis sensorial no agota la
realidad y oculta la naturaleza invisible o la physis espiritual más allá del
tiempo y del espacio de los sentidos externos. El contenido del filosofar
mitomórfico gira en torno de la palabra performativa, la mántica, lo
horoscópico, escatológico, oracular e iniciático. Lo mitomórfico es horizonte
ontológico de lo sagrado y del misterio en el chamanismo. En el mundo arcaico
se indagó filosóficamente viajando por el cosmos espiritualmente, los fenómenos
y poderes paranormales abundan, y entre ellos los de bilocación, levitación,
precognición, psicovisión, clarividencia, visión de fantasmas. Por ello, la filosofía
mitomórfica se constituyó en su forma primordial como teoría del destino.
Si la filosofía mitocrática, propia de las altas culturas y civilizaciones
antiguas, es un saber de los entes divinos, la precedente prehistórica
filosofía mitomórfica del chamanismo es un saber del ente sagrado. El éxtasis
chamánico es éxtasis natural de carácter artificial, inducido pero real. Para
Mircea Eliade (Iniciaciones místicas) el consumo de alucinógenos muestra
un “estadio degenerado” del fenómeno chamánico, porque intenta lograr en “lo
real” un viaje místico que se realiza en lo imaginario. Es más que probable,
tal como testimonian ciertos chamanes del Amazonas, que el chamanismo
neandertal y homo erectus se diera sin alucinógenos. El chamanismo es la forma
arcaica del filosofar, entendiendo siempre la filosofía como búsqueda de
respuestas últimas de la realidad, ya sea mediante lo sagrado arcaico, el mito
ancestral o mediante la razón griega. Es decir, la filosofía es universal y
multiforme, cambia de forma, pero no de contenido. Lo que significa que el logos
humano no sólo es conceptual sino también participativo, el cual
es un ver y oír por encima de la conceptuación. Si el filósofo ancestral
mitocrático corre tras la indagación del destino, por su parte el filósofo
arcaico corre tras la manipulación mágica de dicho destino. Y todo esto
responde a una determinada capacidad de participar en la epifanía del ser. La
arcaica idea sin concepto, el ancestral concepto-imagen, el heleno
concepto-lógico, y la monoteísta idea suprarracional de la fe, son capítulos
ontológicos de la epifanía del ser.
El tema central es que la muerte no concluye con el enterramiento del
difunto, sino que se hace presente con un rico material onírico que se acentúa
en los chamanes, magos, brujos y hechiceros o en los hombres visionarios de la
prehistoria del paleolítico superior. Sería en ellos en que el material onírico
aparece no como un elemento psicológico, sino de una fuente extramental. Esta
fuente extramental se referiría a mundos sutiles de los muertos, ángeles,
demonios, semidioses y dioses, que universalizan la experiencia humana de la
vida hacia realidades que explicarían la ruptura de lo histórico con lo
ontológico. Esta experiencia desde la vida hacia la muerte y desde la muerte hacia
la vida constituye el horizonte mitomórfico que precede al horizonte mitocrático
y al horizonte lógico. Concebir la idea de la muerte es un acto de la mayor
complejidad. No sabemos con exactitud cómo era, pero se puede columbrar que
representa en el hombre un acto espiritual que trasciende la naturaleza y tiene
una función metaempírica. Si naciera de un acto biológico instintivo, entonces
habría animales efectuando entierros, oraciones y ritos funerarios. Los
animales “están” en el mundo, pero el hombre “es” en el mundo. Por ello, el
hombre siente el Ser no sólo en su ser sino en todos sus congéneres y en el de otras
especies.
Esta es otra razón para poner en cuestión la filosofía del “estar” del
hombre americano de Rodolfo Kusch (América profunda). Esto es un signo
que indica que el hombre pertenece al reino de lo metafísico y lo espiritual,
porque su ser no sólo está en el mundo, sino que es en el mundo.
El enterramiento del Neandertal es la primera evidencia de modalidad ontológica
postmortal y post personal. Captó intuitivamente la primera idea metafísica de
la historia: la idea del alma.
La tercera gran forma filosófica desde la estructura onto-ética es lo
mitocrático. La filosofía mitocrática es propia de las primeras grandes
civilizaciones, justamente de las que inventan la megamáquina del Estado. Lewis
Mumford (El mito de la máquina) con acierto destaca que es engañoso considerar
invención sólo a los artefactos mecánicos, pues la primera invención del hombre
y la más importante, ha sido el mundo simbólico de la cultura. Y en este
sentido, arte, filosofía y religión han ido por delante de todo lo útil e
instrumental. En las civilizaciones antiguas la esencia de su pensar es el
mito, la misma que se explaya en las religiones de servicio del politeísmo. La
metáfora posibilita la visión filosófica. Predomina el logos mítico. El Mito se
convierte en la forma explicativa que tiene la razón para dar cuenta del mundo.
Está imbuida de imaginación y religión. Está centrada en la multivocidad y
plurisignificación. Su saber está en función de la armonía del cosmos.
Esto abate la definición monocultural de filosofía de la cultura moderna.
Su comprensión es a través de imágenes metafóricas. Es central la intuición
religiosa de lo absoluto, aun cuando dicho absoluto esté rodeado de deidades
menores. Esa forma de religión se llama henoteísmo. El hombre mitocrático es el
pastor del ser mediante el símbolo. Está asido por el anonadamiento ante el
Todo divino. Pero tiene la experiencia de la necesidad cósmica, por lo que su
deidad suprema no es libre, sino que está sometida a un necesitarismo cósmico
universal y a ciclos de regeneración del universo. Se trata de un hombre
eternalista dentro del eterno retorno. Tiene preferencia por la intuición
mística. Predomina el absoluto dinámico o sometido al devenir universal. Su
logos es estetizante. Unidad y Multiplicidad aparecen compatibilizados. Se vive
rodeado de alteridad. Y domina el principio de traducción multívoca junto a la
armonía de los contrarios.
Lo que hace posible llamar “filosofía” al pensamiento mitocrático es la
justificación de que lo metafórico, analógico, multívoco, polisémico y
alegórico del mito permite postular una visión total y última de las cosas. Lo
mitocrático no deja de ser lógico, y, por tanto, los principios lógicos siguen
siendo los mismos, pero la hegemonía no la tiene el principio de no
contradicción, cosa que ocurre desde Parménides y lo consagra Aristóteles, sino
que dichos principios lógicos se subordinan al principio de la armonía de los
contrarios. Cosa que hace posible el pensamiento metafórico, analógico,
multívoco, polisémico y alegórico, los cuales permiten con toda pertinencia
postular una visión total y última de las cosas. Es decir, permite alcanzar un
pensamiento filosófico en términos míticos.
El mito es otra forma que tiene la razón para dar cuenta con sentido de las
cuestiones últimas de la existencia y del mundo. El pensar metafórico y
simbólico mitocrático ciertamente imbuido de imaginación, pero parte de una
base empírica que no se desliga de las creencias religiosas. Aun cuando los
principios lógicos de la mente humana sean los mismos, sin embargo, el
principio lógico ancestral dominante es el principio de contradicción o armonía
de los opuestos. Se trata de un tipo de pensar que muestra una estructura isomórfica
mediante la aplicación de un principio que podemos llamar “principio de
traducción multívoca”. Mientras la lógica formal es el alma de un tipo de
pensar que se maneja con el “principio de traducción unívoca”, por otro lado,
existe una lógica heterogénea que preside el tipo de pensar que se maneja con
el “principio de traducción multívoca”. Según este principio existe un orden
representativo de carácter abierto, de múltiples significados, que posee
relaciones de ordenación iguales a las que posee el hecho misterioso expresado.
La forma lógica del filosofar mitocrático y de la religión rebasan la hegemonía
del principio de identidad y no contradicción, y van hacia la armonía de los
contrarios.
Ni la metáfora, ni la alegoría son un obstáculo para el pensar filosófico,
pues la filosofía se expresó arcaicamente bajo estas formas. La diferencia
entre filosofía y religión recién madura con el mayor dominio del mundo a
través de la revolución agrícola. El horizonte del preguntar filosófico se
modifica por la pregunta por el ser del ente como oposición del espíritu a la physis.
Si en edades anteriores la trascendencia se revela como totalidad, ahora se
muestra como principio o arjé superior y organizador de la naturaleza. Esta
percepción de dos tipos de realidades -el ser y el mundo físico- va emergiendo
paulatinamente desde el homo Habilis hasta madurar en el homo Neandertal y el
Cromañon. Por ello, la tesis de Heidegger que borra la diferencia entre ser y physis
no se condice con la maduración de la mentalidad homínida. La expresión acabada
de la distinción entre Ser y physis la presentará Parménides en su famoso Discurso.
La diferencia más notable que presenta Parménides con sus remotos antecesores
es que identifica el Ser con lo permanente y la physis con la ilusión empírica.
La cuarta gran forma filosófica desde la estructura onto-ética es la
logocrática. Con los griegos, especialmente con Parménides, adviene la
filosofía logocrática bajo el imperio del concepto lógico presidido por el
principio de identidad y no contradicción. Su cuna es mitológica, tanto que
vemos a Jenófanes despotricando contra ella. Impera el uso de la razón lógica.
Lo racional es lo comunicable. La razón es concebida como fundamento. Y así
tenemos hasta aquí tres significados históricos de la filosofía. Por su
naturaleza: se supone un origen divino o un origen humano. Por su finalidad: es
contemplativa o activa. Por su saber: sintético-divina o analítico-humana. La
filosofía logocrática como imperio del concepto lógico está expresada en la
definición tradicional de filosofía como aquel saber que es concebido como
producto típico de la tradición occidental, que surge en las colonias griegas
del Asia Menor, en la Jonia, con manifestaciones bien definidas de un
pensamiento que propone una explicación de la naturaleza y de la vida sobre
bases racionales.
Pero mientras el “concepto griego” es una realidad a la vez de dos
dimensiones -ontológica y epistémica- el concepto moderno lo será
exclusivamente epistémica. La filosofía logocrática conoce dos etapas bien definidas:
primero, como metafísica de las esencias (Grecia), y, segundo, como metafísica
de la representación subjetiva (Modernidad). Donde la esencia se reduce a lo
mental y a lo empírico. A esto podríamos añadir un tercero, a saber, como
metafísica del deseo subjetivo (Posmodernidad), en el que lo mental y lo
empírico responde a la voluntad de poder del deseo individual. Tampoco esta
definición encuentra dificultades en admitir que la cuna de esta reflexión es
ese pasado religioso, las antiguas mitologías, conocida más comúnmente por el
mal llamado nombre de pensamiento prefilosófico o pensamiento mítico. Los
griegos fueron los primeros en usar la razón de manera sistemática, en sentido
lógico y ontológico para alcanzar el conocimiento de la realidad. Pero no hay
acuerdo unánime sobre lo que significa el término “Razón”. Se señala que una de
las grandes diferencias que existe entre el concepto griego de razón y el
concepto hindú es mientras para el primero lo que no es comunicable no es
racional, para los segundos la razón nos comunica conocimientos inefables. Lo
común es que en ambos el mundo es presencia del ser, lo diferente es que en
Oriente lo suprarracional es inefable y el Occidente es Aleteia o desocultamiento
por la razón.
También se admite que si el mito era considerado como fundamento último que
permitía comprender el origen y estructura de la realidad, con los griegos el
nuevo fundamento será la razón, cuyo análisis permitía descubrir lo permanente
tras lo transitorio. La filosofía logocrática culmina con la hegemonía de la
subjetividad y de la objetividad junto con la conversión del mundo en
representación. Esta situación propia de
la modernidad tuvo su preludio en los escépticos griegos de la gran crisis de
la razón durante la helenística romana. Con acierto Víctor Brochard (Los escépticos
griegos) señala que el escepticismo al negarse a especular sobre la cosa en
sí, negar que se pudiera alcanzar la verdad, el conocimiento y la ciencia, fue
precursora de la ciencia moderna, aunque sólo presintieron y no crearon el método
experimental. Aunque parezca contradictorio fue la filosofía de la Edad Media
la que restauró los fueros de la razón, al emplearla intensamente para
demostrar las verdades sobrenaturales. Por ello E. Gilson (La filosofía de
la Edad Media) sostiene que la filosofía de dicho periodo se caracterizó
por ser la conquista de la razón y Bréhier (La filosofía en la Edad Media)
la caracteriza como una filosofía de la libertad frente a las filosofías
antiguas de la necesidad cósmica.
Ahora bien, para Heidegger la conversión del mundo en representación es olvido
del ser y de la diferencia ontológica, ante lo cual plantea volver a los
presocráticos para recuperar el mundo como presencia del ser. Su solución
anacrónica y antihistórica se fundamenta en una visión secularizada del ser. Pues
no se trata de salir del mundo como imagen, ni de volver a cualquier otra etapa
pasada de la filosofía, sino de reconocer el fondo suprarracional de la razón,
reconciliando el logos humano con el divino.
La onto-ética y el filosofar señalan que la filosofía tanto en su forma
como en su contenido está en relación con la base estructural humana, aún
cuando su manifestación esté condicionada por su tiempo. En su forma porque es
una manera epocal de ver el mundo desde una misma base esencial. En su
contenido porque el llamado por la verdad permanece inalterable a través de los
tiempos. Dicho llamado a la verdad incluso puede ser desoído, pero no puede ser
eliminado.
El hombre es un ser advocado a la verdad por la naturaleza de su propio
ser. El ser del hombre no es solamente existencia, sino que es una existencia
en la verdad. Por ello es un ser ínsitamente ético. En él no se puede dar una separación
entre ética y ontología sin daño de su propio ser. Al serlo no puede dar la
espalda a su advocación por la verdad. No es que la verdad sea humana, sino que
la verdad se abre al hombre porque el hombre es una criatura espiritual. Lo
espiritual eleva al hombre hacia lo universal, inteligible, verdadero, absoluto
y supremo. El hombre es el ser que busca la verdad justamente porque no la
tiene realizada, sino señalada, pero la percibe, la atisba y oye su llamado.
5
Colofón
La filosofía como onto-ética señala que el hombre es una criatura filosofante
porque es una trascendencia en la inmanencia. Es un ser metafísico entregado
desde el principio a la intuición metasensible de lo inteligible. El
planteamiento de una estructura onto-ética se enmarca en una metafísica trascendentalista
donde la sustancia y esencia de los seres finitos participan del Ser sin enajenarse.
El hombre es un buscador de la verdad porque su esencia misma está advocada
a la verdad. Si la filosofía es una necesidad existencial es porque responde a
la estructura onto-ética del hombre. Si el hombre en su existencia filosofa es
porque responde al llamado de su propia esencia de naturaleza filosófica. Su
potencial filosofante está en la estructura onto-ética de su ser. Esencia que
no se agota en la temporalidad, sino que apunta a lo eterno, universal y verdadero.
Y por eso es un ser cuyo existir se dirige al Ser.
Nada indica que la existencia humana fuera del tiempo signifique el fin de
la historia. Su esencia onto-ética cubierta por la gloria santificante no suprime
la búsqueda por la verdad del filosofar, sólo que se dará más unida al amor de
Dios. La fe no suprime la razón, al contrario, la transforma y perfecciona.
En la nueva dialéctica el inmortal espíritu filosofante humano verá verdades
más esenciales y vivirá para comprenderlas. En la otra vida no se suprime la
filosofía, se la vivirá con mayor intensidad, profundidad e íntimamente unida
al amor de Dios.
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Sandel, Michael. Justicia y racionalidad.
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Wilson, E. O y Lumsden, Charles J. El fuego de Prometeo.
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Segunda Parte
ÉTICA, VALOR Y VIRTUD
Ante la modernidad nihilista
Introducción
Lo que corroe las entrañas de la ética, los
valores y las virtudes es el propio nihilismo de la modernidad. Pero el
nihilismo es el fruto natural que nace del Regnum
hominis instaurado por la modernidad. A esta ligazón inextricable entre
metafísica y ética se presta especial atención en este libro.
Basta echar una mirada somera sobre el mundo actual
para constatar una verdad incontrastable, a saber, éste se está deshaciendo
normativamente. Y cuando se indaga la razón por la cual sucede todo el
descalabro que desfila ante nuestros ojos, se encuentra una respuesta casi
unánime: No hay valores. O por lo menos los valores han sido abandonados. Casi
resuenan las palabras milenarias de Cicerón: ¡Oh tempo, oh mores! (¡Oh tiempo, oh costumbres!). La casa humana
se ha vuelto invivible. El hombre se siente arrojado de su morada y el
desamparo de su existir crece. Es casi la misma sensación que invadía al
cronista indio Guamán Poma cuando escribía “el mundo está al revés”.
Pues bien, valga la presente oportunidad de hablar
ante un auditorio universitario para sostener que tal diagnóstico no es descaminado,
pero tampoco es enteramente cierto. Estamos ante una situación parecida a los teoremas
de limitación de Gödel y Tarski. Casi godeliana, esto es, no podemos tener toda
la verdad y ser al mismo tiempo consistentes.
El diagnóstico no es descaminado porque es
verdad que vivimos una crisis de valores. Pero es incompleto porque también es
verdad que desde la modernidad el mundo occidental vive una transvaloración de
todos los valores. Ambas cosas son contradictorias y a la vez no lo son. Lo son
porque por una parte se tiene la sensación que se reclama la vigencia de los
valores premodernos y no lo son porque, por otra parte, se percibe que los
nuevos valores aun no logran asentarse, son disolventes y, por ende, no pueden lograr
conformidad.
Estamos en una situación paradójica de la
condición humana, que por una parte reclama una base firme de creencias desde
un ángulo relativista y, por otra, la renovación de las mismas. Ante esto hay
que decir que la presente crisis de los valores supera la normal crisis generacional
–tan bien explicada por Ortega y Gasset- que también implica una crisis valorativa.
Más bien, la actual crisis de valores encuentra su peculiaridad en una situación
más profunda y que tiene que ver con el marco general de ideas y creencias que
sirven para ver el mundo.
En otras palabras, la presente crisis de
valores va más allá del marco relativista, economicista, funcionalista,
empirista y racionalista que caracteriza el desarrollo de la modernidad. Tiene
que ver con algo más fundamental que está en la base de la modernidad. Estamos
hablando de un “giro copernicano” histórico y metafísico que acontece desde
fines de la Edad Media con la filosofía terminista de Duns Scoto y la filosofía
nominalista de Guillermo de Occam y se desarrolla con el racionalismo de
Descartes y el empirismo de Bacon, Locke y Hume.
Se trata de la base metafísica de la civilización
occidental que cambió en su creencia de valores absolutos por la instauración
de valores relativos. El paso de la metafísica de las esencias greco-cristiana
por la metafísica de lo fáctico es el signo que domina los tiempos modernos. La
gran ruptura con la metafísica tradicional está en la base de la transvaloración
de todos los valores de la modernidad. Negar las verdades inmutables, eternas y
trascendentes llevó a convertir en lo único válido a lo fáctico, relativo y
temporal. El reemplazo de la concepción esencialista del ser por la visión
funcionalista tenía que llevar del objetivismo hacia el subjetivismo, donde la
crisis de los valores se constituye en un resentimiento metafísico hacia todo
lo permanente y absoluto.
En ese sentido, la postmodernidad con su
rechazo de la razón, la ciencia y la verdad, no es más que un capítulo terminal
del nihilismo que fue criando en su seno la modernidad pragmática y hedonista.
No es por ello menos original. Porque trae como novedad un nihilismo integral. Nos explicamos. Ahora no se dan separados el nihilismo
metafísico de Gorgias, el nihilismo epistémico de Pirrón y el nihilismo moral
de Protágoras. Al contrario, en la posmodernidad se dan integrados. Y ello se
condensa en su lema: Todo vale. El Reino de Dios –Regnum dei- fue desterrado por el Reino del hombre –Regnum hominis—. En esa nueva cruzada de
la inmanencia contra toda trascendencia los gurús son Derrida, Rorty y Vattimo
como nuevos profetas.
Por lo tanto, la crisis de valores de la
modernidad no es una crisis más y como las demás épocas históricas de
decadencia. Al contrario, es una crisis peculiar y única. Fue el tudesco O.
Spengler quien señaló la decadencia de Occidente con gran acierto, salvo por su
visión organológica naturalista. Pero además nosotros advertimos que en la
decadencia del mundo occidental se ha atravesado por tres etapas: la metafísica
(siglos XVI-XVII), la epistémica (siglos XVIII-XIX) y la ética (siglos XX-XXI).
En la primera se hicieron cuestión los valores
metafísicos de permanencia e inmutabilidad, el deísmo se impuso sobre el teísmo
y las esencias fueron sustituidas por el concepto de función. Desde Descartes
hasta Newton ese cambio se abre camino en la filosofía y en la ciencia. En la
segunda la visión naturalista, empirista y observacional se impone con el
desarrollo de las ciencias empíricas y las matemáticas. La visión del mundo se
vuelve decididamente científica, positivista, funcionalista. Ahora son los
ingenieros y los científicos quienes llevan la voz cantante del mundo intelectual.
Los pensadores de índole sustancial no cuentan en un mundo nihilista, sólo cuentan
los de índole funcional. Y en la tercera, cuando ya se encuentra madura la
visión secular y científica del mundo con la teoría de la relatividad de Einstein
y la teoría cuántica de Heisenberg, sobrevienen los nefandos acontecimientos de
la Primera y Segunda Guerra Mundial.
La consecuencia casi inevitable fue la pérdida
de fe en el hombre mismo y en todas sus conquistas materiales. Los valores se
disolvieron, se licuaron. La vida normativa contrajo la enfermedad del
nihilismo. El nihilismo es la tercera fase de disolución de la modernidad
occidental. Sin valores a la vista, no había necesidad de sentirse virtuoso, ni
de llevar una vida virtuosa. Lo disoluto y el hedonismo es la norma decadente. Pero
da la casualidad que sin virtud no hay valor. Y sin valores permanentes no hay
posibilidad de vida virtuosa. O mejor, sin la esfera de lo absoluto no hay una base
firme para una vida virtuosa y el valor se vuelve invisible. Así se derivó
hacia el irracionalismo. El irracionalismo es la enfermedad del pensamiento
moderno en su fase terminal.
De ahí que la presente crisis de valores sea
mucho más grave y honda que la de otras épocas históricas. Al menos en la
crisis del mundo helenístico-romano la pérdida de fe en la razón fue compensada
en la búsqueda de soluciones de carácter religioso y de fe. Así se explica el
carácter místico del neoplatonismo de Plotino que competía con las religiones
orientales y con el cristianismo. En cambio, la crisis actual supera en
gravedad a todas las anteriores porque carece de tabla de salvación a la cual anclarse.
No hay certezas en el mundo. Se tiene la sensación de que la vida flota en la
Nada. Y desde la nada la vida moral naufraga. El existencialismo ateo de
Heidegger y Sartre había adelantado en mucho el nihilismo integral que socava
la vida humana presente.
¿Pero si se tiene la sensación de que la vida
no vale nada, que el hombre ha perdido consistencia, que no hay certezas, entonces
ese triunfo de la Nada sobre el Ser significa que la modernidad ha fracasado
con su orgullosa razón autónoma? Se dice, por ejemplo, que la honestidad, la
responsabilidad, la confiabilidad y la eficiencia son los valores de la
modernidad. Pero no se dice que estos valores son inviables y que carecen de
sentido cuando lo que verdaderamente predomina es el egoísmo privado consagrado
por un sistema económico que pone de cabeza la relación de fines y medios.
Es cierto que en todas las épocas de la
historia –incluso en el paleolítico- hubo personas malas, egoístas, mentirosas
e irresponsables. Pero lo que no es cierto es que siempre estuvieron en la
cúspide de la hegemonía social, como acontece ahora. Efectivamente, nunca como
hoy el egoísmo ha sido exaltado como una virtud bajo el capitalismo. Se podrá
decir que esto ya estaba presente en el siglo XVIII con el defensor del utilitarismo
Bernard Mandeville y su obra La fábula de
las abejas, donde se consagra el nihilismo moral de la burguesía que desvincula
la economía de la ética.
Pues bien, esta misma ausencia de códigos
divinos y humanos es lo que brilla en la lista de los primeros diez
megamillonarios del planeta. Lo inmoral es acumular riquezas que sirven al bien
común. ¿O alguien puede explicar que no resulta inmoral retener una fortuna
incalculable mientras millones de seres humanos mueren evangélicamente de
hambre, de frío y de sed? ¿Puede caber a alguien alguna duda de que se vive en
un mundo inhumano cuando la economía, la política y las leyes viven divorciadas
de la moral y de espaldas a lo que es justo?
No falta aquella espuria defensa de la
iniquidad que como Pilatos se lava las manos diciendo cínicamente: ¿Pero ¿qué
es la moral, si cada quien tiene la suya? ¿No basta con tener las mejores
leyes, pero no hay que exagerar cumpliéndolas? Estas interrogantes parecen
hechas expresamente para América Latina, donde en medio de argentinas leyes acaecen
los más altos índices de desigualdad social, corrupción y donde la prepotente
riqueza parece ostentar patente de corso para estar por encima de la ley y de
la moral. Pero no nos engañemos. La inmoralidad e injusticia es global, más aún
cuando impera una economía de mercado que tiene como eje principal no al hombre
sino a la riqueza. Las élites económicas, políticas e intelectuales han perdido
autoridad moral justamente por ello. Porque lejos de constituirse en faros del
bien común han decantado por convertirse en orfeos del mal general.
La gran pregunta que se impone es idéntica a
una de las obras de Lenin: ¿Qué hacer?
Salvo por el detalle, nada pequeño, que atañe a la crisis de valores. Nada
sería más impudoroso que enlistar una fórmula como solución, como si se tratase
de una receta de cocina. Vano sería enrostrar al hombre de hoy que se tiene una
gran gama de alternativas éticas. El hombre moderno está enfermo. No tiene ni casa
cósmica ni morada moral. Y en medio de su inseguridad normativa proliferan los
sistemas éticos.
En la reflexión ética contemporánea se habla de éticas analíticas
(Moore, Wittgenstein, Ayer, Stevenson), axiológicas (Scheler, Hartmann),
existencialistas (Heidegger, Sartre), procedimentales (Apel, Habermas, Rawls),
hermenéutica (Gadamer), de la alteridad (Levinas), débil (Vattimo), de la
responsabilidad (Jonas), pragmática (Rorty) y sustancialistas (Walzer,
MacIntyre, Taylor). Pero aquí no se trata de escoger el mejor producto para
vivir a sus anchas. Esa es la consumista mentalidad de boutique.
El problema es más hondo y amplio. Por un lado, se trata que nuestro
tiempo nihilista tiene que terminar se sorber su copa envenenada. Esto es, el
hombre es una criatura metafísica que lucha en la modernidad contra su propia
constitución trascendente. El resultado es una obliteración existencial que lo
destruye desde dentro. Y, por otro lado, también se trata de oponer una activa
resistencia a la ola de desintegración moral que nos avasalla. Sin esa
resistencia estaríamos viviendo sin queja ni pasmo la presente crisis moral.
Pero hay dos formas de resistir: la activa y la pasiva. La pasiva es demagógica,
falsa y licenciosa. Es la capitulación de nuestra libertad ante las fuerzas
negativas que asedian desde el exterior y desde el interior. Ve el mal, lo
denuncia, pero inconsecuentemente lo comparte. Tolera el mal, pero no el
escándalo. En cambio, la forma activa no solo no tolera el mal, sino que, a su
vez, asume una forma distinta de vivir.
Y desde esa base se predica con el ejemplo. Eso es lo que falta en el
mundo actual: vidas ejemplares.
Pues, de qué vale saber lo que es el mal si no se lleva una conducta
buena. No sirve de nada. El Maligno sabe del bien y del mal, pero elige siempre
el mal. El mal es una conducta, no una entidad metafísica. Toda la creación es
buena, el mal adviene al mundo por el pecado. Y este punto no es sólo de importancia
teológica sino de gran trascendencia moral. Si se quisiera en pocas palabras
decir su sentido más profundo habría que sostener que: Sin virtudes de poco
sirven los valores.
Pero qué es la virtud. Es el poner nuestra libertad al servicio del
bien. Implica un cambio interno. Un cambio en el corazón, diría San Agustín. La
práctica hace al maestro, reza un viejo adagio. Y en verdad si la práctica del
bien no se vuelve en amor al bien, o sea si no se vuelve en acto gratuito y
desinteresado desde el corazón, no es moral. Kant, que como un rigorista
pietista no llegó a comprender la importancia del amor cristiano, decía que
todo acto moral tiene que ser desinteresado, de lo contrario es inmoral. Pero
fue Scheler el que dio en el blanco, cuando al postular una ética no formalista
advirtió que sin amor todo acto moral es incompleto. Y Adela Cortina habla de
la justicia en sentido cordial o compasivo, o sea llena de amor, como núcleo de
la moral, la política, el derecho y la economía[1].
En otras palabras, al tratar de responder la interrogante ¿Qué hacer? Lo primero que es necesario
advertir, es. Pues ningún cambio externo hace al hombre mejor, solo lo
maquilla. Ninguna utopía social funciona si no opera un cambio interior
positivo. Pues también hay valores negativos que se introyecta en el interior
del individuo. Y ese cambio interior involucra la libertad, la voluntad y la
formación de buenos hábitos.
En verdad, la historia del capitalismo en el primer mundo es la muestra
más palmaria que de nada sirve darle al hombre todas las comodidades materiales
cuando resulta empobreciéndolo espiritualmente. Es más, pareciera que existiera
una ley invisible según la cual a mayor bienestar material le corresponde un
mayor deterioro espiritual, y viceversa. Todo indica que la humanidad necesita
de una dosis razonable de sufrimiento para madurar. Pero el capitalismo de
bienestar es la demostración de su efecto disolvente sobre la conciencia moral
del ser humano. No menos dañino resultó ser para la libertad humana el fenecido
comunismo. Con esto no estamos incurriendo en ningún catastrofismo ni pose
apocalíptica para vender una nueva solución terrenal. Berdiaev decía que para
liberarse de toda seducción del Anticristo era necesario renunciar a toda
pretensión de poder terrenal. Y efectivamente, la crisis del humanismo
ideológico, tanto materialista como liberal, no puede ser afrontada con los
encantamientos de una nueva utopía social. En ambos casos se trata de una libertad
que rechazando a Dios termina repudiando al hombre y destruyéndose a sí misma.
La modernidad secularista, arreligiosa, escéptica y nihilista demostró
categóricamente que sin Dios reina la arbitrariedad, el holocausto, la barbarie
y la imposición. Negar a Dios y la inmortalidad del alma facilitó el crimen del
fallido superhombre. Los valores no pueden asentarse sobre el pantano sinuoso
del relativismo. Reclaman por su propia naturaleza la existencia del absoluto. Por
eso, el cambio interior implica de suyo la renuncia a toda pretensión de poder
terrenal. El virtuoso no busca servirse sino servir.
Al menos contamos con esta primera verdad: la necesidad de un cambio interior. La cual consiste en: Sin virtudes de nada sirven los valores.
Pero de poco nos sirve si no la empleamos de atalaya para columbrar más lejos.
Y ciertamente, las virtudes son la puerta de entrada a la objetividad del
valor. O sea, los valores no son arbitrarias invenciones humanas –como piensa
el formalismo nominalista- sino parte de un mundo más allá del humano y para lo
humano. Esto es algo extraordinario, porque permite la recuperación de la
negada metafísica de las esencias con sus verdades permanentes, trascendentes y
eternas. En otras palabras, no hay otra forma de superar el nihilismo
disolvente de la modernidad sin superar su metafísica inmanentista. Y así obtenemos
una segunda verdad: Sin recuperar la trascendencia
de poco sirve la recuperación de los valores.
Esto puede sonar a añoranza de una nueva Edad Media –título de una de
las obras de maestras del existencialista ruso Berdiaev-. Pero nada en la
historia se repite y más bien impera la novedad. La dialéctica histórica toma
cursos inéditos. En otras palabras, en perspectiva optimista se puede pensar que,
si predomina la sensatez, evitando de ese modo el riesgo de autoexterminio
nuclear, la humanidad recapacitará comprendiendo que vivir un mundo sin Dios es
mucho más peligroso y nocivo al convertir el hombre en pequeño diosecillo
totalitario, narcisista e idolátrico.
Pues a la luz del daño ecológico y humano de una civilización guiada por
la racionalidad funcionalista e instrumental, no sería extraño que la próxima
era histórica se caracterice por una más fuerte espiritualidad religiosa. Y así
obtenemos una tercera convicción: Sin
recuperar la fe no se puede fortalecer la razón en el reconocimiento de las verdades
suprarracionales. Lo cual implica no el fin de la ciencia sino del
cientificismo, y un renacimiento de las humanidades.
En conclusión, el extravío de la ética, los valores y las virtudes en la
modernidad nihilista podrá ser superado desde el trípode del: cambio interior, la recuperación de la trascendencia
y el reconocimiento de las verdades suprarracionales.
I
Cambio interior
1. La interioridad anética
La interioridad humana en la modernidad tardía luce sin valores.
Obliterada, alicaída, confundida, desorientada y destruida queda convertida en
una interioridad anética. Extraviada entre las cosas padece de cosificación
aguda. En tal contexto no puede encontrar, sin dificultades de envergadura, su
camino de reconstrucción. Tan grave es la situación de la interioridad humana
que la filosofía misma no podrá ser reconstruida sin que se reconstruya la
propia interioridad humana. Esto es tan cierto que la vida espiritual de la razón
ha sido afectada con el extravío de la interioridad humana.
La trascendencia en el cosmos y en la razón fue clausurada por la
modernidad racionalista y positivista en su surgimiento –siglos quince, dieciséis
y diecisiete- y en su apogeo –siglos dieciocho y diecinueve- a través del
racionalismo, el empirismo y el cientismo. Pero el cielo y el infierno cerrados
en el exterior, se volvieron a abrir en el alma durante la modernidad tardía e
irracionalista –siglos veinte y veintiuno-. La chata metafísica de la
inmanencia desarrollada por la modernidad lejos de responder a la metafísica
naturalista y al gnoseologismo positivista, la ha profundizado. Peor aún, está
impidiendo una metafísica de la interioridad. Por el cuerpo enfermo de la
modernidad occidental las mismas puertas del infierno se han instalado en el alma
humana con el nihilismo. El nihilismo de la modernidad tardía ha extendido el
sinsentido de la vida. En esas condiciones el cambio interior se dificulta y
exige su análisis previo. ¿Qué ha cambiado en la vida humana para que se vuelva
insatisfactoria y avance pletóricamente el sin sentido en la interioridad
humana?
En el otrora sistema comunista la falta de libertad hizo que la justicia
misma terminara por desplomarse. Y en el desaparecido capitalismo de bienestar
la abundancia y la prosperidad aceleraron el consumismo y menoscabó los valores
humanos. En cambio, hoy ¿Es el sistema hipercapitalista el responsable de la
concentración de bienes materiales en un puñado de mega ricos y de la penuria
de bienes espirituales? ¿La globalización neoliberal de los últimos treinta
años, y que hoy se tambalea gravemente, al reducir el gasto social, eliminar el
salario mínimo, descartar el seguro de desempleo, incrementar la pobreza en el
mundo, desmontar el capitalismo de bienestar, multiplicar el trabajo precario
bajo la línea de pobreza, y aumentar la brecha entre ricos y pobres, no ha
acelerado acaso el sinsentido de la vida? ¿Una sociedad que se sigue rigiendo
por patrones cuantitativos, que pone lo económico sobre lo humano y social, que
entroniza el consumismo pero que acentúa la desigualdad social, no genera acaso
desesperanza, desilusión, y el achatamiento de las aspiraciones humanas?
¿Acaso la crisis del sentido de la vida no se traduce en una vulgar
libertad para consumir, que se convierte en lo que Castoriadis [2]
llama el “avance de la insignificancia”, “la crisis de las significaciones
imaginarias”, “la necesidad de reorganizar las instituciones sociales” y crear nuevas
significaciones de índole humanista? ¿Es el sinsentido de la vida una forma de
anomia social e individual? ¿Es el sinsentido de la vida un problema
eminentemente sociológico antes que filosófico? ¿Agota su manifestación fenomenológica
todo su contenido esencial?
Berger y Luckmann [3] han
señalado que grupos civiles religiosos, ecologistas, de derechos humanos,
asistencialistas, etc., constituyen “depósitos sociales de sentido” que permiten
que las sociedades modernas sigan funcionando impidiendo la propagación pandémica
de la crisis de sentido. Esta visión optimista e ingenua ignora que estos grupos
civiles son más bien “amortiguadores del sinsentido”, que desprovistas de una
visión de cambio estructural son incapaces de promover un real cambio del sentido
de la vida y constituyen así un elemento “bisagra” en la consolidación del
mundo irracional.
¿Acaso las transgresiones morales de las iglesias, instituciones caritativas
y diversas ONGs, vistas generalmente como “reservas sociales de sentido”, no
minan también el sentido de la vida convirtiéndose en “depósitos sociales del
sinsentido”? ¿Es la modernidad occidental, al colocar la subjetividad humana en
el centro, la responsable del sinsentido de la vida? ¿Representa el escepticismo,
el hedonismo y el nihilismo las expresiones culturales más legítimas de una
vida sin sentido? ¿Es el sentido de la vida solamente una variante sociológico-antropológica
o expresa algo más profundo? [4].
¿Es el sinsentido de la vida lo mismo que la anomía? Si tomamos la anomia, como
lo sugirieron Durkheim y Merton[5],
como la desintegración cultural y social y como falta de integración grupal,
local y nacional, entonces habría una correlación entre anomía y sinsentido de
la vida. Fue lo que sucedió, por ejemplo, cuando se impusieron condiciones de
explotación o de esclavitud en el derruido contexto social andino, cuando el equilibrio
premoderno incaico se vio sustituido por la nueva cultura española conquistadora.
Imperó el sinsentido de la vida, las enfermedades, fallecimientos y suicidios
fueron masivos y lo que sucedió fue una verdadera hecatombe del mundo andino
premoderno.
Lo singular es que este tipo de anomia puede ser considerada como una
fase de destrucción de lo viejo (mundo andino premoderno) y desarrollo de lo
nuevo (mundo andino moderno) que va desde la ruptura de una determinada
solidaridad cultural (ayllu) hasta la asimilación de una nueva cultura
(competitiva) por parte de la población dominada. A este tipo de anomia
correlacionada con el sinsentido de la vida podemos llamarla anomia o
sinsentido de la vida de tránsito histórico. Ya los análisis
freudianos [6] habían
sugerido lo determinante de la relación entre libido y cultura, en el sentido
de que al aceptar los límites que impone la sociedad a la expansión espontánea
de la libido es condición esencial para poder construir la civilización, la
moral y la religión. En otras palabras, los complejos procesos psicológicos
entrañados son consecuencia de la causación social del malestar
cultural. Quizá la raíz socio-psicológica más profunda del sentido de la
vida esté en la rapidez del cambio del sistema económico y en las crisis de
sentido que provienen de la anarquía que produce tal sector. En efecto, la
aparición de inestabilidad familiar y profesional, la violencia, la
criminalidad, la conducta irregular evidencian signos de anomia y sinsentido de
la vida a nivel psicológico cuyo origen está en el origen social del proceso.
Lo cual nos conduce a la afirmación de que el sinsentido de la vida, aun
cuando no se identifique exactamente con el fenómeno de la anomia, sin embargo,
está latente en la estructura latente misma de toda
sociedad e individuo, como fenómeno transitorio y sintomático que
amenaza en cobrar dinamismo y desarrollo en aquellas sociedades que carecen de instituciones
mediadoras de solidaridad social. Si el sinsentido de la vida crece
desorbitadamente en la globalización neoliberal actual es porque muestra que no
se trata de un fenómeno coyuntural sino estructural de la dinámica de las
sociedades competitivas estratificadas. Y es aquí que podemos advertir con más
claridad la mayor amplitud del sinsentido de la vida respecto al fenómeno de la
anomia. Pues la anomia entendida como desviación no podría surgir en
sociedades autoritarias, ni en sociedades solidarias, sino
tan sólo en sociedad competitivas, donde la desigualdad de oportunidades
sea la nota característica. No obstante, también hay formas de sinsentido de la
vida en las sociedades autoritarias y en sociedades solidarias, aunque en menor
escala social.
Por ejemplo, si Gorbachov no hubiese puesto en marcha la Perestroika y
el Glasnost en su país –el cual era una sociedad autoritaria a
pesar de sus mecanismos de solidaridad social- difícilmente se hubiera
derrumbado la Unión Soviética y se hubiese puesto fin al sistema burocrático muy
organizado, pero el descontento social si bien no tenía formas políticas ni ideológicas
de escape sin embargo conseguía hacerlo a través de un altísimo índice de
alcoholismo, entre otras desviaciones existentes. Y en las sociedades
solidarias, como las escandinavas, la amenaza de las conductas desviadas y del
sinsentido de la vida no deja de estar presentes siquiera en mucha menor
escala, tanto social como individual. Por ejemplo, suicidas hay por todas partes,
pero no todo suicida es anómico o ha perdido el sentido de la vida. Si nos
atenemos a las tres formas de suicidio durkheimianas: egoísta, altruista y
anómico, sólo el primero y el último es susceptible de ser calificado de
sinsentido de la vida. El suicida altruista (el héroe, el mártir) no carece de
sentido de la vida ni es anómico.
Esto es, se dan manifestaciones autodestructivas que no implican sinsentido
de la vida porque ponen su muerte al servicio de una causa noble y humanitaria.
Aquí el sentido de la vida implica el sacrificio de la propia vida.
Nuevamente hay que subrayar que el sinsentido de la vida y la anomia
coinciden al ser a la vez una característica latente de los
sistemas sociales y un estado de los individuos, pero no coinciden
al comprobar que no todo sinsentido de la vida es conducta desviada o anómica.
Por ejemplo, las clases inferiores son presa fácil de la anomia o conducta
desviada, pero existen otras formas de desviación y desorientación de las
clases medias y de las clases superiores que presentan procesos distintos al de
la anomia. En otros términos, si la anomia es desviación, no toda desviación es
anómica. Así las desviaciones de desorientación, frecuentes en las
clases medias y superiores, sin ser anómicas implican un sinsentido de la vida.
En otras palabras, tanto la anomia como el sinsentido de la vida tienen
una raíz distinta según sea la sociedad imperante (autoritaria, solidaria,
competitiva). En la sociedad competitiva surgirá de la desigualdad de
oportunidades, en la sociedad autoritaria de la falta de
oportunidades, y en la sociedad solidaria de la latencia inevitable
en los individuos y disfunciones sociales estructurales. Tampoco se puede
subestimar las motivaciones ideológicas en el fenómeno del
sinsentido y de la anomia. Así, cuando el consumismo mercantilista de las
clases medias y superiores determinan el contenido de la cultura, entonces las
metas de éxito, eficiencia, promoción social se convierten en moral social, lo
cual crea las condiciones artificiales para la condena de los fracasados o
los rebeldes, como proyecto punitivo para marginar a los
inconformistas.
Una mirada más atenta al fenómeno de la inconformidad permite apreciar
sutiles variaciones según la relación entre fines y medios: el conformista es
el que acepta los fines y medios que la sociedad le ofrece; el inconformista
ritualista es que acepta los medios aunque rechaza los fines; el inconformista
renunciante es el que no acepta ni los medios ni los fines pero de modo
pasivo; el inconformista rebelde es el que no acepta ni los
medios ni los fines de modo activo y propugna otro orden social; el inconformista
innovador es el que acepta los medios pero no los fines, buscando
nuevos fines; y el inconformista creador es el que es el que no acepta
ni los medios ni los fines y propone nuevos fines y medios.
Esto lleva a distinguir entre grados de sinsentido de
la vida: la simple, que refleja un estado de confusión de un individuo,
un grupo o una sociedad que viven sometidos a conflictos entre sistemas de
valor, y se manifiesta como inquietud o como sentimiento de inseguridad y hasta
desesperación; y la aguda, que refleja deterioro y hasta desintegración
de sistemas de valores y que se experimenta con una angustia notable.
En este último caso se ubica al hombre auténtico de Heidegger, el cual
repara en las estructuras inauténticas de la cotidianidad para descubrir nuevas
estructuras existenciales posibilitadas por la angustia. Lo cual implica que en
el fenómeno de la inconformidad hay presencia del sinsentido de la vida y según
el grado de manifestación puede jugar su presencia un rol positivo o negativo.
La tipología del inconformismo describe conductas desviadas no
sólo de personas sino también de instituciones, pero tal desviación puede ser
positiva o negativa, así, no todo sin sentido de la vida es negativo
y no todo sentido de la vida es positivo. Elijamos, por ejemplo,
el caso de las universidades que optan por ofrecer una formación técnico
empresarial con total descuido de la formación humanística.
No es difícil darse cuenta aquí de la orientación economicista y
mercantilista que la promueve dando la espalda al espíritu de formación
integral que es consubstancial a la universidad. No es muy diferente el caso de
un profesor de filosofía que se supone que ha seguido dicha carrera por amor a
la sabiduría y sin afanes subalternos, pero a mitad de su carrera universitaria
cambia de objetivos y mercantiliza su profesión para sólo conseguir comodidad
material y placeres efímeros. Aquí estamos ante un inconformismo regresivo,
ritualista, que acepta los medios (el saber cómo una forma de erudición) pero
rechaza los fines (el saber cómo una forma de ser)[7].
Por eso, el arte de vivir en su auténtico sentido subordina siempre los medios
a los fines, mientras que toda vida inauténtica supedita los fines a los medios.
Ahora bien, el sinsentido de la vida aguda puede, así,
tener dos manifestaciones centrales: la patológica, de carácter
negativo, que señala un estado avanzado de alienación social, personal y mental,
y que puede degenerar en neurosis, misoneísmo, fanatismo y consumismo sin
freno; y la creativa, de carácter positivo, que implica renunciaciones
valorativas muchas veces sucesivas que implican un avance ético, mental y
volitivo notable, que se traduce generalmente como autorrealización personal y
descubrimiento de un nuevo sentido de la vida. Lo que caracteriza a la crisis
de Occidente es la patológica o la alienación cosificante. Aquí ya
no se trata de un sentimiento de desesperación, de abandono y consternación,
propio del capitalismo en su fase de acumulación originaria de los siglos XVI-XIX;
ni de un sentimiento de rechazo de los objetivos que prescribe la cultura de
consumo, propio del hippismo de los años sesenta de la guerra
fría; sino de la sensación de que los líderes, el orden social, las metas, los roles,
las relaciones interpersonales, son ficticios, narrativos,
voluntaristas, propio de la nueva fase cultural posmoderna y de la económica
del capitalismo global y cibernético llamado hiperimperialista[8] de las megacorporaciones privadas. Esta
sensación ficcional de la realidad social y personal aumenta la ilusión de
que todo es posible, el “cielo es el límite”, propio de un proceso
de desorientación personal donde el vaciamiento interior va acompañado de un
injustificado sentimiento de omnipotencia de la voluntad individual. En esta
fase de desarrollo de la sociedad competitiva la anomia, la desviación y el
sinsentido de la vida pertenecen tanto a las clases inferiores, clases medias y
superiores, esto es, son parte orgánica de una civilización
enferma. Esto es que de coyuntural se ha vuelto en
fenómeno estructural. Pero así como el tipo de sociedad condiciona
el mayor o menor desarrollo del sinsentido de la vida, de modo similar el tipo
de personalidad básica también desempeña un papel importante.
Etnólogos, sociólogos y psicólogos, cuyos representantes más destacados
son Ralph Linton y Abram Kardiner, hablan de la personalidad básica. Se trata
de captar de qué modo se influyen mutuamente individuo y sociedad. Desde este
punto de vista se establece una distinción entre instituciones primarias, que
forman la personalidad básica, disciplinan las necesidades fundamentales y las
necesidades sociales, produciendo frustración (educación, economía, etc.), y las
instituciones secundarias, que se forman por las reacciones de la personalidad
básica como mecanismos de defensa y seguridad (mitos, tabúes, etc.). El resultado
son sistemas que determinan el grado de integración del individuo con su
cultura.
Con la globalización actual se experimenta una homogeneidad de la
cultura de consumo, esto es, que las instituciones primarias y las instituciones
secundarias desembocan hacia una integración del individuo en la sociedad competitiva.
Pero las bases de esta integración son en sí misma frágiles, por cuanto en vez
de tomar en cuenta las necesidades profundas del individuo antepone las necesidades de la economía
y
del mercado. La consecuencia
es el aumento de la frustración personal y la pérdida creciente del sentido de la
vida. La alienación económica se lleva a su pináculo, se vive para trabajar, se
trabaja para gastar y se gasta para olvidar que ahora lo importante es el
dinero, la fama y el éxito y ya no la autorrealización personal.
La cosificación humana galopa como caballo desbocado en
la sociedad de consumo, la cual reduce al mínimo la fuerza laboral humana en el
sector industrial sustituyéndola por robots, pero también mediante la
telemática va disminuyendo la fuerza de trabajo del hombre incluso en el sector
terciario o de servicios. Esto es, que el hombre en el capitalismo cibernético
se va experimentando como sustituible, prescindible y no indispensable. Y lejos
de constituir la sociedad del conocimiento lo que se forma es una sociedad de
la cosificación, donde el hombre es una cosa entre las demás cosas. Su
experiencia de sujeto se pervierte, su subjetividad se oblitera y el sentido de
la vida se extravía. La robótica en vez de estar puesta al servicio de la
liberación del hombre, está al servicio de los egoístas intereses corporativos
y a favor de la destrucción espiritual humana.
Para que el hombre se sienta cosa entre las demás cosas se tiene que haber
operado el vaciamiento de su realidad interior, y esto se hace con gran eficacia
a través de los medios de comunicación social que dictan al hombre lo que debe
pensar, sentir y soñar. La despersonalización del hombre va de la mano con su
cosificación, ser una pieza de un gigantesco mecanismo social que lo manipula
externa e internamente es la culminación del totalitarismo intrademocrático en
los mercados de occidente. La cosificación humana llega a su verdadera cumbre
yendo más allá de lo que previó el marxismo, por cuanto el hombre ya deja de ser
una mercancía del aparato productivo y se vuelve en mero reproductor del
sistema de consumo.
Y la manifestación más perversa de este proceso de cosificación del
hombre se encuentra en el tráfico de drogas, señalada como el negocio más
lucrativo del mundo y muy lejos de la industria turística y de armamentos. La
industria de las drogas inutiliza al hombre productor, al homo faber,
y lo reduce a ser un hombre consumidor, claro está, de su propia autodestrucción.
La división del trabajo internacional del narcotráfico funciona concentrando al
alto consumo en los países del llamado Primer Mundo y la alta productividad en
los países en desarrollo. Es en estos últimos donde se constituye el narco
poder, que corrompe las instituciones del Estado y la moral de la sociedad en
su conjunto. El Occidente de la modernidad tardía está culminando con más de un
tercio de su población adicta, sumida en la corrupción, con el desbocamiento
del sistema de los deseos humanos y la perversión de la vida misma. Y todo este
desquiciamiento acontece teniendo como telón de fondo al hiperimperialismo,
como fase superior del capitalismo megacorporativo privado, donde el capital
diluye todo valor y toda humanidad. En este mefistofélico triunfo del tener sobre
el ser se yergue toda una pavorosa realidad humana y social
donde el prójimo se torna en enemigo y el amigo en cómplice. Dinero, poder y
placer son los nuevos ídolos que tiranizan en una subjetividad hecha jirones.
La mediocridad triunfa y las élites desertan de su misión directriz. La chatura
mental y moral es la norma.
La universalización de la sociedad de consumo, donde se extiende como
plaga el sinsentido de la vida, se da en la comunidad global. La comunidad global
es un producto tardío de la comunidad misma. A la comunidad tribal le siguió la
comunidad campesina, a ésta la comunidad urbana y luego vino la comunidad
global. Las naciones crean sus tipos nacionales, aun cuando el nacionalismo es
ya un particularismo para el hombre de la comunidad mundial. Y desde el seno
mismo de la comunidad mundial surge un tipo único de hombre, interiormente vacío,
superficial, consumista, descreído, pragmático, anético[8],
desespiritualizado, hedonista y nihilista. Y así como el carácter nacional es
un sistema típico de conductas que influye sobre el tipo de personalidad de un
Estado-nación (por ejemplo, se considera que Alemania es excesivamente teórica
y emocional, Inglaterra es práctica y sin complicaciones teóricas, Francia es
racionalista y a la vez romántica, España es pura pasión, Italia es humanista y
erótica. Rusia es mística y autoritaria, Norteamérica es práctico, moralista y
organizado, Latinoamérica es vital, impulsivo e intuitivo, etc.), del mismo
modo el carácter global es un sistema típico de conductas que influye sobre el
tipo de personalidad de un Estado que se globaliza. Esto es, que el individuo
de la modernidad tardía se encuentra actualmente presionado en sus conductas,
actitudes y pensamientos tanto por la personalidad atávica del Estado-nación
como por la personalidad que impone el Estado-global, lo que incide indudablemente
en su desorientación vital. El sentido de la vida nacional se va disolviendo
paulatinamente. Pero la nueva autoconciencia global prosigue su avance
secundado por la economía, la política, los medios de comunicación y la contribución
filosófica de los posmodernos (Lyotard, Baudrillard, Lipovetsky, Vattimo y
compañía) y pragmáticos (R. Rorty) se va consolidando la síntesis cultural del
mundo de masas mundial.
En la autoconciencia global mundial vuelve a representarse el drama del
hombre de Occidente, a saber, responder a las necesidades simultáneas de
expresión y razón, sólo que en la presente hora histórica el hombre prometeico
occidental pone dionisíacamente la teoría al servicio de la práctica y con ello
se quiebra la tensión entre las necesidades teóricas y prácticas. ¿Acaso esto
significa que el sugestivo tema weberiano del “desencantamiento del mundo” se ha
detenido? No, por el contrario, prosigue, pero en clave irracional.
O, mejor dicho, las pautas racionales y no racionales que exhibe la sociedad
global siguen el constante impulso de desencantar el mundo hasta en los
aspectos fascinantes de lo irracional, los medios normativos se debilitan y lo
único importante es el placer, el poder y el éxito, sin importar los medios
institucionales ya disminuidos. Entre las instituciones arrugadas, hasta hace
poco pues con Francisco I Roma ha tomado un cariz más crístico y cercano al
pueblo, está la Iglesia católica. Su otrora enorme fuerza espiritual y moral se
ha visto mellada, no tanto por sus escándalos financieros, de pederastia y
homosexualismo, que obviamente son graves, sino por un proceso de
secularización creciente, que no ha sido enfrentado con resolución porque se ha
percibido nítidamente que en el fondo es un reclamo, de imprevisibles consecuencias
políticas, por una nueva imagen de Dios, menos lejano, inmutable, trascendente,
y más humano, sufriente e histórico, que sólo puede salir de un nuevo concilio
ecuménico. Desde Nicea hasta Vaticano I y II esta imagen no se ha modificado y
refleja un retraso grave para responder a los desafíos de los nuevos tiempos.
Se ha cedido la iniciativa a los movimientos carismáticos por todo el mundo,
pero éstos por su misma estructura, fines y objetivos son incapaces de resolver
el asunto a nivel teológico, el cual es el decisivo pensar crítico ante la
parte dogmática. No hay duda que fuerzas políticas conservadoras también hacen
su tarea para que estos cambios en la Iglesia no prosperen, sobre todo por los
indeseables efectos sociales, económicos y culturales que traería consigo
sentir a Jesús andando junto al oprimido en la lucha por un orden social sin
opresión ni explotación.
¿Hasta cuándo, por ejemplo, seguiremos
viendo insensiblemente un Primer Mundo en que los niños revientan de obesidad
mientras que en el África negra millares de esqueléticas criaturas dejan de
respirar por la falta de un exiguo alimento? ¿Por qué nunca hubo un Plan
Marshall para tal subregión, en medio de astronómicos y demenciales
presupuestos militares hegemónicos de la primera potencia del mundo? Al mundo
cristiano, y no creyente también, le urge escuchar una condena de la Iglesia a
estos desquiciados gastos militares improductivos que deberían ser destinados a
los pobres de la Tierra. No hay que tener mucha clarividencia para darse cuenta
que toda esta situación injusta socava la moral, la fe y el sentido de la vida.
O, en otros términos, sentirse bien en una sociedad profundamente oprobiosa es
ya estar afectado por el mal imperante. Y todo esto es demasiado en un mundo
globalizado donde las dos terceras partes de la riqueza mundial se concentran
en manos de menos de 1% de la población mundial. Esta afrentosa situación
anticristiana ya ha sido señalada por las teologías de la praxis[9]:
procesal, de la liberación, de la esperanza, de la política, del mundo, de la
reconciliación, etc. y constituyen el pensar crítico que pugna por una nueva
imagen de Dios, como Dios liberador interesado profundamente por las cuestiones
vivas de la tierra y la historia.
Cristo no vino a construir un reino terrenal en sustitución del reino
celestial, pero tampoco fue indiferente a las injusticias del poderoso y a los
sufrimientos del pobre y oprimido. Un enorme gentío que percibe que en vez de
que se imponga el mensaje de amor y solidaridad de Cristo ve, por el contrario,
que la Iglesia se alió muchas veces con el absolutismo político y la desigualdad
social, olvidó en la práctica al hombre de las sandalias, que despreció reinos
y tesoros mundanales, observa triunfar a las fuerzas que toleran, promueven y
fomentan el mal, la injusticia y la opresión, tenía casi por fuerza que dejar
de ser cristiana, perder su fe, dejar amortiguar el sentimiento de lo sagrado,
desembocar en el sinsentido de la vida.
Y lo que es peor, que los opresores en Occidente han utilizado la imagen
del Dios tradicional, jerárquico, inmutable, lejano al hombre, unidos con una curia
reaccionaria, para defender un orden social profundamente irracional y
anticristiano. ¿Deberíamos entonces sorprendernos por la profunda desespiritualización
y descristianización que acontece en la civilización occidental, cuna del
cristianismo? ¿No es acaso la propia institución religiosa romana responsable y
cómplice del descalabro espiritual de Occidente? ¿No fue su afán por aferrarse
al poder temporal lo que acabó descalabrando su poder espiritual?
El hombre común, que no puede olvidar la inmensa compasión del Hijo de
Dios, su encarnación, crucifixión y resurrección, aun percibe que la
institución romana no respalda en la práctica al Hijo del Hombre, encarnación
del amor divino. O que es muy tibia en sus intentos por hacerlo. Entonces, no
llama la atención que una muchedumbre sin esperanza pierda la fe y deje abrir
las puertas de sus corazones al gélido y luciferino nihilismo, cuando no al
fanatismo sectario.
En estas horas dramáticas para la civilización occidental, en el orden
humano y espiritual, es ineludible vincular el sinsentido de la vida con el
hondo deterioro de una de sus instituciones clave. Sin duda que ella ha
influido en el derrotero de la conciencia occidental de los últimos cinco
siglos de forma decisiva, la ha preformado, le dio objetivos, una promesa y una
sinuosa conducta que alejó a sus fieles. Esta conducta tiene sus raíces en una
determinada lectura teológica sobre la doctrina de Dios, demasiado trascendente,
lejano, absoluto, jerárquico y desconectado de la historia humana. Versión que
en su momento fue necesaria en la lucha contra las herejías cristológicas pero
cuya actualización goza de un retraso considerable.
En suma, la interioridad en la modernidad tardía ha cumplido su ciclo
nihilista desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y aceleró su marcha con
tres fenómenos históricos específicos: el triunfo del hiperimperialismo global
del neoliberalismo, la cultura posmoderna y la derechización de la Iglesia
romana –recientemente interrumpida por el Papa izquierdista Francisco I-. El
materialismo consumista se impone en las masas y élites, provocando un brillo
opaco de la trascendencia en el alma y favoreciendo un inmanentismo avasallante
que oscurece la presencia de Dios en ella. El ateísmo teórico, por su parte,
busca justificar un humanismo secular que haga posible una vida buena. Pero
naufraga por dos motivos: primero, porque mitologizando a la humanidad queda
convertido en una nueva religión. Y, segundo, porque al volverse en una
religión inmanente demuestra que el impulso humano hacia lo trascendente no ha
desaparecido, sino solamente ha sido desviado hacia lo terrenal.
2
El hombre anético
Azorados nos
interrogamos sobre la real existencia del hombre anético. ¿Acaso es posible
semejante engendro antropológico? ¿No sería de suyo autodestructivo? A ello es
posible responder que sí es posible su existencia al sentirse como un
superhombre que determina lo que es bueno y malo según sus conveniencias. Es un
relativista puro. Por ello que es autodestructivo no solo a nivel espiritual
sino además físico. La toxicomanía es su expresión más patética.
Pero cuál es su
sistematización teórica. Qué hizo el pensador posmoderno, desde Lyotard hasta
Vattimo, al elaborar una doctrina que vierte una actitud vital que disuelve la
necesidad de lo Absoluto. Lo que hizo fue configurar antropológicamente un tipo
humano nuevo, el nihilista integral, que se enseñorea por el mundo como un
pequeño diosecillo o deus in terris que con su voluntad de
poder va decretando lo que es bueno y malo. Es decir, han sonado las trompetas
apocalípticas de la disolución de la vida normativa para la humanidad y su
reemplazo por lo puramente convencional y pragmático. A este nuevo tipo humano
lo denomino el “hombre anético”.
En el fondo del escenario
contemporáneo hubo un acontecimiento político decisivo: el poder del comunismo
europeo se esfumó y el poder del capitalismo hegemónico neoliberal se regodea
como la fuerza capaz de estabilizar a la sociedad. En su frío y cuantitativo
racionalismo instrumental lo que importa es la estabilización de las cifras y
no los seres humanos. Por su parte, éstos han trocado su dignidad por el salario,
o dicho, en otros términos, los hombres de hoy prefieren no tener dignidad sino
precio. El dinero es el omnipotente santo sanctórum ante el cual no hay ser
humano capaz de no inclinar su cerviz.
Pero ambas utopías
sociales decepcionaron, y sin utopías no hay metafísica posible. Por lo demás,
ambas utopías eran de antemano antimetafísicas. El mundo se ha achatado, dejando
ver solamente su vientre hinchado de placer y cornucopia para el tipo humano
frívolo y vacío, que sin sentido de su vida vive estragado en el consumismo y
el hedonismo. En las urbes capitalistas centrales y periféricas se vive una
sobrevaloración del presente en términos materiales y una infravaloración del
futuro en términos espirituales. El resultado es el endiosamiento de lo
material y el enanismo espiritual. Su expresión intelectual es la filosofía
posmoderna, la cual emergió gracias al vidrioso postulamiento hecho por Lyotard
que debajo de lo que llamamos mundo está la voluntad interpretativa del
hombre. En este sentido los posmodernos son los herederos legítimos de la hermenéutica
de lo finito de Gadamer. Sin embargo, la filosofía posmoderna sólo se
desarrolló porque encontró el suelo apropiado en la era neoliberal y el derrumbe
de la utopía socialista. Nada de extraño tiene pues, que teorías parecidas en
Wittgenstein, Merleau Ponty, Barthes, Lacan, Serres, Habermas y Arendt, por no
encontrar el terreno social apropiado no pasaron de ser nociones
correspondientes a una fase de la historia de las ideas. No obstante, la utopía
socialista trata de revivir en aquel sector de Occidente que no se desangró con
dos guerras mundiales ni conoció el capitalismo de bienestar de las potencias,
esto es, América Latina. Aquí todo un conjunto de países integrados en el
Mercosur gestiona una utopía social que trata de desmarcarse del capitalismo
neoliberal imperante y anético, cuyo peso abrumador se deja sentir a través de
la ubicua economía de mercado.
En realidad, El
Informe sobre el saber –subtítulo de la obra de Lyotard-, fue
condenado por el Gobierno de Quebec, sobre todo por la conclusión aquella de
que “es la sociedad la que legitima el saber científico, porque quiere una
ciencia ejecutiva en vista del beneficio”. Es más, esto ocurre, dice, con todo
el saber, sea científico o narrativo. Y así devienen en metarrelatos o grandes
mitos, que el cuerpo social sostiene como fundamento para su pensar, creer y
vivir. Esta conclusión del Informe tenía un fuerte cariz de
denuncia sobre la manipulación del saber por parte de la sociedad de consumo.
Por lo demás, hecho fácilmente constatable, por ejemplo, en la metamorfosis de
la universidad humanista por la universidad empresarial.
Para Lyotard el cuento
que está detrás de todos los cuentos resulta siendo una invención en vista de
su eficacia social. El saber, en
consecuencia, se deslegitima por su “ejecutividad”, que consiste en que
“nosotros decidimos acerca del mundo”. La consecuencia inevitable de estas
afirmaciones es el relativismo ontológico, el escepticismo gnoseológico y el
cinismo moral. Y la condena del Gobierno de Quebec no debe interpretarse como
una descalificación, sino, al contrario, como una ruborización provocada por
enfrentarse a su propia verdad. Tenía que conmocionar al elemento más
anquilosado del aparato oficial, a saber, el homo burocrático. Esto explica que
es más fácil entender la filosofía posmoderna considerándola en conexión con
los fenómenos sociales antes que verla simplemente como una abstracta fase de
la historia de las ideas.
En Lyotard la filosofía
posmoderna expresa a la izquierda filosófica anglosajona, frente a la derecha
filosófica que no cuestiona la legitimidad del saber científico y narrativo.
Pero qué es la modernidad considerada humanamente. No es una actitud eminentemente
intelectual dirigida a las minorías, sino que es una postura primordialmente
vital dirigida a las mayorías, que manifiesta una pronunciada tendencia a ser asimilada
por las sociedades de consumo. Habiéndose esfumado la pretensión de verdad de la
razón en el metarrelato científico y narrativo, entonces el hombre ni siquiera queda
abandonado a su propio capricho individual y subjetivo, sino a la voluntad
impersonal de un mercado que lo gobierna todo.
El hombre
despersonalizado del imperio del mercado por fin se libera de las ataduras
trascendentales normativas, ontológicas y cognoscitivas, tiene a sus pies un
mundo a su medida, sin imperativo superior y espiritual alguno, sus caprichos hedonísticos
están expeditos a ser satisfechos en la cornucopia de las vitrinas de los
grandes supermercados. Él se ha vuelto en una mercancía con apetitos, que va
sin freno en pos de otras mercancías con o sin apetitos. Su alienación está completa.
Al vivir orondo y lirondo en una alienación que ya no le incomoda, entonces
pasa a la siguiente fase más profunda de la alienación, esto es, la
cosificación humana. La cosificación humana es la condición natural del hombre
anético en la fase nihilista de la civilización occidental.
Por consiguiente, lo
posmoderno es también una actitud para enfrentar la crisis de ausencia de referentes
absolutos. Pero es una actitud negativa, que relativiza mediante la
interpretación todo referente fijo y estable. En esto tiene un parentesco con
la diatriba de los cínicos Antístenes, Diógenes y Salustio. Su abandono de las
ideas y creencias de la modernidad –fe en el progreso, la ciencia y en la
razón- ha dado lugar a la resurrección de la carne, el hedonismo, el narcisismo
y la indiferencia socio-moral.
De esto último, se puede
dar cuenta en el país más neoliberal de Sudamérica, a saber, Chile. Aquí el
capitalismo monopólico emergente suprimió la gratuidad de la enseñanza pública,
en los hechos no existe, la salud pública es desatendida, la estabilidad en el
empleo quedó suprimida, el gasto militar es exorbitante y no fiscalizado, la
arbitrariedad y abuso del capital no tiene límites. Es decir, la cultura posmoderna
destila una sociedad donde la libertad se sobrepone sin límites a la justicia,
lo que termina deslegitimando a la propia libertad y va incubando su propia
destrucción, aunque no por el camino de la revolución, pero sí por la senda de
la anomia.
En la cultura posmoderna
la forma suprema es la vía corpore, que nos pone en contacto con
los impulsos más elementales, sobre todo, el del egoísmo. De ahí que el cuidado
del cuerpo tenga tanta importancia hoy, la cultura sobra y estorba. En el
Perú, por ejemplo, los escritores somos difuntos en vida y los libros permanecen
casi siempre inéditos, porque aquí sólo se lee por moda y obligación escolar.
Arona decía que cuando entre nosotros se publica un libro pareciera que
siguiera inédito. Razón tenía Mariátegui cuando señalaba que el poco interés
por la cultura es debido a que hemos asimilado de Occidente la técnica, pero no
su humanismo y civilización.
No obstante, nuestra
tierra está preñada de fervientes, contumaces y afiebrados creadores de
cultura. Demás está aquí llenar estas líneas con sus nombres. De modo que, es
plausible pensar que cuando nuestra identidad mestiza asimile el humanismo que
nos falta, entonces nuestro barroquismo ingénito –que como certeramente lo
señaló Martín Adán es un romanticismo inveterado- será completo. Qué duda cabe,
somos románticos hasta el tuétano, por eso no nos calza la horma del zapato
clasicista, ni el voluminoso tratado teutón. Será recién el momento en que será
posible enarbolar como hecho consumado el sueño de Antenor Orrego sobre el
humanismo americano. En cambio, en el corazón de Occidente el mal es peor,
porque siendo la fuente del humanismo le da descaradamente y dramáticamente la
espalda, y en su difusión ni los mismos medios cibernéticos sirven. Aquí se
trata del propio factor humano que da la espalda al acervo humanista. El
internet, el Facebook, los blogs, etc., son en su mayor parte puestos al servicio
de la frivolidad, lo informativo y de lo insustancial, que de lo formativo,
profundo y reflexivo.
“No creéis ya en nada,
normal nomás, actuad, has caso a tus apetitos, y sed como sentís”, es el lema
posmoderno. Es la fase en la cual los hombres descubren que pueden dejar de ser
hombres sin experimentar remordimientos, ni pesares, desarraigándose de su
propia espiritualidad y vertiéndose a su propia sensualidad. Babélicos y sin
más convicción en el alma, que la importancia de arribar en la escala social
para tener dinero y poder, arrastran por el mundo la destrucción de la era
dorada de la modernidad, a saber, la Ilustración.
Si el hombre moderno se
constituye en torno al problema de emanciparse del dominio de la Iglesia como
depositaria de la verdad revelada, el hombre posmoderno se instituye alrededor
del problema de emanciparse de la emancipación misma, esto es, dejar de creer
en la importancia de la libertad cuando lo que interesa es la otra libertad, la
corporal. Sintomático es que nunca como antes la humanidad padece de obesidad,
por no saber contener sus apetitos gastronómicos. Lo mismo sucede con la ola de
crímenes, toxicomanía, prostitución, pornografía, alcoholismo, crimen organizado, abuso infantil y de todo tipo,
los cuales tienen una misma raíz, es decir, los deseos desbocados por la
sociedad del imperio del consumo. Vivimos la abolición del ideal kantiano donde
el ideal de libertad es inseparable del ideal de la justicia. En la sociedad
del imperio del consumo poco importan ambos, porque el único que se irroga la
libertad es el impersonal mecanismo del mercado, donde los seres humanos quedan
subsumidos como meros mecanismos en su funcionamiento.
