domingo, 6 de julio de 2025

LA METAFÍSICA ANDINA: POR UNA DESCOLONIZACIÓN DEL PENSAMIENTO HUMANO

 


LA METAFÍSICA ANDINA: POR UNA DESCOLONIZACIÓN 

DEL PENSAMIENTO HUMANO


Concepción del tiempo: pacha, ñawpa y qhipa

La noción andina de tiempo no corresponde a la linealidad progresiva de la modernidad ni a la escatología judeocristiana, sino que se configura desde una vivencia cíclica, integrada y relacional del devenir. El término pacha expresa mucho más que tiempo: designa una unidad espacio-temporal donde cada suceso se inserta en un tejido cósmico de relaciones, sin separación entre lo material y lo espiritual.

Dos categorías esenciales complementan esta visión: ñawpa (el pasado que está “delante”) y qhipa (el futuro que “queda detrás”). En este orden, el pasado es visible porque ha sido vivido, por eso se encuentra “al frente”, como lo está el camino ya recorrido. En cambio, el futuro es lo desconocido: está a nuestras espaldas. Esta inversión respecto a la concepción occidental revela una experiencia del tiempo centrada en la memoria, la ritualidad y la repetición significativa. El calendario agrícola, los ritos de paso y las festividades andinas se organizan según este eje: no hay avance hacia lo nuevo, sino retorno a lo esencial. El tiempo es cualitativo, ritual y simbólicamente denso. La vida fluye como una danza cósmica donde cada ciclo (agricultura, vida, muerte) repite patrones inscritos en el orden eterno de la pacha.

Aunque esta concepción permite una relación profunda con la naturaleza y evita el fetichismo del futuro, plantea limitaciones filosóficas y existenciales significativas:

·  Ausencia de apertura escatológica: Al centrarse en el retorno, el pensamiento andino deja poco espacio para una historia redentora o un destino que transforme radicalmente el presente. El tiempo no tiene dirección, solo reiteración.

·  Obstáculo para una ética de la acción transformadora: Si el futuro es invisible y lo real es lo que ya ocurrió, ¿dónde se sitúan la esperanza, la responsabilidad por lo porvenir o la posibilidad de ruptura histórica?

·  Incompatibilidad con el kairós cristiano: La teología cristiana introduce un tiempo cualitativo singular: el kairós, momento decisivo en que Dios irrumpe. Esta ruptura no es cíclica, sino única. Cristo no repite, sino que inaugura. Esta noción tensiona y supera la visión de retorno simbólico de la pacha.

·  Condicionamiento cultural del presente: Al dar centralidad a la memoria ritual y al pasado visible, se corre el riesgo de un presentismo ritualizado, donde la novedad, la creatividad o la conversión quedan subordinadas a lo ya vivido.

 

Rechazo del creatio ex nihilo: el caos como materia ordenable

El pensamiento andino no parte de una creación absoluta desde la nada, sino de una emergencia progresiva del orden desde el caos. Los relatos míticos no comienzan con un Dios trascendente que crea por voluntad libre, sino con un mundo informe, denso, lleno de posibilidades aún no diferenciadas, al que los dioses (como Viracocha o Pachacamac) dan forma más que existencia.

Este caos originario no es negativo, sino potencial: contiene en sí los elementos de la vida, solo que mezclados, inestables, sin proporción. La tarea divina no es producir el ser, sino ordenar lo ya dado: separar, distinguir, armonizar. Así, la creación es un acto de estructuración cósmica, no de ex nihilo. El mundo no es contingente, sino eterno en su substancia caótica. Este horizonte implica una metafísica de lo preexistente, donde la materia no es creada, sino transformada. No hay un principio absoluto, sino una serie de modulaciones cíclicas del orden y del desorden.

Esta concepción contrasta profundamente con la teología cristiana y plantea varias dificultades filosóficas:

·  Negación de la libertad creadora: Sin un acto libre que decide crear desde la nada, se pierde la noción de un Dios soberano, personal y trascendente. El demiurgo andino organiza, pero no da el ser: el mundo es necesario, no donado.

·  Imposibilidad de fundar una teología de la gracia: Si todo surge de una materia eterna, no hay gratuidad radical en el ser. La gracia se diluye en proceso natural y la dependencia de Dios se sustituye por la continuidad cósmica.

·  Débil fundamento ontológico del mal: Si no hay ruptura ontológica ni creación libre, ¿qué estatuto tiene el mal? En este esquema, no cabe el pecado como rechazo personal del bien, sino apenas como desajuste del equilibrio.

·  Carencia de un principio trascendente del ser: Sin creatio ex nihilo, lo real carece de un fundamento absoluto, y el ser no puede remitir a otra cosa que a sí mismo: a su propio orden, a sus ritmos internos. No hay abertura metafísica al Otro.

 

Dualismo funcional vs. Maniqueísmo

A diferencia del dualismo ontológico o moral del maniqueísmo —donde dos principios opuestos, el bien y el mal, luchan como entidades eternas—, el pensamiento andino concibe la dualidad como funcional y complementaria. La existencia se estructura desde pares que se necesitan: luz y sombra, seco y húmedo, masculino y femenino. No hay guerra entre contrarios, sino equilibrio entre polos.

Este dualismo no implica antagonismo absoluto, sino relación ordenada. Los opuestos no deben suprimirse, sino ubicarse en su lugar, para mantener el flujo vital. Así, la diferencia no es amenaza, sino condición de vida. No existe el bien puro ni el mal absoluto: lo importante es el balance. El universo no está dividido entre dos esencias irreconciliables, sino constituido por una red de oposiciones funcionales. Este planteamiento evita el conflicto metafísico y sostiene una ética del equilibrio más que de la lucha. Aunque esta dualidad armoniosa evita el fatalismo de las cosmovisiones maniqueas, puede esconder dificultades importantes:

·       Neutralización del conflicto ético: Si todo par es necesario, ¿cómo se denuncia la injusticia o el mal moral? La armonía puede volverse justificación simbólica de opresiones concretas: todo “cumple una función”.

·       Ausencia de trascendencia crítica: La ética del equilibrio tiene dificultades para asumir una ruptura profética con el orden, como exige toda praxis liberadora. No hay un más allá del mundo: solo orden ajustado.

·       Dificultad para pensar la redención: En el cristianismo, la salvación implica cambio radical, victoria del bien, irrupción de la gracia. El pensamiento andino, al neutralizar la oposición, impide concebir la superación del mal.

