Gustavo Flores Quelopana
ANTROPOLOGÍA
SIN
ANTROPOCENTRISMO
El mundo como bondad y compasión
Fondo Editorial IIPCIAL
Lima 2022
El
mundo como bondad
No hay mundo malo, hay malas acciones que
equivocadamente se alejan de la virtud. Esta
verdad no sólo tiene que ver con la realidad ética del mundo humano, sino
también con la realidad óntica del mundo material. Y porque atañe de este modo
no sólo al hacer sino también al ser, se trata de una verdad
universal de un profundo sentido filosófico. Desde el punto de vista del hacer
supone la existencia de un ser libre capaz de decidir por sus acciones y
ser responsable de las mismas. Desde el punto de vista del ser implica
que su manifestación como ente no está dominada por la nada, sino por la bondad
de manifestarse fenoménicamente.
De manera que la realidad
ética del mundo humano es lo que lo configura como tal, y que la realidad
óntica del mundo material está penetrada de bondad ontológica. En realidad, si
no existiera la bondad ontológica en todo lo existente la misma existencia de
todos los entes sería imposible. Sin ello todo sería engullido por la Nada. Ello
significaría el primado de la Nada sobre el Ser. Pero como la nada nada es y
como el ser finito no puede ser origen ni causa de sí mismo, ello nos lleva a reconocer
que la bondad ontológica tiene su fuente en un Ser infinito completamente bueno
que hace posible la existencia misma.
Cuando un hombre conoce
esta verdad estará para él claramente demostrado que no es ni el robot de Dios
ni el autómata de las leyes de la materia. O sea, que es un ser libre
responsable de sus actos y no se verá afectado por el determinismo científico
de una filosofía secularizada. Para ello es necesario reconocer que la bondad
ontológica no remite a una fuente metafísica concebida como sustancia infinita
y eterna que determina el mundo a lo Spinoza. Todo lo contrario, alude a una
deidad voluntarista, como en Descartes, pero cuya comprensión exige no sólo la
dimensión de la razón sino también la dimensión de la fe, como exigía Pascal. De
otra forma insistiríamos en la idolatría de la ciencia y de la razón, que ha llevado
a la indiferencia religiosa y al rumbo prometeico del hombre moderno.
Eso, por un lado, pero por la
otra dicha bondad ontológica tiene que ver con el hecho de que el ser prima
sobre la nada. La pregunta sobre por qué existe el universo no se desvincula
con este misterioso problema metafísico que conduce a una reflexión simultánea
entre lo ontológico y lo ético. Y si todo lo que existe es posible por una
bondad ínsita en el ser, en el hombre dicha bondad ontológica cobra un profundo
sentido óntico porque al hombre le es dado ser consciente del papel crucial de
sus actos para la conformación de su ser. Levinas acertó al ver al hombre como
un ser metafísicamente moral, pero erró al pensar que lo ético está más allá de
lo ontológico.
En este sentido hay dos
niveles éticos en el ser: el óntico, relacionado con la posibilidad de que la
existencia no se hunda definitivamente en la nada, y el ontológico, vinculado con
la asunción consciente del bien en la práctica de la virtud. El ser de lo ético
no se agota en el ente finito de naturaleza libre llamado hombre. Va más allá
de él, Tanto hacia abajo como hacia arriba. Hacia abajo, en los demás seres finitos
que existen con menor o nula conciencia. Y hacia arriba hasta llegar a la fuente
infinita y eterna, en la cual lo Bueno no puede sino identificarse plenamente
con el Ser. Lo cual hace que el mundo no sea malo ni en sí mismo ni por las
acciones humanas desviadas del bien. No hay mundo malo, hay malas acciones que
equivocadamente se alejan de la virtud.
Ahora bien, nuestra tesis
de que no hay mundo malo, hay malas acciones que equivocadamente se alejan de
la virtud, bien visto tiene un presupuesto metafísico de base que la
posibilita, a saber, que el origen del ser no es la nada sino el Ser Supremo
personal y providente. Si el punto de partida metafísico fuese otro -la
naturaleza impersonal del Ser supremo del hinduismo o la Nada absoluta del
budismo- nuestra tesis sería completamente insostenible, pues el mundo se torna
ilusión o dolor y sufrimiento. Hay un fondo metafísico antitético entre Oriente
y Occidente, que en su momento fue subrayado por Walter Schubart (Europa y
el alma de Oriente), y que tiene que ver con la desvalorización o
revalorización del cosmos, con un pesimismo u optimismo ético de distinta
profundidad metafísica. El alma china es armónica, el alma hindú es ascética y
el alma occidental es prometeica. El hombre de Occidente es antropocéntrico, el
de Oriente es cosmocéntrico. Claro, vivimos actualmente un nuevo proceso de la
globalización del mundo, aunque en marcos neoliberales, y ello renueva la pregunta:
¿Algún día dichas tradiciones antitéticas llegarán a sintetizarse? Quizá, pero ello
significará una reconfiguración de las savias culturales milenarias y pasará
por la decadencia de la modernidad occidental. La decadencia cultural y
civilizatoria siempre fue requisito para nuevas reconfiguraciones culturales.
Toynbee pensaba que nuestra civilización occidental no estaba destinada a morir
porque sobrevaloraba sus elementos creativos, Spengler pensó un esquema
organológico y biologista de las culturas, pero no es necesario coincidir con ellos
para admitir la decadencia cultural fuera de esquemas organológicos. Este
razonamiento no tiene relación alguna con la tesis neoliberal de Samuel
Huntington sobre el choque de civilizaciones, según el cual el choque de
ideologías sería sustituido por el choque de civilizaciones, culturas, religiones
entre el Occidente democrático y las civilizaciones no occidentales. Tal manida
argumentación neoliberal ha conocido su más completo y definitivo hundimiento
en el conflicto en Ucrania, donde el Orden mundial unipolar está comprobando su
más cumplido y definitivo fracaso ante el surgimiento del Orden mundial
multipolar. Otro autor que se da la mano en una tesis similar es Francis Fukuyama,
donde en su obra El fin de la historia y el último hombre (1992), sostiene
que la lucha de ideologías ha terminado con el triunfo de la democracia
liberal. Fukuyama y Huntington fueron, contra lo que sostienen, exponentes del
triunfo de la ideología neoliberal en los años noventa y primera década del
siglo veintiuno. Triunfo que desde la segunda década empezó de derrumbarse
definitivamente en Occidente.
De manera que es cierto que
la tesis del mundo como bondad pertenece a la tradición del mundo occidental,
pero con la diferencia que ello no significa negarse a admitir que nuestra
cultura moderna no está destinada a morir, pero para reformular
palingenésicamente sus presupuestos metafísicos mismos. Y esto no puede
significar otra cosa que romper con el sesgo inmanentista, secularizado y
antimetafísico de la modernidad occidental. En este giro civilizatorio del
propio Occidente se trata de que recupere su espiritualidad perdida por el
imperio de lo profano, y que junto a Oriente se recupere la religiosidad para
salvar al mundo de la oscuridad del nihilismo secularista.
§ 2.
El
aserto del mundo como bondad es aparentemente contrafáctico, debido a que lo
que la filosofía contemporánea afronta son problemas complejos que tienen que
ver con un mundo que no luce como un dechado de bondad, sino lleno de maldad, peligro
e incertidumbre. La filosofía en el mundo actual se debate en el
esclarecimiento de las interrogantes en torno a la moral, la libertad, la
ecología, la ciencia, la tecnología, el imperialismo, el armamentismo, la
guerra, y la paz mundial. Debord lo describe como la sociedad del espectáculo, Lipovetsky
como la era del vacío, Baudrillard como cultura del simulacro, Castoriadis como
el avance de la insignificancia, Vattimo como tiempos del pensamiento débil, Bauman
como modernidad líquida, Byung-Chul Han como la sociedad del cansancio, y, por
mi parte, como el imperio del hombre anético. Es innegable que resulta chocante
hablar del mundo como bondad cuando sin esfuerzo se respira una atmósfera sin
valores absolutos y permanentes, la realidad se esfuma en la hiperrealidad de
las redes sociales, la perplejidad existencial socava la vida con sentido, la
democracia ya no protege al ciudadano, las urbes se vuelven guetos, la
posverdad impera, la inmoralidad cunde, la corrupción campea, los medios de
comunicación manipulan la mente humana y los hombres se atomizan y deprimen. Lo
cual no nos debe llevar a una actitud maniquea ni discriminadora. Jesús mismo
dijo no venir por justos sino por pecadores (Lucas 5:32), y comió en casa de
Zaqueo, el publicano recaudador de impuestos, corrupto pero arrepentido (Lucas
19:1-10). Todos estos son síntomas de una profunda decadencia de la modernidad
y capitalismo tardío, como totalidad que supura irracionalidad por todos los
poros del sistema imperante. Toda la podredumbre de un mundo en declive actúa
con fuerza sobre la subjetividad humana, y no permite ver la presencia ignorada
de la bondad en el mundo.
Esta bondad es metafísica,
física y moral, en el hombre no sólo luce como impulsividad inconsciente sino también
como espiritualidad consciente. Pues, no sólo es el hombre el que experimenta
la bondad, también es la bondad el que experimenta como hombre. Es más, el
hombre es radicalmente bondad, pues sin su realidad ontológica pierde su humanidad.
Pero si un hombre sin bondad no es hombre sino un monstruo, es así porque la
bondad ontológica viene de la fuente del ser, que es Dios. El problema
metafísico de un Dios sin bondad no es Dios, no es un problema teórico sino
práctico, y su solución se dará en la historia. Lo cual no justifica la completa
historización de la bondad divina. La gratuidad de la bondad divina se plasma
en la realidad del ser. Lo que lleva a que el hombre debe practicar la bondad
por amor al bien y sin esperar recompensa alguna. Ver el mundo como bondad es
recuperar lo bueno en la realidad metafísica, física y moralmente determinante
para la felicidad humana. Por ende, no es tema meramente ideatorio sino
eminentemente práctico, que exige su historización, pero sin justificar su
completa inmanencia.
El abordaje del mundo como
bondad puede parecer ingenua, cándida o exagerada para la mentalidad incrédula,
materialista, naturalista, cientificista, hedonista, nihilista y escéptica del
hombre secularizado de hoy, que entroniza la ciencia y que extraviado el
sentido de lo sagrado y del ser. Pero la Verdad no se sujeta a esquemas
epocales relativistas y obra a su modo. La modernidad es al mismo tiempo un
nihilismo que empobrece el espíritu espantosamente, y un nihilismo que muestra
la vanidad del hombre, mostrando la posibilidad de practicar el bien, recuperar
la bondad del mundo y volver hacia Dios, con toda la libertad del que dispone
el hombre antropológico actual. La esencia del bien no es meramente humana,
sino divina, es metafísica, ontológica, moral y religiosa. Está unida al goce del
existir.
Pero a la modernidad le
caracteriza un enfoque culturalista, donde todas las cosas son reducidas a su
origen social y humano. Todo se vuelve en constructo de la praxis social.
Ya no hay sexo sino género, ya no hay sujeto sino exilio del sujeto por el
algoritmo cibernético. De manera que el hombre prometeico de la modernidad se
empecina en negar la esencia de las cosas para sentirse en la criatura todopoderosa
que determina el ser de lo real. La voluntad de poder ha carcomido las raíces
de la voluntad de servir. O dicho con más precisión, el problema no es el poder
sino el poder para dominar. La voluntad de servir también es poder, pero poder
de darse a sí mismo por amor al prójimo. Lo satánico de la modernidad es que
exacerbó la voluntad de querer lo bueno sólo para sí mismo. A eso se llama
egoísmo, y fue de la mano con el desarrollo del capitalismo desde el siglo XIII
y XIV, llegando a sus extremos paroxísticos en el actual decadente imperialismo
neoliberal y cibernético. De manera que no es difícil comprender la importancia
de ver el mundo como bondad en vistas de evitar el desastre. Desastre del
enorme poder humano asistido por la ciencia y la tecnología. Recuperar la
visión del mundo como bondad es la piedra de toque para lograr una nueva imagen
del mundo. Nueva imagen del mundo que se hace urgente y perentoria en momentos
de tránsito histórico desde el orbe imperialista unipolar hacia el orbe multipolar.
El mundo como bondad exige basarse en una nueva ascesis cultural, respetar la
esencia de las cosas, realizar la actitud contemplativa y reestablecer la relación
con Dios. El mundo como bondad implica todo un giro metafísico en la imagen del
mundo, desde la desontologización antimetafísica del culturalismo hacia la
asunción ontológica tanto de lo inmanente como de lo trascendente.
Sólo así puede darse una
antropología sin antropocentrismo. El antropocentrismo subjetivista de la
modernidad desembocó en el atropello de la realidad natural y humana. Brotó
amenazante la paradoja antrópica en un marco donde el hombre antimetafísico sin
Dios destruye todo lo que toca por su visión objetivante y cosificadora. En
realidad, no es el antropocentrismo mismo, sino aquel antropocentrismo moderno
sin Dios, sin metafísica y sin trascendencia, el que se yergue como la principal
causa de la destrucción del medio ambiente y que orilla las relaciones
internacionales hacia la hecatombe nuclear. De manera que cuando aludimos a una
antropología sin antropocentrismo nos referimos a esta clase de antropología
destructiva, apocalíptica, demencial y antinatural, que se sume en el ateísmo,
anticristianismo y el nihilismo después de Hegel.
Ya hemos afirmado más
arriba que el alma de Occidente es antropocéntrica, porque su sentimiento
metafísico es optimista y afirmador del mundo y de la vida. Por ello, cuando
hablamos de una antropología sin antropocentrismo nos referimos al
antropocentrismo sin Dios y ateo que viene con fuerza desde Hegel en adelante.
En otras palabras, en la tradición de la racionalidad occidental el antropocentrismo
no tiene que ser necesariamente negativo, sino que también puede estar
presidido por el espíritu de caridad y justicia con todas las cosas y seres
existentes. De esto justamente habla la teología de la ecología, reconciliada
con Dios y su creación. De modo que el problema no es el antropocentrismo
mismo, sino el antropocentrismo sin caridad, justamente el que preside la
modernidad tecnologizada y cientificista. Pero alguien podría intentar
refutarnos para decirnos: ¿Pero porqué un antropocentrismo con Dios y no sin
Dios? Volvemos al tema de Dios y del ser. Mientras Oriente piensa lo increado y
la nada pura antes de la creación, Occidente piensa a Dios creador y
providente. Ante esto sólo cabe hacernos la siguiente disquisición: Si hay Dios
tiene que ser el único ser necesario, pues los seres son contingentes y la Nada
nada es. O sea, no hay Nada pura, pero sí se puede admitir la nada potencial
del ser indeterminado, aquel estado donde el ser y la nada son lo mismo, porque
están en la mente de Dios y aún no vienen al mundo. De algo parecido partía
Hegel en su Lógica, pero era algo sólo parecido porque para él no había
Dios trascendente. Su dialéctica es el despliegue de la contradicción en el plano
inmanente. Ahora bien, también hay nada en la degradación del ser finito
existente, y como ausencia. De modo que sólo hay nada relativa en relación con
la propia existencia del ser finito, pero no del Ser infinito. Si hay Ser
necesario ese ser necesario es Dios, de modo que no puede haber la Nada
absoluta, como piensa el budismo, y si ese ser necesario es creador entonces no
es de naturaleza impersonal, como sostienen el hinduismo. Sin duda que el devenir
como paso del ser finito al no-ser y nuevamente al ser es presencia anonadante
del ser categorial, pero nunca es la nada absoluta. Ni siquiera en la muerte ni
en la entropía se hace presente, porque la temporalidad es sólo una parte de la
historia de la Creación por el Ser infinito y providente.
Ahora bien, el tipo secularizado
de antropocentrismo antropológico tiene su expresión nítida en la filosofía
kantiana. El
hombre pone el ser a las cosas como fenómenos. La idea del hombre como sujeto
activo del cosmos que sólo conoce los fenómenos y no las cosas en sí, se
traduce en la idea de Libertad. Ese fue el legado kantiano conocido como giro
copernicano. Con ello partió el mundo filosófico en dos. Por un lado, Platón
con las esencias trascendentes, y Aristóteles con las esencias inmanentes. Y
por otro, Kant con el ser racional autónomo y libre como fundamento del mundo.
Su racionalismo crítico sistematizó el espíritu autárquico de la modernidad. La
gran paradoja es que el hombre no se suele comportar de modo racional ni ético,
y las guerras mundiales junto a otras catástrofes que acomete a menudo, hacen
meditar hacia dónde ha ido a parar el gran legado kantiano. El hombre como
centro activo del cosmos señala una responsabilidad moral tan elevada como
incumplida. La desmitificación fenoménica del mundo junto al énfasis en una
ética del deber inmanente, ha desembocado en los caminos extraños del endiosamiento
nihilista y prometeico del hombre. El concepto de autonomía del espíritu que se
dicta su propia ley hace que la idea de la Libertad sea el punto inicial y
final de su filosofía. Pero el hombre concreto de la modernidad fracasa
constantemente con tanto poder en sus manos y se muestra como una amenaza para
sus semejantes y para la Naturaleza. La libertad humana se muestra incapaz de
regirse solamente por la Razón. Kant se olvidó del amor y de lo espiritual, el
hombre también es capaz de hacer el bien por amor y de sentir a Dios en su
corazón. En ese sentido Rousseau vio más profundamente la naturaleza humana al
percatarse de la importancia de los sentimientos y del corazón. Meditar críticamente
la cumbre kantiana es urgente ante los peligros hedonistas, narcisistas y nihilistas
del endiosamiento humano en que ha desembocado la actual civilización atea de
la antropología antropocéntrica.
§ 3.
Naturalmente
que al hacer tal afirmación -el mundo como bondad- estamos colisionando con importantes
interpretaciones que afirman lo contrario. Entre ellas resalta el budismo con
su consideración del mundo como sufrimiento y dolor, el discurso mítico con el
origen cósmico del mal, a Leibniz con su apreciación de que el mal y el bien
son necesarios para la armonía del mundo, a Kant con su planteamiento de que el
mal pertenece al dominio del deber ser, a Hegel con su idea de que el mal está
en todos los dominios del ser, a los teólogos Karl Barth y Paul Tillich que
piensan que el mal pertenece al lado colérico o demoníaco de Dios, o a Hannah Arendt
que piensa que el mal es una realidad banal. Y naturalmente que también se
colisiona frontalmente con el predicamento narcisista, relativista, hedonista y
nihilista de la filosofía posmoderna. Esto, por un lado, y por el otro aparentemente
se estaría reproduciendo lo que pensaba San Agustín que consideraba que el mal
no es sustancia ontológica sino resultado posible y ético de nuestra libertad;
e igualmente a Santo Tomàs de Aquino, estipulando que el bien es algo propio
del ser.
En realidad, la postura de
Tillich, como la de Bultmann, es presentación del ateísmo en lenguaje teológico,
y la de Barth acaba negando la Revelación al afirmar que Dios sólo es
cognoscible por la gracia y misericordia, y no por la razón. Barth y Tillich
forman parte de la controvertida teología protestante contemporánea de Brunner,
Bultmann, Bonhoffer, el obispo Robinson y T. J. J. Altizer, que contradicen en
el plano doctrinario al dogma defendiendo confusos sincretismos que ponen en
duda la revelación y niegan que por la razón natural se pueda conocer a Dios. Se
tratan de desviaciones teológicas que difícilmente se concilian con el
testimonio de las Escrituras y descaminan su verdadera comprensión.