Y la destrucción de la
libertad es la destrucción misma del hombre. Cuando Hannah Arendt estudió el
caso del nazi capturado en Argentina por los judíos, Adolf Eichmann, cerebro de
la solución final, se dio con la ingrata sorpresa de que se trataba de un hombre
normal y corriente. El filósofo Karl Jaspers la apoyó en su conclusión de que
no era un ser demoníaco. Pero era un hombre sin voluntad, sin carácter, llenos
de slogans en su cabeza, que no pensaba por sí mismo, un ser totalmente
manipulable por el totalitarismo del nazismo. Pues bien, el ejemplo viene a
cuento porque hoy vivimos el totalitarismo del mercado, que a millones de seres
humanos le dice a qué hora despertar, cómo vestir, qué comer y pensar, cómo trabajar,
qué comprar, cómo amar, y pretende dominar hasta sus sueños, su vida subliminal.
Esto es, que en nuestra época posmoderna estamos repletos de pequeños Eichmann,
que no sólo no saben pensar por sí mismos, sino que no saben pensar
empáticamente.
Es decir, el hombre de
hoy tiene simpatía, pero carece de empatía, justamente la cualidad necesaria para
que exista en el mundo la libertad y la justicia. La capacidad de sentir los
sentimientos del prójimo nos faculta para construir un mundo mejor. Y quién es
la primera persona que inculca empatía sino la madre. Pero las madres tienen
apenas entre cuatro meses a dos años, según las distintas legislaciones del
mundo, para estar con sus niños recién nacidos. Y la formación de la empatía es
permanente. La ausencia en el hogar de las madres que trabajan es un problema,
porque contribuye a crear seres fríos y glaciales aptos para el consumismo del
totalitarismo del mercado.
Los economistas quieren
achacar el meollo de la crisis europea a la disminución de la tasa de natalidad
y al aumento del envejecimiento de la población con gran cobertura social. En
otras palabras, preconizan como solución el desmontaje del capitalismo de
bienestar. Sin embargo, ello no alentaría que las mujeres tengan más hijos y
que la familia salga de la crisis que atraviesa. Una sociedad que evita tener
más de un hijo a la larga se encamina a fomentar una sociedad egoísta, donde el
compartir se hace más difícil. Si tener hijos es ya una escuela para que los
padres salgan de sí mismos y aprendan a amar, el tener hermanos también lo es.
Pero sucede que el hijo único se va proliferando en el mundo, en especial
China, lo cual incuba un explosivo social de consecuencias catastróficas.
En la cultura posmoderna
el “mal radical” se ha transformado. El concepto proviene de Kant, el cual lo asocia
con el “egoísmo”, y luego Arendt lo vincula al “totalitarismo”. Nosotros aquí
lo hemos hecho con la carencia de “empatía”, lo que impide en pensar en el Otro.
Hoy podríamos repetir lo
dicho por Cicerón: “Oh tempora, oh mores” (Oh tiempo, oh costumbres),
pero esta vez no para condenar las perversas costumbres de los conciudadanos,
sino para advertir sólo el alma extirpada por la indiferencia y la sensualidad,
la cual olvida su radicación en Dios, porque se resiste a la unión ontológica
espiritual con él, desprecia el sentido de lo divino, y con ello desarraiga el
punto de partida más poderoso para el reconocimiento de los valores absolutos.
Y esta resistencia es más pasiva que activa, porque carente de voluntad
constructiva se deja arrastrar por las inercias de su libertad. Las lecturas de
autoayuda seudo espiritual de Osho, Chopra y Coelho lejos de representar la
presencia vigorosa de una vida espiritual y de Dios, son en realidad fiel
exponente de la ausencia de Dios y de la deformación manipuladora del sentido
de lo divino. El Dios verdadero es insobornable, y si bien es cierto que hace
falta una nueva imagen de dios, más unida con el destino humano y no solamente
con la naturaleza y la historia, ello no es óbice para hacerse una religión a
la carta y al gusto personal.
En este sentido, la posmodernidad
represente el avance a un nivel superior de la cultura de la increencia.
Increencia que no sólo afecta a las cuestiones sacras, a la muerte de Dios,
sino también a las cuestiones profanas, involucra la muerte del hombre. En la
posmodernidad no sólo “Dios ha muerto” –como lo proclamó Nietzsche-, también
“el hombre ha muerto” –como lo señaló Foucault-. Y sobre sus exequias danza la
nueva divinidad del totalitarismo del mercado. El deus in terris termina
agonizando en el endiosamiento de la mercancía y del mercado.
El hombre posmoderno, a
diferencia del ateo, no cree por desinterés e indiferencia, columbra, más bien,
un ateísmo práctico. Su grito de guerra: “¡Abajo los Absolutos!”, es sin
embargo la expresión más perfecta de autodeificación. Pues, quien se siente en
un presentismo e inmediatismo autosatisfecho simula la placidez omnipotente de
la divinidad. Sintiéndose diosecillo es la mejor manera de dejar de sentir
nostalgia por lo divino. El anético hombre posmoderno, en consecuencia, realiza
este prodigio cultural y engañoso de la culminación autodeificante. Siendo
alguien que no admite más que transitorio y lo contingente le es fácil
prescindir de la condición ontológica infinita y autosuficiente que es Dios. Pero
fuera de sí mismo no hay, sino, más que un pavoroso vacío. Por tanto, el mundo
de la diversión, el goce material y el éxtasis corporal es el principio y el
final de una galopante sabiduría del cuerpo. Terapias, dietas, ejercicios,
masajes, vitaminas son el abecedario y nuevo evangelio de la resurrección de la
carne y de la muerte del espíritu. Se desemboca, así, en una cultura
narcisista, donde lo más importante es prolongar la vida relativa ignorando la
eterna, conservarse joven y lograr a como dé lugar las mayores ganancias.
Sin voluntad, con abulia
y sin capacidad para establecer lo incondicionado, absoluto y perenne, los anémicos
posmodernos proclaman insulsamente las miserias de la razón inmanente para entronizar
en su lugar la tiranía de la sensibilidad y la subjetividad
humana. Lo paradójico del caso es que esta tiranía de la subjetividad va de la
mano con una abolición ética y ontológica del sujeto. Pues, el sujeto
posmoderno no es el sujeto de la modernidad, o sea el portador de la
iluminación racional, sino de la obscuridad del pensamiento y de los
sentimientos altruistas, lo que le impide penetrar en las esferas profundas de
la realidad.
En definitiva, son los
intereses de la voluntad interpretativa del hombre lo que va a determinar la
deslegitimación del saber humano. Esta subjetividad débil es lo único que queda
en las manos posmodernas. Y es precisamente ésta la que da sustento a su
nihilismo integral, es decir, metafísico, gnoseológico y moral. Por ello, el
hombre posmoderno es también un sujeto anético, escéptico e inmanentista, porque
se siente más allá del bien y del mal, niega la verdad y lo trascendente. Y
todo esto está implícito cuando se le concibe como “el hombre sin absolutos”.
El hombre posmoderno se
queda así en la caverna de su propia subjetividad débil, sin advertir que no
puede cumplir con la fascinadora promesa de acabar con la realidad, la verdad y
lo absoluto. Lo único que logra en su solipsismo vital es que desaparezca en él
el amor, como potencia divina y anhelo humano. Sin amor en el corazón, al
hombre posmoderno le es más fácil desterrar la nostalgia y la esperanza.
Habiendo desarraigado de su alma el sentido de lo divino, deja de
experimentarse como criatura, como hijo del Padre, haciendo innecesario recuperar
la esperanza en el Paraíso. En su lugar deposita su confianza en las maravillas
de la revolución tecnológica, sueña con lograr la inmortalidad a través de la
biotecnología, convertirse en un poderoso ciborg, lograr la sabiduría infusa
por algún implante cerebral, es decir, por cualquier medio que no le exija
esfuerzo ni elevación interior. Y así, su confianza, que destierra la esperanza
y la nostalgia de ultratumba, se va encerrando en un solipsismo vital,
nihilista e inmanente.
No es extraño, de este
modo, que el hombre anético posmoderno con su proverbial indiferencia a lo
superior y absoluto cree haber llegado a esa vida perfecta de la naturaleza, al
primitivo edén panteísta. Se ilusiona con vivir enteramente en una vida, su
refrán favorito, en consecuencia, es: “Sólo se vive una vez”. En su universo
todo está en acto, como la vida participada por el Motor inmóvil aristotélico a
la physis que mueve. Sin creer en la vida perfecta trasmundana cree en la vida
perfecta cismundana, terrenal. Vive sin perturbadoras ideas metafísicas. La idea
del alma es otro estorbo, sólo se cree en la inmortalidad genética y cultural.
Y tenía que ser así. Por
cuanto tener alma es tener memoria y, en consecuencia, historia; pero la
historia es tiempo, y el posmoderno en tanto que suprime la nostalgia y la esperanza,
también suprime el pasado y el futuro. Ilusionándose con un presentismo fatuo
de confort y placer, no sufre el tiempo como el hombre oriental, ni lo piensa
como en la antigüedad, tampoco lo diferencia como en la Edad Media, ni lo
calcula como en la modernidad, sino que lo disfruta sin responsabilidad,
preocupación o conciencia. La experiencia del tiempo para el hombre posmoderno
estás desprovista de utopías, de milenarismos, escatologías, reduciéndose tan
sólo a la experiencia anética de un presentismo de máximo goce y utilidad.
En todas las épocas de
la historia estuvo presente el hombre anético, desde Caín, Herodes, Calígula, los
Borgia, Hitler, Stalin, hasta los hombres inmensamente ricos, todos los cuales
sin espasmo alguno pueden provocar efectos dañosos al prójimo. La diferencia
estriba en que hoy, este tipo humano, carece de freno normativo, culturalmente
está entronizado en la hegemonía social, poniendo en peligro el destino de la
humanidad, incluso con herramientas de la tecnociencia[9]. El hombre posmoderno es la inversión de las fuentes en
que nace la cultura Occidental: la actitud religiosa del hombre oriental que
está presente en el cristianismo, la justicia romana como ideal recogido en las
utopías sociales, y la actitud racionalista del hombre griego. Sin amor,
justicia y verdad, se inicia el imperio de la de voluntad egocéntrica del
hombre anético, símbolo de la desfundamentación nihilista de la cultura occidental.
3
La
interioridad virtuosa
El hombre no es una
criatura indoctrinable. De lo contrario ningún esfuerzo educativo seria
fructífero. La educación tampoco es la panacea a todos los problemas humanos. De
lo contrario no serían tan decisivos en muchos casos las condiciones innatas
–especialmente en los genios-. La interioridad virtuosa es posible formarla, o
sea ser fruto de la educación, del medio, de lo institucional. Pero también
existe el genio moral, de innato comportamiento ético, y muchas veces fundador
de un camino hacia el bien. La pregunta en la modernidad nihilista no sólo es
cómo formar personas virtuosas sino cómo hacerlo en medio de un medio anético.
El hombre es una
criatura compleja y contradictoria y como tal requiere de un enfoque múltiple.
Esto significa que la interioridad virtuosa no es solo fruto del esfuerzo personal
y disciplinado. Si fuese así sólo algunos o muy pocos bien dotados podrían ser
seres virtuosos. Buda, Confucio y Jesús –cada cual con sus singularidades-
fueron seres excepcionales, genios morales, portadores de una nueva fe moral al
mundo. Fueron faros luminosos de la interioridad virtuosa. Y a su vera permiten
advertir que una cosa es ser capaz de poner la propia libertad en aras de la
práctica habitual del bien y otra cosa es hacerlo por inercia o porque todos lo
hacen. Esto significa que la interioridad virtuosa aparece por dos vías. Ya sea
por influjo interno de la propia voluntad, o por el influjo externo del medio
externo. No es poca cosa reconocer que un medio virtuoso influye en la formación
de conductas virtuosas. Es más, hay seres de tan pobre voluntad que necesitan
la presión del medio externo para provocar un cambio interno por imitación.
Pero también hay de
aquellos que son movidos por el amor, el deber y la convicción personal para
emprender el cambio interno. A lo que vamos es que no se debe subestimar ambos
elementos para la formación de una interioridad virtuosa: lo interno y lo
externo, lo innato y lo institucional. No todas las personalidades responden a
los mismos intereses y afanes. Los hay quienes sólo se interesan por lo práctico
e inmediato y otros arrastrados por la fuerza superior del ideal.
Es por ello que en la
formación de la interioridad virtuosa debe ser tomado en cuenta tanto el
componente interno como el componente externo. Hay épocas históricas
intensamente espirituales que incentivan la interioridad virtuosa, como las hay
también épocas planas, horizontales, sin afanes trascendentales, que solo motivan
intereses pragmáticos, egoístas e individualistas. Tampoco se puede esperar que
una época histórica sea solamente de ascenso o descenso espiritual. Pues ha de
conocer su momento de declive y descomposición, donde abundan las
personalidades viciosas y no virtuosas.
Esto significa que en la
formación de la interioridad virtuosa confluyen diversas líneas entrecruzadas
que la favorecen o la perjudican. Nada de ello exime a la persona de la responsabilidad
personal de decidir libremente su acción moral y ser responsable de ella. El
hombre no es el robot de Dios ni el robot de la sociedad, pues actúa libre y
responsablemente, salvo atenuantes de enajenación mental. Esto resulta
sumamente interesante porque revela que en el acto libre de la interioridad
humana está inscrita la ley moral que el Creador ha puesto en nosotros. De lo
contrario de dónde nos viene la alerta en la conciencia de que se hace una
acción mala. Lo biológico nos lleva a celebrar un acto egoísta, pero es lo
espiritual lo que sanciona como malo dicha acción.
De manera que el hombre
no es solo impulsividad biológica sino que también es espiritualidad. Y en esta
espiritualidad se descubre lo que Víctor Frankl llama la presencia ignorada de
Dios. Por lo demás, este principio superior de integración, organización y
síntesis, no solo está en la conciencia humana sino también en la materia. A esta
forma de conciencia presente y distinta en la materia misma se le puede llamar telos. Pero en ambas formas, tanto en la
conciencia humana como en la materia, representa la tendencia inconsciente
hacia Dios, que es el bien.
Pero hay algo más
profundo todavía en esto. Y es que la existencia humana no solo no puede dejar
de ser libre, sino que no puede dejar de afrontar el dilema del libre albedrio.
Su misma probabilidad consiste en ser un ser posible. Y su propia posibilidad
conoce solamente dos movimientos: uno de ascenso –acción responsable- y otro de
descenso –acción irresponsable-. Lo singular es que la responsabilidad hacia el
bien es lo que define el crecimiento de su interioridad. El otro camino es
desintegrador. De manera que la unión inextricable entre lo ontológico y lo
ético es inoculable. Lo cual no significa que la responsabilidad se diluye en
lo sustancial, sino que ayuda a dar cumplimiento posible a su propia
sustancialidad. Todo aparece como si el Ser en la propia existencia humana
cuenta con un amplio margen de contingencia, pero para actualizar lo universal
y necesario de su propio ser. Con ello se desmiente que el hombre sea pura
posibilidad y proyecto. También es cumplimiento libre y contingente de su propio
ser. Pero lo más recóndito de su movimiento existencial es que aun en el cumplimiento
de su propio ser queda siempre como una totalidad imperfecta. Ese fue el
aspecto resaltado por el neocriticismo y el realismo. Este es el sino por ser
criaturas finitas. Si el romanticismo dio al hombre conciencia de su naturaleza
infinita, el existencialismo hizo sólida la conciencia de su naturaleza finita.
Pero el postmodernismo, yendo más allá del pragmatismo –que resaltó el carácter
incierto de la existencia humana en el mundo-, del neopositivismo –que subrayó
el carácter esencialmente falible del conocimiento-, y del estructuralismo –con
su representación binaria de la realidad-, proclama que la existencia humana es
pura creencia en el juego del lenguaje, dado que no existe ningún tipo de
verdades fuertes. El hombre sin verdad se contenta con un juego lingüístico
meramente útil para propósitos determinados. Con ello la interioridad virtuosa
queda reducida a mera ilusión pragmática. Con ello la modernidad tardía concluye
en un idealismo subjetivo radical. Ya con el empirismo la “idea” –incluso el
valor- se volvió en contenido de conciencia. Con el posmodernismo se culmina en
la negación más radical de la verdad objetiva y el valor es reducido a
convención.
Este giro de la
filosofía contemporánea hacia el relativismo, historicismo y cientismo se refleja
en la reflexión ética contemporánea donde se habla de diversos tipos de éticas.
Las éticas analíticas (Moore, Wittgenstein, Ayer, Stevenson), axiológicas
(Scheler, Hartmann), existencialistas (Heidegger, Sartre), procedimentales
(Apel, Habermas, Rawls), hermenéutica (Gadamer), de la alteridad (Levinas),
débil (Vattimo), de la responsabilidad (Jonas), pragmática (Rorty) y
sustancialistas (Walzer, MacIntyre, Taylor). Nuestra modernidad nihilista está privada
de verdad, ha extraviado el sentido del ser y del valor. Con ello hace
problemática y difícil la interioridad virtuosa. La trayectoria del pensamiento
moderno demuestra que sin Dios no se piensa racionalmente y se termina
destruyendo la vida buena.
La ética de las virtudes
de Tomás de Aquino sobrevive por sí sola y a través del Magisterio de la Iglesia,
pero también está presente en la ética comunitarista del filósofo escocés
MacIntyre. Echemos un vistazo a la ética de las virtudes del tomismo.
Es propio de la criatura
racional obrar por un fin. Los actos humanos se especifican por un
fin. Hay un fin último en la vida humana. La voluntad del
hombre no tiende a varios fines últimos. El Bien perfecto es el fin último
del hombre. Dios es el fin último del hombre y de todos los seres intelectuales,
las demás criaturas la alcanzan por participación. Además, el Aquinate afirma
que la Bienaventuranza no consiste en la riqueza, honores, fama, poder, placer,
o el alma. Pero es algún bien del alma. Tampoco está en un bien
creado. La bienaventuranza humana está sólo en Dios. Dios es el bien
universal que aquieta la voluntad humana. No deja de advertir sobre la importancia
de la formación del hábito. El hábito es una cualidad de primera especie que
implica cierta duración y orden a los actos. El hábito es indispensable
para que las potencias se determinen al bien. Las virtudes humanas son hábitos.
La virtud es el buen uso del libre albedrío. Es un acto operativo, es un hábito
bueno. La virtud es un buen hábito de la razón por la que se vive en rectitud,
de la cual nadie puede hacer mal uso, y que Dios obra en nosotros sin nosotros,
pero con nuestro consentimiento.
Resulta así que la
formación de buenos hábitos es indispensable para el ejercicio de la virtud. La
virtud pertenece a las potencias del alma. Puede residir en varias
potencias del alma, pero según cierto orden. El entendimiento es sujeto de la
virtud, tanto en cuestiones especulativas como prácticas, pues perfecciona el
conocimiento de la verdad. El apetito irascible y concupiscible en cuanto
participan de la razón es sujeto de la virtud. Las virtudes cognoscitivas residen
en la razón y no en alguna facultad interna del conocimiento. La voluntad es
sujeto de virtud cuando se dirige a un bien extrínseco (el bien divino, el bien
del prójimo). Los hábitos intelectuales especulativos son virtudes
para considerar la verdad. Sabiduría, ciencia e inteligencia son hábitos
intelectuales especulativos. El arte es una virtud. La prudencia es
una virtud distinta al arte, porque la rectitud de la voluntad le es esencial.
La prudencia es la virtud necesaria del buen vivir.
Pero no toda virtud es
moral. La virtud moral es distinta a la virtud intelectual. Toda virtud
humana es intelectual o moral. La virtud moral puede darse sin la
intelectual (sabiduría, arte o ciencia), pero no puede darse sin
entendimiento o prudencia, por eso implica a la recta razón. Las virtudes
intelectuales pueden existir sin las virtudes morales, excepto la prudencia. Las virtudes
cardinales son cuatro: prudencia, justicia, templanza y fortaleza. Estas
virtudes se distinguen entre sí en virtud de su objeto.
Además, la criatura
humana cuenta con virtudes teologales dadas por Dios. Se distingue de
las virtudes intelectuales y morales. Son: Fe, Esperanza y Caridad. En el orden
de la generación la fe es anterior a la esperanza y a la caridad; pero en
el orden de la perfección la caridad es primera porque las vivifica y
recibe de ellas perfección de virtud. La Gracia pone en el alma el don
concedido y el reconocimiento de este don. La gracia es una cualidad del alma
intelectual, pero no es una virtud. Siendo anterior a la virtud la
gracia está en la esencia del alma racional y por ella participa de la
naturaleza divina. Esto es en lo esencial la doctrina tomista sobre la virtud.
Muy bien, frente al existencialismo
que desemboca en una ética atea, a la fenomenología que lleva hacia una ética
de los valores, a las tendencias analíticas que hiperbolizan lo experimental,
al procedimentalismo que conduce hacia una ética de la tolerancia intersubjetiva,
a la ontología débil y al pragmatismo que deriva a un relativismo ético, son en
realidad los enfoques sustancialistas los que recogen mejor la ética de las
virtudes del tomismo. Su superioridad reside en que aborda al hombre tanto en su
realidad inmanente como trascendente. No mutila su naturaleza.
Los valores son
objetivos, existen en sí, son entidades ideales, en cambio las virtudes son
subjetivas, es una potencia del alma que se desarrolla con el buen uso del
libre albedrío. De ahí que sin el desarrollo de las virtudes de poco sirve
señalar la existencia de los valores. Las virtudes son como el radar, la puerta
y el imán de los valores. Esto es, que puede haber valores sin virtudes,
pero no virtudes sin valores. Por eso que es arar en el desierto el predicar
los valores sin el inculcar las virtudes.
Pero hoy vivimos en una
sociedad dividida desde el alma, y en su comportamiento esquizofrénico pretende
combatir la extendida corrupción institucional con una rancia vocinglería de
los valores, pero sin comprometerse con el hábito de las virtudes. Eso es pura
cháchara vacía. Las virtudes son superiores a los valores porque implica la
inclinación libre y voluntaria del alma hacia el bien, y sin lo cual lo valores
se quedan como frías entidades sin vida. Las virtudes son la actualización de
los valores, por ello une lo antropológico con lo ontológico. Los valores son
ontológicos, son objetos ideales de nuestra voluntad percibidos por la intuición
emocional. El valor vale y la virtud trae al valor a la existencia temporal por
un acto libre y racional. O sea, la interioridad virtuosa se forma como una
silenciosa revolución existencial donde el hombre efectúa la trascendencia
objetiva del valor en el devenir. El devenir no hace del valor un objeto situacional.
El valor es una esencia cuya objetividad se completa en la realización libre
del hombre. El valor señala lo que hay de eterno en el hombre. El valor revela
la unión que existe entre metafísica y axiología. Es más, le recuerda al hombre
que la peculiaridad de su ser depende de la realización virtuosa de los valores.
No es casual que el hombre merma su humanidad cuando se deprava y practica una
conducta viciosa. El valor descubre que el espíritu humano está inserto en una
metafísica de la trascendencia.
La ética de las virtudes
de santo Tomás de Aquino muestra una filosofía equilibrada que admite tanto la
dimensión inmanente como la dimensión trascendente del hombre, confía en la
razón sin desconocer sus límites, subraya la responsabilidad individual y
social del hombre sin olvidar que su fin último es la vida sobrenatural y la
visión de Dios. Pero la antropología positivista, vitalista, marxista,
utilitarista y posmoderna prefiere el cercenamiento de la dimensión metafísica
del hombre para reducirlo a mero interés temporal, pragmático e inmediato
borrando de un plumazo aquello que de eterno hay en su existencia. Cuando el
valor queda encerrado en la mera inmanencia terrenal concluye asfixiado de puro
relativismo. Cuando los valores dejan de ser esencias y son asumidas protagóricamente
como convenciones útiles resulta siendo imposible la propia existencia humana.
Se entiende, por consiguiente, lo decisivo de comprender los valores en su
carácter absoluto para edificar una interioridad virtuosa.
Max Scheler escribió: “Las cosas son percibidas, los
conceptos pensados y los valores sentidos” y además añadió que “los valores son
absolutos y sólo cambia el hombre histórico”. Todo lo cual es cierto, no obstante,
los valores sentidos no garantizan su asunción ni seguimiento, menos en una
época como la nuestra con generalizado indiferentismo moral. Por eso es que
hormiguean las éticas relativistas (procedimentales, hermenéuticas,
existencialista, pragmática), que al final subsumen el valor y la virtud a la armonía
social, a la tolerancia, consagrando en el derecho lo que en la moral
transgrede la ley natural.
Es más, la ética de las virtudes recalca que incluso la
ética aristotélica basada sólo en las virtudes morales son pecado y muerte sin
las virtudes teologales. Y contra quienes repiten sin sentido que Tomás de
Aquino asume entero a Aristóteles, hay que recordarles que el dominico acepta
de Platón la idea del Bien Supremo y difiere de la noción aristotélica del
Estado, al cual subordina el individuo y la familia, y defiende la esclavitud.
Lo cual es punto de partida para subsumir a la persona humana al Estado y al
mercado totalitario.
En realidad, la secularización hizo imposible la vida
ética porque al vaciar al hombre de lo absoluto puso a los valores en tierras
movedizas, incapaces de sostenerlo y hacerlo crecer. La religación existente
entre metafísica y axiología indica que no hay sistema ético posible sin
sentido religioso. No hay ética del bien posible sin el reconocimiento de la absolutividad
de los valores. Ni el bien de Aristóteles, ni la razón autónoma de Kant, ni la
mística de la unión indiferenciada con la divinidad de índole oriental, son
capaces de salvar al hombre del estrangulamiento de la vida ética. La
desmalignización del mal y la malignización del bien no podrán ser atajadas sin
reconocer que la absolutización del valor va unida al reconocimiento de Dios.
Pero de una divinidad personal y providente dentro de una filosofía teísta y realista.
Esto no significa ningún trascendentalismo neohegeliano manifiesto, porque el
anti-inmanentismo es tan carente de sentido cuando la realidad humana ética
consiste en la realización terrenal del valor absoluto.
Es parte del curso formalista del pensar moderno dejar al
hombre sin valores firmes, porque el nihilismo es en el fondo un
irracionalismo, esto es, el descaminamiento más profundo de la razón que
abandona todo fundamento trascendente.
II
Recuperación
de la trascendencia
4
La obsesión por el ente
En la modernidad nihilista el hombre anético vive obsesionado por las
cosas. Vaciado previamente de sí mismo, como culminación de la negación del
ser, el absoluto y la trascendencia, prefiere entregar su libertad al imperio
de los entes. Pero el ente también ha sufrido una desvalorización de su profundidad
metafísica. Ha sido reducido a pura objetividad. De modo que todo se mueve en
un universo sin verticalidad, se vive en la bajura de la inmanencia horizontal.
El consumismo no es más que la expresión vital de la inversión metafísica del
valor. Si nada trascendente sobrevive entonces el dominio del ente inmanente se
expande ilimitadamente. Este dominio se agudiza con la presencia del ente
virtual de la informática. El cual sólo visto desde el ángulo de la inmanencia
resulta relativizando aún más la realidad misma. El idealismo subjetivo se
profundiza.
¿Estaremos en la fase final del mundo moderno? En el mundo antiguo se
afrontó el final con el desprecio de los cínicos, la resistencia de la morada
interior de los estoicos, la huida contemplativa de los neoplatónicos, la esperanza
en Dios de los futuristas hebreos y el cristianismo de Jesús hecho hombre.
Hoy, en cambio, la fase terminal del mundo moderno coincide con la crisis
profunda de la filosofía que, tras haber dado definitivamente la espalda a los temas
de lo infinito y de la totalidad perfecta del
Romanticismo, se centró en los de la finitud, alteridad, trascendencia y
problematicidad, primero en un sentido constructivo con Kierkegaard, que señaló
la existencia como posibilidad que puede no ser; el pragmatismo, el cual acentuó
el carácter incierto de la existencia humana; el neopositivismo lógico, que
enfatizó la falibilidad esencial del conocimiento; el existencialismo, que hizo
sólida la conciencia de su naturaleza finita; y del espiritualismo, neocriticismo
y realismo, que señalaron la realidad como totalidad imperfecta. Pero en un
segundo momento la filosofía contemporánea parece mostrar su significado último
mostrando una especial incomprensión de la categoría de la “trascendencia” y de
la “posibilidad”. Lo que estamos presenciando con las filosofías antirepresentacionalista,
y de la hermenéutica posmoderna es el triunfo de la subjetivización solipsista,
el ego único y soberano de los años 45 explotó en multiplicidad de mónadas que
reclaman el imperio del relativismo, el hedonismo y el nihilismo. Es la
vivencia de la libertad desorbitada porque es asumida erróneamente como una necesidad
ineluctable, “el hombre está condenado a ser libre”. En otras palabras, de la
pérdida del sentido de la vida también se hace eco el desarrollo de la
filosofía que no ha podido salir de la humanización de la identidad entre el
sujeto y el objeto, la hemorragia de subjetividad y el colapso de la verdad
extrahumana. Si la Segunda Guerra Mundial concluyó con el indescriptible y
descabellado Holocausto de seis millones de judíos, gitanos, razas llamadas
inferiores y de opositores políticos, en cambio la modernidad tardía culmina en
algo peor, a saber, el paroxismo del para-mí y el olvido del ser.
Es decir, la fase final del mundo moderno muestra su significado último
de pérdida del sentido de la vida en el fenómeno nihilista. La época moderna
intentó construir la ciudad de Dios en la tierra (siglos XIX y XX), fue un
tiempo de ampliación del voluntarismo, individualismo e intelectualismo, para
terminar con el desencanto de las utopías sociales y el avance arrollador de la
manipulación técnica de los hombres (siglo XXI). Heidegger lo había señalado
certeramente al indicar que la técnica moderna es una desocultación del ser como
lo “disponible” y este intento de convertir toda la realidad en disponible es
el destino nihilista de nuestra época, que concluye en el olvido del ser. En
este sentido, no es casual que la pérdida del sentido de la vida se experimente
como una merma del sentido del ser. Lo cual revela que el problema del sentido
de la vida no es una cuestión meramente óntica sino ontológica, tiene que ver
con los fundamentos de la realidad y su aprehensión.
La dirección solipsista de la modernidad estaba ya dada con el cogito
ergo sum cartesiano, que supeditó el sum al cogito.
El Romanticismo fue un breve momento reactivo con su afán de infinito y totalidad
perfecta. Pero la reivindicación del individuo volvería por sus fueros hasta
extralimitarse en una multiplicidad de mónadas con una autárquica voluntad de
verdad. De modo, que si el problema de la vida es un problema social con raíces
culturales, entonces se trata más de un problema sociológico que filosófico.
Pero si las raíces culturales hunden sus fundamentos en el horizonte occidental
del preguntar filosófico, entonces se trata de un problema metafísico. Y esto
es precisamente la cuestión.
En otras palabras, el hombre de la modernidad occidental no se sume en
el nihilismo meramente por razones socioculturales, las cuales son su manifestación
fenomenológica, sino por razones metafísicas, las cuales son su fundamento
ontológico. El nihilismo es parte del problema del encubrimiento metafísico del
ser. De manera que poco se avanza señalando que la modernidad aisló al individuo
dejándolo en el limbo relativista, siendo su resultado el fracaso personal, el
suicidio y el vacío existencial. Esta descripción da cuenta de la fenomenología
del nihilismo, pero obvia su aspecto fundamental, a saber, su base metafísica.
Es decir, si no marchamos hacia la recuperación metafísica de la
trascendencia y del extraviado sentido del ser, no será posible revertir la
pérdida del sentido de los valores, la vida y de la interioridad. Lo terrenal
sin lo atmosférico luce yerto.
Pues el nihilismo, como negación del sentido del ser, no encuentra su
manifestación primaria en la ola de suicidios, alcoholismo, pornografía,
lumpenización social, sicariato, drogadicción creciente, falta de sentido ético
en los negocios, la política y en las relaciones personales, todo esto es parte
de la fenomenología de la pérdida del sentido de la vida, pues su manifestación
esencial es metafísica y tiene que ver con la negación del sentido del ser. Este
fundamento no es una entelequia divorciada de lo concreto, lo cual parte de una
mala comprensión de la metafísica antigua de las esencias, pues una correcta
interpretación ubica el eidos ideal como la luz que hace
posible lo real.
El nihilismo produce anetismo. Llamo anetismo al acto moral por el cual
la mentalidad moderna convierte al hombre en una criatura sin absoluto,
haciendo que se pierda el nexo ontológico entre Dios y la criatura. Esto no afecta
la capacidad humana de sentir lo divino sino su voluntad hacia
lo divino. Por ello, no se trata de la muerte de Dios sino de
la muerte del hombre hacia Dios. El anetismo también señala el tránsito
de la cultura del increencia a la cultura del nihilismo integral, donde ser,
verdad y valores son relativizados. En una palabra, el anetismo al despojar al
valor de su absolutez se centra en lo finito cismundano obviando lo
transmundano. El nihilismo anético es la negación de la realidad substancial,
por eso Hamilton usó el término para calificar la doctrina de Hume como nihilista.
Y es empleado para calificar la doctrina de Nietzsche que se opone radicalmente
a los valores y creencia metafísicas tradicionales. Todo esto se configura en
la “obsesión por el ente”.
Sin embargo, lo singular del nihilismo de la modernidad tardía es que
integra en uno solo las tres formas tradicionales de nihilismo (el gnoseológico
pirrónico, el moral nietzscheano y el metafísico protagórico). La consumación
nihilista del sentido de la vida en su significado último representa el triunfo
del perspectivismo, la dogmatización del escepticismo, el reino del hedonismo,
la insensibilización del sentimiento de lo divino, el dominio del pensar
técnico, el divorcio profundo de la libertad con la justicia y el olvido del
ser. Es una crisis metafísico-existencial a la vez, donde luce obliterado el
mundo externo y el mundo interno simultáneamente. Esto nos lleva
inevitablemente a una discusión con la tesis heideggeriana sobre la pérdida del
sentido del ser en el pensar occidental, el cual reza: el pensar técnico y
objetivista que impera en la modernidad nace en el conceptualismo socrático-platónico
griego. La bomba atómica ya comienza a existir desde que el ser es
entendido como Razón y cálculo. Así, para Heidegger la filosofía fue originariamente
un corresponder que traduce a lenguaje el llamado del ser del ente. Luego
devino, desde Aristóteles, en un pensar ontoteológico del ente en cuanto tal.
La filosofía antes que búsqueda (Platón) fue armonía (Heráclito) y el
temple de ánimo que lo posibilitó fue el asombro, en cambio para el hombre
moderno es la angustia ante el ser. Este cambio de pensar acontece con Sócrates
y Platón. El ser ya no es entendido como lo que suscita el decir y el pensar
sino como Razón, Principio y cálculo. El dominio del principio de razón determina
el ser de la era técnica. La filosofía como metafísica (estudio del ente) ha
encontrado su final en el desarrollo de las ciencias. La tarea del pensar
consiste en abandonar el pensar ontoteológico, precursor de la era técnica, y replantear
la posibilidad de un pensar que se interrogue no por el ser del ente, sino por
el ser en cuanto ser, por la posibilidad de la presencia en cuanto tal.
Estas consideraciones las vierte Heidegger en tres conocidas
conferencias[10], en las cuales se refleja que se encuentra
lejos de su abandonada vía de analítica existencial de Ser y Tiempo de
1927. Es decir, corresponde a un periodo que deja atrás lo que un estudioso
como R. Kroner clasifica como “filosofía de la muerte” (1927), “filosofía de la
nada” (1929) y “filosofía del ser” (1930); para arribar luego a una “filosofía
de la gracia” (1942), donde sigue una vía análoga a la del idealismo romántico
alemán que mitologiza el ser. En realidad, en los últimos escritos abandonó el
tema de la existencia para centrarse en el ser. El ser no puede entenderse, ni
describirse, sólo evocarse. Predomina un tono profético y apocalíptico, que
anuncia una nueva era para el hombre enajenado, el olvido del ser, la necesidad
de destruir el pensar hecho y la llegada del nihilismo. Heidegger como profeta
del nihilismo en realidad visualizan, con clarividencia, el gran desconcierto
en que se sume la humanidad en una era dominada por el pensar técnico y
objetivista.
En primer lugar, resulta esquemático suscribir la opinión heideggeriana
sobre que la ontología antigua trabaja con conceptos de “cosas” y que, en cambio,
la ontología contemporánea arriba al concepto de “existencia” y cosas. No es
cierto que Platón tome el ser como esencia, idea o concepto, pues la verdad
total nunca será posesión del concepto. No otra cosa representa la alegoría de
la caverna. Por lo demás, neoplatonismo, agustinismo y Eckhart se propusieron
conocer sin conceptos, objetividad y representación, sin olvido del ser. Buscar
el ser en sí que está más allá de toda esencia, en la negación de la negación
que no termina en un puro concepto trascendente.
En cambio, Heidegger en su última etapa termina en una supermetafísica
mística, poética y estética, donde la filosofía queda convertida en un arte y
la razón filosófica no tiene nada que decir. Recordemos que afirma “el ser no
puede entenderse, ni describirse, sólo evocarse”. En segundo lugar, su abandono
de la analítica existencial resulta precipitado, porque si no puede brindar una
ontología es más por su estrecho marco inmanentista del Dasein,
cuya temporalidad se ve restringida a la cotidianidad, historicidad y la
intratemporalidad, sin considerar la transtemporalidad o la vida eterna. Lo
cual significa que todo ser en general se basa en el tiempo. Más bien, el
concepto de eternidad lo considera sacado de la comprensión vulgar del tiempo, en
el sentido del ahora ininterrumpido. Heidegger incluso se llega a preguntar si
el “ser en el mundo” tiene una instancia más alta que el ser para la muerte,
pero deja incontestada dicha posibilidad[11]. En tercer lugar, también es notoria su
excesiva atención al “temor” y la “angustia”, y su escasa aplicación a la fe,
la esperanza y el amor como estructuras existenciarias genuinas del Dasein.
De ahí que la “cura” termine en una temporalidad finita, es decir, para la
muerte, que no puede dar respuesta a la cuestión del ser en general. Y en
cuarto lugar, como para él no hay ningún absoluto como elemento superior al tiempo
primordial, entonces culpa al pensar ontoteológico de la pérdida del sentido
del ser.
Pero ¿Acaso la ontología tradicional no preguntó también por el sentido
del ser en general a través de un ente privilegiado (Dios, infinito, pensar)?
La tarea del pensar, nos dice el filósofo tudesco, consiste en abandonar el
pensar ontoteológico, precursor de la era técnica. Pero a lo que en realidad se
refiere es al pensar al ser en cuanto ser como ente, no obstante Dios, que
puede ser pensado como un ente, no es un ente y por consiguiente resulta
ilegítimo confundir el Dios-idea con el Dios-viviente. Se trata de una falsa
identificación. El pensar ontoteológico precisa ser denunciado y rectificado,
pero ello no justifica confundir la realidad teológica con el pensar entificante
del pensar ontoteológico.
En otras palabras, el inmanentismo fundamental que entroniza el culto a
la humanidad de su primera etapa, es tan incapaz de generar el reclamado nuevo
modo de pensar, como el retorno a la ontología objetivista de su última etapa,
que sólo busca místicamente un pensamiento que “deje que el ser sea” [12], convirtiéndose exactamente en un
fatalista quietismo oriental. Todo su pensamiento está dominado por un abandono
quietista a la realidad fáctica. En consecuencia, la filosofía está
incapacitada de poder salir del hoyo del nihilismo si antes no replantea
originariamente un corresponder que traduce a lenguaje el llamado del ser del
ente teniendo en cuenta tanto la dimensión de la inmanencia como de la
trascendencia. Finitud, falsabilidad y totalidad imperfecta son las nuevas
categorías por las cuales la filosofía contemporánea acentúa el ocaso del romanticismo
para abordar descarnadamente al hombre y a la realidad. Pero por lo visto ha
llevado muy lejos su pretensión de negar la rigidez estática de la verdad, la
naturaleza infinita del hombre y alcanzar verdades permanentes e inmutables. Es
decir, se pasó al otro extremo, el de la inmanencia solipsista. Y tenía que ser
así para poder mostrar su significado último, demostrar que no pudo superar dialécticamente
la categoría hegeliana de “totalidad” ni la kierkegaardiana de “posibilidad”, y
hacer ver la necesidad de un nuevo pensar filosófico y teológico que integre lo
finito y lo infinito, lo inmanente y lo trascendente, la totalidad imperfecta y
la totalidad perfecta, la posibilidad y la determinación. A pesar de que el
romanticismo ha sido rechazado en sus aspectos más interesantes, las nuevas
categorías ya están presentes, como las de alteridad y trascendencia, sólo hace
falta integrarlas con nuevo sentido.
De todas formas, el romanticismo, demolido, pero no superado, todavía
actúa a través de su herencia más engañosa, esto es, el primado de la
presencialidad del hecho, el predominio de lo empírico, el factum.
Por consiguiente, el obstáculo no es el pensar ontoteológico del ente en cuanto
tal, sino aquel pensar que se limita a la realidad fáctica y al opresivo
primado de los hechos empíricos. En una palabra, el obstáculo es el pensar
empirista. El empirismo se ha convertido en un prejuicio ambiente no sólo
porque es la tendencia natural de nuestra inteligencia de entrar en contacto
con el mundo, sino porque el clima cultural lo promueve como el medio
privilegiado para conocer el mundo y deducir los conceptos y las existencias.
De modo, que, en la crisis nihilista de la modernidad tardía o posmoderna, la
salvación del hombre deberá empezar por la reconstrucción de su propio pensamiento,
y esto es tarea de la filosofía. La filosofía es búsqueda de la armonía entre
el ser y el ente a través del pensar. Pensar que tiene tanto una dimensión objetivista,
identitaria y logocrática, como otra dimensión transobjetiva, armonía de contrarios
y mitocrática[13]. Este cambio de pensar debe suscitar una
nueva jerarquización entre los saberes, en donde el pensar humanístico guíe el
pensar como Razón, Principio y cálculo. Esta nueva conjunción entre las dos
dimensiones de la razón deberá determinar el ser de la era técnica, evitando
que así la ciencia y la vida pierdan su sentido humano. La filosofía como metafísica
del ente ha encontrado su realización en el desarrollo de las ciencias y la
eclosión de la era nihilista.
La tarea del pensar consistirá en subordinar la metafísica del ente,
precursor de la era técnica, a la metafísica del ser, reedificadora de un nuevo
despertar religioso. Replantear la posibilidad de un pensar que se
interrogue tanto por el ser del ente como por el ser en cuanto ser, es la
salida al callejón sin salida del nihilismo y al sinsentido de la vida. Hasta
tal punto es cierto e imperativo la necesidad de un nuevo pensar para superar
el sinsentido de la vida, que se puede afirmar que el pensar de la modernidad tardía
ha devenido en fatigado y “viejo pensar”, no pudiendo haber dado un desarrollo
creativo a la contribución fundamental de Kierkegaard con su categoría de
lo posible. La enérgica afirmación de la realidad finita del
hombre por parte de Kierkegaard y Marx, tras la disolución del hegelianismo, no
ha desembocado en una mejor comprensión de la estructura de la persona humana.
Mientras para Kierkegaard existir es fundamentalmente establecer una relación
privada, singular e irrepetible del hombre consigo mismo y con Dios, para Marx
existir es esencialmente coexistir determinado en la estructura social.
El marxismo concluyó en la conocida capitulación de la libertad personal,
y las dificultades que el existencialismo de Heidegger, Jaspers, Barth y Sartre
encontró en la categoría de lo posible fue que la entendió
como imposibilidad radical. El hombre está condenado a ser libre, y, con ello,
se olvidó lo entrevisto por Kierkegaard sobre la libertad como posibilidad de
no ser, de hundirse en la nada, de extraviar la finitud en el apartamiento de
lo que otorga el ser, a saber, Dios. Es decir, la libertad coincide con la
necesidad y por tanto se anula a sí misma, esto es, revive el fantasma hegeliano
de la reducción de la realidad finita a la infinitud de la razón.
El pensar posmoderno cruzó la frontera hacia el otro extremo, recargó la
categoría de lo posible desvinculándolo del ser infinito, y afirmó
el divorcio completo entre la libertad y la necesidad, exageración que también
termina anulando la libertad misma en una libertad sin sentido, anética,
donde el coexistir queda en segundo plano respecto al existir finito y único,
debilitándose las responsabilidades personales de solidaridad, amor y justicia.
Por consiguiente, habiéndose entregado al existir finito una voluntad
de verdad desproporcionada, la consecuencia inevitable era que la vida
perdiera su sentido en un demencial solipsismo egolátrico del yo único y
soberano propio de las decadentes sociedades liberales. La libertad finita como
posibilidad de no ser en la inmanencia y en la trascendencia ha
quedado reducida a posibilidad de no ser meramente en la inmanencia.
El horizonte ontológico de la propia finitud quedó afectado por la reducción
nihilista de la historia de la modernidad tardía. En la erosión nihilista de la
sociedad postmetafísica el hombre sin absoluto vive la fantasía de una libertad
autárquica sin Dios, pero una lectura escatológica del Hijo Pródigo lleva a
descubrir que no faltaran quienes en medio de las tinieblas de esa autonomía
extraviada sean capaces de descubrir a Dios.
No es accidental que la radicalización del subjetivismo de la modernidad
tardía coincida con la filosofía del mercado del capitalismo cibernético. El
mercado exige para su triunfo completo una nueva racionalidad única, a saber,
la racionalidad histórica interpretativa, donde se disuelve todo principio de
autoridad y objetividad y se opone hermenéutica a violencia anómica. Al
disolverse la idea de un significado de dirección unitaria de la historia de la
humanidad, que fue guía de la tradición moderna, la historia no sólo es asumida
como un hecho complejo, sino que se afirma una ética sin imperativo absoluto,
donde sólo es ético respetar la opción de la multiplicidad. En la ética
postmetafísica cada individuo haría valer su propia idea moral en el diálogo
social. El hombre se queda solo con su actitud pragmática de prueba y error, es
el fin del filósofo consejero del príncipe. Como se observa, el problema del
hombre moderno sigue siendo su libertad, una autonomía sin centros ontológicos fuertes
en el subjectum y en el objectum desembocó en el
nihilismo. El fin de la metafísica tiene una lógica engañosa y una dirección
antihumana. El paulatino predominio desde la modernidad de la afirmación de la
vida y del mundo con un sesgo empirista ha desembocado en una pragmática
cultura occidental vaciada de interioridad y de espiritualidad.
El nihilismo de la modernidad tardía vuelve a los hombres contra lo
humano no sólo porque la tecnocracia es profundamente nihilista y arruina el
espíritu de abstracción -como lo destacó Gabriel Marcel[14], sino, porque la devastación de la
reflexión se apodera de las masas y ellas mismas no sólo proceden a hacer la
abstracción del prójimo y más bien lo extienden a sí mismos. Es decir, el
extremo peligro que vive el mundo de hoy radica en que la despersonalización y
el envilecimiento han rebasado los márgenes de la tiranía burocrática y
tecnocrática para identificarse con el hombre masa del mercado, que se degrada
en la atmósfera anti espiritual desfavorable a la reflexión y a la toma de
conciencia. El tecnificado mundo contemporáneo convirtiendo al hombre en un
código vuelve al pensamiento en innecesario y a la vida con sentido en superfluo.
Su libertad debe ser manipulada, neutralizada y sometida finamente con los mecanismos
de una falsa libertad, mientras poderes anónimos corporativos del dinero manejan
los hilos de un mundo nihilista donde el hombre ha sido reducido a una
abstracción vacía y sin valor, su precio es ínfimo y su dignidad es retórica. Foucault
y Deleuze hablaron de la agonía del hombre, pero en la modernidad tardía se
trata de las exequias del hombre. El hombre desquiciado de hoy trabaja para ser
sustituido por humanoides robóticos que trabajen y hasta piensen por él. El
ciclo de la auto aniquilación cultural se va cerrando en una profunda
cosificación humana. La obsesión por el ente dibuja una macabra carcajada
luciferina en el hombre anético de la modernidad nihilista. Y el camino regio
para ello es la negación de la absolutez del valor. En este sentido, no hay
posibilidad de revolución ética sin una previa revolución metafísica. En ese sentido,
la ética mundial debe surgir de un cambio metafísico en los fundamentos y no
meramente de una ética unitaria, como sostiene Hans Küng[15].
Una ética unitaria sin modificación de las bases metafísicas de la civilización
moderna sería de carácter totalitario. Pero para no serlo debe brotar de las
nuevas bases anti subjetivas y anti nominalistas de la modernidad nihilista.
5
La recuperación del valor por
su reversibilidad
ascendente y descendente
El hombre anético de la modernidad
nihilista establece un relativismo valorativo que en el fondo es la negación de
la ley de la jerarquía horizontal-progresiva del valor y de su reversibilidad
ascendente y descendente. El objetivo es justificar únicamente la polaridad
negativa del valor.
Sobre la superioridad de
los valores existe una precisión que es necesario establecer y esta consiste en
su relación con la polaridad del valor mismo. Y lo mismo sucede en sentido
negativo con el valor ético, lógico, económico vital y útil. Ley de la
jerarquía horizontal y progresiva del valor. Si los valores máximos, como
son el estético y religioso, tienen polaridad negativa, entonces no tiene
sentido hablar de una jerarquía vertical sino horizontal del valor; puesto que
incluso los valores máximos también tienen una polaridad negativa.
De este modo se
comprende cómo incluso en la práctica de los valores religiosos se puede estar
en la experiencia de su polaridad negativa, en este caso demoníaca, o en el
ejercicio del valor estético se puede practicar su polaridad negativa, esto es
lo horrible. En el valor ético el altruismo es la polaridad positiva y el egoísmo
la polaridad negativa. En el valor lógico la verdad es la polaridad positiva y
la falsedad la polaridad negativa. En el valor económico la igualdad de
oportunidades para todos constituye la polaridad positiva y la discriminación
para el progreso su polaridad negativa. Según la cual el ejercicio de la
polaridad positiva de los niveles inferiores del valor capacita para la
práctica progresiva de las restantes polaridades positivas en la escala de los
valores. Pero la práctica de la polaridad negativa de cualquier tipo de valor
es una poderosa fuerza que impele al ejercicio descendente de las demás polaridades
negativas de los valores.
Se comprende de suyo que
generalmente la práctica de la polaridad negativa del valor económico vaya
acompañada de otras polaridades negativas de las demás esferas valorativas de
lo útil, lógico, ético, estético y religioso. De modo que hay: Ley de
la polaridad del valor, Ley de la reversibilidad en la autoconciencia del valor
y Ley de inercialidad del valor. La inercialidad del valor indica que en
toda cultura libre y racional se mantiene irreductible la polaridad de los
valores. Sobre la superioridad de los valores existe una precisión que es
necesario establecer y esta consiste en su relación con la polaridad del valor
mismo. Se puede vivir en el nivel máximo del valor religioso sin practicar necesariamente
su positividad divina y estando más bien en la práctica de su negatividad sagrada.
El caso se configura con toda nitidez en los conocidos grupos religiosos satanistas.
Aquí tenemos con toda claridad la práctica del valor religioso en sentido inverso;
del mismo se puede cultivar el valor estético sin necesariamente practicar lo
bello y más bien desarrollando lo horrible. Y lo mismo sucede en sentido
negativo con el valor ético, lógico, económico vital y útil. De ahí que es
posible plantear cuatro leyes que dan cuenta de la compleja relación, no
advertida hasta ahora, entre la jerarquía de los valores y su polaridad
valorativa. He aquí las respectivas leyes:
1°. -Ley de la
jerarquía horizontal y progresiva del valor. En la cual se da cuenta que la
ordenación de los valores junto a su práctica presenta un progreso horizontal y
no vertical, en tanto que se trata de ejercer las polaridades positivas de cada
uno de los valores (Valor de lo útil, vital, económico, lógico, ético, y
religioso). Si los valores máximos, como son el estético y religioso, tienen
polaridad negativa, entonces no tiene sentido hablar de una jerarquía vertical
sino horizontal del valor; puesto que incluso los valores máximos también
tienen una polaridad negativa:
Valor útil--vital--económico--lógico--ético--estético-religioso
Polaridad +/- +/- +/- +/-
+/- +/-
De este modo se
comprende cómo incluso en la práctica de los valores religiosos se puede estar
en la experiencia de su polaridad negativa, en este caso demoníaca, o en el
ejercicio del valor estético se puede practicar su polaridad negativa, esto es lo
horrible. En el valor ético el altruismo es la polaridad positiva y el egoísmo
la polaridad negativa. En el valor lógico la verdad es la polaridad positiva y
la falsedad la polaridad negativa. En el valor económico la igualdad de
oportunidades para todos constituye la polaridad positiva y la discriminación
para el progreso su polaridad negativa. En el valor vital la satisfacción de
las necesidades personales sin dañar la de los demás es la polaridad positiva y
la satisfacción de las mismas dañando el bien ajeno es la polaridad negativa.
En el valor de lo útil
la polaridad positiva lo constituye el equilibrio entre lo conmutativo y lo distributivo,
y la polaridad negativa está representada por el predominio unilateral de uno
sobre el otro. Así por ejemplo, en el capitalismo liberal el principio
conmutativo rige los intercambios económicos haciendo que una libertad sin límites
dañe el principio distributivo de la solidaridad, mientras que en el socialismo
comunista el principio de solidaridad daña en nombre de la justicia social el
principio conmutativo de la libertad.
2°. - Ley de
positividad progresiva y de negatividad descendente. Según la cual el
ejercicio de la polaridad positiva de los niveles inferiores del valor capacita
para la práctica progresiva de las restantes polaridades positivas en la escala
de los valores. Es decir, incluso practicar lo beneficioso en el valor
económico predispone para un ejercicio de las demás positividades valorativas
en sentido progresivo. Pero la práctica de la polaridad negativa de cualquier
tipo de valor es una poderosa fuerza que impele al ejercicio descendente de las
demás polaridades negativas de los valores.
Se comprende de suyo que
generalmente la práctica de la polaridad negativa del valor económico vaya
acompañada de otras polaridades negativas de las demás esferas valorativas de
lo útil, lógico, ético, estético y religioso. Desde este punto de vista es curioso
cómo se puede constatar empíricamente la existencia de racionalizaciones
religiosas que justifiquen una vida personal girando en torno a la riqueza. La
multiplicación de iglesias que pregonan prosperidad económica y riqueza para
los fieles es una perversión en la polaridad negativa del valor religioso. En
el cobro de la deuda externa de los países subdesarrollados también se puede
advertir que junto al agio y usura de la banca internacional se acompaña la
mentira y la falacia en las argumentadoras de tal indebida exacción.
3°.- Ley de la
reversibilidad en la autoconciencia del valor. Según la cual la existencia
humana es susceptible de padecer ofuscamientos valorativos aun cuando su
práctica precedente haya sido de una constancia en la polaridad positiva del
valor. Esto se conoce en lenguaje teológico como la naturaleza pecadora del
hombre y en el lenguaje filosófico como la naturaleza lábil o contingente de lo
finito.
El que esté libre de
pecado que tire la primera piedra dice Jesús en los Evangelios, palabras
reveladoras de la naturaleza ambigua de las pasiones humanas. Jorge Luis Borges
decía que no se puede contemplar sin pasión; quien contempla desapasionadamente
no contempla. Y Benjamín Disraeli remarcaba que el hombre es verdaderamente grande
sólo cuando obra a impulsos de la pasión. Una mejor frase a favor de las
pasiones le corresponde a Séneca cuando dice que un hombre sin pasiones está tan
cerca de la estupidez que sólo le falta abrir la boca para caer en ella. A lo
que vamos es que el hombre es una criatura que es víctima de sus pasiones, puede
apasionarse por el mundo de lo útil, lo económico, lo vital, lo estético, lo
lógico, lo ético, y lo religioso y en ninguno de éstos está libre del error y
de la polaridad negativa del error, e incluso de su degradación. Cierta vez, se
cuenta, el gran Miguel Ángel no completaba algunos rostros de un fresco en la Capilla
Sixtina en Roma, e interrogado por tales vacíos dijo que no encontraba el
rostro angelical de un hombre. Una vez que lo halló lo pintó, pero dejó otro
rostro sin pintar, y lo tuvo así varios meses. Hasta que lo completó.
Interrogado por tal demora explicó que el rostro de la maldad que buscaba la
encontró en el mismo hombre que tiempo atrás le sirvió de modelo para el rostro
angelical.
Esto es, que el hombre
en la autoconciencia del valor experimenta una reversibilidad ascendente como
descendente, puede redimirse como puede corromperse. Cuando Jesús libra a Magdalena
de ser lapidada le dice a ésta que se vaya pero que no peque más. Y es justamente
esta capacidad de reincidencia lo que falla continuamente en la voluntad
humana. De ahí que los textos sagrados de las grandes religiones coincidan
señalando que no hay hombre bueno, el único bueno es Dios.
4°.- Ley de inercialidad
del valor. Según la cual todos los valores ejercen una determinada influencia
pasiva tanto en su polaridad positiva o negativa sobre el carácter virtuoso
como vicioso del individuo. De ahí que el hombre, mientras viva en este mundo, no
sea completamente bueno ni enteramente malo, que en los buenos existe un grano
de maldad y en los malos un residuo de bondad.
La inercialidad del valor
indica que en toda cultura libre y racional se mantiene irreductible la
polaridad de los valores. En el hombre más santo, el mal se hace también
presente de una forma más violenta, y en el hombre más infame no se extingue
jamás un rastro de humanidad. Se cuenta del Papa Borgia que amaba intensamente
a su hija, sobre la cual sus enemigos hicieron circular el rumor de incesto.
Los aliados doblegaron el poder industrial militar del Tercer Reich de Hitler
bombardeando inmisericordemente las poblaciones de civiles alemanes, y los
americanos en la confrontación con el Japón lanzaron dos bombas atómicas para
lograr la capitulación incondicional del Imperio del Sol Naciente. En la
sabiduría de la lengua popular estas acciones se conocen bajo el proverbio de
que “no hay mal que por bien no venga”, o “no hay mal que dure cien años ni
cuerpo que lo resista”.
Para un hombre práctico
todo lo que tiene valor tiene precio, para un hombre espiritual todo lo que tiene
precio tiene poco valor. Es curioso cómo a Nietzsche se le moteja de
pragmatista cuando es de la segunda opinión. En todo caso hay que recordar a
John Ray cuando afirmaba que el precio más alto que puede pagarse por cualquier
cosa es pedirla por favor.
Es decir, el
reconocimiento de la polaridad del valor y su reversibilidad ascendente o
descendente, contribuye al ejercicio de la virtud como realización del valor en
su polaridad positiva. El hombre anético de la modernidad nihilista se jacta de
también ejercitar valores, pero no precisa que son éstos de polaridad negativa
y de carácter descendente. La interioridad virtuosa se forja en lucha
permanente con los valores negativos en pos de la realización de los valores
positivos. Esto significa que el hombre no está libre de caer en ofuscamientos
de valor, pero su grandeza reside en emprender el ejercicio del valor positivo.
Lo cual significa que el hombre siempre tiene ante sí abierto el camino de ascensión
progresiva del valor. El cual es una operación combinada de las virtudes
intelectuales, morales y teológicas.
El hombre anético
mantiene una activa mística del pecado que convierte al inmoral en héroe. Es la
manifestación purulenta de la mentalidad inmoral y de la crisis de valores del
relativismo actual. La raíz más profunda de este caos normativo es el idealismo
subjetivo y el nominalismo moral. Es incluso la herejía ética de muchos
creyentes de diversas confesiones, que han perdido el contacto vivo con sus
libros sagrados. Viven la deformación burguesa del cristianismo y de otras
religiones. Siendo amigos del éxito mundano relegan el mundo del bien. El valor
moral es reemplazado por los derechos y la moralidad por la legalidad. Esta
despersonalización profunda que adapta lo moral a lo jurídico es la aberración que
busca librarse del yugo de los valores. La glorificación del mal es la
consecuencia de desterrar a Dios de la base moral. Sólo hay un tipo de hombre
positivo que hace el mal, y éste es el que se arrepiente. Todo lo demás es
degeneración moral.
III
Reconocimiento
de las verdades suprarracionales
6
El escéptico “nihilismo blando” de la modernidad descreída
Llama la atención cómo en
los siglos veinte y veintiuno el problema moral de la modernidad nihilista y de
la sociedad burguesa se agravó hasta límites alarmantes. Cada día se vive en un
mundo más peligroso, sin valores, donde se desmaligniza el mal y se maligniza el
bien. Y esta cruzada luciferina se dio primero montado sobre el caballo del
nihilismo duro del totalitarismo. Pero ahora prosigue indetenible sobre el lomo
neoliberal del nihilismo blando. Lo que nos lleva a pensar que el fenómeno
trasciende las diversas formas de regímenes políticos y ahonda sus raíces a lo
hemos llamado la base metafísica de la modernidad escéptica y descreída.
¡Nihilismo! es el nombre de
la enfermedad espiritual del presente que nos agobia y amenaza. Estamos ante un
peligro mortal. El vacío del alma ha crecido hasta límites peligrosos. Por
siglos el cristianismo proporcionó esperanza en los valores. Ahora, en nuestro
tiempo descristianizado y en descomposición la lógica conmocionante del
nihilismo se orienta hacia la formación de ídolos más agresivos y violentos. Nihilismo como sinónimo de
secularización integral hizo su debut más brutal con el nihilismo duro del
nacionalsocialismo hitleriano. Pero esta fe en la nada con su intento de erigir
una forma cultural puramente terrenal y anclada en lo irracional se ha
apoderado de los países democrático-liberales con su civilización económica
bajo la forma de nihilismo blando. El nihilismo blando ha
encontrado su expresión más cabal en la cultura posmoderna y la destrucción de
países enteros en Medio Oriente. Se trata solamente de un cambio de forma, pero
no de contenido: enaltecimiento de los valores terrenales hasta lo sagrado. Cuando el hombre vive preso
de meros intereses terrenales y sin valores superiores, cuando la
secularización convierte lo finito y contingente en el precario nuevo absoluto,
entonces el mundo y el hombre se vuelven más agresivos, indolentes y amenazantes
por la negación de todo contacto con lo permanente. Pero lo que obscurece el
siglo XXI es la capacidad inaudita de autodestrucción de que dispone esta
humanidad relativista y anética.
La
humanidad está muriendo por su negación con todo contacto con lo ético y lo
religioso. La declinación de la fe es pérdida de la espiritualidad. Con ello la
cultura se ha tornado hedonista, relativista, pragmática y nihilista. En medio
de la cultura de la transitoriedad se fabrican sin cesar ídolos. Estos ídolos
terrenales ocupan el lugar de la fe en lo trascendente, fueron absolutizados y
emprendieron la guerra contra los valores superiores. La secularización es la
conversión de lo finito en nuevo absoluto. Si en el siglo XIX las
fuerzas conservadoras estaban en lo político-económico y las fuerzas
disolventes dominaban la vida espiritual, en el siglo XX la relación se
invirtió y lo disolvente se ubicó en lo político-económico y lo conservador en
lo espiritual. Más, desde la segunda mitad del siglo XX, la desintegración del
bloque socialista, hasta las dos primeras décadas del siglo XXI lo
político-económico y la vida espiritual conformaron una sola fuerza disolvente. Esta posición está conformada
por la llamada Generación X y la Generación Y, con su característico retraso de
asumir la vida adulta, egocentrismo y presunción, suele circunscribir la
realización personal al consumismo y al exitismo hedonista. Respecto a la
generación de entreguerras esta generación a partir de los ochenta presenta un
retraso notorio en cuanto a madurez y realización personal. Y es difícil ver en
estas generaciones la fuerza de la renovación civilizacional. El espíritu
científico de la generación de entreguerras ha sido reemplazado por el espíritu
sin valores y sin responsabilidad de las generaciones Peter Pan. Y en ninguna
parte como aquí se encuentra una concentración estrecha de peligros globales.
Entre ellos el principal: la disolución total de la cultura.
Ahora
con mayor serenidad podemos ver que fue falso y erróneo lo afirmado por Nietzsche
sobre el ocaso de los ídolos. Muy por el contrario, el mundo
secular se sigue desenvolviendo dentro de los ídolos inmanentes y la lógica de
lo religioso. Es decir, la secularización es fe en lo terrenal. Esa es la fe de
Nietzsche, convertir al superhombre en nuevo ídolo y darle valor absoluto. Lo
cual confirma que el hombre puede alejarse de lo religión, pero no del acto
religioso. Al hombre no le es posible vivir sin religión, aunque sí sin confesión
determinada.
Pero
el relajamiento de las ligaduras religiosas no es un fenómeno exclusivamente
europeo y la profecía de Spengler sobre la decadencia se ha
extendido sobre todo el orbe. La cultura mundana se ha impuesto no sólo en el
occidente europeo y latinoamericano, sino con la globalización neoliberal y el
avance científico-tecnológico avanza arrolladoramente en todo el globo se
impone su dictado sobre todas las civilizaciones (judía, árabe, china, hindú,
africana). La misma lucha interimperialista actual entre el mundo unipolar
(EEUU) y el mundo multipolar (Rusia y China) y el surgimiento de nuevos países
nucleares (Pakistán, India, Israel, Corea del Norte) no son sino parte del
mismo desarrollo del proceso de secularización. Es posible afirmar que el
nihilismo se ha perfeccionado con el surgimiento del nihilismo blando. Y
justamente por ello el peligro y la amenaza son mayores que antes. Si el nihilismo
duro de ayer con Hitler adoptó todo el aspecto apocalíptico demoníaco, con el
perfeccionamiento actual el nihilismo perfeccionado de hoy guarda una apariencia
angelical. Y justamente por eso es doblemente mortal. La mayor profundización
de la desintegración cultural y espiritual de la hora presente asegura que el
holocausto de ayer no es accidental, patológico o criminal, sino que es parte
orgánica y consecuencia natural e inevitable de la formación de ídolos terrenales
donde el nihilismo es la clave mortífera de una destrucción asegurada.
En
una palabra, nuestra época nihilista y secularizada ha dado un paso hondo más
en el perfeccionamiento de la desintegración espiritual y con ello se ha
profundizado la enfermedad de la época: la increencia, la negación de los
valores, lo absoluto y de las verdades suprarracionales. Somos y vivimos en una
era espiritualmente enferma. Pero este perfeccionamiento desintegrativo es
altamente peligroso porque acostumbra a una crueldad fría y callada entre los
seres humanos, como consecuencia del explosivo aumento del poder de todas las
formas de secularización. Nadie
se excluye de la responsabilidad de dicho proceso. Luteranismo –con la
racionalización del dogma-, calvinismo –con si disciplina económica-,
catolicismo –con sus técnicas de gobierno-, judaísmo –con su extremismo
sionista-, islamismo –con su fundamentalismo genocida-, hinduismo –impotente
para detener el armamentismo nuclear- y el confucianismo –burocrático y
centrado en lo inmanente-. Y a pesar de todo ello es necesario esperar una
renovación que parta de lo espiritual. Pero como el hombre no
puede alejarse de la trascendencia porque Dios es ineliminable (De lo eterno
en el hombre, M. Scheler), entonces la propia cultura mundana conserva un
fondo religioso que se traslada a lo que A. Müller llama el proceso de
“formación de ídolos” (El siglo sin Dios).
En
filosofía la destrucción de toda teoría por la hermenéutica posmoderna no es
más que la implosión de la verdad a la que lleva la hermenéutica historicista. Ante
el relativismo posmoderno y el utilitarismo pragmatista que proclaman que no es
relevante saber cómo es el mundo en sí, no queda sino romper con el infame
monopolio de la hermenéutica misma. ¿Pero acaso el mundo secularizado está
preparado para emprender dicho camino? ¿O por el contrario apura su copa para
beber hasta la última gota letal de nihilismo?
Vivimos
la plena disolución espiritual de la humanidad, el henchido relajamiento,
pérdida y descenso del nivel ético. Un mundo entregado a los valores meramente
terrenales, efímeros y transitorios abrió las puertas infernales de su disolución
ética. La actual humanidad está enferma de un luciferino vacío espiritual. Y esto lo ilustra la caída
estrepitosa de la tasa de natalidad en el primer mundo y el auge de los medios
masivos de comunicación –léase mejor “medios masivos de estupidización social”-
social entre las masas. Ya lo apuntaba Sombart, la voluntad de procreación es
una decisión espiritual. Y no es casual que el desplome de la tasa de natalidad
coincida con la disolución de la fe en lo trascendente.
Vivimos
el auge de ídolos terrestres cada vez más efímeros y fútiles. Por ende, en el
horizonte se cierne el letal contexto de un mundo sin tolerancia ni paz porque
el mundo está preso de intereses terrenales –no es casual que Obama ha sido el
presidente norteamericano que más países ha destruido y más guerras ha
provocado-. Si por las dos guerras mundiales el siglo veinte se llenó de culpa
y destrucción, el siglo veintiuno no tendrá oportunidad de arrepentimiento
alguno por la letalidad de su arsenal químico-nuclear.
La
idolatría terrenal y la pérdida de fe trascendente generan el caos espiritual
del presente y los antagonismos severos en política, economía y cultura.
Verdaderamente que es en la hora presente cuando estamos más cerca de la
autodestrucción nuclear como nunca antes. La fe no se ha extinguido porque
es inextinguible en el hombre. Solamente se ha desplazado hacia lo terrenal.
Pero lo terrenal no es fundamento firme para valores permanentes. La
consecuencia es el caos valorativo. En otras palabras, en ninguna otra etapa de
la historia como la presente la humanidad ha estado tan cerca de su propia destrucción
porque al entregarse a lo inmanente, terrenal y secularizado se abre las
puertas de su disolución ética y espiritual.
