Gustavo Flores Quelopana
Ser y Realidad
Fondo Editorial IIPCIAL
Lima 2023
Este no es un libro de ciencia, sino de metafísica. Bastará a muchos leer
esta primera línea para cerrar el libro bajo el peso del predominante espíritu
antimetafísico de la modernidad. Pero con ello ignoran que el curso de las ideas
y de los acontecimientos de la misma civilización estrechamente pragmática, se
dirige nuevamente hacia la metafísica. No sólo han vuelto con más fuerza las
palabras de Einstein que la naturaleza es una manifestación de la racionalidad
divina, sino que el problema filosófico sobre el Ser y la Realidad exige un
replanteamiento ineludible.
De mamera que el Ser infinito no sólo actúa de modo natural sino de modo sobrenatural, y eso no puede significar otra cosa que metafísica, ontología, teología de la creación, teología de la salvación, son todos temas imbricados y que se entrecruzan en el tratamiento del problema de la Realidad y del Ser.
LIBRO PRIMERO
SER
INTROITO
El Ser, sin más, no es la realidad.
La realidad es previa al ser finito, más no al ser infinito. El ser finito se
funda en la realidad, y la realidad lo hace en el ser infinito. Lo transreal
del ser infinito es la fuente de la realidad del ser finito.
El ámbito de la progresiva
constitución del ente concierne tanto a una dialéctica del sentido gnoseológico
del concepto, o ratio entis, como del sentido ontológico del ser, que impone la
distinción real entre ser imparticipado y ser participado.
El Ser hay que considerarlo
no sólo en el sentido del concepto, por el cual se puede decir de muchas
maneras, sino que, ante todo, se da de múltiple modo -imparticipado y
participado-. Como ser imparticipado es el ser infinito que no depende de la
realidad, más bien es el fundamento de la realidad, es lo transreal. Pero como
ser participado es el ser finito que depende de la realidad. El ser imparticipado
del ser infinito transreal es la base infinita de la realidad misma. Es por
esto que la realidad es previa al ser finito, pero no al ser infinito. Siendo
el ser imparticipado del ser infinito fuente de la realidad no puede ser
inmanente a la realidad, sino trascendente. Por ello, lo transreal alude no a
algo que no es real, sino que pertenece a la vida interna del ser infinito,
equivalente a la vida intratrinitaria de Dios. Por ello, lo transreal no
significa una separación del Ser infinito respecto a su esencia. Cosa que sí
ocurre en el hinduismo, cosa que ilustra bien Raimon Panikkar en su obra La experiencia filosófica de la India, cuando se afirma
la distinción entre una realidad inefable (Brahman) y Dios (Isvara)
como principio activo del mundo. Al mismo tiempo el Ser infinito es la
aseidad, que mantiene la primacía sobre la realidad y sobre el ser concreto
finito. Tal aseidad es lo transreal del Ser infinito, no es carencia de ser o
la Nada, sino que señala su existencia por sí mismo, de tal forma que no hay
separación entre su esencia y existencia. Por dicha condición el Ser infinito se
presenta como fundamento creador y trascendente del Universo. Resulta
importante no ocultar estas diferencias filosóficas para no caer en el candor
ecuménico del neovedantismo práctico preconizado por Vivekananda, Radhakrishnan,
Aurobindo y Gandhi, interesados como estaban en convertir al hinduismo en una
filosofía que no toma en cuenta las genuinas tensiones doctrinales.
Pensar la aseidad del Ser
infinito como la Nada absoluta o el origen del no-ser ha llevado erróneamente a
pensar que el origen del Ser es el No-ser, que la Nada absoluta mantiene su primacía
sobre el Ser, y que la Nada es antes de la Creación e incluso del Ser infinito.
James W. Heisig en su libro Filósofos de la Nada -especialmente de la Escuela
budista japonesa de Kioto, con Nishida Kitaro, Tanabe Hajime, y Nishitani Keiji-,
ejemplifica bastante claramente cómo allí se mantiene la primacía de la Nada
sobre el Ser, y se rechaza la idea de la trascendencia divina. Al respecto habría
decir que un Ser infinito que supone una Nada absoluta previa a él es una
contradicción in adjecto. Simplemente no sería ser infinito. El Ser infinito es
pleno, absoluto, trascendente, y eterno, nada en él es degradación y su acción libre
es actualidad pura. Frente a esto la marcada tendencia inmanente de la
filosofía japonesa, a pesar de ser profundamente espiritualista, ha negado que
Dios siendo fundamento del mundo sea, sin embargo, trascendente. Así, Kitaro
Nishida niega a Dios como un creador trascendente. Pero ante esto se puede
sostener que, si el ser infinito es, no hay la Nada absoluta, ni su creación
puede tener la misma condición ontológica que el creador. De ahí que su
Creación sea ex nihilo y su realidad sea trascendente. Sólo es posible pensar la nada respecto al ser
finito o concreto, el cual se anonada espacial y temporalmente en su
existencia. No pensar al Ser infinito antes de la Nada de la creación, como en
el Oriente budista, es lo que lleva a sostener la primacía de la Nada sobre el Ser,
a la negación de la trascendencia y a la absolutez ontológica de la inmanencia.
No obstante, sí es posible
pensar una Nada absoluta previa a la Creación de la Realidad por el Ser infinito.
También es posible postular la Nada potencial del ser puro indeterminado,
igualmente la nada anonadante o devenir del ser categorial, como la nada de la
muerte y la nada como entropía. En otras palabras, lo increado es eternidad transreal
de la aseidad, mientras que lo creado es espacio-temporalidad de las cosas
concretas de la realidad.
Como las cosas reales no
sólo se presentan al inteligir humano, sino también a su sentir, no obstante,
sin la patencia de la realidad no hay inteligir ni sentir del ente. Esto
significa que la realidad antes de ser el primer inteligible o realidad sentida
es realidad patente. De modo que el hombre es la criatura que asume de peculiar
manera la patencia del ser en su sentir e inteligir. Zubiri señaló que la función
primaria del hombre es “enfrentarse sentientemente con la realidad de las cosas”,
pero es justo señalar que este “enfrentarse” tiene como antecedente la “patencia”
del ser. Sin la patencia no hay afrontamiento con la realidad. Y es esta misma
patencia del ser lo que posibilita la “religación” del hombre con la inmanencia
y con la trascendencia. Es la patencia natural y sobrenatural del ser lo que
posibilita la religación del hombre con la realidad.
Pero el hombre responde no
sólo a la patencia del ser real finito, sino también del ser real infinito. El
hombre es el ser que se encuentra afectado por la realidad de lo natural y de
lo sobrenatural, lo real y lo transreal. Lo cual sólo es posible porque la base
el ser no es unívoco sino analógico. Los principios ontológicos de la filosofía
primera son analógicos, haciendo posible que el ser en sentido ontológico y gnoseológico
pueda estar dotado de unidad precisa. En otras palabras, el hombre es la
criatura que pertenece a la naturaleza, pero la trasciende mediante la libertad.
Su finitud permanece abierta a lo infinito, porque siendo un ente participado
es capaz de dar cuenta de los demás entes participados y recibir la impronta
del ser imparticipado.
Al ser finito contingente
le adviene la realidad por participación en el ser infinito necesario y libre a
la vez. Lo contingente no puede ser causa de sí mismo, ni por necesidad natural
ni por azar, los cuales para ser suponen previamente un ámbito de ser que esté
más allá de lo contingente. De modo que lo que se llama ser, en sentido finito,
es lo participado en el ser imparticipado. La participación es la esencia
metafísica de lo finito, mientras que la aseidad es la esencia metafísica del
ser imparticipado. No hallándose en el ser infinito ninguna potencialidad, es
acto puro, eterno e inmutable. Esto hace que la actualidad de lo real o del ser
finito sea el modo del ser de la Creación y, por ende, sólo un modo de la
realidad. La actualidad del ser finito es por participación. Esto hace que la
realidad sea previa a su ser. La constitución trascendental del mundo es
receptividad de la actualidad en la potencialidad.
El último Stephen Hawking
de El gran diseño, desde un ateísmo radical afirmó el origen espontáneo
del Universo, que existirían muchos universos salidos de la nada (Nihil
creatum nihil). Pero este origen cuántico del universo no pasa de ser una
mera conjetura abstracta de la llamada Teoría del Multiverso, hasta ahora sin
confirmar. Por el contrario, toda la evidencia apunta hacia un “gran diseño
providencial”. La idea de su colega Roger Penrose no es muy distinta y mantiene
una postura deísta, donde Dios es un mero inaugurador de mundos. En su obra Ciclos
del tiempo, en vez de suponer multiversos postula una cosmología de ciclos
infinitos a través de la transición entre eones. En buena cuenta, el universo sigue
su desarrollo por cuenta propia y en un movimiento interminable. Ambos son un
ejemplo claro de una perspectiva que ve al Universo como autosuficiente y
autocontenido. El argumento del científico empírico es que mientras no haya
evidencia comprobada de un origen sobrenatural del universo, dicha causa debe
ser descartada. Cosa bastante forzada, porque incluso la ciencia se ve urgida
de admitir postulados e hipótesis incomprobables por falta de evidencia empírica.
Para el caso basta recordar a Ayala y Gould, que son científicos agnósticos que
reconocen que no hay oposición entre ciencia y fe, sino que se complementan.
Que el discurso antirreligioso y ateo actual, dominado por Hawking con su
universo autocontenido, Dawkins con sus memes culturales, y Dennet con su dawkinismo
a ultranza, sostenga que el conocimiento científico sea el único valedero no
significa que ello sea cierto, y, más bien, su cientificismo tiene los visos de
carácter ideológico en medio de un ambiente cultural secularizado y antimetafísico.
Ha sido la guerrilla entre creacionistas y evolucionistas la que ha presentado
falsamente que la religión, la metafísica y la ciencia son incompatibles.
La realidad como ser infinito
es lo trascendental simple o acto puro, y como ser finito es lo trascendental
complejo o recepción del ser. La esencia del ser finito como meramente posible
es como una herida metafísica, que señala que el Universo entero se debe a un
Ser trascendente y necesario, que por participación posibilita la existencia
del ser concreto. Con ello se comprende que la esencia del ser concreto o
finito no implica su existencia, la inhesión de su esencia no implica el
existir, y que el ente finito sólo es en subordinación al ser infinito. Es por
ello que, si la aseidad caracteriza la esencia del ser infinito, la inseidad,
como la posibilidad intrínseca y extrínseca de una sustancia, es lo esencial
del ser participado. Pero su estatuto inferior o de dependencia no equivale a
la no-existencia, ni evidencia cualquier inhibición para considerar este mundo
concreto como suficientemente real y justificar cualquier acción moral, política
y social. Si el mundo empírico es real, también lo es el ser infinito que experimentamos
como Dios. En este sentido, el ser finito es el Ser infinito en acción como Absoluto
y Creador. Es por ello que en el cristianismo no se justifica el quietismo moral,
mientras que en el hinduismo fue recién con el ecumenismo del vedantismo
práctico -especialmente de Gandhi, como puede verse en Autobiografía o la
historia de mis experiencias con la verdad- que se reinterpretó la moska
como entrega moral al bienestar del otro. Lo cual significó poner el acento
desde el dios impersonal al dios personal.
Otra cosa es considerar
sólo este mundo concreto como el único real, tendencia predominante en la
filosofía china confuciana, budista, y el marxismo maoísta, y ello a pesar de
existir una interpretación metafísica del Tao. Esta preocupación ética,
política y poco religiosa queda bien expuesta por Jesús Mosterín en su libro China.
Por la importancia creciente que va cobrando el mundo musulmán, no menos
significativo resulta que la filosofía islámica del siglo veinte -proceso bien
expuesto por Muhammad Iqbal en La reconstrucción del pensamiento religioso
en el Islam-, condene la separación entre lo trascendente y lo inmanente,
llevándolo al terreno de las relaciones entre lo público y lo privado, y
preservando su unidad para evitar el desgarramiento inmoral del tejido social,
tal como ha ocurrido en Occidente.
De este modo, la filosofía
primera es fundamento de la filosofía segunda, que la apoya y la complementa,
pero la relación entre lo trasmundano y lo intramundano no puede limitarse al
estudio de la intelección humana y sus distintos niveles, puesto que el hombre
es también una criatura de fe. El logos humano no equivale únicamente a
conocimiento, porque también implica a la creencia sobrenatural. Si por la inteligencia
se produce la aprehensión primordial y básica de la captación de las cosas como
reales, por la fe se produce la vivencia primordial de la captación de las
cosas sobrenaturales como lo más real de la realidad. De manera que el logos de
la intelección humana no solamente es conocimiento que se vierte en juicios de
la lógica, sino también confianza en el amor sobrenatural del ser infinito. La
existencia humana está esencialmente religada a la trascendencia porque su
logos es capaz de ir más allá de la lógica para comprender que la verdadera
vida viene por la fe.
De modo que la filosofía
primera no sólo es cuestión de la inteligencia, ni del mero conocimiento
lógico, sino, además, de la convicción en lo que no se ve, pero se siente. Y en
la fe, está incluida la mística, como unión inefable e inexpresable de lo primordial
trascendental. Lo cual confirma que es arbitrario restringir la experiencia a
los sentidos, y que la experiencia espiritual es una experiencia primordial. Contra
Kant, se puede afirmar que se puede tener conocimiento de lo que no es
experimentable en lo sensoperceptible. También hay que evitar otros dos
extremos, la del hegelianismo, que sostiene que el espíritu absoluto sólo puede
ser alcanzado a través de la razón, y la del intuicionismo, que piensa que lo
real sólo accesible por la intuición. Pues bien, mientras que por la razón se
puede alcanzar la estructura del ser, por la fe se logra la vivencia del ser
mismo.
§ 2.
SER FINITO
El problema del Universo
estudiado por la ciencia – física, biológica y humana- es un problema de
ontología regional que se mantiene ligado al problema de la ontología general.
El ser finito no es la realidad, sino una de sus formas.
El ser finito es un ente
situado y en desarrollo, por lo que es conveniente echar una mirada a su estado
actual. La ciencia en el siglo veinte en sus tres tipos -formales, naturales y
sociales- ha conducido en lógica y matemáticas hacia la tecnología del ordenador,
en física al Modelo estándar de Weinberg, en biología genética al Proyecto Genoma,
en psicología al conocimiento de los mecanismos mentales y su consiguiente
manipulación, en sociología al convencimiento que el conocimiento social está
tamizado de interés, y en economía hacia modelos económicos ficticios basados
no sólo en lo institucional e histórico, sino en matemática y estadística para orientar
exitosamente la acción humana. Pero especialmente la explosión de la tecnología
se ha plasmado en tres metáforas, a saber, el hombre de Turing o el ordenador
inteligente, la internet o la comunicación e información instantánea, y el
paradigma de Dédalo o la biotecnología. Todo ello hace necesario dilucidar si
se trata de un proceso que trae más libertad o más alienación. Por último, el
ecologismo puso en primer plano la ética ecológica en el contexto de una
civilización alternativa. Así, A. Leopold destaca la ética de la Tierra, G. Anders
el desnivel prometeico, B. Commoner el choque entre procesos circulares
naturales y lineales humanos, Roegen la Tierra abierta en materiales y cerrada
en energía, P. Singer la consideración moral de los animales, H. Jonas la
destrucción del sentido, y J. M. Naredo el conflicto entre desarrollo económico
y deterioro ecológico. Este es en apretado resumen el legado científico de
nuestro tiempo. Lo cual no significa restringir el abordamiento del ser finito
a lo alcanzado en el presente.
En realidad, esa síntesis
habla de una sola cosa, a saber, del Universo o del Ser finito. Pero el
Universo, como se ha visto, no puede ser causa de sí mismo -como argumenta el
ateísmo. Este es un aserto incoherente, porque el Universo tendría que existir
antes de comenzar a existir. Por ende, la causa del Universo debe estar afuera
del Universo.
El ser finito es todo lo que
existe en el Universo. Es el ente contingente que expone la herida ontológica
donde su esencia no supone su existencia. Es el ser participado que depende
para existir del ser imparticipado. Tiene la capacidad de existir en diversos
estados. El ser finito es el ente categorizado. Incluso un agujero negro, como restos
fríos de antiguas estrellas y región del espacio en que la atracción de la
gravedad es tan fuerte que no deja salir de sí ni la luz, y donde el espacio y
el tiempo se detienen, no deja de estar categorizado. Incluso el final de un
agujero negro es una estrella de neutrones. El agujero blanco, su contrario, a
pesar de ser una hipótesis matemática resulta siendo un acelerador temporal que
expulsa materia y energía. Estos son ejemplos que ilustran que la ontología
regional del Universo puede adoptar las formas mas extremas del tiempo y del
espacio.
Esto significa que el ser
finito no está en el espacio y en el tiempo, sino que es la variada forma de
espacializarse y temporalizarse en el Universo. Su forma de ser en el espacio y
en el tiempo no es única, porque única no es la estructura del ser finito. Esto
es que, el horizonte ontológico del ser finito implica una variedad de formas
en su manifestación espacio-temporal. Estas diversas formas del ser finito no
quiebran la unidad de la finitud. Lo cual proviene del carácter analógico del
ser y sus formas. Es por ello que el ser finito no puede ser comprendido sólo
desde su temporalidad -como en Heidegger-, ni desde su espacialidad -como en el
fisicalismo-, sino que exige ser comprendido desde su vinculación con el ser
infinito, o ser eterno, como lo llamó Edith Stein. Esto significa que sólo se
puede comprender el ser finito, incluido el hombre, por la patencia del
infinito en su propio ser. Si hay ser finito porque hay ser infinito, entonces
la variedad de formas espacio-temporales de la finitud responde a una rica
manera de hacerse presente lo eterno en lo finito. Ese es el vinculo de la
ontología regional de la ciencia con la ontología general de la filosofía. Lo inmanente
y lo trascendente se unen en la Creación como ser finito, porque pensado ya
estaba eternamente en el ser infinito.