·       Ambigüedad moral estructural: La co-presencia funcional de los opuestos puede impedir el juicio claro: todo es relativo a su lugar, nada es objetivamente rechazable. Esta postura niega la posibilidad de una ética del absoluto.

 

El mal como desequilibrio, no como entidad

En la metafísica andina, el mal no es sustancia ni principio, sino resultado de un desequilibrio relacional. Todo lo existente tiende al orden, pero cuando el ayni se rompe, cuando las fuerzas pierden su sitio o medida, sobreviene la enfermedad, la sequía, la muerte, la desgracia. Así, el mal es una fractura del equilibrio cósmico, no una entidad por sí misma.

No existe un “diablo” ontológicamente opuesto al bien; tampoco un pecado como ruptura interior con la voluntad divina. Hay más bien errores, omisiones, excesos que alteran la armonía esperada. Por ello, el remedio no es conversión moral, sino restauración ritual: el equilibrio se recompone mediante ofrendas, acciones simbólicas y reordenamientos sociales. La comunidad participa en esta reequilibración, pues el mal nunca es solo individual. La ética es funcional, no introspectiva; el juicio es colectivo, no basado en conciencia personal. El perdón no es absolución interior, sino restauración de la reciprocidad comunitaria. Esta concepción pragmática del mal como desbalance ofrece ventajas simbólicas, pero también implica limitaciones filosóficas y espirituales notables:

·  Negación del mal radical y del pecado personal: Al reducir el mal a ruptura del orden, se pierde su carácter ontológico o existencial. El mal no interroga al ser humano en su libertad, sino que se explica como error de proporción o desajuste funcional. No hay lugar para la culpa moral ni para la decisión interna como origen del daño. Todo es desequilibrio, no transgresión.

·  Ausencia de sentido trágico: El sufrimiento, en esta clave, no tiene profundidad metafísica ni salvación espiritual: solo requiere compensación ritual o restauración de la armonía rota. Se transforma así en anomalía técnica más que en experiencia transformadora. Se cura, pero no se redime. Esta visión impide pensar el dolor como acontecimiento fecundo, capaz de abrir al misterio o a la gracia.

·  Insuficiencia antropológica: Al no reconocer al sujeto como ser moral libre —capaz de elegir el mal y de confrontarse con su sombra— se neutraliza toda posibilidad de conversión interior. No hay drama ético, solo error a reparar. Sin esa interioridad, el ser humano queda sometido a una ética funcional, sin profundidad escatológica ni responsabilidad trascendente.

·  Imposibilidad de teodicea auténtica: Si el mal no tiene espesor real, sino que es simple desorden pasajero, la pregunta por su sentido —tan central en la filosofía y la teología occidentales— se vuelve irrelevante o imposible. No hay clamor, ni misterio, ni silencio de Dios. Sólo falla mecánica del cosmos.

En resumen, la metafísica andina ofrece una visión integradora, ordenada y simbólicamente rica del mal. Pero cuando se la compara con la antropología teológica cristiana, resulta evidente que carece de categorías decisivas: pecado, redención, libertad, gracia, esperanza. Y sin esas claves, la filosofía se queda sin cruz, y la ética, sin redención. Sostener que el hombre andino no necesita la salvación de Cristo porque “su universo es cíclico y equilibrado” es incurrir en una doble equivocación: primero, porque absolutiza la cosmovisión ancestral como si fuera una totalidad cerrada y suficiente; segundo, porque niega la apertura radical que todo ser humano tiene al misterio de la trascendencia y la redención. El hecho de que el universo andino esté estructurado desde la ciclicidad —el retorno, el ayni, el equilibrio de opuestos— no implica plenitud metafísica. En realidad, esa misma repetición revela una insuficiencia simbólica: lo que vuelve eternamente no se supera, no se redime, no se transfigura. La armonía cíclica puede ordenar, pero no salvar. El sufrimiento, el mal, la injusticia, el pecado personal no encuentran resolución en el eterno retorno, sino apenas administración ritual.

Cristo no viene a negar esa lógica ancestral, sino a cumplirla y superarla: no rompe el círculo con violencia, sino que lo abre desde dentro hacia un horizonte que no es repetición sino plenitud. La encarnación, la cruz y la resurrección introducen una dimensión nueva: el tiempo redentor, el perdón sin equivalente, la gracia que no exige compensación, la historia que no se repite, sino que se dirige a su consumación. Por eso, afirmar que el hombre andino no necesita la salvación cristiana porque tiene su propio equilibrio es, paradójicamente, negarle la posibilidad de la plenitud. Es encerrarlo en su propio mundo y convertir la cultura en destino. El Evangelio, en cambio, no destruye las culturas: las purifica, las eleva y las transfigura desde dentro, haciéndolas capaces de lo que por sí solas no podrían alcanzar.

La filosofía andina no puede definirse como animista ni como panteísta en los términos que establece la tradición filosófica occidental. El animismo sostiene que cada objeto o fenómeno natural posee un espíritu propio; sin embargo, en el mundo andino, los elementos de la naturaleza no tienen necesariamente “espíritus individuales”, sino que se insertan en una red viva de relaciones interdependientes. No es que cada piedra o río “tenga alma” en sí, sino que su sacralidad emerge del rol que ocupa dentro de una red cósmica y simbólica de reciprocidad y complementariedad.

Por su parte, el panteísmo establece una identidad entre la totalidad del universo y lo divino, en la que todo es Dios y Dios es todo. Esta noción tampoco encaja en la metafísica andina, ya que, si bien se reconoce lo sagrado en la naturaleza, no se postula una fusión ontológica entre el universo y la divinidad. Las montañas, el agua o el cielo son sagrados por el papel que cumplen en el equilibrio del mundo, pero no son la divinidad misma ni manifestaciones absolutas de ella. Lo sagrado se manifiesta, pero no se disuelve en lo material.

La cosmovisión andina se estructura sobre el principio dualista, que ordena la realidad mediante pares complementarios como arriba/abajo, masculino/femenino, luz/oscuridad. Este dualismo no implica separación antagónica, sino equilibrio dinámico. Cada elemento tiene sentido en relación con su opuesto, y su interacción genera armonía. Este principio se encuentra tanto en la organización social como en los rituales religiosos y el pensamiento mítico. Esta metafísica de complementariedad supera la fragmentación del animismo y evita la absorción totalizante del panteísmo.