Entonces,
qué obscurece el cielo del siglo veintiuno. La más completa descristianización
del mundo. En este charco pestilente del mundo anticristiano la disolución de
la fe ya no es patrimonio de las clases cultas, como en el siglo diecinueve; ya
no solamente alcanza a las mujeres, jóvenes, trabajadores y artesanos, como en
el siglo veinte; sino que en el siglo veintiuno incluso los campesinos y los
niños son parte de él. Esta total renuncia a los valores cristianos tiene también
expresión en el orden jurídico. El Derecho natural fue sustituido por el derecho
positivo y el derecho decisionista. También
este proceso de disolución se advierte en la cultura. Así, si en el siglo
dieciocho el arte y la poesía alientan la incredulidad, en el siglo diecinueve
su avance está a cargo de la filosofía y la ciencia, y en el siglo veinte lo impulsa
el derecho y la política. Ahora en el siglo veintiuno cabalga sobre los hombros
de la guerra, la economía y la tecnología.
El
nihilista siglo XXI se comprende desde la sustancia relativista del siglo XX,
el siglo XX se le entiende desde el movimiento de masas del siglo XIX, el siglo
XIX por el desarrollo educativo-racionalista del siglo XVIII, el siglo XVIII por
el deísmo mecanicista del siglo XVII, el cual se explica por el surgimiento del
protestantismo del siglo XVI, y a éste por el humanismo renacentista del siglo
XV. Pero en todas ellas el núcleo es el declive de la fe y el avance de la secularización.
En otras palabras, la modernidad es el despliegue de la autonomía de la razón,
la erosión de la metafísica de las esencias y de la Persona trascendente. Pero lo racional autónomo
descansa en valores confesionales. Así, en el propio terreno católico cobran autonomía
los valores estéticos y los valores del Estado, en el calvinismo la libertad
política y el progreso económico y en el luterano los valores del sentimiento y
el valor del espíritu. Se va abriendo paso la fe en valores inmanentes y cosas
terrenales. Al ídolo se le da dignidad de absoluto como signo del declive la
fe. En la secularización el acto religioso es separado de su razón existencial.
Así, el siglo XIX y el XX son épocas de luchas confesionales secularizadas.
El
culto al genio del siglo XIX, y el culto al Estado del siglo XX han sido
reemplazados por el culto a la máquina del siglo XXI. La revolución virtual del
internet está revirtiendo el ascenso que las masas tuvieron otrora. El humanismo
va siendo desplazado por el poshumanismo de los ciborg y chips cibernéticos de
memoria.
El totalitarismo
que se avizora ya no es de hombres contra hombres, sino de la megamáquina
contra el hombre. A la idolatría del pueblo le sigue la idolatría de la
máquina. La autolegislación del Estado será sustituida por la autolegislación
de las máquinas. Pero toda esta absolutización metafísica de la historia es
producto de la absolutización de la razón autónoma. Si la comunidad tradicional
está siendo devorada por la sociedad contractual, en el sentido de la
distinción entre Gemeinschaft y Gesellschaft de F.
Tönnies, ahora la propia sociedad humana se está subsumiendo por la sociedad cibernética.
A la idea decadente del Progreso le reemplaza la nueva teleología escatológica
de la idea cibernética autorregulada. Todo lo cual representa un paso
posthumano de la secularización y su fe en los valores de lo terrenal e
inmanente.
Las
máquinas autorreguladas y pensantes se convierten en el nuevo ídolo absoluto en
ciernes. Las máquinas como valor redentor y la técnica como moderna utopía no
es sino el triunfo de un nuevo ídolo que refuerza la declaración de guerra a
los valores superiores. La última guerra de los ídolos contra los valores
superiores que conocerá el hombre es la absolutización de los valores terrenales
mediante la máquina.
Así,
los orígenes espirituales de un mundo sin Dios han recorrido sin pausa un largo
camino desde el humanismo, estatalismo, nacionalismo, economicismo, biologismo,
evolucionismo, historicismo, materialismo, utopismo social hasta el utopismo
cibernético. Vattimo, Rorty, Davidson y compañía comparten el mismo pelaje
inmanentista de Kierkegaard, Schopenhauer, Stirner, Feuerbach, Marx y Nietzsche.
Todas estas metafísicas sustitutas tienen en común el reemplazo de todos los
valores e ideas de procedencia cristiana. Se trata de un enaltecimiento
irracional del valor terrenal. La cual es una forma secularizada de fe. La humanidad actual está enferma
de vacío espiritual. El mundo de lo terrenal entregado en alma y cuerpo a lo
contingente y finito ha cavado su propia tumba. La consecuencia natural de la
disolución espiritual y del nihilismo integral –metafísico, epistémico y ético-
es la generación de toda clase de antagonismo graves y severos. Esta es la
tóxica nube gris que obscurece el cielo de la humanidad en el siglo veintiuno.
¿Es
posible ser optimistas sobre la posibilidad de un renacimiento espiritual en
medio de la máxima disolución y mayor radicalidad nihilista del siglo
veintiuno? Todos los sucesos del presente describen el prólogo de un renovado capítulo
tenebroso que se cierne sobre la humanidad. Ya hemos descrito el camino
espiritual que se ha preparado para este nuevo holocausto. Nuevamente aquí la violencia,
lo criminal y lo patológico no es la esencia sino
la consecuencia. En otras palabras, ni la crisis ecológica, la sobrepoblación,
el agotamiento de los recursos energéticos, la crisis alimentaria, la escasez
de agua dulce, entre otros, será capaz de desencadenar el caos final, sin que
en el corazón de la cultura terrenal lata plenamente el nihilismo.
Heidegger
interpreta a Nietzsche en el sentido de que en su nihilismo el ser queda
reducido a valor, a punto de vista, el hombre vaga en una nada infinita sin
saber a qué atenerse. Así, creerá Heidegger en un nihilismo fuerte capaz de
cambiar la historia, en el que basa su proyecto del Estado como obra de arte total.
Esta pseudo-religión heideggeriana como cuasi metafísica de salvación
felizmente fracasó, de lo contrario nos hubiese esperado la esclavitud racial. Lo erróneo de estas
convicciones no tardará en demostrar que no hay futuro en ningún nihilismo
fuerte, ni en la engañosa justificación del arte como la única actividad metafísica.
El nihilismo solamente conduce a la hegemonía de falsos ídolos. No es casual
que Hitler se impusiera sin dificultad en las zonas de máxima disolución del
luteranismo –Turingia y Sajonia- y hallara máxima dificultad en las áreas donde
la iglesia se hallaba firmemente arraigada.
Pero
si los presagios no engañan actualmente se produce un cambio decidido que
alimenta las fuerzas de la renovación espiritual. En matemáticas y en ciencia
física el indeterminismo, los números irracionales, la probabilidad, la topología
y el método estadístico demuestran que se derrumbó el pensamiento
deductivo de su trono absoluto. La matemática del futuro se encamina hacia un
pensar más cualitativo, menos cuantitativo, más combinatorio y menos lineal, más
imaginativo e intuitivo. En lógica y filosofía es improbable imaginar el porvenir
sin un acercamiento metodológico entre razón y fe, lógica identitaria y lógica
heterodoxa, ciencia y metafísica.
En
lo urbanístico el ser humano debe retornar al campo, la ciudad causa y fortalece
el impersonalismo y se debe procurar el reemplazo del actual hombre artificial
por el hombre natural. En lo político hay que volver a entenderlo como un medio
para servir a valores espirituales superiores. Las variantes secularizadas del
liberalismo apolítico y el colectivismo político deben ser evitadas mediante
valores eternos trascendentes. Y ello implica el reconocimiento que sólo el
derecho natural es firme fundamento del Estado de derecho. Igualmente hay que
subrayar que es imposible alcanzar una economía social de mercado sin valores
espirituales centrales. Sólo así es posible recuperar la ética en la economía
más allá del individualismo y del colectivismo. No hay otra forma de superar el
molde nihilista histórico terrenal en que vive la humanidad actual. Molde que
se retrotrae a Kant. Para Kant[16] la
razón es incapaz de juzgar la existencia de o no de Dios. Dios tiene un papel
práctico indispensable, como Soberano Bien garantiza el esfuerzo moral. En este
sentido va más allá de la filosofía deísta de las Luces. Pero su religión moral
no depende de ninguna revelación ni culto instituido. Su único fundamento es la
conciencia humana. Esta religión de la razón como voluntad orientada hacia el
bien, tiene como objeto amar el bien como fin en sí mismo y no como obligación
para agradar a Dios. Pero esta es la única forma legítima de agradar a Dios. La
fe en la gracia divina apenas es aceptable. Esta consideración pelagiana de la
religión como moralidad será la base de la disolución de Dios en lo inmanente
por Hegel y del rechazo de la prueba objetiva de la existencia de Dios por
Kierkegaard. Al convertirse Dios en un formulismo moral puso la base de la humanidad
descreída moderna y el nihilismo blando. Ética sin religión crea envidia y resentimiento,
y religión como moralidad hincha el ego humano a límites monstruosos. Es por
ello que contra la antropología posmoderna de la utilidad del Otro es necesario
oponer la antropología del amor. Sin el amor misericordioso de Cristo no se
puede lograr la fraternidad, la paz, los valores, la virtud y la justicia. Pero
hay que señalar que más allá del capitalismo es la secularización la que hace
imposible la vida ética porque el hombre vaciado de Dios estrangula la
normatividad moral en el relativismo. Advirtiendo que el capitalismo es una
sociedad sin ética Luc Ferry propone una revolución del amor, Javier Gomá de la
ejemplaridad y Johan Leuridan Huys el sentido ético de las dimensiones de la
vida[17].
Sin la superación del
característico antagonismo de la modernidad entre ciencia y religión, razón y
fe, deducción e intuición, ciencias naturales y ciencias espirituales, no es
posible atisbar el camino de la reconstrucción espiritual. Sin superar la eliminación
del pensamiento metafísico-religioso-trascendental dentro de los principios
medulares de la inmanencia y la autonomía, no se
podrá soslayar la catástrofe del vacío espiritual actual. Por eso la crítica de
Alasdair MacIntyre (Tras la virtud,
1981) es incompleta porque considera que el discurso moral moderno no es racional
pero tampoco irracional. Por el contrario, el proyecto autotélico de la razón
ha demostrado ser mortalmente antropocéntrico e irracional. Es mejor un proyecto
cosmo-antropotélico. La
única ruta de retorno y superación del nihilismo cultural es el realismo metafísico
con valores trascendentes. Esto ofende a la arrogante autonomía de la razón
moderna como sustancia misma de la secularización en marcha.
7
Sin
amor las virtudes no son perfectas
La
modernidad nihilista del hombre anético es profundamente legalista, farisea,
funcionalista. Por ello mismo le resulta bastante fácil posponer lo moral, los
valores y el amor. En ese sentido pregona que la vida buena es posible con un
marco legal adecuado. El amor es asunto privado y de segundo orden. Nuevamente
sale a flote el credo utilitarista de Mandeville: virtudes públicas y vicios
privados.
Pero
da la casualidad que justamente en medio del materialismo imperante el amor
resulta etéreo e inasible. Se prefieren las relaciones sin amor. Basta el mero
frío contrato impersonal, caducable y rescindible. Precisamente, Ferdinand
Tönnies ya había adelantado en su famoso libro Comunidad y sociedad, sobre el reemplazo de la primera por la
segunda. Y la consecuencia era el reemplazo de las relaciones humanas naturales
por las artificiales. Pues bien, en la anética, posmoderna y nihilista
modernidad actual tal situación ha llegado a su pináculo. Y al hacerlo el
primer gran sacrificado ha sido el amor. Y sin ese pegamento duradero los
valores y las virtudes se desmoronan.
Son numerosos
los pensadores actuales quienes hablan de que vivimos en el presente en una
sociedad amoral (Peter Sloterdijk, Luc Ferry, Javier Gomá, Zygmunt Bauman,
Benedicto XVI, Comte-Sponville, Luigi Giussani, Hans Kung, Niklas Luhmann,
Fernando Savater, Adela Cortina, entre otros).
Por
mi parte propuse hace algunos años la categoría antropológico-filosófico del hombre
anético, el cual no distingue el valor absoluto del bien y el mal y se
siente con derecho a determinar lo bueno y lo malo según sus necesidades. Al
propio hombre común le caben pocas dudas sobre la instalación cotidiana de la
sociedad de la amoralidad, donde se efectúa la malignización del bien y la
desmalignización del mal.
En
una palabra, la pérdida de valores exhibe impúdicamente su patente de corso en
la actual sociedad globalizada. La gran pregunta filosófica que golpea nuestras
testas y que se deriva de la presente crisis ética es: ¿Es acaso posible
emprender la formación de una sociedad de valores en medio de una época de la
Modernidad que se funda en la relativización de la verdad? Veamos. En el mundo antiguo Aristóteles considera a la justicia
como la virtud por excelencia porque mientras las otras virtudes se limitan a
perfeccionar al ser humano, la justicia ordena al hombre en su relación a los
demás (Ética nicomáquea, libro V, p. 1). En el cristianismo sin el amor
las virtudes no son perfectas, entonces con cuánta razón afirma Tomás de Aquino
que el amor es forma de todas las virtudes (S. T., II-II, q. 23, a 8).
Sin amor no puede haber buena vida. Esta diferencia normativa está señalada por
una profunda diferencia metafísica. Nos explicamos. La tesis ontológica de la
tradición clásica antigua concibe un agón cósmico que corre
hacia lo divino, el premio es la participación en la esencia y la posesión del
saber. Es decir, la esencia del amor antiguo no ama sino simplemente atrae.
En cambio, como señala
Max Scheler (El resentimiento en la moral, III), el cristianismo
invierte el sentido del amor antiguo (aspiración de lo inferior a lo superior),
ahora lo superior desciende a lo inferior para hacernos igual a Dios. Y es que,
en el cristianismo, Dios no tiene sobre sí ningún logos, sino
que debajo de su acto amoroso está el logos.
Por el contrario, en
Heidegger –como en los griegos- el agón cósmico corre hacia lo divino, porque
el ser no desciende, sino que asciende, no hay acto creador sino únicamente participación.
En Heidegger el ente aspira del no-ser al ser. La postura heideggeriana es un
aparente retorno al paganismo griego, pero en realidad está íntimamente
enlazada con la filosofía moderna, la cual lleva en sí la renuncia al ser y su
reemplazo por lo óntico. El extravío metafísico heideggeriano está más próximo
al panteísmo, donde no hay amor de Dios al hombre sino de Dios a sí mismo. Salvo
por un detalle muy significativo, en Heidegger el Ser no es Dios, sino que es
un Supraser que está por sobre todo lo divino. Heidegger no se interesó por la ética,
pero su postura ontológica está más relacionada con el amor ilimitado del ethos
chino e índico, que con el ethos ascético del cristianismo primitivo, el ethos
del amor a Dios y al mundo de la Edad Media.
Pero el Ser
heideggeriano no es trascendente, sino inmanente, el ser es el tiempo, está en
el mundo, es el fundamento del mundo, no es el ente creador ni el ente creado,
sino el Supraser que fundamenta lo existente. En su ateísmo no es Dios el que hace
posible que exista el ente y en su última etapa de mitologización del ser éste
ocupa el lugar de lo divino en el sentido que no puede entenderse, ni
describirse, sólo evocarse.
Esta postura heideggeriana
donde el ente aspira del no-ser al ser, el ser no desciende más bien asciende,
no hay acto creador y se problematiza la existencia como nihilidad, está
íntimamente enlazada con la filosofía moderna, la cual lleva en sí la renuncia
al ser y su reemplazo por lo óntico. Heidegger refleja la filosofía moderna donde
el ser no es Dios ni una substancia cósmica, es más bien un ontologismo puro
del ser indeterminado como funcionalismo de la realidad fáctica.
Efectivamente, el
funcionalismo de la realidad fáctica es la pauta que marca el paso del mundo
moderno y hace imposible una vida valorativa ascendente y el amor mismo. En
este sentido la virtud por excelencia es la eficiencia y el valor supremo la
utilidad. Como la vida espiritual luce extinta entonces los valores y virtudes
que se exigen y priorizan no tienen que ver con el perfeccionamiento del ser
humano y la vida buena, sino con el acrecentamiento de la vida material y el perfeccionamiento
de las prótesis tecnológicas.
Del mismo modo como en el
mundo moderno la justicia antigua se supedita a una inversión del valor y de
las virtudes, lo mismo sucede con la virtud del amor, el cual es innecesario
para los valores y virtudes imperantes. La médula del ethos moderno es la
comunidad en el egoísmo, donde el ser real es valorado individualistamente.
Pero el amor es lo contrario, es entrega sin condiciones. En Occidente la
unificación afectiva sigue siendo activa pero limitada a los valores
materiales, en contrapartida el escapismo cultural es asumir la unificación
afectiva pasiva de Oriente, donde el ser real es valorado negativamente.
De este modo la teoría
ética del ejemplo (Javier Goma, Ejemplaridad pública, Madrid 2009)
no puede prosperar en un medio donde lo humano está desvalorizado y subordinado
a una inversión valorativa profunda. Ni la fuerza del ejemplo ni la
redefinición de la virtud son suficientes para revertir el proceso descomunal
del espíritu decadente de la modernidad. Hace falta algo más profundo y que
tiene que ver con el esquema metafísico del contexto histórico.
Es cierto que el hábito
modifica el carácter y también es verídico que la virtud es el hábito de optar
libre y racionalmente por el bien, pero también es cierto que las instituciones
sociales o la educación inintencional tienen un peso gravitante en momentos en
que el individuo vive extravertido en un horizonte sanchopancesco, habiendo
reducido al mínimo su vida interior.
En la modernidad el
carácter y la virtud son modelados desde tres movimientos poderosos que los perfilan, a saber,
la desaparición de la imagen organológica del mundo, el triunfo del mecanicismo
y la apoteosis del antropomorfismo (ahora llamado “antropoceno”). Estas fuerzas
han impulsado en el individuo la inversión de los valores y de las virtudes y
han sido los encargados de la liquidación de los valores superiores. Si a estas
fuerzas le sumamos el impacto espiritual del protestantismo entonces
entenderemos la pendiente descendente y acelerada en la que se encuentra el
decadente mundo occidental. El protestantismo con su teoría del servo arbitrio
es el principal responsable de la eliminación del amor al prójimo, el
rebajamiento de la naturaleza, la abolición de la espiritualización del eros,
el repudio del monaquismo y el amor burgués. No por azar Max Weber halló la
correspondencia entre desarrollo capitalista y protestantismo[18].
Sobre este suelo de
tramonto ha brotado el poshumanismo, el cual se profetiza la simbiosis del
hombre con la máquina, la superioridad al cabo de la máquina misma y la
sustitución de la misma humanidad por máquinas con chips deliberativos y
dotados de libertad. Esta muerte de lo humano es producto mismo del hombre, pero
de un tipo peculiar de humanidad, aquella que está supertecnologizados y
seducida por la tecnología. Los valores y virtudes de los artificios libres
serán racionales, pero diferentes a los requeridos por el hombre, porque deben
responder a la exactitud de la razón funcional sobre la profundidad de la razón
substancial. Todo esto significa que el deterioro ecológico, ético, económico,
político y cultural actual, tiene que ver con un giro metafísico que está en la
raíz del mundo moderno, a saber, la reducción del ser a lo óntico y a lo
fáctico mensurable como lo único válido. Lo cual presidió la negación de las
verdades eternas, inmutables, trascendentes, de los valores y virtudes superiores
para poner en su lugar valores y lo fugaz y efímero, el evento, y virtudes
práctico-utilitarias. Sólo el hundimiento de este mundo materialista y
desespiritualizado y su reemplazo por otro que retorne al objeto, al ser y a la
existencia, será capaz de hacer salir a la humanidad del naufragio definitivo
de la trascendencia. Mientras nadie conozca la hora del apocalipsis escatológico
todos tenemos la misión histórica y el deber moral de luchar por un mundo
verdaderamente fraterno y lleno de amor. Como reza el Evangelio: Quien
permanece en el amor, permanece en Dios. El amor es la cumbre de todas las
formas del valor y de la virtud superior y es el acto moral por excelencia que
nos lleva hacia la trascendencia.
En suma, qué tiene el
amor para hacer perfecta la virtud y realizar plenamente el valor. Tiene la
característica suprema del Ser: la entrega gratuita de sí. Amar no sólo es participar sino sobre todo crear.
8
Valor
y Ser
En nuestra presente era
de la posmodernidad se dice que vivimos sin valores, que todo vale, que no es
necesaria una vida virtuosa y que tan sólo basta el nivel estético-instintivo
de la libertad sin responsabilidad para ser feliz. Es la ideología luciferina
de la malignización del bien y la desmalignización del mal, por lo demás, tan necesaria
en una sociedad globalizada del neoliberalismo basada en la competencia más
feroz, el egoísmo más ruin y la insolidaridad más clamorosa.
Esta degradación del
valor en la filosofía de la época moderna ha ido de la mano con la desubstancialización
del ser operada desde el empirismo y el avance arrollador de la racionalidad
funcional impulsada desde la ciencia, la tecnología y el capitalismo.
La separación entre
ontología y axiología es característica de la secularizada época moderna. La
desvalorización y paulatina supresión del horizonte de lo trascendente que revolucionó ab
imis (desde la base) las conciencias e instauró la
autonomía del regnum hominis, es la que no ha cesado de establecer la oposición
entre el ser y el bien, el valor y la existencia, lo real y lo ideal.
La modernidad comenzó
descalificando el ser en provecho del valor, para concluir desautorizando el
valor en beneficio de la interpretación. Antaño, con el fundamento metafísico
clásico-cristiano, donde se rompía la relación entre el ser y el bien dejaba el
ser de ser el ser, es decir, acto para convertirse en fenómeno. En cambio,
ahora, al identificarse el ser con el fenómeno eventual todo queda reducido a
las exigencias fundamentales de la conciencia, donde el ser en sí es incapaz de
fenomenalizarse, quedando todo reducido a lo real como creencia subjetiva de la
interpretación.
La dualidad fundamental
que se establecía antaño entre el ser y el fenómeno y que establece hoy entre
el ser y la interpretación o el valor subjetivo, es en el fondo la distinción
del acto y el dato, que antes se interpretaba en
provecho del ser y hoy en provecho del valor subjetivo y en contra del ser. La
cuestión es saber si el ser queda descalificado en provecho del valor o si el
valor queda justificado como la afirmación del ser. Mientras tanto lo
indubitable es que destruido el fundamento metafísico clásico-cristiano ya no es
posible salvar ningún valor de orden espiritual.
Ahora bien, en el acto
puro del ser se destaca el carácter ontológico del bien. Esto es, el bien no
está más allá del ser, como pensaba Platón, sino que es el ser mismo en su
querer puro y que se extiende hacia todo lo que puede querer. El ser y el bien
no son una cosa, un ente, sino la fuente de todos los entes y de las cosas, es
decir, es una actividad y una voluntad que se produce por sí eternamente y acorde
a un plan. Quiere esto decir, que no es una voluntad ciega, como pensaba
Schopenhauer y el panteísmo, ni una voluntad inconsciente, como suponía E. von
Hartmann, sino una voluntad providente y omnipotente, como postula el teísmo en
contra del deísmo.
De modo que el Bien es
ontológico y como bien absoluto carece de contrario, no así el bien relativo al
cual se le opone el mal. Incluso no hay mejor modo de entender la razón
práctica de Kant como teniendo carácter ontológico, porque la voluntad pura es el
mismo ser. Sólo así se puede comprender plenamente la significación nouménico
en el kantismo, porque en la libertad independientemente de toda sensibilidad
encontramos el verdadero ser. La libertad del individuo es libertad absoluta no
porque es en sí absoluta, sino porque participa en acto de la
voluntad absoluta del ser.
Sólo así se puede entender
que lo práctico es más profundo que lo teórico, porque mientras la primera
apresa la interioridad creadora del ser la segunda aprehende la universalidad
representativa. De modo que la voluntad pura de Kant es el ser mismo en participación.
Eso fue lo que vio nítidamente Schopenhauer, salvo por su impersonalismo
voluntarista de índole oriental. No sucede lo mismo con Nietzsche, el cual convierte
la voluntad de vivir de Schopenhauer en voluntad de poder, insta a reformar e
invertir los valores eternos del cristianismo por los valores dionisíacos
vitales. Pero el nietzscheanismo es una filosofía inacabada donde la
interpretación queda presa de la voluntad de poder. Voluntad de poder que en el
Regnum homini de la modernidad
nihilista consolida el anetismo. La postmodernidad neonietzscheano sólo acentuó
la tendencia reaccionaria de su pensamiento nihilista en locura del solipsismo
radical relativista.
Ahora bien, si el bien
es al ser ¿el valor es a la existencia? ¿Pero si el valor es a la existencia no
estaríamos cayendo nuevamente en la tesis nietzscheana de la estrecha relación
del ser del valor con el hombre? Esto sería caer nuevamente en la
interpretación empirista o subjetivista del valor. No es casual que el relativismo
de los valores haya surgido en el seno del historicismo. Simmel lo afirma en
relación a la historia, mientras Troeltsch intenta recuperar el absolutismo de
los valores en el ámbito mismo del historicismo. Lo cual significa que el ser
del valor es absoluto, pero su captación en la historia es relativa. Max Weber
prefirió enfatizar la lucha entre los valores ofrecidos a la elección humana, y
Frondizi destaca la relación entre valor y situación.
Por nuestra parte
podemos afirmar que el primer indicio de la independencia del valor mismo
respecto al hombre es su pretensión de bondad, universalidad y permanencia. Lo
cual explica justamente el carácter ontológico del valor. El valor absoluto es
simétrico al ser y bien absoluto, mientras el valor relativo se corresponde a
la disociación entre existencia y esencia. Esto es, hay que considerar al valor
en su doble aspecto: en sí y en participación.
La existencia participa del
valor, lo prefiere como norma posible de elección.
La virtud es el hábito de la libre voluntad de la existencia
en la práctica del bien, y el vicio es el hábito libre de la existencia en la
práctica del mal. Participación, preferencia, elección, hábito y libre
voluntad, son las cinco categorías de la existencia que definen su relación con
el valor.
Lo cual significa que el
valor en relación a la existencia es la estimación del ser, es la actualización
del bien del ser en grados relativos. En sí y por sí el valor es absoluto y
trascendente porque atañe a la identidad entre lo ontológico y lo axiológico
que corresponde al ser y el bien. En participación y en su ser para otro el
valor se relaciona con una existencia disociada de la esencia y cuya ambigüedad
de ser de la existencia hace posible su rechazo del valor. Los valores están en
el tiempo, pero su ser no se agota en lo temporal porque pertenecen a lo eterno.
La jerarquía del valor es solidaria con el grado de participación de la
existencia en referencia al bien y al mal.
De modo que el valor
participado es a la existencia y a la realidad, como el valor absoluto es al
ser y bien absoluto. El valor es una ventana de lo absoluto en lo relativo e
histórico. La existencia en una posibilidad de elección virtuosa actualiza la
bondad, la universalidad y la permanencia del valor en el tiempo. La esencia
toda del ser es ser, bueno y valioso; después del acto cósmico de la Creación la
participación ontológica y axiológica de lo real depende del misterio
escatológico de la libertad humana; acontecido el acto cósmico de la Caída se
agiganta la brecha entre existencia y esencia, el cual es cubierta por el otro acto cósmico de la Redención; y cumplido
el tiempo el existir, según sus actos, dejará de ser el separarse al todo del
ser y el oponerse a la realidad.
La relación final entre
el valor y el ser en el orden del tiempo no es de carácter transhistórico sino
histórico, y será cuando lo ideal deje de oponerse a lo real. Esto solamente
ocurre a través de las virtudes. Por eso, la existencia de las virtudes es
ontológicamente superiores a la existencia de los valores, porque la virtud es
la actualización del valor absoluto en el orden den tiempo. La virtud es
participación de lo finito en el carácter absoluto del valor y esta experiencia
constituye una puerta regia de entrada en las verdades suprarracionales. Las
mismas que en vez de limitar la razón la expanden y efectúan su verdadero
crecimiento axiológico y cognoscitivo. Es más, la plena actualización del valor
no se da en las virtudes morales, las cuales son pecado y muerte sin las
virtudes teologales. El cese de la oposición expresa entre el valor y el ser se
da de la manera más perfecta a través de las virtudes teologales, lo cual hace
posible la continuidad más perfecta del acto ontológico-axiológico de
participación y creación del ser virtuoso. Más, la oposición en términos
absolutos continuará, porque a lo eterno nada se le puede igualar, pero será
una oposición sin exclusión.
El ideal de una vida
virtuosa lo más perfectamente posible a lo finito se identifica con el
atractivo del valor absoluto del ser que es el bien, con el poder dinámico de
lo Absoluto como modelo viviente del ser. La visión beatífica de los
escolásticos y de los místicos alcanzará a las almas y su perfección a toda la
realidad.
C
O L O F Ó N
Cuando Nietzsche en la segunda mitad del
siglo diecinueve proclamaba la muerte de Dios, la transvaloración de todos los
valores y el ocaso de los ídolos, jamás imaginó que el hombre mismo se
entronizara en deidad terrestre. Y el autoproclamado superhombre cabalgaría en
el siglo veinte sobre la monserga bestia del nihilismo. Desde ella la
modernidad tardía emprendería la negación de los valores, las virtudes y la
moral. En el siglo veintiuno el sofisma de turno de la posmodernidad pregona el
“todo vale” y como tal “nada vale”. Qué lejos ha quedado la hora agnóstica de
Kant y sobre los hombros del escepticismo se instaura el reino del relativismo
protagórico. La modernidad está culminando, y completando su triste círculo
amenaza al hombre mismo con el credo del transhumanismo. La misma realidad
humana está en peligro.
El ocaso de los ídolos se convirtió en realidad
en ocaso de los valores. Desde aquí el
espíritu humano agoniza. El terreno del alma se ha tornado árido para el
cultivo de las virtudes. El hombre en ese contexto ha perdido dignidad. La
aspiración kantiana de poner el Estado de derecho sobre el Estado de bienestar
no ha culminado en triunfo de la justicia, como se esperaba, sino en la omnipotencia
de una razón práctica que se coloca por encima del bien y del mal. La
modernidad en su fase de apogeo creyó en la promoción de una nueva humanidad
sobre la base de la idea pura del derecho. Pero el derrotero histórico de la
modernidad demostró que la justicia que no se basa en el amor, que la ética sin
religión culmina en holocausto material y espiritual.
El problema no es sólo que el capitalismo es
una sociedad sin ética, sino que las bases metafísicas mismas de la modernidad
conducen a ello, a saber, a lo anético. Y es que el problema de fondo de la
autonomía de la razón es la negación de las verdades suprarracionales como
camino regio para reconocer que la condición humana requiere tanto de la
dimensión inmanente como trascendente. Cuando se rompe o quiebra esa unidad es
la propia realidad la que se trastoca y conduce hacia una secularización
disolvente. La filosofía moderna ha desempeñado un rol protagónico en la crisis
de la conciencia occidental y en la crisis de los valores. Rechazando la
Trascendencia, negando el Ser que funda todo ser, ha derivado hacia el
irracionalismo e impedido que la razón conquiste las verdades suprarracionales.
Y es que sin Dios no se piensa racionalmente ni se puede vivir una vida
virtuosa, ética y valorativa.
El idealismo subjetivo imperante en la
modernidad nihilista se vuelve en enemigo letal de la verdad objetiva. De esa forma
no se puede asegurar ni la felicidad ni la dignidad de la humanidad, porque es intrínseco
a la estructura ontológica del hombre el problema de la verdad y divinidad.
Nuestra época está privada de verdad y ha extraviado el sentido del ser. Ello acarreó
la pérdida del sentido de la vida, de la moral y de los valores. El valor
necesita del ser como las flores necesitan el líquido elemento. Por ello la reestructuración
ética exige una revolución metafísica. La modernidad clausuró primero la
trascendencia en el cosmos y entonces ésta se refugió en el alma. El cielo y el
infierno se abrieron en ella. Mas ahora, la está desalojando del alma misma. Y
en un panorama verdaderamente luciferino cielo e infierno son echados al tacho
colero por una conciencia que se siente exenta y omnipotente respecto a toda
trascendencia. Se ha configurado el contexto para vivir libre de toda norma
universal. Fracasan con su pura idea de derecho tanto el Estado jurídico como
el Estado de bienestar. Ambos son elementos de la misma fórmula que conducen
hacia la desintegración de los valores.
Hace falta volver tanto hacia una metafísica de la interioridad de
índole agustiniana como a una metafísica de la exterioridad de índole tomista.
No es posible recuperar el sentido de las dimensiones éticas de la vida sin
restaurar el fundamento trascendente que insufla una verdadera interioridad del
alma y exterioridad del cosmos. El drama del pensamiento moderno con su
excrecencia nihilista es la demostración más palpable que es necesario asumir una
razón abierta a la fe y a lo sobrenatural. El logos humano exige de ambas alas
para llegar a la verdad y llevar una vida buena. Sin justicia no hay humanidad,
más sin fe no hay justicia ni humanidad. La humanidad en la modernidad nihilista
yace extraviada porque tenía que perder la justicia al perder la trascendencia.
Y la razón humana no sólo es pensar sino también sentir una situación existencial
que necesita el ámbito de la inmanencia entrelazada con la trascendencia. De lo
contrario su desorientación está garantizada.
El hombre puede emprender el cambio interior
de lo anético a lo virtuoso porque la verdad habita en su alma. Desde ella puede comenzar a abrirse a la
recuperación de la trascendencia y culminar en el reconocimiento de las
verdades suprarracionales. Esta forma de sobreponerse a la modernidad nihilista
quizá no sea la única, pero conserva toda su validez desde el momento en que la
libertad y la autonomía de la voluntad no es absoluta sino relativa y su centro
es una moral unida a una metafísica de lo trascendente. Pues el origen de la sociedad
no es el derecho y la ley, sino el sentimiento natural humano de bondad. Cuando
ésta se pervierte o complica –generalmente desde la aparición de la
civilización- se requiere de la ley. Esa inclinación del hombre hacia el bien
es el centro de la moral y es de índole metafísica.
La apelación constante a la metafísica no es
resultado de una reflexión teológica, sino ontológica. Ahora fortalecida desde
la ciencia a partir del experimento de Aspect de 1982. Este experimento pionero
verificó las predicciones más paradójicas de la mecánica cuántica, haciendo
decir a algunos que la metafísica se hizo experimental. La comunicación
instantánea o superlumínica entre el espín de dos partículas dio paso a hablar
del “efecto de Dios” o entrelazamiento entre la mecánica cuántica y la
metafísica experimental. Es casi como hablar de la presencia de la mente en la
materia o de la presencia de una sincronicidad entre ambas.
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Tercera Parte
ONTOLOGÍA DE LA
ALTERIDAD
La racionalidad ética
Introducción
La ética ontológica no
es una reducción del deber ser al ser, de lo ético a lo ontológico, sino que es
la afirmación que lo ético no es una instancia por encima ni por debajo de lo ontológico,
sino que es una manifestación superior de lo ontológico mismo en el hombre. Es decir,
la manifestación ontológica del ser en lo humano es la ética.
Por ello, en el hombre la
metafísica del ser y la metafísica de lo ético coinciden. Es decir, en lo
humano no es que lo ético se subsume al Ser, ni el ser se subsume en la ética,
sino que el ser se vuelve ético en lo humano. La esencia metafísica del hombre
es ética y con ello no se está negando su territorio propio en lo ontológico.
En consecuencia, el territorio ético es al mismo tiempo territorio ontológico
particular del ser. La esencia metafísica del hombre no es excluyente de la
fusión de lo ético con lo ontológico.
Si la barbarie nazi fue
posible fue porque obró una racionalidad sin ética, o sea la ontología de la raza
superior colocada por encima de lo ético. Para negar dicha distorsión
ontologista, no hace falta desvincular la ética de la ontología, sino concebirla
en su verdadera relación metafísica con el ser.
El bárbaro moral no es
el que carece de la dimensión ontológica de la ética sino el que a pesar de captar
la objetividad del valor permanece indiferente a su realización praxiológica. O
sea, la persona malvada no es que no tenga noción de lo que es el bien y el
valor, sino el que realizando fraudes, purgas, masacres y genocidios puede
seguir llevando una vida aparentemente normal. El desquiciamiento de la naturaleza
ética humana no anula la existencia de la dimensión ontológica de la ética,
sino lo que bloquea es la realización de los valores supremos del bien y el
amor. Esto es, si lo ético es el plano ontológico que posibilita la captación
del valor, ello no garantiza su cumplimiento y realización.
Incluso el cumplimiento
formal del deber moral puede llevar a monstruosidades éticas cuando lo moral se
identifica con lo legal y la obediencia estatal -justo lo que sucedió bajo el
régimen nazi-. Es por ello de que la racionalidad sin ética se puede escudar en
el simple cumplimiento del deber. Pero aun así no desaparece el horizonte
ontológico de la ética como dación del valor. Y justamente por ello es posible
el fenómeno de la culpa moral.
La culpa moral se produce
porque la naturaleza ontológica de la ética es imborrable. Es decir, la dación
y captación del valor no se puede ocultar. Pero su realización praxiológica sí
se puede esquivar. Se es inmoral y anético no porque no se capta el valor, sino
porque no se realiza el bien y el amor en la acción. Es más, la racionalidad
sin ética del bárbaro moral se siente con la patente de corso de establecer un
nuevo código moral, de desmalignizar el mal y malignizar el bien, de invertir
los valores, pero lo que no le está dado a la naturaleza humana es suprimir su horizonte
ético ontológico.
1
Ética y Ontología
La Modernidad inaugura la
era del hiato más profundo entre ética y ontología. Impulsada por el pensar
calculador de la racionalidad científico-técnica configura una racionalidad sin
ética, que pone los medios sobre los fines, tritura la vida individual en la
masificación, reduce al hombre a productor y consumidor, impone un estado policiaco,
tecnológico, propagandístico y totalitario, y en lo cultural pulveriza el ocio
y el tiempo libre en actividades enajenantes y cosificadoras. El hombre, para
decirlo kantianamente, quedó convertido en un simple medio para un fin externo.
Todo esto representa el profundo foso que en la
modernidad se ha cavado entre la ética y la ontología. Las dos guerras
mundiales y el Holocausto fueron la plasmación madura de aquellos nacionalismos
agresivos que ponían la sangre, la tierra y la tradición sobre los valores
universales de la Ilustración -Fraternidad, Libertad, Igualdad-. Con ello la ética
se subsumía a la ontología, el Ser se contraponía al Bien. El abismo entre
ambos estaba trazado, pero no correspondía a lo mejor de la modernidad ni a la
real relación entrambos, sino a su degeneración instrumental. Lo que vino después
fue la masificación de la cultura de la vulgaridad, el capitalismo inmoral, la
ruina de la ejemplaridad pública y el imperio de la antropología de la utilidad.
Era la consecuencia natural del extravío de la virtud, el desquiciamiento de la
libertad, la destrucción de los valores, la corrupción de la secularización y
la anarquía moral. Por eso, lo fundamental no es -como cree Byung Chul Han- cómo
se motiva una acción, sino bajo qué valores se lo hace.
Pero en un mundo diseñado para el mal la gente no
deja de sentir el impulso de obrar bien y en su imposibilidad lo compensan con
las vías de escape tipo mentalista. En este escapismo de la autosugestión se
repite la fórmula “Yo pienso que estoy bien, por tanto, estoy bien”. Pero las cosas
no cambian y siguen mal. En el fondo se trata de una estrategia de adaptación
social que haga al mundo más llevadero y que incluso me haga soportable mi
propia indiferencia ante la práctica del bien.
La Indiferencia moral es un fenómeno crucial para
darnos cuenta de que, en el Yo, la Conciencia o la Existencia, hay algo
permanente que nos dice cuándo algo es bueno o es malo y, sin embargo,
permanecemos indolentes. El fenómeno de la indiferencia moral remite a la
comúnmente llamada “voz interior” o “voz de la conciencia”. Justamente se trata
de una apatía ante la voz interior. La doctrina tomista afirma que la ley
natural moral está ínsita en la dignidad de la persona humana. Esta fue
recuperada después de las tragedias de las dos guerras mundiales en el Declaración
Universal de los Derechos Humanos, e incide en la existencia del hecho moral y
de la ley natural moral como universal e inmutable. La cual exige obligación y
sanción moral. Lo cual lleva a preguntarnos
si ¿acaso pudiera haber “indiferencia moral” en el hombre si en el fondo de su
ser no hubiera algo permanente como la ley natural moral? No. Lo que no es
permanente ni constante no produce indiferencia, simplemente es efímero,
transitorio y fácilmente pasa al olvido. Pero la falta moral no se olvida,
produce remordimiento y genera el sentimiento de culpa.
O sea, a contrapelo de lo que sostiene el
convencionalismo y el historicismo, la conciencia moral no crea la ley moral, la
enfrenta, ya sea para asumirla o para rechazarla. Este enfrentar el valor es
indicación de su objetividad. O sea, no dependen de las preferencias individuales.
Y esto es común en todas las épocas, sociedades y en todos los códigos morales.
Se trata de un fundamento que los trasciende, que no depende de la historia ni
del tiempo. Dicha base transtemporal y transhistórico no puede ser sino de carácter
ontológica. O sea, el mundo del valor es otra forma de manifestación de lo
ontológico. Y esa otra forma se llama Ética. La ética no está divorciada de la
ontología, ni se le contrapone, ni se le subsume, ni está sobre ella, simplemente
es la forma natural que tiene el Ser de aparecer en la naturaleza valorativa humana.
La Ética es la aparición del ser en el hombre a
través de los valores. La criatura humana es por antonomasia un ser ético, un
realizador de valores, como aquella dimensión que lo hace humano. Aquella
contraposición entre ser y valer es sólo válida en la medida en que se
contrapone el mundo humano al mundo no humano. Lo cual no es óbice para que la
universalidad del valor se explaye hacia realidades no humanas, por ejemplo, la
ecología. Lo cual implica que el valer, según Lotze, es un reino ontológico
independiente frente al ser real y al ser ideal. Pero el valer no deja de ser
una forma del Ser, esto es, el valor no es independiente porque está siempre
adherida a las cosas o a los actos. Por ello, el fenómeno de la indiferencia
moral sería imposible si la naturaleza humana no tuviera como fundamento antropológico
la universalidad natural de la ley moral.
Por el contrario, desde la sofística griega hasta el
historicismo débil de Vattimo y el neopragmatista de Rorty, no existe nada
universal en la ley moral. Los valores son vistos simplemente como el ideal
regulativo de las acciones. Y dentro de su convencionalismo social denuncian
que concebir a los valores como un reino independiente conlleva hacia un reino
platónico de las ideas que acarrea el peligro del absolutismo. Si lo valores tienen
ser entonces se corre el riesgo del autoritarismo del líder, del iluminado
capaz de contemplarlos. Los valores simplemente se tienen como se tienen ideas
o normas.
El nominalismo del valor remite el fenómeno de la
indiferencia moral a la constatación de que justamente es la mejor prueba de que
no hay ningún fundamento ontológico universal en la ley moral, ni que éste sea natural
sino mera convención. La consecuencia inevitable de esta postura es que la vida
valorativa no sólo sea mutable sino subjetiva y relativa. Y ese es el riesgo
que corre el hombre gnoseológico de la modernidad a diferencia del carácter
ontológico de la filosofía antigua y medieval.
Es cierto que con Nietzsche el valor se descubre
como el fundamento esencial de las concepciones del mundo. Y con ello se dio
lugar al carácter axiológico del pensamiento contemporáneo. Tres fueron las
corrientes que dieron respuesta a la cuestión del valor: la escuela de Brentano
-Ehrenfels, Meinong, Münsterberg- que encontró el valor por la vía de la
reflexión de los actos de preferencia o repugnancia; la escuela de Dilthey -por
el camino de la meditación sobre el fundamento de las concepciones del mundo y la
filosofía de la filosofía; y la línea de Lotze-escuela de Baden-Scheler-Hartmann,
que ante el peligro de disolución de toda verdad proponía la superación del
relativismo historicista.
Pero lo que el historicismo posmoderno y el
neopragmatismo ofrecen es un sistema de preferencias estimativas en vez de una
teoría pura del valor. En cambio, la axiología pura -como lo señaló Scheler (Ética)-
trata de los valores como entidades objetivas, irreales, pero diferentes a las
entidades ideales, porque no son percibidos de modo intelectual sino emocional.
Sobre este rechazo historicista de la universalidad del valor en la filosofía
contemporánea, hay que decir que tiene que ver tanto con la anormalidad morbosa
como con la anormalidad adquirida que habló Scheler.
Con la anormalidad morbosa porque, aun cuando ésta
tiene que ver con la enfermedad congénita y lo psicofísico, los rasgos
psicopáticos de la sociedad basada en criterios utilitarios tienden a acentuarse
desequilibrando mentalmente a las personas, desarraigándolo de sus auténticas necesidades
humanas de relación, trascendencia, identidad y orientación. Esto lo señala muy
bien Erich Fromm (Psicoanálisis de la sociedad contemporánea).
Más recientemente el filósofo español Antonio Marina en su
libro La inteligencia fracasada, con sinceridad descarnada trata de
encontrar explicación de por qué incluso los más inteligentes son también tan
estúpidos. Reclama una teoría científica de la estupidez. Serviría de
profilaxis por su urgente necesidad. ¿Por qué́ nos equivocamos tanto? ¿Por qué́
nos empeñamos en amargarnos la existencia? ¿Por qué́ las personas inteligentes
hacen cosas tan estúpidas? ¿Por qué́ tropezamos cien veces con la misma piedra?
Presenta una taxonomía de la inteligencia fracasada, una herborización de los
mecanismos de la estupidez. Hay fracasos cognitivos y afectivos, lenguajes
fracasados y fracasos de la voluntad, hay fracasos personales y políticos.
El fanatismo, el desamor, la incomprensión
de las parejas, las adicciones, la injusticia, la rutina, el miedo y la sumisión,
los heroísmos criminales, la ferocidad glorificada, todas son derrotas de la
inteligencia. Convencido que la inteligencia puede triunfar, la finalidad del
libro es ayudar a reducir la vulnerabilidad humana. Lástima que su interesante
enfoque se centre más en el fenómeno de la estupidez y de lo intelectual en vez
de lo valorativo y lo emocional. Pero lo señalado por Marina tiene que ver con
la anormalidad morbosa.
Ahora bien, en lo que concierne a la
anormalidad adquirida hay que señalar que sobre todo tiene que ver con la
sumisión del espíritu con la mentalidad científico-técnica y la racionalidad
sin ética. Estas encuentran los aparatos ideológicos idóneos de difusión en la
televisión, la web, el internet, la cultura de la vulgaridad, la masificación
social, la cosmovisión práctica, las instituciones amorales y la época narcisista
de la posmodernidad. Se trata del imperio de un clima espiritual y cultural donde
la idea de persona sufre un menoscabo profundo, porque ya nadie quiere hacerse
con la tarea de que su ser es un esfuerzo permanente y que libertad no es
ilimitada sino asunción valorativa en el cosmos.
El individuo posmoderno no cree en valores
objetivos, ni siquiera en valores formales -como en Kant-, sino que los rechaza
para verlos como meramente convencionales. La filosofía contemporánea ha ido
acentuando su tendencia antimetafísica y temporalista, y tras experimentar los diferentes
giros -fenomenológico, existencialista, semiótico, estructuralista, lingüístico,
posmoderno, pragmático- ha ratificado su rumbo nihilista en la sociedad postmetafísica.
Con ello el problema axiológico y ético lejos de quedar sepultado sigue en
primer plano, porque se tratan de posturas que lejos de dar respuesta coherente
al sentido de la vida, la vacían y dejan al hombre en la incertidumbre.
Esto nos devuelve al fenómeno de la indiferencia
moral, y se puede señalar que ésta justamente revela que la ética es de modo
emocional en la naturaleza humana. Se es indiferente ante algo que nos llama,
que nos hace sentir su urgencia no intelectual sino emocional. Esto es, lo emocional
percibe el ser del valor. Lo ético es un acontecimiento singular del ser en el
hombre. Por esto mismo no está fuera ni dentro de la ontología, sino que es
otra forma de ser de lo ontológico. Es lo ontológico emocional.
La metafísica de la ética pertenece al horizonte de
lo ontológico emocional. Mientras que la metafísica del conocimiento de las
cosas pertenece al ámbito de lo ontológico intelectual. Lo ontológico emocional
es el lenguaje de la ética. Lo ontológico intelectual tiene que ver con la
universalidad representativa, lo ontológico emocional con la universalidad
emocional. Ser y Acción se juntan, tanto en el devenir de las cosas, los entes
y seres irracionales, como en el existente racional humano. Y es así porque el
ser no tiene contenido sino en el acto. Pero el acto humano es especial por la
vida consciente. Bien lo expresa Rubén Darío en su poema Lo Fatal:
Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura, porque ésa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Ser, y no saber
nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de
haber sido y un futuro terror... Y el espanto seguro de estar mañana muerto, y
sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos, y la carne que
tienta con sus frescos racimos, y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
y no saber adónde vamos,
¡ni de dónde
venimos!...
Lo reproduzco completo no sólo por la fuerza
intensiva de su belleza, sino porque nos comunica verdades emocionales de
carácter ontológico punzantes, hirientes y de índole ético. Efectivamente, en
el hombre la unión de ser y acción tiene una altura axiológica única. Lo práctico
humano se vuelve interioridad creadora, crisol de nuevo ser, nuestro ser es un
acto ético que se produce a sí mismo, es un bien. Por eso que en el hombre lo
práctico tiene más profundidad que lo teórico. Los fundadores de las grandes
religiones universales así lo testimonian. El logos de la ética es recreación
ontológica del ser.
Si en el hombre lo decisivo no es el ser con que viene
al mundo sino el ser que construye, actualiza o realiza en el mundo es porque
la persona humana es un esfuerzo permanente de construcción ética. Pero este
esfuerzo permanente de construcción ética no está de espaldas a la metafísica
-como ocurre en el historicismo lingüístico de Otto-Apel, Habermas y Luhmann-,
porque si bien la esencia está en el fenómeno y no hay cosa en sí en el mundo
finito, no obstante, lo finito no agota la realidad del ser y éste se abre a lo
infinito y eterno, donde se aprecia que el Bien absoluto es ontológico y el
bien relativo es óntico. Si el primero carece de contrario, el segundo no. Pero
lo importante aquí es señalar que el parentesco profundo que existe entre el
Bien y el Ser, y que hace que el bien no esté más allá del ser. Mientras que la
razón práctica kantiana tiene carácter ontológico porque la voluntad pura es el
ser mismo, en cambio hay que reparar que la razón práctica humana tiene sólo
carácter óntico porque la voluntad subjetiva no es el ser mismo.
De manera que el bien relativo del espacio y el
tiempo sólo puede tener su fundamento en el bien absoluto eterno e infinito. En
el Absoluto ser y bien se identifican, en lo finito no. Esta dicotomía entre
esencia y existencia en el hombre la captó bien la escolástica. El hombre es un
ser cuya existencia es ir hacia la realización de su esencia. La esencia humana
es ética, pero ética entendida como horizonte ontológico existencial. O sea, el
hombre realiza su humanidad en la medida en que realiza ónticamente el
contenido ético de su esencia.
Levinas, en Totalidad e Infinito, concibe al
hombre como una existencia que va hacia lo existente. Ve al hombre como una
criatura metafísicamente moral. Lo cual es verdadero. Pero de ahí da un salto
al afirmar que lo ético está más allá de lo ontológico. Lo cual es erróneo,
porque si lo ético está más allá del ser entonces ¿cuál es su consistencia ontológica?
Por el contrario, la existencia humana consiste en
un ser, es ontológico, y su ser ontológico es ético, pero su existir ontológico
no implica una realización a priori de la ética. Todo lo contrario, implica la
realización libre del valor. Esto es, que la revolución de Levinas no sustituye
en realidad la pregunta de la ontología: ¿Por qué hay ser en vez de nada?, sino
que la profundiza en: ¿Por qué hay un ético en vez de nada? El ser ético no se
puede restringir a la comprensión del Otro porque tiene en primer lugar la
comprensión de su eticidad y de su libertad.
De manera que no es posible afirmar que la
filosofía es ética antes que ontológica, porque la ética como filosofía primera
o metaética es también ontología, pero ontología del hombre. Quizá Levinas
impactado por el horror y el cautiverio nazi tomó la decisión radical de
separar ética de ontología. En realidad, los nazis no son ajenos al
reconocimiento de la Otredad. Su consciente y deliberada decisión de exterminar
a los judíos y a otras minorías así lo demuestra. En cambio, no son capaces de asumir
el valor de la vida sobre la muerte porque previamente han abrazado la
racionalidad no ética del superhombre ario, han optado por los valores
inferiores de la biología sobre los de la cultura. Pero afirmar, como hace Levinas,
que la ética surge de sí misma y no del ser es un contrasentido, porque el ser
de la ética es un nivel ontológico especial del ser.
El hecho básico del ser humano es su naturaleza
moral y la misma no existe ni subsiste de espaldas a lo ontológico. Además,
dicha naturaleza moral es de índole emocional pero que no está divorciada de su
capacidad racional. Al contrario, se dan juntas. Lo emocional sin lo racional
es ciego y lo racional sin lo moral está cojo.
El principio del sujeto se despierta con la
relación no sólo intersubjetiva sino también con la resistencia de las cosas. Y
en la actualidad la crisis ecológica ha puesto en evidencia la Otredad natural,
la de la Madre Tierra. La Otredad abarca el Otro moral y la otredad de lo cósico
inerte y lo cósico con vida. Nos preguntamos si un antiguo Templo griego es otro.
Y la respuesta es sí. Es una Otredad que forma parte del Patrimonio Cultural de
la Humanidad, merece respeto y cuidado y conservación. Es, como le llamaba Sartre
en su Crítica de la Razón Dialéctica, una estructura práctico inerte que
condiciona nuestra praxis.
De manera similar un majestuoso y gigante árbol
secuoya, que llegan a vivir hasta tres mil años, es parte del universo de la
Otredad natural de la Madre Tierra, es lo cósico con vida que exige
responsabilidad de nuestra parte. Por eso, la amarga experiencia del Holocausto
no sólo nos remite al fondo ético ontológico disperso en todo lo existente, sino
también al nivel del ejercicio libre del valor. Porque se puede saber que el
Otro exige responsabilidad de mí mismo, pero la indiferencia moral hacia el
Otro sólo es posible salvarla con el ejercicio libre del valor.
O sea, se trata de diferenciar dos niveles éticos distintos:
el nivel ontológico metafísico, por el que el hombre está advocado a lo ético y
siente su llamado en todo lo que le rodea; y el nivel de la realización ética
por la voluntad libre, en el cual el hombre vive zarandeado por sus inercias o
potencias internas y los condicionamientos sociales. Lo cual significa que la
ontología de la alteridad es de índole ética. La alteridad es una ontología
porque el mundo se presenta como una inmensa predestinación de esencias.
2
Ontología de la alteridad
La fenomenología de la
alteridad de Levinas, que busca evitar el solipsismo, se ubica más allá de la
fenomenología trascendental de Husserl y de la ontología fundamental de Heidegger.
Pero de lo que se trata ahora es de saltar la valla fenomenológica para
reconocer la estructura ontológica de la alteridad, centrada en el ser ético.
El existente siente el impulso ontológico de salir
de la existencia, inconforme y asediado de contradicciones irrumpe en lo Otro y
en los Otros. Pero en esta irrupción hacia la alteridad se da la otredad del sí
mismo. La otredad del sí mismo alude al misterio del propio yo para el existente.
Sófocles decía: “Nada hay más misterioso que el hombre”. Y Freud y luego Lacan ahondaron
en esta verdad. La conciencia moral no sólo se desconcierta ante la otredad del
mundo y la otredad del prójimo, sino también ante la otredad de sí mismo. Se percibe
a sí mismo como un logos insondable y profundo, lleno de misterios y enigmas, frente
al cual debe asumir y adaptarse.
No se trata de ninguna división esquizofrénica de
la persona, se trata de los vericuetos insondables del alma, que apenas afloran
en el sueño nocturno, las fantasías conscientes, el dormir sin soñar y el soñar
despierto. Extendiendo las elaboraciones teóricas de Ernst Bloch, en El Principio
Esperanza, se podría decir que el hombre es una utopía viviente. El
principio esperanza es una ontología dinámica del ser y en ese dinamismo entra
la acción ética. Sólo que en ese dinamismo de la acción ética se inscribe no en
el horizonte blochiano de lo trascendente sin trascendencia, sino en el de lo
trascendente con trascendencia. El deseo de utopía está presente no sólo en
todas las edades del hombre, sino en el corazón mismo de la razón ética, porque
el deseo de bien finito es insostenible sin el Bien absoluto.
Hay que afirmar que lo ético es irreductible a lo ontológico
es negar la particular naturaleza ontológica de la existencia humana. El hecho
de existir es algo bueno, si no lo fuera nos hundiríamos en la nada, pero esa
bondad del existir es común a todos los entes. Sin embargo, en el hombre cobra
una relevancia especial porque le da sentido a su ser. En el hombre la bondad
del existir se vuelve inversamente proporcional a la realización valorativa de su
existencia. A mayor realización valorativa menos importancia cobra su simple naturaleza
ética, porque lo importante en el hombre no es su estructura ética-ontológica,
sino la realización práctica de la misma. Y en esa realización práctica de la
estructura ética-ontológica del hombre está el sentido religioso de la unión con
el Bien Supremo.
En otras palabras, de poco sirve emprender la
realización del sentido ético al margen de su unión con el sentido religioso. Y
esto es así porque el pináculo del sentido de las dimensiones éticas de la vida
es el sentido religioso de unión con el Absoluto. Es por ello por lo que la
secularización empobrece la realización plena del sentido ético de la vida,
porque al vaciar al hombre de la sed de Dios estrangula su vida ética en vanagloria
y narcisismo soberbio. El sentido religioso de lo ético no es sustitución de la
clave ética por la clave teológica, sino que es su cabal cumplimiento porque se
trata de elevarse hacia la Otredad suprema que es Dios.
Dios es el Otro absoluto, incognoscible, santo y
puro, que nos remite a la identidad completa del Bien con el Ser. Es por eso por
lo que la existencia ética finita humana tiene que ver no sólo con el valor,
sino también con el Bien y el Ser. Es más, el valor perdería peso y sentido sin
éstos últimos.
Así, cuando el multimillonario Warren
Buffett afirma con orgullo sobre la revolución de los ricos contra los pobres:
"Naturalmente que hay lucha de clases, lo que pasa que es la mía la que va
ganando", lo que se entiende es que no sólo se está faltando al sentido
ético con el prójimo sino también con la Otredad absoluta que es Dios.
Ahora se entiende por qué la izquierda
se ha vuelto conservadora, logrando aliarse con el sentido común. Lo que hoy
pide el pueblo es conservar los derechos a estudiar, a tener familia, a
trabajar en su lugar de origen, a la sanidad, a la pensión, a mantener sus
derechos laborales. Pero todo eso fue arrasado por la ofensiva salvaje del neoliberalismo
y la oligarquía financiera. Entonces, ahora se concibe que ser conservador se
ha convertido en algo muy de izquierda. Ser conservador se convirtió en la
mejor forma de ser antisistema. Pero de poco servirá ser de izquierda y
antisistema si no se repara en que el sentido ético se diluye en las manos del hombre
cuando anda divorciado del sentido religioso de lo ético.
La modernidad no se salvará en sus
principios fundamentales de Fraternidad, Igualdad y Solidaridad mientras que no
se alíe con el sentido religioso de lo ético. Mientras tanto seguirá precipitándose
en el abismo mortal de la disolución nihilista.
El hombre es un ser ambiguo, acosado de
contradicciones, su existencia es un valor condicional, el valor a su vez es
secreto y manifiesto, todo lo cual hace posible que rechace el valor. Lo que
nos hace éticos no es el encuentro en la otredad, sino el encuentro y la
realización libre de los valores. Lo ético ya es en sí metafísica porque revela
un trascendente en lo inmanente con la misión cósmica de enlazar la inmanencia
con la trascendencia. Y ello sólo es posible con los valores máximos del Amor y
el Bien. Pero parece que vivimos en una época postmoral, en el que bastan el Derecho
y la política.
Como sostiene Adela Cortina, en su libro
Ética sin moral, la ética sin religión y sin metafísica ha sido vaciada
de contenido, se ha quedado sin objeto en nuestros tiempos. Utilitaristas y
partidarios de la ética discursiva han adelgazado tanto la ética que en las
manos solamente queda el Derecho y la política. El resultado es una ética sin moral.
Su apuesta es por la autonomía personal y la solidaridad social, capaz de
llevar adelante la ética moderna y legitimar la democracia auténtica. Es más,
en otro libro suyo titulado Ética mínima, sostiene que en tiempos en que
nadie ambiciona descubrir la verdad, el bien y la justicia, sino solamente pasarla
bien, es necesario que la cultura recupere su sentido respondiendo las
preguntas por la rectitud y la justicia. Por lo menos busca alumbrar una ética de
mínimos con el consenso y la autonomía humana como ejes centrales. No obstante,
hay que señalar que son justamente estos ejes acentuados al máximo los que están
conduciendo a la modernidad al gris nihilismo decadente y disolvente del
sentido moral.
Los filósofos éticos que se aferran al
ídolo de la secularización, a saber, la razón autónoma, jamás entenderán que es
justamente ésta la que hay que derribar para dejar a una razón que reconozca las
verdades suprarracionales. Prácticamente se vuelven filósofos anéticos. O sea,
no se trata de sustituir la razón por la fe, sino de reconocer a ambas como
herramientas indispensables que tiene el hombre para elevarse a la verdad. Al
contrario, el insistir en la razón autónoma ha llevado a la racionalidad sin
ética hacia la negación de la razón y de la verdad.
Por ello, el camino no es salir de lo
ontológico para entrar en lo ético. Pues lo ético es una forma superior de la
ontología. Y en esta forma superior el ideal cumple un papel relevante. Lo humano
no es el ente que se supedita al ser real, porque opone el ideal a lo real. El
ideal se identifica con el atractor del valor, pero ya es el poder dinámico y viviente
de la idea persiguiendo al valor. Pero en esta oposición del ideal a lo real se
expresa la continuidad del acto de participación ontológica. Es una oposición ética
que no excluye lo ontológico. La relación ética no está más allá de la
ontología, no es extra ontológica, porque el Yo es morada del ser valorativo.
Pero la aparición del Otro no impone responsabilidad al Yo, sino a condición de
determinados ideales y valores.
Por ello la relación ética es asimétrica
en cuanto a la responsabilidad, pero simétrica en cuanto a la identidad
-reconocerse a sí mismo en el Otro-. La Conquista de América por el imperio español
se ilustra bien la relación ética asimétrica entre el español conquistador y
los autóctonos vencidos. Mientras que la relación ética simétrica se aprecia
cuando los autóctonos reparan que los invasores son humanos en vez dioses y pueden
ser destruidos.
Como no se da el camino de separación entre
ética y ontología tampoco es necesario ir hacia otro tipo de lenguaje distinto
de lo ontológico. En De otro modo de ser o más allá de la esencia,
Levinas se propone ir más allá del lenguaje conceptual para instalarse en el
corazón de la ética. A su modo de ver las cosas la comprensión del prójimo
exige instalarse lejos de la comodidad lógica de lo “dicho” para tender
campamento en lo “dicho”. El prójimo es prerreflexivo e invoca responsabilidad moral.
Pero ya hemos visto que todo este esfuerzo por la búsqueda de otro tipo de
lenguaje no ontológico se deriva de un malentendido de base: lo ético está más
allá de lo ontológico. Pues, la responsabilidad que exige el encuentro con el
prójimo no sólo plantea la primacía de la acción sobre la teoría, sino también
la asistencia de la teoría sobre la acción. En otras palabras, el prójimo será prerreflexivo
en cuanto a su existencia, pero no en tanto existente. Y por ello mismo plantea
el problema racional de la justicia.
La ontología de la alteridad es ética ontológica
porque ve el sujeto como ente en relación y como ente que se observa en sí
mismo dentro de un todo referencial que no se desentiende el Ser, sino que es
una forma particular del ser. Los hechos vitales y empíricos del amor, la indiferencia,
el gozo, el dolor, la muerte, la paternidad, la amistad, entre otros, son
atendidos justamente porque este ser en relación no puede sumirse en el solipsismo
del yo trascendental husserliano, ni en la incomunicación del Dasein heideggeriano,
ni en el divorcio ontológico de la alteridad levinasiana. En la ontología de la
alteridad la ética no se supedita al Ser, sino que es manifestación de la transformación
misma del ser.
El ser ético no es una supeditación del
ente al Ser, sino que es una realización del ser en lo ético. El ser ético está
irremisiblemente arrojado a la relación con la otredad, no puede esquivarla, ni
en las mayores atrocidades que se pueden cometer contra el prójimo desaparece
aquella condición ontológica de ser ético, ya sea para asumirla o negarla. El
ser ético es una condición, no una determinación, y por ello mismo expresa la ambigüedad
de la propia condición humana siempre dependiente de su decisión libre.
Justamente por ello la adhesión de Heidegger
al nazismo no sólo fue de índole contingente y personal, no se trata de una simple
falta de coraje, sino de una decisión libre que no deja de estar acorde con sus
presupuestos filosóficos, como del Dasein abstracto y solitario, cuyo encuentro
fundamental no es con los otros sino con el Ser o su idea del hombre como ser
para la muerte. Ahí sí hay supeditación inhumana del hombre al Ser. Pero en la
ontología de la alteridad no lo puede haber, salvo deliberadamente por razones
ideológicas, porque el hombre es ese ser rodeado en el mundo de alteridades,
otredades, que no puede ignorar, porque incluso la indiferencia frente a ellos
ya es un tomarlo en cuenta.
Por ello, cuando Gadamer (Verdad y
método) afirma que la “facticidad de la vida” no son las cosas sino las
creencias, costumbres y valores, o el ethos, olvida señalar lo fundamental a
todo ello, a saber, el vínculo ontológico-ético con los demás. Gadamer se limita
al ethos-logos o argumentativo intelectivo, pero lo anterior a ello es el ethos-pathos
o lo emocional prerreflexivo.
La muerte es un hecho empírico y vital que
sacude al hombre desde los cimientos del ethos pathos hasta el ethos logos. La
muerte impacta y enlaza con la otredad de una manera muy especial. El “ya nunca
lo veré” o “lo veré en otro mundo” es un signo del fuerte vínculo prerreflexivo
y emocional que guarda el hombre con su prójimo. Al morir el otro la capa ética
más profunda, el ethos páthico, recibe el golpe de su ausencia de un modo
desconcertante, humillante y enigmática. Siente no sólo que se le ha quitado
algo, una compañía apreciada, y que no puede hacer nada, se siente impotente, sino
que, además, se le hace patente su propia mortalidad y desintegración en la muerte
del prójimo.
La experimentación propia e intensa de
la finitud por la pérdida de un familiar o allegado lo llena de angustia y
desesperación. Ama la vida y se resiste a ser un ser para la muerte. Y la falta
de sentido y la incomprensibilidad del hecho pasa a ser asistido por el
siguiente nivel de la conciencia ética como es el ethos logos. De ahí saldrá la
comprensión valorativa, el consuelo y la esperanza moral para el hecho
luctuoso. Las reacciones de los niños ante la muerte son de lo más reveladores y
significativas de aquella capa prerreflexiva y emocional del ser humano. El niño
siente impresión, orfandad, tristeza, ansiedad, enojo, culpa.
El pensamiento concreto de los pequeños expresa
con más claridad ese estrato profundo del ethos pathos que ve la muerte como un
viaje del que se ha de volver. La valoración de la partida mortal como
momentánea, no entiende su carácter irrevocable, inevitable e irreversible. Esa
limitación de la comprensión de la muerte se encuentra fuertemente enlazada al
estrato emocional que responde a una percepción especial del tiempo. El niño de
edad preescolar casi no siente el transcurso del tiempo. Es similar a la
sensación mágica que se cobija en el alma del poeta. En su mundo mágico las fronteras
del espacio y del tiempo aún no han cobrado su rigidez posterior. Se experimenta
el tiempo como un devenir continuo donde apenas cambia el color del cielo. Así,
de leve le parece la muerte, apenas un ligero cambio del que luego se ha de volver.
Esa percepción está ligada más pronto a la capa del ethos pathos de la esfera
valorativa, la misma que imprime el sello de la imposibilidad de un no retorno
en medio de la sensación de la existencia como algo bueno.
El filósofo sudcoreano Byung Chul Han reflexiona
sobre la muerte en su obra Muerte y alteridad. Tomando en cuenta a Kant,
Heidegger, Levinas y Canetti, entre otros, afirmará que concebimos la muerte
como la extinción sin residuos del yo personal, como la imposición absoluta de
lo totalmente heterogéneo. La inminencia de la muerte puede despertar un amor
heroico, en el que el yo deja paso al otro y se promete una supervivencia. Así en
torno a la muerte surgen complejas líneas entrecruzadas de tensión entre el yo
y el otro. Una de ellas es tomar conciencia de la mortalidad para asumir la
serenidad y la afabilidad.
En la explicación de Byung Chul Han sobre la muerte
se puede advertir nítidamente que el esfuerzo por tematizar la experiencia de la
finitud en la mortalidad pertenece a lo que hemos llamado el ethos logos, al
ethos discursivo, mientras que las reacciones prerreflexiva de énfasis del yo y
el amor heroico ante ésta tienen que ver con la capa del ethos páthico. Pero la
valoración páthica de la muerte no adelanta la conclusión de que somos un “ser
para la muerte” o “para la inmortalidad”, ello acaecerá luego con la valoración
del logos.
Ahora bien, el tema de la guerra es otro empírico y
vital que corre parejo al de la muerte. Pero es muy diferente una “guerra que
se sufre” a una “guerra que se emprende”. Una guerra que se padece asalta el
estrato emocional más profundo de la existencia, el ethos pathos, que está ligado
a la supervivencia misma. El deseo de no morir domina en ella. En cambio, en la
guerra que se emprende predomina el ethos logos, ligado a la asunción discursiva
de determinados valores justificatorios o condenatorios. El deseo de matar
predomina en ella. De lo contrario cómo explicar la adhesión a la guerra de
mentes lúcidas de intelectuales como Spengler, Jünger, Schmitt,
Jaspers, pero también Max Weber y Thomas Mann, a la "ideología de la guerra".
El filósofo e historiador italiano Domenico Losurdo, en su obra La comunidad, la muerte, occidente,
examina dichas afecciones que calificaban a la guerra como "grande y maravillosa".
Primero estudia la configuración filosófica centrada en la idea del ocaso de
Occidente junto al tema de la comunidad y la muerte en la guerra. De lo cual
emergerá produce en Alemania la ideología de "tierra y sangre" de la ideología
nazi. Luego compara el tema del destino occidental-alemán, frente a los
opuestos "mercantilismos" de las democracias y de la Unión Soviética.
