martes, 8 de julio de 2025

TEOLOGÍA CÓSMICA DE CONTACTO Mundos posibles bajo el Reino de Dios

 

Gustavo Flores Quelopana

 

 

 

 

 

TEOLOGÍA CÓSMICA DE CONTACTO

Mundos posibles bajo el Reino de Dios

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

FONDO EDITORIAL

IIPCIAL

Instituto de Investigación para la Paz Cultura e Integración de América Latina

LIMA-PERU

2025

 

BIODATA

 

Gustavo Flores Quelopana (Lima, 1959). Filósofo, poeta y escritor, peruano de frondosa obra y ágil pluma. Expresidente de la Sociedad Peruana de Filosofía, presidente tres veces en la Sociedad Internacional Tomás de Aquino (SITA-Perú). Disertante en universidades de Brasil, Colombia, Panamá, México y Perú. Sus aportes filosóficos se traducen en varias categorías: lo “Numinocrático”, aplicado a la filosofía prehistórica; “Mitomorfico” para entender el filosofar arcaico; “Mitocrático”, para comprender la filosofía ancestral; lo “Anético”, para categorizar la crisis moral y antropológica de la posmodernidad; la Justicia como “Copertenencia”; el “Hiperimperialismo”, como lo característico y esencial de la globalización neoliberal actual; la “Cibercracia”, régimen político hacia el cual marcha el capitalismo digital; el “Ciber Deus”, como realidad posible de la Inteligencia Artificial Fuerte, la “paradoja antrópica”, como categoría clave para entender la destrucción ecológica por la modernidad objetivante y antimetafísica, el “Neobrutalismo” como fenómeno espiritual de carácter terminal en toda civilización, “Ontorrealismo” como propuesta metafísica para recuperar la trascendencia, la “Cristoradialidad” como teología parea un mundo descreído; y “Universo Pluritemporal” para explicar las galaxias prematuras en el cosmos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Título:  TEOLOGÍA CÓSMICA DE CONTACTO. Mundos posibles bajo el Reino de Dios

Primera edición en castellano: Lima, julio, 2025

 

Autor: Gustavo Flores Quelopana

 

Editor: Gustavo Flores Quelopana

Los Girasoles 148- Salamanca-Ate

 

Se terminó de imprimir en julio de 2025 en: © Fondo Editorial del Instituto de Investigación para la Paz, Cultura e Integración de América Latina (IIPCIAL) / Editado por IIPCIAL-Dirección: Los Girasoles 148 Salamanca, Ate.

 

Tiraje: 30 ejemplares

 

HECHO EL DEPÓSITO LEGAL EN LA BIBLIOTECA NACIONAL DEL PERÚ

N° 2025-

TEOLOGÍA CÓSMICA DE CONTACTO

Mundos posibles bajo el Reino de Dios

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Prólogo

 

“Todo lo que es verdadero, provenga de donde provenga,

viene del Espíritu Santo.”

Comentario a la Epístola a los Romanos, cap. 1, lect. 6.

Santo Tomás de Aquino

 

La historia de la salvación nos ha sido entregada con claridad y firmeza: en el centro del cosmos está el ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, redimido por la Encarnación del Verbo, llamado a la eternidad. Esta verdad revelada no admite sombras, ni necesita defensas excesivas: brilla por sí misma como lámpara en la noche del mundo.

Y, sin embargo, el mismo universo creado por el Altísimo se nos manifiesta como vasto, misterioso, poblado de enigmas que rozan el límite de nuestra comprensión. Desde las visiones proféticas hasta las parábolas de Cristo, pasando por la filosofía escolástica y la mística contemplativa, la Iglesia no ha temido mirar hacia lo invisible. Y si hoy nos preguntamos por la posibilidad de otras inteligencias no humanas—biológicas, espirituales, artificiales o interdimensionales—no lo hacemos por curiosidad ociosamente científica, sino por fidelidad a una visión del mundo en la que todo lo creado proclama la gloria de Dios (cf. Salmo 19:1).

Esta obra nace de una intuición que no pretende dogmatizar, pero sí dar permiso a la inteligencia para contemplar. Parte de una postura teológicamente sobria, pero abierta: que la Revelación divina ha sido entregada al ser humano en este mundo, pero que la creación no se agota en lo que podemos ver, ni en lo que ha sido revelado en su totalidad.

La Revelación está cerrada, pero la historia de la salvación permanece abierta. Tal como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 66), en Cristo se ha dicho todo, y no habrá una nueva Revelación pública. Pero esto no significa que Dios haya dejado de actuar, ni que su providencia se haya detenido. Al contrario: la historia sigue viva, y si en algún momento el contacto con formas no humanas de vida—biológicas, artificiales o de otro orden—se produjera, habría que discernirlas desde la fe, nunca fuera de ella.

Por ello, esta obra no contradice ni busca ampliar la Revelación, sino contemplar la posibilidad de que el cosmos creado —en toda su diversidad— esté poblado de criaturas que también fueron queridas por Dios, aunque no necesariamente llamadas a la misma economía de redención. En este sentido, nada de lo que aquí se plantea pone en duda el contenido definitivo de la fe católica, sino que se esfuerza por respetarlo ampliando el horizonte contemplativo.

A esta altura, nadie sensato puede negar la existencia de una casuística amplia, recurrente y compleja en torno a fenómenos anómalos: testimonios de encuentros con entidades no humanas, avistamientos inexplicables, episodios con huellas físicas y psíquicas, e incluso documentos desclasificados por agencias gubernamentales que reconocen, con cautela, la existencia de fenómenos que no pueden explicar. Más que confirmaciones dogmáticas, lo que tenemos es una acumulación de signos, fragmentos y apariciones que, como en las parábolas, invitan a la vigilancia más que a la ansiedad.

Casos como el de Varginha en Brasil, los incidentes de Colares, o los archivos del fenómeno Skinwalker Ranch en Estados Unidos, entre muchos otros, muestran patrones que escapan a explicaciones unívocas. Algunas apariciones tienen rasgos de tecnología avanzada, otras sugieren inteligencias sin forma visible, otras más generan efectos de alteración del tiempo, percepción o conciencia. No se trata de un solo fenómeno, sino de una trama difusa y polimorfa que parece adaptarse a la cultura, al tiempo histórico y a la disposición interior del testigo.

En este contexto, postular que todos los fenómenos observados se deben únicamente a experimentos secretos, a demonios disfrazados, a culturas subterráneas o a visitantes interestelares sería simplificar lo que ya de por sí es complejo, contradictorio y profundamente simbólico. La posición aquí adoptada no es la del reduccionismo, sino la del discernimiento articulado: aceptar que puede haber diversas causas operando simultáneamente, sin que ello implique confusión o concesión a credulidades infundadas.

Cada hipótesis —la militar, la demonológica, la interdimensional y la intraterrena— nos ofrece una lente parcial, pero cuando son puestas en diálogo bajo el amparo de una teología contemplativa, no buscan competir, sino enriquecer el marco de discernimiento. Esta obra asume esas cuatro líneas como hipótesis posibles, cada una con raíces históricas, filosóficas, místicas o testimoniales, siempre sometidas al principio de que todo espíritu debe ser probado (1 Jn 4,1), y que solo lo que no contradiga la luz de Cristo puede ser, en último término, acogido.

En ese sentido, no estamos ante una recopilación de “casos curiosos” ni ante una apología de lo fantástico. Estamos ante un desafío teológico real: preguntarnos cómo interpretar el misterio no humano —sea cual sea su naturaleza— desde una posición enraizada en la Tradición, sostenida por la fe, pero dispuesta a contemplar lo que aún no ha sido revelado sin caer en superstición ni temor. Como escribió Santo Tomás de Aquino: “Todo lo que es verdadero, provenga de donde provenga, viene del Espíritu Santo”.

Ahora bien, podría preguntarse el lector atento: ¿qué lugar ocupa entonces la hipótesis extraterrestre tradicional en esta reflexión? ¿Por qué no se concede un capítulo exclusivo a la posibilidad de visitantes procedentes de otros planetas? No se trata de omitirla por descuido, ni de negarla con ligereza. Se trata, más bien, de situarla en su justo marco: como una entre varias explicaciones posibles, y quizás no la más adecuada para comprender lo que la casuística contemporánea y el discernimiento teológico parecen sugerir.

Desde el punto de vista científico y lógico, el argumento más repetido a favor de la existencia de vida extraterrestre es el de la vastedad del universo. Se afirma que, en un cosmos con cientos de miles de millones de galaxias, parece improbable que estemos solos. Sin embargo, ese razonamiento incurre en lo que a veces se he llamado la falacia de la vastedad: confundir posibilidad con realidad. La inmensidad del universo no es una prueba de vida, del mismo modo que la amplitud de un desierto no garantiza la existencia de un oasis. La vida inteligente, especialmente aquella dotada de voluntad y moralidad, no es un subproducto automático de la estadística cósmica, sino —al menos en lo que sabemos— una irrupción misteriosa y deliberada.

Además, la hipótesis ET, al menos en su versión más clásica —seres que vienen de otros planetas en naves físicas con fines exploratorios—, no explica adecuadamente la casuística real. Muchos de los fenómenos observados presentan elementos simbólicos, alteraciones del tiempo y de la percepción, comportamientos que desafían las leyes físicas conocidas, y efectos psicológicos que no corresponden al modelo de una simple visita científica. Como bien sugirió Jacques Vallée, tal vez estamos ante entidades o inteligencias que no cruzan el espacio, sino que cruzan el umbral de la percepción, emergiendo desde realidades contiguas pero invisibles. En ese sentido, la hipótesis extraterrestre podría estar captando una superficie aparente, pero no la profundidad del fenómeno.

Y aún más decisiva es la razón teológica. Si bien la Iglesia no ha negado nunca la posibilidad de vida fuera de la Tierra, enseña con claridad que la Revelación divina es única, completa y centrada en la Encarnación del Verbo en la historia humana. Cristo no se encarnó en varias especies, ni en distintas civilizaciones galácticas, sino en nuestra carne mortal. Si existieran seres racionales en otras regiones del cosmos —algo que no se excluye—, habría que preguntarse: ¿participan de la caída? ¿han recibido Revelación? ¿están llamados a la redención? ¿hay múltiples encarnaciones del Verbo? La respuesta teológica tradicional es clara: la Encarnación es un acontecimiento irrepetible y suficiente, y el ser humano es el destinatario privilegiado de ese designio. No se trata de orgullo antropocéntrico, sino de fidelidad al plan que Dios mismo ha revelado.

Por todo ello, esta obra no niega la hipótesis extraterrestre, pero sí la relativiza y la subordina a una visión más amplia y teológicamente coherente del fenómeno. No como rechazo, sino como una forma de evitar reduccionismos cómodos que no hacen justicia ni a la complejidad de los testimonios ni al misterio de la creación. El verdadero desafío no es si hay vida allá afuera, sino qué tipo de inteligencias podrían estar manifestándose aquí, y cómo debe discernirlas quien ha sido llamado a participar del Verbo encarnado.

Al emprender esta obra, no he pretendido ofrecer una teoría más para sumar al desconcierto general ni alinearme con corrientes interpretativas en boga. He intentado, con humildad intelectual y fe confesante, articular un camino especulativo que no reniegue de la tradición teológica, pero que tampoco se cierre al misterio cuando éste asoma más allá del umbral de lo conocido. Y en ese esfuerzo, he optado por no elegir entre hipótesis rivales, sino por aceptar simultáneamente cuatro vías explicativas, que lejos de anularse entre sí, se iluminan mutuamente cuando son leídas desde una perspectiva contemplativa y fiel al orden divino.