En este esquema aparece la figura de Wiracocha, frecuentemente malinterpretado como un dios creador en sentido absoluto. En realidad, su rol es el de ordenador del cosmos, el que establece el equilibrio entre las fuerzas existentes. No se lo concibe como un creador ex nihilo, ya que la metafísica andina no incluye la noción de “nada absoluta” desde la cual crear. El pensamiento andino parte de una “nada relativa” —un estado de desorden o de fuerzas no armonizadas— desde donde Wiracocha organiza el mundo, pero no lo genera desde la inexistencia. Por ello, la máxima nihil ex nihilo (nada viene de la nada) se mantiene, pero no se transita hacia el creatum ex nihilo de la tradición judeocristiana.

Este detalle es fundamental para comprender la religión andina como una forma de henoteísmo. Aunque hay una deidad principal —ordenadora y central—, no se excluye la existencia y culto a otros seres sagrados. Los apus, las lagunas, los rayos y múltiples elementos del paisaje son objetos de veneración, pero su importancia está mediada por su función en el orden cósmico. No existe una jerarquía absoluta, sino relacional. Así, se mantiene una pluralidad de lo divino que no es caótica ni secundaria, sino integrada armónicamente bajo una figura que estructura, pero no anula.

Por tanto, esta cosmovisión no desemboca ni en un monoteísmo exclusivo ni permanece en un politeísmo atomizado. Se sitúa en una vía intermedia coherente con su ontología relacional, a saber, el henoteísmo. La espiritualidad andina no surge de una creación desde la nada, sino de la organización de un mundo preexistente mediante vínculos de equilibrio y reciprocidad. En consecuencia, lo divino no se impone desde fuera del cosmos, sino que emana y ordena desde dentro de él, preservando su multiplicidad sin caer en fragmentación.

La religión y filosofía andinas se estructuran sobre un dualismo metafísico que no enfrenta los opuestos, sino que los concilia en una dinámica de complementariedad, que organiza el mundo mediante pares opuestos como cielo y tierra, masculino y femenino, luz y oscuridad. Estos opuestos no se excluyen, sino que coexisten y se armonizan en un equilibrio dinámico. En este marco, no se concibe un mal como entidad ontológica independiente, sino como un desequilibrio temporal dentro de la red cósmica. No existe una fuerza del mal sustancialmente opuesta al bien, sino estados transitorios que requieren reordenamiento. Esta visión es radicalmente distinta de ciertas interpretaciones metafísicas del mal que se dan en tradiciones filosóficas occidentales.

El henoteísmo andino encaja en esta lógica de complementariedad, al reconocer a Wiracocha como una deidad central que organiza el universo sin eliminar la existencia de otras entidades sagradas. Wiracocha no es un creador absoluto, pues la cosmovisión andina carece del concepto de "nada absoluta" desde la cual pudiera surgir una creación ex nihilo. La idea de una “nada relativa” —una condición primordial de caos o desorden— es la base desde la cual Wiracocha ordena el cosmos. Por lo tanto, no se trata de una creación ontológica del ser, sino de una organización cósmica preexistente, donde la divinidad no impone su ser desde fuera, sino que restablece un equilibrio interno al universo.

Esta concepción del orden frente a la creación distingue al pensamiento andino del cristianismo. En la metafísica cristiana, lo existente es bueno porque ha sido creado por un Dios trascendente ex nihilo, y todo mal se entiende como una desviación moral del orden querido por el Creador. En cambio, en la filosofía andina, lo que existe es bueno en tanto se encuentra en equilibrio; cuando hay desarmonía, no se apela a una “caída” metafísica o a una culpa original, sino a la necesidad de restaurar la reciprocidad. Así, el mal no se opone al bien como un principio, sino que señala una ruptura provisional en el tejido cósmico relacional.

Esta distinción se profundiza al considerar la noción de tiempo. La cosmovisión andina se rige por una temporalidad cíclica, regida por el principio del eterno retorno. Los desequilibrios no llevan a un fin escatológico ni a una condena definitiva, sino que forman parte de ciclos de regeneración que se reflejan en los ritmos agrícolas, los rituales y las narraciones míticas. El tiempo no apunta a una consumación histórica lineal, como en el cristianismo con su horizonte de salvación, sino a un flujo perpetuo de reequilibrio entre las fuerzas del universo.

En este marco, el mal —entendido como desorden— nunca es absoluto ni final. No existe una figura demoníaca opuesta ontológicamente a la deidad, como ocurre en algunas doctrinas cristianas con la representación de Satanás. Sin embargo, hay una diferencia crucial: tampoco en el cristianismo el mal tiene consistencia metafísica propia. Se reconoce que todo lo que existe es bueno por haber sido creado por Dios; el mal no es un ser, sino una carencia o desviación moral del bien. La verdadera divergencia está en que el cristianismo plantea este bien como un acto de creación, mientras que lo andino lo comprende como una manifestación de orden relacional dentro de un cosmos preexistente.

Así, tanto la tradición andina como la cristiana afirman la bondad esencial del ser y niegan una metafísica del mal, pero difieren en el origen del orden: creación ex nihilo versus organización de lo ya existente. Esta diferencia no es trivial, ya que condiciona la manera de concebir la divinidad, el mundo y la relación entre ambos. Mientras el cristianismo apunta a una trascendencia separada que crea, el pensamiento andino sostiene una inmanencia organizadora que reequilibra. Y en esta diferencia radica una de las mayores riquezas filosóficas de la espiritualidad andina.

En el cristianismo, el mal tiene una dimensión metafísica: está ligado a la voluntad humana, a la caída, a la separación de Dios, y plantea un problema moral y teológico complejo. En cambio, en la visión andina, el mal no separa al ser humano del orden cósmico, sino que le recuerda la necesidad de restablecerlo mediante rituales, reciprocidad y respeto por las fuerzas naturales. Las prácticas religiosas no buscan redención ni salvación individual en sentido teológico, sino la rearmonización del mundo y la continuidad de la vida colectiva.

Por tanto, el dualismo andino, junto al henoteísmo flexible y la noción cíclica del tiempo, genera una metafísica en la que no hay lugar para el mal como entidad absoluta ni para el tiempo como una flecha con destino final. El universo no es escenario de una lucha entre el bien y el mal, sino de una danza perpetua entre fuerzas que se equilibran mutuamente. Esta visión ofrece una alternativa coherente, propia y profundamente enraizada en el mundo natural y comunitario, distinta —aunque igualmente filosófica— de las grandes religiones monoteístas.