Pero el propósito de todo este recorrido de Losurdo es explicar los elementos ideológicos
en la teoría filosófica de Heidegger y contextualizarlo sin recurrir a apología
ni a demonización. De su examen se extrae la conclusión de que el “ser para la
muerte” del Mago de Friburgo respondía al ethos del logos como discurso
predominante en el contexto social de la Alemania de entreguerras.
Lo interesante aquí es apreciar que Heidegger
nunca supo procesar los horrores del Holocausto como censurables. Su filosofía nunca
tuvo oído para la ética, sino tan sólo para el Ser abstracto. Ese divorcio
profundo entre el ethos del pathos y el ethos del logos en Heidegger es una
característica de la sociedad nihilista divorciada de los valores superiores,
es un mal de nuestro tiempo.
Esa comunicación defectuosa entre la
captación emocional del valor y su efectuación práctica, hasta el límite de su
negación, no tiene que ver con la naturaleza humana, sino con la presión social
y el deterioro cultural de la sociedad imperante. Un sistema social que sustituye
las auténticas necesidades humanas por otras artificiales, como sucede en el
capitalismo, termina aniquilando los reales valores humanos e imponiendo una
civilización material. Al trastocarse los órdenes teleológicos lo cuantitativo
termina sometiendo a lo cualitativo, el valor se reduce a objeto, avanza arrolladoramente
la tragedia de la cultura, donde un ímpetu demoníaco orilla a la humanidad a
una especie de demencia social.
La barbarie de la civilización materialista
desemboca en la hegemonía de lo técnico-científico, donde lo importante no es
pensar seriamente, ni conocer la verdad, ni valorar sustancialmente, sino vivir
sin responsabilidad y actuar con ironía lúdica.
3
Ethos páthico y Ethos logos
La ontología de la alteridad parte de
esta diferencia entre ethos páthico y ethos
como logos. El primero atiende a la estructura ontológica de lo ético,
como forma especial de la naturaleza humana. El segundo a las manifestaciones
discursas en la historia de dicho fondo. El primero no es extratemporal, pero tampoco
es enteramente histórico, es esencia que depende la existencia para
manifestarse. En cambio, el segundo es temporal e histórico.
Pero la estructura ontológica de lo ético,
el ethos-pathos, no obliga, sólo condiciona la obligación. Si obligara dejaría
de ser ético y se volvería en el algo determinado y no libre. Es por ello por
lo que el hombre es una existencia que marcha como existente. Y en su marcha
encuentra que la filosofía no es una opción sino una implicación existencial.
Esto tiene que ver con la afirmación de
Heidegger en Interpretaciones fenomenológicas sobre Aristóteles, donde indica
que el hombre a pesar de su apertura permanece oculto. Pero lo oculto en el
hombre no es una determinación de su finitud ontológica sino una condición de
su ontología ética. Justamente lo oculto preserva su libertad y lo hacer ser lo
que es, a saber, un ser libre, capaz de amor y odio, de bien y mal. El hombre
como ser finito es un ser contingente y falible pero también libre. Esto no
significa que la ética precede a la metafísica por medio de una praxis vital,
sino que es ya una manifestación metafísica de la criatura humana que está
entre los Otros.
La categoría mundanal de la vida, admitida
por Dilthey, Husserl, Heidegger, Ortega, Gadamer y Habermas, es el contexto del
ethos-logos donde se toma posición frente a los valores, pero previa a ella se
da la categoría a priori-trascendente de la vida, como el contexto del ethos-pathos
donde el sujeto está situado ante la Otredad y la dación de los valores.
Es por eso, que la ontología de la
alteridad no es simplemente ética de la alteridad, porque no se limita a ver
que los sujetos son seres en relación, sino que, además, señala que esa
relación es posibilitada por una estructura ontológico-ética como horizonte metafísico
donde aparece la Otredad y se dan los valores, mucho antes de la toma de posición
ante ellos.
Por eso, es un horizonte prerreflexivo y
prejudicativo, metafísico y ontológico, pero de naturaleza ética. Por eso, no es
el comprender lo propio del hombre sino, un acto prerreflexivo previo, el recibir
la dación del valor. Ciertamente que la mera dación del valor es inoperante sin
el comprender, pero la dupla “dación del valor-comprender el valor” -con la primacía
del primero- es lo propio de la existencia humana.
Es por eso por lo que quienes afirman desde
una ética discursiva -Habermas, por ejemplo, en su obra Ética del discurso y
la cuestión de la verdad- que el mundo se funda en estructuras lingüísticas
intersubjetivamente compartidas, tienen razón sólo a nivel del ethos-logos,
pero no del ethos como pathos. El hombre no sólo es un ser que conversa -Aristóteles
decía que es el ser que tiene lenguaje-, porque si se abarcan gestos estaríamos
a nivel de los animales como las ballenas y los delfines. No sólo somos diálogo
y prudencia -como prefiere Gadamer-, sino que somos lenguaje porque habitamos
en un previo horizonte extralingüístico de índole ético-valorativo.
El Ser habla al hombre, pero también nos
habla nuestro propio ser en clave ético-valorativa. En realidad, el Ser habla
al hombre bajo el tamiz de esta clave. Todo el interés humano por las cosas del
mundo pasa por el cernedero de lo ético-valorativo. Hay otra forma de decir lo
mismo: ninguna gran idea llega al hombre sin antes haber estado en su corazón.
Quizá sea otra forma de leer la lógica
del corazón de Pascal. Pero Pascal con su cristianismo individualista del siglo
diecisiete sea ajeno al tiempo natural y en ello se aleje de nosotros, pero es
contemporáneo no por su tiempo de la gracia, sino por advertir -como
Dostoievski- que la cuestión de Dios es una cuestión decisiva del hombre, quizá
el asunto existencial más importante que condiciona nuestra relación con el
prójimo. El hombre será una nada frente al infinito, un todo ante la nada, pero
un medio para evitar con el prójimo la nada y elevarse juntos al infinito.
La ontología de la alteridad no reclama
una actitud pascaliana, porque ya está instalada en la ontología del bien y del
mal que anida en el corazón del hombre. Si cada uno encuentra lo que es en el
fondo de su corazón, es porque no todos venimos al mundo con la misma capacidad
para percibir el ethos como pathos y realizar el ethos como logos. De qué
depende esa capacidad de nuestra alma. No hay duda de que somos misterio para nosotros
mismos. Y es mejor reconocer que nuestra razón es tan poca cosa que es locura
pretender tener respuesta para todas las preguntas.
Por lo pronto lo más prudente será acogernos
al consejo de Pascal: Hay que cuidarnos de dos excesos, excluir la razón y no
admitir más que la razón. Sin duda que la comprensión e interpretación de la
ontología de la alteridad es temporal e histórica, porque el hombre lo es. Pero
de ello no se deriva necesariamente que no pueda comprender ni interpretar lo
intemporal y transhistórico. Incluso puede darse que el Ser y el Valor no
siempre converse con el hombre o que su conversación no sea escuchada. La intersubjetividad
del diálogo no se siempre y en todo momento de la misma manera.
De aquí estamos a un paso de sentirnos
tentados a repetir gadamerianamente que la hermenéutica no es un método sino el
modo de ser del hombre. Pero no es necesario reincidir en la ontología
fundamental heideggeriana porque la ontología de la alteridad pone énfasis en
que antes que seres interpretantes somo seres captadores de los valores. Los
valores asedian al ser del hombre porque su ontología es ética. Ni en la
depravación y denigración el hombre pierde su sentido ético, incluso puede
perder la vergüenza, pero no el sentido de lo malo y lo bueno. Esto es
importante, porque señala el grado de enlace que existe entre el ser y lo bueno.
Como ya lo destacó la escolástica, el acto de existir es algo bueno, ni el
demonio puede desprenderse de ello. En cambio, la realización del valor, la
práctica del bien o del mal, depende del desarrollo de los hábitos virtuosos o
viciosos. Lo que significa que aun siendo la ética el ser de lo humano puede,
no obstante, obrar anti éticamente. Pero no es la libertad lo que hace posible
la ética, sino que es la ética lo que hace posible la libertad ética. La libertad
para hacer el mal o el bien nunca da la espalda a nuestro ser ético, al contrario,
siempre está confrontada con ella.
Es por eso por lo que se puede
desconfiar de la ética cuando no se promueve la virtud y se extiende la cultura
de la vulgaridad. En este sentido la ontología de la alteridad no es ninguna
garantía para el triunfo del bien y la edificación de una sociedad y civilización
ética, sino tan sólo la indicación que lo ético no se desentiende del ser, ni
es su opuesto ni se subsume ni le es superior. Simplemente en la jerarquía de
los seres lo ético es la forma correspondiente al ser del hombre. Su desarrollo
no depende de esta base, ni de la toma de conciencia intelectiva respecto a
ella, sino del desarrollo de virtudes que hagan posible la realización efectiva
del bien y del valor superior del amor.
Es por ello que la ontología de la
alteridad no puede limitarse a una interpretación y comprensión temporalista
del ser, el bien, la verdad, la historia, porque el hombre no es sólo temporal,
hay en él algo de lo eterno e infinito. No se trata de caer en un nuevo nominalismo
y relativismo proclamando que el hecho supremo es la interpretación, porque no
es el lenguaje el que constituye la conciencia sino lo moral, lo ético y el valor.
Pero a pesar de que es el horizonte ético el que constituye la conciencia, ello
no significa siquiera que tener conciencia moral implique la consecuente
práctica de los valores.
Existe una conocida anécdota sobre Max Scheler
al respecto: un alumno le preguntó por qué no vivía los valores con la misma
pasión con la que los exponía, sólo atinó a responder que el poste indicador
del camino no necesariamente se mueve en ese sentido. El peligro de tal actitud
lo hemos visto en el desarrollo subsiguiente de la filosofía en la línea
posmoderna y en el neopragmatismo donde incluso el poste indicador ha sido
arrancado para sólo quedarse con la actitud interpretante. En la racionalidad
práctica discursiva se cruzan la ética y la hermenéutica en un contexto donde no
hay normas universales, sino solamente modos de vida. El resultado es un relativismo
inevitable.
Todo indica que la verdad, el bien y el
valor no pueden quedar bajo el horizonte del intérprete. Ello está basado en
una errónea comprensión de la esencia humana, como existencia interpretante en vez
de existencia sintiente del valor. Pues el fundamento ontológico del valor y
del bien no es la existencialidad del ser humano interpretante. No es que haya
verdad porque lo interpreto, sino que interpreto porque hay verdad. De la misma
forma no hay bien y valor porque existo, sino que existo porque hay bien y
valor. Lo afirmado también colisiona frontalmente con la ética discursiva habermasiana
que sostiene que ni la tradición ni el diálogo son garante del libre acuerdo,
porque son distorsionadas por fuerzas que violentan la relación intersubjetiva.
Por lo cual, únicamente el “consenso” garantiza la verdad. Lo cual es absurdo y
representa la crucifixión de lo ético.
Sin embargo, hacer como los habermasianos
que el conocimiento de la realidad sea una construcción lingüística no supera
la valla del subjetivismo y del historicismo. Lo ético no puede depender del consenso
social sino del valor universal. En este sentido, la ontología de la alteridad
al hacer comprender que el hombre es una criatura ética, que no crea el valor
ni el bien, sino que lo capta en su capa primordial ética del pathos y que
pugna por expresarlo en la capa ético del logos, evita caer en la trampa del
subjetivismo, el historicismo y el relativismo moral.
La revolución filosófica de la ética de
la alteridad levinasiana es concebida como una ética que surge autónomamente
respecto a la ontología, en la que el Otro es una alteridad radical y trascendente
a la que denomina infinito. Considera que la ontología occidental ha estado
dominada por el concepto de totalidad, la cual ha promovido la libertad egoísta
y la dominación del Otro. Con lo cual la ontología impide la relación con el
otro basado en la justicia. El Otro no es una idea sino un rostro que evoca
conversar, pero que también cuestiona la conciencia. El rostro es el primer
discurso que interpela. Es la presencia del Otro lo que provoca la corriente
ética de la conciencia. El deseo es infinito, pero el deseo de ser más allá de
la esencia es acción humilde que va a lo infinito del Otro. Lo Otro cuyo
término no es el ser sino Dios. Es decir, la Otredad de Dios que se encuentra
más allá del ser y de la ontología.
Lo que aquí propongo como ontología de
la alteridad es que es un error concebir la ética más allá de la ontología. La
ética no está subsumida ni más acá pero tampoco más allá de lo ontológico. Lo que
hemos afirmado es que la ética es un modo particular de lo ontológico. La ética
es una ontología de la persona, diferente a la ontología de las cosas. La ética
es la ontología de un ser dotado de libertad, capaz de captar el valor y de
llevarlo a la práctica. No es la ontología y el concepto de totalidad lo que
lleva necesariamente a la dominación del Otro e impide la justicia y el diálogo
con el Otro, sino que son los vicios y pasiones desenfrenadas. No será concebir
al Otro como un infinito lo que promoverá el diálogo justo con él, sino atenerse
a las virtudes. Por otro lado, poner a Dios por encima del ser como bondad suprema
resulta sumamente controvertible.
Más coherente resulta Hans Jonas, en su
libro El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización
tecnológica, al afirmar que imponerse sobre la ética antropocéntrica que se
basa en el obrar tecnológico significa una nueva metafísica que rescate el ser
sin antropocentrismos y coloque la vida como finalidad propia y bien ontológico.
El principio de responsabilidad se plasma en una ética ecológica que subsume la
tecnociencia a una ética que ve con claridad que el futuro de la naturaleza es una
responsabilidad metafísica.
Otro autor que se empeña en una ética
sin sustento universal en una metafísica del ser es Vattimo. Desde una ética
débil, en su libro Ética de la interpretación, rechaza la postura de Levinas
que considera que el respeto al otro se funda en la absoluta alteridad del
otro, porque también el otro ha perdido su alteridad absoluta por la occidentalización
del mundo y la cultura de masas. También considera la ética como la época del final
de la metafísica. Busca fundar su ética hermenéutica en el horizonte de la
ontología nihilista, sin valores supremos, donde sólo queda la devoción por lo
limitado y lo efímero. Piensa que ello conduce a la solidaridad y el respeto.
Pero en realidad su cóctel de esteticismo schopenhaueriano, superhombre
nietzscheano y estética negativa de Adorno, resulta un poderoso vomitivo de los
principios orientadores para quedar purgado de toda moral.
Por último, la ética pragmática del
liberal Richard Rorty, en su libro ¿Esperanza o conocimiento?, y en su empeño
por avanzar hacia una segunda Ilustración que supere el sueño por lo universal
de la razón, asegura que llegó la hora de que los hombres dejen de buscar
ideales universales y se conformen en resolver problemas específicos que nos separan.
La ética en vez de servirse de la ficticia razón universal debe servirse de la
real imaginación. No existe fundamento universal de los derechos humanos, todo
es cuestión de ampliar la simpatía. La moral empieza donde el autointerés
termina. Lo que en buena cuenta hace Rorty es sustituir lo que llama el egoísmo
patológico universalista por el egoísmo patológico individualista. Su triste y patológico
pragmatismo moral concluye concibiendo a la misma como un simple ajuste biológico
de la especie. Ese biologismo primitivo y simiesco es reflejo de la decadencia
de razón burguesa sumida en el nihilismo y el anetismo.
Si Levinas se las emprende contra la
ontología occidental, la ceguera metafísica del
inmanentismo moderno es un mal generalizado de la presente época nihilista que
señala el rumbo de pensadores como Vattimo y Rorty, los cuales resuelven todo
el debate ético a nivel del discursivo ethos logos sin fundamentos fuertes y
universales, propio de un tiempo finisecular y patológico.
4
La Otredad Absoluta
La ontología de la alteridad hace ver que
el hombre no sólo es una criatura asediada por el otro de la finitud, sino
también por el Otro infinito, el Otro absoluto, el Bien Supremo, Dios. El hombre no tiene forma
de no sentir a Dios, ya sea para afirmarlo o para negarlo. Pero siempre es una
finitud plantada ante lo infinito. Pero hay una pregunta de hondo significado
para definir la relación con aquel Prójimo supremo: ¿quién es el Otro absoluto,
es el Ser o el Bien? ¿Hay contradicción entre ambos conceptos? ¿Se vivencia al
Otro absoluto como idea o como persona? Si Dios no es el Ser, como asegura
Levinas, sino el Bien supremo, entonces la Nada mantiene su primacía no sólo sobre
el ser finito y contingente sino incluso sobre el Ser mismo. Aceptar que la
trascendencia divina no es Ser, sino el Bien Supremo, exige pensar a Dios mismo
como antes de la aparición del ser. Lo cual es poner a la nada antes del ser en
cuanto tal. En su empeño por profundizar radicalmente la separación entre Ética
y Ontología, Levinas piensa el tema en dos cursos impartidos durante el año académico
1975-1976, en su último año de docencia regular en la Sorbona. Los cursos, aunque
no los haya redactado como libro, son parte integrante de su pensamiento. Los
cursos tratan de tres temas principales, a saber, Dios, la Muerte y el
Tiempo. Y con ese título han sido publicados por la editorial Cátedra, en
su colección Teoremas, en 1994 y 2012, con una nota de Advertencia firmada por
Jacques Rolland. Son las ideas expuestas en estos cursos, y no su libro De Dios
que viene a la idea (1982), los que mejor expresan su proyecto de una ética
divorciada de la ontología.
Para
Heidegger la ontoteología es Dios como ente, es olvido del ser. Entonces, hay
que pensar el Ser sin el ente, sin Dios. El desafío del Mago de Friburgo es
tomado por Levinas en el sentido de que la salida a la relación ontológica es
la relación ética. Mientras que el propósito de Heidegger no es salir de la
ontología, el de Levinas sí lo será. Para Levinas el ser no determina el
sentido, sino que es el sentido es el que determina el ser. Piensa que hay que testimoniar
a Dios sin llevarlo al Ser y ello es estar en terreno ético. Su conclusión será
que Dios es anterior al ser porque es el Bien Absoluto. Y el Bien absoluto es
anterior al ser. Nos preguntamos si Levinas no se encuentra atrapado en el
razonamiento de Heidegger de considerar a Dios como un ente. Al parecer sí lo
está. Estima que uno de los grandes aportes de Heidegger es haber advertido en
la filosofía occidental su interpretación ontoteológica del ser como Dios o
fundamento de los entes. Además, considera que la nueva época dominada por la
ciencia y la técnica será el fin de la ontoteología. O sea, será el fin de la
creencia en Dios por el avance del secularismo y del ateísmo. Pero no advierte,
señala Levinas, que la raíz del error es haber asumido a Dios como el ser. Para
Levinas Dios no nos remite al Ser sino a algo previo, a saber, el bien, lo
ético original. Esto es, Levinas cae en la trampa heideggeriana por no entender
a Dios como el ser absoluto y dejarse llevar por una diferencia ontoteológica
que no comprende la naturaleza de Dios.
El propósito de Heidegger es cambiar la
clave teológica de la comprensión del Ser como fundamento, por otra clave inmanentista.
Por tanto, su crítica no sólo apunta al Dios de la metafísica sino también al
Dios de la fe. Sartre ya lo había advertido al incluir a Heidegger dentro del
existencialismo ateo. Y esa consideración no se limita a su producción de los
años veinte, sino que se extiende a toda su obra, porque lo divino queda
subsumido a una de las formas del Ser. Sus consideraciones podrán haber nacido
de motivos cristianos pero su propósito fue siempre apuntar a una ontología
libre de Dios. Su agnosticismo no desaprueba la existencia de Dios ni desmiente
que el ser no es Dios. “Al fin y al cabo, los dioses son los del pueblo: no hay
un dios universal para cualquiera, es decir, para nadie”, expresaba en los años
treinta y luego no se desmentiría. Incluso cuando afirma: “Sólo un Dios puede
salvarnos”, lo hace desde su perspectiva de la desfundamentación de la teología.
Los estudios de Lorenz Puntel, Néstor Corona, Alejandro Lezama, apuntan en ese
sentido.
Cierto que Heidegger es muchas veces
evasivo, no es un prodigio de claridad expresiva y gusta jugar con frases
misteriosas. Pero lo que dejó expresado y escrito puede ser tomado en consideración
para una evaluación seria de su pensar sobre Dios. En ese sentido, ni para
Levinas ni para Heidegger Dios no nos remite al ser. sino al Bien supremo para
uno y al ente para el otro. Pero Levinas al estimarlo así no se escapa de la
jaula ontoteológica tendida por Heidegger.
El tema de la ontoteología es Dios como
fundamento del ser. Ello significa para Levinas que es Dios el fundamento de
todo sentido. Pero repara que, para Platón y Plotino, Dios está más allá del
ser. Hay un más allá del ser, una trascendencia anterior al ser: el Bien. Y es
aquí donde la ética no se subordina a la ontología. El ser es manifestación, la
trascendencia no lo es, se la intuye por la teología negativa. Declara,
entonces, que buscar otra fuente de sentido que no sea el ser es también
filosofía. La otra fuente de sentido es la trascendencia que está más allá del
ser. No obstante, lo primero que suscitan estos razonamientos es por qué el ser
no ha de ser considerado como trascendencia si es manifestación. No hay manifestación
sin trascendencia. Si Dios no es solamente lo no manifestado sino también lo
manifestado, por qué no ha de ser el Ser que trasciende. Las aseveraciones de
Levinas, congruentes con Platón y Plotino, sólo pueden prosperar si se acepta
que lo no manifestado es Dios y lo manifestado es el Ser.
Por ende, si Dios no es el ser, sino
algo que lo trasciende, entonces el ser proviene de algo que no es el ser ni la
nada. Ese algo es el Bien, pero cómo concebirlo al margen del ser. Para Platón
la idea de Bien no es Dios, como para Plotino, sino que es causa de la realidad.
La idea de Bien es fundamento del mundo inteligible y causa de toda la realidad.
En Plotino Dios es lo Uno, la anterioridad absoluta del primer principio, y ello
es la razón divina, lo cual es el Bien. La teología negativa en Platón y Plotino
se manifiesta en su común negación de que se pueda comprender propiamente el
Primer Principio. Aquí se enlaza Levinas con esta tradición sosteniendo que lo
que está más allá del ser se la intuye por la vía negativa. Y lo hace para
afirmar que sí es posible una inteligibilidad sin referencia al ser.
La negación del ser en la contradicción afirma,
fue el gran descubrimiento de Hegel, mientras que para Husserl la lógica formal
necesita mantenerse basarse en una lógica u ontología material. Incluso Heidegger
intenta sin éxito destruir la identificación entre la presencia y el ser. De
ahí deduce que la obra racional de la conciencia es reminiscencia o reconstrucción
de la realidad. De modo que su proyecto de afirmar una inteligibilidad sin
referencia ontológica al ser lo estima posible. Pero pensar sobre Dios a partir
de la ética significa para Levinas reconocer que en Heidegger el ser es un
abismo sin fondo. Y por ello representa la racionalidad de la no quietud. Pero
el ser de los griegos, especialmente de Platón, es un ser de la quietud. En
cambio, para Aristóteles el único teólogo es Dios. Reconoce que en la Edad
Media es ligeramente distinto, porque lo ético es una capa que recubre la capa
ontológica.
Con ello avanza hacia el tiempo. El
tiempo es el otro, significa la diferencia entre el Mismo y el Otro. La misma duración
del tiempo es paciencia o responsabilidad por el prójimo y en esa responsabilidad
hay trascendencia hacia el infinito. En el prójimo el infinito tiene
significado sin perder su sentido trascendente. Hay un sentido antes del saber
(Pascal, Kierkegaard, Buber, Marcel, Wahl). En el conocimiento hay contacto,
pero en la intersubjetividad hay afectación. En la relación con el prójimo se
descubre el infinito. Pues el Yo está en un mundo con otros yoes que cuestionan
su inocencia. Pero el yo ya está alterado por la alteridad. La subjetividad se
borra delante del ser, se revela revelando. Pero la subjetividad desaparece
ante la presencia, el aparecer, el fenómeno. Más nadie remplaza al yo en su responsabilidad.
En ese sentido, Kant es el comienzo del fin de la ontoteología al concebir a
dios como una idea trascendental. Pero ¿es el ser lo que más interesa al hombre?
¿No es más sensato que le importe lo bueno y lo correcto? ¿No es el hombre algo
distinto del ser?
Efectivamente, en el significado existe
una subjetividad. Pero el yo no es un concepto, es un compromiso que supone una
conciencia teórica y un ascenso de lo pasivo hacia lo activo. La subjetividad
no es simple facticidad de un Dasein. Así, en la responsabilidad por el otro la
subjetividad se deporta, se exilia, se desgarra. De manera que para Levinas la
subjetividad ética intenta imaginar a Dios como un más allá del ser. La
ontoteología es Dios como ente, es olvido del ser.
Para Heidegger hay que pensar el ser sin
el ente, no hay que pensarlo como fundamento. Dicho olvido tiene su paralelo
con la enajenación de Marx. Pero en Hegel el desarrollo del ser en la
conciencia es parte de la historia del ser. En la filosofía ser es saber,
teoría. ¿Pero es posible otro modelo de inteligibilidad? Y Levinas se responde
que el yo siempre es un exponerse sin límites, es acercamiento al prójimo. Se trata
de una paradoja intersubjetiva que es gloria del infinito.
Por tanto, está en el yo la posibilidad
misma de una inteligibilidad sin recurrir a la ontología. El hombre es algo distinto
del ser y por ello está en él la posibilidad de una inteligibilidad que supere
el ser. Esa convicción de Levinas se deriva de su punto de partida ontoteológico
heideggeriano. Ello se condice con su esfuerzo de marchar más allá de la
esencia. Todo lo cual para nosotros es un malentendido, dado que lo ético no supone
necesariamente abrir una brecha en el ser, sino, más bien, entender otra forma
ontológica presente en la ética.
Levinas es un pensador de la
secularización, para el cual existe un sentido filosófico de la técnica. Dice
que de la trascendencia espacial nace la idolatría. El saber de occidente es la
secularización de la idolatría y va desde la negación de la metafísica hasta el
ateísmo. Levinas no rechaza la metafísica. Al contrario, piensa en una ética
metafísica, pero que no sea ontológica.
La modernidad es la secularización de la
idolatría hecha ontología. El Ser no es Dios. Y con ello alude directamente a la
ontología fundamental de Heidegger, sin omitir la fenomenología trascendental de
su maestro Husserl. Para Levinas no pasa desapercibido que Heidegger seculariza
la diferencia ontológica, alineándose con ello con la demencia de la modernidad.
Por más que después de su visita a Grecia, el Heidegger otoñal haya insistido
en la idea de que el olvido del ser impide el acceso a lo sagrado, a lo divino,
a Dios, siempre insistió de que se trataba de dar un nuevo camino al pensar en
vez de tomar empuje al camino de la religión. Nunca transigió que Dios pudiese
ser tema de la filosofía ontológica fundamental, pues ese lugar lo ocupaba el
ser puro. En una palabra, Heidegger había secularizado el tema de Dios con su
ontología fundamental. Pero Levinas en
vez de enmendar la exageración de la diferencia ontológica abarcando a Dios, la
mantiene para sacar a la ética de su dominio.
Cuando en su lección del 13 de febrero
de 1976 aborda el tema de Don Quijote, destaca que el mundo es embrujo y en el
nivel humilde de la misma se perfila la trascendencia. La secularización a
través del hombre se perfila como una pregunta sobre Dios. Esto es también
hallar una trascendencia no ontológica. Esto es como decir que en el corazón
del antropocentrismo de la modernidad hay un movimiento de trascendencia no
ontológica. Lo cual es hasta cierto punto cierto, pues es un esfuerzo de trascender
en el plano puramente inmanente. Pero tampoco excluye que se pueda enlazar dicha
inmanencia mundanal con la trascendencia de Dios. Salvo que se trate de la moral
de situación que excluye lo divino.
Las lecciones subsiguientes pondrán
énfasis en el papel de la subjetividad para alcanzar la ética sin ontología. La
subjetividad como anarquía señala un ámbito previo a la intencionalidad y a la
libertad. Por eso es irreductible a la conciencia trascendental. Es una
libertad sin responsabilidad, es un puro juego. Esta libertad como anarquía
describiría perfectamente la que pregona la filosofía posmoderna con Vattimo a
la cabeza. Pero Levinas enfatiza que la situación de responsabilidad condiciona
una libertad limitada.
Ser responsable es sufrir por los demás.
Algo idéntico a lo que experimentó Buda al abandonar su palacio y constatar el
sufrimiento de sus congéneres, lo que le produjo una profunda transformación
interior. Pero Levinas verá una salida de la ontología en la relación ética. La
salida a la relación ontológica es una relación ética. La novedad del imperativo
categórico es que no pertenece a ella ni Dios ni la inmortalidad. Se trata del
imperativo de una moral autónoma. Y así el ser no determina el sentido, sino el
sentido determina el ser. Y es así porque por encima del ser está Dios, el Bien
absoluto. Pero nos preguntamos si este Dios
por encima del ser no falsifica a Dios mismo.
Nótese que Levinas no está consagrando
el subjetivismo de la modernidad con aquella apreciación del imperativo categórico
kantiano. Pero decir que así se constata que el ser no determina el sentido,
sino que el sentido determina el ser, porque por encima del ser está no la
subjetividad humana sino Dios, es reinterpretar la razón práctica kantiana
fuera de su marco contextual. Lo cual es original, porque permite observar que lo
extraordinario de la responsabilidad es que permite flotar por encima de la ontología.
O sea, no imaginando a Dios como causa del mundo sino como la bondad del mundo.
Por eso cuando en su lección sobre “La sinceridad
del decir”, sostiene que el decir no es para disimular el pensamiento, sino para
autenticarlo. El decir sin dicho, de los gestos y acciones, son comunicación no
intencional. Así, testimoniar a Dios sin llevarlo al ser es estar en terreno
ético. Y aquí es inevitable volver a interrogarnos si ese testimoniar a Dios
por encima del ser no distorsiona a la misma divinidad. Acaso no nos estamos
deslizando por el peligroso camino del nihilismo ontológico con apariencia ética
al renunciar ver a Dios como causa del mundo. Pero sacar a Dios del terreno ontológico
para justificarlo en el terreno ético ¿no es acaso incurrir en monoteísmo ético
estricto? No obstante, Levinas insiste para luego hablar de la gloria del
infinito y del testimonio. Exceder el presente es gloria que produce el
infinito. Pero hay desproporción entre la gloria y el presente. Ningún presente
tiene capacidad de infinito. Pero Dios escribe derecho con renglones torcidos.
O sea, el lenguaje no reproduce el pensamiento. En la ética hay la paradoja de
un Infinito en relación y a la vez sin correlación con lo finito.
Todo esto lo lleva a Levinas a sostener en
sus tres últimas lecciones que la historia de la filosofía es la destrucción de
la trascendencia por la ontología. Si Dios está más allá del ser entonces hay
otra racionalidad, la de la trascendencia. Dios es anterior al ser porque es el
Bien absoluto. Fuera de la experiencia está la idea cartesiana de Infinito. Eso
significa que la experiencia no es el origen de todo sentido. En Descartes la
idea de Dios o el Infinito es una pasividad sin receptividad que se impone al
espíritu. La idea de Dios hace estallar el pensamiento, es el cogito cogitatum.
Y en su última clase afirma: Infinito es antes de la aparición o sea un Dios
trascendente hasta la ausencia. Un más allá del ser es un algo mejor que el
ser. el Bien absoluto.
Aquí quiero intercalar una digresión que
está relacionado con la trascendencia de Dios hasta la ausencia. Me refiero al
hecho empírico de la “desolación”. En la desolación la subjetividad se siente a
una distancia infinita de Dios, del mundo y de los otros. No hay más que tú y
tu propio dolor, todo lo demás desaparece. La intensidad de la interioridad de
la subjetividad alcanza tan hondos límites que encuentra dónde descansar los pies.
Es la desolación que sienten los padres al perder a un hijo, o el esposo al perder
a la esposa. La mujer lleva mejor el luto que el esposo, porque el hombre
siempre está más próximo con la soledad ensimismada y la mujer más cercana a la
sociabilidad. Yo mismo experimenté la desolación a la muerte de esposa. Sentí que
se abría un foso tan profundo en el alma incapaz de ser llenado por nada. Fue
similar a un desgarramiento tectónico que dejaba un vacío en lo más profundo de
mí. Esa desolación suele ser recurrente como incomprensible.
Pero el hecho es que en la desolación la
trascendencia de Dios está presente en la ausencia. Pulsa un dolor sin consuelo,
frente al cual Dios sólo es testigo. Es otra forma de estar ante Dios, pero en
completo silencio abrazado al propio dolor. La desolación es monologante, no
tiene que estar ligado al rencor, se parece a un silo, es como un entorno
peligroso e implacable que sólo se amaina ante la presencia del testigo divino.
La desolación es un desgarro infinito de soledad dolorida exasperante. En la desolación
se pone en el asadero a la subjetividad como puro dolor. En la desolación hay
trascendencia hacia la ausencia de una otredad querida y añorada. También hay la
desolación metafísica donde se siente el propio ser asido por las garras de la
nada.
La desolación siempre es metafísica,
porque remite el ser a la nada. Y lo único que impide el cabal cumplimiento de
la nada es ese testigo mudo de la divinidad. El hecho empírico del suicidio es
el vecino próximo de la desolación. Siempre amenazante y cuasi presente tienta
con el fiel cumplimiento de la nada. Es lo más alejado del Bien absoluto por la
acción y lo que más cercano se encuentra por la desesperación. Desolación,
desesperación y suicidio son hechos empíricos de la subjetividad entregada a su
propia infinitud, donde Dios es una trascendencia en la ausencia. Experiencias
que encuentran su antípoda total en el éxtasis, que es lo más cercano que se
puede colocar la subjetividad a la trascendencia divina. Del arte literario se
pueden extraer los mejores ejemplos del sentimiento de la desolación. Y lo hallamos
en Gabriela Mistral y su poema Desolación:
La bruma espesa, eterna,
para que olvide dónde
me ha arrojado la mar en su ola de salmuera.
La tierra a la que vine no tiene primavera:
tiene su noche larga que cual madre me esconde.
El viento hace a mi casa su ronda de sollozos
y de alarido, y quiebra, como un cristal, mi
grito.
Y en la llanura blanca, de horizonte infinito,
miro morir intensos ocasos dolorosos.
¿A quién podrá llamar la que hasta aquí ha venido
si más lejos que ella sólo fueron los muertos?
¡Tan sólo ellos contemplan un mar callado y yerto
crecer entre sus brazos y los brazos queridos!
Los barcos cuyas velas blanquean en el puerto
vienen de tierras donde no están los que no son
míos;
sus hombres de ojos claros no conocen mis ríos
y traen frutos pálidos, sin la luz de mis
huertos.
Y la interrogación que sube a mi garganta
al mirarlos pasar, me desciende, vencida:
hablan extrañas lenguas y no la conmovida
lengua que en tierras de oro mi pobre madre canta.
Miro bajar la nieve como el polvo en la huesa;
miro crecer la niebla como el agonizante,
y por no enloquecer no encuentro los instantes,
porque la noche larga ahora tan solo empieza.
Miro el llano extasiado y recojo su duelo,
que viene para ver los paisajes mortales.
La nieve es el semblante que asoma a mis
cristales:
¡siempre será su albura bajando de los cielos!
Siempre ella, silenciosa, como la gran mirada
de Dios sobre mí; siempre su azahar sobre mi
casa;
siempre, como el destino que ni mengua ni pasa,
descenderá a cubrirme, terrible y extasiada.
Estos estremecedores versos de increíble
belleza retratan la bruma yerta del morir infinito en la desolación, donde se
oye el eco de Vallejo en Dados Eternos cuando dice:
Dios mío, si tú
hubieras sido hombre,
hoy supieras ser Dios;
pero tú, que estuviste siempre bien,
no sientes nada de tu creación.
Y el hombre sí te sufre: ¡el Dios es él!
Es el pobre hombre que se estremece ante
el Bien absoluto de la Otredad divina que
azora y desconcierta, mientras pende sobre nuestras cabezas la promesa de
salvación. De nuestra ética dependerá nuestra ontología. O sea, como hemos
enfatizado en la ontología de la alteridad, la ética no se divorcia de lo
ontológico, más bien es su cabal expresión en la naturaleza humana. En nuestra
relación con el prójimo la ética no es una capa que recubre lo ontológico, es
lo ontológico mismo en su naturaleza ética. Y el prójimo absoluto, que es Dios,
no puede ser lo ético puro, como pretende Levinas, porque su ser supone la
perfecta unión entre lo ontológico y lo ético.
Como se vio, el objeto del último curso
de Levinas en la Sorbona era pensar a Dios fuera de la ontoteología. Se trata
de hallar una trascendencia no ontológica en la ética, en el Bien Supremo. Su afirmación
de que no es el ser el que determina el sentido, sino el sentido el que
determina el ser se dirige a reforzar la idea de que por encima del ser está el
Bien absoluto, que es Dios Providente, omnisciente y omnipotente. Levinas por
su fe judía abraza un monoteísmo estricto, diferente al monoteísmo trinitarista
del cristianismo católico.
Es decir, Jesucristo no será para él Dios
hecho hombre y representado por el Espíritu Santo, el Paráclito. Pero
justamente la Encarnación y la Resurrección son los hechos decisivos para sostener
que Dios no puede ser pensado fuera de la ontología. Ambos no son acontecimientos
meramente éticos sino también ontológicos. Dios-Hombre es de significado
soteriológico. Por eso, la trampa de la diferencia ontoteológica de Heidegger no
puede extenderse a Dios. El malentendido de Levinas tiene su origen en este
punto de partida falso.
Es decir, afirmar que Dios es anterior
al ser porque es el bien absoluto, rompe no sólo con la espiritualidad de
occidente, que ha sido una aventura del ser, para convertirlo ahora en una aventura
del bien absoluto, sino que es incurrir en una postura pagana neoplatónica al
intentar colocar a Dios más allá del ser. Pero el judaísmo no tiene que llevar
a la postura de Levinas, que en defensa de la ética abjura del ser, pues otro
filósofo judío como Buber afirma que el ser es el acceso al prójimo, la esencia
humana es la estructura yo-tú. Ni Heidegger ni Levinas han comprendido que en Dios
el Ser no es la primera participación, sino la perfección fundamental. El no
hacerlo llevó también a otro filósofo en el siglo IX, Juan Escoto Erígena, a
sostener que Dios se sitúa por encima de todas las categorías como hiperesencia
que está por encima de toda afirmación y negación.
5
Ontología de la alteridad y liberación
La ontología
de la alteridad ha completado su recorrido por sus dos vértices principales, a
saber, la otredad finita y la otredad infinita. Ahora se trata de interrogarse
si puede estar en función de la liberación concreta del ser humano. Sólo
enlazando lo axiológico con lo ontológico se resuelve la oposición entre el ser
y el valor. Pues el valor nos hace penetrar en la interioridad del ser.
La
ontología de la alteridad al concebir el binomio ética-ontología como una
unidad que singulariza a la realidad humana, no puede limitarse en la racionalidad
práctica a una promoción del diálogo y la escucha de los excluidos convertidos
en objetos por la dominación, sino que reconoce que todo esto es estéril e
infecundo para cambiar realmente las condiciones de vida si previamente no se
elimina la estructura de injusticia que rebasa lo eurocéntrico y abarca a todos
los seres humanos. Escuchar atentamente y dialogar con el oprimido no resolverá
su situación injusta si no se desmonta la estructura social injusta que la mantiene
y promueve. Es esa su diferencia fundamental con la Filosofía de la liberación
de Enrique Dussel. Pues, el diálogo, por el contrario, puede volverse hasta peligroso
para mantener el statu quo con la apariencia del consenso. En este punto es muy
lúcida la filósofa Chantal Mouffe cuando observa el peligro del consenso en la
política contemporánea, en su libro La paradoja democrática. El consenso
es utilizado como arma ideológica en los tiempos actuales antirrevolucionarios,
porque niegan el conflicto como lo esencial de la democracia. En lugar de la
discrepancia y el conflicto promueve el consenso y la unanimidad social. Con
ello se busca aletargar la lucha social e ideológica y mantener el discurso dominante
del neoliberalismo. De ahí el interés de la derecha populista en promover el
consenso y se posiciona como la única fuerza de oposición contraria al sistema.
La
ontología de la alteridad no puede cerrar los ojos a la revolución de los ricos
contra los pobres que actualmente acontece bajo el neoliberalismo. Ya John
Kenneth Galbraith había hablado de la llegada de la "revolución de los
ricos contra los pobres". Ahora que es una realidad se constata que la
batalla por las ideas la guerra la están ganando los corifeos de Hayek y
Friedman, quienes fueron los que iniciaron la verdadera reforma revolución
económica a favor de los ricos contra los pobres.
Es por
ello por lo que la ontología de la alteridad no permanece indiferente ni
neutral al hecho decisivo de la importancia de apoderarse del discurso hegemónico
para desmontar las estructuras injustas de la sociedad. Lo que aquí está en
juego no es el diálogo ni el consenso, sino la batalla por las ideas que promuevan
el cambio de estructuras. Lo que aquí está en litigio son las ideas. Un ejemplo
de ello es el libro de Ernesto Laclau, La razón populista, pensador
gramsciano que sabe que la partida en la lucha política se gana cuando se logra
apoderarse del discurso hegemónico.
La idea
central de Laclau es que el populismo es un signo de una democracia incompetente.
En América Latina el populismo se justifica como forma de construir lo político.
El populismo de izquierda es democrático y se atrajo el odio de los oligarcas y
de los serviles del imperio. Laclau ejemplifica la resignificación del término
"populismo", porque está inserto en una laboriosa guerra de
trincheras dentro de la batalla ideológica y cultural por apoderarse del
sentido común en contra del control ideológico de los intelectuales neoliberales.
El libro es un excelente ejemplo de la impronta actual de Gramsci y su enorme
importancia con su concepto de "guerra de posiciones" en la lucha
ideológica por la hegemonía cultural.
Y la
ontología de la alteridad no permanece indiferente a la lucha por apoderarse
del discurso hegemónico porque la explotación y exclusión del prójimo
proseguirá si no se atiende al hecho ético de la ejemplaridad. La ejemplaridad
como principio ético de confianza en la virtud pasa por el cedazo del triunfo de
las ideas contra la injusticia. El libro de Javier Gomá,
Ejemplaridad pública, tiene el mérito de demostrarlo. Propone una
filosofía política basada en la ejemplaridad de la virtud y no en la barbarie
del nihilismo. Sólo la fuerza persuasiva del ejemplo virtuoso puede generar virtudes
cívicas y promover la emancipación del ciudadano.
Lo
único cuestionable sobre Gomá es que piense que ello pueda darse en medio de la
secularización. O sea, en el increencia en el principio fundamental de la
metafísica, Dios. Y tampoco queda claro
cómo la ejemplaridad pública pueda cambiar las estructuras cuando se limita al ejercicio
profesional de su función burocrática. Al contrario, su énfasis en el
ejemplarismo de la virtud puede devenir en conservatismo que cohesione el poder
injusto.
De manera que la ontología de la alteridad en la racionalidad
práctica no puede cerrar los ojos a la existencia de una violencia estructural.
Y en ese sentido está más próxima a la Teología de la Liberación de Gutiérrez,
Sobrino y Boff, porque resulta fundamental darse cuenta de que existen
estructuras sociales malas y perversas, generadoras de la opresión y
explotación del prójimo, encarnadas en La racionalidad sin ética del
capitalismo. Existe un pecado estructural llamado capitalismo, el cual es un
terrorismo estructural contra el hombre.
La teología de la liberación se dio cuenta que la estructura
misma del capitalismo es violencia contra el Otro. La capacidad de ser inmoral
y corrupto está ínsita en la inmoralidad de las estructuras. Aquí no basta el
diálogo, el consenso ni la escucha del oprimido. Lo que se impone es luchar revolucionariamente
contra el capitalismo que hace del nihilismo un modus vivendi antihumano. Cada
prójimo es un Cristo, sea pobre o rico, explotado y explotador, y la
continuidad de lo injusto afecta a ambos, al amo y al esclavo.
En este sentido la
ontología de la alteridad tampoco puede ignorar el imperio del amor en el
proceso del cambio social, hasta tal punto que conciba la eliminación de las estructuras
injustas como el acto de amor más sublime al alcance del hombre. El filósofo francés
Luc Ferry, en su obra Sobre el amor, llamó
la atención sobre el paso de los matrimonios concertados a los matrimonios por
amor, lo que dio paso a un segundo humanismo de la fraternidad y la solidaridad,
donde se dejan de lado las grandes masacres en nombre de unos principios
mortíferos para preparar el porvenir para quienes más amamos. Lo cual suena
hermoso, pero distante con la realidad. Se supone que ello llevaría al hombre a
un tratamiento más compasivo y misericordioso con su prójimo, pero nada de ello
ha sucedido. La hegemonía por la lucha de las ideas puede ser decisivo para
distorsionar la vivencia del amor.
Por ende, para que el
amor pueda construir pacíficamente su cauce de hermandad global requiere previamente
extirpar las estructuras materiales injustas. Ni el amor, ni la virtud, ni la
ejemplaridad, ni los valores, son fuerzas suficientes para contrarrestar el mal
en el mundo. ¿A un poder material habrá que oponerle otro poder material? ¿No
fue Cristo el primero que expulsó del Templo a los que habían convertido en casa
de ladrones la casa de su Padre?
La doctrina social de la
Iglesia no cesa de condenar en sus diversas encíclicas al capitalismo.
Especialmente Caritas in veritate. Sobre el desarrollo integral humano en la
caridad y en la verdad, pone énfasis en que no basta la intención redistributiva
del Estado, sino que hace falta civilizar la economía incluyendo en ella la
lógica de la solidaridad, la gratuidad y la fraternidad. Benedicto XVI preconiza
crear una economía solidaria y enfatizar la dimensión social de la empresa.
Una globalización sin
caridad en la verdad sólo crea superdesarrollo material acompañado de
subdesarrollo moral. Pero gestionada con caridad puede generar una gran
distribución de la riqueza acompañada de crecimiento moral. Algo muy coincidente
expresa el teólogo Hans Küng en su libro Hacia una ética mundial. Pero
el capitalismo no sólo impide una economía humana sino también destruye
desproporcionadamente la naturaleza. Y esto es denunciado de modo alarmante por
el Papa Francisco I en su encíclica Laudato si exalta el Canto a las
criaturas: “No podemos legar a nuestros hijos una Madre Tierra convertida
en un desierto”. Los límites de la destrucción
ecológica del planeta desautorizan la legitimidad actual del capitalismo.
En un
planeta finito no es posible un crecimiento infinito. El capitalismo ha perdido
legitimidad y suprime la libertad porque el dinamismo estructural que preconiza
colisiona con la solidaridad ecológica que impone límites. La Madre Tierra se
ha convertido en la gran Otredad natural que también exige un trato caritativo.
La ontología de la alteridad es sensible a ese otro vértice de la otredad
finita junto a la otredad finita intersubjetiva y la Otredad infinita. Por ello
rechaza moralmente la contaminación ecológica a escala planetaria del
capitalismo. La otredad ecológica es una nueva toma de conciencia que condena la
estructura antihumana y antiecológica porque sólo están en función de la ganancia
y no de la solidaridad ni de la conservación natural. La izquierda actual se debate en un dilema. Por un
lado, la línea “progresista” ha abandonado la lucha anticapitalista, se volvió
liberal y, por otro, la línea “republicana” reclama un marxismo republicano que
emplea el parlamentarismo, la democracia e incluso el mercado, para transformar
las estructuras. Obviamente, el segundo tiene que enfrentar la colosal e implacable
guerra de embargos y sanciones unilaterales por parte de un imperio encargado de
poner toda serie de obstáculos para que dicho programa de izquierda no prospere.
En todo caso la violencia viene del lado de la derecha y no de la izquierda.
Pero el discurso dominante es optar por el mal menor y mantener la uniformidad simultánea.
El filósofo francés
Jean Claude-Michéa en su libro El imperio del mal menor. Ensayo sobre la
civilización liberal, justamente describe el comportamiento esquizofrénico de
un sistema de incita a optar por la mayor libertad y al mismo tiempo hacerlo en
una dirección determinada. En su opinión ello es derivado de las guerras de
religión y políticas que han llevado hacia la aspiración a hacernos el menor
daño posible, dejando al margen la virtud, el bien público y los elevados
ideales. Pero da la casualidad de que el imperio del mal menor no se cumple hacia
los que el imperio considera sus enemigos. Así mantiene por más de cincuenta años
el bloqueo a Cuba y los ilegítimos embargos a activos financieros a Venezuela,
Irán, Corea del Norte, Rusia, China, entre otros, son de índole criminal e
ilegal. Entonces existe un sesgo en la apreciación del imperio del mal menor,
porque la política internacional muestra el desarrollo a gran escala del imperio
del mal mayor. Es decir, la racionalidad sin ética del capitalismo se expresa
en todas las dimensiones de la vida.
La ontología de la alteridad
como racionalidad ética de liberación es, en principio, una ontología real
porque atiende tanto a la dimensión inmanente como a la dimensión trascendente
de la Otredad. Pero ello no basta. Tiene que ser una ontología de la revolución
tanto interior como exterior. De lo interior reconociendo la presencia de la
Otredad absoluta en el ethos páthico donde reside la captación del valor y la
posibilidad del encuentro con el prójimo. De lo exterior admitiendo la
responsabilidad ante el prójimo finito en el ethos del logos, como una necesidad
ínsita en la necesidad del cambio de las estructuras que impiden una vida justa
con el otro.
La ontología de la alteridad
no se hace ilusiones con el perfeccionamiento de la naturaleza humana, la misma
que está instalada en una ambigüedad, el tedio y falibilidad existencial que lo
hace proclive a la indiferencia ante la práctica de las virtudes a pesar de la
captación de los valores. Pero justamente en ello reside la gran prueba para la
libertad humana. El hombre es una inmanencia en la trascendencia y una trascendencia
en la inmanencia. Y por eso su responsabilidad se extiende hacia el cuaterno de
sí mismo, el prójimo, la otredad natural y la Otredad absoluta. Y de cualquiera
de esas aristas puede ser asaltado por el agobio. El Otro incita su responsabilidad,
pero también puede producir agobio, cansancio y aburrimiento. De modo que se puede
ignorar el cuaterno, pero no se puede eludirlo porque su ser es ético.
En otras palabras, su
ser ético vive amenazado permanentemente y es el más difícil de sobrellevar.
Pero el mayor agobio es el agobio de sí mismo, el del propio existir. Se puede
escapar del agobio del prójimo en la soledad, pero no se puede huir del agobio
de sí mismo salvo durmiendo o soñando. Particularmente en la sociedad enajenada,
donde a la gente se le hace creer todo el tiempo que es libre pero que en
realidad se le conduce por un camino predeterminado, un ritmo de vida
apresurado, el agobio -conocido como estrés- se traduce en no poder hacer lo
que a uno le gusta, no realizar su personalidad en su verdadera vocación, y así
la vida se vuelve insípida, incolora y dolorosa. La terapia que se recomienda
es mantener una actitud positiva, pero en realidad de poco ayuda cuando el
contexto vital se mantiene igual. Nuevamente el problema es cambiar la
estructura tirana.
Pero existe otra
dimensión de la ontología de la alteridad en relación con la liberación y tiene
que ver con la mística. La mística está estrechamente unida con la naturaleza ética
del hombre, porque es un ser advocado a Dios. Se manifiesta como deseo de unión
con la divinidad desde la mística primitiva, precristiana y cristiana. Para las
grandes religiones universales es el hombre el que preside el retorno de la
creación a Dios. La mística está ligada a formas particulares de liberación del
alma. La mística chamánica supone la muerte mística que libera momentáneamente
de esta vida. La mística neoplatónica es unión con lo Uno y liberación del alma
respecto al cuerpo. La mística islámica insiste en la absoluta trascendencia de
Dios. Y la mística judeocristiana es presencia interior de Dios y unión por el
amor. Sin obviar que el misticismo no es incompatible con el desequilibrio nervioso
e incluso psicológico, hay que afirmar que siempre está asociado a un estado de
liberación. En la mística judeocristiana la sustancia del alma no es el ver -teoría-
sino el creer -poner el corazón- y sólo por fe el alma se une a Dios. O sea, la
mística es la contemplación de la verdad más íntima asequible a la criatura. Pero
la fe está más allá de la razón y el sentido, es un liberarse de éstas. Lo cual
significa que para arribar a la unión con Dios -como destaca San Juan de la
Cruz- hay que hacer pasar al alma por la noche del sentido y la noche espiritual.
Se trata de liberar al alma de todas las cosas sensuales y temporales, incluso
de los es parte del espíritu. Por eso los actos heroicos de caridad son
peligrosos sin una íntima unión con Dios. Sin esa liberación previa o
vaciamiento completo no hay unión ni morada con Dios -como asevera Santa Teresa
de Jesús-. En el ascenso a la perfección no hay que llevar carga. Se trata de
una viva muerte de cruz sensitiva y espiritual, exterior e interior. Para unirse
con Dios hay que liberarse o rechazar los prodigios naturales sensitivos y sobrenaturales-espirituales
con los que el demonio tienta para apartarnos de Dios. Durante la “edad de la
fe” los místicos presentaban éxtasis espectaculares, pero en la “edad de la
apostasía” los místicos fuera y dentro de los conventos exhiben vocaciones accesibles
a la vida ordinaria.
Entre los filósofos
no sólo Orígenes, San Agustín, San Bernardo, Santo Tomás de Aquino, sino
también Raimundo Lulio experimentó éxtasis místicos, teniendo cinco veces la
visión de Cristo en la cruz. Y la lista sigue con Eckhart, Suso, Ruysbroeck, entre
otros. La liberación que representa la mística en la ontología de la alteridad
significa que muy por encima del acto moral del hombre está la acción de la gracia
divina, la misma que transforma el alma humana y la une a Dios. Es más, en la
época de decadencia de la mística, que se inicia en el siglo XVII y se prolonga
hasta nuestros días -donde no deja de haber algunos grandes místicos, como, por
ejemplo, el Padre Pío-, se pone de manifiesto la importancia de la oración y lo
sacramentos no sólo para la vida apostólica, sino para robustecer la vida
moral. Nuestro tiempo postmetafísico, nihilista y hedonista es testigo que el
bien moral sin Dios tiende a marchitarse, adelantándose el mal.
La ontología de la
alteridad es una defensa de la unidad entre ética y ontología, y por lo mismo
no puede desligarse de cuestiones de religión, estética, política y economía. Y
en este sentido cobra especial importancia ética el hecho empírico de la “sensatez”,
como cualidad del buen juicio, prudencia y madurez en acciones y decisiones. Y
esta cualidad del ser ético es lo que hace falta con urgencia en el mundo actual.
Por ejemplo, la inmigración
de los pobres hacia los países ricos se podría evitar si con sensatez los
beneficios económicos obtenidos por la globalización se repartieran a todos los
países según sus necesidades. Una era global exige un reparto global de la
riqueza, la tecnología, las patentes y la ciencia. La insensatez del orden político, militar y financiero que imponen sobre
el mundo los monopolios a través de los países ricos es el obstáculo. La sensatez impone el predominio del interés común sobre el beneficio
personal como idea central de una economía estacionaria. La ontología de la
alteridad enfatiza que lo importante no es la producción sino la distribución y
el arte de vivir. Esto hace imperativo eliminar la pobreza y distribuir los
productos del trabajo mundial. Hay que impulsar la producción en manos de
cooperativas de trabajadores. Hay que limitar el derecho particular de propiedad
para el bien público. Poner un límite a lo que una persona puede recibir como
herencia, puesto que en ella no han intervenido sus facultades. Y unir la mayor
libertad de acción con la propiedad común de todas las materias primas del mundo
y una igual participación en todos los beneficios producidos por el trabajo
conjunto. En una palabra, hace falta una revolución mental para superar el
egoísmo y abrazar el bienestar general. Lo sensato e importante no es la riqueza,
sino el arte de vivir. Con este reparto de la riqueza mundial se podría superar
tanto la xenofobia y la xenofilia -amor a lo extranjero-, para empezar así la
reconstrucción moral del hombre.
En suma,
el problema de la ontología de la alteridad es el problema del hombre en sus
relaciones totales con la inmanencia y la trascendencia, en vez de desvivirse
en la recortada dimensión inmanentista de la modernidad.
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Cuarta Parte
ANTROPOLOGÍA
SIN ANTROPOCENTRISMO
El mundo
como bondad y compasión
LIBRO PRIMERO
El mundo como bondad
§ 1.
No hay mundo malo, hay malas acciones que equivocadamente se alejan de
la virtud. Esta verdad no sólo tiene que ver con la realidad ética del
mundo humano, sino también con la realidad óntica del mundo material. Y porque
atañe de este modo no sólo al hacer sino también al ser,
se trata de una verdad universal de un profundo sentido filosófico. Desde el
punto de vista del hacer supone la existencia de un ser libre
capaz de decidir por sus acciones y ser responsable de las mismas. Desde el punto
de vista del ser implica que su manifestación como ente no
está dominada por la nada, sino por la bondad de manifestarse fenoménicamente.
De manera que la realidad
ética del mundo humano es lo que lo configura como tal, y que la realidad
óntica del mundo material está penetrada de bondad ontológica. En realidad, si
no existiera la bondad ontológica en todo lo existente la misma existencia de
todos los entes sería imposible. Sin ello todo sería engullido por la Nada.
Ello significaría el primado de la Nada sobre el Ser. Pero como la nada nada es,
y como el ser finito no puede ser origen ni causa de sí mismo, ello nos lleva a
reconocer que la bondad ontológica tiene su fuente en un Ser infinito
completamente bueno que hace posible la existencia misma.
Cuando un hombre conoce
esta verdad estará para él claramente demostrado que no es ni el robot de Dios
ni el autómata de las leyes de la materia. O sea, que es un ser libre responsable
de sus actos y no se verá afectado por el determinismo científico de una filosofía
secularizada. Para ello es necesario reconocer que la bondad ontológica no remite
a una fuente metafísica concebida como sustancia infinita y eterna que determina
el mundo a lo Spinoza. Todo lo contrario, alude a una deidad voluntarista, como
en Descartes, pero cuya comprensión exige no sólo la dimensión de la razón sino
también la dimensión de la fe, como exigía Pascal. De otra forma insistiríamos
en la idolatría de la ciencia y de la razón, que ha llevado a la indiferencia
religiosa y al rumbo prometeico del hombre moderno.
Eso, por un lado, pero por
la otra dicha bondad ontológica tiene que ver con el hecho de que el ser prima
sobre la nada. La pregunta sobre por qué existe el universo no se desvincula
con este misterioso problema metafísico que conduce a una reflexión simultánea
entre lo ontológico y lo ético. Y si todo lo que existe es posible por una
bondad ínsita en el ser, en el hombre dicha bondad ontológica cobra un profundo
sentido óntico porque al hombre le es dado ser consciente del papel crucial de
sus actos para la conformación de su ser. Levinas acertó al ver al hombre como
un ser metafísicamente moral, pero erró al pensar que lo ético está más allá de
lo ontológico.
En este sentido hay dos
niveles éticos en el ser: el óntico, relacionado con la posibilidad de que la
existencia no se hunda definitivamente en la nada, y el ontológico, vinculado
con la asunción consciente del bien en la práctica de la virtud. El ser de lo
ético no se agota en el ente finito de naturaleza libre llamado hombre. Va más
allá de él, Tanto hacia abajo como hacia arriba. Hacia abajo, en los demás seres
finitos que existen con menor o nula conciencia. Y hacia arriba hasta llegar a
la fuente infinita y eterna, en la cual lo Bueno no puede sino identificarse
plenamente con el Ser. Lo cual hace que el mundo no sea malo ni en sí mismo ni
por las acciones humanas desviadas del bien. No hay mundo malo, hay malas
acciones que equivocadamente se alejan de la virtud. Ahora bien, nuestra tesis
de que no hay mundo malo, hay malas acciones que equivocadamente se alejan de
la virtud, bien visto tiene un presupuesto metafísico de base que la posibilita,
a saber, que el origen del ser no es la nada sino el Ser Supremo personal y
providente.
Si el punto de partida metafísico
fuese otro -la naturaleza impersonal del Ser supremo del hinduismo o la Nada
absoluta del budismo- nuestra tesis sería completamente insostenible, pues el
mundo se torna ilusión o dolor y sufrimiento. Hay un fondo metafísico
antitético entre Oriente y Occidente, que en su momento fue subrayado por
Walter Schubart (Europa y el alma de Oriente), y que tiene que ver con
la desvalorización o revalorización del cosmos, con un pesimismo u optimismo
ético de distinta profundidad metafísica. El alma china es armónica, el alma
hindú es ascética y el alma occidental es prometeica. El hombre de Occidente es
antropocéntrico, el de Oriente es cosmocéntrico. Claro, vivimos actualmente un nuevo
proceso de la globalización del mundo, aunque en marcos neoliberales, y ello
renueva la pregunta: ¿Algún día dichas tradiciones antitéticas llegarán a
sintetizarse? Quizá, pero ello significará una reconfiguración de las savias
culturales milenarias y pasará por la decadencia de la modernidad occidental.
La decadencia cultural y civilizatoria siempre fue requisito para nuevas
reconfiguraciones culturales.
Toynbee pensaba que nuestra
civilización occidental no estaba destinada a morir porque sobrevaloraba sus elementos
creativos, Spengler pensó un esquema organológico y biologista de las culturas,
pero no es necesario coincidir con ellos para admitir la decadencia cultural fuera
de esquemas organológicos. Este razonamiento no tiene relación alguna con la
tesis neoliberal de Samuel Huntington sobre el choque de civilizaciones, según
el cual el choque de ideologías sería sustituido por el choque de civilizaciones,
culturas, religiones entre el Occidente democrático y las civilizaciones no
occidentales. Tal manida argumentación neoliberal ha conocido su más completo y
definitivo hundimiento en el conflicto en Ucrania, donde el Orden mundial
unipolar está comprobando su más cumplido y definitivo fracaso ante el surgimiento
del Orden mundial multipolar. Otro autor que se da la mano en una tesis similar
es Francis Fukuyama, donde en su obra El fin de la historia y el último
hombre (1992), sostiene que la lucha de ideologías ha terminado con el
triunfo de la democracia liberal. Fukuyama y Huntington fueron, contra lo que sostienen,
exponentes del triunfo de la ideología neoliberal en los años noventa y primera
década del siglo veintiuno. Triunfo que desde la segunda década empezó de derrumbarse
definitivamente en Occidente.
De manera que es cierto que
la tesis del mundo como bondad pertenece a la tradición del mundo occidental,
pero con la diferencia que ello no significa negarse a admitir que nuestra
cultura moderna no está destinada a morir, pero para reformular palingenésicamente
sus presupuestos metafísicos mismos. Y esto no puede significar otra cosa que
romper con el sesgo inmanentista, secularizado y antimetafísico de la
modernidad occidental. En este giro civilizatorio del propio Occidente se trata
de que recupere su espiritualidad perdida por el imperio de lo profano, y que
junto a Oriente se recupere la religiosidad para salvar al mundo de la oscuridad
del nihilismo secularista.
§ 2.
El aserto del mundo como bondad es aparentemente contrafáctico, debido a
que lo que la filosofía contemporánea afronta son problemas complejos que
tienen que ver con un mundo que no luce como un dechado de bondad, sino lleno
de maldad, peligro e incertidumbre. La filosofía en el mundo actual se debate
en el esclarecimiento de las interrogantes en torno a la moral, la libertad, la
ecología, la ciencia, la tecnología, el imperialismo, el armamentismo, la
guerra, y la paz mundial. Debord lo describe como la sociedad del espectáculo,
Lipovetsky como la era del vacío, Baudrillard como cultura del simulacro,
Castoriadis como el avance de la insignificancia, Vattimo como tiempos del
pensamiento débil, Bauman como modernidad líquida, Byung-Chul Han como la
sociedad del cansancio, y, por mi parte, como el imperio del hombre anético. Es
innegable que resulta chocante hablar del mundo como bondad cuando sin esfuerzo
se respira una atmósfera sin valores absolutos y permanentes, la realidad se
esfuma en la hiperrealidad de las redes sociales, la perplejidad existencial
socava la vida con sentido, la democracia ya no protege al ciudadano, las urbes
se vuelven guetos, la posverdad impera, la inmoralidad cunde, la corrupción
campea, los medios de comunicación manipulan la mente humana y los hombres se
atomizan y deprimen. Lo cual no nos debe llevar a una actitud maniquea ni
discriminadora. Jesús mismo dijo no venir por justos sino por pecadores (Lucas
5:32), y comió en casa de Zaqueo, el publicano recaudador de impuestos,
corrupto pero arrepentido (Lucas 19:1-10). Todos estos son síntomas de una
profunda decadencia de la modernidad y capitalismo tardío, como totalidad que
supura irracionalidad por todos los poros del sistema imperante. Toda la
podredumbre de un mundo en declive actúa con fuerza sobre la subjetividad humana,
y no permite ver la presencia ignorada de la bondad en el mundo.
Esta bondad es metafísica,
física y moral, en el hombre no sólo luce como impulsividad inconsciente sino
también como espiritualidad consciente. Pues, no sólo es el hombre el que
experimenta la bondad, también es la bondad el que experimenta como hombre. Es
más, el hombre es radicalmente bondad, pues sin su realidad ontológica pierde
su humanidad. Pero si un hombre sin bondad no es hombre sino un monstruo, es así
porque la bondad ontológica viene de la fuente del ser, que es Dios.
El problema metafísico de
un Dios sin bondad no es Dios, no es un problema teórico sino práctico, y su
solución se dará en la historia. Lo cual no justifica la completa historización
de la bondad divina. La gratuidad de la bondad divina se plasma en la realidad
del ser. Lo que lleva a que el hombre debe practicar la bondad por amor al bien
y sin esperar recompensa alguna. Ver el mundo como bondad es recuperar lo bueno
en la realidad metafísica, física y moralmente determinante para la felicidad
humana. Por ende, no es tema meramente ideatorio sino eminentemente práctico,
que exige su historización, pero sin justificar su completa inmanencia. El
abordaje del mundo como bondad puede parecer ingenua, cándida o exagerada para
la mentalidad incrédula, materialista, naturalista, cientificista, hedonista, nihilista
y escéptica del hombre secularizado de hoy, que entroniza la ciencia y que
extraviado el sentido de lo sagrado y del ser. Pero la Verdad no se sujeta a
esquemas epocales relativistas y obra a su modo. La modernidad es al mismo
tiempo un nihilismo que empobrece el espíritu espantosamente, y un nihilismo
que muestra la vanidad del hombre, mostrando la posibilidad de practicar el
bien, recuperar la bondad del mundo y volver hacia Dios, con toda la libertad
del que dispone el hombre antropológico actual. La esencia del bien no es
meramente humana, sino divina, es metafísica, ontológica, moral y religiosa.
Está unida al goce del existir.
Pero a la modernidad le
caracteriza un enfoque culturalista, donde todas las cosas son reducidas a su
origen social y humano. Todo se vuelve en constructo de la
praxis social. Ya no hay sexo sino género, ya no hay sujeto sino exilio del
sujeto por el algoritmo cibernético. De manera que el hombre prometeico de la
modernidad se empecina en negar la esencia de las cosas para sentirse en la
criatura todopoderosa que determina el ser de lo real. La voluntad de poder ha
carcomido las raíces de la voluntad de servir. O dicho con más precisión, el
problema no es el poder sino el poder para dominar.
La voluntad de servir
también es poder, pero poder de darse a sí mismo por amor al prójimo. Lo satánico
de la modernidad es que exacerbó la voluntad de querer lo bueno sólo para sí
mismo. A eso se llama egoísmo, y fue de la mano con el desarrollo del
capitalismo desde el siglo XIII y XIV, llegando a sus extremos paroxísticos en
el actual decadente imperialismo neoliberal y cibernético. De manera que no es
difícil comprender la importancia de ver el mundo como bondad en vistas de
evitar el desastre. Desastre del enorme poder humano asistido por la ciencia y
la tecnología. Recuperar la visión del mundo como bondad es la piedra de toque
para lograr una nueva imagen del mundo. Nueva imagen del mundo que se hace
urgente y perentoria en momentos de tránsito histórico desde el orbe imperialista
unipolar hacia el orbe multipolar. El mundo como bondad exige basarse en una nueva
ascesis cultural, respetar la esencia de las cosas, realizar la actitud contemplativa
y reestablecer la relación con Dios. El mundo como bondad implica todo un giro
metafísico en la imagen del mundo, desde la desontologización antimetafísica
del culturalismo hacia la asunción ontológica tanto de lo inmanente como de lo
trascendente.
Sólo así puede darse una
antropología sin antropocentrismo. El antropocentrismo subjetivista de la
modernidad desembocó en el atropello de la realidad natural y humana. Brotó
amenazante la paradoja antrópica en un marco donde el hombre antimetafísico sin
Dios destruye todo lo que toca por su visión objetivante y cosificadora. En
realidad, no es el antropocentrismo mismo, sino aquel antropocentrismo moderno
sin Dios, sin metafísica y sin trascendencia, el que se yergue como la principal
causa de la destrucción del medio ambiente y que orilla las relaciones
internacionales hacia la hecatombe nuclear. De manera que cuando aludimos a una
antropología sin antropocentrismo nos referimos a esta clase de antropología
destructiva, apocalíptica, demencial y antinatural, que se sume en el ateísmo,
anticristianismo y el nihilismo después de Hegel.
Ya hemos afirmado más
arriba que el alma de Occidente es antropocéntrica, porque su sentimiento
metafísico es optimista y afirmador del mundo y de la vida. Por ello, cuando hablamos
de una antropología sin antropocentrismo nos referimos al antropocentrismo sin
Dios y ateo que viene con fuerza desde Hegel en adelante. En otras palabras, en
la tradición de la racionalidad occidental el antropocentrismo no tiene que ser
necesariamente negativo, sino que también puede estar presidido por el espíritu
de caridad y justicia con todas las cosas y seres existentes. De esto
justamente habla la teología de la ecología, reconciliada con Dios y su
creación. De modo que el problema no es el antropocentrismo mismo, sino el
antropocentrismo sin caridad, justamente el que preside la modernidad
tecnologizada y cientificista. Pero alguien podría intentar refutarnos para
decirnos: ¿Pero por qué un antropocentrismo con Dios y no sin Dios? Volvemos al
tema de Dios y del ser. Mientras Oriente piensa lo increado y la nada pura
antes de la creación, Occidente piensa a Dios creador y providente. Ante esto
sólo cabe hacernos la siguiente disquisición: Si hay Dios tiene que ser el único
ser necesario, pues los seres son contingentes y la Nada nada es. O sea, no hay
Nada pura, pero sí se puede admitir la nada potencial del ser indeterminado,
aquel estado donde el ser y la nada son lo mismo, porque están en la mente de
Dios y aún no vienen al mundo. De algo parecido partía Hegel en su Lógica,
pero era algo sólo parecido porque para él no había Dios trascendente. Su
dialéctica es el despliegue de la contradicción en el plano inmanente.