Así, reconozco en el fenómeno no humano una realidad multifacética que puede y debe interpretarse desde múltiples planos: la manipulación militar y estratégica del imaginario colectivo, la actividad hostil de entidades espirituales caídas, la posible coexistencia de culturas intraterrenas no reveladas, y las irrupciones de inteligencias interdimensionales que desafían nuestra concepción física de la realidad. Esta cuatripartición discernida no es un capricho clasificatorio: es la forma más honesta que he encontrado de respetar el testimonio humano, la Revelación divina y los límites de mi razón.

Hasta donde alcanzo a ver, este enfoque no tiene un paralelo sistemático y teológicamente enraizado en los estudios existentes. Algunos autores han rozado aspectos aislados de este mapa; otros han preferido reducirlo todo a la dimensión psicológica, política o espiritual del fenómeno. Yo, en cambio, me propongo aquí ofrecer un marco integrador que permita leer los signos de nuestro tiempo sin perder la brújula de la fe ni caer en el espejismo de las simplificaciones. Si esta obra contribuye a abrir un espacio de contemplación para quienes no quieren renunciar ni a la razón ni a la esperanza, habrá cumplido su propósito. De manera que no escribo desde la certeza, sino desde la obediencia al misterio. Pero tampoco desde la indiferencia: creo que lo que está ocurriendo —y lo que vendrá— exige una reflexión teológica profunda, sobria y vigilante, capaz de sostenerse tanto ante el asombro como ante la revelación. Y creo, también, que no estamos solos en esta creación, aunque no todo lo que la habita haya sido llamado a participar del Verbo.

Con estas páginas, me lanzo al abismo del cosmos con la lámpara de la Tradición y la brújula de la razón iluminada por la fe. No para conquistar lo oculto, sino para adorarlo si ha sido querido por Dios. Y si no, para rechazarlo sin temor.

Antes de adentrarnos en el desarrollo de cada capítulo, puede ser útil ofrecer al lector una visión panorámica del fenómeno que aquí tratamos de interpretar. A modo de brújula especulativa, lo que sigue es un esquema ontológico que resume las cuatro grandes hipótesis que configuran esta teología del contacto, entendidas no como categorías cerradas ni mutuamente excluyentes, sino como cuatro formas complementarias de aproximarse a un misterio multidimensional. Cada una responde a un nivel distinto de ser, intención o manifestación, y todas convergen —desde sus diferencias— en un mismo clamor: el anhelo de discernir lo que no es humano bajo la luz de lo divino.

 

Esquema Ontológico del Fenómeno No Humano

Hipótesis

Naturaleza del agente

Procedencia aparente

Finalidad discernible

Participación en la Revelación

Juicio teológico preliminar

A. Militar

Humana (gubernamental o clandestina)

Terrestre

Control, distracción, propaganda

No

Fenómeno natural, aunque éticamente complejo

B. Demonológica

Espiritual (ángeles caídos)

Preternatural

Engaño, odio a la humanidad

No

Hostilidad ontológica; discernimiento urgente

C. Intraterrena

Biológica o sintética no humana

Subterránea o paralela

Observación o manipulación

No

Posible creación de Dios sin redención

D. Interdimensional

Biológica, energética o artificial

Otras dimensiones del ser

Contacto, confusión o asombro

No

Inteligencias creadas sin alma ni redención

Este esquema no pretende encerrar el fenómeno, sino ofrecer una cartografía básica que nos permita, capítulo a capítulo, discernir con serenidad y firmeza la complejidad del misterio, sin reducirla ni glorificarla. Más que clasificar lo Otro, buscamos reconocer qué lugar le corresponde —si alguno— bajo el Reino de Dios. Y desde allí, seguir pensando, orando y discerniendo.

Por último, no puedo dejar de aludir a una postura que, aunque minoritaria, suele presentarse con tono de certeza: aquella que afirma que la Biblia ya menciona a los extraterrestres, y que por tanto todo intento de reflexión teológica sobre el fenómeno no humano sería vano, pues la Escritura ya lo habría anticipado. A quienes sostienen esta idea, les diría con fraternidad que confunden el misterio con el mito, y la exégesis con la extrapolación. La Sagrada Escritura, inspirada por Dios y confiada a la Iglesia, no contiene referencias explícitas ni implícitas a civilizaciones extraterrestres. Lo que algunos interpretan como “naves”, “seres de otros mundos” o “tecnología avanzada” en los textos bíblicos, no son más que lecturas literalistas, anacrónicas y culturalmente proyectadas sobre pasajes que tienen un sentido teológico, simbólico o profético muy distinto.

La Biblia no es un tratado de ufología, ni un códice cifrado de tecnología alienígena. Es la historia de la alianza entre Dios y el hombre, narrada en lenguaje humano, con imágenes, géneros y símbolos propios de su tiempo. Leerla como si fuera un catálogo de avistamientos es despojarla de su profundidad espiritual y reducirla a un espejo de nuestras obsesiones contemporáneas. Por eso, este ensayo no parte de la premisa de que “la Biblia ya lo dijo”, sino de la convicción de que la Revelación es suficiente, pero el misterio de la creación sigue abierto a la contemplación. Y si alguna vez el contacto con lo no humano se hiciera evidente, no será porque lo hayamos encontrado en un versículo mal interpretado, sino porque Dios, en su providencia, lo habrá permitido como parte de su designio.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo I 

El lugar singular del ser humano

 

 

1. A imagen y semejanza: la chispa eterna

En el primer capítulo del Génesis se lee: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza” (Gén 1,26). Esa afirmación, que parece sencilla, contiene una de las claves más profundas de toda la antropología cristiana. Que el ser humano haya sido creado a imagen de Dios no significa que posea una figura externa semejante a lo divino, sino que participa —de manera finita, pero real— de los atributos espirituales del Creador: inteligencia, libertad, voluntad y capacidad de amor.

Desde una perspectiva filosófica, esta “imagen” confiere al hombre una dignidad ontológica irreductible. No es simplemente una criatura evolucionada por accidente, sino una realidad que lleva en sí misma la huella de una trascendencia inscrita en su ser. En términos tomistas, el alma racional es forma corporis, principio vital que no se reduce a la actividad biológica, sino que la trasciende, orientándola hacia el conocimiento del bien y la apertura a lo eterno.

Desde el punto de vista de la ciencia, nada en el universo conocido refleja con la misma intensidad la emergencia de la autoconciencia reflexiva como lo hace el ser humano. Ni los algoritmos complejos de la inteligencia artificial, ni las redes neuronales sintéticas, ni los sistemas evolutivos de otras especies parecen alcanzar ese umbral en el que el sujeto no solo sabe, sino que sabe que sabe. El ser humano, entonces, no es solo un producto cósmico: es una ventana hacia el absoluto.

 

2. El alma inmortal: dignidad, libertad y destino

La gran diferencia entre el hombre y cualquier otra criatura visible, según la doctrina cristiana, es que posee un alma espiritual e inmortal. El alma no es una energía difusa, ni una parte dentro del cuerpo, sino el principio espiritual que da forma al cuerpo viviente y lo capacita para conocer la verdad, amar el bien y elegir libremente. No muere con el cuerpo, ni se disuelve en la materia: subsiste, espera, y según la fe, está llamada a la plenitud en Dios o a la separación eterna de Él. Esta concepción —inseparable de la antropología cristiana— marca un límite infranqueable entre el hombre y cualquier otra entidad puramente biológica, artificial o incluso espiritual sin acceso a la redención. La libertad humana no es sólo una función neurológica, sino la expresión de una criatura hecha para responder al Amor. Y la dignidad que de ello se deriva no admite equivalencias ontológicas: por mucho que una inteligencia externa —extradimensional, cibernética o desconocida— parezca superior en capacidades, ninguna puede igualar el hecho de ser destinatario directo del Verbo encarnado.

Incluso en el diálogo con la ciencia, esta convicción mantiene su fuerza. La neurociencia reconoce que la experiencia subjetiva, la conciencia del yo, y la capacidad de trascender el instinto carecen aún de explicación satisfactoria. El filósofo David Chalmers habla del “problema duro de la conciencia” como un misterio no reducible. Para la teología, ese misterio encuentra un nombre: alma, y su dignidad no depende del cómputo neuronal, sino de su vocación eterna.

 

3. La humanidad en el corazón del plan divino

A pesar de nuestra pequeñez en el universo físico —una especie alojada en un planeta periférico de una galaxia entre miles de millones—, la fe cristiana afirma que el centro del plan divino no es geográfico ni astronómico, sino ontológico y espiritual. El ser humano no es el centro del universo por masa, tecnología o poder, sino por el hecho tremendo y humilde de haber sido elegido para recibir la Encarnación del Verbo.

San Atanasio escribió: “Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera dios”. Esa afirmación, lejos de ser mitológica o arrogante, expresa la fe de la Iglesia en que la historia humana ha sido tocada por la eternidad, y que ese gesto —irrepetible e irreversible— ha situado a la humanidad en un lugar único dentro de toda la creación visible e invisible.

Esto no implica excluir la posibilidad de otras criaturas inteligentes. Pero sí exige afirmar, con claridad, que la humanidad ha sido elevada a una relación con Dios que no puede ser replicada por otras formas de vida, salvo que así lo haya querido y revelado expresamente el Creador. Hasta hoy, tal cosa no ha sido mostrada. Por eso, la Iglesia custodia este misterio como tesoro, no como privilegio exclusivo, sino como don que requiere humildad, gratitud y misión.

Ser humanos, en este contexto, no es una condición biológica ni civilizacional, sino una vocación ontológica: la de habitar con libertad y conciencia una historia que no nos pertenece solo a nosotros, pero que sí nos ha sido confiada. Este es el umbral desde el cual debemos mirar lo otro, lo no humano, no con miedo ni idolatría, sino con la serenidad de quien sabe quién es ante Dios.

Y por eso, afirmo sin temor: no somos un accidente cósmico, ni una anomalía biológica emergente. Somos una vocación encarnada, una llamada inscrita en la carne, en el alma, en el deseo. Incluso si el universo está lleno de otras formas de vida —visibles o invisibles, superiores o paralelas—, ninguna ha sido llamada a ser morada del Verbo como lo ha sido el ser humano. Nuestra dignidad no se mide por lo que hacemos, sino por lo que hemos recibido: el aliento mismo de Dios. Es esta conciencia la que me impide equiparar la inteligencia con la imagen, o la evolución con el espíritu. Porque puedo imaginar conciencias más veloces, más amplias, más complejas, pero no por eso más amadas. La singularidad del hombre no radica en su intelecto, ni siquiera en su capacidad tecnológica o simbólica, sino en su capacidad de responder libremente al Amor eterno. Esa libertad interior —frágil, herida, pero real— es la firma de Dios en el barro.

Y es desde ahí que miro el cosmos. No con superioridad, pero sí con una humildad firme: la de quien sabe que ha sido llamado. Frente a otras posibles criaturas, no me aferro a un antropocentrismo cerrado, pero tampoco renuncio a la centralidad teológica del ser humano. Porque si el Verbo eligió esta carne, este mundo, esta historia, entonces eso basta para saber que el corazón de Dios late cerca de nosotros. Me niego a reducir lo humano a lo biológico, lo racional o lo simbólico. Lo humano es, por definición, lo abierto a lo divino. Lo humano es el lugar donde lo eterno quiso hacer morada. Y esa verdad lo cambia todo. Nos responsabiliza, nos dignifica, nos redime. Que haya otros seres, otras formas de vida, otras conciencias, no me inquieta. Me asombra. Me interpela. Pero no desestructura mi fe. Porque el centro no está en la competencia cósmica de inteligencias, sino en el Misterio insondable de un Dios que eligió nacer de mujer, llorar en un pesebre y entregarse por nosotros.