§ 4.
Al
respecto quisiera empezar por lo último, para sostener que el mal no es
sustancia prima sino sustancia secunda. Y como sustancia secunda es totalmente
contingente, tiene término, es dependiente y su tiempo de vigencia no es
indefinido. La muerte y la entropía, sólo por dar dos ejemplos, son manifestaciones
de la tendencia del ser hacia la nada sólo relativamente en el orden del tiempo,
pero no en el orden de la eternidad, la cual es el orden de la bondad ontológica
de Dios. De manera que el aserto de San Agustín es completamente exacto, aunque
incompleto, pues el mal no es sustancia prima pero sí sustancia secunda.
De ahí que siempre para la
mente occidental no dejará de llamar la atención la apología de la nada que se
encuentra en diversos credos y filosofías. Así, tenemos que en la mística del
budismo se alcanzan sin duda virtudes sublimes -abstinencia, autocontrol,
silencio, desprendimiento, moderación, entre otras-, pero mientras en la celda
del monje cristiano está Dios personal y providente en la del monje budista
está la Nada, el nirvana y el todo indiferenciado. Mientras que la pregunta de
la filosofía occidental es ¿por qué hay ser en vez de nada?, la de la filosofía
oriental, especialmente budista, es ¿por qué hay nada en vez de ser? No estamos
cuestionando el derecho de otras tradiciones culturales a existir, sino sólo
tratamos de atender la lógica interna de su racionalidad. Que existan otros
contextos culturales pueden explicar otros tipos de racionalidad, pero esto no
lleva a pensar que la verdad sea inconmensurable. Ciertamente que la
racionalidad occidental es solo una posibilidad, no una necesidad, la
racionalidad y la experiencia no son neutras, pero esto no nos debe llevar al
anarquismo epistemológico que sostiene que la verdad no interesa sino la felicidad.
No, todo lo contrario, la verdad es lo que interesa, y esto vale por más que se
reconozca que no hay hechos escuetos, sino que están atravesados de teoría y
del paradigma dominante. Otros tipos de racionalidad son otras maneras de
acercarse o alejarse de la verdad. Cuando se afirma que hace falta la ampliación
de la racionalidad no se está afirmando que todas las racionalidades son
irrefutables, sino que junto a la razón está la fe, y ambas deben ser tomadas
en cuenta en el afán del conocimiento humano. Así, en el budismo chino actual
de Nishida, Tanabe y Nishilani, la nada mantiene la primacía sobre el ser. Se
piensa la nada antes de la creación o del ser categorial. El origen del ser no
es el no-ser, y de esa forma se rechaza la idea de la trascendencia divina.
Rescatan la unidad entre filosofía y teología, el logos de la ratio y el logos
del mytho, y subrayan que la filosofía no es griega, sino que pertenece a la
condición humana. En suma, la tradición oriental budista -a la que se adhirió
Schopenhauer- piensa la Nada antes de la creación, porque no piensa a Dios
mismo antes de la Nada de la creación. Ese es el punto de inflexión: pensar la Nada
antes de la creación equivale a no pensar a Dios antes de la nada de la
creación. En la otra gran tradición de la tradición oriental, la hindú, el
universo creado no es producto de la Nada, sino que es resultado de la naturaleza
impersonal del Ser supremo. La naturaleza material es ilusión, es maya, pero no
es la Nada. Si el budismo piensa la Nada absoluta, el hinduismo piensa el ser
absoluto divino de modo impersonal, pero en ambos hay un rechazo del mundo real.
De ahí que Albert Schweitzer, en su obra El pensamiento de la India,
tenga razón al afirmar que las religiones occidentales son afirmadoras del mundo
y de la vida, mientras las orientales son negadoras. De manera que sostener la
afirmación del mundo como bondad resulta insostenible dentro de la lógica
oriental.
Valga esta acotación para
afirmar que tampoco nuestra idea de que el bien es algo propio de todo ser que
existe es nuestra, sino que fue planteada por Santo Tomás de Aquino, el cual
añadía una observación ontológica clave, a saber, que el mal es algo que se
aleja del bien y, por tanto, del ser. Ante el agudo apunte del Aquinate sólo
añadimos que tal alejamiento ontológico del mal como sustancia secunda, permanecerá
en el orden final de la bondad ontológica -el Juicio- no porque el Bien Supremo
así lo desee, sino porque habrá seres que no soporten su luz, viéndose
impelidos a la oscuridad de la sustancia secunda. De manera que nuestra contribución
es pequeña pero necesaria. Los teólogos Barth y Tillich yerran y cometen un
exceso al pensar que existe un lado demoníaco de Dios. Porque, por un lado, reconociendo
que el mal no es sustancia prima sino sustancia secunda, y por el otro,
añadiendo que siendo el mal algo que se aleja del bien, sin embargo, no deja de
existir, de manera que el mal también es algo propio de un modo particular de ser,
pero no de Dios sino del que se aparte de él.
§ 5.
Que
exista el mal como sustancia secunda más allá del tiempo sería una refutación a
nuestra tesis de que no hay mundo malo, sino acciones malas. Y esto nos haría
pensar en las afirmaciones de los teólogos Karl Barth, protestante calvinista,
y Paul Tillich, existencialista cristiano. Mientras Barth hace alusión al mal
como la cólera de Dios, Tillich repara en el lado demoníaco de Dios. Lo que
tienen en común ambos es que terminan identificando el mal con la sustancia divina.
Naturalmente que no se trata de un mal guiado por la injusticia, sino por la
justicia como castigo incurrido. No puede ser de otro modo, y diversos
versículos de la Biblia aluden al castigo divino como correctivo dado a los que
ama (Proverbios 3:11-12; Lucas 12:48; Apocalipsis 3:19; Romanos 2:12; Hebreos
12: 11, etc.). Pero bien visto el correctivo por amor tiene poco que ver con el
mal y no soporta verse identificado como el lado demoníaco de Dios. No
obstante, la existencia de un lugar de castigo eterno, llamado infierno, puede
aparentemente verse como su lado demoníaco. Pero no es así realmente. Dios
aborrece el pecado, pero no al pecador. Y aunque la frase no está en la Biblia
refleja cabalmente la prédica de la Cristo.
Eterna felicidad o eterno
sufrimiento son las antípodas escatológicas de la geografía y topología divina.
El mal es un misterio divino, no obstante pensar en un lugar de tormento por el
fuego corpóreo eterno corresponde a una separación de los elementos morales.
Así, los malos que se arrepentirán no por odio al mal sino al dolor del castigo
físico -pena de fuego- y espiritual -pena de daño- dan lugar al castigo eterno
en aquel lugar denominado infierno. Lo que se trata en el fondo es del
remordimiento de conciencia que aflige punzando sin cesar y sin remedio alguno.
El malvado huye de la luz principalmente porque se avergüenza de los horrores
de sus faltas que ofenden la majestad de la pureza de la bondad divina. Por
ende, hay eterno sufrimiento en la topología divina.
Pero el lugar de suplicio y
de castigo eterno no se da porque Dios tenga un lado demoníaco, sino porque la
culpa, la ofensa, y el odio a Dios es permanente y no da lugar a arrepentimiento.
El castigo es equivalente al suplicio que dura eternamente. Es decir, el que
persevera en el mal es responsable de alejarse lo más posible del bien. Si en
el orden del tiempo lo que es el mundo depende de nuestras acciones, en el
orden de la eternidad existe un mundo bueno -el Cielo- y un mundo malo -el
infierno- por siempre. Pero si existe este mundo malo no es porque Dios, que es
el Sumo Bien, lo ha querido, sino por la mala voluntad de seres racionales perseverantes
en el mal. Es por ello que fue rechazada la doctrina de la apocatástasis -ilustrada
originariamente por Orígenes y Clemente de Alejandría- o enseñanza que todas las
criaturas libres compartirán la gracia de la salvación, incluso los demonios y
las almas de los réprobos. Pero esta doctrina de la salvación universal está
más vinculada al necesitarismo platónico de la gracia y al esquema puramente
natural de la justicia divina, como lo señala San Agustín. Al mismo tiempo se
puede sostener que la existencia del mundo mal es sustancia secunda y no sustancia
prima.
Pero hay algo más importante
respecto al lugar tenebroso donde van los réprobos. Y se refiere al envío del Hijo
Unigénito por el Padre al mundo para poner fin al reino lóbrego de Satanás
sobre los hombres. No hay que olvidar que en las religiones antiguas se
practicaba el sacrificio humano y de animales, y esto cambió radicalmente con
Cristo, “…que se entregó como ofrenda y sacrificio flagrante para Dios (Efesios
5:2), y que quedó instituido en la Eucaristía. El Evangelio nos informa del poder
extraordinario que Jesús demostró en la expulsión de los demonios y que entre
las potestades que quiso transmitir a los apóstoles y a sus sucesores fue el de
expulsarlos de los cuerpos poseídos (Mt. 10: 8; Mc. 3:15; Lc. 9:1). También
Dios ha dotado de poderes sacramentales para efectuar el llamado exorcismo y ha
elegido como antídoto permanente a la Santísima Virgen. Lo grave del asunto es
que existen teólogos, que siguen a la cultura secularizada, propensos a
subestimar la existencia e influjo de los ángeles rebeldes sobre las cosas
humanas considerándolos como cosas ilusorias o pertenecientes a las patologías
psíquicas. Pero Satanás no es una idea abstracta del mal, ni una idea delirante
de psicóticos o neuróticos, es un ser espiritual dotado de inteligencia,
voluntad, libertad e iniciativa, pero es el príncipe de la mentira y del mal. Fue
creado bueno por Dios, pero se volvió diablo con su corte por su propia culpa. Así
es descrito en la Biblia como Acusador (Ap. 12.10), Enemigo (1 P 5.8), Serpiente
antigua (Ap. 12.9), el Gran dragón (Ap. 12.9), el dios de este siglo (2 Co.
4.4), Príncipe de la potestad del aire (Ef. 2.2), Tentador (Mt. 4.3).
Bien subraya Concilio
Vaticano II que “toda la historia humana está penetrada de una tremenda lucha contra
las potencias de las tinieblas, lucha iniciada en los orígenes del mundo” (Gaudium
et Spes 37).
Felizmente que el
diagnóstico de la demonopatía tiene sintomatología propia y está fuera de toda
duda (refractario a fármacos y desaparecen con socorros religiosos). Un poseso
puede hablar lenguas muertas, tener conocimiento de sucesos personales ajenos, expulsar
por la boca materializando ranas, clavos, tornillos y tijeras, deslizarse como
serpiente por el piso, mostrar fuerza extraordinaria, hacer contorsiones
imposibles, etc., sin explicación psicológica y científica posible. Simplemente
no responde a causas naturales, sino sobrenaturales. De entre todos los estudiosos
son los filósofos modernos, con su idolatría a la razón supuestamente autónoma,
el que desestima la realidad de tales fenómenos. A ellos hay que invitarlos a
hacer frente a lo que un exorcista ve y hace. Estoy seguro que no sólo recuperarán
la fe, sino que su visión de la realidad cambiará radicalmente. Aquí cabe la
salvedad que un demonólogo no es precisamente un exorcista, el primero es más
teórico y el segundo le añade la práctica. Los estudios más reconocidos son
cuatro: El diablo (1988) de monseñor Balducci, La plegaria de liberación
(1985) del padre Mateo La Grua, Cronista en el Infierno (1990) de Renzo Allegri,
Habla un exorcista (1990) de Gabriele Amorth, y Memorias de un
exorcista (2008) del padre Fortea.
Se tratan de verdades reveladas,
contenidas en la Biblia, ahondadas por la teología, enseñadas por la Iglesia y
realidad constatada por el exorcista. Sólo resta decir que la expulsión de los
demonios es parte del restablecimiento del plan divino, echado a perder por la
rebelión de una parte de los ángeles y el pecado de los progenitores. Ahora se
entiende lo dicho por Pablo: “nuestra lucha no es contra la carne y la sangre,
sino… contra los espíritus del mal que están en las alturas” (Ef. 6:12). Pero en
la comprensión del mundo como bondad debe entenderse que el mal, el dolor, la
muerte y el infierno, no son obra de Dios, y que todo el plan unitario de la
creación estaba orientado a Cristo. Y el demonio sabiéndose derrotado, y que “le
queda poco tiempo” (Ap. 12:12) intenta atraer hacia él a cuanta gente pueda. Derrotado
por Cristo, el demonio combate contra sus seguidores. Y la vida terrenal humana
se convierte en un estado de lucha contra él. Al llegar al fin del mundo se
sabrá quién comparte la vida o la condena eterna. O sea, todo ha sido hecho por
Cristo y para él. El sentido cristocéntrico de la creación es incuestionable.
§ 6.
Interesante
de considerar es la opinión de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal, sobre
todo porque se refiere a la existencia de un mundo malo en lo terrenal o
inmanencia. En su obra Eichmann en Jerusalén no describe a dicho criminal
de guerra como un psicópata, ni un malvado, sino como una persona vulgar,
incapaz de pensar por sí mismo, muy próximo al hombre masa que tiene la cabeza
llena de eslogans y verdades consabidas. Sus descripciones son muy próximas al
célebre libro El hombre mediocre de José Ingenieros y al hombre masa de
Ortega y Gasset.
Su libro fue repudiado no
sólo por señalar la mediocridad de Eichmann, sino porque destacó el papel
activo de los Consejos judíos en los guetos nazis y su corresponsabilidad en el
exterminio. Ellos eran los que hacían cumplir las órdenes de los nazis, fueron
sus colaboradores eficaces. Por hacer estas revelaciones los colegas en la universidad
ni le hablaban, la gente se mostraba irritada y furiosa por evidenciar la propia
traición de prominentes judíos. Y para colmo reclamó un tribunal penal internacional
y no judío.
El punto que nos concierne
es que nuestra filósofa abordó un mundo malvado existente en el tiempo histórico,
aquí en la tierra. Lo cual es incuestionable si revisamos lo que sucedió en
Treblinka, Sobibor, Auschwitz y demás campos de exterminio nazis. Aquí la
pregunta es: ¿el campo crea al criminal o el criminal crea el campo? Si es lo
primero, entonces el mundo malo preexiste al mal moral, pero si es lo segundo
es el mal moral lo que crea el mundo malo. También se puede dar una opción
intermedia que considere la conjunción de factores externos e internos.
Así, el sobreviviente judío
italiano Primo Levi, autor de su Trilogía de Auschwitz, subraya que las víctimas
reducidas a la bestialidad y a la demencia tienden a volverse en un monstruo
moral. O sea, antes de ir al crematorio ya es previamente deshumanizado. Y lo
más inquietante es su afirmación de que los salvados fueron los peores, los más
egoístas, porque los hundidos fueron los mejores, los que tuvieron el valor de
enfrentarse al opresor, y por ello murieron. Y esto lo dice sin excluir al pueblo
alemán de cargar la culpa de haber seguido hasta el final al gran histrión de Hitler.
Valga esta acotación para
volver a Arendt y su análisis de ese hombre que viajó por toda Europa para detener
y deportar judíos a las cámaras de gas, dentro de un régimen monstruoso que
hizo colapsar la conciencia moral de los alemanes en el Tercer Reich. Sin duda
que el antisemitismo no fue un invento nazi y era una fobia muy extendida por
toda Europa desde hacía un buen tiempo. La propia Arendt constata este hecho en
su obra Los orígenes del totalitarismo (1951), diciendo que el antisemitismo,
el imperialismo y el racismo conducen al totalitarismo. Sin duda, un Estado
criminal y un orden jurídico criminal genera criminales entre la gente normal.
Es el mismo racismo que sobrevive en nuestros días y constituye la perversión
de la condición humana contra la humanidad. Esa confluencia de factores es lo
que señala Arendt y que crea un nuevo tipo de delincuente que comete actos
malvados sin percibirlos.
Una nueva revisión del tema
por el filósofo italiano Giorgio Agamben tiene lugar en su libro Homo sacer,
neologismo con el que alude al poder soberano del Estado que se extiende sobre
la vida de las personas que considera que pueden ser eliminadas con impunidad,
tal como ocurre actualmente con los refugiados. Pero retornando a Arendt nos
recuerda que la defensa del criminal de guerra Eichmann aludió al cumplimiento
de su deber y por ello procedió como un fidedigno kantiano. En realidad, la
postura del mismo Kant es ambigua, porque a pesar tener máximas de indudable
valor moral -rescata a la persona como fin en sí mismo y nunca como medio-, no
obstante, nunca autorizó la rebelión ni la oposición al poder, sino la
obediencia y la sumisión. Sus ideas de obediencia al soberano que siguió a pie
juntillas constituyen un fuerte contraste y un retroceso ante un Tomás de
Aquino y la neoescolástica española del barroco que con el Padre Mariana justifican
el regicidio.
Por este motivo Michel
Onfray, en El sueño de Eichmann, le reprocha a Arendt no entender a
Eichmann. En realidad, es a la luz de la Metafísica de las costumbres del
propio Kant que se puede comprender que se puede cumplir con el deber jurídico
sin cumplir con el deber moral. Y es que en el fondo estamos ante el cumplimiento
de la separación inmanentista entre ética y política que comenzó con Maquiavelo
y que Kant lleva a una nueva cúspide. Este sesgo formalista de la filosofía kantiana
fue advertido lúcidamente por Max Scheler en su Ética, al concebir la
existencia de valores objetivos y no únicamente formales. La gran conclusión de
Scheler es que no es el valor sino el amor y el odio los que descubren el valor
ético.
En realidad, la gran paradoja
de la ética kantiana reside en que Sólo es moral cuando se actúa por deber, esa es la máxima de la ética
kantiana. Si lo hace por deseo o amor no tiene calificación ética. Esto
equivale a pensar que el hombre carece de inclinaciones hacia lo virtuoso. Es
como decir que sólo los malvados, depravados, desalmados y perversos, son capaces
de acción moral porque lo hacen llevados por la idea del deber. El propio Kant
trató de resolver este absurdo afirmando que sólo es moral lo que no se hace
por satisfacción. Pero su respuesta es totalmente insatisfactoria, porque niega
que el hombre puede alcanzar un desarrollo ético superior que lo haga coincidir
con lo moral al margen de la idea del deber. En otras palabras, la voluntad
estará dentro de la moral no sólo acatando el mandato de la razón sino también
el del corazón. Y esto es así porque la buena voluntad no sólo actúa por deber
sino también por amor al bien.
Algo no muy diferente nos
dice Marx al denunciar al capitalismo como una estructura que debe ser abolida
porque condena al hombre a una vida sin esencia humana. Lo que nos lleva a
constatar que el mundo social puede ser malo sin que ello comprometa otras dimensiones
del mundo, incluso sin que se vuelva malo todos los ámbitos del mundo social. Cosa
por el estilo se observa actualmente en el terremoto geopolítico entre el
declinante orden unipolar presidido por el imperio norteamericano y el ascendente
orden multipolar encabezado por China y Rusia. Pero al fin y al cabo el mundo
social es hechura de las acciones humanas. Y acciones guiadas por la avaricia,
el afán de poder, la ambición, entre otras, son decisiones de un ser libre. No
hay duda que la adicción más aberrante es la adicción al lucro y la ganancia.