Ahora bien, también hay
nada en la degradación del ser finito existente, y como ausencia. De modo que
sólo hay nada relativa en relación con la propia existencia del ser finito,
pero no del Ser infinito. Si hay Ser necesario ese ser necesario es Dios, de
modo que no puede haber la Nada absoluta, como piensa el budismo, y si ese ser
necesario es creador entonces no es de naturaleza impersonal, como sostienen el
hinduismo. Sin duda que el devenir como paso del ser finito al no-ser y nuevamente
al ser es presencia anonadante del ser categorial, pero nunca es la nada absoluta.
Ni siquiera en la muerte ni en la entropía se hace presente, porque la
temporalidad es sólo una parte de la historia de la Creación por el Ser
infinito y providente.
Ahora bien, el tipo secularizado
de antropocentrismo antropológico tiene su expresión nítida en la filosofía
kantiana. El hombre pone el ser a las cosas como fenómenos. La idea del hombre
como sujeto activo del cosmos que sólo conoce los fenómenos y no las cosas en
sí, se traduce en la idea de Libertad. Ese fue el legado kantiano conocido como
giro copernicano. Con ello partió el mundo filosófico en dos. Por un lado,
Platón con las esencias trascendentes, y Aristóteles con las esencias
inmanentes. Y por otro, Kant con el ser racional autónomo y libre como
fundamento del mundo. Su racionalismo crítico sistematizó el espíritu
autárquico de la modernidad. La gran paradoja es que el hombre no se suele
comportar de modo racional ni ético, y las guerras mundiales junto a otras catástrofes
que acomete a menudo, hacen meditar hacia dónde ha ido a parar el gran legado kantiano.
El hombre como centro activo del cosmos señala una responsabilidad moral tan elevada
como incumplida. La desmitificación fenoménica del mundo junto al énfasis en
una ética del deber inmanente, ha desembocado en los caminos extraños del endiosamiento
nihilista y prometeico del hombre. El concepto de autonomía del espíritu que se
dicta su propia ley hace que la idea de la Libertad sea el punto inicial y
final de su filosofía. Pero el hombre concreto de la modernidad fracasa constantemente
con tanto poder en sus manos y se muestra como una amenaza para sus semejantes
y para la Naturaleza.
La libertad humana se
muestra incapaz de regirse solamente por la Razón. Kant se olvidó del amor y de
lo espiritual, el hombre también es capaz de hacer el bien por amor y de sentir
a Dios en su corazón. En ese sentido Rousseau vio más profundamente la naturaleza
humana al percatarse de la importancia de los sentimientos y del corazón. Meditar
críticamente la cumbre kantiana es urgente ante los peligros hedonistas, narcisistas
y nihilistas del endiosamiento humano en que ha desembocado la actual civilización
atea de la antropología antropocéntrica.
§ 3.
Naturalmente que al hacer tal afirmación -el mundo como bondad- estamos
colisionando con importantes interpretaciones que afirman lo contrario. Entre
ellas resalta el budismo con su consideración del mundo como sufrimiento y
dolor, el discurso mítico con el origen cósmico del mal, a Leibniz con su
apreciación de que el mal y el bien son necesarios para la armonía del mundo, a
Kant con su planteamiento de que el mal pertenece al dominio del deber ser, a Hegel
con su idea de que el mal está en todos los dominios del ser, a los teólogos
Karl Barth y Paul Tillich que piensan que el mal pertenece al lado colérico o demoníaco
de Dios, o a Hannah Arendt que piensa que el mal es una realidad banal. Y naturalmente
que también se colisiona frontalmente con el predicamento narcisista, relativista,
hedonista y nihilista de la filosofía posmoderna. Esto, por un lado, y por el
otro aparentemente se estaría reproduciendo lo que pensaba San Agustín que
consideraba que el mal no es sustancia ontológica sino resultado posible y
ético de nuestra libertad; e igualmente a Santo Tomàs de Aquino, estipulando
que el bien es algo propio del ser.
En realidad, la postura de
Tillich, como la de Bultmann, es presentación del ateísmo en lenguaje
teológico, y la de Barth acaba negando la Revelación al afirmar que Dios sólo
es cognoscible por la gracia y misericordia, y no por la razón. Barth y Tillich
forman parte de la controvertida teología protestante contemporánea de Brunner,
Bultmann, Bonhoffer, el obispo Robinson y T. J. J. Altizer, que contradicen en
el plano doctrinario al dogma defendiendo confusos sincretismos que ponen en
duda la revelación y niegan que por la razón natural se pueda conocer a Dios.
Se tratan de desviaciones teológicas que difícilmente se concilian con el
testimonio de las Escrituras y descaminan su verdadera comprensión.
§ 4.
Al respecto quisiera empezar por lo último, para sostener que el mal no
es sustancia prima sino sustancia secunda. Y como sustancia secunda es
totalmente contingente, tiene término, es dependiente y su tiempo de vigencia
no es indefinido. La muerte y la entropía, sólo por dar dos ejemplos, son manifestaciones
de la tendencia del ser hacia la nada sólo relativamente en el orden del
tiempo, pero no en el orden de la eternidad, la cual es el orden de la bondad
ontológica de Dios. De manera que el aserto de San Agustín es completamente
exacto, aunque incompleto, pues el mal no es sustancia prima pero sí sustancia
secunda.
De ahí que siempre para la
mente occidental no dejará de llamar la atención la apología de la nada que se
encuentra en diversos credos y filosofías. Así, tenemos que en la mística del
budismo se alcanzan sin duda virtudes sublimes -abstinencia, autocontrol,
silencio, desprendimiento, moderación, entre otras-, pero mientras en la celda
del monje cristiano está Dios personal y providente en la del monje budista
está la Nada, el nirvana y el todo indiferenciado. Mientras que la pregunta de
la filosofía occidental es ¿por qué hay ser en vez de nada?, la de la filosofía
oriental, especialmente budista, es ¿por qué hay nada en vez de ser? No estamos
cuestionando el derecho de otras tradiciones culturales a existir, sino sólo
tratamos de atender la lógica interna de su racionalidad. Que existan otros
contextos culturales pueden explicar otros tipos de racionalidad, pero esto no
lleva a pensar que la verdad sea inconmensurable. Ciertamente que la racionalidad
occidental es solo una posibilidad, no una necesidad, la racionalidad y la
experiencia no son neutras, pero esto no nos debe llevar al anarquismo epistemológico
que sostiene que la verdad no interesa sino la felicidad. No, todo lo contrario,
la verdad es lo que interesa, y esto vale por más que se reconozca que no hay
hechos escuetos, sino que están atravesados de teoría y del paradigma
dominante. Otros tipos de racionalidad son otras maneras de acercarse o
alejarse de la verdad.
Cuando se afirma que hace
falta la ampliación de la racionalidad no se está afirmando que todas las
racionalidades son irrefutables, sino que junto a la razón está la fe, y ambas
deben ser tomadas en cuenta en el afán del conocimiento humano. Así, en el
budismo chino actual de Nishida, Tanabe y Nishilani, la nada mantiene la
primacía sobre el ser. Se piensa la nada antes de la creación o del ser
categorial. El origen del ser no es el no-ser, y de esa forma se rechaza la
idea de la trascendencia divina. Rescatan la unidad entre filosofía y teología,
el logos de la ratio y el logos del mytho, y subrayan que la filosofía no es
griega, sino que pertenece a la condición humana.
En suma, la tradición oriental
budista -a la que se adhirió Schopenhauer- piensa la Nada antes de la creación,
porque no piensa a Dios mismo antes de la Nada de la creación. Ese es el punto
de inflexión: pensar la Nada antes de la creación equivale a no pensar a Dios
antes de la nada de la creación. En la otra gran tradición de la tradición
oriental, la hindú, el universo creado no es producto de la Nada, sino que es
resultado de la naturaleza impersonal del Ser supremo. La naturaleza material
es ilusión, es maya, pero no es la Nada. Si el budismo piensa la Nada absoluta,
el hinduismo piensa el ser absoluto divino de modo impersonal, pero en ambos
hay un rechazo del mundo real. De ahí que Albert Schweitzer, en su obra El
pensamiento de la India, tenga razón al afirmar que las religiones
occidentales son afirmadoras del mundo y de la vida, mientras las orientales
son negadoras. De manera que sostener la afirmación del mundo como bondad resulta
insostenible dentro de la lógica oriental. Valga esta acotación para afirmar
que tampoco nuestra idea de que el bien es algo propio de todo ser que existe
es nuestra, sino que fue planteada por Santo Tomás de Aquino, el cual añadía
una observación ontológica clave, a saber, que el mal es algo que se aleja del bien
y, por tanto, del ser. Ante el agudo apunte del Aquinate sólo añadimos que tal
alejamiento ontológico del mal como sustancia secunda, permanecerá en el orden
final de la bondad ontológica -el Juicio- no porque el Bien Supremo así lo
desee, sino porque habrá seres que no soporten su luz, viéndose impelidos a la
oscuridad de la sustancia secunda. De manera que nuestra contribución es
pequeña pero necesaria. Los teólogos Barth y Tillich yerran y cometen un exceso
al pensar que existe un lado demoníaco de Dios. Porque, por un lado, reconociendo
que el mal no es sustancia prima sino sustancia secunda, y por el otro, añadiendo
que siendo el mal algo que se aleja del bien, sin embargo, no deja de existir,
de manera que el mal también es algo propio de un modo particular de ser, pero
no de Dios sino del que se aparte de él.
§ 5.
Que exista el mal como sustancia secunda más allá del tiempo sería una
refutación a nuestra tesis de que no hay mundo malo, sino acciones malas. Y
esto nos haría pensar en las afirmaciones de los teólogos Karl Barth, protestante
calvinista, y Paul Tillich, existencialista cristiano. Mientras Barth hace
alusión al mal como la cólera de Dios, Tillich repara en el lado demoníaco de
Dios. Lo que tienen en común ambos es que terminan identificando el mal con la
sustancia divina. Naturalmente que no se trata de un mal guiado por la
injusticia, sino por la justicia como castigo incurrido. No puede ser de otro
modo, y diversos versículos de la Biblia aluden al castigo divino como
correctivo dado a los que ama (Proverbios 3:11-12; Lucas 12:48; Apocalipsis
3:19; Romanos 2:12; Hebreos 12: 11, etc.). Pero bien visto el correctivo por
amor tiene poco que ver con el mal y no soporta verse identificado como el lado
demoníaco de Dios. No obstante, la existencia de un lugar de castigo eterno,
llamado infierno, puede aparentemente verse como su lado demoníaco. Pero no es
así realmente. Dios aborrece el pecado, pero no al pecador. Y aunque la frase
no está en la Biblia refleja cabalmente la prédica de la Cristo.
Eterna felicidad o eterno
sufrimiento son las antípodas escatológicas de la geografía y topología divina.
El mal es un misterio divino, no obstante pensar en un lugar de tormento por el
fuego corpóreo eterno corresponde a una separación de los elementos morales.
Así, los malos que se arrepentirán no por odio al mal sino al dolor del castigo
físico -pena de fuego- y espiritual -pena de daño- dan lugar al castigo eterno
en aquel lugar denominado infierno. Lo que se trata en el fondo es del
remordimiento de conciencia que aflige punzando sin cesar y sin remedio alguno.
El malvado huye de la luz principalmente porque se avergüenza de los horrores
de sus faltas que ofenden la majestad de la pureza de la bondad divina. Por
ende, hay eterno sufrimiento en la topología divina.
Pero el lugar de suplicio y
de castigo eterno no se da porque Dios tenga un lado demoníaco, sino porque la
culpa, la ofensa, y el odio a Dios es permanente y no da lugar a arrepentimiento.
El castigo es equivalente al suplicio que dura eternamente. Es decir, el que
persevera en el mal es responsable de alejarse lo más posible del bien. Si en el
orden del tiempo lo que es el mundo depende de nuestras acciones, en el orden
de la eternidad existe un mundo bueno -el Cielo- y un mundo malo -el infierno-
por siempre. Pero si existe este mundo malo no es porque Dios, que es el Sumo Bien,
lo ha querido, sino por la mala voluntad de seres racionales perseverantes en
el mal. Es por ello que fue rechazada la doctrina de la apocatástasis
-ilustrada originariamente por Orígenes y Clemente de Alejandría- o enseñanza
que todas las criaturas libres compartirán la gracia de la salvación, incluso
los demonios y las almas de los réprobos. Pero esta doctrina de la salvación
universal está más vinculada al necesitarismo platónico de la gracia y al
esquema puramente natural de la justicia divina, como lo señala San Agustín. Al
mismo tiempo se puede sostener que la existencia del mundo mal es sustancia
secunda y no sustancia prima.
Pero hay algo más
importante respecto al lugar tenebroso donde van los réprobos. Y se refiere al
envío del Hijo Unigénito por el Padre al mundo para poner fin al reino lóbrego
de Satanás sobre los hombres. No hay que olvidar que en las religiones antiguas
se practicaba el sacrificio humano y de animales, y esto cambió radicalmente
con Cristo, “…que se entregó como ofrenda y sacrificio flagrante para Dios
(Efesios 5:2), y que quedó instituido en la Eucaristía. El Evangelio nos informa
del poder extraordinario que Jesús demostró en la expulsión de los demonios y
que entre las potestades que quiso transmitir a los apóstoles y a sus sucesores
fue el de expulsarlos de los cuerpos poseídos (Mt. 10: 8; Mc. 3:15; Lc. 9:1).
También Dios ha dotado de poderes sacramentales para efectuar el llamado exorcismo
y ha elegido como antídoto permanente a la Santísima Virgen.
Lo grave del asunto es que
existen teólogos, que siguen a la cultura secularizada, propensos a subestimar
la existencia e influjo de los ángeles rebeldes sobre las cosas humanas considerándolos
como cosas ilusorias o pertenecientes a las patologías psíquicas. Pero Satanás
no es una idea abstracta del mal, ni una idea delirante de psicóticos o
neuróticos, es un ser espiritual dotado de inteligencia, voluntad, libertad e
iniciativa, pero es el príncipe de la mentira y del mal. Fue creado bueno por
Dios, pero se volvió diablo con su corte por su propia culpa. Así es descrito
en la Biblia como Acusador (Ap. 12.10), Enemigo (1 P 5.8), Serpiente antigua
(Ap. 12.9), el Gran dragón (Ap. 12.9), el dios de este siglo (2 Co. 4.4), Príncipe
de la potestad del aire (Ef. 2.2), Tentador (Mt. 4.3).
Bien subraya Concilio
Vaticano II que “toda la historia humana está penetrada de una tremenda lucha
contra las potencias de las tinieblas, lucha iniciada en los orígenes del
mundo” (Gaudium et Spes 37).
Felizmente que el
diagnóstico de la demonopatía tiene sintomatología propia y está fuera de toda
duda (refractario a fármacos y desaparecen con socorros religiosos). Un poseso
puede hablar lenguas muertas, tener conocimiento de sucesos personales ajenos,
expulsar por la boca materializando ranas, clavos, tornillos y tijeras, deslizarse
como serpiente por el piso, mostrar fuerza extraordinaria, hacer contorsiones imposibles,
etc., sin explicación psicológica y científica posible. Simplemente no responde
a causas naturales, sino sobrenaturales. De entre todos los estudiosos son los
filósofos modernos, con su idolatría a la razón supuestamente autónoma, el que
desestima la realidad de tales fenómenos. A ellos hay que invitarlos a hacer
frente a lo que un exorcista ve y hace. Estoy seguro que no sólo recuperarán la
fe, sino que su visión de la realidad cambiará radicalmente. Aquí cabe la
salvedad que un demonólogo no es precisamente un exorcista, el primero es más
teórico y el segundo le añade la práctica. Los estudios más reconocidos son
cuatro: El diablo (1988) de monseñor Balducci, La
plegaria de liberación (1985) del padre Mateo La Grua, Cronista
en el Infierno (1990) de Renzo Allegri, Habla un exorcista (1990)
de Gabriele Amorth, y Memorias de un exorcista (2008) del
padre Fortea.
Se tratan de verdades reveladas,
contenidas en la Biblia, ahondadas por la teología, enseñadas por la Iglesia y
realidad constatada por el exorcista. Sólo resta decir que la expulsión de los
demonios es parte del restablecimiento del plan divino, echado a perder por la
rebelión de una parte de los ángeles y el pecado de los progenitores. Ahora se
entiende lo dicho por Pablo: “nuestra lucha no es contra la carne y la sangre,
sino… contra los espíritus del mal que están en las alturas” (Ef. 6:12). Pero
en la comprensión del mundo como bondad debe entenderse que el mal, el dolor,
la muerte y el infierno, no son obra de Dios, y que todo el plan unitario de la
creación estaba orientado a Cristo. Y el demonio sabiéndose derrotado, y que
“le queda poco tiempo” (Ap. 12:12) intenta atraer hacia él a cuanta gente pueda.
Derrotado por Cristo, el demonio combate contra sus seguidores. Y la vida
terrenal humana se convierte en un estado de lucha contra él. Al llegar al fin
del mundo se sabrá quién comparte la vida o la condena eterna. O sea, todo ha
sido hecho por Cristo y para él. El sentido cristocéntrico de la creación es
incuestionable.
§ 6.
Interesante de considerar es la opinión de Hannah Arendt sobre la
banalidad del mal, sobre todo porque se refiere a la existencia de un mundo malo
en lo terrenal o inmanencia. En su obra Eichmann en Jerusalén no
describe a dicho criminal de guerra como un psicópata, ni un malvado, sino como
una persona vulgar, incapaz de pensar por sí mismo, muy próximo al hombre masa
que tiene la cabeza llena de eslogans y verdades consabidas. Sus descripciones
son muy próximas al célebre libro El hombre mediocre de José
Ingenieros y al hombre masa de Ortega y Gasset.
Su libro fue repudiado no sólo
por señalar la mediocridad de Eichmann, sino porque destacó el papel activo de
los Consejos judíos en los guetos nazis y su corresponsabilidad en el
exterminio. Ellos eran los que hacían cumplir las órdenes de los nazis, fueron
sus colaboradores eficaces. Por hacer estas revelaciones los colegas en la
universidad ni le hablaban, la gente se mostraba irritada y furiosa por
evidenciar la propia traición de prominentes judíos. Y para colmo reclamó un
tribunal penal internacional y no judío. El punto que nos concierne es que nuestra
filósofa abordó un mundo malvado existente en el tiempo histórico, aquí en la
tierra. Lo cual es incuestionable si revisamos lo que sucedió en Treblinka,
Sobibor, Auschwitz y demás campos de exterminio nazis. Aquí la pregunta es: ¿el
campo crea al criminal o el criminal crea el campo? Si es lo primero, entonces
el mundo malo preexiste al mal moral, pero si es lo segundo es el mal moral lo
que crea el mundo malo. También se puede dar una opción intermedia que
considere la conjunción de factores externos e internos.
Así, el sobreviviente judío
italiano Primo Levi, autor de su Trilogía de Auschwitz, subraya que
las víctimas reducidas a la bestialidad y a la demencia tienden a volverse en
un monstruo moral. O sea, antes de ir al crematorio ya es previamente deshumanizado.
Y lo más inquietante es su afirmación de que los salvados fueron los peores,
los más egoístas, porque los hundidos fueron los mejores, los que tuvieron el
valor de enfrentarse al opresor, y por ello murieron. Y esto lo dice sin excluir
al pueblo alemán de cargar la culpa de haber seguido hasta el final al gran
histrión de Hitler.
Valga esta acotación para
volver a Arendt y su análisis de ese hombre que viajó por toda Europa para
detener y deportar judíos a las cámaras de gas, dentro de un régimen monstruoso
que hizo colapsar la conciencia moral de los alemanes en el Tercer Reich. Sin
duda que el antisemitismo no fue un invento nazi y era una fobia muy extendida
por toda Europa desde hacía un buen tiempo. La propia Arendt constata este
hecho en su obra Los orígenes del totalitarismo (1951), diciendo
que el antisemitismo, el imperialismo y el racismo conducen al totalitarismo.
Sin duda, un Estado criminal y un orden jurídico criminal genera criminales
entre la gente normal. Es el mismo racismo que sobrevive en nuestros días y
constituye la perversión de la condición humana contra la humanidad. Esa
confluencia de factores es lo que señala Arendt y que crea un nuevo tipo de
delincuente que comete actos malvados sin percibirlos.
Una nueva revisión del tema
por el filósofo italiano Giorgio Agamben tiene lugar en su libro Homo sacer,
neologismo con el que alude al poder soberano del Estado que se extiende sobre
la vida de las personas que considera que pueden ser eliminadas con impunidad,
tal como ocurre actualmente con los refugiados. Pero retornando a Arendt nos
recuerda que la defensa del criminal de guerra Eichmann aludió al cumplimiento
de su deber y por ello procedió como un fidedigno kantiano. En realidad, la
postura del mismo Kant es ambigua, porque a pesar tener máximas de indudable
valor moral -rescata a la persona como fin en sí mismo y nunca como medio-, no
obstante, nunca autorizó la rebelión ni la oposición al poder, sino la
obediencia y la sumisión. Sus ideas de obediencia al soberano que siguió a pie
juntillas constituyen un fuerte contraste y un retroceso ante un Tomás de
Aquino y la neoescolástica española del barroco que con el Padre Mariana
justifican el regicidio.
Por este motivo Michel
Onfray, en El sueño de Eichmann, le reprocha a Arendt no entender a
Eichmann. En realidad, es a la luz de la Metafísica de las costumbres del
propio Kant que se puede comprender que se puede cumplir con el deber jurídico
sin cumplir con el deber moral. Y es que en el fondo estamos ante el cumplimiento
de la separación inmanentista entre ética y política que comenzó con Maquiavelo
y que Kant lleva a una nueva cúspide. Este sesgo formalista de la filosofía kantiana
fue advertido lúcidamente por Max Scheler en su Ética, al concebir
la existencia de valores objetivos y no únicamente formales. La gran conclusión
de Scheler es que no es el valor sino el amor y el odio los que descubren el
valor ético.
En realidad, la gran paradoja
de la ética kantiana reside en que Sólo es moral cuando se actúa por deber,
esa es la máxima de la ética kantiana. Si lo hace por deseo o amor no tiene calificación
ética. Esto equivale a pensar que el hombre carece de inclinaciones hacia lo
virtuoso. Es como decir que sólo los malvados, depravados, desalmados y perversos,
son capaces de acción moral porque lo hacen llevados por la idea del deber. El
propio Kant trató de resolver este absurdo afirmando que sólo es moral lo que
no se hace por satisfacción. Pero su respuesta es totalmente insatisfactoria,
porque niega que el hombre puede alcanzar un desarrollo ético superior que lo
haga coincidir con lo moral al margen de la idea del deber. En otras palabras,
la voluntad estará dentro de la moral no sólo acatando el mandato de la razón
sino también el del corazón. Y esto es así porque la buena voluntad no sólo
actúa por deber sino también por amor al bien.
Algo no muy diferente nos
dice Marx al denunciar al capitalismo como una estructura que debe ser abolida
porque condena al hombre a una vida sin esencia humana. Lo que nos lleva a
constatar que el mundo social puede ser malo sin que ello comprometa otras dimensiones
del mundo, incluso sin que se vuelva malo todos los ámbitos del mundo social.
Cosa por el estilo se observa actualmente en el terremoto geopolítico entre el
declinante orden unipolar presidido por el imperio norteamericano y el ascendente
orden multipolar encabezado por China y Rusia. Pero al fin y al cabo el mundo
social es hechura de las acciones humanas. Y acciones guiadas por la avaricia,
el afán de poder, la ambición, entre otras, son decisiones de un ser libre. No
hay duda que la adicción más aberrante es la adicción al lucro y la ganancia.
Esa es la lepra que carcome a la civilización capitalista y que enmohece el
corazón del hombre desde tiempos antiguos.
Elocuentes resultan las
palabras del Evangelio al decir: “¡Vamos ahora, ricos! Llorad y aullad por las
miserias que os vendrán. Vuestras riquezas están
podridas, y vuestras ropas están comidas de polilla. Vuestro oro y plata
están enmohecidos; y su moho testificará contra vosotros, y devorará del todo
vuestras carnes como fuego. Habéis acumulado tesoros para los días
postreros. He aquí, clama el jornal de los obreros que han cosechado vuestras
tierras, el cual por engaño no les ha sido pagado por vosotros; y los clamores
de los que habían segado han entrado en los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis
vivido en deleites sobre la tierra, y sido disolutos; habéis engordado vuestros
corazones como en día de matanza. Habéis condenado y dado muerte al justo,
y él no os hace resistencia.” (Santiago 5:1-6).
Esto es, el origen de aquel
mundo social malo o bueno es de índole moral o decisiones libres que se
distancian o aproximan a la práctica del bien y la virtud. El totalitarismo
conduce a la sociedad totalitaria, al implante del terror y la aniquilación. En
consecuencia, el orden social conforma un mundo a partir de las decisiones
morales de la voluntad libre. Y por ello, su bondad o maldad depende de la
realización en la historia de la justicia y la caridad, sin las cuales la vida
política se pervierte y la vida social se degrada. El mundo malo en la tierra
existe y es real, pero tiene un origen moral, nace en el corazón pervertido por
las malas pasiones exacerbadas por un mecanismo social inhumano.
§ 7.
Hegel es un caso aparte al
considerar que el mal está en todos los niveles del ser, donde coincide lo
lógico y lo trágico. Por lo demás, está en todos los niveles del ser porque la
negatividad de la dialéctica se despliega en la inmanencia, no hay trascendencia.
Todo deviene en la inmanencia. Naturaleza y Espíritu son puramente fenoménicos,
finitos y perecederos en el devenir de la Idea. Así como en Spinoza la idea de
Dios sobra y es superfluo en un mundo donde la necesidad lo rige todo, del
mismo modo en Hegel la idea de Dios sobra en un mundo donde la contradicción
dialéctica lo rige todo. Todo lo que existe merecer perecer y renacer enriquecido,
incluso el Absoluto. Se trata de una reflexión dialéctica que discurre en el
nivel cósmico como en el antropológico, y por ello el mal es visto como
parte necesaria y estructural tanto de la Aufhebung como de la
sociedad humana.
La dialéctica hegeliana
consiste en el proceso de negación de una realidad para dar lugar a otra, donde
se guarda dentro de sí algo negativo. Lo suprimido es conservado. Por ello
Hegel no propone una moral alternativa a la kantiana. Su teoría de la eticidad
concibe el deseo como el principal constructor de la sociedad humana, y jamás
una determinada conciencia moral. Su concepción historicista y genética de la
moral humana considera indispensable la necesidad del mal y lo lleva a la rotunda
afirmación: “No existe realidad moral efectiva alguna” (Fenomenología del Espíritu).
Esta y otras
consideraciones hegelianas fueron las que llevaron, por ejemplo, a Marx a valorar
la Fenomenología por su método y rechazarla por su sistema,
donde se confunde objetivación y enajenación. El hombre no existe sin
objetivarse, pero Hegel creía que toda objetivación era enajenación, siendo las
circunstancias históricas las responsables de esta confusión. Así objetivación
y enajenación resultan inseparables de hecho. Como lo señala Lukács, con esta
confusión Hegel se ve empujado al ridículo resultado gnóstico de considerar el
espacio y la materia como una enajenación del espíritu. La solución que propone
es una reconciliación de las enajenaciones en el Saber Absoluto, donde se
resuelven todas las contradicciones. Para Marx justamente esta reconciliación a
través del pensamiento es ficticia, conservadora e ilusoria, pues considera que
las contradicciones en el mundo sólo podrán resolverse mediante la Revolución.
Y para Kierkegaard el historicismo dialéctico hegeliano es denunciado por
olvidar el individuo y priorizar el proceso abstracto del pensamiento de la
Idea Absoluta. Por más que la publicación de los Escritos de Juventud por
Nohl sea considerado como una demostración que el sistema de Hegel no es una
catedral de conceptos, sino el camino del individuo humano, persiste la
convicción de que sea trata de una filosofía que glorifica la realidad.
En realidad, la disolución
de la efectividad ética en Hegel nace del reduccionismo de la realidad al mecanismo
dialéctico de lo finito, y esto se da a tal punto que el Absoluto sólo se
encuentra completo al final del proceso dialéctico.
La circularidad del ser en
la Ciencia de la Lógica afirma que el Absoluto es esencialmente
resultado. Lo cual no es más que una consecuencia de su concepción unívoca del
ser, panteísta, junto a una deidad inmanente, que conduce al concepto del
hombre que se desaliena cuando se reconoce como absoluto, negando a Dios. Bien
se advierte que su sistema es una teodicea donde al mismo tiempo que se niega
el mal mismo, se le reconoce en todos los niveles del ser. Con ello el
hegelianismo quedó unida a una realidad antropológica que conquista el mundo,
pero se pierde a sí misma. La astucia de la razón no puede dar el salto más
allá del delirio prometeico de la modernidad porque su naturalismo panteísta
está atado en el horizonte inmanente del devenir universal. Su ubicuidad del
mal resulta inmoral e insostenible.
§ 8.
Para Leibniz el bien y el mal son necesarios para la armonía del mundo y
corresponde a él la creación del término Teodicea, título de una de
sus obras, a fin de demostrar la justicia divina. Desde él la teodicea es
considerada parte fundamental de la teología natural. Sus consideraciones son
una respuesta a los planteamientos de Bayle expuestas en su Diccionario (1697).
La solución de Leibniz es
la tradicional: el mal no existe y su responsabilidad no es imputable a Dios. Y
sobre la libertad rechaza el determinismo teológico del protestantismo de su
tiempo, reivindicando para el hombre la libertad como autodeterminación. La
libertad humana es inclinación de Dios sin necesidad, y no es indeterminación absoluta.
Pero para Leibniz lo real es un orden racional y sólo puede ser comprendido a partir
de un sistema de principios racionales, pero nunca llegó tan lejos como Hegel.
Por eso el orden racional de lo real se expresa en el hombre de forma confusa y
limitada (Monadología § 61).
El dios leibniziano no crea
arbitrariamente las leyes de la lógica, sino que se somete a ellas. Se trata de
una filosofía basada en tres principios: el principio de contradicción, que da
cuenta de las esencias de la matemática; el principio de razón suficiente, que
explica las existencias físicas; y para dar el paso de la física a la
metafísica se echa mano del principio de perfección, fundamental en su complejo
sistema. Del segundo principio había recurrido en su Teodicea para
explicar que los acontecimientos futuros tienen un motivo para ser de una
determinada manera. En su Discurso de Metafísica (§ 13)
precisa que las verdades de hecho dependen del principio de razón, pero estas
verdades contingentes dependen, en definitiva, de la voluntad divina de crear
el mundo, el cual encarna el principio de perfección.
De esta manera, si el
principio de identidad o no contradicción fundamenta las verdades necesarias,
el principio de razón suficiente fundamenta las verdades contingentes, pero no
puede demostrarlas porque son indemostrables. La razón por la cual existe algo
en vez que nada tienen su fundamento último en un ser que existe que existe
necesariamente y que es su causa (Teodicea § 7), y que expresa
el principio de perfección. De modo que el principio de contradicción (lógico),
de razón (ontológico) y de perfección (metafísico) convergen en todo su pensamiento.
Estos principios tienen una validez lógico-ontológica, porque lógica y
metafísica están íntimamente ligadas en su filosofía. Su afán es poner una
piedra basal común a la realidad y al conocimiento, tal como escribe a la
princesa palatina Isabel en 1678.
El principio de no
contradicción explica las verdades necesarias de las esencias, el principio de
razón las verdades contingentes de las existencias, y el principio de
perfección la verdad absoluta del Ser perfecto e increado, causa de sí, creador
y que existe necesariamente. El principio de perfección es la corona del
principio de razón, por la cual Dios es la primera razón de las cosas, explica
sus elecciones y sus fines. Se trata de una razón moral para realizar lo mejor.
El dios de Leibniz elige lo
mejor, por ello no es el dios voluntarista de Descartes que actúa
arbitrariamente, ni el dios determinista de Spinoza que está sujeto a la necesidad
natural. Su solución es un esfuerzo por salvar, a la vez, la libertad, la
omnipotencia y la bondad divina, cosa que carecen la solución cartesiana y
spinosista. Al distinguir el ámbito lógico, metafísico y moral, coloca la razón
moral como el ápice por la cual Dios toma sus decisiones, porque es imposible
que no escoja lo mejor. El dios leibniziano no puede dejar de elegir lo mejor,
y no hace nada sin una razón suficiente eligiendo lo mejor después de haber
comparado todos los mundos posibles (Teodicea § 52 y 124). Refiriéndose
a la posibilidad de las cosas expresa que la esencia tiende a la existencia,
pero quien decide su existencia es Dios, a través de su voluntad y sabiduría
divinas.
Las esencias no son un
torrente incontenible, son posibles que no son autosuficientes, y por ello
dependen de la voluntad divina de crear. Y esto lo dice Leibniz contra Spinoza,
en quien el excesivo dinamismo de las esencias vuelve el acto creador en
innecesario; y también contra Platón porque ahora son las ideas las que exigen
materializar su ser como existentes.
En suma, es la bondad divina
la que permite el paso de lo posible a lo actual, del no-ser al ser. El entendimiento
divino es lugar de las esencias, y la voluntad divina es fuente de las existencias,
pero toda la realidad del mundo es resultado de la bondad divina. Así Leibniz
conjura la necesidad absoluta de Spinoza y la arbitrariedad voluntarista de
Descartes. Toda la realidad es resultado de un entendimiento divino determinado
moralmente por la voluntad de crear lo mejor.
Algunos de sus críticos han
puesto atención a su proximidad con Plotino, puesto que habla de emanación en
vez de creación (Sobre el origen último de las cosas, W. 350; Monadología,
47, W. 542, 42, W. 541; Discurso de metafísica, XIV, W. 309; Carta
a Samuel Clarke, W. 239) resultando una teología natural que pone a Dios
dependiente de su propia esencia.
Dejaremos ese punto crítico
-no sin alguna observación- para los exégetas de su pensamiento. No se puede
obviar que Leibniz sólo publicó Teodicea y varios artículos,
todo los demás es póstumo. Su heredero Christian Wolff no lo trasmitió
fielmente. Kant y Hegel lo tergiversaron. Diderot, Lessing y Herder lo
revaloraron. Socarronamente y con humor Voltaire ridiculizó su optimismo metafísico
en Cándido y en su Diccionario (“…De modo que
ser expulsado del paraíso, es vivir en el mejor de los mundos posibles…”). Se
trata de la misma cáustica sonrisa que pudieran exhibir nuestros críticos ante
nuestra tesis: “No hay mundo malo, sino…”.
En todo caso lo que nos
interesa aquí es que para Leibniz el mal se divide en tres dimensiones:
metafísico, físico y moral, siendo el primero, fuente del que se derivan los
otros males. El mal es permitido por Dios, no es un obstáculo para su bondad y
está en función del libre arbitrio, o sea es una prueba para el ser finito
libre. Ahora bien, cuando más arriba hemos hablado de la bondad ontológica ésta
se puede vincular a la razón moral divina para realizar lo mejor. ¿Pero cómo
podemos afirmar que “no hay mundo malo” si se admite tres dimensiones del mal?
En primer lugar, admitimos esas tres dimensiones del mal -pues un terremoto,
una pandemia, las guerras o nacer con un defecto físico no son precisamente un
bien-, pero, en segundo lugar, lo que tenemos que añadir es la dimensión moral
de lo metafísico, que también lo señala Leibniz, aunque sin demasiado énfasis.
En otras palabras, el mal y
el bien son necesarios no tanto para la armonía del mundo, sino como prueba
para la virtud de nuestra libertad y como demostración de que ser es bueno
porque la bondad se identifica con el ser. Un mordaz razonamiento volteriano
diría que pongamos a ese ser todos los males posibles para ver si es bueno como
afirmamos. Y podemos no sólo responder con una frase del propio Voltaire (“Lo perfecto
es enemigo de lo bueno”), sino también señalar que lo imperfecto en el mundo
hace posible el avance del sentido moral. Suprimida la perspectiva de lo
imperfecto, los actos del hombre pierden sentido y significación, puesto que
carecen de consecuencias y de relevancia. La vida humana perfecta sería irrelevante.
Sería equivalente a una muerte en vida, todos se abandonarían a la inactividad
por ser perfectos. Los humanos perfectos vivirían en perfecta quietud. La
perfección de su ser llevaría a la pérdida del sentido moral por innecesaria.
Pero a lo finito le es intrínseco lo imperfecto, por ello es susceptible al ser
racional finito, que es el hombre, de dar libremente un sentido moral a su ser.
La perfección ontológica y moral sólo pueden coincidir en el ser infinito que
es Dios, porque es autosuficiente y perfecto. Por ello, cuando el Evangelio
afirma que seamos perfectos como nuestro Padre (Mateo 5:48), no se refiere a su
perfección absoluta, sino a que seamos cada día mejor, poniéndonos en camino para
que el Espíritu disponga un corazón libre y dispuesto a amar.
§ 9.
El mundo como bondad afronta actualmente una amenaza muy grave y que es
un obstáculo para asumir el mundo como bondad, es el llamado “nihilismo”. Ese
pensar el ser desde la nada, sometiendo todo a la transitoriedad del devenir, sólo
un impulsa un movimiento de la nada a la nada, nunca hacia el bien. Pero nada
viene de la nada, y no como piensa Hawking, en un contrasentido evidente, que
el Universo vino espontáneamente de la nada.
Erosionando e invalidando los fundamentos metafísicos trascendentes y dejando
la inmanencia suspendida de la propia arbitrariedad del deseo individual, lo
único que consigue es vaciar el mundo de sentido, disolver los valores, abrir el
imperio de lo relativo, temporal y descartable. Se trata de una utopía inmanente
que disuelve la vida normativa con pretexto de dejar ser a la diferencia, y con
ello sólo logra promover una alteridad pervertida, estancada espiritualmente.
Nietzsche diría que este es el nihilismo del “último hombre” pero no del
superhombre. A lo que le responderíamos que su superhombre también encarna la negatividad
de la inmanencia desatada, enloquecida y sin freno. Si para Hegel la verdad es
lo absoluto en lo finito, para Nietzsche la verdad es interpretación (“no hay
hechos sino interpretaciones”). ¿El triunfo total de la voluntad de poder
equivale al final de la verdad y la razón? Al parecer sí. La verdad será
sustituida por la certeza, porque será vista como creación humana, Ahora con el
transhumanismo, la tecnociencia, y la ingeniería genética, la ciencia se enrumba
hacia la creación de superhumanos, con técnicas de edición de ADN. Y no se podrá
resistir la tentación de crear al superhombre, una raza de seres que se diseñan
a sí mismos y con una perfección mayor. Modificar genes dañinos y agregar
nuevos creará problemas muy serios a la convivencia humana, generando una lucha
de todos contra todos por ser los mejores. Si el sistema capitalista se
prolonga la creación de superhumanos será una prerrogativa de los adinerados, y
el clasismo llevará al exterminio eugenésico de los seres aparentemente
inferiores.
El exterminio masivo de pueblos enteros mediante virus salidos de
laboratorios biológicos secretos será una moda. Esta posibilidad del surgimiento
del superhombre a través de la creación de superhumanos también se asocia al
perfeccionamiento de la inteligencia artificial, el cual puede tornarse
incontrolable por la humanidad, condenándola a su exterminio. O sea, no sólo
los superhumanos amenazando a humanos, sino también la inteligencia artificial
incontrolable amenazando a los superhumanos.
El hombre superior del nihilismo termina en la cháchara bufonesca de la
apoteosis del instinto y del deseo. Ni Freud ni Marcuse están lejos de este
mensaje en su búsqueda de una vida sin barreras represivas. Nietzsche odiaba a
los antisemitas, pero la mancha nazi lo alcanza por el repudio del humanismo,
la caridad, la compasión, la piedad, el desprecio al débil, y el culto del
fuerte, la voluntad de poderío, y lo señorial. Nietzsche remite la ontología al
valor, pero en sentido peyorativo, porque lo que preside la dialéctica de la
diferencia es la voluntad de poder. Y por ello en todo su predicamento se
resiente el mundo como bondad, porque no comprende que el verdadero poder no
reside en dominar sino en servir y amar. Pero todo este movimiento nihilista
arranca de Hegel, porque identificar lo absoluto con la naturaleza lleva al
panteísmo, ateísmo y nihilismo. Este nihilismo es la base del antropologismo
antropocéntrico, y símbolo de su rotundo fracaso fue Auschwitz y la desigualdad
sin precedentes ocasionado por la globalización neoliberal. El nihilismo es el
principio aniquilador del mundo, encarnado en Zaratustra como contrafigura de
Cristo.
El neonietzscheanismo levanta cabeza en la filosofía contemporánea a
través de los temas del deseo, el poder, la interpretación, lo antimetafísico,
el relativismo individualista, la alteridad y la diferencia en la hermenéutica,
el postestructuralismo, la deconstrucción, el neopragmatismo y el feminismo y
el posmodernismo. Así Lyotard afirmará que no hay narraciones totalizantes, los
discursos son inconmensurables, promueve el diferendo, la heterogeneidad, no
hay objetividad ni ley del pensamiento, el criterio es el placer estetizante,
el sentimiento.
Y su otro pensador referente, Gianni Vattimo, sostendrá que la opción es
la ontología débil, proclama el adiós a la verdad, aunque en su última etapa
procura escapar infructuosamente del relativismo mediante la piedad. Al final
no puede evitar dejar la impresión que su ontología débil le hizo el juego al
libertino capitalismo de consumo y tecnológico. Por eso no deja de ser significativo
que ya provecto afirmara que su propuesta era vigente para los años setenta y
ochenta, pero no para nuestros días de derrumbe del mundo unipolar. No
obstante, su “adiós a la verdad” guarda un profundo vínculo pragmático con el
segundo Wittgenstein de Investigaciones filosóficas (1949). Se
trata del mismo inmanentismo relativista que sostiene que “no hay verdad” sino
juegos ficcionales del lenguaje.
Lo que pende sobre nuestras cabezas hoy no es sólo la amenaza de un
conflicto termonuclear, sino algo más profundo que le da origen, a saber, el
nihilismo. Si el terremoto geopolítico que nos sacude logra sofocar el
peligro de un enfrentamiento nuclear aún quedará como espada de Damocles la
fuente desde la cual nace, a saber, el nihilismo. Veamos. Nuestra encrucijada
tiene un nombre preciso, y es: NIHILISMO. Ahora bien, el nihilismo pensado en
su esencia no es la historia fundamental de Occidente -como cierto
prestigioso pensador afirmó-, sino el movimiento fundamental de la civilización
misma. La civilización humana se inicia como un poderoso movimiento de voluntad
de poderío a través del ropaje de las monarquías divinizadas. La lucha de
clases es su consecuencia, no su origen.
Esto no significa satanización alguna del proceso civilizatorio mismo,
pues ésta puede tomar otro cariz bajo presupuestos distintos. De lo que se
trata es de ver con claridad que el nihilismo como voluntad de poder, como
negación y comienzo de la erosión del ser, tiene un principio acelerado con la
invención de la civilización. La civilización humana ha sido desde su comienzo
remoto hasta la actualidad, voluntad de poder en vez de voluntad de servir.
Voluntad es deseo, pero el deseo no tiene que ser necesariamente vorágine sin
término de acrecentamiento del dominio sobre los hombres, la naturaleza y las
cosas, como ha venido siendo. También la Voluntad puede ser acrecentamiento del
servir, dar y amar, como no lo ha sido sino en personajes excepcionales (santos,
héroes y profetas).
No obstante, nuestra encrucijada tiene perfiles singulares desde que
está atravesada e identificada con la técnica moderna. Bien se ha señalado por
Heidegger que la técnica es el predominio del ente y el olvido del ser. Su reflexión
sobre la técnica fue su mayor éxito en los años cincuenta. Con esto toma parte
de un debate en curso con Huxley, Anders, Jünger, Weber y Bense. Pero Heidegger
concibe erróneamente la esencia de la técnica de manera estática -como también
erróneamente sustituyó el problema del significado del ser por
el problema del sentido del ser, como si todos los seres
finitos tuvieran comprensión del ser-, y, de este modo, no pudo advertir lo que
Lewis Mumford (Técnica y civilización) hizo notar, a saber, que la técnica
va dejando atrás su fase paleotécnica e ingresa a su fase neotécnica, donde es
más orgánica, teleológica y finalística. Sin embargo, la médula de la técnica
es el imperio nihilista del devenir. Si la cosa técnica es la tachadura del
ser, si es el ámbito donde el ser se vuelve nada, ¿significa ello que el pathos
de la técnica no pueda salir nunca de la ontología débil del nihilismo? Ello es
dudoso. Si nihilismo es falta de sentido, decadencia civilizatoria, disolución
de valores, imperio de la temporalidad, poder de la nada, poshistoria, secularización,
utopía inmanente y estancamiento espiritual, ello no significa que el sentido
unívoco del ser -el de las cosas finitas- tenga que imperar para siempre. Al
parecer el problema de la técnica no es que convierta a todos los seres en objetos,
sino que sin el contrapeso cultural de lo religioso conforme una imagen del
mundo desespiritualizada y materialista. O sea, no es que se trata de retroceder
a lo pre-técnico, sino de sobreponerle otra forma de pensar que no agote el ser
en la inmanencia y admita la trascendencia de Dios. Ese sería el camino para
superar la dualidad objeto-sujeto, salir del olvido del ser y rescatar el sentido
de lo sagrado. Sólo rompiendo el encierro en la pura inmanencia puede contrapesarse
el influjo de la técnica en la imagen del mundo.
Además, el devenir tampoco tiene que ser exclusivamente un ir del ser
finito hacia el no-ser. Como la negatividad no puede consistir en un ir de la
nada a la nada, entonces ni agota el ser finito ni niega definitivamente el ser
absoluto. Ciertamente que el nihilismo es el malestar global de nuestro tiempo
y el pensamiento científico-técnico es su factor acelerador, pero ello no significa
que terminemos negando la posibilidad de la ontología positiva, pues partir del
reconocimiento de la interrupción ontológica del tiempo lleva también al
reconocimiento del ser infinito y eterno.
Sin ello no hay posibilidad ni de salir del nihilismo, ni de poner
término a la identificación entre ser y ente finito, ni de reconducir la
técnica por la senda de una nueva historia de la metafísica. El paso temerario
dado por la Modernidad de adentrarse en el abismo de lo finito está llegando a
su término, y para evitar un desenlace catastrófico hay que ver que el problema
de fondo es de naturaleza metafísica. Nuestra actualidad es nihilista, lo es la
historia, por eso mismo es metafísica, pero no es la única metafísica posible
-como no lo ha sido nunca-. El nihilismo metafísico de la historia es relativo y
no absoluto.
§ 10.
Aunque de la exposición hecha resulta que el mundo como bondad es algo
así como un desiderátum, pues la verdad es que no lo es. Y no lo es por tres
razones: metafísica, ontológica y moral. Metafísica, porque la fuente del ser
es la bondad misma del principio absolutamente bueno que es Dios. Ontológica,
porque el ser es un bien y la existencia es la manifestación de dicha tendencia
ontológica. Y moral, porque todo espíritu racional tiende a lo bueno no sólo
como aspiración a la conservación y realización de su propio ser, sino por su
tendencia a unirse al bien superior. La principal demostración que estas no son
palabras sin sentido es que la nada se no engulle al ser y no prime en el universo.
De lo contrario éste nunca hubiese surgido.
Sin duda, existe la enfermedad, la muerte, el mal, la magnitud
termodinámica de la entropía por la cual un sistema tiende al desorden, la
periódica precipitación destructiva de un asteroide que cause extinciones, los
rayos letales que disparan las supernovas a través del espacio, los choques
entre sí de las galaxias y los agujeros negros, pero que así sea en el tiempo no
significa que sea por siempre. Estos fenómenos hacen que el mundo como bondad
no suene verídico y real, sino la alucinación de una mente extraviada en ideales
y fantasías. Pero no es así. Veamos.
Es verdad que la estructura del espacio tiempo está ligada a la
irreversibilidad, pero no existe sólo el tiempo como irreversibilidad, devenir
y evolución sino también lo eterno. No se trata de afirmar como Ylia Prigogine
que el tiempo preexiste en el vacío fluctuante como tiempo potencial, no, eso no.
El tiempo potencial simplemente no es tiempo. Por consiguiente, no tiene
sentido decir que el tiempo precede a la existencia, porque la existencia misma
es tiempo. Y todo lo que se da como existencia en el tiempo es ser finito.
Cosas, hechos y relaciones son eventos de la existencia temporal del ser
finito. El sentido común de eternidad es el de tiempo infinito, pero ello es
incorrecto. Pues el sentido filosófico de lo eterno como lo que trasciende el
tiempo refleja cabalmente su contenido. Platón atribuye a las Ideas duración a
través de todo el tiempo, Aristóteles habla de infinita duración, Plotino del
ser estable y pleno cerca de lo Uno y Proclo de lo que es siempre. Desde San
Agustín cambia el sentido como aquello que es propio de Dios, Boecio habla de
lo sempiterno, como aquello que transcurre en el tiempo, y lo eterno, fuera del
tiempo. Santo Tomás diferencia entre tiempo (sucesivo), eviterno (duración
propia de las almas y los espíritus puros) y eterno (simultáneo). En la
modernidad sufre otro cambio. Así Bruno piensa la eternidad del mundo, Spinoza
habla de la existencia de la cosa eterna, Locke y Condillac de la idea del
tiempo perdurable, y Hegel de la intemporalidad absoluta del Espíritu.
La filosofía contemporánea es eminentemente temporalista por acentuar el
inmanentismo de la modernidad, pero no han faltado reflexiones sobre lo eterno,
como es el caso de Rougés que lo concibe como temporalidad sin tiempo, Alquié habla
que no pertenece al individuo, y Lavelle que lo aborda como hontanar creador
del tiempo. Hawking, por su parte, afirma que en las profundidades de un agujero
negro no existe el tiempo. Nosotros añadimos que tampoco en el agujero negro
existe la eternidad.
¿Pero se puede predecir el futuro, viajar al pasado, en suma, se puede
transitar por el tiempo? Los estoicos y el mundo antiguo pensaban que eso se hacía
a través de la mántica, como facultad de ver signos mediante los cuales los
dioses manifiestan su voluntad a los hombres. La religión católica distingue
entre profecía, como anuncio de recompensas o castigos divinos por voluntad de
Dios, y videncia, como anuncio de cosas por suceder por voluntad de
dominaciones celestiales o principados de las tinieblas. Los profetas son
hombres santos y gran espíritu religioso que interpretan la voluntad de Dios,
como Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel, etc. Y los videntes son los brujos,
magos, sibilas, nigromantes o chamanes que interpretan la voluntad de entidades
no celestiales.
La Iglesia reconoce que el demonio puede seducir con subterfugios
sobrenaturales, por ello es muy prudente para evitar el profetismo equívoco.
Esa cautela se extrema en las llamadas apariciones marianas, habiendo reconocido
sólo nueve de las cuarenta y tres apariciones. Y el reconocimiento se realiza
bajo el criterio de que las apariciones reconocidas recuerdan la misión de
cristo Redentor, no se opone a la fe ni a la moral, y son hechas en función de
que Revelación se cerró, pero la historia de la Salvación continúa. En el mundo
moderno es la parapsicología moderna, que investiga los fenómenos mentales y la
percepción extrasensorial, la que ha intentado explicar la precognición,
retrocognición y la clarividencia como anuncio de sucesos del futuro o del
pasado, la bilocación como presencia física de una persona al mismo tiempo en
diferentes lugares, y otros prodigios que se asocian con fenómenos que trascienden
el tiempo y el espacio.
Por su parte, la ciencia moderna admite que las leyes naturales permiten
predecir el futuro de ciertos eventos, resultando muy difícil hacerlo a nivel cuántico.
Sobre el viaje al futuro se admite su posibilidad y se enfatiza que hace falta
la tecnología adecuada, y respecto al viaje al pasado implica que el espacio y
el tiempo pueden curvarse, es todavía una simple posibilidad teórica. Si algún
día ello se lograse se podría cambiar la historia, y se abriría un debate moral
al respecto. ¿Se podría viajar al pasado para evitar todos los grandes males de
la historia? Eso equivaldría a dirigir el destino humano y adquirir poderes
sobrehumanos. En todo caso esto pertenece a un ámbito de caso límite, sin
olvidar que jugar con el pasado puede estropear funestamente el futuro.
No obstante, San Agustín
señalaba que no tiene sentido preguntarse qué había antes del tiempo. Pues con
la creación empieza el tiempo y el espacio. Y ello no precisamente porque
estaría la Nada, pues la nada nada es. Sino porque estamos hablando de otro
orden del ser, a saber, del ser infinito y eterno, que es Dios. Las tres
concepciones fundamentales del tiempo -como orden mensurable en Aristóteles,
devenir en Hegel y posibilidad en Heidegger- se unen en una sola: el tiempo como
existencia de lo finito. Pero lo finito no sólo es temporal, sino también
eviterno, como aquella entidad que comienza en el tiempo pero que no tiene fin
temporal, por ende, media entre lo temporal y lo eterno. Las almas de los mortales
racionales y los ángeles son dichos entes eviternos. Hawking burlonamente
negó la existencia del alma asociándola a cuentos de hadas de gente que le
tiene miedo a la oscuridad. Dijo que si el cerebro es una computadora y no hay
inmortalidad para las computadoras que dejan de funcionar, entonces tampoco
existe alma inmortal. Para él somos simple seres biológicos, y nada más. Pero
lo contradice otro connotado científico, Roger Penrose (La mente nueva del
emperador), para quien la mente humana no es la encarnación de un algoritmo
complejo, sino que se basa en el libre albedrío capaz de ver las verdades
necesarias porque puede conectarse con el mundo trascendente. En realidad, podemos
añadir que el alma siempre es transparente, son los ojos entenebrecidos los que
impiden descubrirla. Además, espacio y tiempo son uno con la cosa finita. Por
ello, la ciencia podrá prorrogar la muerte y prolongar la vida, pero jamás
alcanzar la inmortalidad.
Pero el hombre de la cultura técnica está afectado de irracionalismo
mental, no ejercita la lógica por tres fuerzas colosales: el robot, el eslogan
y la masa. Esos elementos sustituyen el elemento lógico. La lógica de la
religión requiere un tipo de lógica no bivalente, distinta a la científica. Y
con esa atingencia necesaria se comprende cómo en la presente época de la vida
acelerada la antropotecnia impone su decadencia lógica.
A lo que vamos es que el mundo como bondad exige ver la existencia
en su plenitud finita e infinita, temporal, eviterna, y eterna. El orden metafísico
conduce a la existencia eterna de la fuente del bien que es el Ser infinito, el
orden ontológico da cuenta de la existencia temporal del ser finito, y el orden
moral atañe a la existencia eviterna de la realidad espiritual.
¿Pero porqué Dios permite el mal en el mundo? Por la argumentación de
nuestra exposición no cabe una respuesta subjetivista que considera el mal
meramente como objeto negativo del deseo o del juicio de valoración. Cabe una
respuesta metafísica, que tampoco desestima el factor subjetivo, porque la
práctica de la virtud en definitiva implica un acto valorativo. La respuesta
tradicional ha sido que Dios permite el mal y la adversidad en el mundo porque
ello fortalece la virtud en el hombre y pone a prueba su libertad. Son pruebas
de la Providencia para conocerse a sí mismo. El mal es apariencia, en el sentido
de no-ser, porque todo lo que sucede en el mundo va dentro del orden recto de
la Providencia. Al final Dios establece la recompensa a las acciones humanas.
Ello implica el supuesto que la obra divina no tenga que ser entendida
plenamente por la inteligencia humana. Esto se relaciona con el profundo
mensaje del libro del sabio hebreo Job, perteneciente a la etapa helenística,
el cual expresa que incluso la confianza en Dios proviene de él, de su
iniciativa y revelación. En este sentido sentirse religado y religión no sería comprender,
sino confiar. Esa es la respuesta particular al sufrimiento del justo. Ahora se
comprende cuando afirma: “El temor del Señor es la sabiduría, y el apartarse
del mal, la inteligencia” (Job 28:28). En un sentido similar, Bossuet, que
creía en la causalidad natural en vez de explicaciones sobrenaturales, en
su Discurso sobre la historia universal (1681) sostiene que
Dios no es ignorante, por tanto, no hay azar, fortuna o contingencia, hay
finalidad inmanente al devenir histórico, astucia dé la razón, pero no como en
Hegel, sino de la Providencia.
Esto tiene que ver con la urgencia de la ampliación de la razón, verdad
que se ha hecho tan evidente en los tiempos actuales de destrucción
ecológica. Es ingenuo seguir pensando que la ciencia es objetiva y racional,
cuando está sometida al interés económico y a la función del poder. La
ciencia no es nunca un conocimiento neutro, cierto e indudable. Más bien, será
inevitablemente el mito de mañana. Con esto no se está alentado ningún irracionalismo
o anarquía epistemológica a lo Feyerabend. No, lo que se denuncia es la
tendencia autoritaria y dogmática de la ciencia que no tiene una real
justificación. No es racional, no tiene método infalible y debe respetar los
límites con otras formas de conocimiento. Ni la experiencia ni la razón
son más fiables uno que el otro. La experiencia ni la racionalidad son nunca
neutras, sino ricas en contenidos irracionales. Por ende, la noción
de racionalidad debe ser ampliada para comprender los diversos tipos de
conocimiento.
En este sentido la actitud de Job es de fe y confianza en una razón
superior a la humana. El agnosticismo considera inaccesible para la razón
humana la noción de absoluto y todo lo que no puede ser experimentado o
demostrado por la ciencia. Con esto sigue el predicamento del nominalista
franciscano Guillermo de Occam, que consideraba que la religión no es un asunto
de razón, sino de fe. El agnosticismo podría suscribir sin problemas el presupuesto
básico del nominalismo, a saber, nada universal existe fuera de la mente. Algo
parecido se experimenta en la teología protestante del siglo veinte, donde la
negación del conocimiento natural de Dios llevó al escepticismo religioso. Por
ende, el agnosticismo es una doctrina que no considera la fe como fuente de conocimiento,
desestima el conocimiento natural de Dios y sobrevalora el conocimiento empírico-científico.
Por lo demás, el escepticismo y agnosticismo basado en la ciencia y filosofía
moderna responde a la fragmentación del saber, a la desestructuración de las
humanidades y a su separación de la verdad revelada. En realidad, la oposición
entre ciencia y fe no es real, sino filosófica. Pero el camino científico es inapropiado
para llegar a Dios, pues cada tipo de conocimiento tiene su propio terreno
ontológico, epistémico y ético. La universidad secularizada ha dejado de ser
una babel intelectual, ya no integra los saberes, al contrario, los desintegra,
no pone fin a la ignorancia del científico por la filosofía y la teología,
fracasa al crear solamente especialistas y técnicos, personas sin saber universal,
no comprende que el saber técnico necesita ser complementado por su saber con
sentido y finalidad.
Es cierto que por parte de la teología también hubo errores, así los
teólogos se equivocaron al interpretar el alcance de las Sagradas Escrituras y
Galileo acertaba afirmando que las verdades de la Biblia son de otro orden. No
obstante, eminentes estudiosos han dejado en claro que el cristianismo al
concebir a Dios como racional y encarnado fue la base de la ciencia moderna.
Monasterios, escuelas catedralicias y universidades se sumaron al esfuerzo. Ni
la Iglesia se opone a la ciencia ni todos los científicos son ateos o
agnósticos. Sobre el propio origen del Universo hay tres explicaciones -religiosa,
filosófica y científica- y en la explicación científica la teoría del Big Bang
no niega la Creación de Dios, salvo Hawking que sin evidencia empírica propone
el Universo autocontenido. En lo que respecta a la teoría de la evolución
darwinista, que nación en oposición a la fe particularmente en el origen del
hombre, no se ha llegado a precisar cuándo surgió el primer hombre con alma
espiritual y como persona, ni dónde ni cómo surgió. Tampoco hay acuerdo sobre
las características humanas (bipedismo, encefalización, herramientas y
lenguaje). Menos aún coinciden a quién lo pueden remontar (habilis, erectus,
neandertal, sapiens). Pero son las querellas entre evolucionistas y creacionistas
los que han presentado falsamente que la religión y la ciencia son incompatibles.
La Escritura es un libro de fe y no de ciencia, y la única afirmación
tajante, no refutada por la ciencia, es que el alma no es producto evolutivo.
Desde aquí no es difícil identificar los temas que escapan a la ciencia, como
son: Creación, Providencia, alma espiritual y los milagros. Y es así porque la
ciencia sólo puede explicar comportamientos, pero no adoptar posiciones
fundantes o últimas. La metafísica es el territorio donde se hacen afirmaciones
de carácter último. La filosofía posmoderna en su postura rabiosamente
antimetafísica imita erróneamente a la ciencia moderna en este punto. Pero hay
posturas metafísicas en la ciencia, por ejemplo, cuando propone el diseño
inteligente o el principio antrópico. Sin embargo, con la inteligencia artificial,
la manipulación genética, la neurofisiología y la mecánica cuántica aumenta la
interacción entre Razón, Fe y Ciencia.
En realidad, la fe ayuda a la razón en el rescate de la verdad, tan
relativizada por la posmodernidad. Y la razón ayuda a la fe en el rescate de la
actitud crítica, tan olvidada por el fundamentalismo y el fanatismo religioso.
El cientificismo al absolutizar el conocimiento científico lo que hace es ideología.
Pero la ciencia necesita ser complementada por otro tipo de conocimiento.
Cuando el ideólogo interfiere en la ciencia surge la pseudociencia (gen
egoísta, gen homosexual, memoria del agua, clonación humana, raza superior,
ciencia comunista, ciencia liberal, ideología de género, etc.). Ahí tenemos a
tres personajes que dominan el discurso antirreligioso y ateo a comienzos del
siglo veintiuno: Dawkins (memes culturales), Hawking (universo autocontenido) y
Dennet (dawkiano a ultranza). Ciencia, Filosofía y Religión son tres saberes
distintos y con metodología propia. Pero la Verdad es única. El camino hacia
Dios no es la ciencia sino la filosofía y la teología. Y es así porque lo que
la revelación nos comunica no es simplemente algo incompresible, sino algo
comprensible que no puede ser probado ni percibido por los hechos naturales. No
obstante, a pesar de ser algo inconmensurable es algo comprensible en sí y para
nosotros.
Bien visto se puede decir que la filosofía no es pura ni autónoma, sino
que está en dependencia con la fe y la teología como condiciones externas. Así,
los presocráticos y especialmente Platón y Aristóteles son considerados como
padres de la teología natural ante la desintegración de la teología mítica, y
Jaeger trata de la teología de los primeros filósofos griegos. De modo que la
filosofía se consuma por la teología y no como teología.
Desde la modernidad dicha teología natural griega y la teología revelada medieval,
será reemplazada por la teología secularizada en la razón. Y actualmente, tras
el desgaste del posmodernismo, asistimos a una nueva síntesis entre las tres
(natural, revelada y secularizada).
En realidad, el ideal hacia el cual tiende la filosofía en su perfección
es la sabiduría divina. Pero no se puede tener fe en Dios sin creer en Dios. La
fe es una gracia que nos permite tener la percepción de Dios. Pero la fe exige
de Dios más que verdades particulares, ella quiere a Dios mismo, busca “captar
sin ver”, como la noche de San Juan de la Cruz. La fe está más cerca de la sabiduría
divina que toda filosofía y teología. “Si no os volvéis y haced como niños, no
entraréis al reino de los cielos. Así que cualquiera que se humille como este
niño, ése es el mayor en el reino de los cielos” (Mateo 18:3-4). Esa es la
tiniebla que Job vio en el entendimiento humano. Pero, aun así, es un paso
adelante del propio entendimiento. Por eso, la filosofía cristiana aun cuando busca
ir a la simple aprehensión de la verdad única, superando los conceptos
particulares, sin embargo, reconoce que la filosofía es preparación de la razón
natural en el camino de la fe.
La razón científica ha impuesto una racionalidad sujeta a lo empírico,
al factum, ocasionando con ello un reduccionismo empobrecedor de la
realidad. Pero los conceptos de las teorías científicas no son todo lo cognoscible.
Así se puede reconocer que la puerta de entrada a la Metafísica no es
necesariamente conceptual, sino intuitiva. Esto permite el acceso a la esencia
íntima del mundo. La cosa arroja sombra por la luz.
Muy significativo resulta reconocer que la gran paradoja de nuestro
tiempo es que la misma ciencia que negó a Dios ahora lo confirma al reconocer
la naturaleza sobrenatural de sus manifestaciones (Virgen de Lourdes, Virgen de
Fátima, Garabandal, y otros). Aquí es donde con más nitidez se muestra la
religión como un tipo de racionalidad no instrumental, y la ciencia tiene de
reconocer la realidad de otro ámbito de lo real al que no tiene acceso. Lo cual
significa reconocer que lo fáctico no es lo único válido y que hay que admitir
las verdades eternas, inmutables y trascendente de la metafísica. El hombre sin
fe, verdad y razón se asentó en la modernidad en la perspectiva de la filosofía
nominalista, empirista y racionalista, todas las cuales comulgaban en el
naufragio de la trascendencia y el olvido del ser. En ese contexto el mundo
como bondad no tiene cabida, y en su lugar impera lo situacional, como glorificación
del relativismo y subjetivismo. Así reinan las falsificaciones del fariseo sin
misericordia, del auto justo que se glorifica, el timorato con amor servil, el
pecador sin fuerza para corregirse. El vicio y el pecado degeneran moralmente,
y suprimen la obligatoriedad y el carácter general de la norma moral.
Esta perspectiva cobró fuerza inusitada desde el existencialismo
sartreano y llegó a su cúspide con el posmodernismo de Vattimo y Rorty. La
ilimitada libertad del hombre sin jerarquía de valores llevó al paroxismo
difuso del “todo vale” de la sociedad dionisíaca nietzscheana. Detractores de
la razón, de la moral y de la trascendencia forman una misma tropa entregados
al desenfreno de los instintos, la adoración idolátrica y el sexo pornográfico.
La sociedad secularizada se enfermó de inmoralidad, rompió la visión unitaria
del hombre entre sentimiento, pensamiento y voluntad. Así entra en decadencia y
engendra su propia destrucción. La salida es recuperar lo trascedente e
insertarlo en la historia. Tal como lo preconizó, por ejemplo, la teología de
la liberación enfatizando la opción preferencial por los pobres en medio de un
mundo sin solidaridad, egoísta e injusto. La separación absoluta entre Dios y
el mundo, lo temporal y lo eterno, resulta inconcebible.
Por ello, la metafísica es el lugar de la mirada indisociable de la conexión
entre los dos mundos: el empírico y el metaempírico. La filosofía moderna
deslumbrada por el avance de la ciencia quiso convertirse en ancilla de
la ciencia, pero los desastres guerreristas conocidos en el siglo veinte y el
ambiental del siglo veintiuno ha producido un profundo desencanto. Se vuelve a
tomar conciencia que la filosofía debe recuperar su fuero perdido y repudiado:
la Metafísica. La filosofía es metafísica porque es descubrimiento de la
esencia íntima de lo real. La filosofía comienza donde acaba la ciencia,
lo causal y objetivo. El plano metafísico es una imposibilidad epistemológica,
pero una posibilidad ontológica, porque es posible vivirla antes que conocerla. El
hombre tiene acceso a dos mundos: material -sujeto empírico-, y espiritual
-sujeto metaempírico-. El pensar intuitivo sin el concepto es incomunicable.
Salvo a través del amor. La realidad se conoce por la intuición y se
expresa por el concepto o el afecto. En ese paso de la intuición al afecto hay
menos pérdida de realidad que lo que hay en el concepto.
De manera que filosofar sobre el mundo como bondad requiere ver que
la filosofía antes que conocimiento abstracto es conocimiento intuitivo. De lo
contrario se vuelve un repetir ideas prestadas. La materia prima de la
filosofía no son los conceptos, sino la visión personal del mundo. El filósofo
trabaja con ideas abstractas, pero que tienen su origen en una visión intuitiva
de la realidad. Filósofo no es aquel que repite ideas librescas, sino el
que tiene disponibilidad para captar la naturaleza extraña de la realidad. Por
ello, la filosofía libresca es falsa, la auténtica no proviene de los libros. Filósofo
es el siente asombro ante el existir y vértigo ante el morir. En el plano
metafísico no es el sujeto espiritual el que ilumina, sino el que resulta
iluminado. El hombre empírico tiene el amor, la fe y la intuición para recibir
la iluminación metafísica. La esencia íntima de lo real no es la materia, el
pensar o el querer, sino lo que posibilita el ser finito, o sea Dios. El Ser
absoluto, es decir Dios, es inmanente y trascendente. Pero el hombre es también
bidimensional, porque es el ser finito que vive en la inmanencia la
trascendencia. En este sentido se puede decir: Soy realista porque
acepto la materialidad del mundo, idealista porque el sujeto determina el ente
de razón, y metafísico debido a que la esencia no se deriva de lo conceptual, sino
de la visión directa de lo real. Lo cual es posible porque el
conocimiento intuitivo no es puro pensar, es contacto con otro nivel de
realidad, no causal, transobjetivo y metaempírico.
De todo lo expuesto se deduce que el mundo como bondad depende en su
dimensión moral de nuestra voluntad y libre albedrío, en su dimensión
ontológica del designio de la Providencia divina, y en su dimensión metafísica
de la existencia infinitamente buena de Dios. Nuestra relación con el mundo es
ético-ontológica porque en el hombre lo ético y lo ontológico van unidos. No
podemos decir que la verdadera relación con el ser sea ética antes que
ontológica -como cree Levinas-, dado que la sustancia misma del ser del hombre
es de índole ética. Lo cual no nos hace filósofos de lo ético ni de lo ontológico,
porque ambas dimensiones están entrelazadas en lo humano.
