Los vampiros de Dios:
La batalla por los fundamentos del Mundo
Diego Lino Arditto-UNMSM
“El campo de batalla de estas
disputas sin fin se llama metafísica”
Kant, Crítica de la razón pura
Con falsa modestia, la filosofía universitaria de nuestros tiempos ha renunciado a brindar una visión general del mundo. Su falta de ambición comprensiva y de propuesta, no se debe a la prudencia teórica, sino a su afán por seguir a las ciencias particulares, en un proceso de especialización que la ha vuelto inaccesible, incluso para quienes tienen conocimiento sobre la historia y los problemas generales de la disciplina. Esta especialización hipertrofiada, ha sido señalada por algunos de los pensadores más importantes del siglo pasado, pues comprendieron que conduce a un proceso de desarticulación de la visión del mundo, que no solo impide formular hipótesis más comprensivas, sino que extingue el interés general por el enigma del mundo y del conocimiento humano .
Esto explica, porqué muchas de las propuestas filosóficas más ambiciosas y vitales de nuestros tiempos, se encuentran fuera de las criptas universitarias, donde el filósofo no tiene la obligación burocrática de producir papers anodinos, ni de usar el corsé de las convenciones académicas. Este es el caso del pensador peruano Gustavo Flores Quelopana, quien tiene más de cien títulos en su haber y, sin duda alguna, es el filósofo peruano que ha ensayado más teorías y propuesto más conceptos, dejando a las siguientes generaciones, la colosal tarea de someter su obra a copelación.
Los vampiros de Dios: Kant, Hegel, Nietzsche, Heidegger: Hitos de la metafísica moderna inmanente, es el nombre de su última publicación. Esta summa sobre el origen de la metafísica inmanente está dividida en cuatro actos. En cada uno de ellos se presenta a los filósofos mencionados en el subtítulo, en el orden en el que aparecen. Junto con sus comentarios al sistema correspondiente, el autor presenta una cuantiosa batería de citas tomadas de fuentes primarias y secundarias, demostrando su dominio sobre el tema. Acompaña el final de cada capítulo una nota con curiosidades biográficas que, suponemos, hacen las veces de entremés e invitan a reiniciar la lectura de los análisis más rigurosos.
En cuanto a la forma, Flores es amable con el lector y no complica su exposición innecesariamente. Por momentos se deja notar que escribe rápido, y sospecho que una edición más rigurosa hubiese reducido el número de páginas considerablemente. No obstante, este detalle formal no llega a desanimar al lector tenaz, al que “la práctica deficiente le importa menos que la sana teoría” .
Primer acto: Kant en el banquillo
El autor pone especial atención en Kant. Más de la mitad del libro está dedicado al análisis del idealismo trascendental. Sin embargo, no presentaremos aquí una revisión pormenorizada del mismo, sino un comentario sinóptico del acto dedicado al filósofo de Konigsberg.
Para nuestra fortuna, Flores no es de los que hace esperar a su público. Desde las primera líneas del prólogo plantea la cuestión sin ambigüedades: la modernidad está agonizando y un estudio crítico de sus filosofías nos puede ayudar a entender por qué. Para nuestro filósofo, el idealismo trascendental carga con el peso de ser la filosofía paradigmática de la agonía del mundo moderno, con todo y sus males bien conocidos. Es cierto que Flores exime de la culpa a su artífice, pero sin hacer una distinción entre el finis operis y el finis operantis , con lo cual, al final del capítulo, a pesar del desagravio inicial, nos queda la sensación de que Kant ha sido sentado en el banquillo, acusado por el “descalabro de la Edad Moderna” .
Pero, ¿en qué consiste específicamente esta acusación? Según el autor, el sistema de Kant “elevó a lo teórico la convicción de que la estructura del mundo es creada por el hombre” . Ante semejante señalamiento, creo justa y necesaria la pregunta de si la intención de Kant fue o no darle sustento teórico a esta convicción. A mi juicio, atendiendo al prólogo de la segunda edición de la CRP, podemos afirmar que la intención de Kant era salvar la metafísica, del espiral de desprestigio en el que la habían sumido el dogmatismo y el escepticismo . Ahora, quisiera poner atención especial en lo siguiente: para Kant, la crisis de la metafísica se debía a que en su época, la del florecimiento de las ciencias particulares, la razón humana había alcanzado un punto en el que ya no le era posible engañarse con “saberes ilusorios” , en este sentido, la salvación kantiana de la metafísica no podía ser otra cosa que su alineamiento con el progreso de estas ciencias, las cuales habían alcanzado certeza y necesidad. Hasta aquí el finis operantis.