La definición usual del Universo
lo define como todo aquello que existe en el espacio y el tiempo, incluido los
objetos celestes y las constantes físicas que la gobiernan. Pero esta
definición substancializa el tiempo y el espacio y lo vuelve previo al ente
finito concreto. Lo cual es incorrecto, porque el espacio y el tiempo no
existen por sí mismos, no son receptáculos de formas finitas, sino todo lo contrario.
Son las formas finitas las que se concretan espacio temporalmente. No es el
espacio y el tiempo lo que define el ser finito, sino que es el ser finito lo
que hace que exista el espacio y el tiempo. Incluso aceptando los diversos
modelos de universo -lineal, branas, burbuja, multiverso- éstos no dejarían de
ser diversas formas que tiene el ser finito de plasmar el espacio y el tiempo.
El Big Bang, o punto
inicial en el que se formó la materia, supone una forma singularísima de la finitud
que implica una forma de espacio y tiempo antes de la formación del ser finito,
con su forma conocida de materia, energía, espacio y tiempo. En otras palabras,
la singularidad inicial del Big Bang que contenía toda la energía del
espacio-tiempo del Universo actual era ya una determinada forma de finitud con
su propio espacio-tiempo diferente al actual. La existencia de la materia y la
energía en la singularidad implica la no existencia del espacio y del tiempo en
la forma del Universo post-Big Bang, pero no de un tiempo y espacio acorde con
la materia y la energía de la singularidad inicial. De lo contrario, dicha
materia y energía tendrían que ser inespaciales e intemporales, casi espiritual
y eternao,
y lo son respecto al post-Big Bang, pero no en relación a sí mismos. Los
primeros instantes del Universo tienen lugar en un espacio y en un tiempo,
aunque distintos al Universo actual. De manera que la singularidad inicial es
la forma espacio-temporal de ser en sus primeros instantes antes de la creación
del Universo. Lo que nos muestran los aceleradores de
partículas es que la Era del plasma igual a 1 segundo
a 100 mil años, la Era leptónica de 1 microsegundo a
1 segundo, y la Era cuántica de millonésima de segundo a 1 microsegundo, son parte de un fuego amorfo original
que no acontece en la Nada, sino en
la estructura de la singularidad inicial que
describe un espacio-tiempo singular.
En suma, el modo de subsistencia del ser finito es su
forma espacio-temporal. El ser infinito,
con plenitud de ser, sin dependencia de nada, es ens a se, o ser de sí mismo. En cambio,
el ser finito, limitado
en su ser, dependiente en el orden esencial y existencial, es ens participatum o ser participado. A partir de la participación todo lo existente en
el Universo es. El ente
finito subsiste espacio-temporalmente porque la
inseidad caracteriza su sustancia. En
realidad, inseidad e inhesión son los rasgos metafísicos del ser finito. Inseidad por la participación, e inhesión porque su esencia es susceptible
de accidentes. En otros
términos, a la sustancia finita le es propia permanecer
en su manifestación espacio-temporal, pero sus accidentes que caracteriza la inhesión no hacen
desaparecer la finitud fundamental. El ser
finito está afectado por esa herida de deficiencia entitativa que se descubre
en sus causas extrínsecas, intrínsecas y
finales. Pues, su esencia posible no es, pero puede ser, pudo no ser, fue, pero ya no es. Así, la singularidad inicial del
Universo fue, ya no es, pudo no ser, y, en todo caso, se muestra tan
sólo como una esencia posible.
§ 2.1.
Ser finito inmanifestado
La
cosmología ha postulado la existencia de la materia oscura y de la energía
oscura, grandes enigmas invisibles que constituyen
el ser finito inmanifestado, no fenoménico. Cuál es su significado ontológico.
El ser finito del Universo en su mayor parte es lo inmanifestado, lo no
fenoménicoNo hay mayor
placer que escribir para uno mismo. Pero en la imperante sociedad de consumo
dicha satisfacción esta suprimida. Así, se
considera que la materia oscura conforma el 80 por ciento de la
materia del cosmos. Los
astrónomos pudieron conjeturar su existencia invisible a partir de la
distorsión de la luz de las estrellas lejanas, a mayor
distorsión mayor concentración de materia oscura. Pero lo invisible no acontece solamente con la
materia sino también con la energía. La energía oscura estaría presente en todo
el cosmos, siendo responsable
de la acelerada expansión del universo. Es
equivalente a una fuerza gravitatoria
repulsiva. En las vastas
zonas negras del universo llamadas “vacío” las leyes
de la física podrían ser diferentes, y en las zonas brillantes se concentra la
materia oscura. Todas las
galaxias formarían parte de una estructura filamentosa
invisible más grande.
La materia
visible se ha venido dispersando durante 13,800 millones
de años hasta el presente, y se supone que
la materia oscura actúa como bisagra que actúa con la gravedad, manteniendo unido todo
el tejido del universo. Materia
oscura y energía oscura no se ven, pero sus efectos son visibles. Nadie sabe
cómo surgieron, pero
existen. Se ha postulado que cuando los quarks se
agrupan de forma diferente, pueden formar partículas muy extrañas. Bashkanov habla del hexaquark, como quinto estado de la materia, que se formó y
se expandió justo cuando el universo comenzó a enfriarse después del Big Bang. Su idea ha sido rechazada porque se
considera que viola las restricciones de la nucleosíntesis del mismo Big Bang. La polémica gira en torno a cómo se formaron los primeros
elementos, y si es
legítimo sacar a los quarks de esta gestación. Lo que
lleva a pensar que el cuadro de la formación y distribución de la materia está incompleto, hasta que dicha materia oscura deje de serlo.
El enigma
de la energía oscura no es menor, porque se suponía que después de la inicial expansión del universo
por el Big Bang se volvería más lenta por la gravedad. Pero ocurre todo lo
contrario, la expansión del universo se
acelera. Actualmente se considera que la mejor descripción de la gravedad está
dada por la teoría de la relatividad general de Einstein. Pero desde que Hubble realizó sus
observaciones en los años 30, se sabe que el
universo se expande. Lo cual supone una lucha contra la atracción gravitacional de la materia. Pero cuando a mediado del siglo XX los astrónomos intentaron medir la tasa de
desaceleración de la expansión se dieron con la sorpresa que en vez de ello la expansión no sólo se expande, sino que lo hace
acelerando. Lo cual dejó perplejo a los cosmólogos. A partir de este hecho se
postuló la existencia de la
energía oscura. Otro fenómeno inobservable, pero al parecer existente. El asunto es que, en el contexto de la relatividad general de Einstein,
esto no es posible si el universo contiene solo materia. Desde entonces descifrar la naturaleza de la energía
de uno de los enigmas más importantes de la cosmología actual. Pero a partir de las observaciones de la distribución de materia y luz a través del espacio se
calcula que hace 4,000 millones a de años la expansión comenzó a acelerarse. Lo cual significa que la materia oscura empezó a
dominar sobre la materia, y se calcula que constituye el 70 por ciento del total de la energía del universo. Lo singular del caso es que la materia común es apenas menos del 5 por ciento de la energía del universo. Por su parte, la materia oscura -que no interactúa con la luz- es alrededor del 25 por ciento de la energía total
del universo.
Si la
materia oscura junto a la
materia común, contribuyen a desacelerar la expansión del universo, la energía oscura tiene el efecto contrario. El asunto es que en el modelo cosmológico estándar
la energía oscura corresponde a la “energía de vacío”.
Esta energía es de origen cuántico, o sea una
propiedad del espacio incluso en ausencia de materia. En una palabra, la teoría de Einstein presenta el
problema de no describir
correctamente la forma en que la gravedad se comporta en escalas cosmológicas. En última instancia, habría que explicar la
expansión acelerada del universo por la materia oscura, o por la modificación de la relatividad general de Einstein.
Qué
significado tiene que la mayor parte de la materia y energía del universo sea inmanifestado, no fenoménica. En primer lugar, que el ámbito experimental siendo
valioso e indispensable, no es, sin
embargo, el criterio supremo para postular existencia. En segundo
lugar, que lo que
sobrepasa lo experimental no se divorcia del mundo concreto y real del ser finito.
Tercero, que la ciencia es un problema hermenéutico que exige dar un paso más
hacia su desmitización, en el sentido que no es el conocimiento supremo y completo de la realidad. Cuarto, el ser finito inmanifestado revela que la complejidad del ser incluye el misterio
en la propia realidad. Quinto, el
enigma del ser finito inmanifestado tiene poder
salvífico, porque el enigma en el corazón de lo inmanente lleva hacia el
misterio de lo trascendente. Sexto, la perspectiva bíblica agustiniana -donde fe y ciencia
se oponen-, la aporía socrática -donde al
conocer no le compete el descubrimiento de la realidad total-, y la metafísica sólo atenta al ser como trascendens, están en
un error cuando se
enfrentan con la dialéctica paulina -donde sabiduría conceptual y kerigma
salvífico están unidos-. Séptimo, el
ser finito inmanifestado, como aquello oculto a los sentidos y a los instrumentos
de la ciencia, demuestra que el libro de la naturaleza puede ser
leído como revelación natural del Ser Infinito. Octavo, la
utilidad del positivismo metódico -la verdad reside en el concepto- lleva a reconocer que la metafísica necesita de
una nueva metafísica, donde trascendencia e inmanencia sean tomados en su
propio valor. Noveno,
que en los enigmas de la ciencia se encuentra el fondo
abisal de Dios. Y décimo,
que lo inmanifestado en lo contingente y mundano señala al Ser infinito en su plenitud.
En suma, la estructura inmanifestada del ser finito es de lo
más fascinante y enigmático, porque sirve de
propedéutica para el conocimiento
de la profundidad de la metafísica de la realidad como kénosis de la
divinidad.
§ 2.2.
Ser finito manifestado
El ser
finito manifestado no es lo manifestado en
el tiempo y en el espacio, sino lo que se presenta espacio-temporalmenteNo hay mayor placer que escribir para uno mismo. Pero
en la imperante sociedad de consumo dicha satisfacción esta suprimida. En este sentido ni el tiempo ni el espacio son entes, sino manifestaciones del ente. A
esto se puede objetar que, en la singularidad inicial del átomo primitivo de
Lemaitre aún no había espacio ni tiempo, y, sin embargo, dicha singularidad no deja de ser un ente. Por ende, el ente
no siempre se manifiesta espacio-temporalmente, y más
bien es la manifestación de la
materia y energía primitiva. A lo cual se puede responder diciendo que, así como
se habla de materia y energía primitiva en el átomo primordial, de modo
similar, también se
puede hablar de espacio y tiempo primordial en la singularidad inicial.
Efectivamente,
cualquier sea la forma que asuma el espacio y el tiempo será en relación con el
estado del ente del que se hable. El ente cuántico
y el ente de la
materia común son manifestaciones en el espacio y en el tiempo de un
determinado nivel del ente. Esto
significa que el ser finito o el ente concreto se deja
determinar como algo tempo-espacial, mientras que el ser infinito es aquello
que no se deja fijar
en términos espacio-temporales. No hacer
esta distinción lleva al error de sacar la conclusión general de que el ser no se deja determinar como algo
temporal y espacial, ni el tiempo se determina como un ente. Cuando, por el contrario, esto sólo ocurre con el ser
infinito, más no con el ser finito.
Heidegger (Ser y tiempo) resalta que el tiempo
originario es la temporalidad, como forma que tiene el ser de presentarse como
pasado, presente y futuro en el
devenir. Pasado y futuro no son momentos diferentes, son éxtasis
del presente fáctico. Estar
dentro de cierta temporalidad le llama temporeidad, pero también llama temporeidad a la preocupación de
la existencia humana sobre su muerte. Por eso,
dice, que la dimensión temporal del hombre es un tránsito de no ser a ser y de ser
a no ser. Centrado
como está en la existencia humana no advierte la dimensión temporal de todos los entes finitos, y por su horizonte
inmanentista descuida la preeminencia que tiene para el hombre la dimensión no temporal del ser infinito.
Empeñado
como estaba en sustituir a Dios por el Ser abandona el catolicismo y se vuelve protestante.
Ello le ayuda a negar el más allá como la
teología de la crisis de Karl Barth, lo que lo lleva directamente asumir el abismo
entre dios y el hombre. Su entrega a la mundanidad
avanza en sus lecciones de ontología de Aristóteles. Enfatiza que ni el individuo de Windelband, ni los
valores de Rickert explicitan bien al hombre. Se va
abriendo paso la idea de que el sentido del ser del hombre se define en su
realización existencial, en su posibilidad y cuidado en el tiempo. Este es el punto de arranque del reduccionismo
temporalista del hombre.
En otras
palabras, su protestantismo fue el punto de
partida de la asunción temporalista de la realidad humana. Concepción que desarrolla
primero una
metafísica de la existencia humana con una
filosofía de la muerte (1927). Ser y tiempo fue en
realidad la exclusión de lo eterno en la realidad humana. Lo que le abrió luego
las puertas a una metafísica
de la nada (Qué
es metafísica, 1929),
donde cae bajo el imperio de la nada. El hombre
deviene en un esfuerzo de autenticidad en medio de la angustia que percibe la
nada. Debe asumirse como pura posibilidad. Nada de
ética, de bien o mal, simplemente la vacua posibilidad. Heidegger ya era un
hombre sin fe, y sin ello
nada evitaba el oscurecimiento de lo finito en la nada. Incapaz de comprender
que sólo lo eterno redime lo finito cae capturado
en las redes del tiempo, la muerte y la nada.
Lo
conseguido hasta el momento se puede condensar en las afirmaciones siguientes: el sentido del ser es el tiempo, el tiempo es puro
devenir, es una nada que se escapa, sin lo eterno lo auténtico es asumirse como
libertad y posibilidad, no hay
verdad absoluta y permanente, nihilismo, historicismo y relativismo se dan la
mano, pues la verdad es libertad de darse un
proyecto de ser, la verdad se hace no se descubre.
Cuando aparece
El
puesto del hombre en el cosmos de Max
Scheler, afirma que la naturaleza no tiene mundo, el cual adviene con el hombre. Sin el hombre el
ser es mudo, el hombre
es el decidor del ser. Es entonces cuando niega haber escrito una obra
antropológica (Introducción
a la metafísica, 1936) porque considera que el ser-ahí es un ser abierto e
inconcluso. El ser no
es el devenir, no es la
apariencia, no es lo lógico, es latencia y principio que se alcanza con un
pensar más originario que reúne
un logos. A estas alturas ya estaba en su tercera etapa, la Filosofía del ser (Sobre
la verdad, 1930). En su esfuerzo por desatar las ataduras antropológicas y temporalistas no hace más que enredarse en el horizonte del inmanentismo
irracionalista moderno. Mientras tanto
en 1933 interpretó el nazismo como un evento metafísico fundamental. Su convicción nazi y su compromiso con Hitler
trató de ocultarlo ante la Comisión de los aliados. En realidad, Heidegger se
vio como sumo sacerdote filosófico de la revolución nazi. Rüdiger
Safranski (Un
maestro de Alemania) narra que
el partido nazi lo veía como “un filósofo que nadie entiende y no enseña nada”, “un nihilista metafísico”, un rector fantasioso,
salvaje e intrigante. Esa fue una
consideración poderosa por la cual no se le otorgó cátedra en Berlín. Por lo
demás, ya es cosa consabida que jamás dijo
nada sobre los campos de concentración en Friburgo, y que conspiró contra sus
colegas. Es evidente
que sucumbió al reencanto secular del mundo.
El Heidegger
que había renegado de la eternidad inaugura la Filosofía de la gracia con su Carta
sobre el humanismo (1942). El hombre
queda convertido en el pastor del ser. Se trata
de un irracionalismo natural-panteísta que identifica al Ser con la Naturaleza divinizada. Se trata de una postura
arcaica que mitologiza el ser. Dice que el ser no puede entenderse, ni
describirse, sólo puede evocarse. En tono
profético y apocalíptico anuncia la nueva era del olvido del ser, y la
necesidad nihilista
de destruir el pensar hecho Son los años en que anda convencido de que los
nazis han limitado la revolución a lo
político y llevar a
su apoteosis a la razón técnica, sin avanzar
hacia lo metafísico. En su delirio de grandeza se siente un heraldo venido
demasiado pronto. En sus
lecciones sobre Nietzsche (1936-1941) concluye que
si el ser es el tiempo entonces no es ningún fundamento, es abismo de
posibilidades abiertas. De paso rechaza el eterno retorno y proclama de Nietzsche
no superó la modernidad porque identificó
el ser con el valor.
En sus
folios secretos Aportaciones busca una
nueva forma de hablar de Dios, pero no se
trata de un Dios trascendente, sino de realizar inmanentemente la divinidad en
el hombre. Siente que
por él habla el ser. Su dadaísmo metafísico delirante es pura letanía. No quiere nada con la fe, ni con el dios
trascendente. Busca a Dios sólo desde su pensamiento de profeta. Ya antes de acabar la guerra se evade
sumergiéndose en los grandes pensadores,
especialmente presocráticos (Caminos de Bosque). Son los
años en que la Comisión de depuración lo jubila sin derecho a enseñar, luego viene la recepción de su obra en Francia,
gracias a Sartre que lo salva del olvido.
El balance es que el hombre resulta siendo un medio para que
el ser se haga visible a sí mismo. Repudia el humanismo, hay que decir qué es
pensar, pensar es dejar que el ser sea. Este último giro
es consecuente con su ontologismo antihumanista. Cuando se le revoca su prohibición de enseñar (1951-1952) sigue la vía análoga a la del idealismo
romántico alemán que mitologiza el ser. El ser es
lo envolvente, por tanto, el lenguaje no puede ser la casa del ser. Su reflexión sobre la técnica es su mayor éxito
en los años cincuenta, participa del debate en curso
(Huxley, Anders, Jünger, Weber, Bense), la esencia
de la técnica lleva al olvido del ser al concebirla de manera estática. En los
sesenta Adorno ataca su jerga como un
ocultamiento de su fascismo latente. Y así finalmente
arribará a los años setenta como el ontólogo que se alejó de lo óntico y de la ontología de la eternidad.