Jean Baudrillard en su texto sobre De la seducción (1979)
afirmaba que la simulación generalizada es la muerte de todos los
esencialismos, la hiperrealidad borra la diferencia entre lo real y lo
imaginario. Esta es la seducción que prioriza el objeto sobre el sujeto. Pero
hay otra forma de seducción, y la que prioriza el sujeto sobre el objeto. O
como dice el Evangelio: “El sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre
para el sábado” (Mateo 2:27). Efectivamente, el papel activo del sujeto a
través de la virtud o de la libertad responsable, caritativa y solidaria
destruye no sólo la estrategia fatal del conformismo, sino que construye la
asunción del hombre como bondad.
Contra el existencialismo ateo de Sartre (El ser y la nada) hay
que sostener que el hombre no es el ser supremo para el hombre, y su ser no se
resuelve en la pura inmanencia. Contra el anti existencialismo nihilista de
Cioran (Historia y utopía) se puede afirmar que la naturaleza humana no
es el mal, sino el bien, y que las utopías no sólo nacen de lo malo sino también
de lo bueno. Y contra el neopragmatismo ateo de Rorty (La filosofía y el espejo
de la naturaleza) hay que aseverar que a pesar de lo relativo hay absolutos,
y que el respeto al prójimo (Contingencia, ironía y solidaridad) jamás
tendrá la profundidad y el alcance que el amor al prójimo.
Decir que no estamos obligados a ser solidarios, que incluso se puede
ayudar sin solidaridad, y que la solidaridad no tiene que basarse en la moral
virtuosa, ni en la política, ni en lo antropológico, ni en la razón, sino
simplemente en la tolerancia, equivale a fundar la justicia en el interés y no
en la justicia. Esta reconceptualización John Rawls y de los comunitaristas como
Taylor y McIntyre sobre la solidaridad, representa el corazón de un mundo sin
corazón. Rortysmo es reducir el mundo a interés del lucro privado.
Richard Rorty, como seguidor del antiuniversalismo de Hume, llevó al
secularismo lo más lejos que se podía llevar, representa el absoluto
inmanentismo no sólo de los derechos humanos, sino de todo lo real. Y al final
se puede constatar que por más que sostuvo que para un liberal lo más repugnante
es el sufrimiento y la crueldad, aspirando a minimizarla, en la práctica portó
el ideario subjetivista, egolátrico, y prepotente del colonialismo liberal
occidental, que se hunde con el mundo unipolar. Jamás se distanció del idealismo
subjetivista de Williams James y Sanders Pierce.
En suma, el mundo como bondad es resultado reactivo del triste
espectáculo de un mundo enclavado en un antropologismo sin Dios, enjaulado de
inmanentismo. Nace del rechazo al luciferino estancamiento espiritual. Es una
ruptura con el antropocentrismo inmanente, brota en plena decadencia moral de
un mundo sin caridad ni compasión, y está lleno de deseo por justicia y amor.
Esto no es idealismo subjetivo porque rechaza que sólo existan las mentes o
contenidos mentales. De manera que se niega que la única realidad sea inmanente.
Tampoco es idealismo objetivo, dado que niega que las ideas existan por sí
mismas y que sólo podemos descubrirlas por la experiencia. De forma que no se
admite que la única realidad sea trascendente. Se trata de un realismo
metafísico teísta que concibe la existencia del mundo independiente
del sujeto que lo concibe, pero que junto al ser finito admite la existencia
del ser infinito, personal y providente. La filosofía transforma el mundo
transformando el corazón del hombre.
LIBRO SEGUNDO
El mundo como compasión
§ 11.
La compasión es el amor al prójimo en acción. Por ello, es superior y
más intensa que la empatía. Compasión es acción de misericordia y solidaridad
para aliviar el sufrimiento ajeno. Resulta siendo el principal signo de la
índole moral de la criatura humana. El ser de lo ético es compasión que lleva a
una existencia a salir de sí para realizarse en el otro. Por eso, es más grande
y de repercusiones más hondas que la responsabilidad. Mientras que la
responsabilidad puede ser formal, la compasión es material y ontológica.
Mediante la compasión se devuelve al ser moral al estrato superior al que
pertenece. El hombre es un ser moral no por la responsabilidad, sino por la
compasión. Si la compasión no moviliza a la responsabilidad, ésta última se
pervierte en mera obligación moral. La compasión moviliza el mundo del amor, la
obligación sólo se limita al mundo del deber. Y como el amor es mayor que la fe
y la esperanza, cuán mayor no ha de ser al deber. La compasión es tener a Dios
en el corazón, vivir su amor por toda la creación, y luchar a brazo partido por
el bien y la bondad en el mundo. Compasión no sólo es aliviar el sufrimiento
del prójimo, también es trabajar para que el sufrimiento no exista. Compasión
es santidad, porque en vez de retraimiento o huida del mundo es lucha por el
bien temporal y espiritual de la humanidad. De manera que compasión es amabilidad
y paciencia (Colosenses 3:12) para compartir alegrías y tristezas con el que
sufre (Romanos 12:15). La compasión no maquina el mal en su corazón, ni de los
unos contra los otros (Zacarías 7:9,10). La compasión no puede ser egoísta,
porque siente el impulso de compartir sus propios bienes con el más necesitado
(1 Juan 3:17).
§ 12.
La compasión no tolera la división entre ética y ontología, porque es unión
ontológica con Dios y su creación. Es posible que una madre olvide a su hijo,
pero el Creador nunca lo olvida (Isaías 49: 15-16). La justicia de Dios es la
compasión, la piedad, y no el castigo (Isaías 30:18). Compasión no sólo es caridad,
sino, también, justicia, en la solidaridad ontológica de darnos a nosotros
mismos por el bien de todo lo creado. Por ello, no hay compasión sin humildad y
sed de Dios, porque el sentido del ser va acompañado del sentido de lo sagrado.
El hombre moderno para recuperar la fe necesita, más que justicia, compasión.
Sin compasión la propia justicia social pierde su más rico contenido que la
liga con todo lo existente. Pero la compasión del creador no tiene comparación
con la compasión del hombre. Pueden cambiar las montañas y tambalearse las
colinas, pero el amor del Creador a su criatura no se moverá (Isaías 54:10).
Por ello, el problema
principal de la filosofía no es el problema del ser, sino por qué es el ser el
problema. O sea, es el problema de la compasión del creador por su criatura.
Pues siendo su ser lo increado, de suyo se desprende que en el ser infinito lo
bueno es inseparable del ser.
Y ello ya tiene una
connotación ética. Si el propio ser es un problema es porque su existir tiene
una justificación que está más allá de la pasividad de su presencia, y que
alcanza la justificación de su existencia. De modo que la interrogante de
porqué hay ser en vez de nada, se retruca en cómo se justifica que en vez de
nada haya ser. En otras palabras, el problema del ser es de índole ética, el
propio ser es de naturaleza ética. Si no fuese bueno existir no habría ser. El
ser y el bien andan juntos. De lo contrario hablaríamos de un necesitarismo del
ser, donde la acción y el propio Dios queda sobrando. Es más, ese maridaje es
un acto de compasión, compasión del creador por lo existente.
La compasión es el cordón umbilical
que une creador y criaturas. Y como su sustancia es el amor, dicho cordón
umbilical nunca desaparece. Ni el mal lo daña, sólo lo suprime para su propio
haber. De manera que es comprensible decir que sin caridad y compasión no hay
sabiduría, sino jactancia y conocimiento externo. El ser ético de Dios hace
posible el ser finito, y el ser ético del hombre hacer posible la preservación
del ser ajeno en la solidaridad y misericordia universal. Pero la compasión no
es abstenerse de decir la verdad ante los hechos históricos. Así lo testimonia
la expulsión de los mercaderes del templo por el propio Jesucristo (Juan 2:
13-25). Es decir, sólo enlazando lo ontológico con lo axiológico se resuelve la
oposición entre el ser y la apariencia, el problema del mal, y el ser como devenir.
Es la compasión lo que
contiene la llave de la comprensión de la oposición entre el ser infinito y el
ser finito, lo eterno y lo temporal, creador y criaturas, empíreo y mundo,
necesidad y contingencia, libertad divina y libertad humana. La compasión es el
enlace entre lo ontológico y lo axiológico. Si el ser finito compasivo mediante
el valor penetra intelectivamente en la interioridad del ser, mediante la
virtud la hace parte de su propio ser. No es este el lugar para tratar el nexo
entre el ser, lo bueno, lo bello y la verdad, pero de suyo se comprende la
relación intrínseca que guardan como realidades trascendentales en el ser infinito.
Sólo una breve atingencia sobre la verdad.
En los últimos tiempos del
neoliberalismo ha surgido la versión de la posverdad, como la privatización en
favor de los intereses de las megacorporaciones del hiperimperialismo mundial.
En términos sencillos, se difunde la falsa opinión de que lo bueno es vivir en
la burbuja privada de la verdad individual. El resultado es una hemorragia de
subjetividad y la multiplicidad de mónadas particulares, que suprimen la verdad
universal. Se trata del aparente triunfo del para-mí y el olvido del ser
acompañado del extravío del sentido de lo sagrado. Es casi el perfecto plan
luciferino de la satanocrática élite capitalista mundial, a saber, arrojar al
fondo del mar la verdad universal. El constructivismo filosófico, con su mito
culturalista, se ha impuesto en la teoría de la posverdad. Como todo es un
constructo social y personal, la verdad queda incluida en ella.
El resultado es la negación
nihilista de la verdad, que tiene que ver más con la voluntad de poder que con
la voluntad de verdad. Es un intento cínico de hacer pasar que la verdad no es
ontológica ni epistémica, sino tecnológica. La verdad sería algo que se hace.
Contra lo que sostiene Maurizio Ferraris (Posverdad y otros enigmas,
2017) la posverdad no es legítimo del yo individual, sino, todo lo contrario,
es narcisismo y vanidad en la enfermante era del exhibicionismo digital. Ya
Feyerabend había publicado Adiós a la razón (1987), en el
sentido de la necesidad de ampliar la razón misma. Y Richard Rorty con su
característico neopragmatismo publica Para qué sirve la verdad (2005).
Luego, Vattimo con su ontología nihilista hace lo mismo con su Adiós a
la verdad (2009). Toda esta cantinela sofística y escéptica se agota
con Ferraris cuando dice que en vez decir: “no hay hechos sino interpretaciones”,
hay que sustituirlo por: “no hay hechos porque hay interpretaciones”. Ferraris
lleva al extremo el hombre como ser hermenéutico de Heidegger y Gadamer. Y hay
que responderle que la tecnología no hace la verdad, así como la partera que lo
trajo al mundo no lo hizo a él. La verdad ontológica reside en la realidad, la
verdad epistémica en su conocimiento, y lo tecnológico es un mero instrumento
que ni hace, ni fabrica la verdad.
Este sobredimensionamiento
de lo tecnológico es consecuencia del industrialismo que canceló la libertad individual
del hombre, manipulándolo en todos los terrenos, sobre todo en el pensamiento.
La cibernética abre para el hombre nuevas posibilidades a su libertad, pero en
el contexto del capitalismo digital lo que se disparó vertiginosamente es la
superficialidad de la mente y la debilitación del pensamiento profundo. La
restauración del cerebro, dice por ejemplo Nicholas Carr en su sugestiva
obra Superficiales ¿qué está haciendo Internet con nuestras
mentes? (2010), pasa por volvernos a contactarnos con la naturaleza,
probar motores de búsqueda más inteligentes, reducir al mínimo el uso del
internet, y sacarlo de la escuela y la universidad. Sólo así se recuperará la
atención, la concentración y la creatividad.
No hay duda que con mentes
superficiales es inviable un mundo de bondad y compasión, porque lo primero que
se ve afectado es la empatía y la solidaridad. Al mismo tiempo las redes sociales
y el internet no sólo han dañado la mente humana, sino también han deteriorado
la realidad del mundo. Así, bien destaca James Bridle en su estudio La
nueva edad oscura. La tecnología y el fin del futuro (2020), que la
tecnología computacional es oscura y opaca, y a pesar de la abundancia de
información tiene la propiedad de simular lo real.
Efectivamente, es conocido
el hecho de que, en las campañas electorales, de un mundo que se torna más
posdemocrático, son contratadas empresas cibernéticas para simular ciudadanía
con bots. El objetivo es manipular la opinión pública con falsos ciudadanos,
que en realidad son robots. De esta forma se vuelve indistinguible lo real de
lo virtual.
Además, y quizá sea lo más
grave, el pensar computacional asfixia el pensar creativo, debilita lo
cognitivo, acentúa el avasallamiento del individuo, el pensar se tecnologiza,
se degrada la reflexión, y lo real se vuelve falsificable. El resultado es que
el mundo moderno antimetafísico desde la raíz acentúa lo inmanente hasta límites
inimaginables. Para los tecnófobos la solución reside en el abandono pre-técnico
de la técnica (Heidegger), para los tecnófilos (McLuhan, Toffler) hay que dejar
que la técnica evolucione por su cuenta, para los humanistas modernistas
(Reich) hay que profundizar el concepto nuevo de individuo, y para el humanismo
metafísico hay que preconizar una nueva imagen del mundo recuperando
la trascendencia en la inmanencia, sin confundir a ambos. En esta última
solución no habrá verdadera revolución de la conciencia, ni cambio de metas del
tener al ser, ni surgirá una nueva forma de vivir, sin que se dé una nueva
metafísica que supere el inmanentismo de la modernidad. Se seguirá bajo el
oprobio mientras no se cambie la base exclusivamente inmanente del actual
proceso civilizatorio.
Hay quienes temen que la
asunción de un humanismo trascendente signifique el anclarse hacia una quietista
metafísica abstracta de las esencias, y por eso prefieren el fenomenalismo
crítico de la identidad abstracta de la razón, que exalta la energía interna de
la razón. Esta sospecha conservadora de los modernistas hay que disiparla
sosteniendo que el humanismo metafísico no es un retroceso hacia la metafísica
esencialista conservadora, pero que el fenomenalismo tampoco es la solución al
quedarse encerrado en el inmanentismo. Se trata, por consiguiente, de una metafísica
concreta, en el sentido en que lo trascendente y lo inmanente son indesligables,
manteniendo su diferencia, donde la acción transformadora del mundo es
consustancial e insoslayable en el sentido de la bondad y de la compasión.
No caben soluciones regresivas
hacia el pasado, ni siquiera respecto a la técnica. Y si algo ha de sobrevivir
de la modernidad es el descubrimiento de la energía interna de la razón y de la
praxis humana, sólo que debe dársele una nueva orientación que enlace lo
inmanente con lo trascendente. Y ese enlace es la bondad y la compasión, donde
la razón y la fe están permanentemente presentes y enlazadas. Así se librará el
hombre de las cadenas del cientismo.
Pero en un mundo enajenado
y manipulado no se siente la necesidad de un nuevo estilo de vida, ni de la
revolución de la conciencia. Por el contrario, lo único que se dispara
vertiginosamente es el hedonismo, la desocialización, almas desubstancializadas,
nihilistas, narcisistas, egoístas, indiferentes, consumistas que no toman en
serio ni su propio ego, pero que se corresponden con la violencia primitiva y
energúmena de la decadente sociedad de masas. Si en los años 40 del siglo diecinueve
insurgen las masas con un franco cariz revolucionario, que se incrementa hasta
la segunda mitad del siglo veinte, en cambio desde la caída del muro de Berlín,
la disolución de la Unión Soviética y el triunfo global del neoliberalismo las
masas giran hacia el conservadurismo anestesiante, individualista y nihilista. Una
auténtica barbarie civilizada.
Lo que está quedando
demostrado en el actual conflicto en Ucrania, con líderes políticos europeos
que se comportan como verdaderos vasallos del imperio anglosajón, aún a costa
de quebrar su economía provocar inflación, devaluación y carestía energética,
mientras que sus masas apenas vuelven a reclamos salariales, pero sin energía
revolucionaria.
En realidad, el poder
omnímodo del Estado ha crecido y se ha perfeccionado a tal punto con las nuevas
tecnologías de control ciudadano que el mundo se está llenado de positividad y
vaciando de negatividad. Ni siquiera el mundo multipolar, en su advertible
triunfo sobre el mundo unipolar, augura un cambio de espíritu en las masas. Lo cual
es peligroso, porque cuando los cambios no llegan desde abajo sino desde
arriba, ello significa que la decadencia civilizatoria no ha terminado, y simplemente
entra a una nueva fase de vacío e incertidumbre existencial edulcorado de nuevo
bienestar, restitución de la tradición y crecimiento extensivo de la
tecnología. El mundo como bondad y compasión no pierde de vista que, si el
Estado y la tecnología no se ponen al servicio del hombre, y no al revés,
entonces la curva decadente de la civilización proseguirá sin freno, aunque con
nueva forma.
§ 13.
El mundo como compasión también es la clave para restablecer el
equilibrio y armonía con la naturaleza. Es el quid de la antropología sin
antropocentrismo ateo. Y es que el antropocentrismo ateo trata todas las cosas
como entes manipulables, objetos a disposición, negando su rica esencia
fenoménica y transfenoménica. Lo cual en el fondo es una negación del significado
del ser. Por el contrario, el antropologismo teísta tiene un punto de partida diametralmente
opuesto. Arranca de que Dios no es una voluntad cósmica enloquecida que engulle
a sus criaturas, sino ser perfecto, bueno, personal, racional, espíritu puro y
que ama. Admite que Dios es un término original, que no procede la facultad
lingüística, emocional, ni cognoscitiva, sino de la cosa misma llamada Dios.
Por eso no se trata de una mera idea subjetiva, sino de una idea que no
proviene de la mente, pero sí de su propia realidad. En ese sentido, San
Anselmo (Proslogion, II) tenía razón cuando defendía su argumento
ontológico afirmando que la idea de Dios no es una idea cualquiera, sino que la
idea del ser perfecto es la más eminente de todas.
San Agustín no tenía este problema,
no contraponía pensamiento y ser, pero era más propenso a poner en duda su
propia existencia que la de Dios (Conf. VIII, 10, 16). Pero sí puntualiza
que Dios es más verdadero en su existencia que en cuanto es pensado. Aporta lo
que llama la prueba noológica de la existencia de Dios: si la razón encuentra
la verdad absoluta, entonces existe el ser eterno e inmutable, es decir, Dios.
Pero si Dios es la verdad, abarca no sólo el pensamiento sino también la
realidad. Lo lógico y lo ontológico proceden de Dios. Y como Dios supera el
pensamiento humano, entonces lo que el hombre conoce no es Dios.
En suma, su prueba
noológica identifica la verdad absoluta con Dios. Pero a pesar de las diferencias,
tanto en San Agustín como en San Anselmo el pensamiento de Dios está ligado a
nuestra conciencia, pero también existe objetivamente.
Pero Kant rechazó
tajantemente el argumento anselmiano porque partía de la premisa de que la
unidad de ser y el pensar es lo más perfecto. Para el filósofo criticista la
existencia no tiene sentido fuera de la sensibilidad, y el mero concepto de un
objeto puede probar su posibilidad, pero jamás su existencia real. Ser es la
posición de una cosa, no un predicado real o un concepto que pueda añadirse al
concepto de una cosa (CRP, A 592/B 620-A 602/B 630).
No obstante, para Hegel las
objeciones dirigidas contra el argumento ontológico anselmiano no tienen valor porque
se trata de una noción con valor lógico y ontológico a la vez (Lógica, III,
C, CXCIII, γ). O sea, la genialidad de
San Anselmo es advertir que “el ser no entra en contradicción con el concepto”
(Lecciones…, III, 126). De manera que lo verdadero, dirá Hegel, no es
solamente pensamiento, sino también ser.
Mientras para Kant las
ideas de razón son solamente regulativas, no constitutivas, funcionan en el
vacío, son directrices de la investigación hasta lo infinito, no son leyes de
la realidad y permite que se planteen problemas y soluciones; para Hegel,
mientras la primera relación del pensamiento es la metafísica tradicional, que
se queda en la representación de la identidad abstracta, que supone al objeto
como un objeto acabado, en la segunda relación se busca lo verdadero en la
experiencia en la fenomenalidad externa e interna. Ese es el momento de la
filosofía crítica de Kant, cuyo mérito, afirma, es señalar la contradicción en
la esencia misma del pensamiento, y cuyo yerro fue reducir a pura identidad
abstracta a la razón.
Así, Kant queda reducido a
un momento dialéctico de la filosofía, la misma que no se detiene en el mismo.
No hay que olvidar que mientras la Fenomenología mantiene un
matiz existencialista, la Lógica y la Enciclopedia tienen
un tono esencialista. Por lo demás, Hegel en su intento de presentar el
despliegue dialéctico de la omnipresencia presente de lo absoluto encallará en
el panlogismo, donde todo lo real es racional. Schelling le objetó que
desplegar las ideas de Dios antes de creación equivale a una contradicción,
porque disuelve todo en una síntesis de devenir permanente. Y Marx advirtió que
la doctrina del desarrollo de la dialéctica hegeliana reconoce el derecho
infinito del hombre a cambiar el mundo, de modo que potenció su relación
práctico revolucionaria y la utopía social.
El punto es que la
antropología teísta es también filosofía, pero no gira en torno a lo
gnoseológico, como en el constructivismo crítico de Kant, sino que antepone lo
ontológico a lo gnoseológico, el ser es primero que el pensar, asume como
evidencia primaria que las cosas son, y no el pensar. Lo cual, en vez de retroceder
hacia una metafísica abstracta del quietismo, o engolfarse en el fenomenalismo inmanentista,
asume la energía interna de la razón y de la acción humana para lograr un mundo
con bondad y compasión. Tiene en el realismo metafísico el basamento de que el
ser es lo previo e indemostrable para la razón, pues el ser no se encuentra en
el pensamiento. Por ello, sólo el realismo metafísico le permite al pensamiento
moderno superar su esterilidad metafísica en cuanto reconoce que el ser sobrepasa
al pensar, y postula desde la existencia de las cosas a un ser supremo que está
más allá de lo temporal, es creador y eterno. En una palabra, este realismo
puede ayudar al hombre moderno a superar la trampa del cientismo, escepticismo,
el increencia, y el nihilismo, asumiendo una metafísica trascendente.
Por ello, el
antropocentrismo teísta no tiene problema en basarse en la revelación. Así,
concibe que la imperfección del mundo no niega a Dios, sino que describe la
historia misma de la salvación. Llama a la humildad y al servicio con toda la
creación, porque entiende que a un corazón vanidoso, soberbio y orgulloso no se
acerca Dios. De tal forma que se hace nítido que en el panteísmo sobra la idea
de Dios, porque la necesidad de la ley natural lo rige todo. Estas consecuencias
que implica el antropologismo teísta predisponen a una relación de caridad y justicia
con el prójimo y con la naturaleza.
A estas alturas hay que
reconocer que es mejor proceder a la demostración racional de la fe con los no
creyentes, pero con los creyentes el punto de partida es la fe, porque teología
y filosofía se fusionan. Demostración filosófica para los primeros, teológica
para los segundos. Pero en ambos resalta la energía interna de la razón y de la
praxis para la transformación del mundo en la dirección de la bondad y
compasión.
§ 14.
Cuando en 1961 Adorno polemiza con Popper, quien negaba que las ciencias
humanas tengan un carácter científico por apoyarse en la categoría de
totalidad, le responde que la totalidad no es un hecho social sino un concepto
necesario para combatir el carácter totalitario de la sociedad de masas. Efectivamente,
la sociedad de masas del capitalismo tardío se caracteriza por su
superficialidad, consumismo, materialismo, hedonismo y exhibicionismo narcisista.
En ella la edificación de la luciferina sociedad sin compasión exige eliminar
en la mujer el rol de madre. Pues, una madre ausente del hogar engendra una
casa carente de amor y compasión. No es extraño así, que, habiendo sacado a la
mujer del hogar, introducida en el aparato industrial, gozando de mayor
libertad sexual, pero manteniéndola el aparato económico como mujer-objeto, se
hayan proliferado en las principales megalópolis del mundo un mundo despiadado,
inmisericorde y sin valores. No sólo asedian las bandas criminales, sino que
los jóvenes pasan más tiempo en pandillas que en familia. La descomposición del
tejido social es consecuencia de la descomposición de la familia, y ésta es
resultado de una estructura económica donde lo principal no es el hombre sino
la ganancia económica de un aparto perverso y destructor de lo humano.
En realidad, la sociedad de
masas es el epítome de la Ilustración, porque con su meta última del “dominio”
trató de convertir al hombre en amo y terminó transformándolo en esclavo. Esta
alienación y reificación humana es descrita por Adorno y Horkheimer en su Dialéctica
de la Ilustración (1944). Y allí Auschwitz es presentado como el
sumario de ese movimiento cultural, pero bien visto, es el alma misma de la
sociedad de masas. Incluso bajo los regímenes comunistas de los llamados países
del socialismo real, las ideas de liberación condujeron a lo opuesto. Adorno (Dialéctica
negativa) y Marcuse (El hombre unidimensional) subrayaron que la
historia no sólo hay que construirla sino también negarla.
De resultas lo que se tiene
es una razón instrumental sin la fuerza de la negatividad, y así avanza la
tendencia totalitaria en la entraña misma de la historia moderna. Pero esta meta
del dominio es fortalecida mediante la técnica, la que encarna una dialéctica
inmanente sin negatividad. De manera que la autodestrucción del iluminismo
estaba implícita no sólo en el propio pensamiento iluminista, sino también en
la técnica como potenciadora de la teoría del progreso. Todo lo cual confluyó
en el incremento de la voluntad de poder y el declive de la caridad.
Que siendo la razón un
poder subversivo haya desembocado en la peor opresión imaginable, desconcierta
muchísimo más que los horrores del Holocausto judío y los campos de concentración
nazis. Pero bajo los tiempos de la fe también se cometieron atrocidades inimaginables.
Quizá el defecto no sea de la razón ni de la de fe misma, sino, más bien, de la
falta de un contrapeso que de espacio a la dialéctica negativa. De forma que,
más que la razón o la fe, fue una inmanencia o una trascendencia sin
contrapeso, omnímoda y prepotente la que provocó las degeneraciones en la razón
y la fe. La pura trascendencia sin inmanencia, como la pura inmanencia sin
trascendencia tienden a degenerarse en sociedades totalitarias. Es decir, no se
trata solamente de no cerrar el ciclo de la razón dialéctica, sino de
complementarla con la razón eterna. Si esto es así, entonces para que el
individuo desarrolle su esencia universal es necesario un marco espiritual y material
donde inmanencia y trascendencia estén vinculados.
No basta descubrir la
negatividad como fuerza que garantiza la liberación, es necesario también
reconocer la positividad de la razón eterna como fundamento de toda la
realidad. Esto no es una fórmula ni el recetario para extirpar el mal en el
mundo e instaurar el reino de la bondad y la compasión, pero puede ser un
poderoso estímulo atemperar el corazón del hombre, siempre traído en vaivén entre
el vicio y la virtud. Se puede pensar que la propuesta es meramente ilusoria
porque tan pronto establecido el nuevo paradigma cultural el hombre vertería
todo su potencial totalitario sobre los inmanentistas puros y
trascendentalistas puros. O sea, el circulo de violencia no cesaría.
Pero esta visión pesimista
no debería impedir pensar en un nuevo paradigma civilizatorio. También podría
pensarse que el humanismo teísta es una negación de la historia moderna, y una
repetición de la historia medieval. No obstante, no es así porque se rescata de
la modernidad la energía activa de la razón y de la praxis. De manera que
resulta siendo una realización más completa del propio cristianismo. Y ese es
el sentido profundo de estas palabras del Evangelio: “Misericordia quiero y no
sacrificio” (Mt. 9, 13).
§ 15.
Ama a Dios quien siente la necesidad de socorrer al necesitado. Quien da
la espalda a un pobre, da la espalda a Dios. En un mundo donde la desigualdad
social se ha disparado bajo la globalización neoliberal del orden unipolar es
imperativo abrazar la caridad y la compasión para aliviar el sufrimiento
humano. El aumento de la injusticia está en razón inversa a la disminución del
amor al prójimo. Bien se afirma que, debido al aumento de la iniquidad, el amor
de muchos se enfriará (Mt. 24:12). Y es que la iniquidad es maldad e
injusticia grande, por consiguiente, una ofensa muy grave contra Dios.
No falta razón al ver que
los multimillonarios del planeta se preocupan de viajes turísticos al espacio
en vez de aliviar el hambre en el mundo. Jeff Bezos gastó 28 millones de
dólares para ir al espacio. Richard Branson lo hizo antes, estando cuatro minutos
fuera de la Tierra. Elon Musk, Jared Isaacman, entre otros, se sumaron a la
lista de despilfarro. Sólo en un mundo donde se vive una profunda crisis de
caridad puede celebrar tal exhibicionismo egocéntrico de frivolidad. Ahora se
entiende mejor cuando se sostiene que de los pobres es el Reino de los Cielos (Mt.
5:3), porque careciendo de lo material tendrán abundancia de lo espiritual.
Otra demostración obscena
de la profunda crisis de caridad que se vive en el mundo contemporáneo es la
ayuda militar a Ucrania que asciende a 50 mil millones de dólares en menos de
un año, la mitad de esa cifra corresponde al país promotor de los conflictos
mundiales y centro del imperialismo guerrerista: los Estados Unidos de
Norteamérica. Mientras que la ONU tiene que mendigar a los países ricos para
que cumplan la promesa de proporcionar 100 mil millones de dólares al año para
enfrentar el cambio climático desde el 2020. Esta verdad ominosa se agrava
cuando se difunde que sólo el 0,36% del patrimonio de los multimillonarios
acabaría con la hambruna mundial. La única verdad es que cerca de 42 millones
de personas están al borde de la inanición.
Pero la irresponsable danza
sin preocupaciones de gastos superfluos prosigue sin pausa. Se deja de gastar
en enseñanza, salud, educación, pensiones, salarios, vivienda social,
hospitales, escuelas, alimentación, para dar prioridad al egoísmo, la avaricia,
lo superfluo y el mal. A propósito, es pertinente la siguiente historia. Se
cuenta que en una localidad de la Toscana se celebraban solemnemente los funerales
de un hombre muy rico. San Antonio de Padua estaba presente en tal acto, y
movido por una inspiración se pone a gritar que dicho difunto no puede ser
enterrado en lugar consagrado, porque tal hombre no tenía corazón. Turbados los
presentes llaman a los médicos, los cuales abren la caja toráxica y,
efectivamente, no estaba el corazón. El cual fue encontrado en la caja fuerte
donde el avaro guardaba su fortuna. “Porque donde esté vuestro tesoro, allí
estará también vuestro corazón” (Lc. 12, 34).
En verdad, la caridad
humilde no ofende, consuela. En cambio, la caridad arrogante es cínica,
humillante por ostentosa, y sólo busca prestigiar el ego. Pero el amor a la
pobreza se hace sensible a las necesidades del prójimo. De ahí que la verdadera
libertad es servir y nunca dominar. Es más grande el que sirve, que el es
servido. “El Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir” (Mt. 20.
28). Las paradojas del Evangelio son verdades tan profundas que desafían el
razonamiento común. Así, se dice que Cristo “siendo rico se hizo pobre por
nosotros para enriquecernos con su pobreza” (2Co 8, 9). Los excéntricos y
derrochadores multimillonarios actuales siendo ricos materialmente, sin
embargo, están arruinados espiritualmente porque al no estar con la caridad y
la justicia no están con Dios. De suyo se entiende por qué la élite global del
Reich Bilderberg incluye en su agenda el anticristianismo junto a la ideología
de género, la eutanasia, la eugenesia, la liberación del consumo de drogas, el aborto,
la iglesia del diablo, la manipulación genética, y otras abominaciones.
El corazón soberbio
se yergue sobre la absoluta bancarrota espiritual y el apartamiento radical de
Dios. Pero poco importa si tu vida espiritual fue un túnel de obscuridad, si al
final un corazón arrepentido lo encuentra a Dios. No obstante, el réprobo se
contenta con adaptarse y ser agradable al mundo, en vez de renovar el entendimiento
y el corazón. El necio en su arrogancia supone que el reino de Dios es una propiedad
para ser reclamada o asegurada, cuando en realidad es un regalo a ser
apreciado. El amor es gratuidad, y Jesús mismo se convierte a sí mismo en
rechazado, ignorado y crucificado como fruta colgada. Se ama a Dios sin
condición porque se trata de la suma bondad. Esta condición de gratuidad del
amor mismo luce obscurecida en los corazones de los avaros.
A muchas mentes corrientes
les sorprende que personas tan emprendedoras y exitosas no puedan ver su
miseria espiritual. Que una gran inteligencia tenga un corazón egoísta no llama
la atención, cuando se ve que justifica la codicia ilimitada del rico y el
abuso del pobre. Es que el tesoro del corazón no es el oro, sino la
piedad. Dios está en tu corazón, escucha tu corazón y seguirás su consejo. Pero
para encontrar a Dios se necesita paz interior y calma exterior.
§ 16.
Muchos son los malos que quieren ser buenos, porque la maldad es un
lastre insoportable. Entonces para no sentir la angustia se sumen en una
vorágine de guerra interior y de rapidez exterior. Diluyen su ser en el tener y
así nunca se encuentran a sí mismos. Es cierto que no basta creer en Dios,
también hay que creer en sí mismo. Pero el malo no cree en sí mismo, ha perdido
la fe en sí mismo. Así se va sumiendo en el egoísmo insaciable, que lleva a la crueldad
a la tiranía y a la injusticia.
Muchos se vuelven
orientalistas, tranquilizando su conciencia en la supuesta experiencia de la
Nada. Pero aspirar a la calma de la Nada no es ético ni santo, pues santidad no
es huida, sino lucha por el bien temporal y espiritual de la humanidad. La
injusticia es una actitud espiritual, en el que prima un corazón egoísta.
Entonces adopta una moral de situación, relativista y farisea, y se parapeta en
valores morales desvinculados de las virtudes teologales. Así es más fácil llevar
una vida que implementa el mensaje de Bernard Mandeville en La fábula
de las abejas, o sea, los vicios privados hacen la prosperidad pública.
Cuando, en realidad, sin la caridad ninguna virtud moral supera la vanagloria. En
realidad, los multimillonarios no son culpables, pero sí son responsables por
la crisis de caridad, porque pudiendo aliviar el sufrimiento no lo hacen.
Culpables son los dirigentes políticos que pudiendo gravar con impuestos
especiales la fortuna de los ricos, no lo hacen. Así como el totalitarismo
violento del fascismo creó multitud de burócratas a lo Eichmann, de modo
similar el totalitarismo de las posdemocracias crea sociedades que plasman con
banalidad el mal. Es el mismo mal sin motivación personal del que nos describe
Arendt. De manera que una sociedad banal que celebra las exoticidades de los
multimillonarios son testigos indiferentes del conformismo social que cierra
los ojos a todo el mal que engendra la crisis de caridad.
Se trata de una violencia instalada
de forma cotidiana y rutinaria que tiene su raíz en la pérdida del sentido de
lo sagrado y la pérdida del sentido del ser. O sea, en la enfermedad cultural del
nihilismo. Sin duda, la contundencia en que la crisis de caridad se manifiesta
en el mundo contemporáneo llevan a pensar que estos son tiempos más oscuros que
los de Auschwitz porque se trata de un mal que se ha normalizado.
Esto tiene que ver con el polémico
tema sobre cómo es posible hacer política. Las revoluciones nacen desde abajo y
terminan siendo asesinadas desde arriba, cuando los partidos despojan del poder
a los consejos populares. Este argumento es el analizado por Arendt en su
obra Sobre la Revolución (1963), y concluye pensando en la
democracia directa y la autogestión. Pero el problema se vuelve más grave
cuando se identifica el poder político con la violencia, la cual no es
solamente una idea marxista. Arendt también meditó en sus últimos años sobre
cómo evitar la degradación de la política, y concluyó que sí es posible separar
el poder de la violencia. Mientras el poder se basa en el consenso y en el
grupo, la violencia lo hace en el autoritarismo de las élites o vanguardias. Lo
cual no es fenómeno exclusivo del comunismo.
Así, por ejemplo, la
globalización neoliberal fue en realidad la dictadura de clase de los ricos
contra los pobres en los últimos cincuenta años. A esto lo llamé el
Hiperimperialismo de las megacorporaciones privadas, con soberanía propia (La
globalización del Hiperimperialismo, 2009; Hiperimperialismo global en llamas,
2020).
Pero han sido tres mujeres
intelectuales las que han puesto el dedo en la llaga de esta forma de poder
perverso en el seno de la democracia occidental: Naomi Klein (La doctrina del
shock, 2007), Naomi Wolf (El fin de América, 2007) y Shoshana Zuboff
(La era del capitalismo de la vigilancia, 2019). Las tres han puesto en
evidencia toda la violencia contenida e implementada con furor y rigor por las
oligarquías mundiales en esas funestas décadas para los intereses populares. Se
trató de un plan muy completo, que abarcó lo ideológico y no sólo lo económico
político. La teología de la liberación perseguida y anatemizada, las ideologías
fueron declaradas cosas caducas, mientras que cínicamente se hacía amplia
propaganda a la ideología neoliberal, no faltó ni la tortura, el genocidio y
las dictaduras fascistas, como las del Cono Sur latinoamericano. En una
palabra, se desató la violencia en toda la línea porque la élite capitalista
mundial quedó sin contrapeso geopolítico tras el derrumbe de la Unión Soviética.
Fue una violencia sistemática y organizada que degradó la política de la
democracia occidental al someter el poder a la violencia de clase. Actualmente,
con Rusia, China y los Brics ha surgido un contrapeso que se catapultó con la
guerra en Ucrania, y bajo un modelo nacionalista y basado en la tradición
cultural propia, ha declarado el fin de la hegemonía del orden mundial unipolar
y el nacimiento de otro multipolar.
No hay que hacerse
ilusiones que bajo un orden mundial multipolar se tiene asegurado el ejercicio
del poder sin violencia. Sobre todo, porque el fenómeno del poder genera
violencia y no sólo consenso. Y el problema, al parecer, no es sólo pensar en
cómo hacer para que el poder sólo produzca uno sin el otro. Habermas con
su Teoría de la acción comunicativa (1981) trató de
fundamentar la democracia deliberativa en el consenso, pero ya hemos visto cómo
fue arrasada ésta por el poder del neoliberalismo. Joseph Stiglitz en su libro El
malestar en la globalización (2015) describió con claridad que el
capitalismo de libre mercado desmontaba impunemente el capitalismo social de
mercado europeo basado en el consenso. Pero fueron Hardt y Negri, en su obra Imperio (2002),
quienes demostraron que cuando la soberanía estatal es subyugada por la
soberanía transnacional de las megacorporaciones privadas, entonces lo que se
tiene es un Leviatan cuyo poder genera violencia. A este poder de las empresas
transnacionales las llamé Hiperimperialismo, para diferenciarlo del
imperialismo de la época de Lenin basado en la soberanía de los Estados nación.
Con ello la violencia se ha vuelto más sutil, pero no menos ominoso e
indesligable del poder político imperante. El resultado es un mentís a la teoría
económica del liberal Hayek, porque el abandono de la planificación económica y
su sustitución por la iniciativa y conocimiento tácito de todos los individuos,
también puede generar otro camino de servidumbre: la servidumbre consumista del
mercado dictada por las megacorporaciones. Un Estado que minimiza la coerción,
para supuestamente brindar una red segura de bienestar, demostró en los hechos
dejar la coerción a manos de las propias transnacionales privadas.
El mundo comandado por las
megacorporaciones privadas hizo trizas el sentimiento básico de decencia y
justicia social, se centró en la atención de los poderosos y se marginó más a
los pobres. El darvinismo social imperó arrasando el bienestar social y
poniendo en su lugar el interés personal. A esto le hizo el juego ideológico la
filosofía posmoderna que robustecía el individualismo, el hedonismo y el
narcisismo. No es extraño, entonces, que en ese contexto se impusiera la
cultura nihilista en todos los campos de la vida. La violencia del mercado fue
destilada en violencia hacia los valores. Todo vale y nada vale. La desubjetivación
del individuo fue de la mano con el capitalismo digital que potenció la nueva
revolución copernicana que todo lo hace girar en torno al algoritmo y el chip.
En ese sentido, el capitalismo megacorporativo se dirige directo a la muerte
del hombre y su remplazo por la inteligencia artificial, más barata, eficiente
y productiva.
En suma, el
hiperimperialismo de la globalización neoliberal impulsadas por las megacorporaciones
privadas demostró que la antropología antropocéntrica secularizada basada en el
individualismo sólo fue capaz de generar injusticia y desigualdad mundial, que
el homo economicus es incapaz de presentar una imagen completa
y cabal del hombre, institucionaliza la injusticia social, impone una libertad
negativa que disocia la libertad de la responsabilidad social, promueve
desmedidamente un egoísmo que genera sufrimiento y dolor en los más débiles,
legitima la exclusión, extravía el sentimiento humano de solidaridad, impide el
amor al prójimo, y sume en una crisis profunda la caridad y la compasión. El
luciferino concepto antropofilosófico del hiperimperialismo es hijo legítimo de
la modernidad sin Dios.
§ 17.
La globalización neoliberal en la práctica multiplicó los conflictos,
las diferencias y las injusticias. Su promesa de traer la paz mediante la
maximización de las ganancias quedó como un grotesco mohín del avaro, que
pisotea la compasión en el mundo. Pero, como allí donde abunda el pecado,
sobreabunda la gracia (Rm 5, 20), se alzaron voces buscando luchar por la
justicia en el mundo globalizado.
En primer lugar, destaca la
filósofa política feminista estadounidense Nancy Fraser
(Escalas de justicia, 2008), influida por Honneth, Arendt, Foucault,
Rawls y Habermas, con su propuesta de volver a prestar atención al problema de
la mala distribución, que había quedado relegada por los problemas de identidad
y que desvió la atención sobre los efectos del neoliberalismo, la acumulación
de capital y la desigualdad económica, para afrontar la injusticia social de la
mala distribución de los recursos materiales y el no reconocimiento identitario
de los grupos sociales. Su teoría de la justicia plantea el nuevo paradigma de
una justicia democrática poswestfaliana, que aborde la falta de representación
metapolítica en el mundo globalizado. Sobre lo económico y lo cultural está la
dimensión política, como ámbito que decide la lucha por una democracia
metapolítica.
En otras palabras, Fraser advierte
bien que las élites transnacionales escapan al marco de las políticas internas de
los Estados y globalizan una nueva forma de injusticia ante la falta de
representación metapolítica. Lo cual es cierto, pero ¿Lograr una democracia
metapolítica, proyectos transfronterizos y la solidaridad transnacional, será
suficiente para resolver la injusticia social? ¿Es la política la arena suprema
donde se resuelven los problemas de la justicia? ¿Puede la democracia
metapolítica contrarrestar el imperio del hombre anético, apático, consumista,
hedonista, indiferente, narcisista y sin fe?
¿Contribuye a forjar un
hombre nuevo o, por el contrario, adula el gusto del decadente hombre
individualista y nihilista del presente? ¿Dicha democracia metapolítica no es
en el fondo, sino, la globalización de la perspectiva hedonista que rechaza los
valores universales? ¿No es la democracia metapolítica una solución demasiado
blanda, neopragmática y relativista para tiempos que exigen un giro metafísico
profundo, con una ontología y una axiología fuerte? ¿No es necesario, acaso,
reorientar la democracia metapolítica con un giro hacia la espiritualización
del hombre y la cultura? ¿Acaso basta el rediseño de la democracia, en un mundo
donde impera el egoísmo, para recuperar la ansiada solidaridad? A todas luces
la propuesta de Fraser sin dejar de ser valiosa es insuficiente por inmanentista,
secularista y no advertir la dimensión la metafísica que vincula la solidaridad
y la justicia con la Trascendencia.
Martha
Nussbaum (La tradición cosmopolita) y Amartya Sen (Desarrollo y
libertad) ponen énfasis en el precepto kantiano que lo esencial es el respeto al
prójimo y la aspiración a un ideal cosmopolita. La idea que la economía y la
política, respectivamente, tratan con seres humanos y no meramente con
consumidores o electores, está detrás de un rechazo al subjetivismo y a una
concepción objetivista del valor. Así Sen afirmará que lo que define el
desarrollo no es la riqueza sino la libertad y la justicia, las reformas sociales
preceden a las reformas económicas y si hay hambre es porque hay desigualdad en
su distribución. Sen es un ateo inclinado por el socialismo que insiste en los
valores. Y Nussbaum, por su parte, sostiene que la libertad debe partir de un
consenso entre Estado e individuo, para que éste pueda desarrollar sus
capacidades en condiciones normales y óptimas. Injusticia social sería para
Nussbaum que el Estado no ayude a que el hombre sea más humano mediante el
desarrollo de sus capacidades.
A Sen habría que preguntarle:
¿Basta acaso el sentimiento de la responsabilidad colectiva para lograr la
justicia? ¿Es dicho sentimiento lo suficientemente autónomo o, por el
contrario, está preformado por condiciones sociales y de clase? ¿No resulta
ingenuo hacer depender la justica del sentimiento de responsabilidad de origen
dudoso? ¿No están las reformas sociales condicionadas por los intereses de
quienes las promueven? Nussbaum, por otro lado, nos hace pensar en una verdad
que puso en evidencia Marx, a saber, que el Estado es un instrumento de
opresión de la clase dominante, por ende, ¿No resulta iluso confiar en el
Estado para lograr un consenso con el individuo para el desarrollo normal de
sus capacidades? ¿Qué ha de entender dicho Estado por las capacidades “convenientes”
a desarrollar? ¿Puede confiarse en el Estado para el desarrollo de las
capacidades humanas?
¿Es acaso el Estado una
entidad neutra, al margen de los intereses de clase y del contexto racional de
la época? ¿Y si nuestra época es de indiferentismo moral, puede el Estado estar
interesado en el desarrollo de una moral basada en la objetividad de los
valores? ¿Si el Estado representa la conquista política del poder, puede
dejarse en sus manos el porvenir de las capacidades humanas? Un fuerte tufillo
de ingenuidad hay en estas ideas.
Otra variedad antropológica
contemporánea que pretende tener una solución a los problemas humanos es el
transhumanismo de Nick Bostrom (Mejoramiento humano,
2017) y el poshumanismo de Donna Haraway (Manifiesto Ciborg, 1984).
Para el primero hay que utilizar la tecnología para perfeccionar los seres
humanos. Toda su argumentación recala en el lado biológico y hasta psicológico,
pero elude la problemática y la implicancia moral. ¿Qué será del mundo con una élite
mundial ciborg y perfecta materialmente, pero espiritualmente egoísta y
decadente? Para la segunda, ya no hay que hablar de humanidad sino de híbridos
que resultan del compuesto hombre-máquina. Preconiza el abandono del
esencialismo por la identidad funcional del ciborg. Se tratan de propuestas tecnofílicas
y cientistas de Frankenstein, de una abismal miseria moral, que no advierten que
cuanto más de sí se le atribuye a la máquina, menos deja el hombre para sí
mismo. ¿Qué garantiza que los ciborgs no se constituyan en el nuevo poder político
organizado para oprimir a los humanos que quedan?
¿Esa nueva fantasía de la
burguesía decadente no representa la desvalorización de todo lo humano? ¿No es
el ciborg convertido en el ser supremo para el hombre, la abolición del propio
hombre? ¿Qué impediría que el híbrido decidiera prescindir de la parte humana
para quedarse únicamente con la maquinal? Nada. El superhombre daría paso al
superciborg. Sería la venganza perfecta del demonio contra Dios. Esta pesadilla
tecnofílica es como si después de haber matado a Dios hubiera que matar al
hombre. La muerte de Dios signa la muerte del hombre. Ese es el destino y el
desiderátum de la modernidad nominalista, secular y atea.
Esta antropología
antropocéntrica de la modernidad nominalista culmina no sólo con la foucaultiana
proclama de la muerte del hombre, sino que avanza hacia la celebración de su
sustitución por la inteligencia artificial en su sentido fuerte. En esta lógica
perversa no habría que preocuparse por la injusticia en el mundo, ni por los pobres,
ni por el reconocimiento, ni por la desigualdad global, ni por la crisis de
caridad, hay poner todos los esfuerzos, más bien, en el logro del ciborg.
¡Qué paradójico destino de
una modernidad que empezó celebrando la libertad y dignidad humana, para terminar,
promoviendo poner el último clavo en la tumba de lo humano! Pero, acaso, Foucault
en una de sus últimas obras, Historia de la sexualidad (1976),
¿no termina en una postura anética y nihilista que refleja el extravío moral de
la humanidad postmetafísica? ¿Una conclusión que justifica que cada persona
puede desarrollar sus propios códigos de conducta, incluido el sexo perverso,
no manifiesta todo el extravío moral y espiritual de un mundo que se le
extravió el alma? A propósito, no es el cuerpo el que mancha el espíritu, sino
que es el espíritu esclavizado al mal el que mancha el cuerpo.
El propio Heidegger está
inserto en esta danza antihumanista de modo claro y definido cuando en
respuesta a Sartre escribe en su Carta sobre el Humanismo (1946)
que el problema es el humanismo, porque allí se opera un giro de su
pensamiento, pues ya no se trata de los entes sino del ser que tiene lugar en
cada cosa. La ontología de Ser y tiempo era un fracaso, porque
arribaba al ser-ahí que es un ente. Pero ni la Idea, ni la Substancia, ni la
voluntad de poder, ni el ser-ahí es el lugar del ser. El nihilismo es la plena
identificación errónea entre ser y ente, eso es la técnica como consumación de
la historia de la metafísica. Ahora se trata de entender el lugar o el claro
del ser, que no es el hombre. O sea, la ontología como ser en general. Ya no se
trata de categorías del ser, sino de sus rasgos de ocultarse y desocultarse.
El hombre ya no es el
centro de la génesis del ser, ahora es su deudor, es el pastor del ser. Pero el
lugar o ahí del ser es irrepresentable, por eso se trata de pensar fuera de la lógica.
El logos es anterior a la lógica, y hay que pensar el hombre a partir de las
cosas. Lo que viene después de esto ya nos es conocido: el ser se hace patente
en el propio lenguaje, conocer y decir son diferentes, hay términos que
proceden no del lenguaje sino de las cosas, pensar más allá de la ontología es
pensar lo poético, inefable e indiscernible. Su negación final de que exista una
ontología positiva y que la poesía tiene un valor trascendental pero no
trascendente, representa la interrupción ontológica secular del tiempo. El
Heidegger antihumanista desemboca en un limbo sin humanidad y sin Dios.
Cuando un poder maligno
rige el mundo, la mayoría se vuelve malvado, es necesario extirparlo, pero no
es sencillo hacerlo. Por eso es comprensible que las soluciones planteadas dentro
de un contexto secular e inmanentista pierden de vista que se trata de un
profundo problema metafísico que carcome a la modernidad misma. Al filósofo le
corresponde en esta crisis de caridad advertir sus bases metafísicas. El
filósofo es como el poeta, crea metáforas, y como el religioso cree en ellas.
El genio filosófico se distingue por dos cosas: es capaz de intuir la esencia,
y de expresarla conceptualmente. Y sobre el hombre debe advertir que no basta
ser hombre para ser humano, pues hay que obrar con humanidad. Y obrar con
humanidad no es precisamente lo que se aprecia cuando el neoliberalismo y las
sanciones económicas del imperio norteamericano son una afrenta a la caridad.
Para nadie es un secreto que el amor a los bienes materiales deteriora la
fraternidad humana y destruye el espíritu comunitario. Y hay verdades tan
evidentes como: Quien no se solidariza con la causa de los pobres, lo hace con
la injusticia y con el egoísmo; sólo hay una única forma de ser buen rico: ser
rico en buenas obras; los pobres tienen derecho a la justicia, aun cuando ésta
no sea le meta final de la vida; ama el oro y convertirás tu corazón en piedra;
y solamente existe una sola empresa que supera a todas las demás: la empresa de
ser bueno. Y es que la caridad no consiste en los sentimientos, sino en las
obras.
Pero la humanidad
posmoderna asiste al prólogo de “la noche de la nada”, donde reina la impiedad,
el abismo y la maldad. La humanidad posmoderna que se aparta del amor a la
verdad y abraza la iniquidad, anuncia la última prueba a soportar: el mesías de
la impiedad -el Anticristo-.
El hombre de hoy vive como
en automático, dejándose embaucar por las certezas del pensamiento subjetivo.
No hay que olvidar que antes del 11 de setiembre del 2001, incluso en la crisis
del 2007-2008, se hablaba del fin de la globalización, enterrar la
liberalización, y reformar el capitalismo. Todo lo cual tiene que ver con la
reestructuración del capital transnacional anglosajón y la búsqueda de un nuevo
modelo con países vasallos, para evitar el crecimiento de rivales reales,
porque nunca creyeron en el mito del libre mercado y la competencia perfecta.
Ahora el gran capital echa por la borda la globalización para sustituirla por
un mundo dividido en bloques, lo cual produce -según la OMC- la reducción del
PIB restringiendo la competencia e incrementando la carestía, las hambrunas, la
pobreza. Y para ello era necesario aislar a Rusia, que instrumentalizó con
eficacia integración económica, y se columbraba como un fuerte competidor. La misma
percepción se tiene hacia China, como perturbadora de su capitalización y
hegemonía mundial. La globalización cedió su lugar a los bloques “amigos” -mejor
dicho “vasallos”-, que en realidad es pasar de una globalización abierta hacia
una globalización cerrada. Toda la preocupación gira en torno al riesgo de
menor ganancia para la élite transnacional anglosajona.
La Rusofobia responde a la avaricia
anglosajona que vio mermar sus ingresos ante el auge de una Alemania alimentada
por el gas barato ruso. De manera que era necesario acabar con la integración
económica entre Rusia y Alemania, aún a costa de llevar a la bancarrota la economía
europea. La salida de Merkel gatilló el desmontaje de la alianza ruso-alemana y
la ofensiva geopolítica anglosajona, con la complicidad de la mansedumbre de
Olaf Scholz, lo que concluyó con el sabotaje terrorista del gasoducto Nord Stream
I y II, y el desconcierto e improvisación total de los políticos del Viejo
Mundo.
El desafío a la geopolítica
de la globalización por bloques viene representado por la desdolarización del
comercio del petróleo por parte de Turquía, India, China y Arabia Saudita. Y aun
cuando no pudieron destruir la economía rusa, y los norteamericanos salen con
otra derrota militar más en Ucrania, el objetivo principal lo consiguieron, a
saber, anclar la economía europea como dependiente energética del imperio.
§ 18.
El mundo como compasión luce seriamente afectado en el momento en que
vivimos el paso de la globalización abierta hacia la globalización cerrada, por
obra y gracia del gran capital transnacional. Pero las nuevas circunstancias no
le son del todo favorable a este último, que luce como el que abusa de sus
propios aliados para sobrevivir. Mientras tanto la depresión, la hiperactividad,
la ansiedad, la incertidumbre y los trastornos alimenticios son señalados como
las primeras afecciones mentales que asolan casi la mitad de la juventud de los
países ricos, donde el capitalismo ha triturado la mente y el cuerpo humano. La
destrucción de la familia tradicional y la adicción a las drogas acompañan el
proceso social desintegrador. Calles de calles de las principales ciudades
estadounidenses y de los principales países occidentales son presa del triste
espectáculo de miles de personas adictas que lucen paralizadas y retorcidas
como zombis ambulantes en un pavoroso espectáculo de decadencia de una
civilización que antepuso el lucro sobre hombre. Ideología de género y
transhumanismo son signos inequívocos del final de los tiempos. La tan
defendida eutanasia -poner fin a la vida disminuida, enferma o moribunda- es
inmoral, atenta contra la dignidad humana y constituye un homicidio. Al final
lo que se ve es que el paraíso terrenal sin Dios y la deificación humana
moderna han mordido polvo. Cinco veces la vida se extinguió sobre la Tierra,
fueron cinco infiernos de hielo y fuego, una devastación colosal e inmisericorde
que dio testimonio de la perseverancia de la vida sobre nuestro planeta. Y
ahora estamos nosotros, la humanidad, que se siente predestinada en su paso por
la vida en este mundo. ¿Por qué? ¿Qué nos hace únicos? ¿Lo somos realmente?
Primero fue la revolución astronómica con Copérnico y Galileo y luego el
cientismo naturalista de Darwin, Marx y Freud los que se encargaron de dinamitar
el puesto privilegiado del hombre en el cosmos. Fue un duro revés a su
egolátrico narcisismo antropocéntrico.
Y, sin embargo, pasada la
fiebre del materialismo biologicista vuelve a resurgir la idea del hombre como
criatura con un especial puesto en el cosmos. La modernidad cientista y
subjetivista no pudo sofocar la visión humanista del hombre. Por un momento
quedó claro la diferencia entre hominismo y humanismo,
que el verdadero humanismo no es antropocéntrico, objetivista, secular,
inmanentista y secularista, sino que reconoce la dimensión metafísica del
hombre, porque el hombre es un ser finito plantado ante lo absoluto, es el
buscador de Dios, es libre y trascendente, su libertad no se basta a sí misma
por estar ligado a la divinidad. En el hombre hay algo más que el hombre.
Pero tras arreciar la
darwinista globalización neoliberal y la cultura relativista de la posmodernidad
la esencia humana se volvió a evaporar hasta convertirse en el mero hálito del
mito culturalista del constructivismo, donde no hay identidades fijas, lo
natural es sustituido por lo cultural, lo ideológico termina disolviendo al
sujeto moderno, todo es invención de la praxis históricamente condicionada. Ese
constructivismo cultural marcadamente antiesencialista representado por la
tercera ola del feminismo (Judith Butler, El
género en disputa, 1990) es en realidad el disparo en la sien por la
modernidad misma. Del adiós al hombre (Foucault), a la razón (Feyerabend) y a la
verdad (Vattimo), ahora se pasa al adiós al sujeto (Butler) y bienvenido sea el
ciborg (Haraway). La razón burguesa de la modernidad naturalista y objetivista
concluye su actuación capitulando del sujeto en toda la línea con un canto de
cisne, cuyo prólogo fue el nominalismo de Occam y Scoto, su primer acto el cogito
ergo sum cartesiano, el segundo acto el ser es poner del fenomenismo
kantiano, y el acto final el nihilismo del bufón posmodernismo. Fausto, el hombre
de ciencia moderno desengañado y cansado de la vida termina en el precipicio
del suicidio. Ello significa entregar su alma a Satanás. Mefistófeles está de
fiesta, sus pociones mágicas fueron efectivas, embriagado de orgullo danza
desenfrenado con sus huestes victoriosas lanzando maldiciones. Pero un coro de
ángeles avanza para salvar a las almas del abismo. A lo lejos a un grupo de
hombres se les oye decir: “Dios revela sus misterios a los sencillos, porque
juzgan con el corazón. Mientras el santo es implacable con el pecado propio, el
fariseo lo es con el pecado ajeno. Al malo hay que ayudarlo y no condenarlo.
Otra cosa es el perverso que se empecina en el mal. El sabio en su arrogancia
niega a Dios, cuando la propia ciencia ante el milagro termina admitiendo lo sobrenatural
y a Dios.”
Y lo lejos unas voces
femeninas profieren: “Si deseas la destrucción del malvado en vez de su
conversión, entonces te has vuelto como él. La humildad hipócrita es jactancia
disimulada. La pérdida de la humildad, la pureza y la generosidad trae la
incredulidad y olvido de Dios. Sin la soberbia del corazón se entiende que el
hombre no es sólo razón, sino también fe. La paz de Dios es interior y viene
del corazón; la paz del demonio es exterior y viene de las cosas. El Ser es al
Amor, como la Nada es al Odio. Se llega al ser a través de Dios y del prójimo,
porque Dios es la Verdad y el prójimo refleja la Vida. Una vida sin oración es
como una habitación a oscuras. El lenguaje del corazón de Dios es la dulzura,
la humildad y la caridad. Cómo temer a un Dios que se abajó para hacerse
hombre. A Dios se le habla con el corazón, porque su amor es infinito. Si no se
avanza en la vida espiritual, se retrocede.
La oración es el alimento
del alma, porque es la conexión con la fuente de la vida que es Dios. Las cosas
del Cielo se sienten, pero no se pueden expresar.” La filosofía no da verdades,
pero nos mantiene atentos. Y en esa atención se advierte que esta sociedad
dominada por el sacrilegio, ateísmo, la maldad, la depravación y la inmoralidad,
al final será aplastada por los poderes de la luz. También que, en esta época
hedonista, tan falta de fe, confusión, materialismo e incertidumbre, es un
privilegio poder creer. Los filósofos de la academia dicen lo contrario, pero
no importa, la filosofía es para los pensadores, y no es patrimonio de los
diplomados de filosofía. Me sale al encuentro uno de ellos y a boca de jarro me
espeta: “Tú qué sabes. Dime, para ti qué es la filosofía y el hombre”. Miro con
compasión su arrogancia y soberbia, respondiendo: La filosofía es el autoanálisis
universal del absoluto, en cuanto como meditación sobre lo creado y lo increado.
La criatura que puede dialogar con el Eterno es el hombre.
El hombre, ese ser ambiguo
y lleno de claroscuros, sólo sale del turbio subsuelo por medio del control del
apetito por la razón y la fe. El hombre es un compendium de lo eterno y lo temporal.
El hombre es el ser en constante vilo entre el abismo profundo y el elevado
cielo. El hombre hasta que no retorne a Dios seguirá siendo astro de lejos y
fango de cerca. El hombre hedonista al final reconoce que se ha perdido el
tiempo si se cree que se viene al mundo para divertirse, ser rico, sabio o
admirado, porque lo único que cuenta es hacer el bien. Nuestro tiempo,
hedonista, anético y nihilista consagra la forma sobre el contenido, la
existencia sobre la esencia y así extravía el sentido del ser.
§ 19.
Ser en el mundo y ser fuera del mundo. Es el hombre un ser de materia y espíritu, está
en el mundo porque reúne los cuatro estratos de la realidad: inorgánico,
orgánico, psíquico y espiritual. Y es un ser fuera del mundo porque estando en
el mundo y viviendo rodeado de cosas y otros seres finitos siente el llamado de
lo absoluto y lo eterno.
Ser espiritual. El hombre es un ser espiritual
por su recogimiento, meditación, conciencia de sí, libertad, ser creador de
cultura y tener un alma inmortal. Pero también porque percibe que el
significado del ser no se agota en lo inmanente, sino que da cuenta de una
fuente fundamental en lo trascendente. Y lo percibe porque es la criatura que
entabla una relación con Dios por el amor. Es el ser finito en el que desciende
el Dios creador. El hombre como ser espiritual está destinado a la visión
beatífica de Dios, tras una breve prueba.
Temporal y sempiterno. El hombre es un ser
temporal por su existencia finita en la creación, caída, redención y juicio, y
un ser sempiterno por su existencia sin fin tras el Juicio escatológico. Se
recibe la salvación en el tiempo, pero podemos perderla. Por ello, el hombre no
es un ser para la muerte. Al contrario, es un ser para gozar de lo sempiterno.
De resultas que lo inauténtico es absolutizar lo temporal, extirpando de la
realidad la dimensión de lo eterno. El hombre de la modernidad y su filosofía
fue predominantemente temporalista y anti eternalista, pero se trató de un
sesgo ideológico pautado por el cientismo y el naturalismo objetivista.
Ser onto-ético. El hombre no sólo existe
en éxtasis temporales, no es pura existencia, sino que también tiene una
esencia. De ahí que humanidad como valor no sea igual que
humanidad como especie. Como especie el tiene ciertas características
naturales, pero como valor es lo que lo convierte en hombre. Por ello, lo
humano va más allá de lo natural, para asumir una dimensión ética. La esencia
ontológica de lo humano es ética, no son en él dos dimensiones que va por
separado. Lo ético realiza su verdadera naturaleza, su auténtica esencia. El
hombre es un ser onto-ético. Un hombre sin responsabilidad, bondad y compasión
no es un hombre, sino un monstruo.
Ser para Dios. El hombre es una
naturaleza cuya esencia es la libertad. Pero su libertad no es una imposibilidad
total de ser, porque es una criatura finita. Suponer su libertad absoluta es
caer en la individualidad luciferina y ebria de sí misma. Como ser de libertad
finita advierte la libertad infinita del ser supremo. Su propia libertad da cuenta
del amor del creador. Desde su libertad es un ser para Dios. Y como la libertad
humana no es ilimitada, le es inherente reconocer racionalmente la existencia
de la ley natural y la ley moral.
§ 20.
Habiendo descrito las características de una antropología sin
antropocentrismo ateo, secular, antiesencialista y antimetafísico, nos
preguntamos cómo serían, finalmente, sus repercusiones para la nueva imagen del
mundo que requiere esta modernidad que naufraga.
La música es la
materialización sonora de una época del mundo. Y la música que deja oír la
modernidad es el cientismo naturalista. El error central antiesencialista de la
modernidad es agotar la realidad en el concepto, la conciencia, lo temporal, la
naturaleza. El propio Kant arrepentido del subjetivismo afirmará en la “Crítica
del Juicio” que la naturaleza tiene su propia finalidad y autoorganización. Y
la actual ruina del subjetivismo y antropocentrismo moderno demuestra que la
naturaleza no es cosa inerte, presta a la manipulación técnica.
La crisis ecológica es un
disparo a los pies de la propia modernidad, porque desmiente la cosificación de
la naturaleza. La crisis climática niega la piedra basal del idealismo
subjetivo-objetivo: la naturaleza no depende para existir de la representación
del yo. El devenir de la naturaleza está repleto de situaciones violentas y
odiosas que precisan nuestra intervención reguladora. La naturaleza no es sagrada,
pero es parte de lo divino, es reflejo de la dimensión trascendental de la
vida. La naturaleza no es mera materia, es espíritu divino en la naturaleza
creada.
La naturaleza invita a
extasiarse en la contemplación antes de extraviarse en la abstracción. Esto nos
lleva a reparar de que a la razón humana le es posible acceder al orden natural
y al orden sobrenatural hasta determinado límite. Cuidar la naturaleza exige
comprender que ella también es poesía. Pues, aceptar el misterio no es negar la
ciencia, ni la razón, sino ensancharlos. Los ojos de la razón permanecen ciegos
si no son tocados por la fe. El nuevo oscurantismo es creer solo en la ciencia
y en la razón rechazando la fe. La razón se pierde cuando desconoce la
necesidad del misterio. Sólo mediante la fe se puede conciliar la parte humana,
racional, y científica con la parte espiritual. Si al propio Dios se acerca el
hombre no sólo por la razón natural, sino también por la fe, hay que reconocer
que a través de las cosas del espíritu es como se reconoce que la metafísica es
lo más real de la realidad. De ahí que no sea extraño que la Verdad primero sea
sentida y luego comprendida. Pero la verdad es humilde, por eso se ocultó a la
soberbia razón moderna.
En conclusión, el mundo
como bondad y como compasión sirve de base para una nueva imagen del mundo,
dentro de una antropología sin antropocentrismo destructor, al poner énfasis en
que, así como sólo vemos una cara de las cosas, igualmente hay cosas que no
comparecen ante el hombre -lo sagrado, por ejemplo-, sino que es el hombre el
que comparece. Es así porque Dios no es cosa iluminada, es cosa iluminante. Lo
inefable es indefinible e inexpresable, pero no incognoscible. Hay un camino
para superar la descomposición anti metafísica y antiesencialista de la modernidad
y es mediante la recuperación del sentido ser aunado al sentido de lo sagrado.
Inmanencia y trascendencia en una nueva alianza por la reestructuración de la
cultura y el surgimiento de una nueva civilización. El camino para la reestructuración
de la antropología no transita hacia un cosmocentrismo sin humanismo, ni hacia un
teocentrismo sin mundo, sino hacia un antropocentrismo donde el hombre es
funcionario de Dios en el mundo. Bien canta Antonio Machado:
Moneda que está en la mano/Quizá se deba guardar,
La monedita del alma/Se pierde si no se da.
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Quinta Parte
LA PARADOJA ANTRÓPICA
La
hecatombe de la crisis ambiental
Introducción
La defensa de la Tierra es una causa por el bien común, que sobrepasa cualquier
ideología, religión y filosofía. Y a lo cual sólo se opone el inmediatismo de
la rentabilidad económica y la codicia del corazón extraviado.
0. La crisis ambiental plantea una paradoja antrópica[19],
a saber, cómo un ser que puede dar cuenta de la naturaleza, se percibe diferente
a ella, y comprender sus leyes, puede convertirse en la principal amenaza para la
ecología humana y natural.
0.1 Ciertamente, la ciencia registra que la paradoja antrópica ha estado
presente de forma muy desigual a lo largo de la historia humana. No siempre fue
determinante y depende, muchas veces, de factores exógenos. El hombre de por sí
es una criatura paradójica y contradictoria, pero su impacto sobre la
naturaleza no siempre fue antes que el impacto sobre sí mismo. La dificultad de
hablar sobre el hombre es que apenas nos podemos referir al homo sapiens y al
homo neandertal, pues de los otros homínidos (homo habilis, homo ergaster, homo
erectus, homo antecessor y homo heidelbergensis[20])
apenas se sabe algo.
0.2 No obstante, es notorio que la ecología natural influye poderosamente
sobre los primeros homínidos señalando su camino evolutivo. Pero la respuesta
de los homínidos desde el homo habilis resulta muy particular desde el momento
en que da muestras de instalación de industria lítica. Pues, una cosa es un
chimpancé empleando una piedra como instrumento, y otra cosa es modificar la
piedra y perfeccionarla para darle usos determinados. Desde el homo habilis
comienza la aparición de la técnica y la modificación teleológica del medio ambiente.
La industria lítica del hombre prehistórico del paleolítico inferior representa
el inicio de la paradoja antrópica en su etapa inicial. Lo ayudará a afirmar
una cultura cazadora que abandonará paulatinamente la carroña.
0.3 Sin embargo, se puede advertir dos clases de paradoja ecológica: una
inconsciente o natural, y otra consciente o humana. La paradoja natural y la
paradoja antrópica. Dos tipos de paradoja ecológica que interactuarán
incesantemente. Siendo determinante en un primer momento la paradoja ecológica,
hasta llegar a ser en nuestro tiempo tecnológico la paradoja antrópica. Y lo ha
llegado a ser en tal grado que ya se habla de la Era del Antropoceno[21],
que lo hacen coincidir con la revolución industrial y donde los humanos ya han
llegado a cambiar el funcionamiento de la Tierra de modo tan profundo dando
término a la Era del Holoceno. En realidad, la colonización humana del planeta
terminó abriendo una nueva era geológica, haciendo de la Humanidad el principal
agente del cambio medioambiental y despertando fuerzas telúricas insospechadas.