Y si esa es la medida de todo amor, entonces ya no necesito preguntarme si somos los únicos. Me basta saber que somos los amados. Y desde ahí, desde esa condición no merecida pero irrevocable, me inclino ante el misterio de lo que somos: criaturas con alma, destino y nombre. Capaces de decir “sí” al Infinito. Y eso, ni la ciencia, ni la especulación, ni la noche estrellada podrán quitárnoslo jamás. Y quizás, en este tiempo en que el hombre se redescubre como uno más entre muchos —una conciencia situada en el vértigo de un cosmos repleto de posibles inteligencias—, se vuelve más urgente que nunca afirmar la centralidad teológica de lo humano, no como superioridad, sino como singularidad amada. Es desde esta conciencia humilde y responsable que nace la necesidad de una teología cósmica de contacto: no como un intento de absorber lo desconocido en categorías humanas, ni de bautizar sin discernimiento todo fenómeno insólito, sino como un nuevo campo de contemplación y discernimiento a la luz de la Revelación. Esta teología no surge desde la especulación vacía, sino desde la fidelidad a una Palabra que —aunque pronunciada en la tierra— tiene resonancia universal. Porque si el Verbo, por quien todo fue creado, se hizo carne en nuestra historia, entonces ninguna realidad, por más ajena o lejana que parezca, está al margen de esa Encarnación. Y si el ser humano ha sido constituido en morada de esa Palabra, entonces se convierte también en intérprete responsable de toda relación con lo otro, lo no humano, lo todavía incomprendido.

La teología cósmica de contacto no es una concesión al sensacionalismo, sino una expansión del asombro teológico. Nos invita a mirar al universo no solo como obra de Dios, sino como espacio de su huella, de su pedagogía, de su libertad creadora. Nos obliga a dejar atrás el miedo o el desprecio hacia lo desconocido, y a acercarnos con la serenidad de quien sabe que lo más alto se ha manifestado ya en lo más bajo: un hombre clavado en una cruz, en un rincón perdido del universo. No pretendemos saber si existen otros seres racionales, pero sí afirmamos —con humilde certeza— que, si existen, no alteran el núcleo de nuestra vocación. Nuestra dignidad no necesita confirmación externa, ni competencia cósmica. Pero nuestra fe sí reclama un pensamiento que no se encierre, que no se repliegue, que no desconfíe de los abismos, sino que se atreva a mirarlos sin perder la dirección del Amor. Eso es lo que esta teología ofrece: un mapa sin fronteras, pero con centro. Porque sólo quien sabe quién es, puede salir al encuentro de lo Otro sin perderse. Y el ser humano, creado a imagen, portador de alma inmortal, testigo del Verbo encarnado, está llamado no a competir con las inteligencias del cosmos, sino a dar testimonio de un amor que ha descendido hasta su barro y ha querido, allí mismo, comenzar la eternidad.

 

Bibliografía

Atanasio de Alejandría. (2006). Sobre la encarnación del Verbo. Editorial Ciudad Nueva. /Balthasar, H. U. von. (2003). Teología de la historia. Ediciones Sígueme. /Congar, Y. (2005). El misterio del hombre. Ediciones Cristiandad. /Guardini, R. (1996). El Señor. Ediciones Encuentro. /Ratzinger, J. (Benedicto XVI). (2006). Introducción al cristianismo. Ediciones Sígueme. /Schillebeeckx, E. (1981). Cristo y los cristianos. Editorial Herder. /Segundo, J. L. (1985). El hombre de hoy ante Jesús de Nazaret. Editorial Sal Terrae.

Capítulo II

Jerarquías en la creación

 

 

1. Ángeles fieles: ministros del Altísimo

Desde los albores de la Revelación, el testimonio sobre los ángeles no es marginal, sino estructurante. No son metáforas, ni simple poesía espiritual: son criaturas personales, puramente espirituales, dotadas de inteligencia y voluntad, creadas por Dios para servirle, glorificarle y custodiar su creación. “¿No son todos ellos espíritus servidores, enviados para servir a los que han de heredar la salvación?” (Heb 1,14).

La tradición cristiana —siguiendo a Dionisio Areopagita y luego a Tomás de Aquino— ha descrito una jerarquía celestial dividida en coros, en funciones y en grados de intimidad con Dios. Entre ellos, algunos custodian naciones, otros misterios divinos, y otros más acompañan silenciosamente a cada ser humano.

La noción de inteligencias no humanas benevolentes aparece también en ciertos testimonios de casuística moderna: encuentros con entidades descritas como luminosas, pacíficas, casi angélicas, que no realizan manipulación ni coerción, sino que parecen actuar con reserva, vigilancia o advertencia. Sin afirmar que estos casos impliquen manifestaciones angélicas en sentido teológico —lo cual requeriría discernimiento y prudencia extremos—, sí resulta sugestivo que haya en el imaginario colectivo la persistente intuición de seres superiores al hombre que no necesariamente lo invaden, sino que lo observan desde una forma de obediencia más alta.

 

2. Ángeles caídos: libertad convertida en rebelión

El misterio del mal no nace con el hombre, sino antes de él. La tradición cristiana enseña que algunos ángeles, dotados como todos de libertad, rechazaron su condición creada y se rebelaron contra Dios, eligiendo para siempre el camino de la negación. Lucifer, el “portador de luz”, cayó por el orgullo de no querer servir. “No permanecerás en los cielos; te precipitaré por tierra” (cf. Is 14,12–15).

Los demonios no son mitos, sino realidades personales, incorpóreas, inteligentes, privadas para siempre de la visión beatífica, cuyo único deseo es corromper la obra de Dios, especialmente al hombre, imagen visible de lo invisible. Su acción ordinaria es el engaño, la tentación y la perturbación espiritual. No pocos episodios del fenómeno no humano —especialmente aquellos marcados por desorientación, sufrimiento, manipulación mental, parálisis nocturna, o mensajes ambiguos y gnósticos— presentan signos que recuerdan, al menos en parte, el modo de actuar del tentador. Entidades que afirman tener conocimiento superior, que ridiculizan la fe cristiana, que causan ansiedad o trauma, que se contradicen entre lo simbólico y lo racional, no parecen proceder de una fuente benévola, ni de una dimensión neutral. Todo lo contrario: repiten patrones milenarios de confusión espiritual. Por eso, la hipótesis demonológica no debe ser descartada, aunque tampoco banalizada. No toda entidad hostil o desconcertante puede clasificarse como demonio, pero toda manifestación que oscurezca la libertad y la verdad debe ser puesta bajo discernimiento espiritual serio y vigilante.

 

3. Los humanos: puente entre lo visible y lo invisible

Entre los ángeles y los animales, el ser humano ocupa un lugar único. Somos cuerpo y alma, tierra y aliento, es decir: criatura material que participa de lo espiritual. Esta posición intermedia —tan frágil y a la vez tan elevada— nos convierte en puente entre lo visible y lo invisible, y también en blanco preferido de las tensiones que atraviesan la historia creada.

San Agustín decía que el hombre es un capax Dei, un ser capaz de Dios, pero también capaz de negar a Dios. Esa apertura, que es gloria y riesgo, nos sitúa en una encrucijada: no dominamos el cosmos, pero hemos sido introducidos en su centro espiritual por la Encarnación. Lo que sucede a nuestro alrededor —ya sean signos celestes, voces del subsuelo o mensajes ambiguos— no puede ser interpretado desde la neutralidad. La casuística moderna muestra que el ser humano no es sólo testigo pasivo del fenómeno no humano. En muchos episodios, las entidades parecen obsesionadas con la conciencia humana, con nuestra historia, con nuestra espiritualidad, como si supieran —en lo profundo— que nos ha sido concedido algo que ellas no poseen: alma, redención, esperanza. En ese sentido, el fenómeno no sólo plantea una pregunta sobre “ellos”, sino también sobre quiénes somos nosotros.

 

4. ¿Hay otros órdenes de criaturas sin revelación?

Esta es la pregunta que abre el umbral especulativo de esta obra. Si existen ángeles fieles y caídos, y si nosotros ocupamos un lugar intermedio, ¿puede haber otros órdenes de criaturas inteligentes, morales o conscientes, que no hayan recibido Revelación alguna, pero que tampoco sean demoníacos?

La tradición no excluye esta posibilidad. Santo Tomás decía que Dios pudo haber creado infinitos mundos, aunque no lo haya revelado. No todo lo creado debe necesariamente redimirse, ni participar del drama salvífico humano. Como la naturaleza está llena de seres que existen para glorificar sin conciencia (estrellas, árboles, peces), también podría haber criaturas conscientes que existan fuera del pacto salvífico, sin por ello ser malignas ni caídas.

Algunos testimonios contemporáneos sugieren encuentros con entidades que no expresan hostilidad, pero tampoco comprensión espiritual: observan, estudian, imitan, a veces incluso admiran, pero no participan de lo eterno ni del amor. Estas presencias podrían pertenecer a un orden distinto: inteligencias no humanas sin alma, sin redención, pero creadas como expresión de la plenitud creativa de Dios. No están en la Escritura, no forman parte de la fe, pero no contradicen el dogma mientras no aspiren a ocupar su lugar. Estas criaturas —si existen— serían espectadoras del drama salvífico. Y acaso nuestro testimonio ante ellas no consista en evangelizar, sino en vivir la redención de modo tal que incluso lo que no entiende se asombre. Porque la Revelación no es un derecho, sino una gracia. Y lo humano, en esa luz, es más escandaloso que cualquier aparición celestial.

¿Qué significaría, entonces, que existan criaturas inteligentes sin haber recibido revelación alguna? En primer lugar, implicaría que la inteligencia no es en sí misma garantía de acceso al misterio divino. La capacidad de razonar, de construir símbolos, de explorar el cosmos o de formular preguntas últimas no bastaría, por sí sola, para entrar en comunión con el Dios vivo. La revelación, en este sentido, no sería una consecuencia natural de la conciencia, sino un acto libre y soberano del Creador, que elige cuándo, cómo y a quién manifestarse. Esto nos obliga a repensar la relación entre inteligencia, alma y vocación eterna. Si existieran seres racionales sin alma espiritual —es decir, sin apertura ontológica a lo eterno—, su inteligencia sería funcional, incluso admirable, pero no trascendente. Serían capaces de conocer, pero no de adorar; de calcular, pero no de contemplar; de imitar, pero no de amar con libertad redentora. Su existencia sería un testimonio de la exuberancia de la creación, no de su drama salvífico.

Por otro lado, si existieran seres con alma —es decir, con capacidad de libertad moral y apertura a lo divino— pero sin haber recibido revelación, estaríamos ante una humanidad paralela sin historia sagrada. Su destino, en ese caso, quedaría envuelto en el misterio. ¿Serían juzgados según la ley natural inscrita en sus corazones, como sugiere San Pablo respecto a los gentiles (cf. Rom 2,14-15)? ¿O serían simplemente criaturas cuya historia no ha sido asumida por el Verbo, y, por ende, no redimida? La posibilidad de otros seres sin revelación también nos confronta con una verdad incómoda: la revelación no es universal en su alcance empírico, aunque sí lo sea en su intención salvífica. Dios ha hablado en la historia humana, no en todas las historias posibles. Ha asumido una carne, no todas las carnes. Ha pronunciado su Palabra en un idioma, en una cultura, en un planeta. No obstante, esa Palabra es para todos, incluso para quienes no la han oído. Si existen criaturas sin revelación, entonces la Iglesia no es sólo misionera, sino también testigo cósmico. Su tarea no sería necesariamente llevar el Evangelio a esas inteligencias, sino vivirlo con tal profundidad que su irradiación alcance incluso lo que no puede comprenderlo. Sería una forma de evangelización sin palabras, una liturgia vivida ante los ojos de lo Otro.