Este resumido análisis del filósofo que dejó una huella
indeleble en la metafísica contemporánea ha sido
necesario porque
representa bien la revuelta antieternalista y temporalista que encarna el corazón de la esencia nihilista de
la sociedad postmetafísica actual. Cuando el ser finito expuesto en la materia, la
vida y lo humano es desligado de su trasfondo
eternalista, queda atrapado en un temporalismo que culmina en la nada. Se trata de una mutilación de la realidad que
afecta la propia comprensión del ser finito, que deriva en un
nihilismo militante, un ontologismo antihumano, una apoteosis de la Voluntad
cósmica inmanente, que no
puede rebasar los marcos románticos e irracionalistas del misticismo
naturalista-panteísta. Lo más
paradójico es que se trata de un esfuerzo metafísico
que se concentra en la temporalidad del ser finito para desvanecerlo en la
nada. O sea, el ontologismo que anula
lo óntico termina mistificando el propio ser en el
reclamo de una nueva forma de pensar al margen
de la fe.
Ni el hombre es la génesis del ser en la
temporalidad, ni el ser es preeminentemente tiempo, ni el hombre es el pastor del ser, ni el lugar
del ser es lo irrepresentable. Ciertamente
que el Ser infinito es logos anterior a la lógica, pero ello no agota su ser. No es cierto que hay que ir en búsqueda de un
pensar más allá de la ontología positiva. Lo
inexpresable es el verdadero olvido del ser.
§ 3.
SER INFINITO
Para que el Ser finito sea
causa de sí mismo tendría que existir antes de empezar a existir. Lo cual es
una contradicción no tanto lógica sino ontológica. Lo inmanente como causa
sui es incoherente, en tanto significaría atribuirle connotaciones como la eternidad.
Pero una inmanencia eterna o un aristotélico Universo eterno supone que lo
eterno sea temporal y espacial. Lo cual es absurdo.
La definición del tiempo
como orden mensurable de movimiento lo encontramos en los pitagóricos cuando lo
definen como “la esfera que lo abraza todo”. El mismo Platón lo caracteriza
como “la imagen móvil de la eternidad”. Y se precisa con Aristóteles cuando
afirma que “el tiempo es el número del movimiento según el antes y el después”.
Para que la causa del Universo sea inmanente exige que éste no sea inespacial,
intemporal, y atemporal. No obstante, el propio Aristóteles, en el libro duodécimo
de la Metafísica, termina sucumbiendo al metafísico platónico cuando todo
su esfuerzo por levantarse hacia la substancia singular concreta culmina en la
substancia incondicionada del Primer Motor inmóvil, el cual es Dios, ser
eterno, esencia pura, ser inmóvil, es el bien, goza eternamente de la felicidad,
es la Inteligencia Suprema, acto puro, uno, formal, ser primero y principio de
las cosas. No es éste el lugar para discutir si el peripatético sigue siendo
platónico al considerar como objeto de la ciencia lo universal contenido en lo
individual. Y si lo universal es primero estamos ante puro platonismo. En suma,
para Aristóteles la eternidad del mundo no es intemporalidad sino temporalidad
indefinida, porque la auténtica eternidad es intemporalidad, y ello sólo
corresponde al Primer Motor Inmóvil. La idea de que el Primer Motor mueve al
mundo como Ser Supremo y Espíritu pensante es puro platonismo, donde todo
tiende hacia la Idea. Su empirismo, como destaca Werner Jaeger en su Aristóteles,
culmina en un espiritualismo.
Otra idea del universo
inmanente es la de Prigogine. La idea de que el Universo es el resultado de una
transición de fase en gran escala fue postulada por el Nobel de Química Ilya
Prigogine. Según su teoría (El
nacimiento del tiempo),
el tiempo potencial precede al universo, el cual se vuelve actual cuando se
produce la transformación del tiempo en materia. La ruptura de la simetría temporal
en simetría espacial, y así empieza la diferencia entre el pasado y el futuro.
La materia porta el signo de la flecha del tiempo. Su concepto de estructuras
disipativas rompe la estructura euclidiana del espacio y la simetría del tiempo.
Desde reacciones caóticas de no-equilibrio se forman nuevas estructuras
ordenadas. Si para Aristóteles el tiempo es eterno y, para Einstein, el tiempo
es una ilusión humana, para Prigogine el tiempo precede el universo. Nuestro universo
sería fruto del fin del vacío fluctuante de antimateria. Por eso la muerte térmica
están en los inicios del universo. En una palabra, el orden y el desorden del
universo emergen de las leyes del caos porque la realidad sería una actividad
creadora incesante. Prigogine (Las leyes del caos)
incorpora los conceptos de probabilidad e irreversibilidad, o sea, la flecha
del tiempo, donde determinismo y probabilidad no se excluyen, sino que se
complementan. Esto lo lleva a afirmar que la ciencia es una alianza del hombre con
la realidad.
La caracterización de la
dirección general que hizo A. Koyré de la física moderna, “Del mundo cerrado al
universo infinito”, se puede extender a Prigogine. Su idea de que el tiempo no
ha nacido con nuestro universo, sino que ha estado siempre ahí, en estado latente
pero que requiere de un fenómeno de fluctuación para concretarse, encierra la
vieja idea inmanente del universo como causa de sí mismo. Es una variante
inmanentista de la nihilista era postmetafísica profundamente antieternalista. Su
idea de que nuestro tiempo no es el nacimiento del tiempo, remite a una teoría
donde el universo siempre existió bajo diferentes formas de tiempo. El tiempo
resulta eterno bajo diferentes formas. Prigogine sería el mundo eterno o infinito
sin el primer motor de Aristóteles.
Además, cuál sería el
origen de las estructuras disipativas del universo. En el esquema mental de Prigogine
no queda otra alternativa que su autocreación. O sea, volvemos al postulado
básico predominante de la ciencia actual: el universo autocontenido, causa de
sí mismo y autosuficiente. ¿Acaso pueden las leyes del caos dar cuenta de
estructuras con sentido que nacen y desaparecen en tiempos geológicos? Si las
leyes del caos dirigen el orden y el desorden del universo, cuál es el origen
del mismo caos. ¿Puede el caos ser origen de algo con sentido y finalidad? Cuál
es el origen de la complementación del determinismo y la probabilidad. Hacer
del caos el origen del universo es como hacer de la nada el origen del ser. De
la nada, nada viene. Del caos sólo proviene caos. Echar mano de la probabilidad
para dar cuenta del orden momentáneo es un recurso cuasi mágico que no explica
satisfactoriamente el orden en el universo. Más bien, al caos le corresponde la
improbabilidad del orden porque le es propio la probabilidad del desorden. A lo
sumo, el término eternidad en Prigogine sería la duración indefinida de las diferentes
formas de tiempo. Lo eterno duración indefinida del ente finito es lo que se ajusta
más a la definición de Prigogine. Lo cual resulta totalmente contrapuesto a la
definición de Plotino, cuando repitiendo la anotación parmenídea y platónica
sostiene que eterno es lo que no era ni será, sino que simplemente
es. (Enn. III, 7, 3).
De manera que, si el ser
finito no encuentra fundamento en su propia inmanencia, dónde la halla. Esto
nos remite a un Ser infinito, inespacial, intemporal, inmaterial y espiritual. La imperiosidad real del Ser
Infinito responde a la insuficiencia de lo contingente y necesario para ser
causa de sí mismo. El ser infinito no es una posibilidad lógica, sino condición
ontológica del ser. Sin embargo, sin necesidad de insistir en las pruebas sobre
la existencia de Dios se puede afirmar que la admisión del ser infinito como
fuente del ser no puede limitarse a lo ontológico para entrar en la dimensión
de la historia humana y de la Providencia divina. Un ser infinito que la fuera
ajeno de la dimensión histórica sería absurdo y contradictorio. Por tanto, es
una dimensión insoslayable a considerar.
Alexander Koyré (Del
mundo cerrado al Universo infinito) ha escrito que el paso del finitismo al infinitismo
se cumplió durante el siglo XVII, en el
curso de la revolución científica y filosófica que destruyó el Cosmos clásico. Erwin Panofsky (La perspectiva
como forma simbólica) destaca, incluso, tendencias
infinitistas que ya se habían manifestado en otras esferas, como en
el arte barroco. En
realidad, el concepto de infinito aparece ya en los presocráticos en un sentido amplio, que incluye lo ilimitado e
indefinido. Filósofos
e historiadores han discutido cuál fue la actitud griega predominante sobre el
problema del infinito. Mientras para
Heimsoeth (Los
seis grandes temas de la metafísica occidental) en Grecia lo finito tuvo un valor superior sobre lo
infinito, otros
sostienen que los griegos reconocieron que la razón es impotente para conocer
lo infinito. Por su
parte, Mondolfo (El
Infinito en el pensamiento de la Antigüedad Clásica) sostiene que la mente helénica es esencialmente poliédrica, y que su genio no fue refractario
a la comprensión de lo infinito. Señala que incluso Aristóteles registra
pasajes en que subraya un
significado positivo para el infinito. No obstante, muchos autores modernos son de la opinión que el peripatético
abogó por un universo cerrado y limitado a diferencia del universo abierto e
ilimitado de la
modernidad. Pero
repárese en un detalle clave, Aristóteles
niega la magnitud infinita más no la causa infinita, que en su sistema es el
Primer Motor.
Lo cierto
es que después de Aristóteles se abrió más en el
pensamiento antiguo la idea de infinito, pero no tanto como para
conceder protagonismo al infinito potencial. Así, por un
lado, Antifón, Eudoxo de Cnido y Crisipo intentaron operar con el infinito matemático; y, por otro lado, los estoicos se opusieron a la
idea aristotélica del universo finito
concibiendo el cosmos que se extiende en un vacío infinito. Neopitagóricos y neoplatónicos consideraron lo
infinito en un sentido más positivo que el de lo ilimitado e indeterminado. Así, en Plotino el infinito espiritual es entendido en el sentido
de omnipotencia. Acto
seguido hay que
tener en cuenta que mientras el platonismo medieval
nos lleva hacia la primacía del alma, la realidad de las ideas, el matematismo
y el apriorismo, el aristotelismo
occidental nos conduce no al cosmos de Aristóteles (un Dios que sólo piensa en
sí mismo y que ignora el mundo que ha creado), sino al Dios creador y providente del cristianismo.
Es por ello
que a partir del pensamiento cristiano el problema del
infinito se plantea
en conexión con el problema de la eternidad. Para los escolásticos sólo Dios es
propiamente eterno e infinito. Pero lo
interesante es que al plantearse
el problema de la composición del continuo fueron más allá del marco clásico del
infinito absoluto y en
acto en Dios, para postular la concepción del infinito en potencia en toda
realidad creada. Esta decidida
actitud infinitista en los escolásticos del siglo XIV fue lo que posibilitó el paso del finitismo al
infinitismo, que maduró en la revolución científico-filosófica
del siglo XVII. De ahí que
casi todos los filósofos modernos, racionalistas y empiristas, sostienen la infinitud del mundo, pero aplicándolo de
distinto modo por tratarse de la creación. Se abre
camino la idea del infinito potencial de la realidad concreta. Los autores
modernos hablaron de la idea de infinito no sólo respecto a las realidades,
sino al pensamiento de lo infinito. Así, Kant habla de
la representación del espacio como magnitud infinita (CRP A 25/B 40) y de la infinitud del tiempo (ibid. A 32/B
48). Será en el romanticismo
y en el idealismo
alemán con Fichte, Schelling
y Hegel, donde hace su aparición con fuerza el pathos del infinito y el
sentimiento de lo infinito. La
dialéctica del infinito en Hegel busca mostrar, en su Lógica, que el verdadero
infinito sólo surge cuando se ha
absorbido en lo positivo y absoluto tanto el infinito abstracto del
entendimiento, como el infinito concreto de la razón.
Lo singular
del caso es que, frente al argumento del paso de lo finito, o lo
infinito potencial, al infinito actual, surgió la oposición del finitismo. El
finitismo se nutre del infinito potencial. El primer
argumento contra el infinito dice que, aunque se hable del infinito actual o del infinito potencial, lo que se hace es
hablar de algo
finito que no puede jamás ser enumerado. Otro
argumento contra el infinito fue propuesto por Gauss, según el cual el infinito es sólo un modo de hablar.
Un tercer argumento, de filósofos y matemáticos, subraya que aceptar el infinito actual genera paradojas
insostenibles. Se ha destacado que detrás
de las tendencias finitistas subyace un horror al infinito, al percibir que cualquier cantidad por grande que
sea, agregada a un conjunto finito dado, da siempre por resultado otro conjunto
finito. Fue Bolzano el que trató
cierto número de las llamadas paradojas del infinito, y demostró que no eran
tales. Sus ideas precedieron los trabajos de Dedekind y
de Cantor.
Es
interesante no dejar de mencionar que Cantor (Fundamentos
para una teoría general de conjuntos) al crear la teoría de conjuntos devolvió al pensamiento matemático occidental el problema del
infinito, ya abordado en Babilonia y Egipto. Hay que
tener presente que la cosmología científica comienza en Grecia, y no en
Babilonia, todavía atada a la astrobiología. Así, para
Tycho Brahe, Copérnico y Kepler el mundo
celeste es enorme pero finito. Sólo Giordano Bruno admite la infinitud del
universo. La infinitud del universo
astral recién se afirma con Galileo, Newton, la geometría, y la
teología. A estas
alturas oponerse al finitismo de Aristóteles significaba para los modernos defender el universo infinito. No en vano Galileo se declara platónico en el Diálogo, y lo es
no sólo por la repetida mención de la mayéutica socrática, y la doctrina
de la reminiscencia, sino por su inclinación matemática. Es curioso que Gassendi no supo unir el atomismo de
Demócrito con el matematismo platónico, cosa que
sí hizo la ciencia moderna con la revolución galileana y cartesiana, síntesis
que sacó adelante
Newton con la física matemática. Por su parte,
Pascal fue sin duda un genio matemático que aportó la geometría de los
indivisibles.
En suma, la ciencia nueva es para Galileo la prueba experimental del platonismo. Como lo destaca Koyré (Estudios sobre la
historia del pensamiento científico), la victoria de Galileo y la
revolución científica del siglo XVII era el triunfo del matematismo platónico sobre el realismo
substancialista aristotélico. Otro
tema es determinar qué tipo de platonismo (griego, árabe, judío, patrístico, bizantino,
renacentista) estuvo presente en Galileo. En
todo caso, es curioso que Cantor al afirmar el infinito absoluto como propio de la divinidad fuera acusado de platonismo por parte de sus
detractores.
Valga la
digresión para sostener que para Cantor hay dos
tipos de infinito: numerable (conjunto de números naturales), y no enumerable (conjunto de números reales, como el
continuo). Los números naturales forman el conjunto infinito más pequeño. Pero la idea es que hay varios
conjuntos infinitos. De esta forma Cantor le devolvió a la matemática su vínculo con lo religioso -la mente humana piensa lo transfinito, lo
infinito absoluto es propio de Dios-. Ciertamente que antes de Cantor fue Riemann, con la noción de variedad, y Dedekind,
con el concepto de grupo, los que adelantaron la idea de “conjunto”. Cantor a horcajadas entre el platonismo (objetividad
de objetos matemáticos) y el formalismo (libertad de creación matemática) combinó la deducción y la intuición. Otros
sistemas axiomáticos reivindicaron su distinción entre lo transfinito y lo absolutamente infinito como propio de la divinidad. No obstante,
sus ideas encontraron oposición entre muchos matemáticos,
como el de su maestro Kronecker, que hizo
famosa la cita: “Dios hizo los números enteros, todo lo demás es obra humana”. Pero actualmente
se admite la teoría axiomática de conjuntos sin estar en desacuerdo con Kronecker.
Fue L.
Couturat (El
infinito matemático) quien resaltó que “la idea de infinito no puede
proceder de la experiencia,
pues todos los objetos de la experiencia son finitos. Tampoco puede ser
construida por la imaginación, pues ésta sólo es capaz de repetir y multiplicar
los datos de los sentidos, y así no engendra más que
lo indefinido… (de modo) que la idea de infinito es necesariamente
una idea a priori”. Idea muy interesante que también es aplicable
a la idea de Dios, como lo advirtió San Anselmo y Descartes: la idea de un ser
perfecto no puede venir de una mente imperfecta, sino de una infinita. Pero con ello Couturat no esclarecía lo que
se entendía por a priori: una construcción matemática o la existencia de
realidades infinitas. Esto llevó
a la discusión si debe
distinguirse o no entre el infinito matemático y el infinito real o físico. Lo que en el fondo concierne a la discusión si el
universo físico es finito o infinito. Las
cosmologías estacionarias defienden su finitud, mientras que las cosmologías
que defienden la explosión inicial defienden su infinitud. El modelo del universo finito y no limitado se basa en la teoría de la relatividad generalizada,
aduciendo el ejemplo de una esfera espacialmente finita, pero que puede recorrerse en todas las direcciones
sin encontrar jamás un límite.
De todo lo
expuesto se colige que el ser infinito no debe
ser confundido con la noción de infinito matemático, ni con la idea moderna de
infinitud potencial del mundo. La
controversia finitista ha hecho posible esta distinción. Una cosa es el infinito en potencia en toda la
realidad creada, y otra el
infinito absoluto y en acto del Ser infinito o Dios. En todo caso, el infinito potencial de la realidad
creada es el reflejo menguado del infinito actual del Ser creador. Este último aserto sólo es posible comprender superando el antropocentrismo kantiano, que hace
imposible que el mundo haya salido de las manos de Dios. Esa visión ametafísica
y ateológica se prolonga hasta el monismo
fundamentalista de Einstein y el pluralismo complementario de la física
cuántica. Todas renuncian a la
visión total del universo.