El finis operis tuvo como medio la CRP, seguida de las otras críticas, que intentan completar el sistema y en las que la intención inicial se ve tan desfigurada, que caben en ellas múltiples interpretaciones, con sus respectivas consecuencias. La de Flores nos presenta el giro copernicano hecho por Kant, como un reemplazo del enfoque ontológico por el gnoseológico. Desmantela el “tribunal de la razón” , pieza por pieza, con todo su aparato de facultades y conceptos puros a priori, para mostrarnos cómo, a través de la estética, la analítica y la dialéctica trascendental, la gnoseología de Kant fracasa en su intención de fundamentar la ciencia de la metafísica, obteniendo como resultado la acusación de idealismo radical, a pesar de sus vanos intentos de aferrarse al realismo a través de la constante mención a lo trascendental. El titubeo kantiano entre lo a priori y la experiencia como fundamento de la realidad, se acentuará en los textos posteriores a la CRP, mucho menos sistemáticos y llenos de lagunas argumentales. Los que, a la larga, lo conducirán al escándalo de la cosa en sí. Arena movediza de la que intentará liberarse con todas sus fuerzas, pero que al final de su vida intelectual acabará absorbiéndolo por completo. Este suelo inestable e indeterminado constituye el punto de partida del idealismo alemán.
Quizá, ese titubeo se debiera a que Kant se debatía entre sus deudas con la escolástica y sus simpatías ilustradas. De cualquier forma, no le faltan razones a Flores, cuando sostiene que Kant confunde “el concepto de objeto con la existencia real del objeto”, confusión que terminó degenerando en un “desorbitado subjetivismo” , cuya influencia se extenderá a la filosofía posterior. Cabe señalar que se hace una salvedad importantísima: Kant no es la fuente original del error. Para hacer una genealogía de este extravío gnoseológico, el autor se remonta a la doctrina de Protágoras, interpretando su homomensura como una primera radicalización subjetivista de la filosofía, que continúa en Occam, Descartes, Spinoza, Pascal y Leibniz, hasta llegar a Kant, que es donde cristaliza la metafísica inmanente, para ser legada al idealismo alemán, la fenomenología, al existencialismo y llegar a su cúspide con el desvarío posmoderno.
Respecto el iniciador de esta genealogía, recordemos que estudiosos como Guthrie han denominado la época de Protágoras y los sofistas como “ilustración” . Cassirer, en Philosophy of the Enlightenment, hace una comparación directa de la ilustración de los sofistas con la Ilustración del siglo XVIII . De la misma manera, las doctrinas sofistas son fáciles de relacionar con las de Hegel, Nietzsche y Heidegger. En el caso de Kant, la cita es elocuente: “buscar dentro de uno mismo (o sea, en la propia razón) el criterio supremo de la verdad; y la máxima de pensar siempre por sí mismo es lo que mejor define a la ilustración” , difícilmente podremos encontrar una mejor caracterización de la filosofía inmanente. Flores no abunda, sin embargo, en el ethos compartido por los sofistas y los ilustrados, hilo que lo hubiera llevado de Kant a Hegel, sin tener que sortear sus enormes diferencias. Pues, la ilustración burguesa, por la que Hegel mostró juvenil devoción, requería para su revolución la destrucción del fundamento de su legitimidad: el Dios trascendente. Pero, sospecho que Flores no hizo esta omisión por falta de conocimiento, sino para no derivar en cuestiones de orden histórico y político, que lo hubieran desvíado de su propósito argumentativo.
En fin, se podría objetar que la crítica a la modernidad, no es un tema nuevo, de hecho, existe una enorme cantidad de bibliografía, llena de anuncios funerarios sobre la modernidad. Lo que es verdaderamente novedoso (por valiente), y que lo sea debería contar como síntoma, es la propuesta de Quelopana: hacer una segunda revolución copernicana . A saber, si el giro de Copérnico quita a la Tierra, y con ella al hombre, del centro del universo, Kant lo vuelve a poner allí. Así que la propuesta de Flores consiste, en buen crisitano, en poner las cosas en su sitio. Volver a un sano realismo, basado en una ontología que reduzca la arrogancia epistémica, y permita la aceptación del misterio y lo divino revelado en la palabra de Dios.