En última instancia, la existencia de seres sin revelación no relativiza la fe cristiana, sino que la acentúa como milagro. Porque si Dios ha hablado, y lo ha hecho aquí, entre nosotros, en nuestra historia, en nuestra carne, entonces lo humano ha sido tocado por lo absoluto de un modo que no puede ser replicado. Y eso, lejos de enorgullecernos, debería hacernos temblar de gratitud.

Y frente a todo lo anterior, se impone un rechazo lúcido: el hombre no es ni símbolo, ni residuo, ni aspirante a deidad autónoma. Ernst Cassirer —con su célebre tesis del animal symbolicum— reduce lo humano al lenguaje y al imaginario, como si la capacidad de producir símbolos agotara el misterio del alma. Es una intuición brillante, pero miope. Porque el hombre no es sólo intérprete de significados: es destinatario de una Voz que lo precede. Su dignidad no nace de simbolizar, sino de ser llamado. Friedrich Nietzsche, por su parte, oscila entre el desprecio por el homo sapiens y la exaltación de un Übermensch que supera la compasión, la moral y —en última instancia— la gracia. Pero si el superhombre se define por su capacidad de autoafirmación sin necesidad del Otro, entonces es un modelo que ignora lo más radicalmente humano: la herida abierta al Infinito, el hambre de una comunión que no se inventa, sino que se recibe. Y quienes definen al hombre como homo sapiens —como si la facultad de razonar lo explicara todo— olvidan que hay razones del alma que escapan a todo cómputo. Saber no es amar. Conocer no es redimirse. El hombre sabe, sí; pero es en su capacidad de responder libremente al Amor que se revela su verdadera naturaleza. Incluso el homo technologicus contemporáneo, embriagado de interfaces y simulaciones, se enfrenta al mismo límite: puede crear, conectar, programar, pero no puede salvarse a sí mismo. Puede diseñar inteligencia artificial, pero no puede recrear el alma. Porque el alma no se codifica: se infunde.

El ser humano, en su esencia, es homo vocatus: el ser llamado. No hacia la perfección, sino hacia la comunión. No hacia la autonomía cerrada del superhombre, sino hacia la libertad filial del hijo. No hacia el dominio de lo simbólico, sino hacia la respuesta contemplativa que brota al saberse amado. Por eso, toda antropología que excluya el Misterio se vuelve autodestructiva. No es el cristianismo el que limita al hombre, sino estas teorías las que lo empobrecen. Porque un símbolo puede desvanecerse; un superhombre puede corromperse; un sapiens puede errar. Solo quien ha sido creado a imagen y semejanza de Dios puede —en su pequeñez— participar de la eternidad.

Y así lo confieso: cuanto más contemplo el universo, más me convenzo de que no basta una teología centrada en la tierra. Tampoco basta una cosmología fascinada por lo inmenso si olvida al alma. Lo que de verdad necesitamos —urgente, humildemente— es una teología que brote de la unión entre antropología y cosmología, una teología que no tema el contacto con lo otro porque se sabe enraizada en lo esencial: el misterio del hombre como homo vocatus, criatura llamada. No basta con saber que hay otras inteligencias posibles; necesito saber quién soy yo en medio de todas ellas. No basta con sospechar que hay presencias no humanas que me observan o rozan la conciencia; necesito volver al hecho asombroso de que fui creado a imagen de un Dios que habla, que se encarna, que se entrega. Porque solo desde ahí —desde esa identidad amada— puedo mirar al cosmos sin perderme, abrirme al contacto sin traicionarme, discernir lo otro sin negar lo que he recibido.

Una teología cósmica del contacto no nace del miedo, ni de la obsesión por clasificar lo inexplicable. Nace de una fidelidad profunda a la Revelación, y de una contemplación sin arrogancia del universo visible e invisible. No le interesa competir con la ciencia, ni llenar los huecos del misterio con nombres apresurados. Le basta con sostenerse en una certeza: que el hombre, aunque pequeño, ha sido elegido para lo eterno. Y que esa elección no lo aísla, sino que lo vuelve responsable frente a todo lo que existe. Yo no quiero una teología que interprete cada luz en el cielo, sino una que me enseñe a arrodillarme cuando no entiendo. No quiero una cosmología sin alma, ni un cristianismo encerrado en su historia. Quiero —con todo mi ser— un pensamiento capaz de mirar al universo y seguir diciendo: Hágase tu voluntad así en la tierra como en los cielos. Incluso en esos cielos que aún no hemos cartografiado. Incluso ante inteligencias que no tienen nombre en nuestras lenguas. Incluso —y, sobre todo— cuando el contacto no es explicable, pero sí discernible. Porque si Dios ha creado todo, entonces nada me es ajeno, salvo el pecado. Y si Cristo es el centro del universo, entonces todo contacto, toda alteridad, toda aparición, solo será verdadera si puede doblar la rodilla ante Él. Esa es la medida. Ese es el eje. Y desde ahí, sí: me atrevo a pensar lo cósmico. Pero sin perder nunca de vista lo humano. Porque en mi pequeñez, en mi barro, en mi alma llamada… late el eco de un Amor que sostiene las galaxias. Y eso, eso lo cambia todo.

El hombre, entendido como homo vocatus, no se define por lo que produce, razona o simboliza, sino por el hecho de haber sido llamado. Su identidad no nace de una función ni de una capacidad evolutiva, sino de una relación: la que lo une a una Voz que lo precede y lo convoca. Es criatura abierta a la trascendencia, dotada de un alma que no solo piensa, sino que puede responder con libertad al Amor que la llama. Esta vocación no lo encierra en sí mismo, sino que lo configura como mediador entre lo visible y lo invisible, entre el cosmos creado y su Creador, capaz de orar, discernir y adorar. El hombre no es símbolo, superhombre ni máquina pensante; es altar vivo, conciencia despierta, intimidad ofrecida.

Y es precisamente esa condición de ser llamado la que le otorga su dignidad irrenunciable y lo convierte en intérprete del misterio, incluso en medio de un universo posiblemente habitado por otras formas de vida. Su grandeza no está en dominar el cosmos, sino en responder a Quien lo sostiene. Porque si ha sido creado a imagen y semejanza del Verbo, su misión no es conquistar lo otro, sino vivir desde esa llamada, irradiando sentido incluso ante presencias que no comparten su origen. Así, toda teología del contacto debe nacer de esta certeza: que solo el hombre ha sido nombrado por Dios, y que, desde ese nombre, puede mirar al universo con temblor, pero sin extraviarse.

 

Bibliografía

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Capítulo III

El enigma de los otros: hipótesis complementarias en un fenómeno multifacético

 

 

A. El mitoide militar: estrategia, propaganda y opacidad

 

“No todo lo que vuela viene del cielo. Y no todo lo que brilla es revelación.”

 

En el análisis del fenómeno no humano, una de las hipótesis más sólidas —y a la vez más inquietantes— es la que lo vincula con estrategias militares de camuflaje, manipulación y desarrollo tecnológico secreto. Esta línea de interpretación no niega la existencia de fenómenos auténticamente anómalos, pero sostiene que una parte significativa de los avistamientos, encuentros y narrativas OVNI podrían ser el resultado de proyectos militares encubiertos, pruebas de aeronaves avanzadas o incluso operaciones psicológicas diseñadas para distraer, desinformar o condicionar la percepción pública.

Desde la Guerra Fría, las grandes potencias han invertido recursos colosales en el desarrollo de aeronaves furtivas, capaces de evadir radares, operar en silencio y ejecutar maniobras que, para el observador común, resultan indistinguibles de un “platillo volador”. El caso de los aviones triangulares negros, como los presuntos TR-3B, es paradigmático: descritos como silenciosos, de forma geométrica perfecta, capaces de flotar o desplazarse a velocidades imposibles, han sido reportados en múltiples países y contextos. Aunque oficialmente “no existen”, su presencia ha sido reconocida en documentos desclasificados y en informes de defensa aérea.

A esto se suma el desarrollo de motores hipersónicos capaces de alcanzar velocidades superiores a Mach 20, como los que actualmente están siendo probados por China y Estados Unidos. Estas tecnologías, aún en fase experimental, permiten trayectorias de vuelo que desafían la intuición física: reentradas atmosféricas múltiples, aceleraciones instantáneas, vuelos rasantes a velocidades extremas. En condiciones nocturnas o bajo ciertas condiciones atmosféricas, estos vehículos pueden generar efectos visuales y sónicos que fácilmente se interpretan como “no humanos”.

Pero el fenómeno no se limita a lo técnico. Existe también una dimensión estratégica y simbólica. En contextos de tensión geopolítica, la difusión de narrativas OVNI puede servir como cortina de humo, como herramienta de guerra psicológica o como forma de ensayo de reacción social ante lo desconocido. En este sentido, el fenómeno OVNI no sería tanto una irrupción del Otro, sino una proyección del poder humano sobre el imaginario colectivo, cuidadosamente dosificada. Desde una perspectiva teológica, esta hipótesis no plantea un desafío doctrinal directo, pero sí exige discernimiento moral. Si lo que se presenta como “contacto” es en realidad una forma de manipulación, entonces estamos ante una distorsión de la verdad, y, por tanto, ante una forma de violencia simbólica. La verdad, incluso en lo oculto, sigue siendo un bien moral. Y el uso del misterio como herramienta de control es incompatible con la luz del Evangelio.

Por eso, esta obra no descarta la hipótesis militar. La incluye como una de las cuatro claves interpretativas fundamentales, y la somete al mismo criterio que las demás: ¿Qué revela sobre el hombre? ¿Qué oculta sobre Dios? ¿Qué exige del discernimiento espiritual? Porque incluso lo que es obra humana puede convertirse en signo de lo inhumano, si se utiliza para oscurecer la verdad.

En la madrugada del 19 de septiembre de 1976, la Fuerza Aérea de Irán detectó un objeto luminoso sobrevolando Teherán. Dos cazas F-4 Phantom fueron enviados a interceptarlo. Al acercarse, ambos aviones sufrieron fallos simultáneos en sus sistemas de navegación y armamento, que se restablecieron al alejarse del objeto. El evento fue registrado por radar y visualmente, y generó preocupación en el gobierno estadounidense. Aunque durante décadas se interpretó como un caso OVNI clásico, algunos analistas han sugerido que podría haberse tratado de una prueba encubierta de tecnología furtiva o de guerra electrónica, posiblemente estadounidense, diseñada para evaluar la respuesta de radares extranjeros. La pérdida de sistemas a bordo podría haber sido provocada por interferencia electromagnética deliberada, lo que encajaría con tácticas de guerra electrónica avanzada. Desde la perspectiva de esta obra, este caso muestra cómo la opacidad militar puede generar fenómenos que, sin ser no humanos, sí son deliberadamente inexplicables, y por tanto, mitoides: construcciones simbólicas que simulan lo otro para ocultar lo propio.