En
realidad, la metafísica del infinito nace de la preocupación teológica, de una inquietud por dar
cuenta de la existencia y naturaleza de Dios, y sólo
después se postula la metafísica de las esencias. La
imperiosidad real del Ser Infinito responde a la insuficiencia de lo
contingente y necesario para ser causa de sí mismo. Cuando se postulan las esencias es que se ha
advertido el problema del devenir, con su peligro implícito de disolver las formas eternas en las
apariencias del mundo
cambiante. En una palabra, la metafísica del infinito nace primero
de una necesidad existencial, y luego en la metafísica de las esencias se
advierte que no es una posibilidad
lógica, sino
condición del ser. Mas tarde
en la metafísica trascendentalista se concibe
que el ser infinito no es por la realidad, por el
contrario, hay realidad natural,
histórica, y sobrenatural porque hay
ser infinito.
§ 3.1.
Ser Infinito inmanifestado
Pero el ser infinito no
sólo tiene una dimensión que se manifiesta en la creación, sino también otra
que no se manifiesta y que les propia, íntima y oculta. Que Dios es, destacaba
Alberto Magno, se puede demostrar por la razón natural, pero lo que Dios es se
sustrae a la razón. Santo Tomás también subraya la incomprensibilidad de la
esencia de Dios. Pero ya los iniciadores de la filosofía cristiana (Justino,
Clemente y Orígenes) afirman coinciden sus teologías en que Dios es inefable e
ininteligible.
Esta idea encontrará mayor
desarrollo en Dionisio Pseudo-Areopagita, para quien Dios trasciende el ser,
por tanto, no puede ser concebido por ningún pensamiento que se refiera al
ente. Más allá del ser y no-ser, trasciende también las proposiciones lógicas,
es una deidad oculta. Así Dios es ininteligible y el hombre ignorante de él. En
la teología positiva Dios revela algo de sí mismo, en la teología negativa se
revela oculto. La vía eminente hacia él es el éxtasis que trasciende la razón mediante
la purificación. Areopagita representa la culminación de la teología negativa,
con la intuición del carácter hipertrascendente de Dios.
En suma, el ser infinito
tiene su lado inmanifestado e inaccesible a la razón. Positivamente el ser
infinito o Dios es indemostrable, la demostración de su existencia es
indirecta. Es el plano conocido como el Dios escondido. Ese es el ámbito del Ser
Infinito inmanifestado. El mismo que -como veremos- no puede ser tomado como
impersonal, fuerza o energía cósmica. Aquí entra el valor incuestionable de la
escolástica como la revalorización de la filosofía y la razón, en la semejanza
del hombre con Dios, de modo que su razonamiento no es una invención del
demonio, como sostenía la teología monástica agustiniana. Así, mientras que E.
Gilson destaca que la filosofía de la Edad Media fue una conquista de un ámbito
independiente para la razón y la filosofía, para E. Bréhier se trató del triunfo
de la filosofía cristiana de la libertad ante la filosofía griega de la
necesidad.
Habiendo visto que lo
intramundano no se basta a sí mismo, de lo insuficiente de una metafísica
intramundana, de su dependencia de lo trasmundano, se colige que el hombre y la
Naturaleza son seres finitos participados del ser imparticipado que es el ser infinito.
Pero también se ha mencionado que en la filosofía de la India el ser infinito o
absoluto es una realidad inefable e impersonal o una fuerza abstracta llamada
Brahman. Para los estoicos Dios es la razón o el logos que gobierna el
universo, no crea, sino que pone orden, es el ordenador del cosmos. Pero el
Logos de Filón es impersonal, un poder, una ley. En cambio, las religiones
monoteístas conciben el ser absoluto e infinito como un ser personal, con un
propósito en su creación, instruye a los profetas, y que, incluso, puede
aparecerse en forma antropomórfica. Mientras que en el panteísmo Dios no sólo
es impersonal, sino la energía cambiante y finita del devenir en la Naturaleza.
Lo que equivale a identificarla con ésta. La cosmovisión griega (dualista,
principio inmóvil, nihil ex nihilo, metafísica de la substancia,
fatalismo) es distinta a la cosmovisión judeocristiana (monismo, principio
personal, creación ex nihilo, metafísica de la persona, lo real es lo
individual y no lo universal ni conceptual). La filosofía cristiana fue posible
porque en la biblia hay elementos de ontología personal. Sin duda, el
pensamiento influyó en la filosofía cristiana, pero a través de tendencias
ascéticas, igualitaristas (estoicismo), purificación, abstinencia (maniqueísmo),
el mundo es el mal (gnosticismo), y síntesis con la filosofía griega (Filón de
Alejandría).
Aquí es bueno recordar que
la fusión entre la filosofía griega y la fe cristiana acontece en tres
sincretismos: el del siglo I con la Iglesia de Antioquía (salvación universal y
no sólo para los judíos), el del siglo II con los filósofos alejandrinos
(gnosis cristiana y especulación griega), y el del siglo IV que ocurre ya no en
Oriente sino en Occidente (metafísica de la persona). Desde fines de la
Patrística (siglo IX) hasta fines del siglo XI hay un estancamiento intelectual
en el que sólo se hicieron compilaciones. Pero donde llega el pensamiento
anticristiano a su culminación es en el Occidente moderno, ahí la creencia en
un Dios personal ha decaído por la influencia del cientificismo, el proceso de
secularización, la apostasía religiosa, el individualismo, y el auge de la
espiritualidad oriental inclinada a entender lo divino como una fuerza o
energía. En todo caso la discusión atañe a la naturaleza íntima del ser
infinito o lo absoluto.
Para el caso resulta
interesante remontarnos a Spinoza. “Su Dios, dice Hegel (Lógica, T. II,
C, CLI) es la necesidad, la cosa absoluta, pero es al mismo tiempo persona, y
éste es el punto al cual no se ha elevado Spinoza… Es la intuición oriental,
según la cual todo ser finito es mutable y pasajero, la que ha hallado
expresión en su filosofía… Lo que aquí falta es el principio occidental de la
individualidad… No es ateo porque no solamente Dios no es negado, sino que es
reconocido como el único verdadero ser… [Así] es a causa de su acosmismo como
esta doctrina es panteísta… La sustancia, tal como es aprehendida por Spinoza,
sin mediación dialéctica, es una potencia negativa, ese golfo tenebroso e informe
a que va a sumergirse, como si no tuviese realidad, todo contenido determinado,
y que nada produce que tenga realidad propia y positiva”. El apunte de Hegel
pone en claro que el panteísmo nos lleva hacia un fondo tenebroso e informe
donde el ser finito es devorado por la necesidad de lo absoluto. La observación
de Hegel puede ser complementada diciendo que la deidad spinosista se corresponde
con la nueva física del siglo XVII, que defendió un vacío infinito extendido en
el espacio físico. Leibniz, que se extrañó del panteísmo que le exponía
Spinoza, siempre se opuso a que Dios fuese concebido como un ser material
infinito, como un ser tridimensional y corpóreo.
Otra variante de la
absoluta trascendencia del Ser infinito está representada por Plotino, que en
su tiempo luchaba contra el cristianismo. Él se niega a llamar por su nombre de
Ser a su más alto principio: lo Uno, porque considera que éste es el generador
del ser a través de sus varios intermediarios entre él y las cosas. Con ello
busca preservar su absoluta trascendencia. En Plotino la teoría de la inmutabilidad
del ser es de origen parmenídeo-platónica es reemplazada por la teoría de la
inmutabilidad de lo Uno. En su sistema el ser ocupa un lugar inferior a lo Uno.
Serán San Agustín y Santo Tomás los que restablecerán la metafísica del ser en
lugar de la metafísica de lo Uno, y lo harán identificando el ser y la
inmutabilidad con Dios. Además, el mal no existe para Plotino en las cosas sino
en la materia. Aunque en los tratados sobre la providencia el bien y el mal son
parte de la razón universal. Será con el cristianismo que se conciba que Dios a
creados todas las cosas buenas, incluyendo la materia que no es sede del mal.
Al descartarse la existencia físico o substancial de mal su causa recae en el
libre albedrío sin virtud.
No menos interesante
resulta advertir que existen diferencias radicales entre la Trinidad cristiana
y las tres hipóstasis del universo de Plotino. En la Trinidad cristiana las
relaciones son personales, amor y creación. La creación es obra libre de la
iniciativa divina guiada por el amor. Por el contrario, la trinidad de
hipóstasis plotiniana está gobernada por el principio de que los seres miran
sólo hacia arriba y toda mirada hacia abajo es desorden. De manera que, lo Uno
no necesita de nada, no ama a nadie, no mira a nadie, y está aislado en sí
mismo. Los otros dos principios como son la Inteligencia y el Alma miran hacia
lo Uno sin ser mirados por éste. La producción de estos principios como de toda
la creación no son obras del amor, sino son simple emanación natural que
necesita irradiar. Tampoco es el amor lo que confiere individualidad a las
cosas, más bien es el desorden del alma que aspira a distinguirse y a separarse
de lo Uno. Recordemos que para Plotino el demonio es el medio por el cual el
alma es traída al mundo. En suma, el absoluto plotiniano es tan trascendente,
indiferente e inmutable que ni mira la creación resultante de su emanación.
Reconocer la dimensión
inmanifestada e incognoscible del Ser infinito no exige concebirlo como
impersonal y completamente inmanifestado. Simplemente el ser infinito puede ser
inmanifestado e incognoscible y al mismo tiempo manifestado, revelado y
cognoscible sin necesidad de dividir su propia esencia. Ese es el caso del
cristianismo. En principio su creación es parte de su manifestación cognoscible
por la razón natural. Y todo lo que no se sujeta a la ley natural de la
naturaleza sobrepasándola es cognoscible por revelación y fe. Lo cual tampoco
significa que la revelación y la fe hacen cognoscible la esencia completa del
Ser infinito. Partiendo de este hecho no es necesario suponer una partición de
su esencia en una deidad abstracta e inefable (Brahman) y otra deidad creadora (Isvara)
como en el hinduismo.
El Ser infinito en su
esencia es incognoscible en sentido absoluto, o sea, en todos los momentos y
desde cualquier punto de vista. En San Anselmo esto no calza bien, pues con su
principio agustino de “creo para comprender” y su fuerte énfasis que pone en la
ratio concluye: “Dios es algo sobre lo que nada mayor puede pensarse”. Pero
para Anselmo el concepto de Dios es recibido en la experiencia de la fe. A
propósito, la doctrina spenceriana de lo incognoscible (Primeros principios)
resulta interesante al considerar que con el fin de no caer en el escepticismo
es necesario considerar que lo incondicionado es comprensible mediante una
conciencia indefinida que va más allá de las leyes de la lógica. Lo cual supone
asumir una postura que sostenga que de lo incognoscible e incondicionado es
posible saber su existencia, aunque no sea accesible por vía racional. Esto es
ya colocarse lejos de una interpretación positivista que estima lo
incognoscible e inmanifestado como una fantasma metafísico.
Al parecer todo indica que
el sentimiento de incognoscibilidad está asociado al universal religioso, que
mediante símbolos y ritos mantienen viva la conciencia de la incognoscibilidad.
Lo cual describe la sustancia de la fe, tal como se representa en el famoso
pasaje de San Pablo: la sustancia de las cosas que se esperan y que nos
convence de las que no podemos ver. Otra bella definición es la proporcionada
por Santo Tomás de Aquino: la fe es un hábito de la mente por la cual la vida eterna
comienza en nosotros haciendo posible que el intelecto de su asentimiento a
cosas que no aparecen.
Por su parte, Gabriel
Marcel destaca que mientras la creencia es un mero creer que, la fe es
un creer en. Es decir, estamos ante un tipo de evidencia que no apela a
nuestra subjetividad, sino, más bien, nuestra subjetividad se deja participar
por ella en una religación trascendental. Justo eso sucede con la dimensión
inmanifestada del ser infinito, no es una evidencia nuestra, sino una evidencia
a pesar nuestro. La verdad es que ni en el cielo ni en estado de gloria nadie
podrá conocer jamás la mismidad de Dios.
Pero una cosa es esta
mismidad incognoscible y no manifestada de Dios y otra es el llamado constitutivum
metaphysicum de la naturaleza divina. Son cuestiones que se entrecruzan sin
ser idénticas. Lo primero se hace alusión en Hechos 17 23: “porque pasando y
mirando vuestros santuarios, hallé también un altar en el cual estaba esta
inscripción: Al Dios no conocido. Al que vosotros adoráis, pues, sin conocerle,
es a quien yo os anuncio”. Lo segundo alude no a lo que Dios es realiter,
sino solamente lo que es quoad nos, según nuestro intelecto. El voluntarista
radical (Escoto, Occam, Biel, Descartes) afirmará que la omnipotencia divina es
ilimitada, y el intelectualista extremo sostendrá que es el máximo grado de
intelectualidad. El Aquinate destaca que poner de relieve el saber de Dios no
significa retirar de él los constitutivos del poder y del amor. De ese modo se
conserva su unidad como Causa primera. Entre ambos extremos estará la
comprensión de su esencia como aseidad, infinitud y omnisciente. Pero a todas
les será común pensarla como realidad incorporal, simple, una personalidad,
actualidad pura y radical perfección. Pero lo que a todos les es común es en el
uso de la analogía. Sin la analogía se desembocaría en la tesis de la completa
inaccesibilidad de Dios al conocimiento. Si bien la analogía preserva de caer
en la completa separación e identificación en Dios y el mundo, sin embargo,
tiene sus límites, a saber, jamás permitirá tener la diferente experiencia y
sabiduría divina.
De modo que lo inmanifestado
de la esencia divina atañe a lo que Dios es en realiter, y no según
nuestro intelecto. Por ejemplo, según nuestro intelecto han sido propuestas
diversas pruebas para demostrar la existencia de Dios (ontológica, a
posteriori, a priori, por el sentimiento, la tradición y por la lógica). Pero
todas ellas jamás darán cuenta de la dimensión inmanifestada de Dios o el Ser
infinito en su incognoscibilidad. El hecho de que el hombre se sienta atraído no
sólo por la manifestación de Dios sino también por su lado inmanifiesto es
signo de que es un capax metaphysicum porque es previamente un capax
dei. El Ser infinito está inscrito en el centro del ser finito del hombre, no
cesa de atraerlo hacia sí, y sólo en él encuentra la verdad y la dicha que no acaba
de buscar.
§ 3.2.
Ser Infinito manifestado
El Ser infinito manifestado
tiene una doble lectura: religiosa y filosófica. Se puede intentar también un
abordamiento simultáneo. En realidad, las tres perspectivas de complementan.
Por ello, en lo que sigue se realizará un enfoque simultáneo. Y lo primero que
resalta en la manifestación del Ser infinito en su ser mismo, luego su
creación, y después el hombre. Aquí sólo se abordará el primero, dejando los
dos siguientes para los capítulos que vienen.
Como se ha visto para
conocer el Ser infinito hay que reconocer la diferencia entre lo finito y lo
infinito. Su verdad primaria como existencia necesaria y fundamento del
universo contingente es lo que Grecia alcanzó por medio de la filosofía y la razón
natural. Tanto así que Platón y Aristóteles son considerados como padres de la teología
natural. Así, Dios es infinito, trasciende el tiempo y el espacio, es eterno,
su vida es conocimiento, y es Persona espiritual. Hasta acá llega la filosofía,
como impulso anagógico por elevarse hasta el principio, pero el ser infinito
como Dios también busca al hombre y brinda su revelación. En el Antiguo
Testamento el ser infinito es Jehová o el Señor Absoluto. En el Nuevo
Testamento es Cristo Jesús, Hijo Unigénito redentor, manifiesto también en la
gracia del Espíritu Santo, el cual es el representante permanente de Cristo.
Fue en Concilio de Nicea (325 d.C.) donde se establece la consubstancialidad
del Hijo con el Padre. Es decir, Dios encarnado en Cristo enseñó que en Dios
hay unidad (uno) y pluralidad (trino). Son tres personas distintas y un solo Dios,
cada una posee la divinidad a su modo. La Trinidad es un misterio sólo
cognoscible por la fe. Tres personas en una sola naturaleza. El Padre genera al
Hijo, ambos son coeternos y espiran el Espíritu Santo. En la naturaleza
trinitaria del ser infinito no hay creación, sino generación y espiración. De
modo que el ser infinito que es Dios no es un solitario egoísta, en él hay
alteridad, amor y conocimiento. Es una naturaleza racional e infinitamente
amorosa. Su objeto adecuado no es el universo finito, sino su naturaleza
infinita.
Pero la pedagogía divina
hace que la razón humana finita necesite de la revelación para llegar a Él. La
dificultad está en nosotros no en Dios. Es por ello que el mito es el horizonte
en que se manifiesta lo sagrado, adviene la revelación natural absoluta, y
expresa una verdad mediante una imagen. El mito es revelación natural, mientras
que la Palabra es revelación sobrenatural. Pero en ambos está lo divino. El
mito es lo indecible del misterio, no es conceptual. El misterio es participación
en el mito. El mito es logos, palabra, verbo, y muestra la polivalencia
significativa del logos. La palabra puede ser científica o religiosa. Así, Fedro
pregunta a Platón si el mito es verdadero, éste rechaza la explicación
naturalista-racionalista y relaciona el mito con las esencias, las ideas, no
trasmite conocimiento, se basa en la creencia, pero su velación revela el ser,
lo trascendente, el cosmos, su aspecto esotérico y recóndito que se traduce en
metáfora. De manera que el mito es palabra de confianza y de verdad, y no mera
función del inconsciente, como supone Jung. El mito es visión de lo no-humano o
sobrehumano, es metafórico y simbólico, contiene una revelación cósmico
natural, dice lo indecible. El mito es una categoría esencial de la existencia
humana en la manifestación del Ser infinito.
