EL PERU EN BUSCA DEL IDEAL
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
Conforme han ido desapareciendo los regímenes represivos y sucediendo los regímenes democráticos, en el Perú ha crecido el número de protestas sociales. La Defensoría del Pueblo da una cifra anual de más de 150 conflictos activos y más de medio centenar latente, ubicándose entre los más importantes los conflictos medioambientales. Contra lo que piensa la mayoría no se trata aquí de conflictos coyunturales, ni de conflictos estructurales, sino que se trata de algo más grave y profundo. Se trata de la carencia de un ideal consensuado de patria.
La patria es ante todo un ideal y no una cantidad de medio geográfico e histórico que nos hemos asimilado. Aquí no queremos presentar una apología sobre la patria, similar como la hizo Renán en su famosa conferencia en la Sorbona del 11 de marzo de 1882. Lo que se pretende en estas líneas es reflexionar sobre si el Perú tiene un ideal de patria.
Las movilizaciones regionales que proliferan en el Perú lejos de retratar un sentimiento patriota o antipatriota lo que reflejan es que para los peruanos, sobre todo andinos y amazónicos, la patria no es el Perú sino su ciudad o región. Esta es la patria ideal del Perú profundo, y el sentimiento que con él los liga es tan arraigado como el religioso. Nuestros padres, nuestra casa, nuestro campo, nuestra selva, nuestro lago, nuestro río, nuestros cerros, nuestras cosas, son los elementos exteriores que han contribuido a formar el ideal de patria.
Pero la oposición para el Perú profundo no es únicamente entre la defensa del medio natural y la resistencia al medio artificial, sino, también entre Lima-Provincias, esto es, entre la modernidad capitalina y una premodernidad regional que ansía la modernidad. Esto es, que se ponen de manifiesto tendencias contrarias en el seno mismo del Perú profundo. Es decir, no siempre es la pequeña ciudad del interior celosa de su paz pueblerina, sino, está presente al mismo tiempo la pequeña polis con ansías de gran metrópoli.
Los dos momentos más grandes de toda la historia del Perú, los Estados Regionales y el Imperio Incaico, se dieron precisamente cuando se carecía de la idea de nacionalidad. El ideal de los estados regionales era su ciudad y durante el imperio inca la idea de confederación. Pero en ambos casos su ciudad era su patria. Lo cual pervive aun entre nosotros con gran arraigo y hace que los peruanos se sientan ajenos a su obra de nación. Todavía no termina de calar entre nosotros la idea de nación, de esa gran unidad anónima, y en la práctica damos muestras de dar marcha atrás, volviendo a las ciudades independientes. Por eso es que los proyectos federalistas tendrían gran acogida en el espíritu del interior del país, pero con el grave riesgo de poner en peligro la unidad política de la nación. La solución aprista fue el regionalismo, engendro ambiguo entre el centralismo y el federalismo, y, lo que es peor, que no permite poner en cuestión el ideal de patria que queremos.
Apenas constituida la nación en el Perú, con los españoles primero como reino y colonia, y con la república después como ciudadanos libres, nuestro espíritu se sale del cauce y se derrama en todo tipo de esnobismos, quedando el país convertido en un reservorio de mano de obra servil cuando no barata, materias primas y riquezas minerales. Así nuestras glorias han sido exteriores y vanas, tan exteriores que una vez pasadas hemos vuelto a nuestra antigua caverna de pobreza y miseria. Primero fue el oro y la plata, luego el guano, el salitre, después el caucho y el petróleo, ahora son toda una variedad de recursos mineros y no tradicionales, pero hoy como ayer no sabemos si toda esa historia fue realidad o un sueño. Y es así porque no sólo lo miran de esa forma más de 12 millones de peruanos que viven en pobreza, sin contar los que están en el umbral de la miseria, sino porque el puñado de millonarios –diez mil según los últimos datos- es el reflejo de que toda nuestra historia ha sido un profundo error.
Resulta casi baladí decirlo, pero aquí no se trata de aumentar el número de ricos, pues en los Estados Unidos de América se reportan diez millones de millonarios y eso no impide que en las calles de Nueva York pululen debajo de los rascacielos y de los puentes un enorme bolsón de desamparados sin techo, abrigo y comida; y en China apenas son un millón, pero según los expertos el promedio de éstos en un país próspero casi siempre se mantiene no más de 1 por ciento de la población total del país. Entonces, es obvio que de eso no se trata.