Esa es la lepra que carcome a la civilización capitalista y que enmohece el
corazón del hombre desde tiempos antiguos.
Elocuentes resultan las
palabras del Evangelio al decir: “¡Vamos
ahora, ricos! Llorad y aullad por las miserias que os vendrán. Vuestras
riquezas están podridas, y vuestras ropas están comidas de polilla. Vuestro
oro y plata están enmohecidos; y su moho testificará contra vosotros, y
devorará del todo vuestras carnes como fuego. Habéis acumulado tesoros para los
días postreros. He aquí, clama el jornal de los obreros que han cosechado
vuestras tierras, el cual por engaño no les ha sido pagado por vosotros; y los
clamores de los que habían segado han entrado en los oídos del Señor de los
ejércitos. Habéis vivido en deleites sobre la tierra, y sido disolutos;
habéis engordado vuestros corazones como en día de matanza. Habéis
condenado y dado muerte al justo, y él no os hace resistencia.” (Santiago 5:1-6).
Esto es, el origen de aquel
mundo social malo o bueno es de índole moral o decisiones libres que se distancian
o aproximan a la práctica del bien y la virtud. El totalitarismo conduce a la
sociedad totalitaria, al implante del terror y la aniquilación. En consecuencia,
el orden social conforma un mundo a partir de las decisiones morales de la voluntad
libre. Y por ello, su bondad o maldad depende de la realización en la historia
de la justicia y la caridad, sin las cuales la vida política se pervierte y la
vida social se degrada. El mundo malo en la tierra existe y es real, pero tiene
un origen moral, nace en el corazón pervertido por las malas pasiones
exacerbadas por un mecanismo social inhumano.
Hegel es un caso aparte al
considerar que el mal está en todos los niveles del ser, donde coincide lo
lógico y lo trágico. Por lo demás, está en todos los niveles del ser porque la
negatividad de la dialéctica se despliega en la inmanencia, no hay
trascendencia. Todo deviene en la inmanencia. Naturaleza y Espíritu son puramente
fenoménicos, finitos y perecederos en el devenir de la Idea. Así como en
Spinoza la idea de Dios sobra y es superfluo en un mundo donde la necesidad lo
rige todo, del mismo modo en Hegel la idea de Dios sobra en un mundo donde la contradicción
dialéctica lo rige todo. Todo lo que existe merecer perecer y renacer
enriquecido, incluso el Absoluto. Se trata de una reflexión dialéctica que
discurre en el nivel cósmico como en
el antropológico, y por ello el mal es visto como parte necesaria y estructural
tanto de la Aufhebung como de la sociedad humana.
La dialéctica hegeliana consiste
en el proceso de negación de una realidad para dar lugar a otra, donde se
guarda dentro de sí algo negativo. Lo suprimido es conservado. Por ello Hegel
no propone una moral alternativa a la kantiana. Su teoría de la eticidad concibe
el deseo como el principal constructor de la sociedad humana, y jamás una
determinada conciencia moral. Su concepción historicista y genética de la moral
humana considera indispensable la necesidad del mal y lo lleva a la rotunda
afirmación: “No existe realidad moral efectiva alguna” (Fenomenología del
Espíritu).
Esta y otras
consideraciones hegelianas fueron las que llevaron, por ejemplo, a Marx a
valorar la Fenomenología por su método y rechazarla por su sistema,
donde se confunde objetivación y enajenación. El hombre no existe sin
objetivarse, pero Hegel creía que toda objetivación era enajenación, siendo las
circunstancias históricas las responsables de esta confusión. Así objetivación
y enajenación resultan inseparables de hecho. Como lo señala Lukács, con esta
confusión Hegel se ve empujado al ridículo resultado gnóstico de considerar el
espacio y la materia como una enajenación del espíritu. La solución que propone
es una reconciliación de las enajenaciones en el Saber Absoluto, donde se resuelven
todas las contradicciones. Para Marx justamente esta reconciliación a través
del pensamiento es ficticia, conservadora e ilusoria, pues considera que las
contradicciones en el mundo sólo podrán resolverse mediante la Revolución. Y
para Kierkegaard el historicismo dialéctico hegeliano es denunciado por olvidar
el individuo y priorizar el proceso abstracto del pensamiento de la Idea Absoluta.
Por más que la publicación
de los Escritos de Juventud por Nohl sea considerado como una
demostración que el sistema de Hegel no es una catedral de conceptos, sino el
camino del individuo humano, persiste la convicción de que sea trata de una
filosofía que glorifica la realidad. En realidad, la disolución de la
efectividad ética en Hegel nace del reduccionismo de la realidad al mecanismo
dialéctico de lo finito, y esto se da a tal punto que el Absoluto sólo se encuentra
completo al final del proceso dialéctico.
La circularidad del ser en
la Ciencia de la Lógica afirma que el Absoluto es esencialmente resultado.
Lo cual no es más que una consecuencia de su concepción unívoca del ser, panteísta,
junto a una deidad inmanente, que conduce al concepto del hombre que se desaliena
cuando se reconoce como absoluto, negando a Dios. Bien se advierte que su
sistema es una teodicea donde al mismo tiempo que se niega el mal mismo, se le
reconoce en todos los niveles del ser. Con ello el hegelianismo quedó unida a
una realidad antropológica que conquista el mundo, pero se pierde a sí misma. La
astucia de la razón no puede dar el salto más allá del delirio prometeico de la
modernidad porque su naturalismo panteísta está atado en el horizonte inmanente
del devenir universal. Su ubicuidad del mal resulta inmoral e insostenible.
§
8.
Para
Leibniz el bien y el mal son necesarios para la armonía del mundo y corresponde
a él la creación del término Teodicea, título de una de sus obras, a fin
de demostrar la justicia divina. Desde él la teodicea es considerada parte
fundamental de la teología natural. Sus consideraciones son una respuesta a los
planteamientos de Bayle expuestas en su Diccionario (1697). La solución
de Leibniz es la tradicional: el mal no existe y su responsabilidad no es imputable
a Dios. Y sobre la libertad rechaza el determinismo teológico del
protestantismo de su tiempo, reivindicando para el hombre la libertad como
autodeterminación. La libertad humana es inclinación de Dios sin necesidad, y
no es indeterminación absoluta. Pero para Leibniz lo real es un orden racional
y sólo puede ser comprendido a partir de un sistema de principios racionales,
pero nunca llegó tan lejos como Hegel. Por eso el orden racional de lo real se
expresa en el hombre de forma confusa y limitada (Monadología § 61).
El dios leibniziano no crea
arbitrariamente las leyes de la lógica, sino que se somete a ellas. Se trata de
una filosofía basada en tres principios: el principio de contradicción, que da
cuenta de las esencias de la matemática; el principio de razón suficiente, que explica
las existencias físicas; y para dar el paso de la física a la metafísica se
echa mano del principio de perfección, fundamental en su complejo sistema. Del
segundo principio había recurrido en su Teodicea para explicar que los
acontecimientos futuros tienen un motivo para ser de una determinada manera. En
su Discurso de Metafísica (§ 13) precisa que las verdades de hecho
dependen del principio de razón, pero estas verdades contingentes dependen, en
definitiva, de la voluntad divina de crear el mundo, el cual encarna el
principio de perfección. De esta manera, si el principio de identidad o no
contradicción fundamenta las verdades necesarias, el principio de razón
suficiente fundamenta las verdades contingentes, pero no puede demostrarlas
porque son indemostrables. La razón por la cual existe algo en vez que nada tienen
su fundamento último en un ser que existe que existe necesariamente y que es su
causa (Teodicea § 7), y que expresa el
principio de perfección. De modo que el principio de contradicción (lógico), de
razón (ontológico) y de perfección (metafísico) convergen en todo su pensamiento.
Estos principios tienen una validez lógico-ontológica, porque lógica y
metafísica están íntimamente ligadas en su filosofía. Su afán es poner una
piedra basal común a la realidad y al conocimiento, tal como escribe a la princesa
palatina Isabel en 1678. El principio de no contradicción explica las verdades
necesarias de las esencias, el principio de razón las verdades contingentes de
las existencias, y el principio de perfección la verdad absoluta del Ser
perfecto e increado, causa de sí, creador y que existe necesariamente. El
principio de perfección es la corona del principio de razón, por la cual Dios
es la primera razón de las cosas, explica sus elecciones y sus fines. Se trata de una razón moral para realizar lo mejor.
El dios de Leibniz elige lo
mejor, por ello no es el dios voluntarista de Descartes que actúa
arbitrariamente, ni el dios determinista de Spinoza que está sujeto a la
necesidad natural. Su solución es un esfuerzo por salvar, a la vez, la
libertad, la omnipotencia y la bondad divina, cosa que carecen la solución
cartesiana y spinosista. Al distinguir el ámbito lógico, metafísico y moral,
coloca la razón moral como el ápice por la cual Dios toma sus decisiones,
porque es imposible que no escoja lo mejor. El dios leibniziano no puede dejar
de elegir lo mejor, y no hace nada sin una razón suficiente eligiendo lo mejor después
de haber comparado todos los mundos posibles (Teodicea § 52 y 124).
Refiriéndose a la posibilidad de las cosas expresa que la esencia tiende a la
existencia, pero quien decide su existencia es Dios, a través de su voluntad y
sabiduría divinas. Las esencias no son un torrente incontenible, son posibles
que no son autosuficientes, y por ello dependen de la voluntad divina de crear.
Y esto lo dice contra Spinoza, en quien el excesivo dinamismo de las esencias
vuelve el acto creador en innecesario; y también contra Platón porque ahora son
las ideas las que exigen materializar su ser como existentes. En suma, es la bondad
divina la que permite el paso de lo posible a lo actual, del no-ser al ser. El
entendimiento divino es lugar de las esencias, y la voluntad divina es fuente de
las existencias, pero toda la realidad del mundo es resultado de la bondad
divina. Así Leibniz conjura la necesidad absoluta de Spinoza y la arbitrariedad
voluntarista de Descartes. Toda la realidad es resultado de un entendimiento divino
determinado moralmente por la voluntad de crear lo mejor.
Algunos de sus críticos han
puesto atención a su proximidad con Plotino, puesto que habla de emanación en
vez de creación (Sobre el origen último de las cosas, W. 350; Monadología,
47, W. 542, 42, W. 541; Discurso de metafísica, XIV, W. 309; Carta a
Samuel Clarke, W. 239) resultando una teología natural que pone a Dios
dependiente de su propia esencia.
Dejaremos ese punto crítico
-no sin alguna observación- para los exégetas de su pensamiento. No se puede
obviar que Leibniz sólo publicó Teodicea y varios artículos, todo los demás
es póstumo. Su heredero Christian Wolff no lo trasmitió fielmente. Kant y Hegel
lo tergiversaron. Diderot, Lessing y Herder lo revaloraron. Socarronamente y
con humor Voltarie ridiculizó su optimismo metafísico en Cándido y en su
Diccionario (“…De modo que ser expulsado del paraíso, es vivir en el mejor
de los mundos posibles…”). Se trata de la misma cáustica sonrisa que pudieran
exhibir nuestros críticos ante nuestra tesis: “No hay mundo malo, sino…”.
En todo caso lo que nos
interesa aquí es que para Leibniz el mal se divide en tres dimensiones:
metafísico, físico y moral, siendo el primero, fuente del que se derivan los
otros males. El mal es permitido por Dios, no es un obstáculo para su bondad y
está en función del libre arbitrio, o sea es una prueba para el ser finito
libre. Ahora bien, cuando más arriba hemos hablado de la bondad ontológica ésta
se puede vincular a la razón moral divina para realizar lo mejor. ¿Pero cómo podemos
afirmar que “no hay mundo malo” si se admite tres dimensiones del mal? En primer
lugar, admitimos esas tres dimensiones del mal -pues un terremoto, una pandemia,
las guerras o nacer con un defecto físico no son precisamente un bien-, pero,
en segundo lugar, lo que tenemos que añadir es la dimensión moral de lo
metafísico, que también lo señala Leibniz, aunque sin demasiado énfasis. En otras
palabras, el mal y el bien son necesarios no tanto para la armonía del mundo,
sino como prueba para la virtud de nuestra libertad y como demostración de que ser
es bueno porque la bondad se identifica con el ser.
Un mordaz razonamiento
volteriano diría que pongamos a ese ser todos los males posibles para ver si es
bueno como afirmamos. Y podemos no sólo responder con una frase del propio
Voltaire (“Lo perfecto es enemigo de lo bueno”), sino también señalar que lo
imperfecto en el mundo hace posible el avance del sentido moral. Suprimida la
perspectiva de lo imperfecto, los actos del hombre pierden sentido y
significación, puesto que carecen de consecuencias y de relevancia.
La vida humana perfecta
sería irrelevante. Sería equivalente a una muerte en vida, todos se abandonarían
a la inactividad por ser perfectos. Los humanos perfectos vivirían en perfecta
quietud. La perfección de su ser llevaría a la pérdida del sentido moral por
innecesaria. Pero a lo finito le es intrínseco lo imperfecto, por ello es susceptible
al ser racional finito, que es el hombre, de dar libremente un sentido moral a
su ser. La perfección ontológica y moral sólo pueden coincidir en el ser
infinito que es Dios, porque es autosuficiente y perfecto. Por ello, cuando el
Evangelio afirma que seamos perfectos como nuestro Padre (Mateo 5:48), no se
refiere a su perfección absoluta, sino a que seamos cada día mejor, poniéndonos
en camino para que el Espíritu disponga un corazón libre y dispuesto a amar.
§ 9.
El mundo como bondad afronta actualmente una amenaza
muy grave y que es un obstáculo para asumir el mundo como bondad, es el llamado
“nihilismo”. Ese pensar el ser desde la nada, sometiendo todo a la
transitoriedad del devenir, sólo un impulsa un movimiento de la nada a la nada,
nunca hacia el bien. Pero nada viene de la nada, y no como piensa Hawking, en
un contrasentido evidente, que el Universo vino espontáneamente de la nada. Erosionando
e invalidando los fundamentos metafísicos trascendentes y dejando la inmanencia
suspendida de la propia arbitrariedad del deseo individual, lo único que
consigue es vaciar el mundo de sentido, disolver los valores, abrir el imperio
de lo relativo, temporal y descartable. Se trata de una utopía inmanente que disuelve
la vida normativa con pretexto de dejar ser a la diferencia, y con ello sólo
logra promover una alteridad pervertida, estancada espiritualmente. Nietzsche
diría que este es el nihilismo del “último hombre” pero no del superhombre. A
lo que le responderíamos que su superhombre también encarna la negatividad de
la inmanencia desatada, enloquecida y sin freno. Si para Hegel la verdad es lo
absoluto en lo finito, para Nietzsche la verdad es interpretación (“no hay
hechos sino interpretaciones”).
¿El triunfo total de la voluntad de poder equivale
al final de la verdad y la razón? Al parecer sí. La verdad será sustituida por
la certeza, porque será vista como creación humana, Ahora con el transhumanismo,
la tecnociencia, y la ingeniería genética, la ciencia se enrumba hacia la
creación de superhumanos, con técnicas de edición de ADN. Y no se podrá resistir
la tentación de crear al superhombre, una raza de seres que se diseñan a sí
mismos y con una perfección mayor. Modificar genes dañinos y agregar nuevos
creará problemas muy serios a la convivencia humana, generando una lucha de
todos contra todos por ser los mejores. Si el sistema capitalista se prolonga
la creación de superhumanos será una prerrogativa de los adinerados, y el
clasismo llevará al exterminio eugenésico de los seres aparentemente
inferiores. El exterminio masivo de pueblos enteros mediante virus salidos de laboratorios
biológicos secretos será una moda. Esta posibilidad del surgimiento del
superhombre a través de la creación de superhumanos también se asocia al
perfeccionamiento de la inteligencia artificial, el cual puede tornarse
incontrolable por la humanidad, condenándola a su exterminio. O sea, no sólo
los superhumanos amenazando a humanos, sino también la inteligencia artificial incontrolable
amenazando a los superhumanos.
El hombre superior del nihilismo termina en la
cháchara bufonesca de la apoteosis del instinto y del deseo. Ni Freud ni Marcuse
están lejos de este mensaje en su búsqueda de una vida sin barreras represivas.
Nietzsche odiaba a los antisemitas, pero la mancha nazi lo alcanza por el
repudio del humanismo, la caridad, la compasión, la piedad, el desprecio al débil,
y el culto del fuerte, la voluntad de poderío, y lo señorial. Nietzsche remite
la ontología al valor, pero en sentido peyorativo, porque lo que preside la
dialéctica de la diferencia es la voluntad de poder. Y por ello en todo su predicamento
se resiente el mundo como bondad, porque no comprende que el verdadero poder no
reside en dominar sino en servir y amar. Pero todo este movimiento nihilista
arranca de Hegel, porque identificar lo absoluto con la naturaleza lleva al panteísmo,
ateísmo y nihilismo. Este nihilismo es la base del antropologismo antropocéntrico,
y símbolo de su rotundo fracaso fue Auschwitz y la desigualdad sin precedentes
ocasionado por la globalización neoliberal. El nihilismo es el principio
aniquilador del mundo, encarnado en Zaratustra como contrafigura de Cristo.
El neonietzscheanismo levanta cabeza en la
filosofía contemporánea a través de los temas del deseo, el poder, la
interpretación, lo antimetafísico, el relativismo individualista, la alteridad
y la diferencia en la hermenéutica, el postestructuralismo, la deconstrucción,
el neopragmatismo y el feminismo y el posmodernismo. Así Lyotard afirmará que
no hay narraciones totalizantes, los discursos son inconmensurables, promueve
el diferendo, la heterogeneidad, no hay objetividad ni ley del pensamiento, el
criterio es el placer estetizante, el sentimiento. Y su otro pensador
referente, Gianni Vattimo, sostendrá que la opción es la ontología débil,
proclama el adiós a la verdad, aunque en su última etapa procura escapar infructuosamente
del relativismo mediante la piedad. Al final no puede evitar dejar la impresión
que su ontología débil le hizo el juego al libertino capitalismo de consumo y
tecnológico. Por eso no deja de ser significativo que ya provecto afirmara que
su propuesta era vigente para los años setenta y ochenta, pero no para nuestros
días de derrumbe del mundo unipolar. No obstante, su “adiós a la verdad” guarda
un profundo vínculo pragmático con el segundo Wittgenstein de Investigaciones
filosóficas (1949). Se trata del mismo inmanentismo relativista que
sostiene que “no hay verdad” sino juegos ficcionales del lenguaje.