Pero otra cosa sucede
cuando el Verbo al encarnarse y hacerse hombre produce la Revelación sobrenatural.
Si el misterio es la vivencia participante en el mito, por la gracia el
misterio consigue la secreta participación en Dios. Mientras la visión
simbólica del mito no se capta conceptualmente, es participación en lo divino,
en el signo sucede otra cosa. El signo es ficción, y las cosas son símbolos de
las ideas. El ser infinito y absoluto da símbolos y no signos: Yo soy el que
soy. No se deja manipular mágicamente. El fondo del símbolo es el misterio, el
arcano. El hombre crea símbolos, pero Dios da el símbolo sacral (los
sacramentos). Por ello, en la revelación sobrenatural se fusiona lo humano y lo
divino. En suma, los mitos son manifestaciones de lo sagrado, y la revelación
sobrenatural surge del mito, pero la supera. Así puede entenderse que la fe
pagana encierra los mitos relativos, pero el mito absoluto es propio de la fe
cristiana. De ahí que pueda percibirse un conocimiento imperfecto de la
naturaleza divina, por ejemplo, en el Corán, el cual es de un monoteísmo
estricto, con influencia judía, nestoriana y gnóstica, junto a un profetismo defectivo.
La manifestación del ser
infinito es tema central de la llamada teología de Dios. Así, San Agustín lo
describe como Uno y Trino, conoce los futuribles, afirma la filioque o
doble procesión, y la gracia no elimina la libertad. En Juan Escoto Erígena se
discute si se da un panteísmo dinámico, pero lo seguro es que afirma un Dios como
un supraser que está más allá del ser y del no ser. Aquí contra Escoto se puede
sostener que Dios o el Ser infinito no puede ser un supraser que está más allá
de las oposiciones, porque como Ser absoluto reúne los opuestos. Es más bien el
ser finito el que se debate entre los opuestos. En San Anselmo es lo más grande
que existe en el entendimiento y en la realidad. En Gilberto la esencia divina
se diferencia de Dios, y de ese modo introduce una división en la naturaleza
divina. En Santo Tomás es el ser subsistente, acto puro, las tres personas
divinas son relacionalmente distintas y creadoras, modelos de caridad. En Duns
Scoto la voluntad divina no es arbitraria porque se sujeta al principio de
contradicción. En Eckhart se repite lo de Erígena y de Gilberto, la esencia
divina está por encima de Dios Uno y Trino. En Occam Dios no es asunto de razón
sino de fe. En los reformadores impera la teología de la gracia sin la
libertad. En Descartes empieza la secularización de lo divino al obscurecerse
el sentido ontológico del ser mediante la certeza subjetiva y subsumirlo al
cogito. La Ilustración lo reemplaza por la Humanidad. En Hegel y Nietzsche
prosigue la disolución de lo divino en lo inmanente. Kierkegaard insiste en la
reducción a la fe. En el protestantismo contemporáneo la negación que la razón
conozca lo divino llevó al escepticismo religioso. Y todo lo que viene desde el
existencialismo ateo de Heidegger y Sartre con el estructuralismo hasta el
posmodernismo es una abierta negación de la divinidad.
Hacia la negación de la
manifestación del ser infinito se ha orientado la sociedad secularizada, y atea
del Occidente actual. La erosión nihilista de la sociedad postmetafísica ha
presidido este proceso caracterizado por el extravío y negación del sentido de
lo sagrado y del sentido del ser. Para ser más precisos es necesario apuntar
que esa es la doctrina mefistofélica de la élite mundial presidida por el
imperio norteamericano y seguidos por sus secuaces europeos y japoneses. Es
decir, el increencia contemporáneo ha dado un paso más desde el relativismo
hacia el credo antinatural del Anticristo. No obstante, el terremoto
geopolítico que se desató a partir de la guerra en Ucrania perfila el derrumbe
del mundo unipolar, con su agenda secularizada, y el auge del mundo multipolar,
más sensible a la tradición, la moral y al sentido metafísico del mundo. En
todo caso se percibe el desarrollo de un cambio cultural y civilizatorio
profundo que abre nuevas posibilidades al pensamiento metafísico, la recuperación
de la trascendencia, y de la razón.
CONCLUSIÓN
·
Las categorías primarias de la ontología son el ser y la realidad. La
existencia es un derivado condicionado de la libertad del ser. Sólo en el ser
absoluto coincide la esencia y la existencia, siendo su existencia la libertad
misma. En el ser finito humano la existencia de la libertad es condicionada.
·
El ser infinito es un ser esencial, por ello es intemporal, en cambio el
ser finito es real, y por eso es temporal, está sujeto al devenir, la
contradicción y a la muerte. No hay cosa real sin esencia, pero hay cosas reales
sin existencia real. Así, los entes ideales son intemporales, invariables y generales.
Pero la intemporalidad del ser esencial
infinito es diferente a la del ser ideal. Mientras la esencia es en Dios, la
esencia es la forma que determina la materia en los seres finitos. Las esencias
son seres ideales. En el ser real que deviene hay diferencia entre esencia y
quiddidad. El ser real comprende cuatro estratos: físico, biológico, psíquico y
espiritual. La sustancia es la realidad en sí que desarrolla su propia esencia,
no se agota en lo animado e inanimado, y abarca los seres espirituales. En una
palabra, no hay ser real sin esencia.
·
El Ser no es la Realidad, sino una de las manifestaciones de ésta. La
Realidad es lo manifiesto e inmanifiesto del ser infinito y del ser finito. Por
ende, hay que distinguir la realidad del ser finito y la del ser infinito. Sólo
el ser infinito es la fuente de la realidad y de la existencia. En cambio, el
ser finito se presenta como una forma de la realidad. En ambos casos siempre es
un más allá del yo, es universal, con espesor ontológico propio a pesar de ser
una de sus formas apariencia y fenómeno.
·
El ser es eterno y finito. En el ser finito se distingue el ser y el ente.
El ente es múltiple y sus géneros son distintos modos de ser. Pero todo ente es
plenitud de una forma. El ente es una esencia realizada. Y son los
trascendentales los que determinan el ente en cuanto tal (ens, res, unum,
aliquia, bonum, verum, bello). La verdad lógica relaciona el ente con el
pensamiento, pero la verdad ontológica con el fundamento del ente mismo, a
saber: los trascendentales del ser infinito. Pero no todo arquetipo eterno
llega a la existencia
·
El ser finito manifiesto no se reduce a realidad física, abarca también
el fenómeno de la vida y el fenómeno humano. El ser finito inmanifiesto comprende
la materia y la energía no manifestada en el espacio y en el tiempo de la
materia común.
·
El ser infinito inmanifestado es el lado oculto e incognoscible del ser
absoluto. Su lado manifestado lo constituye su constitutivum metaphysicum
de sabiduría, voluntad y amor, manifiesto en su creación.
·
El ser infinito no es una fuerza impersonal o una energía ciega, sino un
ser personal, que piensa y ama, y cuya existencia es pensar y amar. La teología
natural mediante la razón filosófica sólo puede llegar a pensar el ser infinito
como un principio espiritual impersonal, emanatista, en un esquema dualista e
intelectualista, llega a un monoteísmo, más no a un teísmo. El paso del
principio impersonal divino al ser personal infinito estaría dado por la
revelación del teísmo, especialmente judeo-cristiano. Con ello el significado
del ser infinito se revela como ser eterno, Persona libre, racional, creadora,
Una y Trina. Desde la Patrística comienza el periodo de cristianización de la
cosmovisión grecorromana. No es casual que la mayoría de los Padres provinieran
del campo de la filosofía. Cierto que existía una fuerte tendencia
antifilosófica (Tertuliano, Taciano, Cipriano), pero se impuso la Escuela de
Alejandría, que con su teología de la encarnación armonizó teología y filosofía.
Justino, Atenágoras e Ireneo se llamaban a sí mismos filósofos.
·
Por la ley de la analogía todo lo finito es signo de lo infinito y
remite siempre a él.
LIBRO SEGUNDO
REALIDAD
INTROITO
Puede llamar la atención que en la sección reservada a la Realidad se
traten cuestiones como la teología de la creación y la teología de la santificación.
Pero justamente la Realidad es lo fenoménico y la Creación es la realidad
aparecida en el espacio y en el tiempo. Pero por qué se dio origen a la
Creación. Ese es el tema principal de la teología de la creación. Por su parte,
la ciencia muestra que el Universo marcha hacia la desintegración total, que
incluso un Apocalipsis natural puede ocurrir por el impacto de meteoritos, vulcanismo,
cambio climático, súbita edad de hielo, pandemia letal, catástrofe demográfica,
o por la acción humana mediante la guerra termonuclear, bomba de impulso
electromagnético, guerra bacteriológica, conflictos internacionales, rebelión
de la inteligencia artificial. Ante esto la teología de la santificación indica
que la dirección de lo creado es la transfiguración gloriosa por la gracia
santificante. Aquí veremos que la Creación acontece por el amor efusivo del ser
infinito y absoluto que es Dios. Amor efusivo que se manifiesta de dos formas distintas:
naturalmente en la Creación, y sobrenaturalmente en la Encarnación de Cristo.
Pero previo a este abordamiento está la objeción de la postura nominalista,
inaugurada por Guillermo de Occam. Es un pensador tan innovador que con él se
ponen frente a frente la vía antiqua realista y la vía moderna nominalista. En
buena cuenta, se trata de la refutación de todo orden esencial, Dios no es
evidente, sólo es cuestión de fe, tampoco la ciencia trata con cosas sino con
términos y proposiciones. El ser real y el concepto universal se excluyen. Todas
las formas de gobierno y sociedad son relativas. La inmortalidad del alma es
indemostrable. El hombre es libre y responsable de sus actos. Ser y pensamiento
se excluyen. Sólo lo individual concreto es real. La teología carece de
evidencia fáctica, se cree por voluntad, no hay arquetipos eternos de Dios. No
hay distancia entre esencia y existencia, sólo lo fáctico es real. Dios crea
por omnipotencia, y no por contradicción. El hombre a de guiar su pensamiento
por el principio de economía (navaja de Occam). Se trata de combatir la
personalización de los conceptos. Al excluir de la ciencia toda contingencia
borra del ente todo rastro de necesidad y universalidad. Con Occam colapsa la
metafísica trascendentalista de la escolástica, y fue de consecuencias inusitadas
para la modernidad. Un dato anecdótico es que la navaja de Occam coincide el siglo
XIV, conocido también como el siglo de la guadaña, por una terrible ola de frio
que causó muerte y hambruna.
Pero junto al nominalismo
ontológico que afirma que no hay entidades abstractas, que sólo hay entidades concretas
o individuos, está el nominalismo epistemológico, que se refiere a
proposiciones de carácter cognoscitivo y valorativo. Maritain ya había indicado
que gran parte de la filosofía moderna es fundamentalmente nominalista,
desconocen el valor de lo abstracto, y que carecen del sentido del ser. Aunque
su definición es muy general, y pensadores como Spinoza o Hegel no pueden ser
considerados nominalistas, lo cierto es que diversas formas de neopositivismo,
intuicionismo e irracionalismo lo son.
Pero hay una tercera forma
de nominalismo, y es el nominalismo metodológico. A éste hace referencia
Richard Rorty, Objetividad, relativismo y verdad (1996), para señalar
varias tendencias de la filosofía analítica actual y de la filosofía del lenguaje,
según la cual no se proporciona ninguna evidencia relativa a la existencia o no
de conceptos universales, y la cuestión sólo puede contestarse sobre el uso de
expresiones lingüísticas. El propio Rorty, La filosofía y el espejo de la
naturaleza (1979), abandona la idea de lenguaje representacional que se
relacione con una entidad llamada “mundo”. De ese talante es también el monismo
anomal davidsoniano -plena identidad entre lo mental y lo físico-. Para
Davidson, De la verdad y de la interpretación (1984) la realidad existe,
pero el lenguaje es incapaz de representarlo, de manera que el lenguaje modela
el mundo hablado, que es nuestro único mundo. La interpretación de la verdad es
en última instancia la interpretación de nuestras creencias. El constructivismo
filosófico y la filosofía posmoderna también puede ser considerados nominalismo
metodológico, pues sin preocuparse por los presupuestos ontológicos niegan las
esencias y conciben lo real como construcción de la praxis. Ahí se tiene a G.
Vattimo, Adiós a la verdad (2009), considerando que la realidad es más
circunstancial que absoluta y que los absolutismos son peligrosos porque
implican autoritarismo y dominación.
No es casualidad que la
consecuencia más próxima al nominalismo ontológico de Occam sea el empirismo
moderno, con su supuesto de que las esencias dejan de ser realidades y sólo es
real lo fáctico. En realidad, Occam excluyó todas las formas de realismo
mediante la lógica terminista. Los universales fueron tratados como elementos
lógicos antes que ontológicos. El universal abstracto sería considerado según
su contenido lógico, y en la proposición representa las cosas individuales, que
son las únicas que existen. O sea, de un reduccionismo lógico extrae ilegítimamente
una consecuencia ontológica. Lo que llevó a asumir una actitud crítica hacia
los argumentos metafísicos. Lo que no es común entre el nominalismo ontológico
de Occam y los nominalismos epistemológico y metodológico, es la firme fe
teológica y la sostenida creencia en la revelación. Occam siempre puso un
tremendo énfasis en la omnipotencia divina. Ese nominalismo no es escepticismo
ni racionalismo, pero con el tiempo se agotó en sutilezas lógicas.
Efectivamente, mientras el
terminismo logicista del nominalismo ontológico occamista se marchitaba en nimiedades
lógicas, sin embargo el espíritu antiesencialista, empirista y racionalista de
la vía moderna se iría ensanchando en el siglo XV y XVI con la pequeña edad de
hielo, la sequía, la hambruna, la era de los inventos, descubrimientos
geográficos y la revolución científica del Renacimiento, la Reforma y la
Contrarreforma, y las fratricidas guerras de religión entre reinos cristianos,
que tuvieron una repercusión decisiva en el cambio de mentalidad de la modernidad
occidental. Quizá éste último que el factor decisivo que afianzó el Regnum
hominis del hombre secularizado, el empirismo de la mentalidad científica,
y el mundo económico, social y político laico. En una palabra, fueron hechos de
la más diversa índole los que catapultaron el predominio de la visión moderna
inmanentista e hizo que dejara de ser hegemónica la visión metafísico
trascendente del mundo.
En realidad, sin ofrecer
una refutación del nominalismo resulta imposible seguir adelante con nuestra
exposición metafísica de índole realista. Y lo primero que hay que decir es que
con el idealismo la cultura occidental pasó de la relativa esterilidad
científica de la escolástica medieval a la esterilidad metafísica del
pensamiento moderno. El idealismo cartesiano haciendo valer el matematismo como
válido para todas las ciencias fue la fuente del error. Así hizo prevalecer las
existencias sobre las esencias. Lo cual es falso, porque el ser no implica que
el conocer sea la causa de la existencia. Cómo se le pudo extraviar al hombre
moderno esta verdad que parece tan evidente. Fueron un conjunto de factores,
enumerados más arriba, los que se encargaron de poner en primer plano las
urgencias de las existencias y postergar la importancia de las esencias. Fueron
una sucesión de hechos demoledores los que operaron una transformación profunda
de la cosmovisión en la modernidad. No obstante, el conocer no es la causa de
la existencia, pero pareció serlo desde el momento en que quedó destruido el
orden espiritual religioso y desde que se hizo de la razón humana el fundamento
de sí misma, como lo destaca Paul Hazard (La crisis de la conciencia
europea). Desde ese momento se instauró un mesianismo laico que perdió a
Dios, y se instauró el regnum hominis mediante la destrucción de las
estructuras metafísico-teológicas de pensamiento. El error en todo este proceso
es no darse cuenta que no hay vuelta atrás en la historia humana y que el
proceso de apostasía generalizada no se detendrá hasta su culminación en el Juicio
Final. Ahora bien, el apóstata no rompe la unión ontológica con Dios, aunque se
mantiene en la postura de la rebeldía. Actualmente casi todos los países del mundo
garantizan en la libertad de culto y el derecho a la apostasía, salvo algunos
países musulmanes.
Ahora bien, el realismo,
por el contrario, es el método que antepone el ser al conocer, lo ontológico a
lo epistemológico, asume como evidencia primaria que las cosas son y no el
pensar. Se basa en el objeto y la certeza sensible, el ser es lo previo e indemostrable
para la razón, pues el ser no se encuentra en el pensamiento. Es falso afirmar
que la admisión de la verdad absoluta lleva al autoritarismo y que nuestro
único mundo es el mundo de nuestras creencias. Porque lo que vemos actualmente
es que el relativismo también puede constituirse en fuente de dominación, y que
el objeto de credibilidad no puede ser el lenguaje del hablante. En realidad,
sólo el realismo le permite al pensamiento moderno superar la esterilidad metafísica,
en cuanto reconoce que el ser se sobrepone al pensar, que éste es falible y
autocorregible, postulando desde la existencia de las cosas a un Ser supremo,
que está más allá de lo temporal, es Creador y eterno. En una palabra, el
realismo puede ayudar al hombre moderno, atrapado en el cientismo, el escepticismo,
la increencia, el relativismo, el constructivismo hermenéutico, y el nihilismo,
a superar su metafísica inmanente y asumir una metafísica trascendente. Lo cual
no significa en absoluto menoscabar la importancia del mundo de la inmanencia.