Tampoco se trata de lograr un país más igualitario como en los países escandinavos, donde el aumento de la depresión, el alcoholismo, la permisividad sexual y un elevado índice de suicidios ha desembocado en la parálisis moral y el desequilibrio psíquico, lo cual, según se dice, es generada por una excesiva seguridad económica y un gobierno centralizado. Un Estado omnipotente que abastece de todo y no prohíbe nada es tan dañoso como otro que no da casi nada y prohíbe todo. El resultado humano es desastroso, a saber, gente fría, sin sentimientos, sin ternura, incapaz de compartir emociones y sentir amor. Ya no es solamente el silencio sobre Dios, sino que también impera dicho silencio sobre la Naturaleza y sobre el hombre.
Por lo visto, no se trata sólo de nosotros, los peruanos, sino que gran parte de la civilización occidental moderna ha sido un error. Y de entre todos los grandes errores está el del estado centralizado. Este ha mantenido la unidad –y en los estados industriales: la prosperidad- a través de la fuerza y la fuerza destruye por igual herejía, religión y la voluntad. El Perú también ha sido víctima del empleo sistemático de la fuerza que ha producido su embotamiento.
El espíritu peruano no ha sido sometido a las más formidables presiones inventadas por el mundo moderno -como lo tuvo el Viejo Mundo-. Sin hazañas guerreras y sin terror espiritual han hecho que demos importancia al “come y calla” de la mansedumbre resignada de la oprimida cerviz. Pues si bien, nuestro país es el que ha sostenido más guerras en la subregión, todas, a excepción de la sostenida por la Independencia, contra Chile y contra Sendero Luminoso, fueron de baja intensidad. Así el Perú ha fracasado en la más elemental tarea de toda comunidad civilizada, esto es, la creación de un ambiente común. Los casi setenta mil muertos de la lucha antiterrorista de hace una década así lo testimonian. Podríamos decir que el Perú se mantiene en un estado de guerra interna casi permanente y en un estado de guerra externa sólo latente.
La mayor parte de nuestra historia moderna es un contrasentido político. Así cuando en nuestra patria se introduce el principio revolucionario por Bolívar, Castilla y Velasco, o el principio liberal por Unanue, Luna Pizarro y Bartolomé Herrera, ya llevaba en su seno el germen de su propia esterilidad, porque siempre faltaron fuerzas para destruir de cuajo lo que estorbaba y lo que al cabo provocaba su revitalización. Pocas veces los dos principios tuvieron la fuerza para destronar al otro, se disputaron el cuerpo y alma de la nación pero sólo para alternarse en transacciones estériles.
Así somos el país de los grandes proyectos irrealizados cuando no truncos o que deben esperar lustros para realizarse. Podemos llegar a decir que la psicología del peruano es de los proyectos inconclusos. Ejemplo reciente de ello, es que la enorme capacidad de recursos financieros por parte del Estado es inversamente proporcional a la inmensa incapacidad para gestionarlo en obras públicas, sucediendo lo mismo en el ámbito regional. Las dos grandes fuerzas del Perú, la que tira para atrás y la que corre hacia adelante, van dislocadas por no querer entenderse.
Pero el fracaso también se da en lo jurídico. Así en pleno litigio por la delimitación marítima con Chile nos mantenemos aferrados a no firmar la CONVEMAR, a la cual casi 170 países están adheridos y sólo una minúscula fracción sin importancia no lo hace, a excepción de Estados Unidos que no lo firma por el asunto de los fondos marinos, y nos aferramos a la tesis territorialista de las 200 millas de Bustamante y Rivero. Y todo esto sucede a despecho de que a sólo 10 millas mar adentro nuestros humildes pescadores pueden ver en la noche un mar iluminado por flotas extranjeras que depredan nuestro mar. En realidad en el Perú cada ciudad, un fuero; cada peruano, un privilegio. El tránsito caótico de las grandes urbes es un botón de muestra, cada conductor se siente con patente de corso para impedir el pase de otro coche y peatón que se le cruce. Lo mismo sucede en nuestro sistema militar, así como lo mejor que se nos acomoda es el atomismo jurídico de manera similar aparece el atomismo guerrero, esto es, la guerrilla; tanto así que si Chile no invadió la sierra fue por la guerrillas de Cáceres.