Lo que pende sobre nuestras cabezas hoy no es sólo
la amenaza de un conflicto termonuclear, sino algo más profundo que le da origen,
a saber, el nihilismo. Si el terremoto geopolítico que nos sacude logra sofocar
el peligro de un enfrentamiento nuclear aún quedará como espada de Damocles la
fuente desde la cual nace, a saber, el nihilismo. Veamos. Nuestra encrucijada
tiene un nombre preciso, y es: NIHILISMO. Ahora bien, el nihilismo pensado en
su esencia no es la historia fundamental de Occidente -como cierto
prestigioso pensador afirmó-, sino el movimiento fundamental de la civilización
misma. La civilización humana se inicia como un poderoso movimiento de voluntad
de poderío a través del ropaje de las monarquías divinizadas. La lucha de
clases es su consecuencia, no su origen.
Esto no significa satanización alguna del proceso
civilizatorio mismo, pues ésta puede tomar otro cariz bajo presupuestos
distintos. De lo que se trata es de ver con claridad que el nihilismo como
voluntad de poder, como negación y comienzo de la erosión del ser, tiene un principio
acelerado con la invención de la civilización. La civilización humana ha sido
desde su comienzo remoto hasta la actualidad, voluntad de poder en vez de
voluntad de servir. Voluntad es deseo, pero el deseo no tiene que ser necesariamente
vorágine sin término de acrecentamiento del dominio sobre los hombres, la
naturaleza y las cosas, como ha venido siendo. También la Voluntad puede ser
acrecentamiento del servir, dar y amar, como no lo ha sido sino en personajes excepcionales
(santos, héroes y profetas).
No obstante, nuestra encrucijada tiene perfiles
singulares desde que está atravesada e identificada con la técnica moderna.
Bien se ha señalado por Heidegger que la técnica es el predominio del ente y el
olvido del ser. Su reflexión sobre la técnica fue su mayor éxito en los años
cincuenta. Con esto toma parte de un debate en curso con Huxley, Anders,
Jünger, Weber y Bense. Pero Heidegger concibe erróneamente la esencia de la
técnica de manera estática -como también erróneamente sustituyó el problema del
significado del ser por el problema del sentido del ser, como si
todos los seres finitos tuvieran comprensión del ser-, y, de este modo, no pudo
advertir lo que Lewis Mumford (Técnica y civilización) hizo notar, a
saber, que la técnica va dejando atrás su fase paleotécnica e ingresa a su fase
neotécnica, donde es más orgánica, teleológica y finalística. Sin embargo, la
médula de la técnica es el imperio nihilista del devenir. Si la cosa técnica es
la tachadura del ser, si es el ámbito donde el ser se vuelve nada, ¿significa
ello que el pathos de la técnica no pueda salir nunca de la ontología débil del
nihilismo? Ello es dudoso. Si nihilismo es falta de sentido, decadencia
civilizatoria, disolución de valores, imperio de la temporalidad, poder de la
nada, poshistoria, secularización, utopía inmanente y estancamiento espiritual,
ello no significa que el sentido unívoco del ser -el de las cosas finitas- tenga
que imperar para siempre. Al parecer el problema de la técnica no es que
convierta a todos los seres en objetos, sino que sin el contrapeso cultural de
lo religioso conforme una imagen del mundo desespiritualizada y materialista. O
sea, no es que se trata de retroceder a lo pre-técnico, sino de sobreponerle
otra forma de pensar que no agote el ser en la inmanencia y admita la trascendencia
de Dios. Ese sería el camino para superar la dualidad objeto-sujeto, salir del
olvido del ser y rescatar el sentido de lo sagrado. Sólo rompiendo el encierro
en la pura inmanencia puede contrapesarse el influjo de la técnica en la imagen
del mundo.
Además, el devenir tampoco tiene que ser exclusivamente
un ir del ser finito hacia el no-ser. Como la negatividad no puede consistir en
un ir de la nada a la nada, entonces ni agota el ser finito ni niega definitivamente
el ser absoluto. Ciertamente que el nihilismo es el malestar global de nuestro
tiempo y el pensamiento científico-técnico es su factor acelerador, pero ello
no significa que terminemos negando la posibilidad de la ontología positiva,
pues partir del reconocimiento de la interrupción ontológica del tiempo lleva
también al reconocimiento del ser infinito y eterno. Sin ello no hay
posibilidad ni de salir del nihilismo, ni de poner término a la identificación
entre ser y ente finito, ni de reconducir la técnica por la senda de una nueva
historia de la metafísica. El paso temerario dado por la Modernidad de
adentrarse en el abismo de lo finito está llegando a su término, y para evitar
un desenlace catastrófico hay que ver que el problema de fondo es de naturaleza
metafísica. Nuestra actualidad es nihilista, lo es la historia, por eso mismo
es metafísica, pero no es la única metafísica posible -como no lo ha sido
nunca-.
Aunque de la exposición hecha resulta que el mundo
como bondad es algo así como un desiderátum, pues la verdad es que no lo es. Y
no lo es por tres razones: metafísica, ontológica y moral. Metafísica, porque
la fuente del ser es la bondad misma del principio absolutamente bueno que es
Dios. Ontológica, porque el ser es un bien y la existencia es la manifestación
de dicha tendencia ontológica. Y moral, porque todo espíritu racional tiende a
lo bueno no sólo como aspiración a la conservación y realización de su propio
ser, sino por su tendencia a unirse al bien superior. La principal demostración
que estas no son palabras sin sentido es que la nada se no engulle al ser y no
prime en el universo. De lo contrario éste nunca hubiese surgido. Sin duda,
existe la enfermedad, la muerte, el mal, la magnitud termodinámica de la
entropía por la cual un sistema tiende al desorden, la periódica precipitación
destructiva de un asteroide que cause extinciones, los rayos letales que
disparan las supernovas a través del espacio, los choques entre sí de las galaxias
y los agujeros negros, pero que así sea en el tiempo no significa que sea por
siempre. Estos fenómenos hacen que el mundo como bondad no suene verídico y
real, sino la alucinación de una mente extraviada en ideales y fantasías. Pero
no es así. Veamos.
Es verdad que la estructura del espacio tiempo está
ligada a la irreversibilidad, pero no existe sólo el tiempo como irreversibilidad,
devenir y evolución sino también lo eterno. No se trata de afirmar como Ylia Prigogine
que el tiempo preexiste en el vacío fluctuante como tiempo potencial, no, eso
no. El tiempo potencial simplemente no es tiempo. Por consiguiente, no tiene sentido
decir que el tiempo precede a la existencia, porque la existencia misma es
tiempo. Y todo lo que se da como existencia en el tiempo es ser finito. Cosas,
hechos y relaciones son eventos de la existencia temporal del ser finito. El
sentido común de eternidad es el de tiempo infinito, pero ello es incorrecto. Pues
el sentido filosófico de lo eterno como lo que trasciende el tiempo refleja
cabalmente su contenido. Platón atribuye a las Ideas duración a través de todo
el tiempo, Aristóteles habla de infinita duración, Plotino del ser estable y
pleno cerca de lo Uno y Proclo de lo que es siempre. Desde San Agustín cambia
el sentido como aquello que es propio de Dios, Boecio habla de lo sempiterno,
como aquello que transcurre en el tiempo, y lo eterno, fuera del tiempo. Santo
Tomás diferencia entre tiempo (sucesivo), eviterno (duración propia de las
almas y los espíritus puros) y eterno (simultáneo). En la modernidad sufre otro
cambio. Así Bruno piensa la eternidad del mundo, Spinoza habla de la existencia
de la cosa eterna, Locke y Condillac de la idea del tiempo perdurable, y Hegel de
la intemporalidad absoluta del Espíritu. La filosofía contemporánea es eminentemente
temporalista por acentuar el inmanentismo de la modernidad, pero no han faltado
reflexiones sobre lo eterno, como es el caso de Rougés que lo concibe como
temporalidad sin tiempo, Alquié habla que no pertenece al individuo, y Lavelle que
lo aborda como hontanar creador del tiempo. Hawking, por su parte, afirma que
en las profundidades de un agujero negro no existe el tiempo. Nosotros añadimos
que tampoco en el agujero negro existe la eternidad.
¿Pero se puede predecir el futuro, viajar al pasado,
en suma, se puede transitar por el tiempo? Los estoicos y el mundo antiguo pensaban
que eso se hacía a través de la mántica, como facultad de ver signos mediante
los cuales los dioses manifiestan su voluntad a los hombres. La religión
católica distingue entre profecía, como anuncio de recompensas o castigos divinos
por voluntad de Dios, y videncia, como anuncio de cosas por suceder por
voluntad de dominaciones celestiales o principados de las tinieblas. Los
profetas son hombres santos y gran espíritu religioso que interpretan la
voluntad de Dios, como Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel, etc. Y los videntes son
los brujos, magos, sibilas, nigromantes o chamanes que interpretan la voluntad
de entidades no celestiales. La Iglesia reconoce que el demonio puede seducir
con subterfugios sobrenaturales, por ello es muy prudente para evitar el profetismo
equívoco. Esa cautela se extrema en las llamadas apariciones marianas, habiendo
reconocido sólo nueve de las cuarenta y tres apariciones. Y el reconocimiento
se realiza bajo el criterio de que las apariciones reconocidas recuerdan la
misión de cristo Redentor, no se opone a la fe ni a la moral, y son hechas en
función de que Revelación se cerró, pero la historia de la Salvación continúa. En
el mundo moderno es la parapsicología moderna, que investiga los fenómenos
mentales y la percepción extrasensorial, la que ha intentado explicar la
precognición, retrocognición y la clarividencia como anuncio de sucesos del
futuro o del pasado, la bilocación como presencia física de una persona al
mismo tiempo en diferentes lugares, y otros prodigios que se asocian con
fenómenos que trascienden el tiempo y el espacio. Por su parte, la ciencia
moderna admite que las leyes naturales permiten predecir el futuro de ciertos
eventos, resultando muy difícil hacerlo a nivel cuántico. Sobre el viaje al
futuro se admite su posibilidad y se enfatiza que hace falta la tecnología
adecuada, y respecto al viaje al pasado implica que el espacio y el tiempo
pueden curvarse, es todavía una simple posibilidad teórica. Si algún día ello
se lograse se podría cambiar la historia, y se abriría un debate moral al
respecto. ¿Se podría viajar al pasado para evitar todos los grandes males de la
historia? Eso equivaldría a dirigir el destino humano y adquirir poderes
sobrehumanos. En todo caso esto pertenece a un ámbito de caso límite, sin
olvidar que jugar con el pasado puede estropear funestamente el futuro.
No obstante, San Agustín señalaba que no tiene sentido preguntarse qué
había antes del tiempo. Pues con la creación empieza el tiempo y el espacio. Y
ello no precisamente porque estaría la Nada, pues la nada nada es. Sino porque
estamos hablando de otro orden del ser, a saber, del ser infinito y eterno, que
es Dios. Las tres concepciones fundamentales del tiempo -como orden mensurable en
Aristóteles, devenir en Hegel y posibilidad en Heidegger- se unen en una sola:
el tiempo como existencia de lo finito. Pero lo finito no sólo es temporal,
sino también eviterno, como aquella entidad que comienza en el tiempo pero que
no tiene fin temporal, por ende, media entre lo temporal y lo eterno. Las almas
de los mortales racionales y los ángeles son dichos entes eviternos. Hawking burlonamente negó
la existencia del alma asociándola a cuentos de hadas de gente que le tiene
miedo a la oscuridad. Dijo que si el cerebro es una computadora y no hay inmortalidad
para las computadoras que dejan de funcionar, entonces tampoco existe alma
inmortal. Para él somos simple seres biológicos, y nada más. Pero lo contradice
otro connotado científico, Roger Penrose (La mente nueva del emperador),
para quien la mente humana no es la encarnación de un algoritmo complejo, sino
que se basa en el libre albedrío capaz de ver las verdades necesarias porque
puede conectarse con el mundo trascendente. En realidad, podemos añadir que el
alma siempre es transparente, son los ojos entenebrecidos los que impiden descubrirla.
Además, espacio y tiempo son uno con la cosa finita. Por ello, la ciencia podrá
prorrogar la muerte y prolongar la vida, pero jamás alcanzar la inmortalidad.
Pero el hombre de la cultura técnica está afectado
de irracionalismo mental, no ejercita la lógica por tres fuerzas colosales: el
robot, el eslogan y la masa. Esos elementos sustituyen el elemento lógico. La
lógica de la religión requiere un tipo de lógica no bivalente, distinta a la
científica. Y con esa atingencia necesaria se comprende cómo en la presente
época de la vida acelerada la antropotecnia impone su decadencia lógica.
A lo que vamos
es que el mundo como bondad exige ver la existencia en su plenitud finita e infinita,
temporal, eviterna, y eterna. El orden metafísico conduce a la existencia eterna
de la fuente del bien que es el Ser infinito, el orden ontológico da cuenta de
la existencia temporal del ser finito, y el orden moral atañe a la existencia eviterna
de la realidad espiritual.
¿Pero porqué Dios permite el mal en el mundo? Por la
argumentación de nuestra exposición no cabe una respuesta subjetivista que
considera el mal meramente como objeto negativo del deseo o del juicio de
valoración. Cabe una respuesta metafísica, que tampoco desestima el factor subjetivo,
porque la práctica de la virtud en definitiva implica un acto valorativo. La
respuesta tradicional ha sido que Dios permite el mal y la adversidad en el
mundo porque ello fortalece la virtud en el hombre y pone a prueba su libertad.
Son pruebas de la Providencia para conocerse a sí mismo. El mal es apariencia,
en el sentido de no-ser, porque todo lo que sucede en el mundo va dentro del
orden recto de la Providencia. Al final Dios establece la recompensa a las
acciones humanas.
Ello implica el supuesto que la obra divina no tenga
que ser entendida plenamente por la inteligencia humana. Esto se relaciona con
el profundo mensaje del libro del sabio hebreo Job, perteneciente a la etapa
helenística, el cual expresa que incluso la confianza en Dios proviene de él,
de su iniciativa y revelación. En este sentido sentirse religado y religión no
sería comprender, sino confiar. Esa es la respuesta particular al sufrimiento
del justo. Ahora se comprende cuando afirma: “El temor del Señor es la sabiduría,
y el apartarse del mal, la inteligencia” (Job 28:28). En un sentido similar, Bossuet,
que creía en la causalidad natural en vez de explicaciones sobrenaturales, en
su Discurso sobre la historia universal (1681) sostiene que Dios no es
ignorante, por tanto, no hay azar, fortuna o contingencia, hay finalidad
inmanente al devenir histórico, astucia dé la razón, pero no como en Hegel,
sino de la Providencia.
Esto tiene que ver con la urgencia de la ampliación
de la razón, verdad que se ha hecho tan evidente en los tiempos actuales de
destrucción ecológica. Es ingenuo seguir pensando que la ciencia es objetiva
y racional, cuando está sometida al interés económico y a la función del poder. La ciencia
no es nunca un conocimiento neutro, cierto e indudable. Más bien, será inevitablemente
el mito de mañana. Con esto
no se está alentado ningún irracionalismo o anarquía epistemológica a lo
Feyerabend. No, lo que se denuncia es la tendencia
autoritaria y dogmática de la ciencia que no tiene una real justificación. No
es racional, no tiene método infalible y debe respetar los límites con otras
formas de conocimiento. Ni la
experiencia ni la razón son más fiables uno que el otro. La experiencia ni la
racionalidad son nunca neutras, sino ricas en contenidos irracionales. Por ende,
la noción de
racionalidad debe ser ampliada para comprender los diversos tipos de conocimiento.
En este sentido la actitud de Job es de fe y
confianza en una razón superior a la humana. El agnosticismo considera inaccesible
para la razón humana la noción de absoluto y todo lo que no puede ser experimentado
o demostrado por la ciencia. Con esto sigue el predicamento del nominalista
franciscano Guillermo de Occam, que consideraba que la religión no es un asunto
de razón, sino de fe. El agnosticismo podría suscribir sin problemas el presupuesto
básico del nominalismo, a saber, nada universal existe fuera de la mente. Algo parecido
se experimenta en la teología protestante del siglo veinte, donde la negación
del conocimiento natural de Dios llevó al escepticismo religioso. Por ende, el
agnosticismo es una doctrina que no considera la fe como fuente de conocimiento,
desestima el conocimiento natural de Dios y sobrevalora el conocimiento
empírico-científico. Por lo demás, el escepticismo y agnosticismo basado en la
ciencia y filosofía moderna responde a la fragmentación del saber, a la
desestructuración de las humanidades y a su separación de la verdad revelada. En
realidad, la oposición entre ciencia y fe no es real, sino filosófica. Pero el
camino científico es inapropiado para llegar a Dios, pues cada tipo de
conocimiento tiene su propio terreno ontológico, epistémico y ético. La
universidad secularizada ha dejado de ser una babel intelectual, ya no integra
los saberes, al contrario, los desintegra, no pone fin a la ignorancia del
científico por la filosofía y la teología, fracasa al crear solamente especialistas
y técnicos, personas sin saber universal, no comprende que el saber técnico necesita
ser complementado por su saber con sentido y finalidad.
Es cierto que por parte de la teología también hubo
errores, así los teólogos se equivocaron al interpretar el alcance de las Sagradas
Escrituras y Galileo acertaba afirmando que las verdades de la Biblia son de otro
orden. No obstante, eminentes estudiosos han dejado en claro que el cristianismo
al concebir a Dios como racional y encarnado fue la base de la ciencia moderna.
Monasterios, escuelas catedralicias y universidades se sumaron al esfuerzo. Ni
la Iglesia se opone a la ciencia ni todos los científicos son ateos o agnósticos.
Sobre el propio origen del Universo hay tres explicaciones -religiosa,
filosófica y científica- y en la explicación científica la teoría del Big Bang
no niega la Creación de Dios, salvo Hawking que sin evidencia empírica propone
el Universo autocontenido. En lo que respecta a la teoría de la evolución darwinista,
que nación en oposición a la fe particularmente en el origen del hombre, no se
ha llegado a precisar cuándo surgió el primer hombre con alma espiritual y como
persona, ni dónde ni cómo surgió. Tampoco hay acuerdo sobre las características
humanas (bipedismo, encefalización, herramientas y lenguaje). Menos aún coinciden
a quién lo pueden remontar (habilis, erectus, neandertal, sapiens). Pero son
las querellas entre evolucionistas y creacionistas los que han presentado falsamente
que la religión y la ciencia son incompatibles. La Escritura es un libro de fe
y no de ciencia, y la única afirmación tajante, no refutada por la ciencia, es
que el alma no es producto evolutivo. Desde aquí no es difícil identificar los
temas que escapan a la ciencia, como son: Creación, Providencia, alma espiritual
y los milagros. Y es así porque la ciencia sólo puede explicar comportamientos,
pero no adoptar posiciones fundantes o últimas. La metafísica es el territorio
donde se hacen afirmaciones de carácter último. La filosofía posmoderna en su
postura rabiosamente antimetafísica imita erróneamente a la ciencia moderna en
este punto. Pero hay posturas metafísicas en la ciencia, por ejemplo, cuando
propone el diseño inteligente o el principio antrópico. Sin embargo, con la
inteligencia artificial, la manipulación genética, la neurofisiología y la mecánica
cuántica aumenta la interacción entre Razón, Fe y Ciencia.