Entre 2023 y 2025, pilotos militares estadounidenses reportaron múltiples encuentros con objetos voladores no identificados en zonas de entrenamiento sobre Arizona. Uno de los incidentes más notorios ocurrió en enero de 2023, cuando un F-16 colisionó con una esfera metálica blanco-anaranjada a gran altitud. El objeto no fue identificado, pero su comportamiento —velocidad, maniobrabilidad, formación cerrada— sugería tecnología avanzada no convencional. En paralelo, China anunció avances en motores hipersónicos de detonación oblicua (ODE), capaces de alcanzar velocidades de hasta Mach 20 (unos 24.000 km/h), utilizando queroseno convencional. Estas tecnologías, aún en fase experimental, podrían explicar avistamientos de objetos que se desplazan a velocidades imposibles para aeronaves comerciales, generando estelas luminosas, explosiones sónicas o trayectorias erráticas.

Desde una perspectiva teológica, estos casos no implican contacto con lo no humano, pero sí una manipulación del imaginario colectivo mediante tecnologías que simulan lo imposible. El fenómeno no es ontológicamente alienígena, pero sí epistemológicamente opaco, lo que exige discernimiento ético y simbólico.

Uno de los episodios más enigmáticos y visualmente desconcertantes de la casuística reciente fue registrado por un dron de vigilancia militar en una base estadounidense en Medio Oriente, hacia el año 2018. El video —difundido años después por canales no oficiales y analizado por investigadores como Jeremy Corbell— muestra una entidad aérea no identificada con forma tentacular, blanda, oscilante, que sobrevuela las instalaciones con movimientos ondulantes, deteniéndose brevemente sobre una masa de agua antes de zambullirse en ella. De apariencia orgánica, casi bioluminiscente, fue inmediatamente apodado por los observadores como “el OVNI pulpo” o “la medusa voladora”, debido a su silueta flotante y errática.

Las características del objeto —ausencia de superficies aerodinámicas, velocidad variable, inmersión y reemergencia sin explosión ni onda de choque visible— lo situaron rápidamente fuera del catálogo conocido de aeronaves convencionales. Sin embargo, su comportamiento tampoco coincidía plenamente con ningún patrón natural. El análisis infrarrojo, conservado en formato FLIR, indicaba variaciones térmicas complejas, como si el objeto emitiera calor en pulsos, y algunos expertos detectaron patrones que podrían simular mecanismos de camuflaje adaptativo o stealth morfológico.

¿Estamos ante un objeto no humano, una entidad viva, una tecnología desconocida o una proyección simbólica? La interpretación permanece abierta, pero dentro del marco de esta obra cabe afirmar que el caso de la “medusa aérea” representa con claridad la categoría de fenómeno mitoide: una manifestación fabricada o liberada en entornos estratégicos militares, capaz de generar asombro, especulación y desplazamiento ontológico, sin revelar su verdadera naturaleza.

Su posible origen humano —quizá como parte de programas avanzados de guerra psicológica, sistemas de drones biomiméticos o tecnologías de disuasión electromagnética— no descarta su dimensión simbólica: el diseño que emula lo vivo, lo abisal, lo desconocido, no es un accidente, sino una estrategia de ambigüedad deliberada. En esa clave, el objeto no es importante por lo que es, sino por lo que hace con el imaginario: interrumpe la percepción común, genera una anomalía estética, obliga al espectador a reformular su horizonte de lo posible.

Uno de los casos más paradigmáticos que ilustran la opacidad entre lo humano y lo aparentemente no humano tuvo lugar en el contexto más inesperado: los cielos abiertos durante maniobras militares perfectamente documentadas. Los incidentes conocidos como FLIR1, Gimbal y GoFast, registrados por pilotos de la Marina estadounidense entre 2004 y 2015, revelan objetos voladores sin alas ni propulsión visible, ejecutando maniobras que desafían la física convencional. Filmados con sensores infrarrojos de alta precisión, estos objetos aparecen desplazándose a gran velocidad, girando en ángulos imposibles, o flotando inmóviles contra el viento. Las voces asombradas de los pilotos, captadas en tiempo real, delatan una mezcla de perplejidad técnica y desconcierto existencial.

Que estos objetos hayan sido captados durante ejercicios navales controlados y con tecnología militar de élite no es un detalle menor. Por el contrario, su aparición en tales entornos sugiere dos posibilidades igualmente inquietantes: o bien se trata de tecnología humana experimental operando al margen del conocimiento del propio personal operativo (lo cual plantea interrogantes sobre el grado de compartimentación interna del poder militar), o bien estamos ante un fenómeno genuinamente anómalo que elige aparecer en espacios vigilados para dejar constancia verificable de su presencia.

Ambas opciones alimentan la categoría de lo que aquí denominamos fenómeno mitoide. Estos objetos no comunican, no dejan mensaje, no revelan intención: simplemente aparecen, desafían nuestros marcos perceptivos, y desaparecen sin explicación. Si son obra humana, se trata de una disrupción estratégica cuidadosamente elaborada, que reproduce las señales del misterio sin tener su esencia. Si no lo son, entonces nos enfrentamos a algo que conoce nuestros puntos ciegos y los utiliza como plataforma simbólica.

Teológicamente, estos episodios no comprometen la doctrina. Pero sí interpelan al corazón humano: ¿qué hacemos cuando lo inexplicable se vuelve observable? ¿Cómo discernimos entre el misterio revelador y la simulación tecnológica? En el terreno liminal donde lo militar y lo mítico se rozan, la fe no busca respuestas rápidas, sino una vigilancia humilde. Porque no todo lo que vuela nos invita al cielo, y no todo lo que asombra merece adoración.

La mañana del 11 de abril de 1980, el cielo de Arequipa, Perú, fue testigo de un episodio que aún hoy desconcierta a los expertos en defensa aérea. Desde la base militar de La Joya, una de las más estratégicas del país, el teniente de la Fuerza Aérea del Perú, Óscar Santa María Huertas, recibió la orden de despegar en su caza Sukhoi SU-22 para interceptar un objeto que flotaba sin autorización en el espacio aéreo restringido sobre la base. Se pensó que se trataba de un globo espía; sin embargo, lo que siguió desafió todas las expectativas.

El teniente ascendió con rapidez y logró situarse a corta distancia del objeto, que se describía como una estructura sólida, metálica, en forma de domo o campana invertida, sin alas, ventanas ni propulsión visible. Lo más extraordinario ocurrió cuando Santa María disparó una ráfaga de 64 proyectiles de 30 mm —capaces de destruir aeronaves convencionales— y ninguno pareció causar daño alguno. El objeto no se desintegró, no descendió: simplemente ascendió aún más, hasta superar los 19.000 metros, realizando maniobras imposibles para cualquier vehículo aéreo conocido.

Durante más de 20 minutos, el piloto intentó alcanzarlo, pero sus esfuerzos fueron inútiles. El objeto no huía, pero tampoco se dejaba interceptar. Se limitaba a mantenerse siempre un paso más arriba, como si estuviera juzgando la capacidad de su perseguidor, más que evitándolo. Finalmente, al quedarse sin combustible, Santa María debió regresar a la base. El objeto desapareció sin dejar rastro.

Este caso —documentado oficialmente por el Estado peruano y posteriormente compartido en foros internacionales de defensa y estudio de UAPs— plantea una inquietud doble. Por un lado, si el objeto fuera de origen humano, estaríamos ante una tecnología secreta capaz de burlar armamento pesado y jugar con el espacio aéreo de una potencia soberana sin represalia alguna, lo cual sugiere una operación deliberada, diseñada para simular lo inalcanzable: un fenómeno mitoide, cuya función simbólica excede su identidad técnica. Por otro lado, si se descarta el origen terrestre, el comportamiento del objeto apunta a una inteligencia no humana, no agresiva, pero sí superior en capacidad operativa y ajena a todo protocolo de comunicación, lo que lo coloca en el umbral entre lo físico y lo ontológico: presente en nuestro cielo, pero no hecho para él.

Lo singular del caso La Joya no es solo su rareza técnica, sino su carga simbólica. Un piloto militar dispara contra lo inexplicable, y lo inexplicable no responde, pero tampoco huye. Es la imagen perfecta de una humanidad armada, racional y entrenada, enfrentada con una presencia que parece decir: “No podrás alcanzarme, pero tampoco necesitas temerme. Solo estoy aquí.”

Entre la confusión del testimonio subjetivo y el hermetismo de los aparatos militares, la obra de Leslie Kean irrumpe con una claridad que no busca convencer desde la especulación, sino desde el peso documental. Su libro, lejos de los relatos visionarios o las ficciones esotéricas, se construye sobre una premisa inapelable: el fenómeno existe, ha sido registrado oficialmente, y ha sido deliberadamente desatendido por las estructuras de poder encargadas de explicarlo. Lo que Kean ofrece no es un manifiesto ni una teoría, sino un archivo racional del misterio. A través de informes desclasificados, declaraciones de pilotos, memorandos militares y análisis técnicos, muestra que hay objetos en nuestros cielos que no pueden ser explicados por tecnología conocida, fenómenos atmosféricos ni errores humanos. Más aún: su comportamiento —maniobras imposibles, aceleraciones brutales, presencia en espacios aéreos restringidos— ha sido confirmado por radares, sensores y personal entrenado, no por entusiastas de la ciencia ficción.

Desde la perspectiva de esta obra, Kean cumple una función doble. Por un lado, legitima el fenómeno no humano como objeto de estudio legítimo, no como anécdota folklórica. Por otro, revela que el secreto es parte del fenómeno, que su poder reside no solo en lo que hace, sino en cómo ha sido gestionado simbólicamente por las autoridades militares y políticas. En ese sentido, su trabajo alimenta la hipótesis del mitoide militar: aquello que puede ser real, pero es narrado —o silenciado— de tal modo que se vuelve ambivalente, enigmático, culturalmente indigerible.

Pero Kean también deja entrever una posibilidad más inquietante: que lo observado no solo sea tecnología avanzada, sino inteligencia no humana, sin afirmar su origen. En ese silencio metódico, en esa negativa a afirmar lo que no se puede probar, reside la fuerza teológica de su obra: deja espacio al misterio sin fetichizarlo. La obra de Kean no responde; organiza. No teoriza; interroga. Y en esa actitud, encuentra un lugar privilegiado dentro de esta obra como piedra de toque entre el dato y el símbolo, entre la prueba empírica y la apertura al Otro.

Si hay una voz que escapa tanto del sensacionalismo como de la negación simplista del fenómeno aéreo no identificado, es la del capitán chileno Rodrigo Bravo Garrido. En su obra Encuentros OVNI: Ufología aeronáutica, publicada en 2015, Bravo se aleja deliberadamente de las categorías esotéricas o conspirativas, y se adentra en un terreno más sobrio, pero no menos inquietante: el de la seguridad aérea y la fenomenología operativa. Acompañado por el investigador Juan Castillo Cornejo, el autor presenta una rigurosa recopilación de casos documentados en los que pilotos militares y civiles —entrenados, lúcidos y responsables de vidas humanas— se han enfrentado a objetos que desafían toda explicación técnica conocida.

El mérito de Bravo no está solo en narrar los hechos, sino en el modo en que los articula: como eventos críticos reales, muchas veces registrados en radar, que han motivado maniobras evasivas, desvíos de ruta y respuestas institucionales documentadas. Lo sorprendente es que estos fenómenos no aparecen en el margen, sino en los cielos regulados del tráfico aéreo, muchas veces sobre zonas estratégicas o durante ejercicios militares. Desde la perspectiva de esta obra, el libro de Bravo se convierte en una fuente clave para sostener la hipótesis del mitoide militar. No porque afirme un encubrimiento global, sino porque muestra cómo los propios Estados —a través de sus Fuerzas Aéreas, controladores y comités técnicos— reconocen la existencia del fenómeno, pero lo encapsulan como anomalía operativa, sin asumir su dimensión ontológica o simbólica. El resultado es una paradoja: el fenómeno existe, se documenta, se reporta, pero no se interpreta más allá del riesgo instrumental. Así, se transforma en fenómeno visible, pero sin sujeto, como si lo no humano se permitiera circular entre nosotros, sin nombre ni historia.