En la filosofía andina, la totalidad del ser está regida por una ley cósmica que no depende de la voluntad de una divinidad suprema, sino que preexiste a todo orden y lo estructura. Este principio metafísico de necesidad implica que ni siquiera la deidad principal —como Wiracocha— escapa a las reglas que rigen el equilibrio del universo. El universo no es contingente ni sujeto a voluntades caprichosas: es necesario, y responde a ciclos estructurados de desequilibrio y reequilibrio. El orden es posible, pero no eterno: está siempre expuesto al pachacuti, el momento del vuelco total, el apocalipsis cósmico.

El pachacuti —evento catastrófico y regenerador a la vez— expresa de forma dramática esta necesidad cósmica: todo orden sucumbe cíclicamente y se reconfigura. No es una excepción ni un castigo moral, sino una necesidad estructural del cosmos. El tiempo cíclico andino no es una repetición mecánica, sino un ritmo inevitable que incluye el caos como parte constitutiva del devenir. Así, el universo vive en pulsaciones sucesivas de armonía y desequilibrio, de construcción y destrucción, que no dependen de una voluntad sobrenatural, sino del propio tejido de la realidad.

Esta metafísica de la necesidad se diferencia del cristianismo, donde la historia puede ser vista como producto de la voluntad libre de un Dios creador que rompe el tiempo cíclico con una línea que va desde la creación hasta un fin escatológico. En cambio, en el pensamiento andino, el dios ordenador no trasciende la estructura cíclica del cosmos, sino que actúa dentro de ella. Wiracocha no crea desde fuera, ni establece un orden eterno: organiza lo desordenado bajo las condiciones dadas por una necesidad superior a él. El dios andino no es soberano del cosmos, sino su mediador estructurante.

Este necesitarismo metafísico también implica que lo sagrado no es arbitrario ni exclusivo, sino que está distribuido en múltiples formas y niveles según su función dentro del equilibrio. Las montañas, las lagunas, los rayos, los cultivos: todos tienen su lugar asignado por esta ley necesaria del cosmos. No se adora por capricho, sino por reciprocidad y función. Lo divino se estructura como una red funcional dentro del ritmo cíclico del mundo. Este principio impide que la religiosidad andina derive en dogmatismos jerárquicos o absolutistas, pues toda figura divina está sujeta a roles dentro del gran esquema cósmico.

Incluso la organización social de los pueblos andinos, con sus prácticas de ayni (reciprocidad), minka (trabajo colectivo) y rituales comunales, encarna este necesitarismo metafísico. Lo social y lo cósmico están entrelazados: lo que se hace en comunidad reproduce en miniatura el orden necesario del mundo. No hay libre albedrío entendido como autonomía absoluta; hay libertad dentro del equilibrio, responsabilidad dentro del ciclo. La ética andina no busca trascender el mundo, sino corresponder con él.

En resumen, henoteísmo, dualismo y tiempo cíclico no son tres aspectos separados, sino expresiones diferentes de un solo principio: la necesidad cósmica que estructura la totalidad del ser. Esta necesidad no es destino cerrado ni fatalismo, sino una matriz viva de transformación, donde el pachacuti es crisis y renovación, y donde incluso lo divino se encuentra inscrito en el orden de lo necesario.

Pero esta metafísica necesitarista no escapa de un principio metafísico mayor, a saber; la ley del devenir, en una palabra, el Ser es devenir, devenir de caos y orden sucesivos y sin término, sin teleología ni escatología, salvo la del cumplimiento del devenir incesante de orden y destrucción sucesivos. En el horizonte metafísico andino, el Ser no es sustancia fija, ni entidad estática, sino un flujo incesante: devenir. Este devenir no es caótico ni arbitrario, sino regido por una ley interna que articula momentos de caos y de orden en una sucesión infinita. Lo que “es”, en sentido profundo, no es un ente o una esencia, sino el proceso mismo de transformación. La identidad no se halla en la permanencia, sino en el ritmo del cambio. Esta comprensión dinámica del Ser sitúa a la filosofía andina más cerca de una ontología procesual que de una metafísica esencialista.

Este principio mayor —la ley del devenir— subordina incluso al orden cósmico mismo. La armonía no es un estado eterno, sino una fase en el ciclo perpetuo de organización y disolución. El pachacuti, entendido no solo como evento histórico sino como arquetipo ontológico, revela este ritmo: todo orden se derrumba, y de ese derrumbe surge una nueva configuración. La ley del devenir implica entonces que ni el equilibrio es definitivo, ni el caos es final: ambos son momentos necesarios en la perpetuidad del Ser que se transforma.

No hay, por tanto, una teleología que proyecte al universo hacia una plenitud final, ni una escatología que cierre el ciclo con un juicio último o una redención trascendente. La única escatología que cabe es la del cumplimiento incesante del propio ciclo: el eterno retorno de los opuestos, el recomenzar de cada equilibrio después de su colapso. No se trata de avanzar hacia un fin, sino de habitar el ritmo mismo del tiempo como devenir. Esta visión cíclica, al no depender de un propósito extrínseco, ofrece una comprensión del mundo profundamente inmanente.

Incluso Wiracocha, la deidad suprema ordenadora, no escapa a este principio mayor. Su función no es crear ni gobernar arbitrariamente, sino reordenar el universo conforme al patrón cíclico del devenir. Su autoridad no reside en su voluntad, sino en su capacidad de reestablecer un equilibrio que ya está inscrito en la estructura del cosmos. Así, el dios no se sitúa por encima del devenir, sino que lo expresa. La divinidad no interrumpe el ciclo: lo encarna.

Este principio también se refleja en la estructura ética y ritual de las comunidades andinas. Las prácticas religiosas, los calendarios agrícolas, los mitos de origen: todos giran en torno a la restitución del equilibrio dentro del devenir. La acción humana no busca “salvarse” de una caída ontológica, sino acompasar su vida al ritmo del cosmos. Esta ética de la sincronía con el devenir sustituye la idea de ley impuesta por una moralidad inscrita en la naturaleza misma del tiempo y el ser.

En suma, la metafísica andina no es sólo necesitarista —en el sentido de que todo está sujeto a una ley de equilibrio—, sino que es aún más radical: es una ontología del devenir, en la que ser es devenir. Y ese devenir no conduce a un fin último, sino que se cumple a sí mismo en la perpetua sucesión de caos y orden. Aquí reside, quizás, su más profunda originalidad: una filosofía de la transformación sin término, del cosmos como danza eterna de fuerzas que ni comienzan ni concluyen, sino que se entrelazan sin cesar.