En realidad, la fe ayuda a la razón en el rescate
de la verdad, tan relativizada por la posmodernidad. Y la razón ayuda a la fe
en el rescate de la actitud crítica, tan olvidada por el fundamentalismo y el
fanatismo religioso. El cientificismo al absolutizar el conocimiento científico
lo que hace es ideología. Pero la ciencia necesita ser complementada por otro
tipo de conocimiento. Cuando el ideólogo interfiere en la ciencia surge la pseudociencia
(gen egoísta, gen homosexual, memoria del agua, clonación humana, raza
superior, ciencia comunista, ciencia liberal, ideología de género, etc.). Ahí
tenemos a tres personajes que dominan el discurso antirreligioso y ateo a comienzos
del siglo veintiuno: Dawkins (memes culturales), Hawking (universo autocontenido)
y Dennet (dawkiano a ultranza). Ciencia, Filosofía y Religión son tres saberes
distintos y con metodología propia. Pero la Verdad es única. El camino hacia
Dios no es la ciencia sino la filosofía y la teología. Y es así porque lo que
la revelación nos comunica no es simplemente algo incompresible, sino algo
comprensible que no puede ser probado ni percibido por los hechos naturales. No
obstante, a pesa de ser algo inconmensurable es algo comprensible en sí y para
nosotros.
Bien visto se puede decir que la filosofía no es
pura ni autónoma, sino que está en dependencia con la fe y la teología como condiciones
externas. Así, los presocráticos y especialmente Platón y Aristóteles son considerados
como padres de la teología natural ante la desintegración de la teología mítica,
y Jaeger trata de la teología de los primeros filósofos griegos. De modo que la
filosofía se consuma por la teología y no como teología. Desde la
modernidad dicha teología natural griega y la teología revelada medieval, será
reemplazada por la teología secularizada en la razón. Y actualmente, tras el
desgaste del posmodernismo, asistimos a una nueva síntesis entre las tres
(natural, revelada y secularizada). En realidad, el ideal hacia el cual tiende
la filosofía en su perfección es la sabiduría divina. Pero no se puede tener fe
en Dios sin creer en Dios. La fe es una gracia que nos permite tener la percepción
de Dios. Pero la fe exige de Dios más que verdades particulares, ella quiere a
Dios mismo, busca “captar sin ver”, como la noche de San Juan de la Cruz. La fe
está más cerca de la sabiduría divina que toda filosofía y teología. “Si no os
volvéis y haced como niños, no entraréis al reino de los cielos. Así que cualquiera
que se humille como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos” (Mateo
18:3-4). Esa es la tiniebla que Job vio en el entendimiento humano. Pero aún
así, es un paso adelante del propio entendimiento. Por eso, la filosofía
cristiana aun cuando busca ir a la simple aprehensión de la verdad única,
superando los conceptos particulares, sin embargo, reconoce que la filosofía es
preparación de la razón natural en el camino de la fe.
La razón científica ha impuesto una racionalidad
sujeta a lo empírico, al factum, ocasionando con ello un reduccionismo
empobrecedor de la realidad. Pero los conceptos de las teorías científicas no
son todo lo cognoscible. Así se puede reconocer que la puerta
de entrada a la Metafísica no es necesariamente conceptual, sino intuitiva.
Esto permite el acceso a la esencia íntima del mundo. La cosa arroja
sombra por la luz. Muy significado resulta reconocer que la gran paradoja de nuestro
tiempo es que la misma ciencia que negó a Dios ahora lo confirma al reconocer
la naturaleza sobrenatural de sus manifestaciones (Virgen de Lourdes, Virgen de
Fátima, Garabandal, y otros). Aquí es donde con más nitidez se muestra la
religión como un tipo de racionalidad no instrumental, y la ciencia tiene de
reconocer la realidad de otro ámbito de lo real al que no tiene acceso. Lo cual
significa reconocer que lo fáctico no es lo único válido y que hay que admitir
las verdades eternas, inmutables y trascendente de la metafísica. El hombre sin
fe, verdad y razón se asentó en la modernidad en la perspectiva de la filosofía
nominalista, empirista y racionalista, todas las cuales comulgaban en el
naufragio de la trascendencia y el olvido del ser. En ese contexto el mundo como
bondad no tiene cabida, y en su lugar impera lo situacional, como glorificación
del relativismo y subjetivismo. Así reinan las falsificaciones del fariseo sin
misericordia, del auto justo que se glorifica, el timorato con amor servil, el pecador
sin fuerza para corregirse. El vicio y el pecado degeneran moralmente, y suprimen
la obligatoriedad y el carácter general de la norma moral. Esta perspectiva
cobró fuerza inusitada desde el existencialismo sartreano y llegó a su cúspide
con el posmodernismo de Vattimo y Rorty. La ilimitada libertad del hombre sin
jerarquía de valores llevó al paroxismo difuso del “todo vale” de la sociedad
dionisíaca nietzscheana. Detractores de la razón, de la moral y de la trascendencia
forman una misma tropa entregados al desenfreno de los instintos, la adoración
idolátrica y el sexo pornográfico. La sociedad secularizada se enfermó de inmoralidad,
rompió la visión unitaria del hombre entre sentimiento, pensamiento y voluntad.
Así entra en decadencia y engendra su propia destrucción. La salida es
recuperar lo trascedente e insertarlo en la historia. Tal como lo preconizó,
por ejemplo, la teología de la liberación enfatizando la opción preferencial por
los pobres en medio de un mundo sin solidaridad, egoísta e injusto. La
separación absoluta entre Dios y el mundo, lo temporal y lo eterno, resulta
inconcebible.
Por ello, la metafísica es el lugar de la mirada
indisociable de la conexión entre los dos mundos: el empírico y el
metaempírico. La filosofía moderna deslumbrada por el avance de la ciencia
quiso convertirse en ancilla de la ciencia, pero los desastres guerreristas
conocidos en el siglo veinte y el ambiental del siglo veintiuno ha producido un
profundo desencanto. Se vuelve a tomar conciencia que la filosofía debe
recuperar su fuero perdido y repudiado: la Metafísica. La filosofía es
metafísica porque es descubrimiento de la esencia íntima de lo real. La
filosofía comienza donde acaba la ciencia, lo causal y objetivo. El plano metafísico
es una imposibilidad epistemológica, pero una posibilidad ontológica, porque es
posible vivirla antes que conocerla. El hombre tiene acceso a dos mundos: material
-sujeto empírico-, y espiritual -sujeto metaempírico-. El pensar
intuitivo sin el concepto es incomunicable. Salvo a través del amor. La
realidad se conoce por la intuición y se expresa por el concepto o el afecto.
En ese paso de la intuición al afecto hay menos pérdida de realidad que lo que
hay en el concepto.
De manera que filosofar sobre el mundo como bondad requiere ver
que la filosofía antes que conocimiento abstracto es conocimiento intuitivo. De
lo contrario se vuelve un repetir ideas prestadas. La materia
prima de la filosofía no son los conceptos, sino la visión personal del mundo. El
filósofo trabaja con ideas abstractas, pero que tienen su origen en una visión
intuitiva de la realidad. Filósofo no es aquel que repite ideas librescas,
sino el que tiene disponibilidad para captar la naturaleza extraña de la
realidad. Por ello, la filosofía libresca es falsa, la auténtica no proviene
de los libros. Filósofo es
el siente asombro ante el existir y vértigo ante el morir. En el
plano metafísico no es el sujeto espiritual el que ilumina, sino el que resulta
iluminado. El hombre empírico tiene el amor, la fe y la intuición para recibir
la iluminación metafísica. La esencia íntima de lo real no es la materia, el pensar
o el querer, sino lo que posibilita el ser finito, o sea Dios. El Ser absoluto,
es decir Dios, es inmanente y trascendente. Pero el hombre es también bidimensional,
porque es el ser finito que vive en la inmanencia la trascendencia. En este
sentido se puede decir: Soy realista porque acepto la materialidad del
mundo, idealista porque el sujeto determina el ente de razón, y metafísico
debido a que la esencia no se deriva de lo conceptual, sino de la visión
directa de lo real. Lo cual es posible porque el conocimiento
intuitivo no es puro pensar, es contacto con otro nivel de realidad, no causal,
transobjetivo y metaempírico.
De todo lo expuesto se deduce que el mundo como
bondad depende en su dimensión moral de nuestra voluntad y libre albedrío, en
su dimensión ontológica del designio de la Providencia divina, y en su dimensión
metafísica de la existencia infinitamente buena de Dios. Nuestra relación con
el mundo es ético-ontológica porque en el hombre lo ético y lo ontológico van
unidos. No podemos decir que la verdadera relación con el ser sea ética antes
que ontológica -como cree Levinas-, dado que la sustancia misma del ser del
hombre es de índole ética. Lo cual no nos hace filósofos de lo ético ni de lo
ontológico, porque ambas dimensiones están entrelazadas en lo humano. Jean
Baudrillard en su texto sobre De la seducción (1979) afirmaba que la
simulación generalizada es la muerte de todos los esencialismos, la hiperrealidad
borra la diferencia entre lo real y lo imaginario. Esta es la seducción que prioriza
el objeto sobre el sujeto. Pero hay otra forma de seducción, y la que prioriza
el sujeto sobre el objeto. O como dice el Evangelio: “El sábado fue hecho para
el hombre, y no el hombre para el sábado” (Mateo 2:27). Efectivamente, el papel
activo del sujeto a través de la virtud o de la libertad responsable, caritativa
y solidaria destruye no sólo la estrategia fatal del conformismo, sino que
construye la asunción del hombre como bondad.
Contra el existencialismo ateo de Sartre (El ser
y la nada) hay que sostener que el hombre no es el ser supremo para el
hombre, y su ser no se resuelve en la pura inmanencia. Contra el anti existencialismo
nihilista de Cioran (Historia y utopía) se puede afirmar que la naturaleza
humana no es el mal, sino el bien, y que las utopías no sólo nacen de lo malo
sino también de lo bueno. Y contra el neopragmatismo ateo de Rorty (La
filosofía y el espejo de la naturaleza) hay que aseverar que a pesar de lo
relativo hay absolutos, y que el respeto al prójimo (Contingencia, ironía y
solidaridad) jamás tendrá la profundidad y el alcance que el amor al
prójimo. Decir que no estamos obligados a ser solidarios, que incluso se puede
ayudar sin solidaridad, y que la solidaridad no tiene que basarse en la moral virtuosa,
ni en la política, ni en lo antropológico, ni en la razón, sino simplemente en la
tolerancia, equivale a fundar la justicia en el interés y no en la justicia.
Esta reconceptualización John Rawls y de los comunitaristas como Taylor y McIntyre
sobre la solidaridad, representa el corazón de un mundo sin corazón. Rortysmo
es reducir el mundo a interés del lucro privado.
Richard Rorty, como seguidor del antiuniversalismo
de Hume, llevó al secularismo lo más lejos que se podía llevar, representa el
absoluto inmanentismo no sólo de los derechos humanos, sino de todo lo real. Y
al final se puede constatar que por más que sostuvo que para un liberal lo más
repugnante es el sufrimiento y la crueldad, aspirando a minimizarla, en la práctica
portó el ideario subjetivista, egolátrico, y prepotente del colonialismo liberal
occidental, que se hunde con el mundo unipolar. Jamás se distanció del
idealismo subjetivista de Williams James y Sanders Pierce.
En suma, el mundo como bondad es resultado reactivo
del triste espectáculo de un mundo enclavado en un antropologismo sin Dios, enjaulado
de inmanentismo. Nace del rechazo al luciferino estancamiento espiritual. Es
una ruptura con el antropocentrismo inmanente, brota en plena decadencia moral
de un mundo sin caridad ni compasión, y está lleno de deseo por justicia y
amor. Esto no es idealismo subjetivo porque rechaza que sólo existan las mentes
o contenidos mentales. De manera que se niega que la única realidad sea
inmanente. Tampoco es idealismo objetivo, dado que niega que las ideas existan
por sí mismas y que sólo podemos descubrirlas por la experiencia. De forma que
no se admite que la única realidad sea trascendente. Se trata de un realismo
metafísico teísta que concibe la existencia del mundo independiente del
sujeto que lo concibe, pero que junto al ser finito admite la existencia del ser
infinito, personal y providente. La filosofía transforma el mundo transformando
el corazón del hombre.
LIBRO SEGUNDO
El mundo como compasión
La
compasión es el amor al prójimo en acción. Por ello, es superior y más intensa
que la empatía. Compasión es acción de misericordia y solidaridad para aliviar
el sufrimiento ajeno. Resulta siendo el principal signo de la índole moral de
la criatura humana. El ser de lo ético es compasión que lleva a una existencia
a salir de sí para realizarse en el otro. Por eso, es más grande y de
repercusiones más hondas que la responsabilidad. Mientras que la
responsabilidad puede ser formal, la compasión es material y ontológica. Mediante
la compasión se devuelve al ser moral al estrato superior al que pertenece. El
hombre es un ser moral no por la responsabilidad, sino por la compasión. Si la
compasión no moviliza a la responsabilidad, ésta última se pervierte en mera
obligación moral. La compasión moviliza el mundo del amor, la obligación sólo
se limita al mundo del deber. Y como el amor es mayor que la fe y la esperanza,
cuán mayor no ha de ser al deber. La compasión es tener a Dios en el corazón,
vivir su amor por toda la creación, y luchar a brazo partido por el bien y la
bondad en el mundo. Compasión no sólo es aliviar el sufrimiento del prójimo,
también es trabajar para que el sufrimiento no exista. Compasión es santidad,
porque en vez de retraimiento o huida del mundo es lucha por el bien temporal y
espiritual de la humanidad. De manera que compasión es amabilidad y paciencia
(Colosenses 3:12) para compartir alegrías y tristezas con el que sufre (Romanos
12:15). La compasión no maquina el mal en su corazón, ni de los unos contra los
otros (Zacarías 7:9,10). La compasión no puede ser egoísta, porque siente el
impulso de compartir sus propios bienes con el más necesitado (1 Juan 3:17).
§ 12.
La
compasión no tolera la división entre ética y ontología, porque es unión
ontológica con Dios y su creación. Es posible que una madre olvide a su hijo,
pero el Creador nunca lo olvida (Isaías 49: 15-16). La justicia de Dios es la
compasión, la piedad, y no el castigo (Isaías 30:18). Compasión no sólo es
caridad, sino, también, justicia, en la solidaridad ontológica de darnos a
nosotros mismos por el bien de todo lo creado. Por ello, no hay compasión sin
humildad y sed de Dios, porque el sentido del ser va acompañado del sentido de
lo sagrado. El hombre moderno para recuperar la fe necesita, más que justicia,
compasión. Sin compasión la propia justicia social pierde su más rico contenido
que la liga con todo lo existente. Pero la compasión del creador no tiene
comparación con la compasión del hombre. Pueden cambiar las montañas y
tambalearse las colinas, pero el amor del Creador a su criatura no se moverá
(Isaías 54:10).
Por ello, el problema
principal de la filosofía no es el problema del ser, sino por qué es el ser el
problema. O sea, es el problema de la compasión del creador por su criatura. Pues
siendo su ser lo increado, de suyo se desprende que en el ser infinito lo bueno
es inseparable del ser.
Y ello ya tiene una
connotación ética. Si el propio ser es un problema es porque su existir tiene
una justificación que está más allá de la pasividad de su presencia, y que
alcanza la justificación de su existencia. De modo que la interrogante de
porqué hay ser en vez de nada, se retruca en cómo se justifica que en vez de
nada haya ser. En otras palabras, el problema del ser es de índole ética, el propio
ser es de naturaleza ética. Si no fuese bueno existir no habría ser. El ser y el
bien andan juntos. De lo contrario hablaríamos de un necesitarismo del ser,
donde la acción y el propio Dios queda sobrando. Es más, ese maridaje es un
acto de compasión, compasión del creador por lo existente.
La compasión es el cordón
umbilical que une creador y criaturas. Y como su sustancia es el amor, dicho
cordón umbilical nunca desaparece. Ni el mal lo daña, sólo lo suprime para su
propio haber. De manera que es comprensible decir que sin caridad y compasión no
hay sabiduría, sino jactancia y conocimiento externo. El ser ético de Dios hace
posible el ser finito, y el ser ético del hombre hacer posible la preservación
del ser ajeno en la solidaridad y misericordia universal. Pero la compasión no
es abstenerse de decir la verdad ante los hechos históricos. Así lo testimonia
la expulsión de los mercaderes del templo por el propio Jesucristo (Juan 2:
13-25). Es decir, sólo enlazando lo ontológico con lo axiológico se resuelve la
oposición entre el ser y la apariencia, el problema del mal, y el ser como
devenir.
Es la compasión lo que
contiene la llave de la comprensión de la oposición entre el ser infinito y el
ser finito, lo eterno y lo temporal, creador y criaturas, empíreo y mundo,
necesidad y contingencia, libertad divina y libertad humana. La compasión es el
enlace entre lo ontológico y lo axiológico. Si el ser finito compasivo mediante
el valor penetra intelectivamente en la interioridad del ser, mediante la virtud
la hace parte de su propio ser. No es este el lugar para tratar el nexo entre
el ser, lo bueno, lo bello y la verdad, pero de suyo se comprende la relación intrínseca
que guardan como realidades trascendentales en el ser infinito. Sólo una breve
atingencia sobre la verdad.
En los últimos tiempos del
neoliberalismo ha surgido la versión de la posverdad, como la privatización en
favor de los intereses de las megacorporaciones del hiperimperialismo mundial.
En términos sencillos, se difunde la falsa opinión de que lo bueno es vivir en
la burbuja privada de la verdad individual. El resultado es una hemorragia de
subjetividad y la multiplicidad de mónadas particulares, que suprimen la verdad
universal. Se trata del aparente triunfo del para-mí y el olvido del ser
acompañado del extravío del sentido de lo sagrado. Es casi el perfecto plan
luciferino de la satanocrática élite capitalista mundial, a saber, arrojar al
fondo del mar la verdad universal. El constructivismo filosófico, con su mito culturalista,
se ha impuesto en la teoría de la posverdad. Como todo es un constructo social
y personal, la verdad queda incluida en ella. El resultado es la negación
nihilista de la verdad, que tiene que ver más con la voluntad de poder que con
la voluntad de verdad. Es un intento cínico de hacer pasar que la verdad no es
ontológica ni epistémica, sino tecnológica. La verdad sería algo que se hace.
Contra lo que sostiene Maurizio Ferraris (Posverdad y otros enigmas,
2017) la posverdad no es legítimo del yo individual, sino, todo lo contrario,
es narcisismo y vanidad en la enfermante era del exhibicionismo digital. Ya Feyerabend
había publicado Adiós a la razón (1987), en el sentido de la necesidad
de ampliar la razón misma. Y Richard Rorty con su característico neopragmatismo
publica Para qué sirve la verdad (2005). Luego, Vattimo con su ontología
nihilista hace lo mismo con su Adiós a la verdad (2009). Toda esta
cantinela sofística y escéptica se agota con Ferraris cuando dice que en vez decir:
“no hay hechos sino interpretaciones”, hay que sustituirlo por: “no hay hechos
porque hay interpretaciones”. Ferraris lleva al extremo el hombre como ser
hermenéutico de Heidegger y Gadamer. Y hay que responderle que la tecnología no
hace la verdad, así como la partera que lo trajo al mundo no lo hizo a él. La
verdad ontológica reside en la realidad, la verdad epistémica en su
conocimiento, y lo tecnológico es un mero instrumento que ni hace, ni fabrica
la verdad.