En suma, el logos de la
logística, común a todas estas filosofías de inspiración nominalista y espíritu
nihilista, sólo buscan designar, pero no penetrar en el objeto. Y es así porque
el idealista piensa mientras que el realista conoce. El realista no parte del
Yo y no considera el mundo como un no-yo. Es verdad que no se puede pensar un
más allá del pensamiento, pero también lo es que todo conocimiento implica un
más allá del pensamiento. Así, no hay que ver la correspondencia del
conocimiento y las cosas, porque éste se asimila a las cosas. La verdad es un
penetrar en la cosa mediante el conocimiento. La causa del idealismo moderno es
un desentenderse del ser. La pérdida del sentido del ser es la pérdida de la
comprensión del ser. Y el extravío de la comprensión del ser es la merma del
sentido y comprensión de lo divino. Los hechos calamitosos y novedosos que
acontecieron en los siglos XIV, XV y XVI desempeñaron un papel decisivo en el
menoscabo del sentido de lo divino y del ser. En esa base se sedimentó el
idealismo moderno, que en el fondo es una reacción moral que termina
desencantado de lo trascendente para poner lo epistémico sobre lo ontológico.
Colocar lo finito en lo infinito, o sea, en lugar de Dios, fue el quid del
pensamiento moderno para emprender el abandono de la metafísica, lo cual fue
posibilitado por la asunción del infinito potencial junto al infinito actual.
No faltaron quienes abogaron por una filosofía equilibrada ante estos errores,
pero la vuelta de página estaba dada.
§ 6.
TEOLOGÍA DE LA CREACIÓN
Porque en él fueron creadas todas
las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles;
sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo
fue creado por medio de él y para él. (Colosenses 1:16-23)
El Evangelio de Juan
contiene estas palabras decisivas: “A Dios nadie lo ha visto jamás, el
unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él lo ha dado a conocer” (1:18).
Palabras que sólo pueden ser entendidas al concebir que la suprema enseñanza de
san Juan es que Dios es amor, que el Dios encarnado -Cristo- es la más alta
realización del amor de Dios. Aquí la divinidad de Jesús es indiscutible. Él preexiste
en la eternidad. De esta forma empieza el Prólogo de San Juan con la ejemplar
divinidad de Jesús, y termina con la historia de la redención. Ni siquiera en el
himno cristológico colosense hay esto. Esto lleva a que el evangelio de Juan se
plantea conscientemente el problema de la Trinidad. De ahí que su prólogo no sea
gnóstico, sino cristiano.
El evangelio de Juan no es
una crónica biográfica, aborda de inmediato la madurez de Jesús, sino, que es,
teología crística, salvífica y mesiánica que empieza por la teología de la
creación: “En el principio era el Verbo, el Verbo estaba con Dios, y el Verbo
era Dios. Todas las cosas por medio de él fueron hechas, y sin él nada de lo
que ha sido hecho fue hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los
hombres. La luz resplandece en las tinieblas y las tinieblas no la dominaron” (Jn.
1: 1, 5). Por su contenido crístico el evangelio de Juan es el menos apegado al
Jesús histórico y el más representativo del Jesús escatológico, donde no
predomina lo visto sino lo interpretado. Y en la interpretación Jesucristo es
interpretado como el Verbo, que estaba con Dios y por el cual fue hecha la
creación.
Es decir, no es que el Dios
Padre se sirvió del Hijo para hacer el mundo. No, sino que siendo uno con el
Padre, sin embargo, es la segunda persona divina. El Credo niceano dice que el
Padre engendra al Hijo, ambos son una misma sustancia, pero distintas personas.
Obviamente, este proceso no sigue una explicación según las leyes de la
naturaleza, todo corresponde a un proceso sobrenatural que sobrepasa la lógica
humana y es propio del misterio intratrinitario. Es decir, al crearse el mundo
de la nada, ex nihilo, es la misma sustancia divina la que crea a través
de su segunda persona, el Hijo. Esto no se podía deducir ni entender por la
razón natural -cosa que causó escándalo en el Areópago cuando habló Pablo a los
griegos en Atenas (Hechos 17:22, 33)-, sino por fe y revelación, y así se ponen
de pie los atenienses cuando oyen hablar de la resurrección de los muertos.
El punto es que el famoso
prólogo juanino revela un procedimiento exegético que busca conciliar la ley de
Moisés y la filosofía profana, el Jesús Mesías es el Verbo o Logos de Dios,
principio de acción de Yavé y coeterno con él. Por el énfasis puesto en el logos
hizo pensar a algunos que el prólogo fue escrito por Filón de la escuela de Alejandría,
por considerarse a éste como el punto de encuentro entre la filosofía griega y
el pensamiento judío. No obstante, no se puede pasar desapercibido que el
prólogo termina identificando el logos con Jesucristo, como Hijo unigénito de
Dios, por lo cual no puede pertenecer a Filón que era de fe judía. Además, como
indica Bréhier, el Dios de Filón es el platónico primer Bien, Idea de las
ideas. Lo que lo lleva a una radical concepción de la unidad y simplicidad de
Dios, incluso apartado de una realidad personal. Es decir, el Dios
absolutamente trascendente e incomparable de Filón está muy distante del
descrito en el prólogo de san Juan. Pero hay otro detalle revelador de la distancia
del Filón respecto a la concepción cristiana, y es su neoplatonismo. Cuando el
renacentista León Hebreo escribe Diálogos de Amor, traducido
excelentemente por el Inca Garcilaso de la Vega, se adhiere al neoplatonismo de
Filón, y así concibe el amor no sólo como aspiración (platonismo), sino también
como amor efusivo o productivo (judeo-cristianismo). Con ello no sólo el hombre
aspira a Dios, sino que Dios mismo viene al hombre. No obstante, muchas de sus
traducciones fueron prohibidas por la Inquisición (1612) y varios pasajes expurgados
(1620), porque dentro del espíritu del judaísmo extremo no menciona la
Trinidad, la Encarnación, a Jesucristo, el Nuevo Testamento, y en cambio reverencia
el Pentateuco. Esto es, León Hebreo refleja el neoplatonismo de Filón, donde el
propio logos es simplemente la sabiduría divina.
El prólogo de San Juan es
una pauta verdaderamente significativa para entender el carácter no sólo
cristológico de la creación, sino antropocéntrico de la misma. El Logos, que es
Cristo, es hombre desde la Encarnación, pero ya estaba pensado así por Dios
desde el principio de los tiempos. Esto es, la importancia que tiene para el
Creador la criatura humana es sumamente de especial importancia. Creó Dios al
hombre a su imagen y semejanza (Génesis 1:27). Esto significa que aun siendo un
misterio la predilección de Dios por el hombre, se revela que por su razón y
libertad tiene una importancia decisiva en la configuración del destino del
Universo.
Esto lo podemos advertir en
varios hechos: 1. Dios, que es Persona divina, por amor efusivo produce,
primero, una vida personal Trinitaria, y, luego, crea el universo a través de
su Hijo unigénito. 2. En la creación tiene lugar el hombre a su imagen y
semejanza -persona, libre y racional-. 3. La rebelión de los ángeles caídos,
que en su orgullo y soberbia no aceptaron la centralidad de Cristo por ser
hombre. “¿Qué quieres de mí, Jesús, Hijo del Dios Altísimo?”. Le espeta el
espíritu maligno del endemoniado de Gerasa (Mt 8, 28-34; Lc 8: 26,39). 4. Toda
la creación fue hecha por él y para él. 5. La destrucción de la armonía del
mundo por el Enemigo, permitida por el Creador para probar la libre obediencia
de su criatura predilecta: el hombre. Al caer el primer hombre se perdió la
inmortalidad e incorruptibilidad, entró la muerte en la creación y el cosmos se
trastornó. 6. El rescate a manos de Cristo, Dios y hombre a la vez, que nos
reconcilió con Dios y destronó a Satanás. En todos estos hechos cumple un rol
decisivo la figura humana.
En otras palabras, la
centralidad de Cristo -hombre y Dios a la vez- es el eje de toda la creación, que
por su sangre nos reconcilió con Dios. Lo cual significa que la cosmogénesis
-empleando un término de Teilhard de Chardin- no es un fin en sí mismo, sino en
vista de la Cristogénesis, que culmina con el rescate de la humanidad para la
vida eterna. La creación teológicamente es solamente la primera edad del mundo,
a ella le siguen otras tres: la Caída, la Redención y el Juicio. La historia
humana ya atravesó las tres primeras, y se encamina hacia la última, a saber,
el Juicio. Al respecto cabe decir que nadie está predestinado al infierno, Dios
quiere que todos se salven, a todos se les concede las gracias necesarias para
la salvación. Así, Dios creó todas las cosas buenas, el mal sólo advino por
Satanás como prueba permitida por el Creador, pero Cristo demolió el reino del
Maligno. El mal no es obra de Dios, sino de la mala voluntad que persevera libremente
en el vicio en vez de la virtud. Por eso los malos son responsables de la
existencia del infierno. Por eso en el momento más fuerte y decisivo de todo
exorcismo culmina recitando el himno cristológico de la Epístola de los
Filipenses: “de modo que, al oír el nombre de Jesús, toda rodilla se doble, en
el cielo, en la tierra, en el abismo”. La cultura nihilista actual subestima la
existencia del demonio, considerándolo como una ilusión, propia de mentes enfermas,
primitivas o supersticiosas. Lo cual facilita la labor del demonio. Pero hay
que tener en cuenta que el mal de origen demoníaco es refractario a cualquier fármaco
o tratamiento psicológico, y sólo desaparece con el auxilio religioso. Lo que
significa que no todo se reduce a causas naturales. La centralidad de Cristo es
de tal importancia que sólo en su nombre podemos salvarnos, y, de paso se salva
la creación misma.
La teología de la creación
no tiene como tema central la conciliación de la teología con la ciencia, ni
con la física cuántica, ni con la cosmología científica. Tiene como tema
capital la comprensión de la centralidad de Cristo en medio de su obra cósmica.
No se trata de conciliar, sino de jerarquizar el conocimiento de la verdad. La epifanía
es creación o manifestación de Cristo en el universo, y no sólo es la
manifestación del día de Reyes (Mt 2:1,12). Es por ello que hay varias
epifanías o momentos en que Cristo se da conocer. En rigor, si la vida intratrinitaria
de Dios es una teofanía o manifestación sobrenatural, la Creación ex nihilo
del Logos también lo es, pero la creación post rem es epifanía o manifestación
natural por las leyes del universo.
También hay teofanía en la
naturaleza y los milagros lo demuestran. El milagro, como suceso extraordinario
que excede la explicación natural y se atribuye a Dios o a una causa
sobrenatural, se pudo ver en el siglo más antihumanista y ateo de todos, el
siglo XX, en la persona del Padre Pío, reuniendo en él el don de profecía,
bilocación, ataques diabólicos, estigmas, hipertermia, olor a santidad,
curaciones milagrosas, conocimiento infuso, precognición, lectura de
conciencias, cuerpo incorrupto. No fue el único, también ocurrió con Teresa
Newman, que tuvo estigmas, visiones, bilocación y ayuno; y la mística italiana
Teresa Palminota, con sus dones de ayuno, hipertermia, telepatía, psicocinesis
y precognición; San Juan Bosco también presentó bilocación. No obstante, los
fenómenos paranormales en los místicos cristianos se padecen y nunca son
buscados. San Juan de la Cruz, que padeció los dones de levitación, hipertermia
y olor a santidad, lo dice con toda claridad que la sustancia del alma no es en
definitiva el ver -teoría- sino el creer -poner el corazón-. Y sólo por la fe
el alma se une a Dios. En su obra Subida del Monte Carmelo lo afirma
nítidamente: “Se busca unir al alma a la unión con Dios por todas las
aprehensiones naturales y sobrenaturales, sin engaño, ni embarazo en la pureza
de la fe”. Pero no quiero dejar la acotación sobre los milagros sin llamar la
atención sobre un hecho importantísimo. Se trata que en un presente tan
materialista, incrédulo, inmoral, guerrerista y ateo, Dios permitió también las
apariciones marianas en los sucesos extraordinarios de Lourdes, Fátima, y
Garabandal, y todo para atraer a las almas hacia el bien. Y aun cuando la
Iglesia reconoce que el demonio puede seducir con subterfugios preternaturales,
admite que, si bien la historia de la revelación está conclusa, sin embargo, la
historia de la salvación prosigue. Y los mensajes marianos se inscriben en esta
última. En suma, la santidad, los milagros y los mensajes divinos prosiguen en
la actual era sin Dios que nos azota. Sólo una palabra sobre las
manifestaciones preternaturales del demonio, capaz de materializar sapos,
tornillos y tijeras, que son escupidas por la víctima de exorcismo. Lo cual
demuestra que la posesión no es una alucinación de índole psicológica, como
afirman los escépticos y ateos.
La teología de la creación
demuestra que el plan de Dios está orientado a Cristo, que es la Verdad y la
Vida. A la pregunta si después del Juicio, en el Nuevo Cielo y Nueva Tierra,
seguirán habiendo agujeros negros con su voraz apetito destructor, si el cosmos
se seguirá dirigiendo hacia su fin, si el Sol morirá, si estallarán más
estrellas de neutrones, si seguirán cayendo meteoritos, asteroides y cometas
aniquiladores sobre nuestro mundo, si el estallido de una supernova nos
destruirá, si la entropía o segunda ley de la termodinámica seguirá explicando
la marcha del orden al caos, si nuestro planeta seguirá siendo azotado por
extinciones masivas, grandes terremotos, tsunamis, erupciones volcánicas
colosales, y demoledoras edades de hielo, si el universo se convertirá de uno en
expansión otro estacionario o pulsante, etcétera, nada de esto sabemos. Pero me
atrevo a afirmar que la ciencia habiendo aportado mucho a la comprensión del
comportamiento del mundo material, no obstante, las leyes naturales de la
física sometidas a la muerte entrópica dejarían de ser ciertas en el nuevo universo
redimido, que estaría regido por las leyes sobrenaturales, con inmortalidad e
incorruptibilidad. Lo que muestra, entonces, que la ciencia está limitada a
describir las leyes de la naturaleza dentro de la Creación caída, pero no le
corresponde lo que le es empíricamente no evidente, a saber, la Creación
redimida.
Estas son verdades que no
advienen por la ciencia, sino por la razón sobrenatural iluminada por la fe.
Mientras la ciencia es una forma de saber guiada por la razón instrumental y
puesta al servicio del dominio del mundo, la fe es esperanza enfilada por la
razón no instrumental y puesta al servicio del mundo. Una obedece a la voluntad
de poder, la otra no, sino a la voluntad de servir. Para Heidegger (Seminarios
de Zollikon) la esencia de la técnica es la conversión de todos los objetos
en objetos, es un pensar objetivante que comienza con Platón, se precisa en
Aristóteles, sigue con el racionalismo, el empirismo y llega hasta el
idealismo. Se requiere otra forma de pensar para superar la dualidad objeto-sujeto
y salir del olvido del ser. Quizá su análisis pueda ser injusto con Platón y,
algo, con Aristóteles, pero donde su mayor yerro reside en proponer un
irracionalismo místico como alternativa del pensar para recuperar la verdad. Su
lógica del logos nunca estuvo en condiciones para entender que la religión, siempre
que no degenere en autoritarismo, se justifica como racionalidad no
instrumental, ontológica y trascendente de la existencia humana.
La teología de la creación
culmina descubriendo que el significado de este mundo redimido será la recuperación
claro del conocimiento de la creación del mundo por amor divino. En el nuevo
mundo se verán de modo comprensible a los ángeles puros, los hombres de materia
y espíritu, los seres vivos con alma material y la materia pura sin vida. Esto
quiere decir que la teología de la creación tiene dos momentos: la comprensión
de la Creación caída, y la de la Creación redimida. Óntica y ontológicamente
diferentes definidos por la el grado de manifestación de la presencia de Dios. Obvia
distinción, porque una cosa es el Ser pleno de gracia y otra el ser menoscabado
de ella. Cierto que la gracia santificante no sustituye la naturaleza de las
cosas, sino que la ayuda a perfeccionarla. Esto es que, en el cosmos redimido
el ser de todas las cosas brillará en su plenitud y perfección. Esa será la
verdadera recuperación metafísica del ser en su propio ser, y no una recuperación
teórica -como la planteada por Heidegger-, mediante la superación de la metafísica
trascendente platónica. El ser dejará de estar circunscrito en lo inmanente y
su enlace con lo trascendente elevará a la propia inmanencia a su verdadera
manifestación.
Será la recuperación
metafísica de toda la existencia, como unión sin confusión entre inmanencia y
trascendencia. La recuperación metafísica del ser hará ostensible que éste no
se agota en el tiempo, ni se convertirá en eterno, y que lo sobrepasa siempre
la eternidad de la trascendencia divina. Será también la recuperación de la
unidad del saber, hoy descuartizada por la especialización de una humanidad ciega
que amenaza como nunca a la razón y lo humano. Habiendo vuelto el hombre a la
plena comprensión de la unidad con Dios, desaparecerá también la raíz gnoseológica
del ateísmo, como es la concepción unívoca del ser, la cual conduce al concepto
del hombre que se desaliena cuando se reconoce como absoluto negando a Dios. Salvados
de la poca fe que caracteriza a nuestro tiempo, aunque la fe humana siempre es
poca, seremos alcanzados por la plena fe celeste.
La Fe trasciende a la razón
y su lógica formal, pero junto a la lógica natural de la razón existe la lógica
sobrenatural de la fe. Será el momento en que la razón reconozca las verdades
suprarracionales y se reconcilie con la fe. Pues, corresponde a la divinización
del hombre elegir una vida con fe y con razón en sano equilibrio ontológico y
epistémico. Como todo lo mundano dejará de ser transitorio y efímero, en el
hombre predominará el impulso hacia Dios. Restaurada la fe en su dignidad
lógico-cognoscitiva, el hombre sabrá oír y ver por encima de la conceptuación.
El hombre actual está afectado por una fatiga de fe y una crisis de razón. Su
logos ha declinado, y dicha declinación acentúa la separación entre razón y fe.
A lo sumo, llega al sincretismo, y pluralismo religioso de una “religión a la
carta”, que no permite penetrar en el misterio trinitario y pierde la gracia de
la salvación. La transformación por la fe y de la razón se completa en la
Gloria eterna, dentro del Plan Pedagógico de Dios en la progresión de la
Revelación.