En lo que respecta a nuestra vida cultural es, como nuestra historia, una continuada invasión de influencias extranjeras. Aun no hemos hecho nada que podamos de verdad llamar propio. Lo más nuestro es lo precolombino, por eso resuena tan nuestro y auténtico los yaravíes románticos de Melgar, Ciro Alegría, el indigenismo mestizo de Arguedas, el vanguardismo de Vallejo y la narrativa de Scorza. Otras grandes creaciones como las tradiciones de Palma, la filosofía de la liberación de Augusto Salazar Bondy, la teología de la liberación del Padre Gustavo Gutiérrez, y la narrativa de Vargas Llosa, llevan el sello eurocéntrico de la cultura occidental. Nuestro barroquismo ingénito, señalado por Martín Adán, nos vuelve oscilantes entre el remedo occidental y el arcaísmo indigenista.
Unos señalan, como Flores Galindo (Buscando un Inca, 1988), que la utopía andina es peligrosa porque reproduce el viejo autoritarismo y por ello es necesario amalgamarlo con el marxismo; otros, como Vargas Llosa (La utopía arcaica, 2004), piensan que el indigenismo es una ficción pasadista ideológica y reaccionaria, que va a contrapelo del indio mismo que se emancipó de ella y optó por la modernidad liberal. Pero en realidad, nuestro laureado escritor lo que ataca aquí es el indigenismo del primer Valcárcel antioccidental, el de Tempestad en los Andes, pero no el de Ruta Cultural, menos aun el de Uriel García y el del mismo Arguedas. Así el indigenismo que ataca es una ficción, pues el nuevo indigenismo no es afectado por su crítica desfasada e ideológica.
Mientras que la tendencia nativa siempre estuvo presente aunque de modo subalterno, culturalmente hemos tenido como tendencia hegemónica periodos sin unidad de carácter, un periodo escolástico, otro Ilustrado, y otro romántico, luego sigue el positivismo, el espiritualismo y actualmente el posmodernismo. Hemos sido en lo oficial calco y copia del eurocentrismo imperante. Pero no hemos tenido un periodo peruano puro, en el cual nuestro espíritu, ya constituido, diese frutos propios. Lo más propio en la pintura fue Sabogal, Codesido, Brent, Vinatea Reynoso y Camilo Blas, en el pensamiento Mariátegui y Haya, en filosofía A. Salazar Bondy.
El balance es pues desolador. La obra de restauración del Perú está muy cerca del cimiento, a pesar de las perspectivas de curación que surgen de vez en cuando. En nuestros días de bonanza económica, aunque no de justicia social, parece que al fin vamos a entrar en tierra de promisión, pero repentinamente surgen complicaciones que echan por tierra lo empezado y nos dejan con la esperanza en los labios. Aquí se discute todo y se discute siempre, no somos todavía una nación seria, no sabemos a dónde ir y por no saber nos pasamos el tiempo imitando a los demás.
Hace mucho tiempo que nos falta la cabeza. La causa de nuestro mal está en la inteligencia. Nuestro espíritu está embotado de mezquindades, nutrido solo de ideas ridículas, copiadas sin sensatez. Hemos perdido la audacia y la fe. Nuestra extenuación intelectual se revela en la incongruencia de nuestra cultura. Así la fábrica peruana está funcionando por un motor que está fuera de nosotros, es decir, por la demanda externa, y nuestra nación sigue ilusionándose con ser los mejores por su culinaria y ruinas arqueológicas.
Lo único que hoy tenemos en el Perú es el crecimiento de la ignorancia y el orgullo fatuo. No sabemos lo que queremos, valemos muy poco y sabemos poquísimo. No por casualidad nuestra inversión educativa ha sido bajísima durante treinta años. Es decir, tenemos dos generaciones que han crecido incultas y rodeadas diariamente de estulticias. Nuestra televisión es una de las más pobres del mundo en contenido cultural y el gobierno junto con las universidades no promueve ni invierten en investigación, ciencia y cultura. Los institutos de investigación humanísticos y en ciencias aplicadas oficiales y privadas son casi inexistentes y si existen son nominales. Los rectores se eternizan en los cargos para medrar del negocio universitario. Por supuesto que en todo lo dicho hay excepciones, pero la excepción confirma la regla. Nos conformamos con la división internacional del trabajo que nos reserva el lugar de proveedores de materias primas y mano de obra barata.