Este sobredimensionamiento
de lo tecnológico es consecuencia del industrialismo que canceló la libertad
individual del hombre, manipulándolo en todos los terrenos, sobre todo en el
pensamiento. La cibernética abre para el hombre nuevas posibilidades a su
libertad, pero en el contexto del capitalismo digital lo que se disparó vertiginosamente
es la superficialidad de la mente y la debilitación del pensamiento profundo.
La restauración del cerebro, dice por ejemplo Nicholas Carr en su sugestiva obra
Superficiales ¿qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (2010),
pasa por volvernos a contactarnos con la naturaleza, probar motores de búsqueda
más inteligentes, reducir al mínimo el uso del internet, y sacarlo de la
escuela y la universidad. Sólo así se recuperará la atención, la concentración
y la creatividad. No hay duda que con mentes superficiales es inviable un mundo
de bondad y compasión, porque lo primero que se ve afectado es la empatía y la
solidaridad. Al mismo tiempo las redes sociales y el internet no sólo han
dañado la mente humana, sino también han deteriorado la realidad del mundo.
Así, bien destaca James Bridle en su estudio La nueva edad oscura. La
tecnología y el fin del futuro (2020), que la tecnología computacional es
oscura y opaca, y a pesar de la abundancia de información tiene la propiedad de
simular lo real. Efectivamente, es conocido el hecho de que, en las campañas
electorales, de un mundo que se torna más posdemocrático, son contratadas
empresas cibernéticas para simular ciudadanía con bots. El objetivo es manipular
la opinión pública con falsos ciudadanos, que en realidad son robots. De esta
forma se vuelve indistinguible lo real de lo virtual.
Además, y quizá sea lo más
grave, el pensar computacional asfixia el pensar creativo, debilita lo
cognitivo, acentúa el avasallamiento del individuo, el pensar se tecnologiza,
se degrada la reflexión, y lo real se vuelve falsificable. El resultado es que
el mundo moderno antimetafísico desde la raíz acentúa lo inmanente hasta
límites inimaginables. Para los tecnófobos la solución reside en el abandono pre-técnico
de la técnica (Heidegger), para los tecnófilos (McLuhan, Toffler) hay que dejar
que la técnica evolucione por su cuenta, para los humanistas modernistas (Reich)
hay que profundizar el concepto nuevo de individuo, y para el humanismo
metafísico hay que preconizar una nueva imagen del mundo recuperando la
trascendencia en la inmanencia, sin confundir a ambos. En esta última solución
no habrá verdadera revolución de la conciencia, ni cambio de metas del tener al
ser, ni surgirá una nueva forma de vivir, sin que se dé una nueva metafísica
que supere el inmanentismo de la modernidad. Se seguirá bajo el oprobio
mientras no se cambie la base exclusivamente inmanente del actual proceso
civilizatorio.
Hay quienes temen que la
asunción de un humanismo trascendente signifique el anclarse hacia una quietista
metafísica abstracta de las esencias, y por eso prefieren el fenomenalismo crítico
de la identidad abstracta de la razón, que exalta la energía interna de la
razón. Esta sospecha conservadora de los modernistas hay que disiparla
sosteniendo que el humanismo metafísico no es un retroceso hacia la metafísica
esencialista conservadora, pero que el fenomenalismo tampoco es la solución al
quedarse encerrado en el inmanentismo. Se trata, por consiguiente, de una
metafísica concreta, en el sentido en que lo trascendente y lo inmanente son
indesligables, manteniendo su diferencia, donde la acción transformadora del
mundo es consustancial e insoslayable en el sentido de la bondad y de la
compasión. No caben soluciones regresivas hacia el pasado, ni siquiera respecto
a la técnica. Y si algo ha de sobrevivir de la modernidad es el descubrimiento
de la energía interna de la razón y de la praxis humana, sólo que debe dársele
una nueva orientación que enlace lo inmanente con lo trascendente. Y ese enlace
es la bondad y la compasión, donde la razón y la fe están permanentemente
presentes y enlazadas. Así se librará el hombre de las cadenas del cientismo.
Pero en un mundo enajenado
y manipulado no se siente la necesidad de un nuevo estilo de vida, ni de la
revolución de la conciencia. Por el contrario, lo único que se dispara vertiginosamente
es el hedonismo, la desocialización, almas desubstancializadas, nihilistas,
narcisistas, egoístas, indiferentes, consumistas que no toman en serio ni su
propio ego, pero que se corresponden con la violencia primitiva y energúmena de
la decadente sociedad de masas. Si en los años 40 del siglo diecinueve insurgen
las masas con un franco cariz revolucionario, que se incrementa hasta la
segunda mitad del siglo veinte, en cambio desde la caída del muro de Berlín, la
disolución de la Unión Soviética y el triunfo global del neoliberalismo las
masas giran hacia el conservadurismo anestesiante, individualista y nihilista. Una
auténtica barbarie civilizada.
Lo que está quedando demostrado en el actual
conflicto en Ucrania, con líderes políticos europeos que se comportan como verdaderos
vasallos del imperio anglosajón, aún a costa de quebrar su economía provocar
inflación, devaluación y carestía energética, mientras que sus masas apenas
vuelven a reclamos salariales, pero sin energía revolucionaria. En realidad, el
poder omnímodo del Estado ha crecido y se ha perfeccionado a tal punto con las
nuevas tecnologías de control ciudadano que el mundo se está llenado de positividad
y vaciando de negatividad. Ni siquiera el mundo multipolar, en su advertible
triunfo sobre el mundo unipolar, augura un cambio de espíritu en las masas. Lo
cual es peligroso, porque cuando los cambios no llegan desde abajo sino desde
arriba, ello significa que la decadencia civilizatoria no ha terminado, y
simplemente entra a una nueva fase de vacío e incertidumbre existencial edulcorado
de nuevo bienestar, restitución de la tradición y crecimiento extensivo de la tecnología.
El mundo como bondad y compasión no pierde de vista que, si el Estado y la
tecnología no se ponen al servicio del hombre, y no al revés, entonces la curva
decadente de la civilización proseguirá sin freno, aunque con nueva forma.
El
mundo como compasión también es la clave para restablecer el equilibrio y
armonía con la naturaleza. Es el quid de la antropología sin antropocentrismo
ateo. Y es que el antropocentrismo ateo trata todas las cosas como entes manipulables,
objetos a disposición, negando su rica esencia fenoménica y transfenoménica. Lo
cual en el fondo es una negación del significado del ser. Por el contrario, el
antropologismo teísta tiene un punto de partida diametralmente opuesto. Arranca
de que Dios no es una voluntad cósmica enloquecida que engulle a sus criaturas,
sino ser perfecto, bueno, personal, racional, espíritu puro y que ama. Admite
que Dios es un término original, que no procede la facultad lingüística, emocional,
ni cognoscitiva, sino de la cosa misma llamada Dios. Por eso no se trata de una
mera idea subjetiva, sino de una idea que no proviene de la mente, pero sí de
su propia realidad. En ese sentido, San Anselmo (Proslogion, II) tenía
razón cuando defendía su argumento ontológico afirmando que la idea de Dios no
es una idea cualquiera, sino que la idea del ser perfecto es la más eminente de
todas. San Agustín no tenía este problema, no contraponía pensamiento y ser, pero
era más propenso a poner en duda su propia existencia que la de Dios (Conf.
VIII, 10, 16). Pero sí puntualiza que Dios es más verdadero en su
existencia que en cuanto es pensado. Aporta lo que llama la prueba noológica de
la existencia de Dios: si la razón encuentra la verdad absoluta, entonces
existe el ser eterno e inmutable, es decir, Dios. Pero si Dios es la verdad,
abarca no sólo el pensamiento sino también la realidad. Lo lógico y lo
ontológico proceden de Dios. Y como Dios supera el pensamiento humano, entonces
lo que el hombre conoce no es Dios. En suma, su prueba noológica identifica la
verdad absoluta con Dios. Pero a pesar de las diferencias, tanto en San Agustín
como en San Anselmo el pensamiento de Dios está ligado a nuestra conciencia,
pero también existe objetivamente.
Pero Kant rechazó
tajantemente el argumento anselmiano porque partía de la premisa de que la unidad
de ser y el pensar es lo más perfecto. Para el filósofo criticista la
existencia no tiene sentido fuera de la sensibilidad, y el mero concepto de un
objeto puede probar su posibilidad, pero jamás su existencia real. Ser es la
posición de una cosa, no un predicado real o un concepto que pueda añadirse al
concepto de una cosa (CRP, A 592/B 620-A 602/B 630). No obstante, para
Hegel las objeciones dirigidas contra el argumento ontológico anselmiano no
tienen valor porque se trata de una noción con valor lógico y ontológico a la vez
(Lógica, III, C, CXCIII, γ).
O sea, la genialidad de San Anselmo es advertir que “el ser no entra en
contradicción con el concepto” (Lecciones…, III, 126). De manera que lo
verdadero, dirá Hegel, no es solamente pensamiento, sino también ser. Mientras
para Kant las ideas de razón son solamente regulativas, no constitutivas,
funcionan en el vacío, son directrices de la investigación hasta lo infinito,
no son leyes de la realidad y permite que se planteen problemas y soluciones;
para Hegel, mientras la primera relación del pensamiento es la metafísica
tradicional, que se queda en la representación de la identidad abstracta, que
supone al objeto como un objeto acabado, en la segunda relación se busca lo
verdadero en la experiencia en la fenomenalidad externa e interna. Ese es el
momento de la filosofía crítica de Kant, cuyo mérito, afirma, es señalar la
contradicción en la esencia misma del pensamiento, y cuyo yerro fue reducir a
pura identidad abstracta a la razón.
Así, Kant queda reducido a
un momento dialéctico de la filosofía, la misma que no se detiene en el mismo. No
hay que olvidar que mientras la Fenomenología mantiene un matiz
existencialista, la Lógica y la Enciclopedia tienen un tono
esencialista. Por lo demás, Hegel en su intento de presentar el despliegue
dialéctico de la omnipresencia presente de lo absoluto encallará en el
panlogismo, donde todo lo real es racional. Schelling le objetó que desplegar
las ideas de Dios antes de creación equivale a una contradicción, porque disuelve
todo en una síntesis de devenir permanente. Y Marx advirtió que la doctrina del
desarrollo de la dialéctica hegeliana reconoce el derecho infinito del hombre a
cambiar el mundo, de modo que potenció su relación práctico revolucionaria y la
utopía social.
El punto es que la
antropología teísta es también filosofía, pero no gira en torno a lo
gnoseológico, como en el constructivismo crítico de Kant, sino que antepone lo
ontológico a lo gnoseológico, el ser es primero que el pensar, asume como
evidencia primaria que las cosas son, y no el pensar. Lo cual, en vez de
retroceder hacia una metafísica abstracta del quietismo, o engolfarse en el
fenomenalismo inmanentista, asume la energía interna de la razón y de la acción
humana para lograr un mundo con bondad y compasión. Tiene en el realismo
metafísico el basamento de que el ser es lo previo e indemostrable para la
razón, pues el ser no se encuentra en el pensamiento. Por ello, sólo el
realismo metafísico le permite al pensamiento moderno superar su esterilidad
metafísica en cuanto reconoce que el ser sobrepasa al pensar, y postula desde
la existencia de las cosas a un ser supremo que está más allá de lo temporal,
es creador y eterno. En una palabra, este realismo puede ayudar al hombre moderno
a superar la trampa del cientismo, escepticismo, el increencia, y el nihilismo,
asumiendo una metafísica trascendente.
Por ello, el
antropocentrismo teísta no tiene problema en basarse en la revelación. Así, concibe
que la imperfección del mundo no niega a Dios, sino que describe la historia misma
de la salvación. Llama a la humildad y al servicio con toda la creación, porque
entiende que a un corazón vanidoso, soberbio y orgulloso no se acerca Dios. De
tal forma que se hace nítido que en el panteísmo sobra la idea de Dios, porque la
necesidad de la ley natural lo rige todo. Estas consecuencias que implica el
antropologismo teísta predisponen a una relación de caridad y justicia con el
prójimo y con la naturaleza. A estas alturas hay que reconocer que es mejor
proceder a la demostración racional de la fe con los no creyentes, pero con los
creyentes el punto de partida es la fe, porque teología y filosofía se fusionan.
Demostración filosófica para los primeros, teológica para los segundos. Pero en
ambos resalta la energía interna de la razón y de la praxis para la transformación
del mundo en la dirección de la bondad y compasión.
§ 14.
Cuando
en 1961 Adorno polemiza con Popper, quien negaba que las ciencias humanas
tengan un carácter científico por apoyarse en la categoría de totalidad, le
responde que la totalidad no es un hecho social sino un concepto necesario para
combatir el carácter totalitario de la sociedad de masas. Efectivamente, la
sociedad de masas del capitalismo tardío se caracteriza por su superficialidad,
consumismo, materialismo, hedonismo y exhibicionismo narcisista. En ella la
edificación de la luciferina sociedad sin compasión exige eliminar en la mujer
el rol de madre. Pues, una madre ausente del hogar engendra una casa carente de
amor y compasión. No es extraño así, que, habiendo sacado a la mujer del hogar,
introducida en el aparato industrial, gozando de mayor libertad sexual, pero
manteniéndola el aparato económico como mujer-objeto, se hayan proliferado en
las principales megalópolis del mundo un mundo despiadado, inmisericorde y sin
valores. No sólo asedian las bandas criminales, sino que los jóvenes pasan más
tiempo en pandillas que en familia. La descomposición del tejido social es consecuencia
de la descomposición de la familia, y ésta es resultado de una estructura
económica donde lo principal no es el hombre sino la ganancia económica de un
aparto perverso y destructor de lo humano.
En realidad, la sociedad de
masas es el epítome de la Ilustración, porque con su meta última del “dominio” trató
de convertir al hombre en amo y terminó transformándolo en esclavo. Esta alienación
y reificación humana es descrita por Adorno y Horkheimer en su Dialéctica de
la Ilustración (1944). Y allí Auschwitz es presentado como el sumario de
ese movimiento cultural, pero bien visto, es el alma misma de la sociedad de
masas. Incluso bajo los regímenes comunistas de los llamados países del
socialismo real, las ideas de liberación condujeron a lo opuesto. Adorno (Dialéctica
negativa) y Marcuse (El hombre unidimensional) subrayaron que la
historia no sólo hay que construirla sino también negarla. De resultas lo que
se tiene es una razón instrumental sin la fuerza de la negatividad, y así
avanza la tendencia totalitaria en la entraña misma de la historia moderna. Pero
esta meta del dominio es fortalecida mediante la técnica, la que encarna una
dialéctica inmanente sin negatividad. De manera que la autodestrucción del
iluminismo estaba implícita no sólo en el propio pensamiento iluminista, sino también
en la técnica como potenciadora de la teoría del progreso. Todo lo cual confluyó
en el incremento de la voluntad de poder y el declive de la caridad.
Que siendo la razón un
poder subversivo haya desembocado en la peor opresión imaginable, desconcierta muchísimo
más que los horrores del Holocausto judío y los campos de concentración nazis.
Pero bajo los tiempos de la fe también se cometieron atrocidades inimaginables.
Quizá el defecto no sea de la razón ni de la de fe misma, sino, mas bien, de la
falta de un contrapeso que de espacio a la dialéctica negativa. De forma que, más
que la razón o la fe, fue una inmanencia o una trascendencia sin contrapeso,
omnímoda y prepotente la que provocó las degeneraciones en la razón y la fe. La
pura trascendencia sin inmanencia, como la pura inmanencia sin trascendencia
tienden a degenerarse en sociedades totalitarias. Es decir, no se trata
solamente de no cerrar el ciclo de la razón dialéctica, sino de complementarla
con la razón eterna. Si esto es así, entonces para que el individuo desarrolle
su esencia universal es necesario un marco espiritual y material donde
inmanencia y trascendencia estén vinculados. No basta descubrir la negatividad
como fuerza que garantiza la liberación, es necesario también reconocer la positividad
de la razón eterna como fundamento de toda la realidad. Esto no es una fórmula
ni el recetario para extirpar el mal en el mundo e instaurar el reino de la
bondad y la compasión, pero puede ser un poderoso estímulo atemperar el corazón
del hombre, siempre traído en vaivén entre el vicio y la virtud. Se puede
pensar que la propuesta es meramente ilusoria porque tan pronto establecido el nuevo
paradigma cultural el hombre vertería todo su potencial totalitario sobre los
inmanentistas puros y trascendentalistas puros. O sea, el circulo de violencia
no cesaría. Pero esta visión pesimista no debería impedir pensar en un nuevo
paradigma civilizatorio. También podría pensarse que el humanismo teísta es una
negación de la historia moderna, y una repetición de la historia medieval. No
obstante, no es así porque se rescata de la modernidad la energía activa de la
razón y de la praxis. De manera que resulta siendo una realización más completa
del propio cristianismo. Y ese es el sentido profundo de estas palabras del Evangelio:
“Misericordia quiero y no sacrificio” (Mt. 9, 13).
Ama
a Dios quien siente la necesidad de socorrer al necesitado. Quien da la espalda
a un pobre, da la espalda a Dios. En un mundo donde la desigualdad social se ha
disparado bajo la globalización neoliberal del orden unipolar es imperativo abrazar
la caridad y la compasión para aliviar el sufrimiento humano. El aumento de la
injusticia está en razón inversa a la disminución del amor al prójimo. Bien se
afirma que, debido al aumento de la iniquidad, el amor de muchos se enfriará (Mt.
24:12). Y es que la iniquidad es maldad e injusticia grande, por
consiguiente, una ofensa muy grave contra Dios.
No falta razón al ver que
los multimillonarios del planeta se preocupan de viajes turísticos al espacio
en vez de aliviar el hambre en el mundo. Jeff Bezos gastó 28 millones de
dólares para ir al espacio. Richard Branson lo hizo antes, estando cuatro
minutos fuera de la Tierra. Elon Musk, Jared Isaacman, entre otros, se sumaron
a la lista de despilfarro. Sólo en un mundo donde se vive una profunda crisis
de caridad puede celebrar tal exhibicionismo egocéntrico de frivolidad. Ahora
se entiende mejor cuando se sostiene que de los pobres es el Reino de los Cielos
(Mt. 5:3), porque careciendo de lo material tendrán abundancia de lo
espiritual.
Otra demostración obscena de
la profunda crisis de caridad que se vive en el mundo contemporáneo es la ayuda
militar a Ucrania que asciende a 50 mil millones de dólares en menos de un año,
la mitad de esa cifra corresponde al país promotor de los conflictos mundiales
y centro del imperialismo guerrerista: los Estados Unidos de Norteamérica. Mientras
que la ONU tiene que mendigar a los países ricos para que cumplan la promesa de
proporcionar 100 mil millones de dólares al año para enfrentar el cambio
climático desde el 2020. Esta verdad ominosa se agrava cuando se difunde que
sólo el 0,36% del patrimonio de los multimillonarios acabaría con la hambruna mundial.