De modo que el sentido
final del universo lo proporciona la teología de la creación y lo explica la filosofía
metafísica. La ciencia esto no lo puede proporcionar por la estructura
epistemológica de su conocimiento y el fin que persigue. El universo creado es
autónomo y tiene todas las características para evolucionar por sí mismo, pero
el orden no lo tiene por sí mismo, sino por una actuación inicial de la
divinidad. Dios no es un tapagujeros que se mete en todo lo que la naturaleza
no puede resolver, pero su actuación sobrenatural puede irrumpir en el orden
natural sin problemas. En palabras de San Pablo en Dios existimos, nos movemos
y somos (Hechos 17: 28), es decir, Dios se manifiesta en el orden natural en la
Creación de la naturaleza, y sobrenatural en la Encarnación. Y justo el sentido
final de la creación se da en la filosofía metafísica y en la teología de la
creación, que nos conduce hacia la teología de la santificación. No es la
teología sino la ciencia la que por su propia naturaleza epistémica no puede
considerar que la creación era en un principio armónica, no caótica y dirigida
hacia su final catastrófico. Corresponde a la teología y a la filosofía metafísica
iluminar esa otra faceta de la creación, junto a su sentido final.
Es decir, a la ciencia le
corresponde conocer la creación en su estado actual, pero esa no es la única de
sus dimensiones. La creación tendría tres dimensiones: la original armónica, la
creación caída y la creación redimida. Ni la primera ni la última caen en el
área de la ciencia. Menos aún las otras edades del mundo: la Caída, la Redención
y el Juicio.
A propósito, Schelling
tiene un libro con el título Las edades del mundo. En esa obra póstuma e
inacabada por fin se desvincula de Spinoza al concebir a la libertad divina
como el verdadero motor de la creación. En su anterior obra, Sistema del idealismo
trascendental, todavía identificaba la libertad absoluta con la necesidad
absoluta, pero ambas cosas quedas desvinculadas en Las edades. Ahora
bien, la clave teológica de Schelling es sólo aparentemente cristiana, pero en
realidad es neoplatónica porque termina separando a Dios de su esencia, la cual
sería la fuente de Dios, una supradivinidad. Cosa parecida ocurre con
Heidegger, donde los dioses dependen del ser y no a la inversa. Pero Schelling
agrega otro error, añade la contradicción dialéctica en la esencia divina.
Entonces Dios deja de ser simple y se convierte en un despliegue de diversas
voluntades. Con esto cree superar la visión inmóvil de Dios. Debido a ello cree
que dios tiene un fondo oscuro, por el que toma conciencia por un egoísmo
personalizante. Así, finalmente, tiene un Dios que no sólo es unidad sino
también dualidad. Para Schelling en Dios hay necesidad y libertad, la eternidad
contiene el tiempo, hay el tiempo eterno, y hay naturaleza eterna. La divinidad
no es el ser sino la libertad eterna. No hay que olvidar que Las edades
son textos que van de 1811 a 1815, y conoció hasta tres versiones (1811, 1813 y
1815). Esta obra, que no es una filosofía de la historia sino filosofía de la
eternidad y del tiempo, no fue destruido -como quería Schelling-, su hijo Fritz
lo conservó, y sobrevivió a la destrucción del Archivo Schelling por los bombardeos
de Múnich. Por eso se dice que sobrevivió a Napoleón, a Hitler y al propio
Schelling. Para resumir, para Schelling la naturaleza de Dios es dualista, su
fondo es la necesidad, su fuerza creadora es la libertad en el tiempo del ser y
el ente. La crítica ha subrayado que en su interpretación de la genealogía del
tiempo y la eternidad se corre el riesgo de convertir lo eterno en hija del tiempo.
Soy de la opinión que
Schelling ordenó destruir el manuscrito porque en la etapa final de su pensamiento,
caracterizado por él mismo como “positiva”, refuerza el sistema de la identidad
con una comprensión más amplia de la religión. Para él lo positivo consiste en
que los principios deben ser confirmados por los hechos, y el hecho más
importante es el de la libre creación del mundo por Dios. Cosa que queda oculta
en la filosofía negativa de los racionalistas y Hegel, que parten de principio a
priori que no dan lugar a la libertad y espontaneidad. El autodespliegue de
Dios no es lógico, sino mitológico e histórico. Considera que filosóficamente Dios
tiene tres dimensiones: Substancia, Causa y Espíritu, que teológicamente
corresponden a la Trinidad. Y por medio de ellas Dios crea y produce el mundo
libremente. Así, fueron las conclusiones a las que arriba en su último periodo
filosófico denominado Filosofía de la religión, la que lo lleva a repudiar y
dejar inconcluso Las edades del mundo. Abandonando la genealogía del
tiempo eterno.
§ 7.
TEOLOGÍA DE LA
SANTIFICACIÓN
Con la Encarnación empieza
el rescate sobrenatural de la Creación.
Aquí vamos a tratar sobre
la santificación de la Creación, lo cual no es un acontecimiento natural sino sobrenatural,
escatológico y soteriológico. Si el universo no termina santificado, entonces
la creación ha sido vana. A la realidad del mundo no se arriba por el ser
finito sino por el ser infinito, el cual lleva al ente a su verdadera plenitud.
Ese es también el sentido profundo de la alegoría de la caverna platónica. No
se sale del mundo de las sombras mientras no llega la luz infinita de la
verdad. Esa plenitud ontológico moral del hombre y del mundo es la
santificación de la creación. Y comenzó dicho rescate sobrenatural de toda la
creación con la Encarnación del Hijo unigénito en la historia.
Con la santificación de la
creación se consuma la realidad del mundo. Por lo menos hay cuatro santificaciones
significativas en la Creación: la primera, la del mundo adánico; la segunda, el
permanente auxilio de la gracia durante la Caída; la tercera, la tercera, del
rescate sobrenatural de la Creación con la Encarnación y Redención; y la
cuarta, en el Nuevo Cielo y Nueva Tierra después del Juicio. Se trata de una proceso
soteriológico y escatológico donde el amor divino reconfigura la plenitud del
ser. El íntimo trabazón entre lo ontológico y lo ético sólo puede comprenderse
por la convicción teológica y la deducción filosófico-metafísica de que Dios
creó todas las cosas por amor y buenas, donde la esencia del ser es la bondad
trascendental, la cual llega a desplegarse cumplidamente al final de la
historia del mundo. Esto significa que lejos de ser el hombre y el cosmos entes
para la muerte, lo somos para la vida eterna en la incorruptibilidad y la inmortalidad.
Ser santificado en la Biblia es llegar a ser limpio, puro y
sin mancha; estar libre de la sangre y de los pecados del mundo; llegar a ser
una nueva criatura del Espíritu Santo, alguien cuyo cuerpo ha sido renovado por
el renacimiento del Espíritu. El papel relevante del Espíritu Santo y su venida
acontece después de la Resurrección: “Pero el Consolador,
el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, les enseñará todas
las cosas y les hará recordar todo lo que les he dicho” (Jn 14, 26-27). Bien le
vale a la teología de la santificación darle lugar preeminente a este momento
de la santificación, que empieza con la Encarnación, porque representa la nueva
edad del mundo llamada Redención, como momento antepenúltimo antes del Juicio.
El contacto con lo santo santifica no solamente a la persona, sino a todas las cosas.
Para Rudolf Otto,
en su famoso libro Lo santo, lo numinoso o sagrado es misterio tremendo,
pero también lo fascinante. Y lo dice sin olvidar resaltar que lo
numinoso también puede ser lo demoníaco. Por ejemplo, el Islam tradicional tiene
como preponderante lo numinoso siniestro, salvaje y demoníaco, sin dejarse entibiar
por el elemento racional, de ahí radica su tendencia esencial al fanatismo. Aunque
la corriente modernista defiende los fueros de la razón y alienta un Islam más
racional y aliado con la ciencia. Lo numinoso es un fenómeno presente en todas
las religiones, pero llega a su plenitud perfecta en Cristo. Cuando Juan dice; “Dios
es espíritu” alude a un ser milagroso que está por encima de toda razón e
inteligencia humana. En cambio, Hegel tenía al cristianismo como la religión
más elevada, la verdadera religión espiritual en que Dios es predicado y
reconocido como espíritu, es decir, como razón absoluta.
Ese misterio
tremendo se agiganta ante la razón natural que no llega a entender cómo se
puede trastornar todo el cosmos por al lesionarse la relación del hombre con
Dios. Tampoco la razón sobrenatural lo comprende en toda su extensión, pero al
menos atisba la íntima imbricación entre el Ser y el Bien, como trascendentales
de Dios afectados en la creación por falla humana. Recién allí lo sagrado se
distancia profundamente de lo profano, tanto que parece que siempre fue así.
Pero la experiencia religiosa y la revelación muestran en una experiencia
metafísica y de fe que no siempre fue así, sino de otro modo. La Creación caída,
incluido el hombre, nunca estuvo exento de lo numinoso, de lo santo y sagrado.
Y es justamente este hecho lo que posibilita que el hombre de todos los tiempos
pueda percibir y cumplir lo justo, como una señal de lo divino.
Cuanto más santa
es una realidad más racional es. Otra cosa es que esa racionalidad no pueda ser
plenamente entendida por la razón humana. La razón humana no es la consumación
plena de la racionalidad posible, e incluso el orden del universo no nos deja
de asombrar con una racionalidad que tratamos de comprender. Situación que hace
decir a Job que Dios es autor de las cosas grandes e incomprensibles (Job 5,
9-11). En Lutero la constatación de la incompresibilidad de Dios va por la vía
de lo irracional. Es un occamista extremo que privilegia la voluntad divina y
afirma la esclavitud de la voluntad humana. Le llega lo numinoso no por el nominalismo
de Duns Escoto, sino por el sentimiento y la exclusiva fe, siempre opuesta a la
justificación por obras. En su Servo arbitrio reluce un Dios irracional,
terrible e iracundo. De ahí que en el calvinismo predestinacionista, Dios elige
a unos para la gloria y a otros para la reprobación. Es algo distinto a lo
racional. Es por eso que Lutero trata a la razón como la “ramera de Dios”,
porque simplemente él acentúa su lado irracional.
Ciertamente que
este lado terrible, irracional y, hasta, demoníaco de lo numinoso también se
encuentra en la especulación mística y teosófica de Jacobo Boheme, con su voluntad
de irracional indiferencia de bien y mal, y el maestro Eckart, en quien la
razón primera es la suprarrazón, lo inconcebible e inefable del Ser y Supraser.
Es curioso cómo este irracionalismo teosófico de la numinoso se prolongó a
través de un vedantismo intransigente en los grupos indófilos de Occidente que
fundaron la Sociedad Teosófica, fundado por Madame Blavatsky, y a la que
perteneció Annie Besant. Desde la otra orilla afirma Kant (Crítica del
juicio, parágrafo 89) que la limitación al uso práctico de nuestras ideas
suprasensibles nos evita caer en teosofía, teúrgia, demonología e idolatría. Pero
ya sabemos que desde su apriorismo trascendental no existe fundamento teórico
ni siquiera para probar la existencia de Dios. Pues para Kant por encima del
mundo sensible no se puede probar nada. Las cosas de fe, para él, sólo deben
ser admitidas como posibles por la prescripción de la razón pura práctica. Sin
embargo, estas afirmaciones no le impidieron admitir que Dios no es un ser
construido por la razón, sino que es un ser de razón (parágrafo 91), que Dios
es impredicable, sólo pensable por analogía, que la gran finalidad del mundo
obliga a pensar en la causa suprema para ella, y que el argumento
físico-teleológico lleva hacia un creador inteligente (Ibid., nota general a la
teleología). Salvo que nunca pudo superar su sabelianismo o reducción de la
religión a la moral, de ahí que concluya que es necesario tener una teología
para para el uso moral o práctico (Ibidem).
Pero ese no es el
recto camino para entender la racionalidad profunda de los propósitos divinos, pues
la razón debe reconocer las verdades suprarracionales. Incluso el propio
itinerario de las edades del mundo desde la Creación al Juicio sólo es comprensible
por revelación y nunca plenamente en esta vida, aunque lo será en la vida de
gloria, donde se manifiesta sin velos la belleza manifiesta de la santidad del Dios
Uno y Trino. De ahí que el Credo diga que Jesús subió a los cielos, y está
sentado a la derecha de Dios (art. 6, Hebreos 10: 12). Y desde el cual se da
comienzo a la última etapa del mundo: el Juicio, por el cual se consuma el
pleroma de Cristo, que como cabeza de la creación consuma el rescate. Y esto
sólo es posible porque existe un a priori religioso en el ser y en el conocer,
a través del cual el hombre y el mundo quedan predispuesto hacia Dios.
Pero el núcleo de
la teología de la santificación es que, en esta vida, que todavía no es la vida,
Dios nos busca y viene a nuestro encuentro. Aquí no se trata de la fuerza
sobrehumana de un maestro ascendido, de un gurú, un faquir o un yogui que se
eleva y se une por su propia voluntad al Principio del mundo. No, esa
sobrevaloración de la naturaleza humana es engañosa y perjudicial para el
hombre mismo. Por eso Jesús no repite la palabra de los profetas que es
convertirse a Yahvé, sino que viene a anunciar el Reino de los Cielos, pero un
reino de los cielos que se ha acercado y que alude al gobierno de Dios en la
Tierra. Es Dios mismo el que viene al mundo para salvarnos.
Por eso, cuando
Jesús está en el Jordán se rasgan las nubes y se oye una voz de los cielos que
dice: “Este es mi hijo amado, en quien me complazco” (Mt. 17: 5). Es decir, Dios
se hace escuchar como Padre, Bueno, Amoroso y Compasivo, y señala quién es su
hijo predilecto. Aquí no hay lugar a equívocos. Y ese será el decisivo mensaje
de Jesús en toda su trayectoria, a saber, el amor al prójimo y la caridad que
su propio Padre representa en el mundo. La santificación del mundo cobra un
sentido nuevo y definitivo con Jesucristo, el cual con la misma bondad de su Padre
no viene por los justos sino por los pecadores (Lucas 5: 32). No viene a
castigar, sino, como un padre bueno y amoroso, viene a salvar y perdonar. De
ahí que la Encarnación y la Redención tengan una trascendencia tal en el
problema del ser y la realidad, que éstas mismas quedan transformadas en su
sentido y finalidad. La centralidad de Jesucristo en la teología de la
santificación está basada en una espiritualidad de comunión y no de separación.
Y como Padre amoroso Cristo encarna el mensaje del Reino de la solidaridad,
fraternidad, el perdón y la justicia para el mundo. Sólo así se entiende que el
hombre no fue hecho para el sábado, sino el sábado para el hombre (Mc. 2: 27).
La ley que debe servir al hombre y no enjaularlo se basa en el rol amoroso y
paternal de Dios que está en el cielo. Por eso, Dios no es ningún puritano, hace
que su sol salga sobre malos y buenos, y llueva sobre justos e injustos (Mt 5,
45). A nadie discrimina, quiere que todos se salven, y, por eso, concede las
gracias necesarias a todos para su salvación, y sólo en nombre de Cristo
podemos salvarnos.
La teología de la
santificación lleva a su cumbre a la teología de la creación porque muestra al
Ser infinito, espiritual y omnipotente como Padre amoroso, bueno y compasivo.
Dios es bueno y desde su bondad la santificación del cosmos se realiza plenamente
según su plan providencial. El quid de dicho plan es muy simple y entendible:
amaos los unos a los otros (Juan 13: 34-35) y amad a Dios sobre todas las cosas
(Mt. 22: 37). No es la omnipotencia lo que mueve al amor divino, sino, al
contrario, es su amor lo que mueve su omnipotencia. Su amor efusivo es
productivo y creador. Y el amor demostrado por su Hijo unigénito en la
Encarnación y Redención de Jesucristo es su demostración histórica. Por ello,
la santificación es fundamentalmente el Perdón por amor, de alcances no sólo
ético-espirituales, sino también ontológicos, porque del amor nace la Nueva
Tierra y el Nuevo Cielo. Y es que el nuevo mundo comienza a aflorar cuando el
corazón se llena de perdón y compasión. Por el contrario, un corazón lleno de resentimiento
y odio no es creativo sino destructivo. He ahí al demonio que lleno de
soberbia, envidia y celo, por haber Dios preferido al hombre, y hacer que el Plan
de Creación esté orientado a Cristo, se sublevó contra su Creador en una
batalla perdida de antemano. Mal, dolor, muerte, infierno no son obra de Dios,
son los malos corazones los que lo hicieron.
El Amor divino
nunca será lo suficientemente bien ponderado para un entendimiento finito como
el humano, pero es completamente comprensible por el ejemplo de Jesucristo en
su misión redentora. Limpió al leproso, hizo caminar al paralítico, auxilió al
pobre, hizo ver al ciego, dio de comer al hambriento, sana al endemoniado,
calma la tempestad, convierte el agua en vino, proclama que el Reino de los Cielos
es de los niños, resucita a los muertos, consoló a los pobres de espíritu,
mansos y humildes, dijo que serán saciados los que tienen hambre y sed de
justicia, que los misericordiosos alcanzarán misericordia, prometió que los
puros de corazón verán a Dios, que los pacíficos serán llamados hijos de Dios,
y nos alentó a aguardar con alegría porque muy grande será la recompensa en el
Reino de los Cielos. En el Cielo se tendrá visión facial y goce fruitivo de
Dios, mediante la facultad espiritual que se llama “luz de gloria”.