0.4 Ahora bien, la paradoja natural plantea sus propios desafíos al
medio ambiente, la flora y demás especies vivientes. Su manifestación son los
grandes cambios geológicos (movimientos de placas tectónicas, grandes terremotos,
inversión de polos magnéticos, activación de cadenas volcánicas, presencia periódica
de grandes extinciones, ciclos de glaciaciones por la excentricidad de la
órbita terrestre, impacto de rayos cósmicos, cambios en el nivel del mar, incluso
impacto de asteroides devastadores) y cambios violentos y sucesivos en el clima,
que afecta seriamente y por largos ciclos la vida sobre el planeta. Desde el
Ordovico-Silúrico (hace 439 millones de años) hasta el Cretácico-Terciario
(hace 65 millones de años) se conocen grandes cinco grandes extinciones masivas[22],
donde desaparecieron hasta el 95 por ciento de especies terrestres, como en el
Pérmico-Triásico hace 252 millones de años. Visto así la paradoja natural es
más antigua y de incomparable impacto frente a la paradoja antrópica.
0.5 La paradoja ecológica se presenta como grandes ciclos de
destrucción, muerte y resurrección de todo lo forjado en la naturaleza. La
dualidad vida y muerte se presenta como constante del ente finito en la paradoja
ecológica. Ahora bien, si esta paradoja ecológica la inscribimos dentro de la
paradoja del universo la dualidad tiende a romperse y desaparecer dentro de millares
eones de eones en la entropía de la materia y la energía. Después que el último
agujero negro se consuma y desaparezca del cosmos, y sobrevenga la disolución
del último protón en la Era Degenerada del Universo sobrevendrá la nada cósmica,
la desolación, donde dicha dualidad dejará de existir por siempre jamás. Lo que
en un comienzo fue una espesa sopa de átomos de hidrógeno acabará envuelta en la
total oscuridad del aplastamiento de las fuerzas fundamentales de la materia. Será
el final de la dialéctica de los opuestos en el seno de la materia contingente
y finita, que se consume en el vacío obscuro universal. Pero nada es comparable
con el desprecio de la naturaleza que luce el hombre de la modernidad.
0.6 La secularización de la ciencia nos conduce hacia la visión ametafísica
y ateológica del Universo, pero nada de esto tiene que negar necesariamente el
orden sobrenatural y espiritual que las grandes religiones nos describen escatológicamente.
En realidad, la paradoja ecológica lleva a interrogarse sobre el significado
profundo que tiene la desintegración de la materia en el universo. Es un límite
que rebasa la ciencia e ingresa terreno teológico y metafísico. La paradoja
ecológica del Universo es como una gran aporía que nos dijera que nada es el
ser finito y temporal sin el Ser Infinito y Eterno. Es un ámbito en que la metafísica
abstracta y dialéctica de Hegel es rebasada por la vida eterna del Absoluto que
es Dios.
0.7 Pero limitándonos a la paradoja antrópica se puede discutir el
carácter de su impacto desigual. Por ejemplo, hasta ahora se discute y se cree,
más bien, que el hombre prehistórico fue la estocada final y no la causa
determinante de la extinción de la fauna del pleistoceno (mamut, megaterio,
tigre dientes de sable, caballo, hipopótamo, buey almizclero, rinoceronte
lanudo, etc.), ya seriamente afectada por cambios climáticos. O sea, dichas
especies se extinguieron por su falta de capacidad de adaptación a los drásticos
cambios climáticos, aunada a la presión de su caza por el hombre del
paleolítico superior. Es decir, no fueron las comunidades humanas depredadoras del
pleistoceno final el principal vector de su extinción, sino solamente su factor
final sobre unas especies que no tuvieron tiempo para adaptarse a rápidos
cambios climáticos. Muy diferente a lo que sucede hoy, donde el 90 por ciento
de las especies del mar pueden morir por el calentamiento global.
0.8 Hubo un tiempo hace dos millones de años, en que hasta tres de las ocho
especies de homínidos estuvieron conviviendo juntos y la causa de su súbita desaparición
sigue siendo un misterio. Quizá lo más extraño y que sigue intrigando a la
comunidad científica es la extinción del Neandertal -el cual surge hace 230 mil
años- a finales del pleistoceno, hace 28 mil años. El neandertal fue la especie
que dominó la Edad de Hielo, y que desapareció al acabar ésta. Anatómicamente
modernos y los más cercanos al homo sapiens, con lenguaje y arte, es un
misterio aún si fueron los cambios climáticos o la competencia de los humanos
modernos lo que los llevó hacia la desaparición[23].
0.9 Otra relación es la que presenta el hombre de los bosques y de las
selvas tropicales, cuya abundancia de especies vegetales y animales favorece un
retraimiento de la paradoja antrópica hacia el ámbito de lo humano a su mínima
expresión. La evidencia antropológica y etnográfica demuestra que la preocupación
principal del hombre salvaje es mantener la armonía con la naturaleza y con
otros congéneres tribales. Tanto así que la paradoja antrópica se mantiene como
tensión permanente de mantener una política y jefes sin poder, salvo en casos
de guerras. Y todo con el propósito de mantener a raya el demonio de la desigualdad
social[24].
La resolución desigualdad social resulta siendo crucial en la paradoja
antrópica de la crisis ambiental actual.
0.10 Otra cosa sucede cuando surge en la historia humana el fenómeno de
la civilización. La emergencia de la civilización en la historia humana se va a
constituir en el principal factor de la paradoja antrópica, mucho antes del
desarrollo de la tecnología moderna. Y aunque su impacto sobre la naturaleza se
deja sentir -con la realización de megaobras hidráulicas, pirámides, grandes centros
de adoración y construcción de ciudades sagradas, por ejemplo- se advierte,
generalmente, un cuidadoso régimen de control de los ciclos naturales mediante
calendarios, cálculos del tiempo lunar y del movimiento solar, y demás observaciones
astronómicas. Se busca mantener todavía la armonía con la naturaleza, muy presente
en el hombre salvaje del paleolítico. En el surgimiento de la civilización se evidencia
que la paradoja antrópica se dispara causando un desequilibrio profundo en las
relaciones humanas con la aparición de la megamáquina del Estado[25],
el surgimiento de las clases sociales, y la teocracia divinizada con su clase
sacerdotal sacrificial y una opresiva clase guerrera.
0.11 En otras palabras, por largos milenios la paradoja antrópica va dejar
sentir su impacto profundo, primero, sobre todo en la ecología humana y después
sobre la ecología natural. Es cierto que desde la invención de la agricultura
comienza la deforestación, la destrucción del hábitat, los problemas del suelo
(salinización y pérdida de fertilidad) y los problemas de la gestión del agua.
Pero, muchas veces la baja densidad poblacional, permitía la sobrevivencia
mediante la mudanza de las comunidades, aunque a costa de la disolución de su
cultura. Estos casos son bien conocidos en el ámbito precolombino, mesoamericano
y andino, donde agotados los recursos grandes ciudadelas piramidales tuvieron
que ser abandonadas.
0.12 Pero, a lo que vamos, es que la paradoja antrópica se hace presente,
primero y especialmente, desde el brote de la civilización en la historia humana,
y es en el seno de la naturaleza humana que tiene su impacto profundo con la
división de la sociedad en clases y la invención de la megamáquina del Estado. Pasarán
milenios hasta que el hombre moderno lleve la paradoja antrópica, con la invención
de la tecnología, la ciencia y la revolución industrial, hasta un punto de grave
colisión con la naturaleza. Estamos envenenando la naturaleza con gran desprecio,
y así la Humanidad tiene garantizada su extinción en el más corto plazo.
0.13 El hombre es una criatura paradójica, pero la paradoja antrópica
sólo es una amenaza ambiental al asumir un estilo de vida consumista y
antiecológico basado en un antropocentrismo antiesencialista, inmanentista, relativista,
hedonista y nihilista.
C A P I T U L O I
La Raíz Metafísica de la modernidad antiecológica
1.0 Entonces, que quede entendido que trataremos de la paradoja
antrópica actual. Sí, la producida por la revolución industrial. Estamos
actualmente insertos en el apocalipsis ambiental no porque el hombre sea
incapaz de revertir los procesos de destrucción de la naturaleza que ha
provocado, sino porque vivimos en medio de un sistema insostenible que muestra
una reacción lenta y desganada de políticos y corporaciones ante la gran velocidad
que cobra la degradación ambiental. Muchos de los compromisos adquiridos en la
Cumbre del Clima -desde la Declaración de Estocolmo de 1972, la Cumbre de la
Tierra de 1992 en Brasil, el Protocolo de Montreal hasta la Conferencia de las
Naciones Unidas sobre el desarrollo sostenible en Río en el 2012- quedan
simplemente sin cumplir.
1.1 Pero la pregunta más inquietante es: ¿de dónde nace este sistema insostenible?
¿Cuál es la verdadera raíz de la destrucción ambiental? ¿Simplemente tiene que
ver con un sistema económico-político? ¿Es parte de una forma particular de
pensamiento? ¿Es consecuencia de un giro del pensamiento metafísico? ¿Hay que
ver su surgimiento con un enfoque integral? No es ningún secreto que el
capitalismo no cabe en el mundo y en un conocido ejercicio de reflexión[26]
se ha demostrado que harían falta cinco planetas Tierra para generalizar en
todos los países del mundo el estilo de vida californiano. En otras palabras,
las economías desarrolladas muestran su insostenibilidad, mientras que hay
economías sostenibles pero subdesarrolladas y otras subdesarrolladas pero insostenibles.
¿Cómo hemos ido a parar en esto? ¿Cuál es su origen? ¿Encuentra el capitalismo
su matriz en alguna teoría antropológica? Veamos.
1.2 Podemos echar mano de las teorías antropológicas. Me referiré, en
primer lugar, a una de ellas y es una de las más extremas. La teoría del homo
decadente afirma que somos una criatura con una incurable incapacidad de evolución
biológica y que nos configura como una criatura enferma. Todo lo creado por el
hombre es mero sucedáneo. Incluso el espíritu es visto como un parásito
metafísico que se introduce en la vida y en el alma para destruirlo todo. La
historia es así vista como un proceso de destrucción protagonizado por el hombre.
En ella se inscriben pensadores como Klages, Lessing, Daqué, Frobenius,
Spengler y Vaihinger. Esta teoría del hombre como “plaga” de la naturaleza no
sólo es extrema y pesimista, sino que no es objetiva ni verdadera y tiene su
base en un naturalismo que exalta lo instintivo.
1.3 Otra teoría es la del homo faber, según la cual somos criaturas
instintivas, de hábitos, activas y transformadoras del medio, que nos construimos,
entre otras cosas, la razón. Estamos predeterminados por lo fáctico
(empirismo), lo económico (Marx), lo sexual (Freud) o la sobrevivencia (Darwin).
Y nuestro afán dominador de la naturaleza nos ha conducido a la contaminación
del medio ambiente. Es el homo faber el que desbordó la capacidad de recuperación
del medio ambiente. Esta idea naturalista, materialista, positivista y
pragmatista deriva hacia la estigmatización de la praxis humana, olvidando no que
no es la praxis por sí misma la que tiene que resultar destructiva del medio
ambiente. Ejemplo de lo contrario lo hallamos en las culturas de recolectores y
cazadores aborígenes, que viven perfectamente adaptados y en armonía con su
medio ecológico. De modo que en esta clase de sociedades no se presenta la
paradoja antrópica.
1.4 Otra ideología sobre el hombre es la del homo sapiens, como mente,
ratio, logos o razón, aparece en Grecia como agente específico del hombre. Es
un agente divino que da forma al mundo con poder y fuerza racional, sin el predominio
de los instintos ni la sensibilidad. Mediante la razón el hombre conoce el ser y
puede vivir en armonía con el mundo. Es la fórmula de Anaxágoras, Platón, Aristóteles,
Descartes, Kant, Hegel. Y el actual apocalipsis ambiental se debe a que el hombre
no ha seguido las reglas más racionales respecto a la naturaleza. Esta idea
antropológica percibe lo no racional como la enfermedad de la vida y como la causa
que desvía al hombre del orden cósmico. Se trata de un enfoque intelectualista
de la victoriosa soberanía del intelecto. Pero desde las dos guerras mundiales
este grandioso fondo metafísico, que sustentaba la idea del progreso, dejó de
ser evidente. La razón por sí misma no puede conducir los destinos del hombre ni
de la historia.
1.5 La antropología del existencialismo, tras el calamitoso hundimiento
del racionalismo en las dos guerras mundiales, arguye que el hombre es
existencia antes que esencia, es ser-ahí, proyecto, trascendencia y libertad. Implica
un enfoque voluntarista de la victoriosa soberanía de la libertad en situación.
Sin embargo, su aplicación desde estructuralistas, posestructuralismo, neomarxistas,
feministas, neonietzscheanismo, posmodernos y semióticos, derivó hacia un
ateísmo postulativo, la negación de todo lo natural, la hegemonía del mito de
lo cultural y la supresión nihilista del sujeto mismo. El capitalismo digital encarna
así el giro metafísico de lo antropológico a lo cibernético[27]. Se
constituyó en el triunfo de lo artificial, lo virtual, el avatar, la
inteligencia artificial y el transhumanismo. Fue con el triunfo del
antropologismo moderno que aparece la paradoja antrópica. Por ende, no brinda
un camino para la superación de la crisis ambiental y es una de las raíces de su
catástrofe.
1.6 Sin más rodeos es necesario reconocer que los diferentes modelos de
teorías antropológicas no son suficientes para comprender la presente paradoja
antrópica de la crisis ambiental. Hay que ir hacia la base metafísica de la
mentalidad moderna, como aquello que condiciona el avasallamiento humano del
planeta. Lo que diferencia al hombre ontológico de la Antigüedad y Medioevo respecto
al hombre epistémico de la Modernidad es la asunción -por parte éste último- del
mundo como objeto manipulable. Lo cual significa que este sistema insostenible no
refleja simplemente la dinámica del capitalismo ni de la mera hegemonía de la
economía dineraria, sino que nace del algo más profundo.
1.7 En realidad, el capitalismo es un proceso nihilista, porque si el dinero
-según Simmel- es la negación de todo valor, entonces se trata de una
estructura social que disuelve la racionalidad substancial por la racionalidad
funcional y da comienzo no sólo al reemplazo de lo cualitativo por lo
cuantitativo, sino del ser por el ente. No olvidemos que en el mundo antiguo la
realidad no es vista de modo impersonal, no es un “ello”, sino un “tú”. El
mundo no está inanimado, por el contrario, está animado por todas partes. Tales
de Mileto decía: “todo está lleno de dioses”. Ese era el espíritu de la
filosofía mitocrática. Por eso el mundo y las cosas eran vistas con respeto. Hasta
que, con el racionalismo, la Ilustración y el cientificismo se desespiritualizó
el mundo, se nos secó el alma y todo se sometió a cálculo y leyes naturales. Ese
es el desafío de la civilización neotécnica, a saber, la
superación del objetivismo y subjetivismo metafísico de la modernidad, que ha
reducido el ser a lo manipulable y lo útil[28]. El
desencantamiento del mundo está detrás de la destrucción del ambiente llevado a
cabo por la modernidad. El daño más profundo que se autoinfirió la modernidad
capitalista es no haber respetado el espacio sagrado del mundo. A esto Max
Weber lo llamó “desencantamiento del mundo”. Yo lo llamo “imperio
satanocrático” o la modernidad luciferina[29].
Pero, particularmente, en la labor arqueológica del área andina es donde se experimenta
que la Tierra está viva. Si antes de la labor de exploración arqueológica no se
hace el llamado “pago” o tributo a la Tierra, simplemente las cosas comienzan a
salir muy mal. Aquí encontramos un caso límite donde el hombre de ciencia se
encuentra ante fenómenos que trascienden la explicación racional y científica,
y que resulta mejor transar que ignorar.
1.8 La paradoja antrópica nace de la episteme desontológica del
mundo llevada adelante desde la modernidad capitalista. Es el hombre epistémico
de la modernidad el que ha llevado adelante la desrealidad de lo real desde una
hermenéutica antiesencialista. Y ahora bajo el capitalismo digital del capitalismo
cibernético se consuma el giro epistémico cumbre sin objetivo humano ni
natural. Ya no es el hombre ni la naturaleza el centro de la subjetividad,
ahora lo es algoritmo del computador. De manera que el nihilismo y la desubjetivización
del hombre es consecuencia de este giro metafísico que representa la desrealización
de lo real por la desontologización del mundo. La modernidad se caracteriza
por una vigorosa desontologización del mundo y su reducción a ente manipulable
y calculable. El resultado no podría ser otro que el empobrecimiento de lo
real. Viveiros de Castro[30]
habla del perspectivismo amerindio, según el cual la naturaleza es nuestra hermana,
porque contiene espíritus que fueron humanos, es decir, lo común que tiene el
hombre con la naturaleza es su humanidad y no su animalidad.
1.9 La desontologización del mundo preside la modernidad
antiecológica de la actualidad. Consiste en el imperio del ente virtual, no
real ni humano, y el olvido consumado del ser. La desontologización del mundo es
el olvido del sentido del ser, el cual se abre camino desde el nominalismo, el olvido
del sentido de Dios, y el fortalecimiento del logos del empirismo y del
logicismo. Sin la desontologización del mundo no puede prosperar la destrucción
de la naturaleza y el medio ambiente. Constituye su prerrequisito. El verdadero
humanismo con Dios está unido a la conservación de la naturaleza, de
modo que sin este humanismo se abren de par en par las puertas de la franca
extinción del mundo natural en pleno auge cibernético. Hay que advertir que ha
sido con el humanismo sin Dios el que se asentó en la antiecológica modernidad tardía
desde Feuerbach, Marx, Nietzsche, Comte, Nietzsche y Freud. La naturaleza dejó
de ser vista como algo sagrado y ello significó su muerte.
1.10 Efectivamente, dicho objetivismo se expresa en el racionalismo -cogito
ergo sum-, empirismo -lo real es lo fáctico, lo nouménico o la cosa en sí no
existe-, el existencialismo -la existencia precede a la esencia- y el posmodernismo
-todo vale-, que configuran una imagen del mundo donde el ser se reduce a lo útil
y manipulable. Incluso la fenomenología con su lema de “ir a las cosas mismas”,
que despertó esperanzas de una vuelta a la metafísica, terminó decepcionando al
engolfarse en el inmanentismo de la conciencia pura. El chato fenomenismo empirista
ha impuesto su hegemonía en detrimento de la riqueza ontológica del ser. Y
dicho proceso reduccionista comienza con el nominalismo de Occam y el terminismo
de Scoto. Las esencias son reducidas a meras ideas mentales, constructos
culturales, el nominalismo extiende su imperio configurando una realidad individualista,
inmanentista y secularizada.
1.11 El giro copernicano del kantismo lo expresa bien: el ser es el
poner humano de la razón. Ser es posición, se dirá en la Crítica de la
razón pura[31].
En otras palabras, sin un cambio de la imagen metafísica del mundo
de la modernidad, no habrá salida verdadera a la crisis ambiental que nos
azota. Tan grave es la crisis ambiental que nos flagela que no hay salvación
sin un giro desde el existencialismo individualista actual hacia el esencialismo
del posible mañana. No es casual que el mundo moderno se iniciara con la
aspiración inmanentista de la comunidad perfecta.
1.12 Kant reduce todas las esferas de la objetividad a conciencia pura.
Ello conduce a ver la conciencia humana como la actividad radical que crea
todas las actividades objetivas. Así en Fichte el universo es actividad dialéctica
de la conciencia en acción, en Schelling se trata de penetrar la esencia del universo
por el medio intuitivo y artístico, y en Hegel el cosmos es desarrollo dialéctico
de la Idea absoluta. En centro de toda esta metafísica moderna no es la naturaleza
sino el, hombre como ente de razón. Lo que viene después será el materialismo
positivista y el desdén por la filosofía. Lo cual lejos de remover el antropocentrismo
lo afirma con Feuerbach, Stirner, Marx y Nietzsche y Dilthey.
1.13 Con las guerras mundiales la filosofía del hombre como ser supremo
parecía condenada al fracaso y al desastre, pero ni la fenomenología, ni el
existencialismo logra librarse de la hegemonía del inmanentismo. Al contrario,
el inmanentismo filosófico se intensificó a partir del estructuralismo, para
llegar a sus cuotas más altas con la filosofía posmoderna de Lyotard,
Baudrillard, Foucault, Castoriadis, y Vattimo. Salió adelante la propuesta
nihilista de la desrealización del mundo. Una episteme desontológica que llevó
a sus extremos el mito culturalista que todo es producto cultural. Toda la
filosofía que vendría después hasta el pragmatismo de Rorty no sería sino una
nota a pie de página del viraje hacia la antropología atea[32].
1.14 Es la metafísica de la hemorragia del para-mí o de la subjetividad
aunada al imperio del dato empírico lo que preside la destrucción del medio ambiente
y da comienzo a la paradoja antrópica. La paradoja antrópica también puede ser
vista como el triunfo de la voluntad de poder a través de la técnica. O sea,
supone la “muerte de Dios” en tanto subjetividad humana que reduce el ente a lo
manipulable y dominable. Esto significa que la paradoja antrópica tiene lugar
cuando la subjetividad instaura la aparición soberana del hombre como configurador
de la realidad.
1.15 Relativismo, hedonismo, nihilismo son las banderas de esta ofensiva
antiesencialista del Occidente finisecular. No resulta extraño, entonces, que
al lado de la destrucción de la ecología natural esté la destrucción de la ecología
humana en un Occidente decadente, a través de la colonialidad mental de su agenda
del aborto, la eutanasia, la eugenesia, la ligadura de trompas, la ideología de
género, el libre consumo de drogas, el lenguaje de género, el ataque a la estructura
de la familia tradicional, la ofensiva contra la religión cristiana. Es toda
una agenda antiecológica, que agrava la situación ambiental.
1.16 La paradoja antrópica es la erosión nihilista de la sociedad postmetafísica,
el hombre como deus in terris o diosecillo terrenal, como raíz
última de la modernidad capitalista -que entroniza el dinero, la rentabilidad,
la eficiencia, el exitismo, como último valor-, lo que protagoniza la
destrucción del medio ambiente. Mientras impere el opresor inmanentismo del
hombre prometeico de la modernidad, que desligó su vinculación con la trascendencia
divina, no habrá manera de recuperar el respeto a la naturaleza humana y natural.
El hombre y la naturaleza quedaron disueltos en la tiranía antiesencialista.
1.17 El enorme poder de la Nada es lo que se hace sentir en la calamitosa
crisis ambiental. Lo que aquí se experimenta no es simplemente el poder de la
Nada en el ser del ente, como diría Heidegger, sino el poder nadificante de la
razón instrumental y funcional en el mismo ser. Ernst Jünger ve más profundo
cuando afirma que la técnica produce nihilismo y el vórtice de la aceleración
tecnológica absorbe a la presente civilización y disuelve todos los valores.
Pero añade que ha llegado el momento del cruce de la línea del nihilismo cuando
señales para su superación: la inquietud metafísica de las masas, el nacimiento
de las ciencias particulares fuera del espacio copernicano, y la aparición de
temas teológicos en la literatura mundial.[33]
1.18 Pero lo que él vio sólo como un síntoma es hoy una realidad de un
amplio territorio postnihilista que se abre tras la gravedad de la crisis
ambiental, la cual es lo más notorio del vórtice del nihilismo. Parafraseando a
Jünger se puede decir que ya no estamos sobre la línea, sino que estamos
cruzando la línea con un desfase entre las condiciones subjetivas -estilo de
vida no ecológico- y las condiciones objetivas -imperiosa necesidad de cambio
de estilo de vida-. Pero se trata de un desfase que no es por completo culpa
del hombre, sino también de las condiciones tecnológicas, que no permite a la
estructura económica sustraerse de los combustibles fósiles como fuerte de
energía, y del sistema económico, que incentiva el consumismo desenfrenado.
También a la falta de decisión por la tecnología ecológica.
1.19 El hombre es metafísico porque trasciende los entes. De tal modo
que el olvido metafísico del ser es también el olvido metafísico del ser del
hombre. El nihilismo metafísico, en el cual el ser “es nada”, es parte ideológica
del hombre epistémico de la modernidad subjetivista. Pero si en un primer momento
la racionalidad científica disolvió las esencias y reforzó el pensar funcional
con el pensar matemático, eso fue el tenor durante la fase paleotécnica, pero
no en la fase neotécnica[34],
donde se descubre el carácter orgánico, teleológico y esencialista de la
realidad. De modo que resulta siendo el orden político y financiero el
obstáculo que impide cruzar sólidamente la línea del pensar postnihilista. Esto
significa que el camino de la reconstrucción humana y natural está abierto,
pero para transitar y edificarla hay que derribar las posibilidades perversas que
aún subsisten en la técnica, como en el sistema político-económico del capitalismo.
Sería un error buscar en la técnica la solución a todos los problemas que
plantea y, menos aún, en la crisis ambiental.
1.20 En este sentido, no es cierto lo afirmado por Heidegger que lo esencial de la subjetidad como aparición soberana del
hombre surge con el platonismo, porque es una verdad elemental que para Platón
la verdad está en otra parte, a saber, en el mundo de las Ideas, concebidas
éstas como esencia de las cosas. Su teoría de las Ideas, como ejemplares
arquetípicos por cuya participación existen las cosas, inaugura el idealismo objetivo
donde el pensar queda identificado con lo real. Pero dicho pensar no agota la
realidad. El acceso a la verdad no es resultado de un proceso racional, pues a las
Formas se llega por vía mística o contemplativa, algo parecido a una “iluminación”.
Ese es el verdadero Platón, donde la subjetidad no es la aparición soberana del
hombre, ni el dominio del concepto. Ese es el sentido originario -y no el que
señala Heidegger- de la doctrina de la iluminación en la alegoría de la caverna.[35]
El Platón de Heidegger luce desfigurado y lejos de su prístino sentido de la
metafísica de la presencia.
1.21 Por ello la superación de la paradoja antrópica no transita por esquivar
a Platón y un retorno a los presocráticos, como sugiere Heidegger[36],
porque se puede recuperar el mundo como la presencia del ser mediante una
metafísica del ser que una lo inmanente con lo trascendente. Esa metafísica de
la presencia pasa por la reespiritualización del mundo. Además, lo esencial de
la subjetidad como aparición soberana del hombre acontece desde Descartes y no
con Platón. O sea, ello sucede con el idealismo subjetivo de la modernidad y no
con el idealismo objetivo del platonismo.
1.22 Así, para recuperar el mundo de las esencias no hay necesidad de
volver a la metafísica de las esencias de los griegos, ni a la metafísica trascendental
de los escolásticos, sino que hay que avanzar hacia una metafísica de la síntesis
que supere los extremos esencialistas (Antigüedad), trascendentalistas (Edad
Media) e inmanentistas (Modernidad) del pasado. No hay que confundir el respeto
a la esencia de las cosas y otra, muy diferente, retornar al esencialismo metafísico.
1.23 La historia no admite imitaciones. No hay salidas antihistóricas ni
anacrónicas para la crisis presente. No se trata de salir del mundo como imagen,
ni de señalar que la esencia de la técnica es la voluntad de poder[37],
que según Heidegger es propio de la modernidad de la subjetividad y de la
objetividad, sino de reconocer el fondo suprarracional de la razón para
reconciliar el logos humano con el logos divino. Y ello no es posible hacerlo
con la perspectiva secularizada de la modernidad.
1.24 De modo que a estas alturas resulta irrealista y desfasado afirmar
que la ciencia, en su actual fase neotécnica, sigue siendo el proceso de olvido
del ser. Lo es más bien la estructura política y financiera del capitalismo. Por
ello, decir -como Heidegger- que el olvido del ser no depende del hombre sino
del ser, resulta siendo un juicio hipostasiado e irracionalista de la propia
historia humana. La técnica y la ciencia ya no sigue siendo la última forma de
metafísica subjetiva, o sea de cartesianismo, porque su fase neotécnica colisiona
profundamente con el racionalismo antropocéntrico que se sustenta en la subjetidad.
Es el capitalismo como sistema político y financiero el que consuma el primado
del hombre como subjetidad. De modo que el nihilismo resulta siendo el destino
del capitalismo y no del ser mismo. De ahí que el enorme poder de la Nada sólo
se puede evitar derribando el capitalismo mismo.
1.25 En otras palabras, el hombre epistémico de la modernidad no está en
condiciones subjetivas para superar la paradoja antrópica de la crisis ambiental,
porque está sumido en la visión inmanentista, secularizada e instrumental del
mundo. Ese proceso es dirigido por las fuerzas del capitalismo. El mismo que ya
quedó desfasado del proceso técnico. Para superarlo hay que abrir el camino para
el hombre síntesis -ontológico/epistémico- del futuro, capaz de reconciliarse con
la trascendencia y reconocer la sacralidad de la inmanencia. El camino no es de
retroceso hacia el pasado sino de avance hacia el futuro, para recuperar el
mundo como la presencia del ser sin desdeño de la representación conceptual y de
la ciencia misma.
1.26 La filosofía es el pensar
del interrogar fundamental. Por ello hay que ir hacia la raíz. Y la raíz
metafísica de la modernidad antiecológica es, como hemos visto, un antropocentrismo
pragmático, un racionalismo subjetivo-objetivo, un empirismo fáctico, la razón
autónoma, el imperio del deus in terris o diosecillo terrestre, la hegemonía
del inmanentismo, el humanismo sin Dios, la secularización radical, una desontologización
de la realidad, la imagen desacralizada del mundo, la supresión del sentido del
ser, lo divino y de la vida, la negación de los valores absolutos, el historicismo
relativista, el ateísmo, hedonismo, individualismo y nihilismo. Todo lo cual
desemboca en la imagen metafísica desrealizadora del mundo presidida por la
razón funcional en desmedro de la razón substancial, la Trascendencia y la
metafísica, donde las cosas -incluido el hombre- devienen en entes manipulables
e instrumentales. Dejan de ser fines en sí mismos. Ese es el marco espiritual
de la modernidad, a través del cual, y desde la Revolución industrial, hemos
envenenado el aire, el agua, la tierra, hemos contaminado el Planeta entero, no
hemos respetado el equilibrio de la vida y hemos llevado al mundo al borde la extinción
masiva de las especies, incluso la nuestra. La modernidad llevó a sus límites a
la paradoja antrópica y la falta de respeto a la esencia de las cosas.
C A P
I T U L O I I
La razón funcional
2. 0 Esta falta de respeto por el mundo de las esencias hace que no
haya ecología cotidiana (urbanismo inhumano, falta de viviendas), ecología
cultural (irrespeto a las culturas locales), ni ecología cotidiana (negación de
las diferencias sexuales, libre consumo de drogas, aborto, eutanasia, eugenesia,
ideología de género y negación de la familia tradicional) y ecología generacional
(falta de consideración por los viejos y los niños del mañana). El deterioro
ambiental exige un cambio en el estilo de vida consumista y materialista que retroalimenta
el sistema capitalista.
2.1 En realidad, la agenda del capitalismo neoliberal es el de imponer
sobre todas las cosas el criterio de renta y beneficio. Cosa que sería imposible
con el reconocimiento de las esencias de las cosas. Pero la mentalidad moderna
es el triunfo de lo cuantitativo sobre lo cualitativo y, por consiguiente, la
negación de la razón substancial en favor de la razón funcional. En el presente tanto el
orden político financiero capitalista global como la revolución científico-técnica
son expresiones del triunfo de la razón funcional sobre la razón substancial. Pero
ambas han llegado a un punto de desarrollo en que sus tendencias colisionan, se
estorban y exigen una resolución definitiva. Lo cual pone en entredicho también,
la otrora relación conflictiva entre razón funcional y razón substancial, empirismo
y metafísica.
2.2 La
razón funcional es más antigua, va más allá de la dialéctica instrumental del
iluminismo, porque dicha identificación de la razón con el dominio, que acaba reificando
por completo a la humanidad y destruyendo su subjetividad, se retrotrae no sólo
al empirismo moderno y al nominalismo de la Edad Media decadente, sino que ya
manifiesta su vigorosa presencia en los criterios pragmáticos de los sofistas griegos.
Y en realidad aparece con fuerza desde la invención de la civilización.
2.3 Y
es así porque la civilización es la invención de la megamáquina del
aparato estatal, que moviliza una ingente mano de obra en favor del monarca
divinizado. La diferencia es que desde la Edad moderna la razón funcional se
convierte en la dialéctica hegemonizante de la razón humana. Pero dicha hegemonía
está llegando a su término dejando oír las campanadas de un tiempo finisecular.
2.4 Pero
la razón funcional cuando aparece en la historia lo hace siendo aliada del
sentido de lo divino, que es mucho más antiguo, y se pone al servicio del monarca
divinizado de las grandes civilizaciones antiguas. Cuando la razón funcional se
desliga de lo sagrado y lo moral mediante la secularización, recién es cuando
se fusiona con la racionalidad de la técnica para dar lugar a la racionalidad
instrumental de la lógica de la modernidad industrial.
2.5 Efectivamente,
la modernidad es el triunfo de la secularización. Pero la secularización es por
encima de todo el triunfo de la razón autónoma, no obstante, por debajo es la
abolición del sentido de lo divino y del sentido del ser. Es por eso que luce
envejecida, porque en la superficie todo luce normal, pero en el fondo se
desarrollan procesos de franca declinación espiritual.
2.6 Cuando
el mundo neoliberal luce agresivo y prepotente en las relaciones internacionales
frente a China y Rusia en plena guerra de Ucrania, es cuando bajo la mesa se desatan procesos
tormentosos que llevan los signos de irremediable decadencia. Nos referimos no
sólo al aumento vertiginoso de la desigualdad social entre las masas que se sumen
en el hiperconsumismo, hedonismo y relativismo moral, sino, también, a la
crisis ambiental que se profundiza en hoyo que dibuja un apocalipsis global.
Los últimos informes de las Naciones Unidas reportan que el cambio climático exacerba
la desigualdad social global (Informe ONU sobre la desigualdad global 2022).
2.7 Así
hemos arribado en la modernidad a la civilización neotécnica, donde se abre
camino una ideología orgánica que desplaza a la ideología mecánica al interior
de la técnica. Se retorna a lo vital, ecológico, teleológico y orgánico, lo cual
abre la posibilidad de un mundo más humano y natural. El único obstáculo es
político, o el orden mundial que impone el mundo unipolar en defensa de los
intereses de las megacorporaciones privadas.
2.8 Es
decir, la propia razón funcional llega a un benéfico punto de intersección con
la razón substancial, metafísica y esencial. Pero, entonces, qué es lo que
estorba a esta síntesis moral, epistémica y ontológica. Estorban los propios resabios
y tendencias perversas de la razón funcional propias de la fase paleotécnica.
En este caso la lógica de la apropiación privada de la riqueza social del capitalismo
es el principal obstáculo civilizatorio para afrontar de modo coherente e
integral la crisis ambiental.
2.9 Es
innecesario responsabilizar a la razón funcional del actual desastre climático.
Razón funcional siempre habrá y es indispensable para el hombre como criatura cultural.
Sencillamente somos una criatura que la requerimos porque lucimos insuficientes
y en desventaja ante la naturaleza. Comprender este hecho óntico-ontológico resulta
necesario para no incurrir en ingenuas posturas tecnofóbicas. Pero encuentra su
dificultad en el mito culturalista que reduce lo humano y natural a ser un mero
espejo social. En realidad, es la visión antiesencialista de lo real lo que
vuelto agresivo y antiecológico a la razón funcional. Expurgado de esta se
puede superar el puro formalismo moderno, que elimina dañinamente el orden
ontológico y axiológico.
C A P I T U L O I I I
La solución integral: la Política
3.0 Ni el hombre es una plaga, ni la tecnología por sí misma es la solución.
La crisis ambiental es de tal dimensión que exige una solución integral (social,
política, económica, cultural y humana). No habrá defensa del medio ambiente
mientras los políticos se sigan sometiendo a los dictados de las finanzas mundiales.
3.1 Ante esta verdad resulta inaudita la crítica conservadora que
reprocha al Sumo Pontífice Francisco al haber señalado en su Carta encíclica Laudato
Si a los responsables del desastre climático, esto es, la racionalidad
instrumental del capitalismo reinante[38]. La
doctrina social de la Iglesia es justamente la demostración de que la fe en Dios
trascendente está íntimamente enlazada y comprometida con los problemas
inmanentes. Por ende, esa teología de Dios desvinculada de los problemas concretos
del hombre no comprende el sentido de la creación ni de la Encarnación de Cristo.
3.2 El enfoque conservador de la crisis ambiental busca limitarse a fomentar
recomendaciones en la superficie sin calar más hondo en el problema de la
crisis climática. Sobre todo, promueve evitar la alusión a los principales responsables
del desastre ecológico, sin que ello signifique emprender costosas campañas negacionistas
que reflejan la dimensión monstruosa de su afán de lucro y egoísmo amoral.
3.3 El cambio climático es el problema más grave que haya enfrentado la
humanidad porque implica su solución un enfoque integral como nunca antes se ha
tenido conciencia. Si para el 2050 no reparamos en el daño infligido a un
planeta que respira y vive, es posible que hayamos puesto punto final a nuestro
futuro.
3.4 Sin un enfoque integral el aire no volverá a ser puro, la naturaleza
no recuperará terreno y las poblaciones empeorarán su calidad de vida,
sentenciando el futuro para las generaciones venideras.
3.5 Las opciones para enfrentar la crisis y asumir un enfoque integral están
presentes y para asumirlas no basta el compromiso internacional, sino que hace
falta un giro político en Orden Mundial.
3.6 No se podrá llevar adelante un enfoque integral, y no meramente
técnica o tributaria, del cambio climático sin un Nuevo Orden Mundial que ponga
lo político sobre la economía.
3.7 Es el Viejo Orden Mundial Unipolar el que, coludido con los intereses
económicos de las megacorporaciones privadas, impide la implementación de medidas
efectivas y reales que salven al planeta de la catástrofe ecológica.
3.8 Sólo un Nuevo Orden Mundial, que recupere la soberanía de la política
sobre la economía, puede implementar medidas efectivas para sobrevivir a la
crisis climática, pues sin ello no habrá futuro por decidir.[39]
3.9 La civilización humana ha llegado a tal punto de incidencia de lo
político que es posible afirmar que se trata del factor más importante para poder
revertir la temperatura de la superficie de la Tierra. En otras palabras, es el
principal factor que influye en el medio ambiente. De ahí que para revertir la
crisis ecológica es imposible soslayarlo.
3.10 En vez de esperar las consecuencias políticas del cambio climático
es urgente un giro profundo de la política misma.
C A P I T U L O I V
El antiesencialismo civilizatorio
4.0 No obstante, dicha solución integral parece escapar de las posibilidades
de la presente civilización sometida al consumismo y a las finanzas de las
multinacionales. Cosa remarcada por el Sumo Pontífice Francisco en la Carta
Encíclica Laudato Si. El capitalismo y su mezquina lógica de rentabilidad
son una amenaza para la solución ambiental, porque el medio ambiente -incluido los
humanos- no pueden someterse al cálculo financiero de costos y beneficios. Debe
ponerse fin al sometimiento de la política a la economía con su perversa
obsesión por el máximo beneficio.
4.1 La lógica de la rentabilidad presidió el capitalismo desde sus
orígenes en el siglo XIII, XIV, XV y XVI, a través del préstamo interés y la predominancia
de las transacciones comerciales a través del dinero. El dinero es una
invención anterior a la hegemonía de la economía dineraria, y estuvo presente
en las civilizaciones antiguas. Pero la predominancia de la economía dineraria
es un fenómeno de la modernidad. Por ello, la revolución industrial no fue la
fuente del moderno desarrollo económico, sino el resultado de una organización
económica eficaz, con un marco institucional y una estructura de propiedad que
canaliza los esfuerzos económicos individuales hacia actividades que aproximan
la tasa privada hacia la tasa social de beneficios. El siglo XVII o del Barroco
será de confrontación y derrota del proyecto moderno cristiano ante el proyecto
moderno secularizado de la lógica del capital. Lo cual en el fondo significó el
fracaso del capitalismo para ofrecer un modelo de desarrollo humano y cristiano.[40]
4.2 El imperio de la lógica de la rentabilidad responde a la entraña del
dinero mismo. Es la negación de todo valor cualitativo y la decadencia del
valor moral y humano. Esta negación del orden ontológico y del orden axiológico
es consecuencia del antiesencialismo moderno. Por ello, la abolición del
capitalismo se columbra como un imperativo, porque convierte los valores en
mercancías (Simmel) y condena al hombre a una vida sin esencia (Marx). Es un
sistema al que le es intrínseco el fetichismo de la mercancía. La razón autónoma
es la expresión del fetichismo en lo filosófico, cuya fuente es el
condicionamiento económico capitalista. Ahora se entiende que el comunismo no puede
ser un Estado ni un ideal, sino el movimiento mismo de lo real en la historia.
Schumpeter también lo advierte, pero prefiere hablar de socialismo por efecto
del desarrollo predominante de la tecnología en las fuerzas productivas.
4.3 Lo interesante es advertir que el abandono de lo cualitativo en la
hegemonía de la economía dineraria también está presente en el origen de la
ciencia moderna, como avance decisivo del pensar funcional sobre el pensar substancial.
Es un proceso que preside la tragedia de la cultura porque el valor se reduce a
objeto, todo se diluye en cálculo y cuantificación, y las relaciones humanas se
destruyen y despersonalizan. Prima la cultura de las cosas sobre la cultura subjetiva.
Los estilos de vida se vuelven nihilistas, caóticos y plurales, se desata la
tragedia y patología de la cultura. Es lo que Bauman llama modernidad líquida y
lo que Byung-Chul Han denomina la sociedad de la transparencia.[41]
Si el dinero representa un gran cambio civilizatorio es porque se desarrolla
sobre la base de la metafísica de subjetividad y de la objetividad del hombre
epistémico moderno.
4.4 Sólo que aquí hay que
hacer una salvedad. Para Bauman la modernidad sólida terminó y la modernidad
líquida es la que comienza con el capitalismo industrial. Y con ello refiere a
que flota todo en la incertidumbre existencial. A mi parecer la modernidad
líquida termina con el capitalismo neoliberal, y con el capitalismo digital comienza
la modernidad gaseosa, donde la realidad se esfuma en el metaverso de la
hiperrealidad de la web. Por su parte, la sociedad de la transparencia se corresponde
bien con el capitalismo neoliberal, que creó la norma cultural de la transparencia,
pero no con el capitalismo digital, donde predomina lo opaco de un comportamiento
narcisista que sólo exhibe lo que conviene a la mirada pública. Por eso, el capitalismo
digital instaura la norma cultural de las Fake news y la posverdad. “No hay
hechos sino interpretaciones” reza el adagio relativista nietzscheano, y sobre
esa piedra se edificó el nihilista discurso posmoderno, que en pocas palabras simboliza
tres negaciones de sentido: del valor, lo divino, y del ser.
4.5 La posverdad como la privatización de la verdad lejos de ser un reconocimiento
del individuo es una justificación para profundizar la destrucción del mundo real.
Es censurable vivir en la burbuja privada de la verdad, porque te desconecta
con el prójimo, lo otro natural y la Otredad absoluta que es Dios. Pensar que ya
no se vive en la era del capitalismo, sino en la era medial de la posverdad,
lejos de ser reconocimiento legítimo del yo individual -como cree Ferraris[42]-
es vanidad y narcisismo. Para él la verdad no es epistemológica ni ontológica,
sino tecnológica, la verdad es algo que se algo que se hace y no se descubre. Pero
para Ferraris se trata de un “hacer” que no tiene que ver con la interpretación
posmoderna, porque lo tecnológico lo concibe como nexo entre lo entre lo ontológico
y lo epistemológico. Esa concepción pragmática de la verdad, que tiene que ver
con la “voluntad de poder”, es el olvido de que la verdad ontológica reside en
la realidad, la verdad epistemológica en el conocimiento, y lo tecnológico es
el instrumento que media entre ambos, pero no “hace ni fabrica” la verdad.
4.6 De modo que, si la lógica de la rentabilidad ha triunfado y contribuido
decididamente a la crisis ambiental, lo ha hecho sobre la base del nihilismo
integral (ético, religioso, gnoseológico y metafísico).[43] El
extravío del sentido del ser, de Dios y del valor, preside el extravío de la razón
moderna. Su consecuencia más grave es la pérdida del sentido de la vida y del
sentido de comunidad con la naturaleza. Hombre y naturaleza han sido reducidas
a cosas, objetividades manipulables, con las cuales se puede instrumentalizar objetivos
externos.
4.7 El antiesencialismo metafísico termina convirtiendo todo en medios
para fines externos. Es el triunfo de la razón instrumental. Entonces, ello significa
que la superación de la metafísica moderna transita por el rebasamiento del capitalismo
mismo. Si el capitalismo es resultado de la visión inmanentista de la modernidad,
todo ello desemboca en la conclusión que sin trascender la visión metafísica de
la modernidad no es posible resolver la crisis climática que nos azota. La
crisis climática tiene un presupuesto de base, a saber, la naturaleza es mera
cosa disponible y explotable, nada espiritual ni sagrado. O sea, tiene como
escenario del fondo el espíritu secularizado, inmanente, pragmático, materialista
y desespiritualizado de la modernidad imperante.
C A P I T U L O V
El ecocidio de la Naturaleza
5. 0 El desastre ecológico se hace evidente en la contaminación
de mares, ríos y lagos, extinción masiva de especies animales y vegetales, emisión
indetenible de gases de efecto invernadero, deforestación para la agricultura, liberación
del gas metano, agotamiento de la fertilidad de las tierras agrícolas, la
pérdida de las selvas y bosques, la contaminación por agrotóxicos, la destrucción
de los pulmones del planeta, desaparición de manglares y barreras de coral,
descongelamiento de glaciales y de los polos, aumento del nivel del mar, grandes
tormentas, calor y sequías.
5.1 Donde con más claridad se deja apreciar la paradoja antrópica es cuando
se ha señalado que tres factores calientan más el planeta, a saber, la
contaminación electromagnética, la contaminación ambiental del agua, y las líneas
eléctricas de superficie. Por la contaminación electromagnética la Tierra no
gira a la velocidad debida y por eso se calienta más; por la contaminación
ambiental del agua la parte contaminada del océano deja de generar oxígeno
aumentando el dióxido de carbono; y por las líneas eléctricas de superficie el
poderoso campo electromagnético forma un escudo de iones que no permite pasar
el aire húmedo, reduce la lluvia y seca los ríos. La consecuencia es que los
océanos se desbordan y se acerca el apocalipsis del metano. Pero todo ello
provocaría una nueva Edad de Hielo.
5.2 Por otro lado, es bien conocido que la ciencia destaca que la
actividad solar afecta el clima de la Tierra, y constantemente se prueban
modelos matemáticos para probar las más fuertes predicciones de disminución de
actividad solar. En el 2015 los científicos de la Universidad de Northumbria previeron
una Pequeña Edad de Hielo, similar a la que congeló el planeta durante el siglo
XVII y principios del XVIII, para el 2030 y 2040. Si las actuales teorías sobre
el impacto de la actividad solar no se equivocan entonces tendremos una
atmósfera terrestre más fría. No sabemos si la baja actividad solar hará que
los icebergs lleguen hasta el Caribe, pero lo más seguro es que esa Pequeña Edad
de Hielo pasará en una década sin impedir que Groenlandia sea más verde en el
2100 por el cambio climático de origen humano.
5.3 O sea, si los glaciales del mundo han caído por debajo de los mínimos
de los 5 mil años anteriores, la llegada de una menor actividad solar no significa que los
glaciales se recuperarán. Más bien continuará su disminución afectando la provisión
de agua dulce en todo el planeta. La cultura del descarte y de consumo junto a
la demanda de combustibles fósiles siguen acelerando el cambio climático a
nivel mundial. Y todo ello es provocado por el hombre del capitalismo industrial.[44] Ya
estamos inmersos en el apocalipsis ambiental, pero el cambio aún no es
irreversible. El deus in terris o diosecillo terrestre aún no se convence
del todo de su fragilidad extrema a pesar de que ya empezó a ser castigado con
nuevas pandemias.
5.4 Pero todavía hay esperanza, lo cual abarca medidas concretas e inmediatas
como: reducir el consumo de plástico, reducir la materia prima y reutilizarla,
encaminarse hacia un modelo de producción ecológico y priorizar lo humano sobre
la rentabilidad. Sin tomar conciencia de que el capitalismo se basa en la creación
ilimitada de necesidades artificiales será predicar en el desierto para
reaccionar ante la emergencia climática. El cambio de hábitos humanos y la
conciencia del peligro actual de nuestro planeta pasa por el cedazo de que el
capitalismo debe ser superado junto a su lógica del beneficio. Superar el afán
sin límite del hombre moderno no es posible sin superar el capitalismo mismo. La
emisión descontrolada de gases de efecto invernadero, la destrucción masiva de
masas forestales, la contaminación insostenible de aguas continentales y
oceánicas, y demás medidas, no podrán concretarse si no se pone límites, control
y modificación profunda -en vistas a su sustitución- a la estructura del capitalismo
imperante.
5.5 Si se quiere saber qué está pasando realmente con la Tierra que está
siendo diezmada por una Humanidad que se encamina hacia su autodestrucción, hay
ubicar el dilema en el contexto real y concreto, el cual es la crisis terminal
de un capitalismo decadente y desbocado, que está fuera de control y muestra un
comportamiento irracional. Así, el miedo de los animales frente al ser humano
no sólo es un distintivo del antropoceno, sino de la ferocidad que asume el
comportamiento del hombre bajo un sistema depredador de los recursos. Nos hemos
convertido en el Infierno de la flora y fauna natural, y del hombre mismo. No
es casual que el negacionismo climático sea un esfuerzo coordinado por la multimillonaria
industria de los combustibles fósiles. El cinismo moral asienta sus reales en
el condumio financiero de la estructura capitalista que pervierte el sentido mismo
de la vida. El turbio negacionismo se encuentra en problemas ante la ola de
incendios, huracanes, sequías, inundaciones, tormentas y demás consecuencias climáticas,
pero cuando lo peor esté por llegar, es decir, hambrunas, migraciones climáticas,
aire irrespirable, plagas globales, colapso económico y guerras mundiales, la devastación
será tan grande que no habrá margen de reacción.
5.6 Ya es muy tarde para salvar el mundo solamente dejando de comer
carne. Aprender a comer de forma responsable es una medida elitista con tres
cuartas partes del planeta que apenas tiene un ingreso de tres dólares diarios
para alimentarse al día. La hora cero ha llegado y no bastan dietas y meros
cuidados del ambiente natural, hay que ir hacia el cambio profundos de estructuras
sociales y mentales para salvarnos. Miles de barcos fábrica vacían los océanos.
El hombre capitalista rompe el ciclo de la vida natural. Estamos agotando los recursos
escasos. Los grandes ríos se han convertido en hilos de agua. La escasez de agua
es dramática, las capas subterráneas se están secando.
5.7 Desde Dubái hasta China se copia el modo de vida insustentable de los
países altamente industrializados. Pero todo esto es un espejismo que no
tardará en desplomarse. No hemos tomado conciencia que estamos agotando lo que
la naturaleza nos ofrece. Rompiendo el equilibrio climático de la biodiversidad,
mediante un desarrollismo insustentable el principio antrópico bajo el
capitalismo, estamos cavando nuestra propia tumba. La deforestación masiva es un
ejemplo de la destrucción de lo esencial para producir lo superfluo. Todo lo
que tardó miles de años en formarse está desapareciendo. Estamos ingresando a un
cataclismo del cual no sobreviviremos. ¿Por qué no reaccionamos a tiempo? Porque
el desarrollo capitalista se basa en la concentración de la riqueza en pocas manos,
y esta desigualdad implica la búsqueda de riqueza, beneficio y rentabilidad a
todo costo, incluso bajo el precio del agotamiento de los recursos. Y esta
búsqueda de rentabilidad es la expresión más elocuente de la mentalidad subjetivista,
inmanentista, individualista y egotista del hombre moderno que se concibe libre,
sin Dios y sin norma moral que lo controle.
5.8 En este contexto no es difícil predecir
la catástrofe. Sabemos que la explotación desmesurada de los recursos nos pone
en peligro, pero no nos detenemos. La avaricia, la sed de riqueza, de confort,
la voluntad de poder, resulta siendo más fuerte que la razón. Vivimos en un
mundo desquiciado porque hemos perdido el juicio, y hemos perdido el juicio
porque la soberbia del hombre moderno ha demostrado que es principal enemigo.
5.9 La autonomía de la razón ha degenerado en irracionalismo de las pasiones
ciegas. Ni qué decir del corazón, porque el sistema capitalista es una
estructura que en vez de incentivar el amor o la caridad retroalimenta el
egoísmo, narcisismo e individualismo. Con la crisis de la razón autónoma quedó demostrado
que ésta sin el corazón se desboca en monstruosidades que amenazan la misma existencia
humana. El cambio climático lo expresa con toda nitidez como consecuencia de la
explotación despiadada de los recursos del planeta. El sistema que regula nuestro
clima está completamente perturbado porque la propia razón moderna está perturbada.
La causa no es el mismo pensar abstracto y analítico, sino su perversión por
divorciarlo de la intuición, la fe y la trascendencia.
5.10 El hombre y sus instituciones son un agente de cambio en los
procesos naturales de la Tierra. El progreso debe continuar bajo un modelo de
desarrollo sostenible. Pero los países occidentales desarrollados, principalmente,
exhiben un modelo de desarrollo insostenible que acelera el violento cambio
climático. Es cierto que las verdaderas causas de las variaciones del clima del
planeta son aún un enigma, y que el clima de la Tierra cambia de modo constante
sin intervención humana. Pero lo que no es cierto es que el actual calentamiento
esté ocurriendo sin ayuda del hombre.
5.11 Por tanto, nuestra responsabilidad es
ineludible e irremplazable, y la falta de reacción sólo agrava el problema ambiental.
Somos los únicos responsables de la presente crisis ambiental, y nuestros hábitos
y modos de pensar no cambiarán si no detenemos y cambiamos la estructura
económico-social que los genera: el capitalismo. Lo cual será ya romper con el espíritu
antiesencialista, antimetafísico y nihilista que lo preside. El ecocidio de la
Naturaleza constituye el pecado capital del arrogante hombre de la modernidad
tecnológica y desafía a asumir la humanización del desarrollo y de la
individualidad.
5.12 Es justamente la acentuación del antiesencialismo
de la modernidad tardía lo que acentúa la incertidumbre existencial mediante
la disolución nihilista de los valores absolutos y permanentes. Sin el antiesencialismo
moderno no es comprensible la galopante destrucción de la ecología natural,
porque previamente se ha vaciado a la Naturaleza de toda esencia y sustancia a respetar.
Se la ha reducido previamente a mero ente manipulable y subsumible a la racionalidad
instrumental. Sin ese desencantamiento previo del mundo no podría habría expoliación
desmedida de la Naturaleza.
5.13 El ecocidio de la Naturaleza tenía que ser la consecuencia natural
de la radicalización de la paradoja antrópica en términos antiesencialistas. El
espíritu inmanentista de la modernidad conlleva al tratamiento inmisericorde de
la Naturaleza. El dominio y explotación ilimitada de los recursos naturales sin
medir sus efectos es parte de la lógica del antropocentrismo despótico que
sostiene una racionalidad técnica separada de la ética y de cualquier
consideración moral. Es más, no es posible promover energías renovables
meramente con una mentalidad científica que no proporciona un sentido de la
vida. Es decir, pretender detener el ecocidio natural con un mero contexto
inmanentista es una contradicción in situ, porque lo que se necesita es una
reconciliación con lo sagrado.
C A P I T U L O V
I
El ecocidio de lo humano
6.0 Al desastre ambiental se suma el desastre humano con
el crecimiento desordenado de las megalópolis, sin áreas verdes ni contacto con
la naturaleza, repletos de contaminación visual y acústica, hábitos dañinos de
consumo, desperdicio de un tercio de los alimentos que se producen, exiguo
nivel de acceso a energías limpias y renovables, crecimiento de la pobreza y
malnutrición, deterioro del nivel educativo, retroceso de la capacidad cognitiva
por el abuso de tecnología digital, privatización del acceso al agua potable, imposición
de la cultura del descarte, degradación social con el crecimiento del narcotráfico
y consumo extensivo de drogas, exportación hacia los países en desarrollo de
los residuos líquidos y sólidos tóxicos, la expansión de laboratorios secretos químicos
y biológicos como armas militares.
6.1 En este sentido, la geopolítica no puede estar exenta de responsabilidades
ambientales. Debería prohibirse la instalación extraterritorial de armas nucleares
en otras regiones, países y continentes no nuclearizados. Y de las armas ya
instaladas se debería exigir el retiro inmediato de las mismas de los países
que han cedido bases militares al imperio del Norte. El retiro de más de 2 mil
quinientas cabezas nucleares de los países europeos, sin armamento nuclear, significaría
no sólo disminuir la tensión política y el peligro de confrontación militar,
sino que podría hacer desaparecer el peligro de exterminio de nuclear de un
continente entero. En cambio, mantener una Europa como rehén nuclear de los
Estados Unidos de Norteamérica aumenta las posibilidades de una catástrofe
inevitable en caso de conflicto entre las grandes potencias. Al mismo tiempo se
debe impedir la política intervencionista de la potencia del norte, por ser la
causante de que los países emergentes perciban que para defenderse deben
hacerse de armamento nuclear, y con ello se proliferan las armas nucleares.
Detrás de todo ello está la diseminación de la voluntad de poder de la modernidad
inmanentista, como una enfermedad indetenible que es retroalimentada por la
política hegemónica, belicista e intervencionista de la potencia del norte.
6.2 El hegemonismo intervencionista es parte del
deterioro de las relaciones internacionales entre los Estados, pero también es
un componente esencial de la crisis ambiental porque el ambiente también lo
componen el tipo de relaciones que establecen los países entre sí. Y las
relaciones basadas en la fuerza son parte del desastre ambiental humano. En la
guerra de Ucrania la amenaza de ataque a la central nuclear de Zaporiya por las
fuerzas de Zelenski, ejemplifica la amenaza de una gran y letal contaminación radioactiva
latente. De las cuatro plantas nucleares de Ucrania la de Zaporiya es la que colinda
con los territorios del Donbass, pero las amenazas de radicación tras el ataque
serían colosales. Atacar una central nuclear no tiene precedentes en la historia
y sería un criminal acto terrorista, comparable al ataque mortal con bomba a la
hija del filósofo ruso Alexander Dugin por parte de las fuerzas de seguridad de
Kiev. Pero lo más preocupante es que la amenaza de un ataque nuclear por parte
de Rusia incrementa el riesgo de su suceso calamitoso ante la arremetida guerrerista
y provocadora de Occidente. Esta conducta irresponsable de EEUU y sus aliados
de jugar con fuego, también se extiende hacia el Océano Pacífico ante las provocaciones
constantes a China por apoyar la independencia de Taiwán.
6.3 Los problemas de paz y el peligro de una
nueva guerra mundial forman parte del deterioro de la ecología humana dentro de
la crisis ambiental. Occidente se conduce como si hubiese ingresado a una etapa
delirante e imprudente de su hegemonía mundial, cuando todo indica que su dominio
global es cosa del pasado y está condenado a desaparecer. La verdad es que nadie
esperaba que el fin de la hegemonía del mundo unipolar y el tránsito hacia la
hegemonía del mundo multipolar fuera pacífica, pero al menos se guardaban
esperanzas que subsistiera un mínimo de sensatez y sentido común para impedir
un enfrentamiento nuclear entre las principales potencias. Rusia se contiene al
máximo a pesar de las descaradas provocaciones, pues en Ucrania prácticamente es
Occidente el que se enfrenta a Rusia e impide un diálogo de paz. Su constante
suministro de armas, a pesar de la falta de ánimo de combate de las tropas
ucranianas que se suple con mercenarios terroristas, prolonga el conflicto innecesariamente.
Han transcurrido seis meses de guerra y si Occidente estuviera obstaculizando
hace tres meses el conflicto hubiese acabado. Se puede pensar que la crisis
económica, monetaria, energética y social que se cierne sobre Occidente puede
propiciar el fin de sus absurdas sanciones, que más daño ocasiona a su propia
economía que a la rusa, y puede aproximar el fin del conflicto. Pero se divisan
a las oscuras fuerzas del viejo orden que apuestan de forma temeraria y suicida
por todo lo contrario, buscan acentuar el conflicto y provocar una intervención
directa de la OTAN desencadenando otra guerra mundial. Lo cual significaría el
fin de la civilización conocida y señalaría que la humanidad tecnológica no pudo
superar los peligros que engendró.
6.4 Las dos guerras mundiales del siglo veinte son un signo de la historia
humana, sentenciaron a la razón burguesa del capitalismo imperante, señalando
el ocaso de la civilización pragmática, materialista y utilitaria, que orgullosa
se hizo del poder político desde la Revolución francesa bajo los lemas de
Igualdad, Fraternidad y Libertad, pero transcurridos dos siglos y algunas
décadas, luce desvaído, roído y desgastado. Para los teóricos de la Escuela de Frankfurt
de la primera generación, Adorno y Horkheimer[45], la
autodestrucción del Iluminismo estaba previsto en el propio pensamiento
iluminista con su dialéctica positiva de la teoría del progreso. Al identificar
la Razón con dominio acabó reificando por completo esa humanidad que en principio
estaba destinada a ser “amo del mundo”. Prácticamente la crisis ambiental estaba
inscrita en sus entrañas.
6.5 Para Adorno la subjetividad humana está
siendo destruida por el capitalismo, acentúa el lado regresivo y no progresivo
de la Razón. Aprovecha su ambivalencia para expandir la razón instrumental y
calculadora, y una vez que deja al hombre sin Dios, se erige en su divinidad.
Esa es su dialéctica, la cultura y la ideología se convierten en anestésicos. En
cambio, la segunda Escuela de Frankfurt con Habermas, ya no funda la
racionalidad en una teoría de la conciencia, sino en una teoría del lenguaje.
El resultado es una razón comunicativa al servicio de la democracia demoliberal.
Su enfoque reformista del ideal transnacional y cosmopolita fue arrasado por el
capitalismo neoliberal que desmontó el capitalismo social de mercado de la economía
de bienestar europea y fue incapaz de oponerse a la galopante crisis climática
que alentó. Lo cual demostró que su secularismo e inmanentismo no era el camino
para superar la crisis de la modernidad.
6.6 En realidad, la filosofía posmoderna ha sido la desmalignización del
mal y la malignización del bien. Así, Lyotard y Vattimo, parapetados en un
neonietzscheanismo nihilista y cabezas visibles de la filosofía relativista de
la hermenéutica posmoderna, celebran la destrucción de la subjetividad y la
desintegración del contenido ontológico. Prácticamente promovieron la alteridad
pervertida y antinatural y la desmalignización del mal y la malignización del
bien, con su cháchara bufonesca de “dejar ser a la diferencia”. Estos
pensadores, incluido Foucault en su última etapa -donde concluye de forma
anética y nihilista que cada persona puede desarrollar sus propios códigos de
conducta, incluido el placer perverso[46]- reflejan
el extravío moral al que arriba la modernidad postmetafísica, inmanentista y antiesencialista.
6.7 Es por ello que Giorgio Agamben puede advertir que el poder soberano
se extiende impune sobre la vida en un contexto secularizado e inmanentista de
la modernidad. el Homo sacer[47]
representa la deshumanización y aniquilamiento de la individualidad en la
modernidad. Es más, la modernidad es la que vacía de significado y
significación a la vida misma del hombre, fortaleciendo el poder soberano que
es dueña del poder sobre la vida y la muerte. Si Agamben no hubiera estado tan
fuertemente influido por Foucault, Benjamín y Schmitt, y más por Marx o la
primera Escuela de Frankfurt, habría puesto énfasis en que el aniquilamiento de
la individualidad en la modernidad es resultado directamente del capitalismo,
porque condena al hombre a una vida sin esencia. Su excesivo énfasis en la teoría
del poder le hace perder de vista a Agamben la importancia de la estructura inhumana
de la modernidad capitalista. Y es esta propia estructura perversa el factor
central de la crisis ambiental del presente.
6.8 Lo más lamentable es que desde las mismas entrañas de la ideología
dominante se supura la teoría deshumanizadora del transhumanismo, como utopía
tecnológica para volver hablar del “superhombre”. El capitalismo neoliberal y
el capitalismo digital proporcionan el motivo subjetivo, a saber, el individuo
egoísta. Los nazis impusieron sistemáticamente un programa de eugenesia,
eutanasia y aborto para las razas indeseadas. Ahora el neoliberalismo capitalista
lo promociona como algo bueno y de libre opción.
6.9 Primo Levi[48], sobreviviente
de Auschwitz, nos cuenta que sólo hace falta el líder carismático para que se nos
imponga un programa de exterminio de la población del planeta con el pretexto de
la sobrepoblación. Su libro es un testimonio sobre la condición humana. Sobre
cómo son reducidos a la bestialidad y a la demencia las víctimas del campo de
concentración, y cómo el hombre común es peor que un monstruo cuando se convierte
en un burócrata obediente. Las víctimas antes de ir a la cámara de gas son previamente
deshumanizadas. Una vez aplastado el régimen de terror del nazismo la gente
volvió a la normalidad, abandonando su rigidez psicológica.
6.10 Los salvados fueron los peores, los más egoístas; los hundidos
fueron los mejores, los que tuvieron valor. Los SS eran gente normal, pero bestializada
por la deseducación nazi. La Solución Final puede volver a ocurrir si las
circunstancias vuelven a confluir. Y parece que es así. Y para ello no sólo hay
que recordar al régimen genocida de Pol Pot y Yeng Sari en Camboya, ni a los
truculentos regímenes dictatoriales del Cono Sur latinoamericano, sino a algo
más siniestro. Me refiero al divorcio de la ciencia respecto a la ética y su servidumbre
a la política. El avance de la biotecnología hace posible el terrorismo biológico
que hace imperceptible el régimen de terror.
6.11 No es casual que en las actuales sociedades posdemocráticas de
Occidente la democracia se va fusionando con el totalitarismo fascista.[49] Se
atribuye a la élite globalista planes conspirativos para alentar a programas de
despoblación mundial, todo dentro de una trampa para el dominio global.[50] Las
llamadas democracias liberales han girado cada vez más hacia democracias autoritarias,
a sociedades posdemocráticas, a fenómenos intratotalitarios, donde la clásica
distinción entre dos tipos de regímenes políticos característicos de nuestro
tiempo no concuerda con esquemas simples.
6.12 El ecocidio de lo humano coincide con la disolución de la antítesis
que opone frontalmente la democracia con el totalitarismo. La democracia ha
dejado de ser una amenaza exterior a la democracia, para convertirse en una cizaña
interior. El ejemplo más elocuente lo tenemos en el neoliberalismo global que impuso
la llamada doctrina del Shock o políticas impopulares e indeseadas contra el
pueblo. Aquel auge del capitalismo del desastre fue la reconfiguración fascista
del mundo democrático capitalista.
C A P I T U L O V I I
La desigualdad social
7.0 Es irracional culpar de la degradación
del ambiente natural y humano al crecimiento poblacional de los pobres y excluidos
del planeta mientras los países ricos y la élite plutocrática se irrogan el
derecho de consumir de modo desproporcionado y de un modo que es imposible
generalizar. En la hora actual es monstruoso hablar de ética sin denunciar los
poderes económicos que justifican el deterioro ambiental y que prosiguen sin
pausa en la destrucción ecológica. Nuevamente se impone aquí la lógica de la renta
beneficio antes que el ambiente.
7.1 Un pequeño ejemplo lo constituye una agricultura mecanizada dedicada
la producción de cereales, soya y gránulos hiperconcentrados para alimentar a
un ganado destinado al consumo de carne de las ciudades. O sea, se prioriza el
negocio de la carne antes que una sana agricultura dedicada al consumo humano.
El resultado es que la agricultura industrial desembocó en el reemplazo de la
diversidad por la estandarización. No hay enfoque alimenticio ecológico, sino
consumista.
7.2 No son los pobres de la Tierra quienes
contaminan el medio ambiente, a pesar de que talan los bosques buscando una
agricultura de subsistencia, sino que son los poderes económicos los que empujan
a tal actividad concentrando la riqueza en pocas manos. En el 2015, 3 mil 600
millones de personas poseían una riqueza igual que 62 personas ricas.
7.3 Ni en la época del colonialismo la desigualdad social fue tan
grande. Es un modelo insustentable para el planeta que el 99 por ciento de la población
mundial posea menos riqueza que el 1 por ciento más pudiente de la gente del planeta.
La desigualdad mundial es actualmente el principal factor socio-económico de la
crisis ambiental. Y es inconcebible afrontar la crisis climática sin atacar el
problema de la desigualdad social.
7.4 Se señala que las causas de la desigualdad son: la globalización, la
irrupción tecnológica, los empleos y salarios, los sistemas fiscales, la
evasión fiscal, la corrupción, la escasez de política antiigualitarias, la
inequidad en el acceso a la educación, agua potable y bienes y servicios, se ha
llegado a culpar hasta a la religión católica para ponerla en contraste con los
países protestantes. Pero todo esto oculta un enfoque extraclasista, que sigue
dejando al gato como despensero. Lo que en realidad impide la lucha contra la
pobreza y la desigualdad social es la estructura social capitalista, que no tiene
como prioridad al hombre sino al lucro.
7.5 De modo que lo que tenemos es una
necropolítica[51] que
oculta las verdaderas causas de la crisis ambiental, porque está imbricada
íntimamente con la explotación capitalista del planeta. Pero de poco sirve
señalar que la necropolítica se asienta en el servicio a grupos privados de
poder cuando éstos no son vinculados con un sistema económico que les da
consistencia y racionalidad. Matar a los pobres mediante el hambre, la exclusión
social y la desigualdad porque no son rentables para el neoliberalismo, es valioso
señalarlo, pero de poco sirve cuando no se le vincula para solución con política
anticapitalista y socialista.
7.6 La necropolítica es un derivado de la cultura tanatocrática del
capitalismo. Y lo es porque la estructura del capitalismo consiste en la destrucción
de la esencia humana. En filosofía quien más expresamente manifestó lo tanatocrático
fue el pensamiento fascista del existencialismo heideggeriano: somos seres para
la muerte. Y tuvo que ser una filósofa cristiana quien hubo de responderle, me
refiero a Edith Stein[52]: somos
seres para la vida eterna. Con la última pandemia del COVID se sospechó que fue
un arma biológica creada para el exterminio mundial de la población más vulnerable
-ancianos, y personas con enfermedades preexistentes-. El beneficio sería que
la carga de pensiones de los países ricos se vería seriamente disminuida por el
fallecimiento masivo de ancianos, además de muchos enfermos en el sistema de salud,
todo lo cual es visto por el Estado liberal como una carga. El gerontocidio fue
públicamente manifestado por el vicegobernador de Texas en 2020 para aliviar la
carga económica de los Estados Unidos. Estas ideas necrofílicas se destilan del
sistema perverso capitalista que prioriza la renta y el beneficio sobre el hombre.