Tanto la filosofía andina como el pensamiento de Heráclito coinciden en una intuición fundamental: el ser no es una sustancia estática ni una esencia inmutable, sino una realidad en constante transformación. Para ambos, lo real es devenir. Heráclito lo expresa de forma radical al afirmar que no se puede entrar dos veces en el mismo río, pues todo fluye y cambia; en la cosmovisión andina, esta transformación se manifiesta como una danza perpetua entre orden y caos, ciclos de armonía y disolución que se suceden sin principio ni fin. En ambos casos, la identidad de las cosas no reside en su permanencia, sino en el ritmo que las constituye.

Asimismo, ambos sistemas conciben la realidad a través de la unidad de los opuestos. Heráclito veía en el conflicto —polemos— la fuente de toda generación, y sostenía que los contrarios están en tensión constante, dando lugar a una armonía más profunda. En la filosofía andina, esa tensión se expresa mediante el dualismo complementario: pares como arriba y abajo, masculino y femenino, sol y luna no se anulan, sino que se equilibran. Ese es el mismo equilibrio que buscaron los moches al construir las colosales huacas del Sol y de la Luna una frente a la otra. Mientras en Heráclito la armonía surge de la lucha, en lo andino brota de la reciprocidad. El principio es similar, pero su tono difiere: uno es dialéctico, el otro es relacional.

Sin embargo, las diferencias entre ambos pensamientos también son significativas. Heráclito no articula una cosmología religiosa ni propone una estructura teológica clara. Su logos —esa ley racional del universo— no es una deidad personal, sino un principio lógico que ordena el cambio. La filosofía andina, en cambio, inserta su ontología en una cosmovisión profundamente sagrada. No hay un dios creador, pero sí un dios ordenador, como Wiracocha, que estructura los ciclos cósmicos según una necesidad que lo trasciende. Lo divino no está más allá del mundo, sino imbricado en sus ritmos vitales.

También la temporalidad difiere. Heráclito no sistematizó una noción cíclica del tiempo, aunque su idea del eterno devenir sugiere una repetición estructurada. La cosmovisión andina, por su parte, sí concibe el tiempo de forma claramente cíclica, articulado en grandes eras marcadas por el pachacuti, momento en que todo orden colapsa para permitir su reconfiguración. Esta ciclicidad no apunta hacia una finalidad ni redención, sino al cumplimiento perpetuo del devenir mismo. No hay escatología, sino renovación constante.

Finalmente, en términos éticos, Heráclito sugiere que el sabio es aquel que comprende el logos y vive en armonía con él, asumiendo el devenir con lucidez. En el mundo andino, la ética está profundamente vinculada a la comunidad y a los ritmos del cosmos: se trata de mantener el equilibrio a través de la reciprocidad, el respeto a los ciclos y las prácticas rituales que restablecen la armonía. La sabiduría no es individual ni racional, sino colectiva y relacional.

En síntesis, tanto Heráclito como la filosofía andina ofrecen versiones poderosas de una ontología del devenir. Coinciden en la transformación como esencia del ser y en la unidad de los contrarios, pero divergen en la forma de concebir el orden: Heráclito lo piensa desde un principio lógico inmanente; la sabiduría andina, desde una ley sagrada inscrita en el tiempo cíclico del cosmos. Dos miradas distintas hacia la misma intuición fundamental: que nada permanece, salvo el cambio.

Establecer la afinidad y diferencias con la filosofía del devenir de Heráclito permite comprender la enorme desviación de Lucas Palacios Liberato. En efecto, en Filosofía andina prehispánica: organización de textos y crítica (2021), Lucas Palacios Liberato incurre en una interpretación idealista que resulta epistemológicamente contradictoria: pretende liberar al pensamiento indígena del eurocentrismo recurriendo, paradójicamente, a categorías platónicas que le son ajenas. Esta traslación conceptual fuerza un horizonte que, por esencia, es inmanentista, relacional y ritualizado. Concebir al Camac como una “idea organizadora” o al Pacha como una “estructura inteligible” no sólo distorsiona su sentido vital, sino que reinstala una jerarquía ontológica que el mundo andino nunca necesitó. Lejos de habitar un dualismo entre lo sensible y lo suprasensible, la filosofía andina disuelve esas fronteras, afirmando la potencia de lo visible, lo cíclico y lo viviente. Compararla con Platón oscurece su radicalidad ontológica; acaso habría sido más fiel —y más disruptiva— una lectura desde Heráclito o desde una ontología del devenir.

La lectura idealista que Palacios Liberato impone sobre la filosofía andina revela una incomprensión profunda de su estructura metafísica dualista y cíclica, que no se articula en torno a esencias trascendentes ni a un eidos separado del mundo. En el pensamiento andino, la realidad no se organiza desde una jerarquía ontológica vertical, sino desde una lógica de pares complementarios (yanantin) que coexisten en tensión dinámica. Esta dualidad no es una escisión, sino una forma de unidad viva, donde los opuestos no se anulan, sino que se fecundan mutuamente. Al traducir esta lógica a categorías idealistas, Palacios desactiva el núcleo vital del pensamiento andino: su afirmación de un mundo en constante devenir, sin necesidad de un plano inteligible que lo fundamente desde fuera.

Además, la filosofía andina se rige por una ley cósmica inmanente, expresada en principios como el Ayni (reciprocidad) y el Camac (energía vital), que no remiten a un orden trascendente, sino a una ética ontológica inscrita en el tejido mismo del mundo. El tiempo no es lineal ni progresivo, sino cíclico, vinculado a los ritmos de la naturaleza y a la memoria ancestral. Esta concepción cíclica del ser, sometida a una legalidad cósmica que no necesita de un demiurgo ni de un mundo de ideas, es incompatible con cualquier forma de idealismo platónico. Al no captar esta radical inmanencia, Palacios en su craso error termina por proyectar sobre el pensamiento andino una metafísica que le es ajena, desfigurando su potencia filosófica y su diferencia ontológica radical frente a la tradición occidental.

La tentación de aplicar la dialéctica marxista a la filosofía andina surge del reconocimiento común de un principio de contrarios en tensión —una lógica que articula el cambio y la transformación histórica. En Marx, esta tensión adopta la forma de contradicción entre clases sociales en conflicto, y la superación de esa contradicción produce un nuevo estadio histórico: es una dialéctica de negación y superación (Aufhebung), de progreso lineal, que avanza hacia una síntesis final. En cambio, en la cosmovisión andina, la dualidad no implica contradicción en sentido hegeliano ni culmina en una superación definitiva: es coexistencia equilibrada, interdependencia permanente, sin teleología.