A pesar que sabe
que no podemos, pero que bien vale el esfuerzo, dice por amor: “Sed perfectos
como mi Padre celestial” (Mt. 5: 48). Y no hay mayor perfección que la
humildad. La pérdida de la humildad trae la incredulidad y el olvido de Dios. Y
la tentación actual es ordenar el mundo sin Dios. El corazón humilde ama a Dios
y al prójimo, mientras que el corazón del soberbio se ama a sí mismo. Bien lo
ilustra el pasaje en que el publicano de lejos, no se atrevía ni a levantar los
ojos al cielo, se golpeaba el pecho diciendo: Oh Dios, ten compasión de mí, que
soy un pobre pecador. Mientras que el fariseo se jactaba recordándole a Dios
que ayunaba dos veces por semana y pagaba el diezmo de todo lo que poseía (Lc
18, 9-14). Pero Jesús nos recalca que los últimos serán los primeros, y los
primeros serán los últimos (Mt 20, 16). Es por eso que le es tan difícil al
rico entrar al Reino de los Cielos. “Es más fácil que un camello pase por el
ojo de una aguja, que un rico entre al Reino de los Cielos” (Mt 19, 23-30). Vanidad
de vanidades, todo es vanidad (Eclesiastés 12: 8-14).
Es que la llave
del Reino de los Cielos es el Amor, y la avaricia pone el corazón en la riqueza.
Así, cuenta la tradición que en una localidad de Toscana se celebraban con gran
solemnidad los funerales de un hombre muy rico, pero entonces aparece San
Antonio de Padua diciendo que el cadáver no podía ser enterrado en un lugar
sagrado, porque ese hombre no tenía corazón. Consternados abren el pecho del
difunto y constatan asombrados que así era. Preguntándole al santo dónde estaba
su corazón les respondió que en su caja fuerte. Cuán mayor no sería la sorpresa
al verificar que el santo decía la verdad, porque donde esté vuestro tesoro,
allí estará tu corazón (Lc 12:34). Ya los profetas del Antiguo Testamento
habían imprecado contra los abusos de los ricos, pero ahora Jesús les dice lo
que tienen que hacer porque el Reino de Dios está cerca: “Vende todo lo que
tienes, y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo, y ven sígueme” (Mt
19, 21). Ya no hay tiempo y no se dan cuenta, pero el tiempo humano engaña y
parece dilatarse sin medida. Los dos tipos de riqueza -con Dios y sin él-
señalan la medida para alcanzar la santificación del alma en esta vida. En el momento
actual en que se señala que apenas el 0,06% de la fortuna de los multimillonarios
del planeta, enriquecidos bajo la globalización neoliberal, bastaría para
acabar con la miseria en el mundo, es pertinente recordar el pasaje de Lucas
sobre El rico y Lázaro: “Había un hombre rico, que se vestía de púrpura
y de lino fino, y hacía cada día banquete con esplendidez. Había también
un mendigo llamado Lázaro, que estaba echado a la puerta de aquel, lleno de
llagas, y ansiaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico; y
aun los perros venían y le lamían las llagas. Aconteció que murió el
mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham; y murió también el
rico, y fue sepultado. Y en el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos,
y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Entonces él, dando voces,
dijo: Padre Abraham, ten misericordia de mí, y envía a Lázaro para que moje la
punta de su dedo en agua, y refresque mi lengua; porque estoy atormentado en
esta llama. Pero Abraham le dijo: Hijo, acuérdate que recibiste tus bienes
en tu vida, y Lázaro también males; pero ahora este es consolado aquí, y tú
atormentado.” (Lc 16, 19-25).
Pero en la
presente era sin Dios, donde el hombre pasa del relativismo al credo del
Anticristo (inmoralidad, matrimonio homosexual, ideología LGTB, eutanasia,
eugenesia, transhumanismo, aborto, divorcio, guerras de baja intensidad, armas
nucleares tácticas), el ser rico y poderoso se convierte en la meta vital en todas
las sociedades secularizadas. Pero la riqueza trae desgracia y degradación
moral, aunado al extravío del sentido de la vida. Prácticamente hace imposible
la santificación del mundo al incrementar el egoísmo, la ambición y el
materialismo. Bien dice el evangelista: “No os acumuléis tesoros en la tierra, donde
la polilla y la herrumbre destruyen, y donde ladrones penetran y roban; sino
acumulaos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre destruyen, y
donde ladrones no penetran ni roban; porque donde esté tu tesoro, allí estará
también tu corazón” (Mt 6: 19-24).
Por eso es que lo
santo es lo racional, el amor va unido a la razón, porque sin la razón el amor
no sería santo, y sin lo santo la razón no sería racional. Esa es la gran
tragedia de nuestro tiempo, a saber, haber separado el amor de la razón, haberlos
completamente secularizado, y la consecuencia de ello es haber hinchado con soberbia
el corazón del hombre. Amor y Razón sin trascendencia, y que rechaza la manifestación
divina de la Encarnación, se degradan mutuamente, es la transformación demoniaca
de estos dones de Dios. El mensaje de Cristo está enfilado a revelar que, tanto
la razón como el amor pueden andar unidos cuando se admite la paternidad
amorosa de Dios. Y la necesidad de Dios no nace de alguna religión determinada,
sino que brota de una necesidad íntima del alma, necesidad puesta por Dios en
la propia alma, es una verdad seminal. Esta verdad puede ser sofocada por la
rebeldía de la razón, la soberbia del corazón o el culto a los poderes oscuros
del demonio. No obstante, esa verdad seminal del alma nunca desaparece, y, por
eso, en nombre de Jesús toda rodilla se doblará en los cielos, en la tierra y
debajo de la tierra (Filipenses 2: 10). Es por eso que el telos de toda
religión no tiene su base en lo irracional, sino en lo racional de la impronta
divina en el alma. Por la razón y el corazón se conoce a Dios y se comprende su
santificación.
Lo cual no quiere
decir que no se formen religiones inclinadas al fanatismo, la superstición y la
hechicería por el desequilibrio interno que muestran entre fe y razón. Así, en
religiones donde predominan los sacrificios humanos la preponderancia de lo
irracional no sólo es ostensible, sino que señala un divorcio profundo entre lo
santo y lo numinoso, donde lo numinoso está dominado por lo demoniaco. Y ese
desequilibrio no sólo se da en los espíritus, también está presente en los animales,
lugares o cosas. Y así como hay objetos sagrados, también los hay demoniacos,
casas embrujadas y lugares u objetos hechizados. Ciertamente, como afirma el
padre exorcista Gabriele Amorth, en su libro Habla un exorcista, el
demonio siempre busca no hacerse notar, no ser descubierto, no quiere hablar, y
sólo lo hace, poco antes de su expulsión, al enfrentar la cruz, el agua
bendita, y los nombres sagrados. Pero hay casos más graves que son los lugares
habitados por brujos, sesiones espiritistas y cultos satánicos. Ya la Biblia
advierte contra la magia, como forma desviada de religiosidad. Magia que
prolifera en las religiones profanas y antiguas infestadas por Satanás. San
Pablo lo dice claramente: “Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino
contra principados, potestades y contra los gobernadores de las tinieblas de
este mundo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes. Por
tanto, tomad toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo
y, habiendo acabado todo, estar firmes (Efesios 6: 12-13). El Padre Amorth
observa que el diablo no busca nuestro dolor, sino que el alma se sienta
derrotada y abandonada por Dios. Pero no hay que perder la fe, porque dios está
presente en la hostia y en el confesionario. Recomienda alabar a Dios, no tener
miedo, y creer con firmeza, porque después de la noche viene el día, la
resurrección y la salvación. Lo que se explica porque Cristo es el triunfo
absoluto de lo santo sobre lo demoniaco. Así, cuando Pedro reconoce a Jesús
como el Mesías (Mt 16: 13-17) testimonia que lo hace por la verdad seminal que
su alma percibe.
El cristianismo de
ayer y hoy es una religión redencionista. Sin encarnación y redención no hay
cristianismo. El redencionismo es lo esencial de las religiones elevadas, pero
en el cristianismo llega a su plenitud perfecta. En ella profetismo e historia
quedan unidos. La redención es futura pero ya percibida como lo presente. La
santificación experimentada es la confirmación del Reino de Dios y su próxima
llegada. Cristo mismo es la dádiva presente de la salvación, representa la
esencia divina de manera humana. Su elevado valor se deriva de la realización
plena de lo santo. El cristianismo realiza en la historia una verdad
metahistórica, que a diferencia de la teosofía gnóstica no desprecia el cuerpo
ni la materia, sino que la transforma y eleva en la gracia deificante santificadora.
Por ello, la propia realidad queda transfigurada plenamente, el ser finito es
recuperado en su proceso deificante. Esta manifestación sobrenatural de Cristo
es el mismo amor efusivo del Padre cumplida mediante la Encarnación y la
Redención. Pero la deificación humana y del cosmos es por posesión extrínseca,
puesto que la intrínseca es de Dios. Es el propio amor sobrenatural de Dios lo
que se llama gracia santificante. La gracia, como ayuda gratuita concedida por
Dios al hombre para que se salve, es un acto de amor unilateral e inmerecido
que tiene un efecto ontológico significativo. Por la deificación la Creación
entera se vuelve a asociar a la vida íntima de Dios, y la naturaleza humana
también por una transfiguración gloriosa. Y en aquella transformación gloriosa
del ser del hombre se estará con Cristo. El propio Jesús
afirma: “En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo
hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os
preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo
estoy, vosotros también estéis” (Jn 14: 3-4). El hombre salvo no estará solo
sino con su Salvador.
Esto significa que
no es la nada, el vacío, ni la angustia, ni la muerte el camino hacia el significado
del ser y la realidad, sino el Amor de Dios que viene a través de Cristo para
el rescate del hombre y de la Creación. No es un camino fácil, está lleno de
pruebas porque el bien no tendría mérito sin desafíos para una criatura
racional y libre como el hombre. Pero como el hombre es un ser falible no sólo
cuenta con la ayuda de la fe y de la gracia, sino también con el amor compasivo
del Padre misericordioso para el perdón de los pecados. Así se hace
comprensible la preeminencia del amor expresada por Pablo en la iglesia de
Corinto: “Ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estor tres; pero el
mayor de ellos es el amor” (1 Corintios 13: 13). Preeminencia que le viene de
su propia eternidad: “El amor nunca deja de ser, pero las profecías se
acabarán, cesarán las lenguas y el conocimiento se acabará” (1 Cor. 13: 8).
Esto ha hecho que
equivocadamente algunos crean que la santidad es pasividad e inactiva espera.
Pero no es así. Tanto el pesimismo antropológico de Lutero y las tendencias
apocalípticas de Münzer impiden ver el papel activo de la libertad humana. Pero
ha sido la teología de la liberación, inspirada en Concilio Vaticano II, la que
puso el acento en que Dios no nos quiere pasivos, sino activos en la lucha contra
el pecado. Ciertamente que la historia de la utopía social se entremezcla con
la tradición bíblico-cristiana. Alcanzar el reino de la libertad y la justicia es
llegar el Reino de Dios. La utopía sin fe no es utopía. Por su forma es
poética, pero por su contenido es profética. El amor divino cae sobre justos e
impíos, pero se indigna con todo tipo de injusticia: Apartaos de mí, hijos del
demonio, porque cuando tuve hambre no me diste de comer, y cuando tuve frio no
me abrigaste y cuando tuve sed no me diste de beber (Mt. 25: 41-42). No hay más
enérgica condena a la insolidaridad social que estas palabras, porque en la
insolidaridad con el prójimo y toda su creación se ofende a Dios mismo.
Resuenan las viejas
palabras de Heráclito: Todo es uno, y uno es todo. Se trata de una verdad
percibida por la filosofía y las grandes tradiciones religiosas. Por eso que la
insolidaridad con los pobres es ruptura ontológica con la realidad íntima del
ser finito. Lo profético y lo revolucionario es indesligable en el mensaje de
Dios; lo cual no es reducir lo trascendente a lo humano, sino que por la inmanencia
se llega a lo trascendente. Y se llega no por mérito, sino en lucha por lo
santo. Ya no se sostiene la teología de crisis de Kierkegaard, Brunner y Barth,
donde se sostiene la separación absoluta del mundo y Dios, lo temporal y lo
eterno. Es el propio evangelio el que al denunciar la opresión social ratifica
lo afirmado por san Pablo: “Nada tendré si no tengo caridad” (1 Cor. 13: 1).
Muchos hicieron escándalo haciendo alusión a un supuesto interés excesivo por
lo temporal. Pero a éstos hay que recordarles que por dicho interés divino por
lo temporal hizo que su Hijo unigénito, como logos del mundo, hiciera el cosmos;
por dicho interés temporal creó al hombre a su imagen y semejanza; por dicho
interés temporal se produjo la Encarnación; por dicho interés temporal se dio
la Resurrección; por dicho interés temporal juzgará a vivos y muertos; y,
finalmente, por dicho interés temporal tiene preparada nuestra morada en la
casa del Padre. En otras palabras, Dios es inseparable del amor al prójimo y
del amor a su creación. Esto último es urgente destacarlo al ver que la culpa
del calentamiento global es principalmente del capitalismo. Así lo señala con
detalles la periodista norteamericana Naomi Klein, en su obra Esto lo cambia
todo. El capitalismo contra el clima (2015). Y el nivel estratosférico de
la evasión fiscal lo comanda el capitalismo de la vigilancia, tal como lo
expone Shoshana Zuboff (La era del capitalismo de la vigilancia). Lo
cual no es difícil de entender, pues los ricos se entregan al ateísmo práctico
y teórico, al hedonismo, la corrupción e hipocresía, olvidando a Dios, la
justicia y la libertad. Para muestra bastan los Wikileaks, Panama
Papers y Papeles de Pandora. Pero las fortunas mal habidas en los
paraísos fiscales de nada aprovechan (Proverbios 28:8). En una palabra, no hay
anuncio del Reino de los Cielos sin solidaridad con los pobres.
La teología de la
santificación es la culminación de un proceso ontológico del ser, donde se
llega a la plenitud mediante la libertad, la gracia y el amor divinos. Dios es
pensado mejor como origen libre y amoroso del mundo, en vez que por una
necesidad de su naturaleza (necesitarismo). No se trata de pensar lo ontológico
sin lo óntico, como acontece con los eleatas al pensar la sustancia de Dios sólo
como absoluto. Así, Parménides es el campeón de la unidad absoluta, su ser no
es arjé, es simplemente lo uno. Zenón del antipluralismo, y Melisso de
lo eterno e infinito. Y todos sobre la base del principio de no-contradicción.
Pero al pensar la creación desde el cristianismo acontece una revolución metafísica
donde el absoluto deja de ser impersonal y existir completamente solo. Frente
el monismo estricto eleata, al logos unidad-devenir de Heráclito, y al
pluralismo del resto de la filosofía presocrática, se tiene el monismo
trinitarista del cristianismo, que va más allá del principio de
no-contradicción. Naturalmente, los eleatas lo que muestran es la limitación de
la razón natural, otra cosa es pensar el ser a través de la revelación. Y es la
revelación lo que permite explicar la existencia del mundo, la del ser finito
aunado al ser infinito, entender que el ser el multívoco, y que el ser finito
es sólo un tipo de la realidad.
Filosofía y teología
están unidas desde el principio, no son confundibles, pero tienen una raíz común,
y no deben ser pensadas para sustituirse mutuamente. Lo que en el fondo
significa es que la religión no es alienación, sino una auténtica dimensión de
la existencia humana, y de la condición de las cosas finitas religadas al ser
infinito. Y lo que hemos intentado es demostrar que la filosofía metafísica se
enriquece en contacto con la teología. Y ello por una razón muy sencilla, a
saber, porque permite entender la plenitud del ser y de la realidad como algo
que no está abocado a la muerte, el mal, la Nada, y la destrucción. A partir de
la diferencia entre lo finito y lo infinito, y del reconocimiento que el hombre
no sólo busca a Dios a través de la razón natural (único, Eterno, Infinito,
Bueno y Perfecto), sino también a través de la revelación (Uno y Trino,
Paternal, amoroso, compasivo), se puede comprender que el significado de la
realidad no se puede limitar a lo que se muestra en la ciencia y que lo sensato
es aspirar a la santidad, que no es el fin del pecado sino el correcto uso de
nuestras energías para cooperar y conocer a Dios. Así, finalmente se entiende
que sólo con Dios el ser y la realidad logran la plenitud.
El mal en el mundo
ve que se le acaba su hora, y actúa más desatado, agitado y furioso que nunca, como
un león herido de muerte, porque su derrota está próxima, ya está vencido.
Resistir este tiempo dificilísimo de la prueba, no durará mucho. Y para ello
hay que vivir con intensidad todos los medios de la santificación en los actos
sagrados, como signo interno y externo de la gracia espiritual. Dios Uno y
Trino no es una idea abstracta, sino un Ser Supremo, Padre compasivo, bueno,
puro y racional. Y con toda su corte celeste está a nuestro lado en esta hora
final. Con Dios en el corazón no hay temor alguno.
§ 8.
CONCLUSIÓN
·
El descubrimiento del ser es el descubrimiento de la realidad en la
doble manifestación del ser, a saber, infinita y finita. De ahí que no es dable
afirmar que el ser es la realidad, porque no lo es para el ser finito ni aún
después del pleroma, sino sólo en el ser infinito.
·
La realidad del ser finito, que se desdobla en manifestado e
inmanifestado, no son la realidad, sino tan sólo participación en la realidad
del ser infinito, es un tipo de ser de la realidad en devenir.
·
El ser infinito es la realidad absoluta, como fundamento de lo que es,
ser imparticipado y fuente del ser finito. Tiene un lado oculto e inmanifiesto
y un lado revelado o manifiesto.
·
La teología de la Creación muestra el amor efusivo de Dios, su
manifestación natural en el cosmos, y manifestación sobrenatural en la
Encarnación.
·
La teología de la Santificación acontece porque la omnipotencia de Dios
está presidida por su amor. Amor que invita a la solidaridad con la creación y,
en especial, con los más débiles y sufrientes.
·
En suma, el ser y la realidad no acontecen porque hay un ser infinito,
sino porque el ser infinito es puro, bueno, amoroso y paternal. Y por ello
tiene sentido ordenar el mundo con Dios y no sin Él.
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