Demostración palmaria que el capitalismo es en su entraña un sistema deshumanizado
y sin ética.
7.7 La necropolítica del capitalismo
transforma al hombre en mercancía desechable. Pero esto no es un descubrimiento
de la biopolítica de Foucault porque ya estaba contenido y desarrollado a
profundidad por el marxismo. No se trata de reivindicar ningún comunismo
burocrático y autoritario, sino de reconocer teóricamente que la idea de la reducción
del hombre a mercancía está presente en la abolición marxista del capitalismo
porque vacía al hombre de su propia esencia. Porque si no partimos del mundo
real, y no meramente de premisas teóricas, entonces no seremos capaces de coger
la raíz de la crisis ambiental.
7.8 Es natural que el énfasis nuestro en la esencia humana le resulte
indigesto al marxismo ortodoxo por considerarlo como un tufillo idealista burgués,
propio del humanismo ético, sentimental y utópico del Marx de los Manuscritos,
pero no del Marx maduro. A lo cual se puede responder que los Manuscritos
son la primera elaboración de la concepción comunista del mundo y su posible
revaloración no significa privilegiarla sobre la etapa posterior. Por el contrario,
lo que significa es que la rehumanización del hombre enajenado por el capitalismo
no puede transitar por un socialismo burocrático que nace directamente del
comunismo de Marx.
7.9 En otras palabras, si se vincula la
necropolítica con la crítica socialista no es para repetir a Marx, sino para incidir
en la necesidad histórica de construir un socialismo democrático. Es más, sin la
construcción una utopía socialista democrática no será posible superar la crisis
ambiental. Y sencillamente es así porque la misma requiere de la superación del
capitalismo en unos términos socialistas nuevos, no autoritarios ni burocráticos,
sino democráticos.
7.10 Es más, la esencia misma del socialismo
exige de la democracia. Tarea menudamente complicada, puesto que se puede incurrir
en un izquierdismo menos ideológico y centralizado, pero más pragmático y
exitista. Dicho caso lo tenemos en el reformismo de la socialdemocracia europea,
que demostró un relativo éxito por algunas décadas, pero demostró su
incapacidad para resistir el embate ideológico y real del capitalismo neoliberal
que la terminó liquidando.
7.11 Incluso su versión soviética con Mijaíl Gorbachov, terminó
sucumbiendo por errores internos y la conspiración del imperialismo. Con ello
tanto la heterodoxia socialista como la heterodoxia marxista fracasaron. No
obstante, queda en pie la primera crítica neomarxista a la ortodoxia emprendida
por Georg Lukács[53], a
saber, el proletariado debe convertirse en sujeto de la historia. Es decir, no
hay cambio integral del hombre si la revolución no es concebida como cambio
cuantitativo (abundancia) y, a la vez, cualitativo (libertad).
7.12 Esto significa, que no habrá cambio real de la crisis ambiental
mediante meras reformas que gestionen la crisis, cuando lo que se requiere es de
una visión integral que no excluya el factor político como la verdadera llave
de la comprensión integral del apocalipsis ambiental. La solución es
revolucionario y no meramente reformista. En este sentido las recomendaciones
de la ONU para solucionar el problema de la desigualdad social global son valiosas
y verdaderas pero incompletas. Veamos cuáles son las recomendaciones para que
se logren paulatinamente hasta el 2030:
1. Mantener el aumento de las ganancias del 40%
más pobre de la ciudadanía en un índice por encima de la media nacional.
2. Impulsar la ayuda oficial al desarrollo para
los países con más necesidades.
3. Fomentar la inclusión social, política y
económica de toda la población sin ningún tipo de discriminación.
4. Asegurar la igualdad de oportunidades.
5. Aprobar políticas (de protección social,
salariales y fiscales) en pos de esa igualdad.
6. Mejorar la regulación y supervisión de los
organismos y mercados financieros, y reforzar la aplicación de esas leyes.
7. Garantizar más representación y participación
de las regiones en desarrollo en la toma de decisiones de los organismos financieros
y económicos internacionales.
8. Favorecer la migración y movilidad seguras de
las personas.
9. Emplear el fundamento del trato especial y diferenciado a
las regiones en desarrollo, de acuerdo con los pactos de la Organización Mundial
del Comercio (OMC).
10. Acotar por debajo del 3% los costes de
transacción de los envíos de las personas migrantes y acabar con los agentes de
remesas de un valor superior al 5%.
7.13 ¿Estas recomendaciones son valiosas? Lo son. ¿Son imprescindibles?
También. ¿Son certeras? Lo son. ¿Son realistas? No, no lo son. No todo lo
valioso, imprescindible y certero llega a ser realista. Y no lo son porque
sencillamente mientras no se haga nada para sacar del poder a los poderes
económicos que manejan la política global, las recomendaciones quedarán en
letra muerta, sin efectividad alguna. Simplemente se seguirá contaminando el
planeta por le rinde ingentes ganancias a la élite mundial. ¿Pero puede brotar
la revolución en un mundo donde las masas se han vuelto hedonistas, nihilistas,
relativistas e individualistas? No, no se puede. Por esto, la revolución no es
un capricho de cabezas calenturientas.
7.14 Sin embargo, ¿puede contribuir a su cambio un Nuevo Orden Mundial?
Sí, sí puede, y de modo decisivo. Un Nuevo Orden Mundial Multipolar de sesgo
nacionalista y no imperialista puede contribuir a un cambio político decisivo del
orden de cosas respecto al cambio climático. Esa es la piedra de toque que requiere
urgentemente la solución de la crisis ambiental, a saber, la derrota de los
poderes económicos hegemónicos que prosiguen con la destrucción planetaria en todo
orden de cosas, de la naturaleza y del hombre. Además, un Nuevo Orden Mundial donde
la política recupere su soberanía sobre la economía puede ser el punto de inflexión
de la revitalización de la conciencia social de las masas sumidas en la indiferencia
de la cultura posmoderna, amén de un serio combate de la desigualdad social. Pero
si a ello no se une un cambio de la base energética y un nuevo estilo de vida
no consumista, poco se alcanzará.
7.15 En otras palabras, es iluso pensar que la cooperación internacional
contra la desigualdad puede dar fruto al margen de cambios políticos, vitales y
tecnológicos profundos en el mundo. El Planeta ha llegado a tal punto de deterioro
ambiental que el combate de la desigualdad social representa el paradero insoslayable
de una verdadera revolución política que la enfrente. Y esto sólo es posible
con un Nuevo Orden Mundial, pues el mantenimiento del mismo Orden Unipolar solo
garantiza el sometimiento de la política a los poderes económicos de las multinacionales
que sólo priorizan el lucro sobre la salvación de la Humanidad.
7.16 En la década de los setenta del siglo
veinte los teóricos de la teología de la liberación vieron con toda lucidez que
el capitalismo era una estructura socioeconómica que pervierte al hombre. De
ahí enfatizaron, dentro del espíritu de Concilio Vaticano II y la Conferencia
de Medellín, la opción preferencial por los pobres y que la Iglesia es el
pueblo de Dios. Concluyeron que sin practicar la justicia social y amor real al
prójimo no hay verdadero amor a Dios.
7.17 Es natural la ofensiva contra la teología de la liberación que emprendieron
orquestadamente juntos el Papa Juan Pablo II y el neoliberalismo de Thatcher y
Reagan. Se le acusó de marxistizar el cristianismo, se alertó contra la
politización con excesivo interés temporal. Tuvieron que pasar décadas y venir
un nuevo siglo para que su verdadero sentido fuera comprendido. En 2013 el
teólogo de la liberación Gustavo Gutiérrez fue recibido por el Papa Francisco
en señal de espaldarazo y ratificando que la opción preferencial por los pobres
es medular y está vigente en su pontificado.[54]
7.18 En realidad, la teología de la liberación cristianizó el marxismo,
denunció la opresión del mundo pecaminoso, puso en primer lugar la caridad, rescató
el profetismo bíblico, subrayó la propuesta emancipatoria del cristianismo y
destacó que Dios es inseparable del amor al prójimo. La teología de la liberación
volvió a conciliar lo temporal con lo eterno, y acabó con la separación absoluta
entre el mundo y Dios. Todo un ejemplo de síntesis entre lo inmanente y lo
trascendente.
7.19 No es posible solucionar la crisis ambiental soslayando el tema neurálgico
de la desigualdad social, asunto tan desestimado por el insensible neoliberalismo
dogmático. Todo esto exige un nuevo enfoque de justicia que sólo es dable en un
marco de relaciones no capitalistas. Se necesita de una idea de justicia como copertenencia.
Fuera de ese contexto se podrán recuperar los cuatro aspectos fundamentales que
lucen extraviados en la actual civilización materialista y nihilista: el
respeto a la naturaleza, el sentido de la vida, el sentido de lo divino y el sentido
del ser.
7.20 El credo liberal clásico predica contra el combate de la desigualdad
social que las políticas igualitaristas coactan la libertad individual, y que
el Estado no debe financiar las políticas públicas de igualitaristas porque se
trata de una idea romántica insostenible.[55] Esta
propuesta ya fue respondida en su momento por John Rawls[56], el
cual pensó la justicia en términos democráticos, sin renunciar a la igualdad y
a la libertad. Su logro indiscutible en medio del neoliberalismo es que
revitalizó el concepto de igualdad. Es posible que para que la teoría moral de Rawls
sea menos jurídica y más política, debe ser complementada con una teoría del poder,
capaz de neutralizar a los grupos económicos que existen al interior de la democracia.[57]
C A P
I T U L O V I I I
La Triple alianza
8.0 Hay que decir con toda claridad que son
los países ricos, y no los países pobres, los responsables del deterioro
ambiental y humano originado por un sistema que privilegia sobre el hombre a las finanzas
y al consumismo. La civilización práctica poniendo todo al servicio de las finanzas,
el consumismo y la rapidez nos ha llevado a una destrucción ambiental terrorífica.
Lo cual tenía que suceder, porque la civilización pragmática se ahoga en ambiciones,
pero carece de ideales.
8.1 La contaminación atmosférica tiene lugar en primer lugar por parte
de los países ricos. China Estados Unidos e India, en ese orden, son las naciones
que más contaminan por sus emisiones de dióxido de carbono. Es decir, los países
más industrializados del mundo son los que exhiben un desarrollo insustentable
en términos ecológicos. Le siguen Rusia, Japón, Irán, Alemania, Corea del Sur,
Arabia Saudita y Canadá. Esos son los diez países más contaminadores. De los
cuales tres son de los BRICS. Entonces, cabe interrogarse: si China y Rusia son
países contaminantes ¿cómo pueden garantizar un Nuevo Orden Mundial más
ecológico? Es un contrasentido, tal como están las cosas no son una fuerza real
de cambio de la crisis ambiental.
8.2 Si ni el capitalismo neoliberal, ni el capitalismo nacionalista ruso
y chino garantizan el combate efectivo a la contaminación ambiental, entonces
eso significa que, a corto plazo, justo lo que se necesita, no hay esperanzas
reales de revertir las dramáticas condiciones del planeta.
8.3 El caso de China es preocupante. Ya es la primera potencia económica
del mundo y en vez de mostrar una decidida política ambiental ha destinado
ingentes recursos a imitar el consumista estilo de vida occidental. China ya es
parte del reducido grupo de países de ciencia y tecnología de avanzada, por lo
que no se deben perder las esperanzas de un giro en su preocupación ambiental.
8.4 Alemania, por su parte, es el país europeo con mayores emisiones de
CO2 por su gran dependencia del carbón. Pero si sumamos las toneladas de CO2
que se arrojan anualmente a la atmósfera entre todos los países del mundo
industrializados del mundo junto a los países emergentes, tenemos una cifra
pavorosa y desesperanzadora. Los países subdesarrollados casi han igualado en
porcentaje de CO2 a los países desarrollados. No obstante, hay que reconocer
que los países más limpios del mundo son Bangladesh, Chad, Pakistán y
Tayikistán. Mientras que Islandia, Finlandia y Bahamas son los menos contaminadores.
Suiza tiene el mejor aire del mundo demostrando que las políticas de protección
climática y geográfica son efectivas. En Latinoamérica lo es Costa Rica.
Mientras que Perú es el más contaminado de la subregión, Brasil e Indonesia son
también contaminadores prominentes al tomarse en cuenta la deforestación
masiva. La impactante cifra de árboles calcinados en incendios alcanza a
dieciséis canchas de futbol por minuto. Ahora se comprende mejor la advertencia
científica sobre el riesgo de extinción humana por una catástrofe climática.
8.5 La huella ecológica por país se refiere a la exigencia que ejercen los
humanos al planeta para satisfacer sus necesidades. El resultado es que actualmente
se necesitarían 1,7 planetas Tierra para satisfacer las necesidades de todas
las personas. Algo sencillamente inconcebible. Simplemente estamos agotando los
recursos.
8.6
Aumenta constantemente el déficit de biocapacidad que permite el
territorio a los países. Lo que significa que la huella ecológica de la
humanidad está cada vez peor. La contaminación por CO2 acumulada en la atmósfera
que hay en el mundo causa un calentamiento global de alrededor de 1°C desde la
revolución industrial. Lo que hace imperioso implantar urgentemente la medida anual
de la huella de carbono personal y empresarial, con recompensas tributarias.
Hay que generalizar el uso de energía verde y de placas solares en todos los
domicilios particulares y empresariales. Extender intensivamente los parques de
energía eólica. Y todo esto en el más breve plazo.
8.7 No obstante, la verdad que es reconocida actualmente es que el 1 por
ciento de la población más rica del planeta contamina el doble que la mitad más
pobre. Los grupos poblacionales más pobres son los menos responsables de la
crisis climática. La responsabilidad global por la contaminación mundial corre
a cargo de una minoría supremamente enriquecida.
8.8 En otras palabras, el cambio económico está irremediablemente unido
a la desigualdad económica, porque son los ricos los que impulsan las emisiones
de gases de efecto invernadero. Pero los más afectados no son ellos, sino los
pobres de la Tierra.[58]
8.9 Si el cambio climático está unido a la desigualdad económica,
entonces lo está también a una estructura socioeconómica que la sustenta, tal como
es, el capitalismo. El consumo excesivo de los ricos exacerba la crisis.
8.10 Si no se unen tres factores: el cambio del estilo de vida, un Orden
Mundial no capitalista, y una base energética ecológica, la humanidad tendrá
asegurada su propia extinción. Sólo dándose esa Triple alianza se podrá superar
la crisis ambiental.
C A P I T U L O I X
La deuda ecológica
9.0 Existe una deuda ecológica de los países ricos con los países
pobres. El origen de la degradación humana y ambiental es la inequidad
planetaria impuesta por la modernidad capitalista con su racionalidad
instrumental, calculadora, rentista, relativista, anética y nihilista. Los
efectos más graves del deterioro ambiental recaen sobre los pobres de la
Tierra.
9.1 La pérdida de la biodiversidad, la creciente contaminación por la
extracción de petróleo, la contaminación de ríos y lagos por la actividad
minera, la expoliación maderera a escala industrial, la contaminación de la
atmósfera con CO2, la falta de inversión extranjera en países emergentes, el
aumento de la migración por el desempleo y falta de promoción del desarrollo por
los países ricos, entre los principales efectos, constituyen el pasivo
ambiental de una deuda ecológica que debe ser canjeado por la deuda
externa de los países pobres. Es la agricultura moderna de los países ricos,
frente a la agricultura tradicional de los países pobres, los que tienen un
alto gasto de combustibles fósiles y son responsables de la contaminación ambiental
creciente.
9.3 Son los países ricos los que tienen una descomunal deuda ecológica
con los países pobres. Y su atención debe ser parte del nuevo derecho internacional
a constituirse de modo urgente. Si los países ricos contaminan el ambiente natural
y humano de los países emergentes están en la obligación moral de resarcir el
daño de modo permanente y sistemático. Son los países ricos los que llevan adelante
una política de expoliación de los recursos naturales de los países pobres, y
por ello son los directos implicados en la pobreza, miseria y sufrimientos que
causan a millones de seres humanos en el planeta. Lo justo es imponerles el canje
de la deuda externa de los países emergentes por la deuda ecológica que tienen
los países desarrollados[59].
9.3 La sostenibilidad ecológica y la justicia
ecológica está de lado de los países pobres, y lo contrario de lado de los
países ricos. El ecologismo de los pobres exhibe una sociedad ecológicamente
sostenible, que favorece la conservación de los recursos, dentro de una
relación tradicional y sacral con la Naturaleza.
9.4 La deuda ecológica representa la deuda de la modernidad con el espíritu
de la Humanidad tradicional. Demostrando su superioridad incuestionable en
términos ecológicos.
9.10. La deuda ecológica de la modernidad retrata el resquebrajamiento
integral de los ideales de Igualdad, Libertad y Fraternidad. Los mismos que han
devenido en el retrato fidedigno de un mundo nihilista donde el mayor peso de
la crisis y sufrimiento cae sobre las espaldas de los pobres de la Tierra.
C A P I T U L O X
La cultura del descarte
10.0 La cultura del descarte solamente es la punta del iceberg de la crisis
presente, que hunde sus raíces en la crisis de caridad de la racionalidad
deshumanizada de Occidente. La modernidad occidental con su recalcitrante inmanentismo
ateo y su sociedad postmetafísica, irrespetando la esencia de las cosas, privilegiando
lo artificial sobre lo natural, ha llevado de forma incontenible al mundo al
desastre.
10.1 La cultura del descarte tiene su base cultural y material en la
supresión de la esencia por la modernidad antimetafísica y el capitalismo cosificador.
No sólo el capitalismo sino el espíritu de la modernidad misma es la que condena
al hombre a una vida sin esencia.
10.2
Al espíritu de la modernidad le es intrínseco no sólo el fetichismo de
la mercancía sino del hombre mismo. La cultura del descarte no es un Estado, ni
un ideal, sino el movimiento mismo de la realidad moderna que suprime las
esencias y todo lo vuelve funcional. Al convertirse todo lo real en natural y
prosaico se convierte en descartable y sustituible. El propio hombre deja de ser
único e irremplazable. Por el contrario, es otra cosa más a sustituir en
beneficio de la lógica de la rentabilidad imperante en el espíritu pragmático
de la modernidad.
10.3 La cultura del descarte está íntimamente vinculado a la cultura de
la muerte, el imperio de la Nada, a la tanatocracia a la necropolítica, y no
sólo a la explotación capitalista. Una vez que la mentalidad antimetafísica
vacía la realidad del mundo de las esencias, deja las compuertas abiertas para
que todo lo real sea visto como meras relaciones y nada substancial. Y la
mentalidad relacional sometiendo todos los entes al devenir y a lo procesual
tiene el camino expedito para reconfigurar la realidad a sus anchas y sin limitaciones.
10.4 La cultura del descarte antes de brotar del capitalismo, surge del
espíritu antimetafísico y antiesencialista de la modernidad misma. Por eso que
su supresión supone no sólo la superación del capitalismo sino de la modernidad
inmanentista, antiesencialista y secularizada.
10.5 La verdadera fuente de la cultura del descarte que ha presidido la
destrucción medioambiental no es la voluntad de poder, ni el pensar funcional,
ni la racionalidad científico-técnica, sino el giro moderno antiesencialista y antimetafísico
que preside todas las manifestaciones culturales y materiales de la modernidad divorciadas
del ser, del valor y de la ética.
10.6 La cultura del descarte tiene su más descarnada y obscena manifestación
en la importancia inusitada que ha cobrado el cuidado del cuerpo, el
entretenimiento y el juego en el nihilista mundo actual. Las masas otrora
revolucionarias se han vuelto nihilistas, y junto a las élites se han volcado
en vez del arte, la cultura y el libro hacia el gimnasio, el deporte y la
ludopatía. Nunca como en ningún otro momento de la historia el impero totalitario
del Tener sobre el Ser ha sido tan pleno como en la presente era tecnotrónica.
Lo cual es un claro signo del Final de los Tiempos modernos y su decadencia
finisecular.
C A P I T U L O X I
El Nuevo Orden Multipolar
11.0 El Nuevo Orden Multipolar debe obligar a los países ricos a saldar
la deuda ecológica. Pero vamos directo a la catástrofe civilizatoria por la
gran velocidad de la degradación ambiental en medio de un sistema mundial
insostenible. El enloquecido hombre prometeico de la modernidad está destruyendo
la Creación de Dios. La presente civilización materialista y deshumanizada traiciona
y defrauda las expectativas divinas puestas en el hombre.
11.1 ¿Pero acaso el Nuevo Orden Mundial Multipolar está en condiciones
de brindar soluciones a la crisis medioambiental? ¿No son países como China,
Rusia e India grandes contaminadores del medio ambiente? ¿Acaso en el poco
tiempo que nos queda pueden los países ricos del mundo unipolar dejar de
contaminar el medio ambiente o lo harán más intensivamente para subsistir?
11.2 La coyuntura medioambiental es tan delicada que el giro geopolítico
en el mundo puede emprender una cruzada salvadora de descontaminación global, ¿pero
sus efectos podrán repercutir en la recuperación del medio ambiente? ¿Basta el
giro geopolítico para solucionar la crisis climática? ¿No está la Humanidad
sitiada por una crisis ecológica que excede sus fuerzas mentales y tecnológicas?
¿El Apocalipsis en el plan eterno de Dios se consumará por la catástrofe
ecológica?
11.3 Por el poco tiempo que queda sería ingenuo pensar que el triunfo
del nacionalismo geopolítico mundial puede poner fin drásticamente a ciudades
llenas de coches y humos, plásticos flotando en el mar, el derretimiento de los
polos, la extinción de plantas y animales, cerrar el agujero de la capa de
ozono, plagar el planeta de energías renovables e impulsar economías
sostenibles.
11.4 Para que el mundo multipolar tenga un impacto profundo en el
problema ecológico tendrá que impulsar tres cosas fundamentales y decisivas, que
pueden cambiar el estilo de vida: 1. Reconciliarnos con Dios y lo sagrado, 2. Respetar
la esencia de las cosas, y 3. Realizar la actitud contemplativa.
11.5 Por lo primero se realiza un giro espiritual, por el segundo un
cambio metafísico, y por el tercero una metamorfosis vital. Sólo así se podrá
evitar el desastre ecológico que ocasiona el tremendo poder humano asistido por
la técnica, la ciencia y la economía. No advertir estas cosas de fondo sólo significará
administrar la crisis, pero no resolverla. Sólo implicando al hombre desde su
espíritu se puede abrir un camino realista ante el inminente desastre ecológico.
C A P I T U L
O X I I
El giro metafísico
12.0 Sin un profundo cambio de las bases metafísicas de la civilización
occidental -si no avanza hacia una nueva espiritualidad, una nueva relación
entre lo inmanente y lo trascendente- la humanidad no podrá superar el
atolladero en que se encuentra. Un nuevo orden mundial deberá portar un nuevo
sentido metafísico del mundo o no habrá cambio significativo alguno.
12.1 Las civilizaciones del pasado han desaparecido por hambrunas, plagas,
desastres naturales y guerras. Nuestra presente civilización está a punto de
desaparecer por una razón tecnológica: no poder remplazar con celeridad
el combustible fósil altamente contaminante. Ciertamente que la extinción
civilizatoria es una posibilidad permanente, pero nunca como ahora se tuvo
tantos medios para impedirlo y tantos obstáculos para no realizarlo. Pero
también es cierto que la solución tecnológica resulta totalmente insuficiente
cuando faltan valores y humanismo. Y precisamente la cultura posmoderna
que azota es falta de valores, relativismo, anetismo, y disolvente nihilismo.
Por tanto, hace falta una cultura de un humanismo con Dios que promueva
la subsunción de la racionalidad técnico-científica a la ética.
La defensa de la Tierra es una causa por el bien común, que sobrepasa
cualquier ideología, religión o postura filosófica. A lo cual sólo se opone el
inmediatismo de la rentabilidad económica.
12.2 La crisis ecológica nos lleva hacia el pensamiento metafísico de
que la materia está potencialmente llena de vida y conciencia, es una totalidad
que contiene una fuerza psíquica que actualiza la vida del espíritu. Por eso la
Naturaleza no es algo inerte, al contrario, nuestro Planeta es un ser vivo, que
hay que respetar y cuidar, posee valor espiritual y es manifestación de lo
divino. No es que el planeta ni la naturaleza sea algo divino y sustituya la
trascendencia de Dios, sino que la inmanencia es manifestación de lo divino, y
por ello la Creación merece cuidado. Esta idea -que no tiene nada de científica,
y sí mucho de especulación teológico-filosófica- fue vista por las culturas
ancestrales, pero también por Platón, Plotino, Leibniz, Hegel, Bergson, Teilhard
de Chardin y Whitehead.
12.3 Es más, la dinámica espiritual de Naturaleza lleva a los seres
humanos hacia una creciente unidad espiritual de la humanidad. Nos enseña que
somos con ella una totalidad insoslayable, incluida la natural y la sobrenatural.
Por eso nuestras relaciones con la naturaleza y con las demás criaturas vivas deben
estar presididas por un espíritu de caridad y justicia. Lo que proporciona
razones demás para sostener que la inmanencia debe reconciliarse con la
trascendencia, como punto nodal de una metafísica que reconciliada con lo trascendente
no menosprecie el mundo.
12.4 La humanidad es apenas algo menos que el 0.001 por ciento de la
biomasa del planeta, pero su influjo sobre la vida del planeta se ha convertido
en algo tan enorme que su acción puede repercutir sobre la supervivencia de las
especies. De ahí que en las actuales circunstancias la vida del planeta
converge hacia el hombre, no hacia el superhombre nietzscheano, como parte decisiva
de la totalidad, que tiene la responsabilidad moral de salvar la creación
divina.
12.5 La conciencia ecológica lleva hacia un sentimiento de reverencia
hacia el mundo material preñado de vida y espíritu, pero que de ningún modo
llega a sustituir al ser preexistente y trascendente, porque, de lo contrario,
sería repetir el inmanentismo moderno a través de un panteísmo religioso.
12.6 La ecología lleva hacia una fe afirmadora de este mundo sin consagrarlo
como exclusivo ni privilegiado, en la medida en que lo natural y lo sobrenatural
conforman una totalidad jerarquizada.
12.7 El giro metafísico que sugiere lo ecológico se relaciona con el
misterio ontológico que consiste en que no todo en la naturaleza es objetivable
y verificable, sino que hay mucho de inverificable y que sólo se deja participar.
La ecología nos hace patente que las esencias no son objetos iluminados sino presencias
iluminantes y transobjetivas.
12.8 El giro metafísico con que la ecología desafía el paradigma
positivista y sociologista imperante, contribuye a la superación del espíritu inmanentista
y antimetafísico de la modernidad secularizada responsable de la crisis
climática.
12.9 La filosofía de la ecología al dar cabida a la idea del planeta
como un ser viviente, asocia el misterio ontológico no sólo al ámbito de la
persona sino también al de lo natural. Lo natural lejos de ser una entidad
enteramente causal, funcional y vacío de espíritu, contiene el misterio del
ser. La Naturaleza no sólo porta problemas -objetivables- sino también misterios
-inobjetivables-.
12.10 La filosofía de la ecología restaura la unidad metafísica originaria
que hay entre lo natural y el espíritu humano, rota en fragmentos por el
pensamiento analítico y científico. Devuelve el sentimiento-experiencia originaria
que hay en la relación sui generis entre el hombre y la naturaleza. Hace
posible recuperar la unidad perdida con la naturaleza a un nivel superior. Por
comunión espiritual -mediante el pago, la ofrenda- el hombre trasciende el
nivel de la evidencia empírica con la naturaleza. Pero es un acto misterioso que
nos hace acceder en un nivel determinado de participación del Ser. Se trata de
una comunión ontológica que rompe el plano físico para ingresar en el plano
metafísico de la presencia. Pero el plano metafísico de la presencia natural es
un creer en un Tú relativo y más elemental que el Tú personal humano, pero no
por ello menos imbricado al Tú absoluto de Dios.
12.11 El hombre puede abrirse a la naturaleza mediante las relaciones
intersubjetivas del respeto y el cuidado, tal como lo hace ante la presencia divina
con el culto y la plegaria. No obstante, la relación personal con la naturaleza
no llega a compararse ni a igualar la relación personal con Dios. Por más que
el acto trascendente no se restrinja a las otras personas y a Dios, sino que abarque
a la naturaleza, sin embargo, resulta contraproducente para la vida del
espíritu proponer que la relación con la naturaleza puede igualar a la relación
con Dios.
12.12 La crisis medioambiental presente lleva hacia un giro metafísico
que permite discernir las dimensiones supraempíricas de la experiencia. Abre la
puerta de entrada hacia la revitalización del mundo de la metafísica y la
superación del inmanentismo materialista y naturalístico de la prometeica
modernidad que ha llevado hacia una despersonalización creciente en nuestra
civilización.
12.13 No obstante, la apertura metafísica que puede permitir el pensamiento
filosófico ecológico no constituye ninguna panacea y no nos puede hacer olvidar,
en términos teológicos, los efectos de la Caída, la realidad del mal, del sufrimiento,
lo ambiguo, frágil y precario de la condición humana.
12.14 Un Planeta vivo al que hay que respetar lleva hacia la preeminencia
de lo espiritual sobre lo material que se da en el corazón mismo de la materia
y no sólo sobre lo concreto de la existencia humana. El espíritu es lo superior
en la propia marcha de la materia. A esto se la ha venido a llamar el Diseño
inteligente, que no actúa sólo desde fuera sino también desde dentro de la
propia materia. Se trataría de un espiritualismo integral más adecuado en la
medida en que considera a la naturaleza y a la humanidad como el devenir conciencia
en su propio nivel.
12.15 La ontología de una ecología espiritualista recupera el Absoluto
como sostén de todas las criaturas existentes. Pero todo el conjunto de los seres
finitos no iguala a la sola noción de ser del Absoluto, porque su propia noción
entraña la idea de un Infinito inconmensurable. La diferente naturaleza entre la
multiplicidad de los seres, finitos y temporales, con el ser inmaterial y eterno,
afirma la unidad en la diversidad que participa de Dios. Pero de todos los
seres es el hombre el que sabe que participa de la encarnación. Ciertamente que
sólo la fe puede conducirlo hacia Dios, pero se trata de una fe unida a la caridad,
donde ésta última ha de manifestarse también con la naturaleza en su camino hacia
el Ser.
12.16 Por tres ideas clave -la Vida, el Equilibrio y la Totalidad- la
Ecología no sólo está relacionada a la ciencia y a la técnica, sino también a
la filosofía y a la religión. Por ello, es una forma de sabiduría profana y
sagrada. Y en ese sentido una recuperación del enlace efectivo de lo inmanente
con lo trascendente. Es un lugar de comunión del saber humano, donde el
problema y el misterio, a la vez, son patentes.
E P I L O G O
La Casa Común
E.0 La Carta Encíclica Laudato Si o Alabado seas es una
importante, oportuna y valiente Carta Encíclica del Sumo Pontífice Francisco,
publicada en 2015. Es un llamado a proteger nuestra Casa Común -la Tierra- a través
de un desarrollo sostenible e integral, un llamado contra el antropocentrismo
despótico, una alerta sobre la racionalidad técnica, una advertencia sobre la
tiranía de la economía sobre la política y un llamado a cuidar la creación de
Dios.
E.1
Ha recibido el rechazo y las críticas desde posturas conservadoras y
reaccionarias, manifestando su desacuerdo porque a su parecer el documento en vez
de limitarse ser una exhortación apostólica, señala culpables políticos, económicos
y burocráticos de la destrucción ambiental[60]. A
los sectores conservadores no les ha gustado su descripción de lo que está pasando
en nuestra Casa como responsabilidad suya. Les incomoda que se subraye que hay
esperanza en el hombre, pero no en el sistema insostenible que los poderes económicos
representan. Siente odio al señalarse que esta civilización materialista es responsable
de la velocidad de la degradación ambiental, la traición y defraudación de las expectativas
divinas puestas en el hombre.
E.2 Y en realidad el texto denuncia la racionalidad instrumental, la
cultura del descarte, la lógica de la renta y beneficio, de la modernidad
antropocéntrica sin Dios. ¿Pero acaso se pretende con esta crítica ultraconservadora
y representante de los poderes económicos del mundo, que Roma guardase silencio
de los responsables del cambio climático? Absurdo. Estos sienten la misma
incomodidad que provocó en EEUU, Reino Unido y los países de la OTAN, la
condena del Papa Francisco del asesinato terrorista de la hija del filósofo ruso
Dugin. Y el propio embajador ucraniano en el Vaticano tuvo el descaro y desatino
de manifestarse inconforme con las declaraciones del Papa. El Sumo Pontífice
ratificó que no será el capellán de Occidente.
E.3 El intento ultraconservador de amordazar la voz del Sumo
Pontífice busca en el fondo justificar y encubrir la exacción del planeta por
las multinacionales imperiales. No comprenden que la Biblia no da lugar a un
antropocentrismo despótico. Hay que respetar el misterio y la creación de Dios.
Hay que guardar armonía, justicia y fraternidad con el mundo. Jesús enseña el
amor con el Otro y el prójimo.
E.4 Esas críticas ocultan y guardan silencio de los muchos aciertos de
la Carta Pastoral y arman su pequeño escándalo inventando una absurda acusación
ultraconservadora. Y pensar que por ello niegan su calidad de Carta Pastoral y
de documento religioso. Otro punto que incomoda en el documento es que señala
la raíz humana de la crisis ecológica y especifica que se trata de la
racionalidad técnica separada de la ética. Siendo tajante al señalar que el
antropocentrismo moderno generó relativismo, corrompe la cultura, impone el
paradigma tecnocrático que olvida al hombre.
E.5 A todas luces estas posiciones de las críticas retardatarias y retrógradas
no han comprendido el significado de la Encarnación de Cristo ni de la Creación
de Dios. Esta Carta encíclica se agrega al Magisterio Social de la Iglesia. Además,
reconoce el aporte de otras iglesias y se recoge el legado de San Francisco de
Asís. Además, señala que es necesaria una ecología integral, que tome en cuenta
la ecología cultural (respeto de la cultura local), la ecología cotidiana (urbanismo
humano y respeto de las diferencias sexuales), junto a la invocación a la solidaridad
intergeneracional. En una palabra, es una crítica mordaz al consumismo y al
desarrollo irresponsable del antropocentrismo despótico y sin ética actual.
E.6 Se trata de las impopulares pataletas de un catolicismo
fundamentalista, trasnochado y desfasado de la historia, propio del excomulgado
Marcel Lefevre, de aquellos que rechazan Concilio Vaticano II y la Conferencia
de Medellín. Ni qué decir de su rechazo de la teología de la liberación. Se
trata de una postura reaccionaria, ultraconservadora y decimonónica. Las
imposturas conservadoras no han parado mientes en acusar al Papa de “comunista”. Cuando de lo que se trata es de poner término
al sometimiento de la política a la economía. La rentabilidad económica no
puede ser criterio a primar, sino el criterio humanista. Además, se exige el cumplimiento
de los tratados ambientales, promover las energías renovables, sacar adelante
un humanismo con Dios y reconocer que la ciencia no proporciona un sentido de
la vida.
E.7 En esta distorsión conceptual conservadora -muy propia de los
relativistas hermeneutas posmodernos- se rememora triste y lamentablemente al
fascista Zelenski, que desquiciadamente llamó "terroristas" a Amnistía
Internacional por señalar que su régimen no protegía a los civiles ucranianos,
los masacró y utilizó como escudos humanos. Esto demuestra que es imperioso un
cambio de estilo del estilo vida, una educación ecológica que forme nuevos hábitos,
una ética que forme una ética para ciudadanos ecológicos. Porque, en última
instancia, de lo que se trata es de crecer con sobriedad y sostenibilidad. Pues
Dios nos convoca en misterio trinitario a defender y cuidar la Creación.
E.8 En realidad, son distorsiones conceptuales que nacen de un corazón
herido de egoísmo y que la inteligencia solamente se encarga de justificar. Luce
la misma distorsión de aquellos grandes responsables de la contaminación ambiental,
que a sabiendas del daño que infieren buscan justificaciones para tranquilizar
su conciencia mientras que su sed de avaricia engorda sus alforjas. Pero es tan
grave la crisis ambiental que nos azota que no hay salvación sin un giro desde
el existencialismo individualista actual hasta el giro metafísico del posible
mañana.
E.9 Si hay algo que falta en la Encíclica papal es aquello que no le
corresponde hacer, a saber, señalar lo que hemos intentado hacer aquí: la necesidad
de cambio de las bases metafísicas de la civilización. Pero esto no es
terreno de la teología sino de la filosofía. Pero lo sí se señala en la Carta
encíclica y que se debe enfatizar de modo especial es la importancia de guardar
cuatro equilibrios básicos: el equilibrio interno (con uno mismo), el
equilibrio solidario (con el Otro), el equilibrio natural (con la Naturaleza) y
el equilibrio espiritual (con Dios).
E.10 El documento pontificio Laudato Si´ señala un hito fundamental
en la preocupación de la Iglesia por la gravedad de la crisis ecológica. No nos
deja opción para no reparar en que sólo un mundo en degradación moral es
incapaz de detenerse ante la degradación ambiental. La nueva sensibilidad que introduce
al identificar el clamor de la Tierra como el clamor de los pobres,
lleva a tomar conciencia sobre la necesidad de avanzar fuera de los marcos sociopolíticos
del capitalismo decadente y enfermo para superar verdaderamente el desafío de
la contaminación ambiental. Ciertamente, la degradación ambiental viene a ser
en el fondo la degradación moral del hombre contemporáneo, especialmente de los
ricos, de los países desarrollados y de sus gigantescas megacorporaciones. Lo
cual incrementa y exacerba la propaganda anticatólica de la anética élite
mundial. Las cuales no ha podido tolerar que en el documento se denuncie la
debilidad de sus reacciones para conservar nuestra casa Común.
E.11 La globalización del paradigma tecnológico borra el misterio del universo
y niega la luz que ofrece la fe. De ahí que resulte ser totalmente insuficiente
reparar en cuestiones sólo de orden ecológico-ambiental y obviar el llamado al
enfoque integral, donde lo político, filosófico, teológico y espiritual es insoslayable.
E. 12 A los intentos de desmerecer el mensaje pontificio por no tomar en
cuenta el tema de los anticonceptivos y el control del crecimiento poblacional,
bien vale recordar que el crecimiento demográfico no es el problema, sino la
falta de un desarrollo integral, solidario y humano. El impacto humano sobre el
medio ambiente deviene en destructivo no tanto por crear una biomasa insostenible,
sino por generalizar un estilo de vida antiecológico y consumista, propio del
capitalismo insostenible. La paradoja antrópica no se exacerba por dar lugar al
antropoceno, sino por desarrollarse sobre una estructura social basada en necesidades
artificiales y contaminantes.
ANEXO. CÁNTICO
DE LAS CRIATURAS
San Francisco de Asís (1181-1182/1226)
Altísimo y omnipotente buen Señor,
tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición.
A ti solo, Altísimo, te convienen/y ningún hombre es digno de nombrarte.
Alabado seas, mi Señor, en todas tus criaturas,
especialmente en el hermano sol,
por quien nos das el día y nos iluminas.
Y es bello y radiante con gran esplendor,
de ti, Altísimo, lleva significación.
Alabado seas, mi Señor, por la hermana luna y las estrellas,
en el cielo las formaste claras y preciosas y bellas.
Alabado seas, mi Señor, por el hermano viento
y por el aire y la nube y el cielo sereno y todo tiempo,
por todos ellos a tus criaturas das sustento.
Alabado seas, mi Señor por la hermana Agua,
la cual es muy humilde, preciosa y casta.
Alabado seas, mi Señor, por el hermano fuego,
por el cual iluminas la noche,/y es bello y alegre y vigoroso y fuerte.
Alabado seas, mi Señor, por la hermana nuestra madre tierra,
la cual nos sostiene y gobierna
y produce diversos frutos con coloridas flores y hierbas.
Alabado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor,
y sufren enfermedad y tribulación;
bienaventurados los que las sufran en paz,
porque de ti, Altísimo, coronados serán.
Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana muerte corporal,
de la cual ningún hombre viviente puede escapar.
Ay de aquellos que mueran en pecado mortal.
Bienaventurados a los que encontrará en tu santísima voluntad
porque la muerte segunda no les hará mal.
Alaben y bendigan a mi Señor
y denle gracias y sírvanle con gran humildad...
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Conclusión
EL IMPERIO POSMODERNO
DEL HOMBRE ANÉTICO
Introducción
Lo posmoderno no es una edad,
entendida como concepto de una ley de sucesión de los periodos históricos, sino
es más bien una Época y un concepto que alude al carácter central y determinante
de cierto acontecimiento histórico.
Las
personas de una época tienen el patrón de su acción en algo común, son
parecidos en el modo de sentir, pensar, vida anímica e impulsos. Para Dilthey,
el cual introduce en la metodología historiográfica la noción de “época”, los
individuos de una época determinada tienden a coincidir en sus fines, modos de
pensar concretos y valoraciones, mostrando una afinidad interna. Lo posmoderno
es así, la época madura de la contemporaneidad. Filosóficamente, el límite de
ésta última puede fijarse en 1831, año de la muerte de Hegel, y en sentido
estricto en 1875, fecha de la renovación del positivismo, espiritualismo y
kantismo. La filosofía posmoderna, en sentido amplio, puede establecerse su
comienzo en el pensamiento postestructuralista de los años sesenta, y en
sentido estricto, principia en 1979, con la publicación de La Condición
posmoderna de Lyotard. Por otro lado, si el pensamiento contemporáneo, de
tendencia inmanentista, se movió fundamentalmente alrededor del humanismo y del
cientificismo, el pensamiento posmoderno gira en torno a la hermenéutica
nihilista y a la realidad lingüística. El mundo simbólico, el descubrimiento
clave del siglo veinte, ha devenido en el mundo del relato y metarrelato. La fe
en la ciencia, la razón y el progreso ha sido desplazada por una perspectiva
antiheroica sin ideales, en la que el mundo es lo que decidimos decir y
disfrutar inmediatamente de él y en él. En este sentido, si la mentalidad
moderna se caracteriza por la preponderancia de la cismundanidad, pero sin
negar la trasmundanidad, en cambio la mentalidad contemporánea se caracteriza
por la preponderancia de la cismundanidad a través de la negación de la
trasmundanidad. No obstante, la época posmoderna se caracteriza por la negación
no sólo de lo trasmundano, sino también de lo cismundano, estrechando su
horizonte hasta quedarse en una subjetividad monádica sin voluntad de verdad.
El hombre de la posmodernidad es el hombre sin “Absoluto”, que vaga ebrio y sin
tragedia por el mundo, dejándose arrastrar por lo frívolo, fútil y difuso. La
caricatura norteamericana de los “Simpson” retrata bastante bien esta nueva
realidad antropológica de decadencia de la razón y victoria de la
estupidización universal del hombre.
“Tiempo
axial” es el término usado por Karl Jaspers para referirse a la época entre los
siglos VIII y II A.C., en que se aglomeran los acontecimientos más prodigiosos
de la historia del mundo. El periodo clásico griego, Confucio, Lao Tsé en la
China, Zaratustra en Persia, los Upanisads y Buda en la India, los Profetas
hebreos, la aparición de Jesús son los eventos paradigmáticos del tiempo axial.
Es la época en que el hombre hace la experiencia de lo temible del mundo y de
su propia impotencia. Dios, lo incondicionado y lo absoluto es vivido en toda
su intensidad. De modo análogo, pero inverso, lo posmoderno es la época del
“tiempo insustancial”, donde se completa el proceso de extinción de lo divino,
dado que hasta al propio hombre se le despoja de esta condición. En vez de
hacer la experiencia de lo temible y misterioso del mundo y de su propia
impotencia, se plantea cuestiones superficiales, lejos de buscar emanciparse y
salvarse se hunde sin angustia en una orgía hedonística de la experiencia de la
nada. El hombre posmoderno ha perdido el nexo ontológico entre Dios y la
Creación, y al perderlo pierde también su percepción de condición de criatura.
Bien
dicho, es posible afirmar que, actualmente no sólo se vive la “muerte de Dios”,
sino más bien la “muerte del hombre”. El pensamiento contemporáneo ha pasado de
la cultura de increencia a la cultura del nihilismo, a la época del “todo
vale”, sin telos que le dé sentido. El nihilismo gnoseológico que niega la
posibilidad del conocimiento de un modo radical, se remonta a la dogmatización
del escepticismo pirrónico; el nihilismo metafísico que niega la posibilidad de
algo permanente en el cambio y la multiplicidad, se retrotrae a Gorgias; y el
nihilismo moral que afirma la desvalorización de todos los valores se repliega
hasta Diógenes el cínico y se prolonga hasta Nietzsche.
Pues
bien, lo singular de la época posmoderna es que estas tres variantes de
Nihilismo confluyen en una sola, se combinan y se conjugan, arribando a la
negación completa de lo Absoluto. Ni la Verdad, ni el Ser, ni lo Bueno serán
arquetípicos por antonomasia. Por el contrario, todo se vuelve relativo,
interpretable y construido por la hedonística voluntad subjetiva individual. A
diferencia de la mayor parte de los filósofos del pasado, que admitieron la
existencia del Absoluto o al menos la posibilidad de hablar con sentido acerca
de su concepto, la gran mayoría de filósofos contemporáneos de la época
humanista y racionalista, ya se habían negado rotundamente a incorporar en su
pensamiento la idea de lo Absoluto. Así muchos filósofos racionalistas e
inmanentistas negaron la legitimidad de desarrollar ningún concepto de lo
Absoluto, porque todo intento desemboca en antinomias insolubles. Muchos
empiristas negaron su existencia, lo que se diga acerca de él es fruto de la
imaginación, y estas especulaciones no serían consideradas como filosóficas,
menos aún como científicas, sino literarias o poéticas. Por último, los
neopositivistas que niegan la posibilidad de emplear con sentido la expresión
“Absoluto”, la condenaron por carecer de referente observable y violar las
reglas sintácticas del lenguaje. En la época posmoderna se ha pasado del
rechazo de la idea de lo Absoluto hacia su sustitución por el “todo vale”. Pero
esto no significa que esto se convierta en un nuevo absoluto. Por una parte, es
sumamente significativo que, durante el Romanticismo, última época de la
modernidad, la idea del Absoluto entrara en gran boga filosófica con Fichte Schelling
y Hegel. Lo cual es un mentís de que la filosofía moderna prescindiera de la
necesidad del Absoluto, ilimitado e infinito. Por el contrario, lo moderno se
centra en lo cismundano, pero sin obviar lo trasmundano.
Las
formas adoptadas en el curso de la historia de la filosofía por la idea de lo
Absoluto están relacionadas con una realidad primaria, radical y fundante. La
Esfera de Parménides, el Bien de Platón, el Primer Motor Inmóvil de
Aristóteles, lo Uno de Plotino, la Substancia de Spinoza, la cosa en sí de
Kant, el Espíritu Absoluto de Hegel, la Voluntad de Schopenhauer, el
Inconsciente de E. von Hartmann, e incluso la ley del universo no sólo se
refiere a una realidad o a un principio, sino al supuesto de que solamente un
absoluto puede ser lo Absoluto. En cambio, el “todo vale” posmoderno no puede
ser un absoluto, por cuanto es un principio autárquico para cada Yo único y
soberano. La multiplicidad de mónadas no está relacionada con una realidad
primaria y fundante, y, en consecuencia, la renuncia y olvido del absoluto y su
reemplazo por una pluralidad de seudo verdades particulares, hacen imposible
que el” todo vale” singular pueda valer como un Absoluto. El “todo vale singular”
de la posmodernidad es la negación de algo permanente en el cambio, la acción y
el conocimiento. A propósito, los autores de tendencia escolástica
distinguieron entre el Absoluto “simpliciter”, puro y simple, equiparable a
Dios, a la Causa o al Principio; y el Absoluto “secundum quid”, por su causa
interna y en su forma externa.
Otros
filósofos modernos han establecido otras distinciones: el que permanece en sí
mismo, el que se auto despliega, el formal, el concreto, el racional, el
irracional, el inmanente, el trascendente, el infinito, el finito. ¿Podría el
“todo vale” posmoderno ser un absoluto secundum quid, finito o formal? En principio sí, en tanto que se
relaciona con lo dependiente y relativo. Pero por otro lado no. Porque esta
cuestión se plantea para establecer una relación entre el Absoluto y los entes
no absolutos. Efectivamente, el pensamiento posmoderno convierte lo absoluto en
un metarrelato, es un cuento que está detrás y por debajo de todos los cuentos.
Es un gran mito, que cada generación ha sostenido como fundamento para vivir,
pensar y creer. Por ello concluyo afirmando que, el hombre posmoderno es el
hombre que vive sin ningún absoluto, es el prototipo del hombre protagórico,
con la única diferencia de que ya no es el hombre, sino la “interpretación
individual” la medida de todas las cosas.
Tratando de echar un vistazo general a todo el panorama abordado se
puede señalar que se ha trazado el perfil de un periodo histórico que todavía
está inconcluso y que nos zarandea bastante, como para provocar que sus
detalles y contradicciones nos confundan.
Por tanto, tales reflexiones no pueden ser muy ordenadas. Y, sin
embargo, necesitamos orientarnos un poco en el laberinto del presente. Podemos
hacerlo enhebrando tres temas centrales: la técnica, la organización social y
la renuncia hacia lo absoluto. Aquí no defiendo ninguna tecnofobia, ni
escapamos de ella para asumir cierto “monasterialismo”, pero se insiste en el
reconocimiento de que son las políticas de poder las que impiden emplear a
fondo nuestra inteligencia objetiva y la que hace posible la técnica. Esto ha
provocado la “perfección sin propósito” y la completa cosificación de nuestra
existencia, sin que ello signifique que negar que exista en nosotros una íntima
tendencia a la cosificación. Resulta paradójico que la civilización occidental,
tan caracterizada por el activismo, que en gran parte proviene del
cristianismo, resulte acorralando al hombre en un haz de portentosas técnicas.
Y es que la enérgica liberación de energías humanas a través de la técnica, es
impedida por la política de poder, la cual se encuentra imbricada con el lado
enajenante de la racionalidad técnica. Este punto nos permite tocar el problema
de la organización social. Al respecto, la posmodernidad es hija de un momento
histórico de hundimiento de la sociedad planificada socialista y de triunfo
planetario del laissez-faire del neoliberalismo económico globalizado. Con lo
cual ya no se intenta fundar en la tierra “la ciudad de Dios”, sino la
“luciferina ciudad de los poderosos”. Esto no sólo implica cortar todas las
amarras con lo trasmundano, sino incluso con la razón cismundana. Las clases
ascendentes por la fuerza de la ola histórica, se volvieron irracionalistas.
Técnica e irracionalismo forman parte de una misma ecuación posmoderna: el
triunfo del liberalismo económico hiperimperialista, que implica la ampliación
del individualismo, inmanentismo, voluntarismo e irracionalismo. La ruptura
moderna entre Dios y el Mundo quedó atrás, hoy se trata de la “ruptura del
hombre con lo humano”. Como consecuencia de ello, la libertad verdadera corre
peligro de desaparecer, de desvanecerse aplastada por un modo insustentable e
irracional de vida. La civilización humana de otrora está dando un peligroso
giro hacia una civilización deshumanizada.
La globalización hiperimperialista ha convertido la crisis de Occidente
en cuestión planetaria, y con ello ha comenzado la des occidentalización de la
crisis de Occidente. Hasta ahora éste ha encontrado diversos modos de estabilizarse,
pero con la posmodernidad se advierte una carrera frenética y desbocada, un
dinamismo incontrolado, que puede producir no sólo la catástrofe climática,
sino una obturación, asfixia y parálisis progresiva por autointoxicación de
todo el sistema. Por ejemplo, la esclerosis ética es tanto más notoria cuando
en la práctica las libertades esenciales de los derechos humanos son hollados
de manera sistemática por las megacorporaciones y los super-Estados cómplices. La
cuestión de la época ya no parece ser la organización social, aun cuando lo
debiera ser, sino el disfrute irresponsable de la vida por esas minorías
anéticas y vacías, ajenas tanto a la renovación del hombre interior como al
cambio colectivo.
Una perfecta organización sin finalidad para lo humano será la
organización para la nada. Pues, el área de las responsabilidades sociales se
contrae peligrosamente para no incidir con el de las libertades personales. En
este sentido, la inteligencia posmoderna no se hace reformadora ni asume socialmente
una retirada estratégica, sino que deja operar la subordinación de la fuerza
intelectual por la fuerza social.
Pero el verdadero problema pavorosamente complejo es la “renuncia a lo
Absoluto”. Se trata de una era que ha hecho realidad el inteligible castillo de
Kafka. Ya no se trata de una mera literatura de situaciones extremas, del mundo
del absurdo camuseano, in dominable, turbio y oscuro. Ahora el mundo mismo es
lo delirante y disparatado. Aquella distinción del cual habló Karl Mannheim
sobre el “todo que funciona racionalmente, pero al servicio de una sinrazón
organizada”. La pérdida de la “racionalidad sustancial” a favor de la
“racionalidad funcional” se refleja orgánicamente en la hermenéutica nihilista
del mundo posmoderno. Aquí no interesa la verdad universal, y sí más bien la
tolerancia de la multiplicidad de verdades monádicas. La interpretación
posmoderna trabaja para la destrucción nihilista. Lo curioso es que las masas
no se sienten desvalidas ni desarraigadas con la pérdida de los fundamentos,
antes bien, se sienten aligeradas. Hasta las universidades tercermundistas se
postran acríticamente ante los predicadores de la posmodernidad para honrarlos
con un Honoris Causa. Y esto significa que la “fe auténtica”, siempre referida
a la “realidad misma”, ha sido desplazada por la “fe espuria”, que cree en lo
fraguado por la sofística, el deseo y la imaginación. No es casualidad que los
libros de mayor demanda sean actualmente los manuales de autoayuda, magia,
budismo, angelología, aromaterapia, etc. todos los cuales reflejan una
espiritualidad difusa sin exigencias éticas.
Así, nuestra era puede ser descrita ya no como la era de la ansiedad ni
del anhelo, sino como la era de la renuncia y del relajo, con su indiferencia a
encajar al hombre con el mundo de lo Absoluto.
Todo esto puede parecer metáforas o vocablos eufónicos inoperantes,
pero pongámonos en guardia porque implican la disolución de toda metafísica
fuerte y fundativa. Sin la cual no hay posibilidad de resguardar la verdad
misma. No se trata, pues, de defender manías bizantinas de algunos
intelectuales y de otras gentes que aún persisten en el anhelo de “Absoluto”,
en vez de confinarse a realidades simples y efectivas que nos den bienestar
material. De lo que se trata es de constatar que el dicho nietzscheano: “Dios
ha muerto”, no ha desembocado en la asunción por cada uno de la responsabilidad
total por los actos propios, sino que ha servido para derivar hacia un
disolvente nihilismo integral. Es decir, ontológico, gnoseológico y ético a la
vez. La hermenéutica posmoderna como panacea de una era de “paz sin verdad”, es
la más difundida receta que se hace eco del desenfadado comportamiento del
hombre en la sociedad post industrial. El absoluto fuerte de la metafísica
fundativa es sustituida por el “absoluto funcional” y técnica del pensamiento
débil. Y con esto se hace evidente que el problema actual no consiste en la
falta de una fe, pues desde las cuatro esquinas del planeta las creencias
religiosas persisten. El problema estriba en la falta de vigor de la
espiritualidad del hombre posmoderno para buscar en éstas un encuentro con lo
absoluto.
De este modo, el hombre posmoderno no busca la salvación sino la diversión
del individuo. Lo que significa que el absoluto funcional posmoderno no es
auténtico, porque no posee la pretensión de ser verdadero universalmente. El
verdadero absoluto está fuera de nosotros y a la vez penetra en los contenidos de
nuestras vidas. Por ello, es objetivo y no menos que humano a la vez. En el
hombre griego el principio sustentador de todo ser era la Naturaleza, la physis;
en el hombre cristiano medieval es el Dios personal y providente; en el hombre
emergió la creencia en la potencia arrolladora del hombre; en el hombre
contemporáneo el nuevo absoluto lo fue la Sociedad. Ahora bien, en el hombre
posmoderno no hay principio sustentador de todo ser, a lo sumo el relato y el
metarrelato son los cuasi absolutos. Al final tenemos un escepticismo radical
que reina y un nihilismo integral que gobierna. El absoluto funcional
posmoderno es incapaz de lograr un equilibrio dinámico entre los cuatro
absolutos mencionados: Naturaleza, Providencia, Hombre y Sociedad. Sin solución
de mi parte, sólo acierto a decir que tiene que haber una renovación que asimile
y renueve el anhelo de absoluto.
La
era posmoderna es una era poshumana, porque cuando el hombre pierde la
capacidad de elegir un sentido espiritual para su vida se está perdiendo a sí
mismo. El poshumanismo es la renuncia a encontrar un sentido de la vida, una
interpretación o comprensión de la propia vida. Víctor Frankl habló de una voluntad
de sentido, como condición de la salud psicológica, y precisamente lo lúdico
y el lucro como metas inmediatas del hombre posmoderno representan el barómetro
de una humanidad que ha perdido la salud interna y el apego a una esperanza
superior. Sin embargo, lo singular es que el hombre de la posmodernidad no vive
ningún conflicto moral, simplemente ésta ha sido relativizada junto al núcleo
espiritual de la personalidad humana. Lo específicamente humano ya no tiene una
función importante. Resulta así que al poshumanismo se le une una condición post-ética,
poshistórica, postemporal y posmetafísica.
La
era posmoderna, que es consecuencia directa de la radicalización del humanismo
inmanentista y del cientificismo de la primera fase de la época contemporánea,
está vinculada estrechamente al desencanto de las utopías sociales del siglo
veinte. El todo vale del sujeto individual occidental posmoderno
equivale a un nada vale de una época sin utopías. El transcurrido siglo
veinte está signados en este sentido y el siglo veintiuno lo está por el
derrumbe del orden unipolar. Se trata de un sentimiento de desesperanza ante lo
insuficiente de las experiencias históricas por superar las relaciones de
explotación. Ni la utopía comunista ni la capitalista fueron capaces de
realizar el ideal humanista y la promesa de vida racional. Frente a ello se
yergue el modelo chino como una esperanza posible. Pero el resultado de esta
desesperanza histórica ha sido el hombre anético de la civilización occidental,
con su espantosa pobreza valorativa y escandalosa indiferencia ante los ideales
y la vida espiritual. Se trata de un tipo humano que no le molesta manipular ni
ser manipulado, vivir administrado en una era que en la superficie es
democrática pero que en el fondo es el totalitarismo de las megacorporaciones
privadas del imperialismo.
El
terrorismo histórico del hombre posmoderno está vinculado a un terrorismo de la
temporalidad, en la que ni el pasado ni el futuro cuentan, tan sólo vale el
presente. Y por ello no le importa desatar un apocalipsis nuclear con Rusia en
medio de la guerra en Ucrania. Por ello, el hombre anético de la posmodernidad
y de la poshistoria siendo indiferente a la muerte de Dios es igualmente indiferente
a la muerte del hombre. Representa así al hombre sin humanidad, como último
delirio de deificación de la condición humana.
Este
derrumbe de lo eterno que circunda al ser humano posmoderno será asumido sin
tragedia y sin heroísmo por el hombre anético, y los productos de esta época,
tan entregada a la más vertiginosa sensualidad, lleva la marca tortuosa de ese
aire luciferino de bordear el ser, pero estar siempre referido al no-ser. El
hombre anético que no pretende ser absolutamente nada, tan solo sacar el mayor
provecho al instante, acaba sintiéndose diabólicamente algo, pero desde la
Nada. La Nada se hace patente en la vida del hombre posmoderno precisamente en
la indiferencia, como aquel estado de nihilización onto-ética que preside esta
forma de existir. Y de manera engañado con su ausencia de límites convierte la
Nada en un dios adverso, que no exige rito no oficio, su ritmo y lenguaje es
más bien dictado por el egoísta placer corporal y el capricho individual. Su
relativismo es más radical que el homo mensura protagórico, puesto que ni
siquiera es el humano la medida de todas las cosas, y sí, más bien, su
coyuntural interpretación circunstancial.
La
impavidez ordinaria del hombre anético lejos de equilibrar los demonios del
corazón humano da rienda suelta a un relativismo y a un nihilismo integral, es
decir, ético, gnoseológico y ontológico. Este desequilibro que posterga en el
olvido el arte de vivir se da también en el campo intelectual, de ahí que el
intelectual posmoderno no se proponga ser un hombre cabalmente, cuidar su
equilibrio afectivo y físico, seguir los llamados recónditos de su vocación y
armonizar la fe con la razón, sino, por el contrario, asume su papel como un
oficio más, sin vinculación alguna con su forma de vivir y portando como
Tartufo un comportamiento tenebrosamente dividido y esquizoide. Cuando, por el
contrario, la verdadera sabiduría no es tan sólo una forma de saber, sino
primordialmente una forma de vivir.
Si
la primera etapa de la filosofía contemporánea apuró el nacimiento de la conciencia
y la soledad, su segunda etapa consagró su imperio disolvente y narcisístico. En
este sentido el hombre anético es la sombra de Dios, la personificación de lo
diabólico y la última aparición de lo sagrado. Y esto es así porque a lo
sagrado pertenece tanto lo divino como lo diabólico. Además, la Nada aparece en
la filosofía a través de la religión, como ignoto lugar de donde sale la realidad
por un acto creador. Este diabolismo que anida especialmente en Occidente está
animando la confrontación entre las potencias nucleares en la segunda década
del siglo veintiuno en la guerra proxy valiéndose de Ucrania. De esta forma la
Nada es la sombra que está acechando el mundo que está dentro o bajo el Ser, y
el hombre puede ser afectado como criatura perdida en las tinieblas. El resurgimiento
de la Nada se remonta a Lutero, que reintegra al hombre a las tinieblas
primeras del ser, a los abismos inescrutables de un Dios infinitamente
trascendente. En cambio, para el cristiano la salida de las tinieblas está
garantizado por el camino trazado por el Salvador. En realidad, el homo ex
nihilo de la era posmoderna no es en rigor una edificación del ser humano,
es más bien una luciferinización del hombre. Y, por ello, forma parte de modo
indiferente del proceso de lo sagrado, de la destrucción de lo divino, pero no
de lo luciferino. Si el cristianismo es la muerte de Dios a manos de los
hombres, pero para ser salvos en la eternidad divina, y, por su parte, el
ateísmo es el reproche negador del hombre que no puede ser Dios, por su lado,
el indiferentismo y el todo vale posmoderno es la destrucción sagrada de lo
divino mediante la luciferinización del hombre. Por ende, la luciferinización
de lo humano puede ser entendido como el proceso radical y vital de nihilización
onto-ética de lo universal, lo necesario y absoluto.
Por
ello, el vacío de Dios es más completo en la posmodernidad, incluso la forma
intelectual de vivirla -el ateísmo- ya quedó atrás. Para los individuos de la
cultura posmoderna el vacío de Dios no implica una invención arbitraria, ni
ideal ético alternativo, sino que sintiéndose amo del mundo a través de la
razón técnica instrumental -aunque en realidad resulte ser su esclavo- y
adquiriendo una psicología de diosecillo, acaban respirando la desaparición de
lo divino como moneda corriente del mundo cotidiano. Y tenía que ser así dado
el vaciamiento previo o suspensión de lo universal y absoluto del mundo. El
poder conferido por la técnica no es ajeno a su creencia en la profecía diabólica
de que la humanidad no degenerará nunca y su perfectibilidad es infinita. De
este modo la era posmoderna, poshistórica y posmetafísica -que no se sacia en
copa maligna del nihilismo- resulta siendo un capítulo mayor y terminal en la
crisis occidental del cristianismo a cargo del hombre anético, o sea del hombre
contra la humnidad.
Contenido
Prefacio 5
Primera Parte
FILOSOFÍA COMO ONTO-ETICA
El hombre como ser onto-ético
Introducción
1. Inmanencia y trascendencia
2. Ontoética y metafísica
trascendentalista
3. Filosofía y ontoética
4. Ontoética y filosofar
Bibliografía
Segunda Parte
ÉTICA, VALOR Y VIRTUD
Ante la modernidad nihilista
Introducción
I. Cambio interior
1. La interioridad anética
2. El hombre anético
3. La interioridad virtuosa
II. Recuperación de la trascendencia
4. La obsesión por el ente
5. Recuperación
del valor por su reversibilidad
ascendente y descendente
III. Reconocimiento de verdades suprarracionales
6. El
escéptico “nihilismo blando” de la modernidad descreída
7. Sin
amor las virtudes no son perfectas
8. Valor y
Ser
Colofón
Bibliografía citada
Tercera Parte
ONTOLOGÍA DE LA ALTERIDAD
Del humanismo integral al cibernetismo integral
Introducción
1. Ética y ontología
2. Ontología de la alteridad
3. Ethos páthico y ethos logos
4. La Otredad Absoluta
5. Otredad de la alteridad y liberación
Bibliografía citada
Cuarta Parte
ANTROPOLOGÍA SIN ANTROPOCENTRISMO
El mundo como bondad y compasión
Sección Primera
El Mundo como Bondad
(Del § 1 al § 10)
Sección Segunda
El Mundo como Compasión
(Del § 11 al § 20)
Bibliografía citada
Quinta Parte
LA PARADOJA ANTRÓPICA
La hecatombe de la
crisis ambiental
Introducción
I. La raíz metafísica de
la modernidad antiecológica
II. La razón funcional
III. La solución integral:
la política
IV. El antiesencialismo
civilizatorio
V. El ecocidio de la
naturaleza
VI. El ecocidio de lo
humano
VII. La desigualdad
social
VIII. La Triple alianza
IX. La deuda ecológica
X. La cultura del descarte
XI. El Nuevo Orden Multipolar
XII. El Giro Metafísico
Epílogo: La Casa Común
Anexo: Cántico a las
criaturas
Bibliografía
citada
Conclusión
EL
IMPERIO POSMODERNO DEL HOMBRE ANÉTICO
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Lima-Perú
Véase
sus libros Justicia cordial (2010) y Ética de la razón cordial (2007).
C. Castoriadis, El
avance de la insignificancia, Eudeba, B. Aires 1997.
Peter Berger y Thomas
Luckmann, Modernidad, pluralismo y crisis de sentido, La orientación
del hombre moderno. Paidós, Barcelona 1997.
Sobre el impacto de la
globalización en la vida social y cultural Véase: David Riesman, Abundancia
¿para qué?, FCE, 1965; E. Rojas, El hombre light, 1999; G.
Flores Quelopana, La globalización del hiperimperialismo, IIPCIAL, 2009;
S. Amin, El capitalismo en la era de la globalización, Paidós,
2001; U. Beck, ¿Qué es la globalización?, Paidós, 2000; G.A.
Cohen, Si eres igualitarista ¿cómo eres tan rico?, Paidós, 2000; N.
Chomsky, Estados Canallas, Paidós, 2001; V. Forrester, El
Horror económico, FCE, 2007; C. Furtado, El capitalismo Global,
México, FCE, 2001; H. Küng, Una ética mundial para la economía y
la política, FCE, 1997; Martin, H; Schumann H. La trampa de la
globalización, Taurus, 1998; Negri, A. y Hardt, M. Imperio, Paidós,
2000; Strange, S. Dinero loco, Paidós, 2001; Soros, G. La
crisis del capitalismo global, Plaza Janés, 1999.
Sobre el concepto de anomia
Durkheim lo elaboró en dos obras fundamentales: La división social del
trabajo (1893), Shapire, Bs. As. 1967, y El suicidio (1897),
Shapire, Bs. As. 1965. La concepción mertoniana se explaya en Teoría y
estructura social (1957), FCE, México, 1964.
Cf. S. Freud, El malestar en la
cultura, Alianza, Madrid, 1973.
Max Scheler en su magnífica
conferencia El saber y la cultura (Siglo Veinte, Bs. AS. 1975)
dice: “La cultura no es erudición, no es una forma de saber, es una forma de
ser”.
La fase hiperimperialista
del capitalismo global que examino en mi libro La globalización del hiperimperialismo, es cualitativamente distinta
(desterritorializado, descentrado, soberanía corporativa, especulativo) al del
imperialismo descrito por Lenin (alianza del capital bancario con el capital
industrial, centralizado, territorializado) en su obra Imperialismo
fase superior del capitalismo (1917).
Luc Ferry en su libro La revolución transhumanista (2017), lanza
la advertencia sobre la ingeniería genética para
modificar nuestra especie con el fin de mejorar la condición humana.
Martín Heidegger, Qué
es eso de la filosofía, 1955; El principio de razón, 1957;
y El final de la filosofía y la tarea del pensar, en: ¿Qué es
Filosofía, comentado por J. L. Molinuevo, Bitácora, Madrid 1980.
Cf. Martín
Heidegger, Ser y tiempo, FCE, México, 1993, p. 340.
Cf. Martín Heidegger, La
doctrina platónica de la verdad, traducciones de Juan García Bacca y
Alberto Wagner de Reyna, Santiago de Chile, Universidad de Chile, s/f.
Cf. mi obra Filosofía
mitocrática y mitocratología, IIPCIAL, Lima 2010.
Cf. G. Marcel, Los
hombres contra lo humano, Caparrós, Madrid, 2001
Concuerdo
con Küng (Proyecto de una ética mundial,
2006) en la necesidad de una ética mundial, pero discrepo llegar a ella
meramente por un cambio normativo y prescindiendo de las bases metafísicas de
la civilización. Una limitación parecida concierne al enfoque de Enrique Dussel
(Ética de la liberación, 1987) donde
la reestructuración ética se reduce al factor político.
Cfr.
La religión dentro de los límites de la
mera razón.
Cfr.
Luc Ferry, La revolucion del amour, 2010,
Paris, Ed. Plon; Javier Gomá, Ejemplaridad
pública, 2009, Madrid, Ed. Santillana; J. Leuridan Huys, El sentido de las dimensiones éticas de la
vida, 2016, Lima, USMP.
Véase La ética protestante
y el espíritu del capitalismo.