La única verdad es que cerca de 42 millones de personas están al borde de la
inanición.
Pero la irresponsable danza
sin preocupaciones de gastos superfluos prosigue sin pausa. Se deja de gastar
en enseñanza, salud, educación, pensiones, salarios, vivienda social,
hospitales, escuelas, alimentación, para dar prioridad al egoísmo, la avaricia,
lo superfluo y el mal. A propósito, es pertinente la siguiente historia. Se
cuenta que en una localidad de la Toscana se celebraban solemnemente los
funerales de un hombre muy rico. San Antonio de Padua estaba presente en tal
acto, y movido por una inspiración se pone a gritar que dicho difunto no puede
ser enterrado en lugar consagrado, porque tal hombre no tenía corazón. Turbados
los presentes llaman a los médicos, los cuales abren la caja toráxica y,
efectivamente, no estaba el corazón. El cual fue encontrado en la caja fuerte
donde el avaro guardaba su fortuna. “Porque donde esté vuestro tesoro, allí
estará también vuestro corazón” (Lc. 12, 34).
En verdad, la caridad humilde
no ofende, consuela. En cambio, la caridad arrogante es cínica, humillante por
ostentosa, y sólo busca prestigiar el ego. Pero el amor a la pobreza se hace sensible
a las necesidades del prójimo. De ahí que la verdadera libertad es servir y nunca
dominar. Es más grande el que sirve, que el es servido. “El Hijo del hombre no vino
para ser servido, sino para servir” (Mt. 20. 28). Las paradojas del Evangelio
son verdades tan profundas que desafían el razonamiento común. Así, se dice que
Cristo “siendo rico se hizo pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza”
(2Co 8, 9). Los excéntricos y derrochadores multimillonarios actuales siendo
ricos materialmente, sin embargo, están arruinados espiritualmente porque al no
estar con la caridad y la justicia no están con Dios. De suyo se entiende por
qué la élite global del Reich Bilderberg incluye en su agenda el anticristianismo
junto a la ideología de género, la eutanasia, la eugenesia, la liberación del
consumo de drogas, el aborto, la iglesia del diablo, la manipulación genética,
y otras abominaciones.
El corazón soberbio se yergue sobre la
absoluta bancarrota espiritual y el apartamiento radical de Dios. Pero poco
importa si tu vida espiritual fue un túnel de obscuridad, si al final un
corazón arrepentido lo encuentra a Dios. No obstante, el réprobo se contenta
con adaptarse y ser agradable al mundo, en vez de renovar el entendimiento y el
corazón. El necio en su arrogancia supone que el reino de Dios es una propiedad
para ser reclamada o asegurada, cuando en realidad es un regalo a ser
apreciado. El amor es gratuidad, y Jesús mismo se convierte a sí mismo en
rechazado, ignorado y crucificado como fruta colgada. Se ama a Dios sin
condición porque se trata de la suma bondad. Esta condición de gratuidad del
amor mismo luce obscurecida en los corazones de los avaros. A muchas mentes
corrientes les sorprende que personas tan emprendedoras y exitosas no puedan
ver su miseria espiritual. Que una gran inteligencia tenga un corazón egoísta
no llama la atención, cuando se ve que justifica la codicia ilimitada del rico
y el abuso del pobre. Es que el tesoro del corazón
no es el oro, sino la piedad. Dios está en tu corazón, escucha tu corazón y
seguirás su consejo. Pero para encontrar a Dios se necesita paz interior y calma
exterior.
Muchos
son los malos que quieren ser buenos, porque la maldad es un lastre insoportable.
Entonces para no sentir la angustia se sumen en una vorágine de guerra interior
y de rapidez exterior. Diluyen su ser en el tener y así nunca se encuentran a
sí mismos. Es cierto que no basta creer en Dios, también hay que creer en sí
mismo. Pero el malo no cree en sí mismo, ha perdido la fe en sí mismo. Así se
va sumiendo en el egoísmo insaciable, que lleva a la crueldad a la tiranía y a
la injusticia. Muchos se vuelven orientalistas, tranquilizando su conciencia en
la supuesta experiencia de la Nada. Pero aspirar a la calma de la Nada no es
ético ni santo, pues santidad no es huida, sino lucha por el bien temporal y
espiritual de la humanidad. La injusticia es una actitud espiritual, en el que
prima un corazón egoísta. Entonces adopta una moral de situación, relativista y
farisea, y se parapeta en valores morales desvinculados de las virtudes teologales.
Así es más fácil llevar una vida que implementa el mensaje de Bernard
Mandeville en La fábula de las abejas, o sea, los vicios privados hacen
la prosperidad pública. Cuando, en realidad, sin la caridad ninguna virtud moral
supera la vanagloria.
En realidad, los
multimillonarios no son culpables, pero sí son responsables por la crisis de
caridad, porque pudiendo aliviar el sufrimiento no lo hacen. Culpables son los dirigentes
políticos que pudiendo gravar con impuestos especiales la fortuna de los ricos,
no lo hacen. Así como el totalitarismo violento del fascismo creó multitud de
burócratas a lo Eichmann, de modo similar el totalitarismo de las
posdemocracias crea sociedades que plasman con banalidad el mal. Es el mismo
mal sin motivación personal del que nos describe Arendt. De manera que una
sociedad banal que celebra las exoticidades de los multimillonarios son testigos
indiferentes del conformismo social que cierra los ojos a todo el mal que
engendra la crisis de caridad. Se trata de una violencia instalada de forma
cotidiana y rutinaria que tiene su raíz en la pérdida del sentido de lo sagrado
y la pérdida del sentido del ser. O sea, en la enfermedad cultural del
nihilismo. Sin duda, la contundencia en que la crisis de caridad se manifiesta
en el mundo contemporáneo llevan a pensar que estos son tiempos más oscuros que
los de Auschwitz porque se trata de un mal que se ha normalizado.
Esto tiene que ver con el
polémico tema sobre cómo es posible hacer política. Las revoluciones nacen
desde abajo y terminan siendo asesinadas desde arriba, cuando los partidos
despojan del poder a los consejos populares. Este argumento es el analizado por
Arendt en su obra Sobre la Revolución (1963), y concluye pensando en la
democracia directa y la autogestión. Pero el problema se vuelve más grave
cuando se identifica el poder político con la violencia, la cual no es
solamente una idea marxista. Arendt también meditó en sus últimos años sobre
cómo evitar la degradación de la política, y concluyó que sí es posible separar
el poder de la violencia. Mientras el poder se basa en el consenso y en el
grupo, la violencia lo hace en el autoritarismo de las élites o vanguardias. Lo
cual no es fenómeno exclusivo del comunismo.
Así, por ejemplo, la
globalización neoliberal fue en realidad la dictadura de clase de los ricos
contra los pobres en los últimos cincuenta años. A esto lo llamé el Hiperimperialismo
de las megacorporaciones privadas, con soberanía propia (La globalización del
Hiperimperialismo, 2009; Hiperimperialismo global en llamas, 2020). Pero
han sido tres mujeres intelectuales las que han puesto el dedo en la llaga de
esta forma de poder perverso en el seno de la democracia occidental: Naomi Klein
(La doctrina del shock, 2007), Naomi Wolf (El fin de América,
2007) y Shoshana Zuboff (La era del capitalismo de la vigilancia, 2019).
Las tres han puesto en evidencia toda la violencia contenida e implementada con
furor y rigor por las oligarquías mundiales en esas funestas décadas para los
intereses populares. Se trató de un plan muy completo, que abarcó lo ideológico
y no sólo lo económico político. La teología de la liberación perseguida y
anatemizada, las ideologías fueron declaradas cosas caducas, mientras que
cínicamente se hacía amplia propaganda a la ideología neoliberal, no faltó ni
la tortura, el genocidio y las dictaduras fascistas, como las del Cono Sur
latinoamericano. En una palabra, se desató la violencia en toda la línea porque
la élite capitalista mundial quedó sin contrapeso geopolítico tras el derrumbe
de la Unión Soviética. Fue una violencia sistemática y organizada que degradó
la política de la democracia occidental al someter el poder a la violencia de
clase. Actualmente, con Rusia, China y los Brics ha surgido un contrapeso que
se catapultó con la guerra en Ucrania, y bajo un modelo nacionalista y basado
en la tradición cultural propia, ha declarado el fin de la hegemonía del orden
mundial unipolar y el nacimiento de otro multipolar.
No hay que hacerse
ilusiones que bajo un orden mundial multipolar se tiene asegurado el ejercicio
del poder sin violencia. Sobre todo, porque el fenómeno del poder genera
violencia y no sólo consenso. Y el problema, al parecer, no es sólo pensar en
cómo hacer para que el poder sólo produzca uno sin el otro. Habermas con su Teoría
de la acción comunicativa (1981) trató de fundamentar la democracia
deliberativa en el consenso, pero ya hemos visto cómo fue arrasada ésta por el
poder del neoliberalismo. Joseph Stiglitz en su libro El malestar en la
globalización (2015) describió con claridad que el capitalismo de libre mercado
desmontaba impunemente el capitalismo social de mercado europeo basado en el
consenso. Pero fueron Hardt y Negri, en su obra Imperio (2002), quienes
demostraron que cuando la soberanía estatal es subyugada por la soberanía
transnacional de las megacorporaciones privadas, entonces lo que se tiene es un
Leviathán cuyo poder genera violencia.
A este poder de las
empresas transnacionales las llamé Hiperimperialismo, para diferenciarlo del
imperialismo de la época de Lenin basado en la soberanía de los Estados nación.
Con ello la violencia se ha vuelto más sutil, pero no menos ominoso e
indesligable del poder político imperante. El resultado es un mentís a la
teoría económica del liberal Hayek, porque el abandono de la planificación
económica y su sustitución por la iniciativa y conocimiento tácito de todos los
individuos, también puede generar otro camino de servidumbre: la servidumbre
consumista del mercado dictada por las megacorporaciones. Un Estado que
minimiza la coerción, para supuestamente brindar una red segura de bienestar,
demostró en los hechos dejar la coerción a manos de las propias transnacionales
privadas. El mundo comandado por las megacorporaciones privadas hizo trizas el
sentimiento básico de decencia y justicia social, se centró en la atención de
los poderosos y se marginó más a los pobres. El darvinismo social imperó
arrasando el bienestar social y poniendo en su lugar el interés personal. A
esto le hizo el juego ideológico la filosofía posmoderna que robustecía el
individualismo, el hedonismo y el narcisismo. No es extraño, entonces, que en
ese contexto se impusiera la cultura nihilista en todos los campos de la vida.
La violencia del mercado fue destilada en violencia hacia los valores. Todo
vale y nada vale. La desubjetivación del individuo fue de la mano con el
capitalismo digital que potenció la nueva revolución copernicana que todo lo
hace girar en torno al algoritmo y el chip. En ese sentido, el capitalismo
megacorporativo se dirige directo a la muerte del hombre y su remplazo por la
inteligencia artificial, más barata, eficiente y productiva.
En suma, el hiperimperialismo
de la globalización neoliberal impulsadas por las megacorporaciones privadas
demostró que la antropología antropocéntrica secularizada basada en el
individualismo sólo fue capaz de generar injusticia y desigualdad mundial, que
el homo economicus es incapaz de presentar una imagen completa y cabal del
hombre, institucionaliza la injusticia social, impone una libertad negativa que
disocia la libertad de la responsabilidad social, promueve desmedidamente un
egoísmo que genera sufrimiento y dolor en los más débiles, legitima la exclusión,
extravía el sentimiento humano de solidaridad, impide el amor al prójimo, y sume
en una crisis profunda la caridad y la compasión. El luciferino concepto antropofilosófico
del hiperimperialismo es hijo legítimo de la modernidad sin Dios.
§ 17.
La
globalización neoliberal en la práctica multiplicó los conflictos, las
diferencias y las injusticias. Su promesa de traer la paz mediante la
maximización de las ganancias quedó como un grotesco mohín del avaro, que
pisotea la compasión en el mundo. Pero, como allí donde abunda el pecado,
sobreabunda la gracia (Rm 5, 20), se alzaron voces buscando luchar por la
justicia en el mundo globalizado.
En primer lugar, destaca la
filósofa política feminista estadounidense Nancy Fraser (Escalas de justicia,
2008), influida por Honneth, Arendt, Foucault, Rawls y Habermas, con su
propuesta de volver a prestar atención al problema de la mala distribución, que
había quedado relegada por los problemas de identidad y que desvió la atención sobre
los efectos del neoliberalismo, la acumulación de capital y la desigualdad
económica, para afrontar la injusticia social de la mala distribución de los
recursos materiales y el no reconocimiento identitario de los grupos sociales. Su
teoría de la justicia plantea el nuevo paradigma de una justicia democrática
poswestfaliana, que aborde la falta de representación metapolítica en el mundo
globalizado. Sobre lo económico y lo cultural está la dimensión política, como ámbito
que decide la lucha por una democracia metapolítica. En otras palabras, Fraser
advierte bien que las élites transnacionales escapan al marco de las políticas
internas de los Estados y globalizan una nueva forma de injusticia ante la
falta de representación metapolítica. Lo cual es cierto, pero ¿Lograr una
democracia metapolítica, proyectos transfronterizos y la solidaridad
transnacional, será suficiente para resolver la injusticia social? ¿Es la
política la arena suprema donde se resuelven los problemas de la justicia? ¿Puede
la democracia metapolítica contrarrestar el imperio del hombre anético, apático,
consumista, hedonista, indiferente, narcisista y sin fe? ¿Contribuye a forjar
un hombre nuevo o, por el contrario, adula el gusto del decadente hombre individualista
y nihilista del presente? ¿Dicha democracia metapolítica no es en el fondo,
sino, la globalización de la perspectiva hedonista que rechaza los valores
universales? ¿No es la democracia metapolítica una solución demasiado blanda, neopragmática
y relativista para tiempos que exigen un giro metafísico profundo, con una
ontología y una axiología fuerte? ¿No es necesario, acaso, reorientar la
democracia metapolítica con un giro hacia la espiritualización del hombre y la
cultura? ¿Acaso basta el rediseño de la democracia, en un mundo donde impera el
egoísmo, para recuperar la ansiada solidaridad? A todas luces la propuesta de
Fraser sin dejar de ser valiosa es insuficiente por inmanentista, secularista y
no advertir la dimensión la metafísica que vincula la solidaridad y la justicia
con la Trascendencia.
Martha Nussbaum (La
tradición cosmopolita, 2020) y Amartya Sen (Desarrollo y libertad,
1999) ponen énfasis en el precepto kantiano que lo esencial es el respeto al prójimo
y la aspiración a un ideal cosmopolita. La idea que la economía y la política,
respectivamente, tratan con seres humanos y no meramente con consumidores o
electores, está detrás de un rechazo al subjetivismo y a una concepción objetivista
del valor. Así Sen afirmará que lo que define el desarrollo no es la riqueza sino
la libertad y la justicia, las reformas sociales preceden a las reformas
económicas y si hay hambre es porque hay desigualdad en su distribución. Sen es
un ateo inclinado por el socialismo que insiste en los valores. Y Nussbaum, por
su parte, sostiene que la libertad debe partir de un consenso entre Estado e individuo,
para que éste pueda desarrollar sus capacidades en condiciones normales y óptimas.
Injusticia social sería para Nussbaum que el Estado no ayude a que el hombre
sea más humano mediante el desarrollo de sus capacidades. A Sen habría que preguntarle:
¿Basta acaso el sentimiento de la responsabilidad colectiva para lograr la
justicia? ¿Es dicho sentimiento lo suficientemente autónomo o, por el contrario,
está preformado por condiciones sociales y de clase? ¿No resulta ingenuo hacer
depender la justica del sentimiento de responsabilidad de origen dudoso? ¿No están
las reformas sociales condicionadas por los intereses de quienes las promueven?
Nussbaum, por otro lado, nos hace pensar en una verdad que puso en evidencia
Marx, a saber, que el Estado es un instrumento de opresión de la clase
dominante, por ende, ¿No resulta iluso confiar en el Estado para lograr un
consenso con el individuo para el desarrollo normal de sus capacidades? ¿Qué ha
de entender dicho Estado por las capacidades “convenientes” a desarrollar? ¿Puede
confiarse en el Estado para el desarrollo de las capacidades humanas? ¿Es acaso
el Estado una entidad neutra, al margen de los intereses de clase y del contexto
racional de la época? ¿Y si nuestra época es de indiferentismo moral, puede el
Estado estar interesado en el desarrollo de una moral basada en la objetividad
de los valores? ¿Si el Estado representa la conquista política del poder, puede
dejarse en sus manos el porvenir de las capacidades humanas? Un fuerte tufillo
de ingenuidad hay en estas ideas.
Otra variedad antropológica
contemporánea que pretende tener una solución a los problemas humanos es el
transhumanismo de Nick Bostrom (Mejoramiento humano, 2017) y el
poshumanismo de Donna Haraway (Manifiesto Ciborg, 1984). Para el primero
hay que utilizar la tecnología para perfeccionar los seres humanos. Toda su argumentación
recala en el lado biológico y hasta psicológico, pero elude la problemática y
la implicancia moral. ¿Qué será del mundo con una élite mundial ciborg y perfecta
materialmente, pero espiritualmente egoísta y decadente? Para la segunda, ya no
hay que hablar de humanidad sino de híbridos que resultan del compuesto
hombre-máquina. Preconiza el abandono del esencialismo por la identidad
funcional del ciborg. Se tratan de propuestas tecnofílicas y cientistas de Frankenstein,
de una abismal miseria moral, que no advierten que cuanto más de sí se le
atribuye a la máquina, menos deja el hombre para sí mismo. ¿Qué garantiza que
los ciborgs no se constituyan en el nuevo poder político organizado para oprimir
a los humanos que quedan? ¿Esa nueva fantasía de la burguesía decadente no
representa la desvalorización de todo lo humano? ¿No es el ciborg convertido en
el ser supremo para el hombre, la abolición del propio hombre? ¿Qué impediría
que el híbrido decidiera prescindir de la parte humana para quedarse únicamente
con la maquinal? Nada. El superhombre daría paso al superciborg. Sería la
venganza perfecta del demonio contra Dios. Esta pesadilla tecnofílica es como
si después de haber matado a Dios hubiera que matar al hombre. La muerte de
Dios signa la muerte del hombre. Ese es el destino y el desiderátum de la
modernidad nominalista, secular y atea.
Esta
antropología antropocéntrica de la modernidad nominalista culmina no sólo con
la foucaultiana proclama de la muerte del hombre, sino que avanza hacia la
celebración de su sustitución por la inteligencia artificial en su sentido
fuerte. En esta lógica perversa no habría que preocuparse por la injusticia en
el mundo, ni por los pobres, ni por el reconocimiento, ni por la desigualdad
global, ni por la crisis de caridad, hay poner todos los esfuerzos, más bien,
en el logro del ciborg. ¡Qué paradójico destino de una modernidad que empezó
celebrando la libertad y dignidad humana, para terminar, promoviendo poner el
último clavo en la tumba de lo humano! Pero, acaso, Foucault en una de sus
últimas obras, Historia de la sexualidad (1976), ¿no termina en una
postura anética y nihilista que refleja el extravío moral de la humanidad postmetafísica?