No hay duda que el Perú de la prosperidad económica está enfermo, débil y postrado espiritualmente, sumido en una profunda debilidad y abatimiento. Nos sucede el peor de todos los males, a saber, la del espíritu sin energía ni grandes ideales. Por eso que el papel intelectual de nuestra nación en el mundo no es muy brillante. Vargas Llosa resarce de alguna forma la pléyade de grandes escritores que ha tenido el Perú, pero años y aun siglos que el sol alumbra en nuestro país para poner al descubierto nuestra decadencia y las ruinas de nuestra antigua gloria.
Ahora, entonces, se comprende que hay una necesidad de destruir nuestras ilusiones nacionales. Peru es una economía de gran empuje en el mundo y Latinoamérica, pero es un actor decadente, que no tiene más solución noble y decente que la de operar en sí mismo una cirugía de alto riesgo en su propio espíritu. Ni duplicar nuestras reservas internacionales, ni unirnos con nuevos tratados de libre comercio con los países que faltan, ni preocuparnos del oro de Conga, ni de la construcción de nuevos aeropuertos para recibir más turistas. Analizando la rosa de los vientos del sino peruano encontramos que la tarea adecuada al Perú de estos tiempos, la más urgente y obvia, es la de reconstruir su espíritu.
Lo que ocurre es que el buen camino está donde no se busca. De ahí la necesidad de destruir las ilusiones nacionales. No hay que esperar nada de la tradición, que si es centro poderoso de resistencia, es también principio débil de actividad. Tampoco hay que soñar que la eliminación de la exclusión social es la panacea de nuestra patología. Lo que hace falta es que los peruanos se pongan a trabajar no en la maniática epidemia de riquezas materiales y del omnívoro centralismo. Lo que hace falta es la acción interior, la vida del espíritu. El capitalismo sustituyó el ideal del guerrero por la del banquero, ahora nos toca a nosotros sustituirla por el ideal del intelectual. No basta con el sacrificio de la vida por la riqueza, hay que luchar por el engrandecimiento de la gran familia en medio de la cual se ha nacido, la ciudad.
En realidad, se trata de una empresa hercúlea y de dimensiones civilizacionales. Tan sólo pensar que hay que edificar una nueva sociedad sin egoísmo racionalizado, sin lucro, impersonalismo y miedo a la reflexión, es ya una tarea de dimensiones descomunales. Pero hay que emprenderla y plantearla. De lo contrario el avasallamiento del hombre máquina, egoísta y sin sentimientos será inevitable. Se terminará imponiendo la barbarie civilizada. En consecuencia, para ir contra la corriente deshumanizadora hay que rescatar el valor del ocio, la austeridad, la pobreza, el sentimiento de naturaleza, del prójimo y de Dios.
En el Perú de hoy, crece el ansia de escapar al destino nacional, cuya estampa más patética fue la victimización del Perú profundo en la última guerra antisubversiva. El Perú es actualmente una de las economías más dinámicas del mundo, pero una de las sociedades con mayores desigualdades, y en esto se nota que hemos llegado al final de nuestra evolución política. A partir de ahora nos toca vivir un cansancio mortal de historia, trabajar en silencio como seres ahistóricos, entregados en profunda calma a las olas de los abismos interiores que no turban. Nos falta crecer hacia dentro para igualarnos con lo que hemos crecido hacia fuera.
En una palabra, el nuevo camino para nuestro país es la creación del ideal. Se trata del término de una evolución, que se produce cuando están agotadas todas las soluciones (la industrial, la cibernética, la medioambiental, etc.). Hace falta que Perú se repliegue sobre sí mismo, que emprenda la búsqueda de la verdad in interiorem Peruvianus. Hace falta hacer de nuestra nación una Grecia cristiana. De polis autónomas no ahogadas de lazos políticos. El ideal que se esboza no es nacional, es simplemente patriótico. Evitemos las enormes agregaciones de hombres, para que vivan sanos de espíritu y con corazón cálido. Solamente en estas ciudades autónomas y pequeñas los hombres volverán a filosofar caminando en mangas de camisa sobre sencillas sandalias. Nos hace falta un héroe, un prototipo, un hombre, un líder espiritual, un Sócrates que nos interpele por la verdad de nuestra propia ignorancia.
Lima, Salamanca 01 de setiembre 2012
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