Aplicar sin matices la lógica dialéctica marxista corre el riesgo de distorsionar la metafísica andina, que no parte de la lucha sino del tinkuy, el encuentro de opuestos como acto fundacional del equilibrio. El orden no nace de la negación del otro, sino de su reconocimiento y complementariedad. Si bien ambos sistemas reconocen el cambio como principio estructurante, el cambio andino es cíclico y restaurador, no lineal y superador. No hay una “síntesis” que absorba a los contrarios, sino un retorno perpetuo a un nuevo equilibrio tras cada pachacuti.

Además, la filosofía andina no concibe la historia como una marcha hacia una utopía final, sino como una repetición armónica de procesos regenerativos. Mientras el marxismo ve el desarrollo histórico como resultado de contradicciones que llevan al colapso del sistema anterior y a una nueva etapa cualitativamente superior, el pensamiento andino acepta que todo orden está destinado a sucumbir y renacer sin alcanzar una culminación definitiva. El progreso no es una categoría relevante en esta visión del mundo.

Por tanto, aunque pueda haber puentes analíticos —especialmente en el uso político de la simbología andina como matriz de resistencia—, convertir la filosofía andina en “dialéctica materialista con poncho” es una forma de colonización conceptual. La profundidad ontológica del mundo andino exige ser pensada en sus propios términos, no como reflejo incompleto o premoderno de paradigmas externos. Incorporar el pensamiento andino al diálogo filosófico global requiere escuchar su ritmo propio, no imponerle compases foráneos.

Así como Mariátegui se equivocó al atribuir panteísmo al pensamiento andino, Pacheco Farfán también erró al pensar la contradicción complementaria andina en término de dialéctica marxista. En efecto, José Carlos Mariátegui, en su esfuerzo por reivindicar la cultura indígena dentro de un proyecto socialista, incurrió en una lectura que tiende a atribuirle al pensamiento andino un carácter panteísta, al señalar que lo que subsistía en el alma indígena era “el sentimiento panteísta” y ciertas prácticas mágicas y agrarias. Sin embargo, como hemos venido desarrollando, la cosmovisión andina no identifica lo divino con la totalidad del universo, como lo haría el panteísmo, sino que reconoce una sacralidad distribuida, jerarquizada y relacional, sin fusión ontológica entre naturaleza y divinidad.

Del mismo modo, Pacheco Farfán, al interpretar la lógica de los opuestos complementarios del pensamiento andino —el famoso yanantin— en términos de dialéctica marxista, corre el riesgo de forzar una equivalencia que no se sostiene filosóficamente. La contradicción marxista es de tipo conflictivo y superador: se trata de una tensión que se resuelve en una síntesis superior, en un proceso histórico lineal y teleológico. En cambio, la complementariedad andina no busca superar los opuestos, sino mantenerlos en equilibrio dinámico, sin anular su diferencia ni absorberlos en una unidad superior. Es una lógica de coexistencia, no de superación.

Ambos casos —el de Mariátegui y el de Pacheco Farfán— reflejan intentos valiosos pero problemáticos de traducir la ontología andina a categorías filosóficas occidentales. Aunque bien intencionados, estos enfoques pueden borrar la especificidad radical del pensamiento andino, que no se deja reducir ni al panteísmo ni a la dialéctica hegeliano-marxista. La filosofía andina exige ser pensada desde sus propios principios: el devenir sin fin, la ley cósmica necesaria, la dualidad no conflictiva y la sacralidad relacional.

Pero el riesgo de reducir la complejidad filosófica de la filosofía andina a categorías parciales o ideológicamente sesgadas también las encontramos en otros casos. En el caso de Zenón Depaz, si bien su trabajo sobre la cosmovisión andina es valioso por su enfoque hermenéutico y su lectura del Manuscrito de Huarochirí, algunos de sus planteamientos tienden a reificar lo sagrado como animismo, es decir, a interpretar la sacralidad andina como una atribución de alma o espíritu a cada elemento natural. Esta lectura, aunque comprensible desde ciertos marcos antropológicos, simplifica la ontología relacional andina, que no se basa en la individualización espiritual de los entes, sino en su inserción en una red de reciprocidades y funciones cósmicas. El riesgo aquí es confundir la sacralidad funcional con una espiritualidad animista en sentido estricto. Simplemente no percibe el tránsito del animismo al politeísmo y de éste al henoteísmo.

Por otro lado, Mario Mejía Huamán, en su esfuerzo por reivindicar el saber práctico y comunitario del mundo andino, ha tendido a subestimar la dimensión teórica y reflexiva de esta tradición. En su obra Hacia una filosofía andina, si bien reconoce la riqueza simbólica y ética del pensamiento indígena, tiende a diluir la figura del sabio individual —el amauta o el paq’o— en favor de una sabiduría colectiva, casi exclusivamente pragmática. Esta postura, aunque útil para desmontar el mito del intelectual ilustrado occidental, corre el riesgo de negar la existencia de una élite filosófica andina, que sí existió y que cumplía funciones de mediación, interpretación y transmisión del saber profundo.

En esa misma línea, Josef Estermann, aunque pionero en sistematizar una filosofía andina intercultural, ha sido criticado por hipercolectivizar el pensamiento andino, presentándolo como un saber exclusivamente comunitario, la del simple runa, sin espacio para la reflexión individual o la especulación abstracta. Esta lectura, aunque útil para contrarrestar el eurocentrismo, invisibiliza la figura del amauta como pensador, maestro y teórico, así como la del chamán, experto en curación, la mántica oracular, y la comunicación con los muertos. Estos casos desconocen la existencia de una metafísica andina rigurosa, aunque expresada en claves simbólicas y rituales.

En resumen, el colectivismo andino no excluye la existencia del sabio, sino que lo sitúa en una función relacional: el amauta no es un individuo aislado que piensa desde la torre de marfil, sino un mediador entre el orden cósmico y la comunidad. Su saber no es menos teórico por estar encarnado en prácticas rituales, narrativas míticas o calendarios agrícolas. Al contrario, es una forma de teoría encarnada, situada y profundamente filosófica.