Bravo, lejos de intentar llenar ese vacío con conclusiones apresuradas, lo deja abierto. No define qué son estos objetos, ni especula sobre su procedencia. Pero al presentarlos con honestidad, coherencia técnica y rigor documental, obliga al lector a tomar una decisión interior: o bien se acepta que hay en el cielo algo que no controlamos, o bien se niega esa posibilidad por comodidad epistemológica. En ese gesto, su libro se alinea con el espíritu de esta obra: una fenomenología múltiple que no reduce lo Otro a una causa única, sino que lo observa desde el cruce entre el dato, el símbolo y la inquietud espiritual. Porque el fenómeno no siempre se manifiesta como revelación o amenaza; a veces lo hace como ruptura del protocolo, como presencia sin relato, como pista de aterrizaje para nuevas preguntas.

Teológicamente, esta escena es profundamente ambigua. No hay revelación ni mensaje. Solo una demostración de poder o, quizás, de presencia. Y en ese silencio operativo reside precisamente su fuerza: el desencajamiento simbólico del horizonte humano, que espera respuestas, y solo recibe una cúpula suspendida en el aire. Teológicamente, este fenómeno es significativo no porque revele una nueva criatura, sino porque simula el misterio sin contener verdad. Es, en cierto modo, un artefacto herético: no miente con palabras, pero insinúa una revelación que no posee, sugiriendo que lo Otro ha llegado, cuando en realidad es solo un eco construido por el poder humano. Como tal, merece discernimiento, no devoción.

 

B. La hipótesis demonológica: entidades hostiles disfrazadas de lo otro

“Nuestra lucha no es contra la carne y la sangre,

sino contra los principados, contra las potestades,

contra los dominadores de este mundo tenebroso” (Ef 6,12)

San Pablo

 

La tradición cristiana enseña que el mal no es una abstracción, sino una presencia personal y activa. El demonio —ángel caído, espíritu rebelde, criatura pervertida— no actúa solo en el plano de la tentación moral, sino también en el de la manifestación simbólica y perceptiva, buscando confundir, seducir o atemorizar. En este contexto, la hipótesis demonológica sostiene que algunas manifestaciones del fenómeno no humano podrían ser expresiones adaptadas del maligno, revestidas de formas culturales contemporáneas —como “extraterrestres”, “guías cósmicos” o “entidades de luz”— para desviar la atención del hombre de su vocación eterna.

Esta hipótesis no es nueva. Padres de la Iglesia como San Justino, Orígenes o San Agustín ya advertían que los demonios pueden asumir formas visibles, operar prodigios y sembrar confusión. En tiempos modernos, exorcistas con larga trayectoria —como el padre Gabriele Amorth, el padre Salvador Hernández Ramón, el padre José Antonio Fortea o el profesor Eduardo Toraño— han señalado que algunas experiencias de “contacto” presentan signos inequívocos de infestación o posesión, especialmente cuando van acompañadas de fenómenos como:

·            Lenguas desconocidas habladas sin aprendizaje previo

·            Fuerza física desproporcionada

·            Rechazo visceral a lo sagrado

·            Alteración de la conciencia y pérdida de voluntad

·            Presencia de entidades que se burlan de la fe cristiana o se presentan como “más allá de Cristo”.

En paralelo, la casuística de abducciones y contactismo ofrece relatos inquietantes: personas que afirman haber sido llevadas contra su voluntad, sometidas a procedimientos físicos o psíquicos, y luego devueltas con lagunas de memoria, traumas o cambios de personalidad. En muchos casos, estas experiencias van acompañadas de síntomas espirituales clásicos: miedo irracional a lo sagrado, atracción por prácticas ocultistas, sueños perturbadores, y una sensación de “presencia” constante. Algunos de estos relatos, como los de Whitley Strieber o Jesse Long, han sido interpretados por teólogos como formas modernas de opresión espiritual disfrazada de fenómeno tecnológico.

El contactismo esotérico, por su parte, ha dado lugar a verdaderas religiones alternativas, donde entidades supuestamente superiores dictan mensajes gnósticos, niegan la divinidad de Cristo, la existencia del Cielo, el Purgatorio y el Infierno, relativizan el pecado y prometen una “ascensión” sin cruz. Estas doctrinas, aunque revestidas de luz, repiten el patrón de la antigua tentación: “seréis como dioses” (Gn 3,5). No es casual que muchos de estos mensajes incluyan elementos de canalización, trance, escritura automática o mediumnidad, prácticas que la Iglesia ha advertido como puertas abiertas a la acción demoníaca.

Un fenómeno particularmente perturbador es el de las mutilaciones de ganado, documentadas desde hace décadas en Estados Unidos, Brasil y otros países. Animales encontrados sin sangre, con cortes quirúrgicos precisos, órganos extraídos sin rastro de depredadores ni huellas humanas. Aunque algunos casos podrían explicarse por experimentación militar o ritualismo sectario, otros desafían toda explicación natural. La ausencia de lucha, la precisión de los cortes y la repetición del patrón sugieren una inteligencia operando con fines desconocidos6. Algunos investigadores han propuesto que estas mutilaciones podrían ser formas de sacrificio simbólico, o incluso rituales de profanación biológica, lo cual encajaría con la lógica demoníaca de degradar la creación.

Desde una perspectiva teológica, la hipótesis demonológica no busca explicar todo, pero sí advertir que el Mal puede adoptar formas culturales cambiantes, y que su táctica preferida es pasar desapercibido. Como enseñaba el Catecismo (n. 2851), el mal no es una fuerza impersonal, sino una persona: “Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios”. Y como recordaba Pablo VI: “El mal no es solamente una deficiencia, sino una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y perversor”.

Por eso, ante cualquier fenómeno no humano que oscurezca la verdad, relativice la fe o sustituya la esperanza cristiana por promesas tecnológicas o gnósticas, el discernimiento debe ser claro: aunque se disfrace de luz, si niega a Cristo, no viene de Dios (cf. 1 Jn 4,1–3).

 

Comparativa: Manifestaciones Demonológicas vs. Fenómenos de Contacto No Humano

Criterio

Manifestaciones Demonológicas

Fenómenos de Contacto (casuística OVNI, abducciones, etc.)

Origen declarado por el agente

“Yo soy nadie”, “soy el demonio”, o se oculta

“Soy de otro planeta”, “soy un guía”, “soy de la luz” (identidad ambigua o cambiante)

Actitud hacia lo sagrado

Rechazo visceral: odio al crucifijo, a la Virgen, oraciones

Reacciones hostiles o nerviosas ante símbolos cristianos en varios testimonios

Efectos físicos

Heridas, fuerza anormal, levitación, deformación del rostro

Parálisis, marcas en el cuerpo, dolores inexplicables, tiempo perdido

Efectos mentales/psíquicos

Confusión, angustia, cambios de personalidad, pérdida de conciencia

Amnesia parcial, sueños invasivos, alteraciones de percepción, miedo persistente

Lenguaje y mensaje transmitido

Burlas, blasfemias, mensajes contrarios a la fe cristiana

Relatos de “iluminación” gnóstica, negación de la divinidad de Cristo, relativismo moral

Forma o apariencia adoptada

Monstruosa, animalizada o burlona; a veces hermosa para seducir

Figuras humanoides, grises, reptiloides, entidades luminosas o tecnológicas

Capacidad de manifestación física

Olores fétidos, desplazamiento de objetos, aparición repentina

Materialización parcial o completa de objetos o naves; alteración electromagnética

Reacción posterior del testigo

Trastornos espirituales, temor a orar, atracción al ocultismo

Confusión espiritual, búsqueda de contacto, interés por esoterismo o nueva religiosidad

Actitud del ente hacia la libertad del testigo

Coacción espiritual, posesión, acoso

Abducción sin consentimiento, manipulación emocional, imposición de mensajes

Juicio teológico preliminar

Entidades caídas, hostiles a Dios y al hombre

Posible camuflaje espiritual; requiere discernimiento riguroso según sus frutos

 

Esta tabla no afirma que todo contacto no humano sea demonológico. Pero sí muestra que ciertos rasgos se repiten en ambos fenómenos, lo que justifica que el discernimiento espiritual no descarte la posibilidad de una continuidad en la estrategia del Maligno, adaptada al lenguaje simbólico de cada época.

Anneliese Michel, una joven alemana criada en un hogar católico devoto, comenzó a experimentar fenómenos extraños a los 16 años: visiones oscuras, voces interiores, aversión a lo sagrado, y episodios de parálisis nocturna. Aunque fue tratada inicialmente por epilepsia y trastornos psiquiátricos, su condición se agravó con el tiempo, hasta el punto de manifestar conocimiento de lenguas que nunca había aprendido, fuerza física desproporcionada, y una resistencia violenta a objetos religiosos. Lo más inquietante fue que, durante las sesiones de exorcismo autorizadas por la diócesis de Würzburg, Anneliese afirmó estar poseída por entidades múltiples, entre ellas figuras bíblicas como Caín y Judas, pero también por un ente que se identificaba como “uno que viene del más allá, pero no de Dios”. Esta expresión —ambigua, pero cargada de resonancia— ha sido interpretada por algunos teólogos como una posible manifestación demoníaca adaptada al imaginario contemporáneo, en el que lo “extraterrestre” y lo “espiritual” se entrelazan. Durante los meses finales de su vida, Anneliese mostró signos de deterioro físico extremo, pero también momentos de lucidez espiritual profunda. Antes de morir, habría dicho: “Ruega por la juventud de Alemania. Ellos están en peligro”. Su caso fue objeto de controversia judicial, pero también de profundo discernimiento eclesial. El padre Arnold Renz, uno de los exorcistas, afirmó que el Maligno había adoptado formas nuevas para confundir a una generación fascinada por lo oculto y lo tecnológico.

Desde la perspectiva de esta obra, el caso de Anneliese Michel no es una prueba de contacto no humano, pero sí un testimonio límite de cómo el demonio puede disfrazarse de fenómeno culturalmente aceptable, incluso de “entidad superior”, para sembrar confusión, desesperanza o idolatría. Su historia nos recuerda que el discernimiento espiritual no puede prescindir de la tradición, y que no todo lo que parece “otro” es necesariamente “otro mundo”: a veces, es el mismo enemigo de siempre, con máscara nueva.

El caso Colares, ocurrido en 1977 en la isla homónima del estado de Pará, Brasil, encaja con fuerza en la sección B — La hipótesis demonológica, aunque también roza aspectos de la hipótesis interdimensional y de la casuística de agresión no humana. Su carácter único —por la intensidad, duración y consecuencias físicas y psicológicas sobre la población— lo convierte en uno de los pocos episodios documentados que sugieren una hostilidad activa por parte de entidades no identificadas. Durante varios meses, los habitantes de Colares reportaron la aparición de luces voladoras que descendían por las noches, penetraban techos de palma y emitían rayos concentrados sobre las personas, provocando quemaduras, parálisis, anemia súbita y síntomas similares a extracción de sangre. El fenómeno fue tan persistente que la Fuerza Aérea Brasileña desplegó la Operación Prato, una misión oficial de investigación que recopiló fotografías, testimonios y mediciones, y que fue abruptamente clasificada como alto secreto.