¿Una conclusión que justifica que cada persona puede desarrollar sus propios
códigos de conducta, incluido el sexo perverso, no manifiesta todo el extravío
moral y espiritual de un mundo que se le extravió el alma? A propósito, no es
el cuerpo el que mancha el espíritu, sino que es el espíritu esclavizado al mal
el que mancha el cuerpo.
El propio Heidegger está
inserto en esta danza antihumanista de modo claro y definido cuando en
respuesta a Sartre escribe en su Carta sobre el Humanismo (1946) que el
problema es el humanismo, porque allí se opera un giro de su pensamiento, pues
ya no se trata de los entes sino del ser que tiene lugar en cada cosa. La
ontología de Ser y tiempo era un fracaso, porque arribaba al ser-ahí que
es un ente. Pero ni la Idea, ni la Substancia, ni la voluntad de poder, ni el
ser-ahí es el lugar del ser. El nihilismo es la plena identificación errónea
entre ser y ente, eso es la técnica como consumación de la historia de la metafísica.
Ahora se trata de entender el lugar o el claro del ser, que no es el hombre. O
sea, la ontología como ser en general. Ya no se trata de categorías del ser,
sino de sus rasgos de ocultarse y desocultarse. El hombre ya no es el centro de
la génesis del ser, ahora es su deudor, es el pastor del ser. Pero el lugar o ahí
del ser es irrepresentable, por eso se trata de pensar fuera de la lógica. El logos
es anterior a la lógica, y hay que pensar el hombre a partir de las cosas. Lo
que viene después de esto ya nos es conocido: el ser se hace patente en el
propio lenguaje, conocer y decir son diferentes, hay términos que proceden no
del lenguaje sino de las cosas, pensar más allá de la ontología es pensar lo
poético, inefable e indiscernible. Su negación final de que exista una
ontología positiva y que la poesía tiene un valor trascendental pero no
trascendente, representa la interrupción ontológica secular del tiempo. El
Heidegger antihumanista desemboca en un limbo sin humanidad y sin Dios.
Cuando un poder maligno rige
el mundo, la mayoría se vuelve malvado, es necesario extirparlo, pero no es
sencillo hacerlo. Por eso es comprensible que las soluciones planteadas dentro
de un contexto secular e inmanentista pierden de vista que se trata de un
profundo problema metafísico que carcome a la modernidad misma. Al filósofo le
corresponde en esta crisis de caridad advertir sus bases metafísicas. El filósofo
es como el poeta, crea metáforas, y como el religioso cree en ellas. El genio
filosófico se distingue por dos cosas: es capaz de intuir la esencia, y de expresarla
conceptualmente. Y sobre el hombre debe advertir que no basta ser hombre para
ser humano, pues hay que obrar con humanidad. Y obrar con humanidad no es
precisamente lo que se aprecia cuando el neoliberalismo y las sanciones económicas
del imperio norteamericano son una afrenta a la caridad. Para nadie es un
secreto que el amor a los bienes materiales deteriora la fraternidad humana y
destruye el espíritu comunitario. Y hay verdades tan evidentes como: Quien no
se solidariza con la causa de los pobres, lo hace con la injusticia y con el
egoísmo; sólo hay una única forma de ser buen rico: ser rico en buenas obras; los
pobres tienen derecho a la justicia, aun cuando ésta no sea le meta final de la
vida; ama el oro y convertirás tu corazón en piedra; y solamente existe una
sola empresa que supera a todas las demás: la empresa de ser bueno. Y es que la
caridad no consiste en los sentimientos, sino en las obras. Pero la humanidad
posmoderna asiste al prólogo de “la noche de la nada”, donde reina la impiedad,
el abismo y la maldad. La humanidad posmoderna que se aparta del amor a la
verdad y abraza la iniquidad, anuncia la última prueba a soportar: el mesías de
la impiedad -el Anticristo-.
El hombre de hoy vive como
en automático, dejándose embaucar por las certezas del pensamiento subjetivo.
No hay que olvidar que antes del 11 de setiembre del 2001, incluso en la crisis
del 2007-2008, se hablaba del fin de la globalización, enterrar la liberalización,
y reformar el capitalismo. Todo lo cual tiene que ver con la reestructuración
del capital transnacional anglosajón y la búsqueda de un nuevo modelo con países
vasallos, para evitar el crecimiento de rivales reales, porque nunca creyeron
en el mito del libre mercado y la competencia perfecta. Ahora el gran capital echa
por la borda la globalización para sustituirla por un mundo dividido en bloques,
lo cual produce -según la OMC- la reducción del PIB restringiendo la competencia
e incrementando la carestía, las hambrunas, la pobreza. Y para ello era necesario
aislar a Rusia, que instrumentalizó con eficacia integración económica, y se
columbraba como un fuerte competidor. La misma percepción se tiene hacia China,
como perturbadora de su capitalización y hegemonía mundial. La globalización
cedió su lugar a los bloques “amigos” -mejor dicho “vasallos”-, que en realidad
es pasar de una globalización abierta hacia una globalización cerrada. Toda la
preocupación gira en torno al riesgo de menor ganancia para la élite transnacional
anglosajona. La Rusofobia responde a la avaricia anglosajona que vio mermar sus
ingresos ante el auge de una Alemania alimentada por el gas barato ruso. De manera
que era necesario acabar con la integración económica entre Rusia y Alemania,
aún a costa de llevar a la bancarrota la economía europea. La salida de Merkel gatilló
el desmontaje de la alianza ruso-alemana y la ofensiva geopolítica anglosajona,
con la complicidad de la mansedumbre de Olaf Scholz, lo que concluyó con el
sabotaje terrorista del gasoducto Nord Stream I y II, y el desconcierto e
improvisación total de los políticos del Viejo Mundo.
El desafío a la geopolítica
de la globalización por bloques viene representado por la desdolarización del
comercio del petróleo por parte de Turquía, India, China y Arabia Saudita. Y
aún cuando no pudieron destruir la economía rusa, y los norteamericanos salen
con otra derrota militar más en Ucrania, el objetivo principal lo consiguieron,
a saber, anclar la economía europea como dependiente energética del imperio.
El
mundo como compasión luce seriamente afectado en el momento en que vivimos el
paso de la globalización abierta hacia la globalización cerrada,
por obra y gracia del gran capital transnacional. Pero las nuevas circunstancias
no le son del todo favorable a este último, que luce como el que abusa de sus
propios aliados para sobrevivir. Mientras tanto la depresión, la
hiperactividad, la ansiedad, la incertidumbre y los trastornos alimenticios son
señalados como las primeras afecciones mentales que asolan casi la mitad de la
juventud de los países ricos, donde el capitalismo ha triturado la mente y el
cuerpo humano. La destrucción de la familia tradicional y la adicción a las
drogas acompañan el proceso social desintegrador. Calles de calles de las
principales ciudades estadounidenses y de los principales países occidentales son
presa del triste espectáculo de miles de personas adictas que lucen paralizadas
y retorcidas como zombis ambulantes en un pavoroso espectáculo de decadencia de
una civilización que antepuso el lucro sobre hombre. Ideología de género y transhumanismo
son signos inequívocos del final de los tiempos. La tan defendida eutanasia
-poner fin a la vida disminuida, enferma o moribunda- es inmoral, atenta contra
la dignidad humana y constituye un homicidio. Al final lo que se ve es que el
paraíso terrenal sin Dios y la deificación humana moderna han mordido polvo.
Cinco veces la vida se
extinguió sobre la Tierra, fueron cinco infiernos de hielo y fuego, una
devastación colosal e inmisericorde que dio testimonio de la perseverancia de
la vida sobre nuestro planeta. Y ahora estamos nosotros, la humanidad, que se
siente predestinada en su paso por la vida en este mundo. ¿Por qué? ¿Qué nos
hace únicos? ¿Lo somos realmente? Primero fue la revolución astronómica con Copérnico
y Galileo y luego el cientismo naturalista de Darwin, Marx y Freud los que se
encargaron de dinamitar el puesto privilegiado del hombre en el cosmos. Fue un
duro revés a su egolátrico narcisismo antropocéntrico. Y, sin embargo, pasada
la fiebre del materialismo biologicista vuelve a resurgir la idea del hombre
como criatura con un especial puesto en el cosmos. La modernidad cientista y
subjetivista no pudo sofocar la visión humanista del hombre. Por un momento
quedó claro la diferencia entre hominismo y humanismo, que el
verdadero humanismo no es antropocéntrico, objetivista, secular, inmanentista y
secularista, sino que reconoce la dimensión metafísica del hombre, porque el
hombre es un ser finito plantado ante lo absoluto, es el buscador de Dios, es
libre y trascendente, su libertad no se basta a sí misma por estar ligado a la
divinidad. En el hombre hay algo más que el hombre.
Pero tras arreciar la darwinista
globalización neoliberal y la cultura relativista de la posmodernidad la
esencia humana se volvió a evaporar hasta convertirse en el mero hálito del
mito culturalista del constructivismo, donde no hay identidades fijas, lo
natural es sustituido por lo cultural, lo ideológico termina disolviendo al
sujeto moderno, todo es invención de la praxis históricamente condicionada. Ese
constructivismo cultural marcadamente antiesencialista representado por la
tercera ola del feminismo (Judith Butler, El género en disputa, 1990) es
en realidad el disparo en la sien por la modernidad misma. Del adiós al hombre
(Foucault), a la razón (Feyerabend) y a la verdad (Vattimo), ahora se pasa al
adiós al sujeto (Butler) y bienvenido sea el ciborg (Haraway). La razón burguesa
de la modernidad naturalista y objetivista concluye su actuación capitulando del
sujeto en toda la línea con un canto de cisne, cuyo prólogo fue el nominalismo de
Occam y Scoto, su primer acto el cogito ergo sum cartesiano, el segundo
acto el ser es poner del fenomenismo kantiano, y el acto final el nihilismo del
bufón posmodernismo. Fausto, el hombre de ciencia moderno desengañado y cansado
de la vida termina en el precipicio del suicidio. Ello significa entregar su
alma a Satanás. Mefistófeles está de fiesta, sus pociones mágicas fueron
efectivas, embriagado de orgullo danza desenfrenado con sus huestes victoriosas
lanzando maldiciones.
Pero un coro de ángeles
avanza para salvar a las almas del abismo. A lo lejos a un grupo de hombres se
les oye decir: “Dios revela sus misterios a los sencillos, porque juzgan con el
corazón. Mientras el santo es implacable con el pecado propio, el fariseo lo es
con el pecado ajeno. Al malo hay que ayudarlo y no condenarlo. Otra cosa es el
perverso que se empecina en el mal. El sabio en su arrogancia niega a Dios, cuando
la propia ciencia ante el milagro termina admitiendo lo sobrenatural y a Dios.”
Y lo lejos unas voces
femeninas profieren: “Si deseas la destrucción del malvado en vez de su conversión,
entonces te has vuelto como él. La humildad hipócrita es jactancia disimulada. La
pérdida de la humildad, la pureza y la generosidad trae la incredulidad y
olvido de Dios. Sin la soberbia del corazón se entiende que el hombre no es sólo
razón, sino también fe. La paz de Dios es interior y viene del corazón; la paz
del demonio es exterior y viene de las cosas. El Ser es al Amor, como la Nada
es al Odio. Se llega al ser a través de Dios y del prójimo, porque Dios es la Verdad
y el prójimo refleja la Vida. Una vida sin oración es como una habitación a
oscuras. El lenguaje del corazón de Dios es la dulzura, la humildad y la caridad.
Cómo temer a un Dios que se abajó para hacerse hombre. A Dios se le habla con el
corazón, porque su amor es infinito. Si no se avanza en la vida espiritual, se
retrocede.
La
oración es el alimento del alma, porque es la conexión con la fuente de la vida
que es Dios. Las cosas del Cielo se sienten, pero no se pueden expresar.”
La filosofía no da verdades,
pero nos mantiene atentos. Y en esa atención se advierte que esta sociedad
dominada por el sacrilegio, ateísmo, la maldad, la depravación y la inmoralidad,
al final será aplastada por los poderes de la luz. También que, en esta época hedonista,
tan falta de fe, confusión, materialismo e incertidumbre, es un privilegio
poder creer. Los filósofos de la academia dicen lo contrario, pero no importa, la
filosofía es para los pensadores, y no es patrimonio de los diplomados de
filosofía. Me sale al encuentro uno de ellos y a boca de jarro me espeta: “Tú
qué sabes. Dime, para ti qué es la filosofía y el hombre”. Miro con compasión su
arrogancia y soberbia, respondiendo: La filosofía es el autoanálisis universal
del absoluto, en cuanto como meditación sobre lo creado y lo increado. La
criatura que puede dialogar con el Eterno es el hombre. El hombre, ese ser
ambiguo y lleno de claroscuros, sólo sale del turbio subsuelo por medio del
control del apetito por la razón y la fe. El hombre es un compendium de lo
eterno y lo temporal. El hombre es el ser en constante vilo entre el abismo profundo
y el elevado cielo. El hombre hasta que no retorne a Dios seguirá siendo astro
de lejos y fango de cerca. El hombre hedonista al final reconoce que se ha
perdido el tiempo si se cree que se viene al mundo para divertirse, ser rico,
sabio o admirado, porque lo único que cuenta es hacer el bien.
§ 19.
Ser
en el mundo y ser fuera del mundo.
Es el hombre un ser de materia y espíritu, está en el mundo porque reúne los
cuatro estratos de la realidad: inorgánico, orgánico, psíquico y espiritual. Y
es un ser fuera del mundo porque estando en el mundo y viviendo rodeado de
cosas y otros seres finitos siente el llamado de lo absoluto y lo eterno.
Ser
espiritual. El hombre es un
ser espiritual por su recogimiento, meditación, conciencia de sí, libertad, ser
creador de cultura y tener un alma inmortal. Pero también porque percibe que el
significado del ser no se agota en lo inmanente, sino que da cuenta de una
fuente fundamental en lo trascendente. Y lo percibe porque es la criatura que
entabla una relación con Dios por el amor. Es el ser finito en el que desciende
el Dios creador. El hombre como ser espiritual está destinado a la visión
beatífica de Dios, tras una breve prueba.
Temporal
y sempiterno.
El hombre es un ser temporal por su existencia finita en la creación, caída,
redención y juicio, y un ser sempiterno por su existencia sin fin tras el Juicio
escatológico. Se recibe la salvación en el tiempo, pero podemos perderla. Por
ello, el hombre no es un ser para la muerte. Al contrario, es un ser para gozar
de lo sempiterno. De resultas que lo inauténtico es absolutizar lo temporal,
extirpando de la realidad la dimensión de lo eterno. El hombre de la modernidad
y su filosofía fue predominantemente temporalista y anti eternalista, pero se
trató de un sesgo ideológico pautado por el cientismo y el naturalismo objetivista.
Ser
onto-ético. El hombre no sólo
existe en éxtasis temporales, no es pura existencia, sino que también tiene una
esencia. De ahí que humanidad como valor no sea igual que humanidad como
especie. Como especie el tiene ciertas características naturales, pero
como valor es lo que lo convierte en hombre. Por ello, lo humano va más allá de
lo natural, para asumir una dimensión ética. La esencia ontológica de lo humano
es ética, no son en él dos dimensiones que va por separado. Lo ético realiza su
verdadera naturaleza, su auténtica esencia. El hombre es un ser onto-ético. Un
hombre sin responsabilidad, bondad y compasión no es un hombre, sino un
monstruo.
Ser
para Dios. El hombre es una
naturaleza cuya esencia es la libertad. Pero su libertad no es una
imposibilidad total de ser, porque es una criatura finita. Suponer su libertad
absoluta es caer en la individualidad luciferina y ebria de sí misma. Como ser
de libertad finita advierte la libertad infinita del ser supremo. Su propia libertad
da cuenta del amor del creador. Desde su libertad es un ser para Dios. Y como
la libertad humana no es ilimitada, le es inherente reconocer racionalmente la
existencia de la ley natural y la ley moral.
Habiendo
descrito las características de una antropología sin antropocentrismo ateo,
secular, antiesencialista y antimetafísico, nos preguntamos cómo serían,
finalmente, sus repercusiones para la nueva imagen del mundo que requiere esta
modernidad que naufraga.
La música es la
materialización sonora de una época del mundo. Y la música que deja oír la
modernidad es el cientismo naturalista. El error central antiesencialista de la
modernidad es agotar la realidad en el concepto, la conciencia, lo temporal, la
naturaleza. El propio Kant arrepentido del subjetivismo afirmará en la “Crítica
del Juicio” que la naturaleza tiene su propia finalidad y autoorganización. Y la
actual ruina del subjetivismo y antropocentrismo moderno demuestra que la naturaleza
no es cosa inerte, presta a la manipulación técnica. La crisis ecológica es un
disparo a los pies de la propia modernidad, porque desmiente la cosificación de
la naturaleza. La crisis climática niega la piedra basal del idealismo subjetivo-objetivo:
la naturaleza no depende para existir de la representación del yo. El devenir
de la naturaleza está repleto de situaciones violentas y odiosas que precisan
nuestra intervención reguladora. La naturaleza no es sagrada, pero es parte de
lo divino, es reflejo de la dimensión trascendental de la vida. La naturaleza
no es mera materia, es espíritu divino en la naturaleza creada.
La naturaleza invita a extasiarse
en la contemplación antes de extraviarse en la abstracción. Esto nos lleva a
reparar de que a la razón humana le es posible acceder al orden natural y al orden
sobrenatural hasta determinado límite. Cuidar la naturaleza exige comprender que
ella también es poesía. Pues, aceptar el misterio no es negar la ciencia, ni la
razón, sino ensancharlos. Los ojos de la razón permanecen ciegos si no son tocados
por la fe. El nuevo oscurantismo es creer solo en la ciencia y en la razón rechazando
la fe. La razón se pierde cuando desconoce la necesidad del misterio. Sólo
mediante la fe se puede conciliar la parte humana, racional, y científica con
la parte espiritual. Si al propio Dios se acerca el hombre no sólo por la razón
natural, sino también por la fe, hay que reconocer que a través de las cosas del
espíritu es como se reconoce que la metafísica es lo más real de la realidad.
De ahí que no sea extraño que la Verdad primero sea sentida y luego comprendida.
Pero la verdad es humilde, por eso se ocultó a la soberbia razón moderna.
En conclusión, el mundo
como bondad y como compasión sirve de base para una nueva imagen del mundo,
dentro de una antropología sin antropocentrismo destructor, al poner énfasis en
que, así como sólo vemos una cara de las cosas, igualmente hay cosas que no
comparecen ante el hombre -lo sagrado, por ejemplo-, sino que es el hombre el
que comparece. Es así porque Dios no es cosa iluminada, es cosa iluminante. Lo
inefable es indefinible e inexpresable, pero no incognoscible. Hay un camino
para superar la descomposición moderna y es mediante la recuperación del
sentido ser aunado al sentido de lo sagrado. Inmanencia y trascendencia en una
nueva alianza por la reestructuración de la cultura y el surgimiento de una
nueva civilización.
Bien canta Antonio Machado:
Moneda que está en la mano
Quizá se deba guardar,
La monedita del alma
Se pierde si no se da.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.