Mayor aún es la confusión de quienes combinan el error pantepista de Mariátegui con la negación de la filosofía y la existencia de la mera sabiduría entre los precolombinos, tal es el caso de Hugo Chacón Málaga. En efecto, Chacón Málaga, en su obra Sabiduría filosófica del Yawar Mayu, sostiene que la filosofía no es patrimonio exclusivo de Occidente y que las culturas originarias, como la andina, desarrollaron formas propias de pensamiento filosófico a través del mito. Sin embargo, en su afán por descolonizar el concepto de filosofía, tiende a reducirla a una sabiduría práctica y simbólica, sin reconocer plenamente la existencia de una ontología estructurada, una metafísica del devenir o una figura del sabio como el amauta o el paq’o. Al combinar esta lectura con la herencia mariateguiana —que erróneamente calificó al pensamiento andino como panteísta—, se produce una doble simplificación: por un lado, se diluye la especificidad ontológica del pensamiento andino al fundirlo con la naturaleza (panteísmo), y por otro, se le niega su capacidad de abstracción teórica al reducirlo a un saber colectivo, mítico o ritual. O sea, también replica los errores de Maria Luisa Rivara de Tuesta y de Estermann. Esta doble operación borra tanto la estructura filosófica como la figura del pensador andino, que sí existió y cumplió funciones de mediación, interpretación y transmisión del saber profundo.

En lugar de reconocer que el pensamiento andino articula una metafísica rigurosa —basada en el devenir, la complementariedad, la ley cósmica y la ciclicidad del tiempo—, se lo presenta como una forma de sabiduría difusa, sin sistematicidad ni reflexión crítica. Esta postura, aunque bien intencionada en su crítica al eurocentrismo, termina por negar al mundo andino lo que justamente se le quiere devolver: su capacidad filosófica.

Los casos más extremos de simplificación y subestimación filosófica del pensar precolombino los hallamos en las posturas eurocéntricas de María Luisa Rivara de Tuesta y David Sobrevilla. La primera lo calificó de "pensamiento" a pesar de reparar en su profundidad filosófica y teológica y el segundo sencillamente lo tildó de cosmovisión. Ninguno paró mientes en considerar que la cosmovisión es el impacto psicológico y emocional del mundo sobre las ideas mientras que la filosofía es el intento de explicar las causas del mundo. Y en los mitos se presenta dicha explicación. Es por ello que hay filosofía mítica y filosofía mitologizante. Pero estas dos figuras lo despojan de su densidad ontológica y epistemológica.  

En el caso de María Luisa Rivara de Tuesta, si bien reconoció la profundidad simbólica y teológica del pensamiento prehispánico, optó por denominarlo simplemente “pensamiento” y no filosofía. En su artículo Pensamiento prehispánico y filosofía e ideología en Latinoamérica, reconoce la complejidad de las estructuras mentales de las culturas originarias, pero no da el paso decisivo de reconocerlas como sistemas filosóficos en sentido pleno, lo que termina por relegarlas a un plano prefilosófico o protofilosófico.

Por su parte, David Sobrevilla, en su esfuerzo por trazar una historia de las ideas en el Perú, clasificó al pensamiento andino como “cosmovisión”, una categoría que, aunque útil en términos antropológicos, no alcanza a captar el nivel de abstracción y sistematicidad que implica una filosofía. La cosmovisión alude al modo en que una cultura siente y percibe el mundo —su impacto emocional, simbólico y afectivo—, mientras que la filosofía busca explicar las causas, principios y estructuras del mundo, es decir, opera en un plano reflexivo y crítico que no puede reducirse a la sensibilidad colectiva.

Ambos autores, desde perspectivas distintas, pero dentro de la tendencia eurocéntrica, terminan por invisibilizar la dimensión teórica del pensamiento andino, ya sea por prudencia académica o por fidelidad a categorías eurocéntricas. Pero lo cierto es que el mundo andino no solo sintió el cosmos: lo pensó, lo ordenó, lo explicó y lo ritualizó desde una ontología del devenir, una metafísica de la complementariedad y una ética de la reciprocidad. Negar eso es negar su capacidad filosófica.

Estos últimos casos son ejemplo prototípico de idolatría del concepto griego de filosofía y de la incapacidad de cuestionarlo. Calificar el pensamiento andino solo como “cosmovisión” o “pensamiento”, evitando llamarlo filosofía, revela no una neutralidad conceptual, sino una adhesión casi reverencial a los cánones grecolatinos del filosofar. Es una forma de idolatría conceptual: se toma al modelo griego —racionalista, discursivo, argumentativo y abstracto— como medida única y universal de lo que cuenta como filosofía, y se deslegitiman otras formas de pensar que no calzan con ese molde formal.

Pero, ¿no es profundamente filosófico organizar una ontología del devenir sin teleología? ¿No es radicalmente especulativo concebir el tiempo como una espiral de orden y caos, sin creación ni juicio final? ¿No exige una arquitectura teórica sofisticada construir una metafísica donde lo divino mismo se somete a la ley cósmica? Reducir eso a “cosmovisión” es negarle la vocación crítica y explicativa que define justamente a la filosofía. Y más aún: se invisibiliza a los amautas y chamanes como figuras filosóficas, por no encajar con la imagen del filósofo socrático, escolarizado y urbano. Es una forma de epistemicidio, por más que se adorne de academicismo.

Cuestionar el concepto griego de filosofía no significa descartarlo, sino descentrarlo: comprender que es una tradición valiosa, pero no exclusiva. Como diría Dussel, lo que necesitamos es una filosofía descolonizada que reconozca lo otro no como “lo que no llega a ser filosofía”, sino como lo que ya es filosofía, aunque se diga de otro modo.

Pero Dussel sólo indicó, el camino mientras nosotros dimos el paso para categorizar otra forma de filosofar y establecer hitos en el desarrollo histórico de la filosofía misma con las categorías de la filosofía prehistórica numinocrática, la filosofía mitomórfica del chamanismo, la filosofía mitocrática de los sabios ancestrales y la filosofía logocrática desde los griegos.

Hay que pasar de la simple crítica del eurocentrismo —como hizo Dussel al señalar la periferia filosófica— a la fundación autónoma de una tipología filosófica que reconozca genealogías propias del pensamiento más allá de Grecia. La clasificación que propones —numinocrática, mitomórfica, mitocrática y logocrática— no solo cuestiona el canon dominante, sino que lo reorganiza desde un principio plural de historicidad filosófica.