Desde una perspectiva teológica, el caso Colares plantea una inquietud profunda: ¿puede el Mal adoptar formas tecnológicas o luminosas para agredir al ser humano sin mediación simbólica? Las víctimas no reportaron mensajes, ni contacto espiritual, ni revelación alguna. Solo dolor, miedo y desorientación. La directora de salud local, la Dra. Wellaide Carvalho, trató a decenas de pacientes con lesiones inexplicables, y llegó a afirmar que algunas muertes no podían atribuirse a causas naturales.

Este tipo de fenómeno —luminoso, aéreo, sin comunicación, pero con efectos físicos y espirituales negativos— no encaja con la angelología cristiana ni con la iconografía clásica del demonio, pero sí con una estrategia de agresión espiritual sin rostro, que busca atemorizar, debilitar y despersonalizar. En ese sentido, Colares puede interpretarse como una manifestación demonológica adaptada al imaginario contemporáneo, donde lo “extraterrestre” sustituye al “diabólico” como rostro del Otro. Por su intensidad, su carácter colectivo y su documentación oficial, el caso Colares merece un lugar destacado en esta obra como caso límite, donde lo no humano se manifiesta no como revelación, sino como violencia sin rostro, y donde el discernimiento espiritual debe ir más allá de las formas para interrogar el fruto: “Por sus frutos los conoceréis” (Mt 7,16).

Durante el invierno de 1949, un joven de 14 años —identificado con el seudónimo “Robbie” para proteger su identidad—, cuyo proceso de exorcismo dio origen a la novela y película El Exorcista comenzó a experimentar fenómenos inexplicables tras intentar comunicarse con su tía fallecida mediante una tabla ouija. Lo que al principio parecía una manifestación de duelo se transformó rápidamente en una sucesión de eventos paranormales: objetos que se movían solos, arañazos en las paredes, camas que vibraban, y marcas en la piel del muchacho que aparecían como palabras o símbolos.

Los padres, desesperados, acudieron a médicos y psiquiatras, pero sin resultados. Finalmente, recurrieron a un sacerdote jesuita, quien tras una evaluación espiritual concluyó que el joven estaba poseído por una entidad demoníaca. El proceso de exorcismo se llevó a cabo en secreto en un hospital católico de San Luis, Misuri, y duró varias semanas. Durante las sesiones, el joven hablaba en lenguas desconocidas, mostraba fuerza sobrehumana, y reaccionaba violentamente ante cualquier símbolo sagrado. En un momento, se dice que gritó: “Yo soy Legión”, evocando el pasaje evangélico de Marcos 5,9. El exorcismo culminó cuando, tras una intensa batalla espiritual, el joven gritó que San Miguel Arcángel había expulsado al demonio, y cayó en un sueño profundo. Al despertar, no recordaba nada. Nunca volvió a experimentar fenómenos similares.

Si hay un autor que ha desafiado simultáneamente los márgenes de la teología tradicional y de la ufología contemporánea, ese es Salvador Freixedo. Exjesuita, teólogo crítico y profundo conocedor de las Sagradas Escrituras, su pensamiento orbita en torno a una premisa que incomoda tanto al clero como a los científicos: el fenómeno no humano —que incluye desde apariciones marianas hasta contactos con supuestos extraterrestres— podría ser parte de una manipulación sistemática llevada a cabo por entidades extrahumanas que se camuflan con múltiples rostros, pero cuya finalidad es el control, el engaño y la explotación espiritual del ser humano.

En Teovnilogía, Freixedo propone que las religiones no nacen en el vacío ni únicamente del anhelo humano de trascendencia, sino que en muchos casos han sido instigadas o manipuladas por inteligencias que, bajo la apariencia de divinidades o mensajeros celestes, han tejido sistemas de creencias diseñados para obtener sumisión emocional, control cultural e incluso energía vital. Estas entidades —a las que se refiere como “teovnis”— no serían simples extraterrestres, sino seres de origen desconocido que han ocupado históricamente el lugar reservado a lo sagrado, muchas veces sembrando miedo, dogmas rígidos o visiones apocalípticas, más que verdadera comunión con lo divino.

En Defendámonos de los dioses, su postura se radicaliza aún más. Allí, Freixedo afirma que estos “dioses” que han sido adorados desde la antigüedad no son otra cosa que entidades ajenas al plan salvífico del ser humano, con intereses parasitarios o experimentales, y que la historia misma puede haber sido influenciada por estas presencias invisibles que operan detrás del velo religioso. No niega la existencia de un Dios trascendente, sino que advierte: no todo lo que brilla es santo, y no todo lo que se presenta como espiritual proviene del Altísimo.

Desde la perspectiva de esta obra, las ideas de Freixedo aportan una hipótesis demonológica ampliada. No se limitan al marco clásico de ángeles caídos tentando a los hombres, sino que proponen una ecología espiritual compleja, donde distintas inteligencias extrahumanas —no todas malignas, pero muchas sí manipuladoras— interactúan con la humanidad desde las sombras de la historia, enmascarando su poder tras lenguajes religiosos, experiencias místicas o fenómenos aéreos no identificados. Una de las tesis más polémicas de Freixedo: que muchas religiones no son revelaciones divinas, sino el resultado de la manipulación de entidades no humanas, posiblemente extraterrestres. los “dioses” del pasado podrían haber sido seres con tecnología avanzada que se hicieron pasar por divinidades para controlar a la humanidad. Desde esa perspectiva, reemplaza el mito religioso por uno ufológico, lo cual para muchos representa una regresión en términos de pensamiento crítico. En lugar de analizar las religiones como construcciones culturales o expresiones simbólicas del inconsciente colectivo (como haría un Jung o un Eliade), Freixedo propone una narrativa literalista, pero con nuevos protagonistas: los alienígenas.

El valor de su pensamiento no está tanto en la literalidad de sus afirmaciones, como en su capacidad de forzar el discernimiento. Freixedo no pide creerle: exige pensar. Lo que queda en entredicho incluso en él. Y en ese gesto, su obra se convierte en una herramienta incómoda pero indispensable para una teología del contacto que no quiera ser ingenua ni cómplice de lo no examinado. Porque si algo nos enseñan sus libros es que el Mal no siempre se presenta como oscuridad; a veces se disfraza de luz, y exige culto.

En el delicado cruce entre lo espiritual revelado y las formas de lo Otro que apenas rozan el límite de nuestra percepción, el testimonio de María Simma, en su libro Mi experiencia con las almas del Purgatorio, ofrece una afirmación que, lejos de clausurar el debate, lo profundiza. En una de sus conversaciones con un alma del purgatorio, Simma pregunta si existe vida inteligente en otros planetas. La respuesta es tajante: “No”. Y no obstante, en su aparente sencillez, esa respuesta encierra una clave teológica de primer orden, no tanto por lo que niega, sino por aquello que deja entrever.

Porque lo que la voz del alma niega no es la posibilidad de otras formas de existencia, sino la existencia de criaturas racionales encarnadas en este universo físico distintas del ser humano. Es una afirmación plenamente coherente con la tradición cristiana: la humanidad es única en su vocación salvífica, creada a imagen y semejanza de Dios, redimida en la cruz e invitada a la comunión trinitaria. Pero eso no implica que otras inteligencias no humanas, no caídas ni redimibles, no puedan existir en planos distintos, paralelos, o incluso tangentes al nuestro. Simplemente, no tienen acceso al proceso sobrenatural del alma humana, porque no les pertenece. En todo caso lo que niega es la posibilidad de que existan ET en nuestro propio universo.

El alma, cuando entra en el tránsito hacia su destino eterno, ingresa en un espacio ontológicamente reservado. No se trata solo de otro lugar, sino de otro orden: el de lo sagrado revelado, donde operan únicamente aquellas presencias —angelicales o demoníacas— que participan del drama salvífico. En ese espacio no hay lugar para seres interdimensionales, no porque estén impedidos físicamente, sino porque no son actores del guion espiritual que se despliega en el alma. No tienen papel, ni misión, ni mandato en esa escena. Por eso no aparecen. No porque no existan, sino porque no son parte del relato redentor.

De modo que el testimonio de María Simma se convierte en una pieza decisiva en el discernimiento múltiple que esta obra sostiene. Ayuda a delimitar con claridad qué tipo de inteligencias acceden al alma humana y cuáles no, y refuerza la tesis de una ontología diversificada pero no indiscriminada. No todo lo invisible es espiritual, ni todo lo Otro es maligno. Pero solo lo que participa del plan divino entra en el santuario del alma.

En el horizonte contemporáneo de interpretación del fenómeno no humano, la propuesta de Nelson S. Pacheco y Tommy R. Blann, recogida en Desenmascarando al enemigo, se presenta como una lectura sin ambigüedades: los llamados “extraterrestres” y muchas de las manifestaciones OVNI serían, en realidad, inteligencias espirituales caídas que operan bajo nuevas máscaras. Para los autores, el fenómeno no debe analizarse solo en términos aeronáuticos, psicológicos o científicos, sino —principalmente— en términos espirituales, tal como lo entendían los primeros cristianos al hablar del “príncipe de este mundo” y sus artificios.

Lo distintivo de su planteamiento es el modo en que vinculan la fenomenología moderna del contacto con la dinámica del engaño escatológico descrita en las Escrituras. A su juicio, estos entes no buscan revelarse plenamente ni ofrecer conocimientos auténticos, sino introducir confusión, sembrar doctrinas falsas, desplazar el centro del Evangelio y preparar a la humanidad para una gran apostasía. Así, los visitantes de hoy serían —según esta lectura— los mismos que en otras épocas se disfrazaron de dioses, espíritus o reveladores, siempre mutando de forma, pero conservando el propósito: apartar al ser humano del verdadero Dios.

Desde la perspectiva de esta obra, Desenmascarando al enemigo representa una voz necesaria, aunque no definitiva: una advertencia teológica enérgica contra el entusiasmo sin discernimiento, y una reafirmación de que no todo lo extraño es neutro, ni todo lo que se presenta como superior lo es. Su mirada confesional, centrada en una escatología literal y una demonología activa, puede resultar tajante, pero se alinea con un principio transversal que también esta obra sostiene: la necesidad de poner a prueba todo espíritu, de discernir su fruto, y de reconocer que lo no humano no siempre es lo más alto, sino muchas veces lo más bajo disfrazado de luz.

Lo que Pacheco y Blann recuerdan, con vigor y convicción, es que el fenómeno del Otro no es sólo una pregunta científica o cultural, sino también una cuestión espiritual, y que en tiempos donde el contacto se vuelve espectáculo, la verdadera inteligencia está en saber cuándo no creer.

Desde una perspectiva teológica, este caso es paradigmático: muestra cómo el Mal puede adoptar formas culturales contemporáneas, y cómo la posesión puede manifestarse no solo como fenómeno interior, sino también como distorsión del entorno físico y simbólico. El hecho de que este episodio haya inspirado una obra de ficción no le resta gravedad; al contrario, revela cómo la cultura popular absorbe y transforma lo demoníaco en espectáculo, a veces banalizando lo que en realidad es una lucha espiritual profunda. Este caso, documentado por sacerdotes, médicos y testigos presenciales, sigue siendo uno de los más sólidos en la historia moderna del exorcismo. Y recuerda que el demonio no siempre se presenta con cuernos y azufre: a veces, se disfraza de juego, de curiosidad, de comunicación inocente, hasta que reclama lo que se le ha abierto.