Segundo acto: Hegel, la conciencia delirante
De la mano de D’Hont, el filósofo peruano inicia el capítulo dedicado a Hegel con una etopeya. Hegel no era un ilustrado tímido como Kant. A pesar de su figura pública de conservador, tenía una faceta privada de revolucionario. Su “panteísmo, ateísmo, irreligiosidad, el rechazo de la creación, la trinidad y la trascendencia de Dios” eran patentes en las lecciones que impartía. Esta vida paralela, explicaría en alguna medida su necesidad de expresarse de forma retorcida y esotérica. Un cuadro clínico enmarca el retrato del joven Hegel, entre delirios mesiánicos y depresiones. Su crisis psicológica, según Flores, está en relación directa con la crisis de la época, pues, “cuando una comunidad pierde sus vínculos con el mundo suprasensible, no se puede vivir de manera legítima y equilibrada” .
A pesar de haberse formado durante 5 años en la carrera eclesiástica, Hegel se muestra obsesionado por la idea de un Dios que surge de la razón misma, lo cual, por otro lado, es bastante comprensible en un continuador del iluminismo. El absoluto para Hegel no es, como propone Schelling, una entidad mística, ni como propone Spinoza, una sustancia, sino un movimiento que va y viene de la totalidad de la naturaleza hacia el espíritu, alcanzando su mayor expresión en la razón humana, lugar donde cobra consciencia de sí. En resumen: la dialéctica del espíritu elaborada por Hegel, no es más que otra versión de un mismo proceso, en el que los fundamentos de la realidad pasan del Dios trascendente a la razón humana.
Así entronca el idealismo absoluto con la genealogía del desvarío inmanentista. En sus Lecciones sobre historia de la filosofía, Hegel reivindica, explícitamente, el giro antropológico de los sofistas, emparentándose con ellos con su interpretación de la homomensura y la verdad relativa. En efecto, para ellos, siguiendo a Heráclito, “la materia es un puro fluir” relativo a la consciencia. Según Hegel, este es un gran descubrimiento de Protágoras y representa el primer momento de la conciencia.
El nuevo ethos ilustrado, promovido por la propaganda revolucionaria de los burgueses, hace también su presencia en Hegel. El alemán se ve tentado a comparar la metafísica con las ciencias particulares, aunque no intenta, como Kant, dotarla de certeza y necesidad científicas. Sin embargo es el mismo impulso de cambio y revolución el que lo impulsa a buscar para su sistema esa fluidez, ese progreso y rendimiento extraordinario de las ciencias particulares, que causó tanto optimismo en el mundo intelectual del siglo XIX. Pero para ir en esa dirección con libertad, tenía que deshacerse de los obstáculos. Por eso acomete la empresa de destruir la metafísica precedente, cuya racionalidad tenía como piedra de toque el principio de no contradicción. En esta empresa se entretiene y se confunde la filosofía hegeliana, afirmando lo que luego va a negar, sin poder lograr una doctrina clara que sirva de fundamento para la acción del hombre, pues Hegel siempre intentó dejar muy claro que “la filosofía debe cuidarse de ser edificante” .
La hipóstasis de la dialéctica, que a veces aparece como ley general de la naturaleza y en otras como una sombra del intelecto divino, que está más allá de la contradicción, tuvo que resultar muy atractiva para pensadores de una época en la que, si bien la inversión inmanentista se sentía en el ambiente intelectual, todavía era casi imperceptible para el conjunto de la sociedad. El sistema de Hegel se presenta como la transición perfecta, entre la cristalización teórica de la metafísica inmanente (Kant) y las doctrinas basadas en la praxis, en el puro ser y quehacer humano, que dominarán la filosofía del siglo XX.
Tercer acto: Nietzsche y el elogio de la locura
El pensamiento de Nietzsche, flor de la metafísica inmanente, se presenta de manera muy didáctica. Dividido en 2 momentos, con dos etapas en cada uno. El primer momento, el de la “anunciación”, con sus respectivos periodos estético y antropológico-psicologista. El segundo momento, el de la “predicación”, con sus respectivos períodos del superhombre, del nihilismo y el amor fati. Flores consigue con esta categorización, dotar de sistema el pensamiento de Nietzsche, el cual, para los no adeptos, se presenta como una caótica suma de textos, tan elocuentes como faltos de argumentación y fundamento. No obstante lo antes mencionado, el pensamiento de Nietzsche pertenece también a la tradición del desvarío iniciada por Protágoras, además de prolongar su influencia en nuestros tiempos. Pues, con su inversión de los valores cristianos, termina por desvelar un proceso que en sus predecesores se mantenía todavía en la timidez de la insinuación y el hermetismo.