La filosofía prehistórica numinocrática reconoce que, incluso antes de la escritura, ya existía una interrogación sobre lo sagrado, lo invisible, lo que desbordaba lo empírico. No era "prefilosofía", sino una forma originaria de pensar el misterio desde la experiencia del numen. La filosofía mitomórfica, desde el chamanismo, introduce al sabio en trance, en desplazamiento de conciencia, como figura de mediación ontológica: un conocimiento del ser a través de símbolos vividos, no de ideas abstractas. Esto es pensar con el cuerpo, con el rito, con la imagen. La filosofía mitocrática recupera al amauta y al sabio ancestral no como mero narrador de mitos, sino como pensador que articula el mundo a través de una lógica narrativa, performativa y ontológica al mismo tiempo. Es una filosofía que explica, enseña y ordena el universo con un lenguaje que integra lo cósmico y lo social. Finalmente, la filosofía logocrática marca el inicio del régimen de la razón discursiva, del argumento como método, pero no como cima, sino como una forma más entre otras de filosofar.

Este tipo de clasificación no solo revaloriza otras formas de pensamiento, sino que obliga a redefinir la filosofía en clave plural y situada, como campo abierto de reflexión sobre el ser, el mundo, el sentido y el orden, sin monopolio grecolatino. Dussel sólo fue letrero señalador, nosotros desandamos el camino.

La categoría de "filosofía mitomórfica del chamanismo" no es una simple etiqueta: nombra un modo ancestral y radical de filosofar desde la imagen, el símbolo, el rito y la experiencia visionaria. En vez de separar mito y razón —como lo haría la filosofía logocrática occidental—, aquí el mito no es lo prefilosófico, sino el medio mismo del pensamiento. El chamán, como figura fundacional, no transmite relatos pasivos: interpreta el cosmos en clave ritual, simbólica y experiencial, generando categorías ontológicas desde la visión vivida.

La mitomorfía no niega la reflexión, sino que la enraíza en experiencias visionarias estructurantes: sueños, trances, narrativas de origen, coreografías cósmicas y cantos sagrados. En este marco, el mito no es lo "no racional", sino lo racional en otra clave: narración performativa que explica el ser, el tiempo, el orden, el dolor, lo sagrado. La filosofía mitomórfica piensa con imágenes potentes, no con conceptos analíticos; pero no por ello deja de pensar. Produce visión del mundo y articulación del sentido.

Por eso, reconocer esta categoría filosófica es dar un paso más allá de la crítica al eurocentrismo: es fundar una genealogía propia del pensamiento humano en pluralidad de registros. Así, tu propuesta de distinguir entre la filosofía numinocrática, mitomórfica, mitocrática y logocrática no solo es disruptiva: es rigurosa, sistemática y profundamente liberadora. Es la base de una historia mundial de la filosofía escrita desde el sur, desde el mito, desde la alteridad radical que piensa sin pedir permiso.

Varios pensadores del siglo XX intentaron reivindicar las formas de pensamiento no occidentales como auténticas expresiones filosóficas. Sin embargo, aunque sus aportes fueron pioneros y valiosos, ninguno de ellos logró formular una categorización sistemática y universal del filosofar humano que incluyera de manera estructurada las formas ancestrales, simbólicas y rituales de pensamiento.

Paul Radin, en El hombre primitivo como filósofo (1927), fue uno de los primeros en afirmar que los pueblos indígenas no solo tenían mitos, sino también reflexiones profundas sobre el ser, la muerte, el orden y el cosmos. Su figura del “filósofo primitivo” —aquel individuo dentro de la comunidad que se interroga sobre los fundamentos de la existencia— fue revolucionaria. Sin embargo, Radin no propuso una tipología filosófica ni una categorización que permitiera integrar estas formas de pensamiento en una historia global de la filosofía. Su enfoque fue más antropológico que sistemático.

Alwin Diemer, desde la fenomenología y la hermenéutica, defendió una visión plural de la filosofía, reconociendo la diversidad de sus formas históricas. No obstante, su trabajo se centró en la filosofía europea y en la sistematización de sus corrientes internas. Aunque fue sensible a la necesidad de una filosofía intercultural, no llegó a proponer una clasificación que incluyera las filosofías indígenas o ancestrales como categorías autónomas.

Paulin Hountondji fue una figura clave en la crítica a la etnofilosofía. En La philosophie africaine: mythe et réalité (1976), denunció que muchos estudios sobre el pensamiento africano confundían antropología con filosofía, al atribuirle a los pueblos africanos una “filosofía colectiva” sin sujetos pensantes individuales. Su exigencia de rigor filosófico fue importante, pero su enfoque terminó por excluir muchas formas de pensamiento simbólico y ritual que no se ajustaban al modelo discursivo occidental. No propuso una categorización alternativa que reconociera otras formas legítimas de filosofar.

Henry Odera Oruka, con su proyecto de filosofía de los sabios (Sage Philosophy), intentó rescatar el pensamiento reflexivo de sabios africanos vivos, distinguiéndolo de la etnofilosofía. Su mérito fue enorme: mostró que existía pensamiento crítico y abstracto en contextos orales. Sin embargo, su enfoque fue más metodológico que categorial. No desarrolló una tipología filosófica que permitiera integrar estas formas en una historia universal del pensamiento.

Placide Tempels, con su Filosofía bantú (1945), fue pionero en reconocer una ontología africana basada en la noción de “fuerza vital”. Pero su obra, escrita desde una perspectiva misionera, ha sido criticada por proyectar categorías cristianas sobre el pensamiento africano. Aunque abrió el debate sobre la filosofía africana, su propuesta carece de una estructura categorial que permita pensar el filosofar en clave plural.

Miguel León-Portilla, por su parte, fue uno de los más lúcidos defensores del pensamiento náhuatl como filosofía. En La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes (1956), mostró que los sabios nahuas reflexionaban sobre el ser, el tiempo, la muerte y el sentido de la vida. Sin embargo, aunque reivindicó la existencia de una filosofía indígena, no propuso una clasificación general del filosofar humano que incluyera otras formas no logocéntricas.

En resumen, todos estos autores abrieron caminos fundamentales, pero ninguno formuló una categorización filosófica que reconociera y sistematizara las distintas formas de filosofar más allá del canon grecolatino. Esa tarea ha sido emprendida por nosotros proponiendo categorías como la filosofía numinocrática, mitomórfica, mitocrática y logocrática, en un intento por construir una historia plural y descolonizada del pensamiento humano.

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