Si la obsesión de Hegel es la idea de un Dios que emerge de la razón humana, que a su vez emana dialécticamente de la naturaleza, para Nietzsche, como todos sabemos, Dios ha muerto. Con esta fórmula lapidaria sentencia la crisis de Occidente, el cual “ha llegado a empantanarse hasta límites aberrantes” . De tal manera, la ¿filosofía? del pensador alemán se manifiesta al mismo tiempo como síntoma que anticipa y agente que propaga.
Para terminar, es innegable la coherencia vital de Nietzsche con su doctrina. A medida que ésta se va dirigiendo al desmoronamiento lógico y la ininteligibilidad, el hombre también. Razón por la cual acabará sus días en completa consecuencia con lo que anunció y predicó durante toda su vida: la locura del hombre sin Dios.
Cuarto acto: Heidegger o el triunfo de la nada
El último acto está dedicado a Heidegger su metafísica del supraser. Para Flores, Heidegger, a diferencia de los anteriores, acierta al diagnosticar al mundo de su mal metafísico, pero yerra en su prescripción. Su filosofía, según nuestro filósofo, presenta 4 errores. El primero, es interpretar la tradición platónica como causante del olvido del ser, siguiendo en esto, aunque de forma distinta, la concepción que Nietzsche tiene de la razón socrática. El segundo error es rechazar la idea del Dios personal, que se relaciona con el mundo por amor, pues esto es una aberración para la idea del Dios griego, que es principio inmutable. El tercer error, que sitúa de lleno a Heidegger en la genealogía del desvarío inmanentista, es su adhesión al nominalismo, lo cual desemboca en el cuarto y más grave: su ontología de la facticidad, que conduce a pensar el Ser “en su recóndita incognoscibilidad y aislamiento absoluto” .
Como consecuencia de malentender la tradición, y no signar el inicio del olvido del Ser a la tradición a la que pertenece, es decir, al empirismo, Heidegger va a oponer la metafísica de la aletheia, a la metafísica del eidos. Como en una especie de negativo de la gnoseología escolástica, su ontología parte de la facticidad, pero esta facticidad solo revela al Ser tras la consciencia de que lo experimentado es aparente, es una mera envoltura eidética, la cual hay que correr como una cortina, para encontrar la verdad. La ontología de Heidegger es una mística. Es por esto que triunfa en la segunda mitad del siglo XX, como fundamento teórico de los más disparatados movimientos artísticos y pseudocientíficos, y se la puede encontrar, en el fondo, emparentada con el new age y el orientalismo de tercera ola.
La solución que propone Heidegger a la enfermedad metafísica del mundo moderno es otro tanto de lo mismo que la causó. Así se rompe la “síntesis entre lo trascendente y lo inmanente del Ser” a la vez que se sella el círculo de la visión nihilista del mundo.
Conclusión
Aparece ahora con toda claridad el sentido del título. Estas oscuras luminarias del pensamiento alemán, han perforado el mundo con sus doctrinas, como el vampiro que clava sus colmillos sobre la víctima para extraerle el líquido vital. Sus castillos conceptuales construidos sobre pantanos, sus prosas hipnóticas, y sus vidas azarosas, han inmerso a gran parte de la academia en una vigilia onírica, de la que, al parecer, tardará mucho tiempo en despertar, si es que lo logra.
Con este trabajo, Flores Quelopana entra de lleno en la batalla contra el oscurantismo alemán. Una tradición filosófica que, voluntariamente o no, drena la realidad del más radical de sus sentidos. Esta justa metafísica deja a Flores en una posición difícil, pues no son pocos los administradores de la filosofía académica que viven de la existencia y la influencia de las doctrinas aquí escrutadas. Son ellos quienes garantizan su propagación sin advertencia, así como la invisibilización de sus críticos.
Tomo partido con este aporte, pues para los amantes del saber, no hay otra opción que promover la filosofía fuera de los claustros universitarios, a la luz de la vida cotidiana, donde se puede ver más claro su extravío. En estos lugares marginales, suena con más fuerza la pregunta urgente de la filosofía de nuestros tiempos: ¿cómo cerramos, sistemáticamente, la brecha que hay entre la filosofía teórica y la filosofía práctica? En los Vampiros de Dios, el lector encontrará una respuesta.
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