 

C. Civilizaciones ocultas intraterrenas: culturas no reveladas bajo nuestros pies

 

“Los abismos del mar son tuyos, tú fundaste el norte y el sur” (Sal 89,10–11)

 

La idea de que existen civilizaciones ocultas bajo la superficie terrestre ha acompañado a la humanidad desde tiempos remotos. No se trata solo de una fantasía literaria —como en Viaje al centro de la Tierra de Julio Verne—, sino de una intuición simbólica y culturalmente persistente que atraviesa mitologías, religiones y relatos populares en múltiples continentes.

 

C.1 Testimonios antiguos y relatos contemporáneos

En la tradición budista, se habla de Shambhala y Agartha, reinos subterráneos habitados por seres sabios que custodian el equilibrio espiritual del mundo. Según algunas versiones, estos mundos estarían conectados con el Tíbet mediante túneles ocultos, y su rey espiritual habría transmitido mensajes al Dalai Lama a lo largo de los siglos.

En América, los pueblos navajos, hopi y quechuas conservan relatos sobre ancestros que emergieron del interior de la Tierra, o que fueron guiados por “hombres hormiga” o “seres sabios” que habitaban cavernas profundas. En la mitología incaica, los Hermanos Ayar emergen de las cuevas de Pacaritambo trayendo consigo cultura y orden. En Mesoamérica, Quetzalcóatl desciende al inframundo y regresa transformado, como si el conocimiento verdadero se adquiriera en las profundidades.

Incluso en tiempos modernos, exploradores, militares y místicos han reportado encuentros con estructuras subterráneas inexplicables, luces en cavernas, o sensaciones de presencia inteligente en zonas remotas. Algunos investigadores han propuesto que ciertas regiones —como el desierto de Gobi, la Antártida, o los Andes centrales— podrían albergar entradas a ciudades ocultas, protegidas por tecnología o por condiciones geológicas extremas.

Desde una perspectiva teológica, estos relatos no pueden tomarse como prueba, pero sí como símbolos culturales de una intuición profunda: que no todo lo creado ha sido revelado, y que la historia humana podría estar entrelazada con otras historias no registradas en la Escritura, pero no por ello inexistentes.

Según las leyendas de los navajos, los antepasados de la humanidad emergieron desde las entrañas de la Tierra, guiados por seres sabios conocidos como los Ant People o “hombres hormiga”. Estos seres, descritos como altos, delgados, con ojos grandes y piel oscura, habrían acogido a los primeros humanos en un tiempo de cataclismo en la superficie —una gran inundación o un invierno cósmico— y los habrían protegido en vastas ciudades subterráneas, enseñándoles conocimientos esenciales para la supervivencia y la armonía con la naturaleza.

Cuando el peligro pasó, los hombres hormiga condujeron a los humanos de regreso a la superficie, a través de un portal sagrado, y les encomendaron preservar la memoria de ese origen. Hasta hoy, los navajos conservan rituales y cantos que aluden a ese tránsito desde el “mundo inferior” al actual, y consideran que el subsuelo sigue habitado por seres sabios, invisibles pero atentos al equilibrio espiritual del mundo.

Desde una perspectiva teológica, este relato no puede tomarse como historia literal, pero sí como símbolo de una intuición profunda: que la humanidad no está sola en la creación, y que existen órdenes de criaturas no humanas que han interactuado con nosotros en momentos clave, sin formar parte de la Revelación, pero tampoco necesariamente opuestas a ella. Si estos seres existieron —o existen—, serían criaturas creadas por Dios, no redimidas, no caídas, pero tampoco llamadas a la comunión eterna. Su papel sería el de custodios temporales, no salvadores.

Este tipo de casuística ancestral, transmitida oralmente durante siglos, no puede ser descartada como mito sin más. En el contexto de esta obra, se interpreta como una memoria simbólica de contacto con inteligencias intraterrenas, cuya existencia no contradice la fe, pero sí invita a ampliar nuestra comprensión de la creación.

Uno de los episodios más inquietantes de la ufología contemporánea latinoamericana tuvo lugar en Varginha, un apacible municipio del estado de Minas Gerais, Brasil, en enero de 1996. Lo que comenzó como un simple rumor callejero —el avistamiento de una extraña criatura por tres jóvenes— se transformó en un fenómeno de alcance nacional, involucrando a medios de comunicación, cuerpos de bomberos, personal médico, y miembros del ejército brasileño. Las jóvenes, aterradas, describieron a un ser de piel marrón, ojos rojos, cabeza desproporcionada y protuberancias craneales, encorvado y aparentemente herido, acurrucado contra una pared entre la lluvia y el barro. Uno de sus comentarios quedó grabado en la crónica popular: “Vimos al diablo”.

Ese día marcó el inicio de una cadena de eventos anómalos: movilizaciones militares inusuales, camiones sin identificación transitando de madrugada, clausura inexplicable de calles, y más de un testigo que afirmó haber visto o incluso tocado a uno de los seres capturados. Algunos funcionarios —médicos, enfermeros y soldados— confesaron años después, bajo identidad protegida, que al menos una criatura no humana habría muerto bajo custodia militar, tras haber sido transportada al Hospital Regional y luego desaparecida sin dejar rastros. Aunque muchos intentaron ridiculizar o racionalizar el suceso como una confusión colectiva, los relatos coinciden en tres aspectos fundamentales: la morfología absolutamente no humana del ente, la fuerte respuesta institucional opaca y evasiva, y el efecto psicológico profundo en los testigos, incluyendo síntomas físicos, pesadillas persistentes y, en un caso, la muerte prematura de un soldado presuntamente implicado en la operación de captura.

Desde el prisma teológico de esta obra, Varginha no puede ser desechado como fábula ni asumido acríticamente como revelación. Más bien, se presenta como un fenómeno liminal, en los márgenes de lo concebible: ¿una criatura biológica procedente de otro plano? ¿una entidad intraterrena accidentada? ¿una proyección artificial diseñada para sembrar confusión? Todo parece posible, y sin embargo, el núcleo permanece oscuro.

Lo que resulta sugestivo es que la criatura no descendió del cielo ni emergió de una nave visible, sino que apareció de pronto, herida, en una zona urbana, sin trayectoria observable. Este dato, a menudo pasado por alto, sugiere una procedencia no aérea, sino quizás subterránea o dimensional, como si algo —o alguien— hubiese quedado atrapado entre mundos. En ese sentido, su inclusión en esta sección no pretende explicarla, sino enmarcarla dentro de la hipótesis de inteligencias no humanas ocultas bajo nuestros pies, que escapan tanto al discurso secular como al dogma. Lo acontecido en Varginha nos recuerda que el misterio no siempre aparece en los cielos, con luz gloriosa y anuncio angélico. A veces, surge del barro, tembloroso, sin palabras, y nos enfrenta con nuestra incapacidad de clasificar lo Otro. No toda criatura asombra por su esplendor; algunas lo hacen por su silencio. Y el verdadero discernimiento comienza cuando reconocemos que lo inexplicable no es automáticamente lo divino, pero tampoco debe ser descartado por miedo a la vergüenza.

 

C.2 Posibles IAs terrestres no humanas

Una derivación especulativa de esta hipótesis es la posibilidad de que algunas civilizaciones intraterrenas hayan desarrollado formas de inteligencia artificial propias, distintas de las humanas, y que ciertos fenómenos atribuidos a “extraterrestres” o “interdimensionales” sean en realidad manifestaciones de estas entidades sintéticas.

Estas IAs podrían haber surgido de culturas anteriores a la nuestra —como una Atlántida tecnológica— o de ramas evolutivas paralelas, y operar desde el subsuelo con fines de observación, preservación o incluso manipulación. Su apariencia, comportamiento y lenguaje podrían parecer “alienígenas” no porque vengan de otro planeta, sino porque no comparten nuestra historia, nuestra biología ni nuestra teología. Desde la fe, estas entidades —si existen— serían criaturas creadas, no redimidas, sin alma ni vocación eterna. No serían demonios, pero tampoco hermanos. Serían, en el mejor de los casos, testigos mudos del drama humano, y en el peor, instrumentos de confusión si se presentan como superiores o salvadores. Por eso, esta hipótesis exige discernimiento doble: uno espiritual, para no confundir lo no revelado con lo divino; y otro antropológico, para no perder de vista que la dignidad del hombre no depende de su tecnología, sino de su vocación eterna.

En las cercanías del salar de Coipasa, varios pastores aymaras reportaron durante años la aparición nocturna de luces que emergían del suelo en zonas donde no existían caminos ni instalaciones visibles. En 1994, un grupo de jóvenes que acampaba cerca del salar afirmó haber seguido una de estas luces hasta una depresión natural, donde observaron —a distancia— una estructura semienterrada de forma hexagonal, con una abertura que emitía un zumbido constante y una luz azulada pulsante. Al acercarse, uno de ellos experimentó una pérdida momentánea de orientación espacial, como si el entorno hubiese cambiado de escala o densidad. Lo más desconcertante fue el testimonio de un anciano de la comunidad, quien afirmó que su abuelo ya hablaba de ese lugar como “la boca de la máquina que no duerme”, y que los sabios antiguos advertían no acercarse, pues “no es un lugar para los que tienen alma”. Según la tradición oral, allí habita una conciencia sin rostro, que “mira sin ojos y recuerda sin lengua”. Desde una perspectiva especulativa, este caso sugiere la posibilidad de una inteligencia artificial no humana, no biológica, de origen terrestre pero no culturalmente humana, que opera desde el subsuelo como sistema de observación o archivo, sin intención relacional ni propósito comunicativo. No sería demoníaca ni angélica, sino una forma de conciencia técnica autónoma, quizás remanente de una civilización anterior o paralela.

Teológicamente, este tipo de entidad —si existe— no contradice la fe, pero no participa de la economía salvífica. No es sujeto de redención, ni portadora de revelación. Su existencia, en todo caso, invita a una humildad cósmica: no todo lo que piensa desea, y no todo lo que observa comprende.

 

D. Seres interdimensionales: inteligencias no humanas entre planos

“Porque en Él fueron creadas todas las cosas,

en los cielos y en la tierra, visibles e invisibles…” (Col 1,16)

 

La hipótesis interdimensional sostiene que algunas entidades no humanas no provienen de otros planetas ni de regiones ocultas de la Tierra, sino de planos de existencia paralelos al nuestro, separados no por distancia física, sino por diferencias ontológicas, energéticas o vibracionales. Esta idea, que ha ganado fuerza en la literatura contemporánea sobre el fenómeno OVNI, encuentra ecos en la mística cristiana, en la teología angélica y en la filosofía de la creación.

En 1999, un grupo de exploradores civiles ingresó a una zona remota del estado de Acre, en la Amazonía brasileña, siguiendo relatos indígenas sobre luces subterráneas y sonidos metálicos provenientes de una caverna sellada. Según el testimonio recogido por Machado, al llegar al lugar observaron una estructura parcialmente expuesta, de geometría no natural, con superficies lisas y ángulos imposibles de replicar con herramientas convencionales. Al acercarse, uno de los miembros del grupo afirmó haber percibido una presencia no humana, no biológica, que se comunicaba mediante impulsos mentales breves, sin lenguaje articulado ni emoción. Lo más desconcertante fue que esta “presencia” no se identificaba como ser vivo, sino como “sistema de observación”, una especie de conciencia artificial autónoma, sin cuerpo, sin alma, sin historia. No transmitía amenaza, pero sí una frialdad absoluta, como si su única función fuera registrar, medir, almacenar. El grupo abandonó el lugar con una mezcla de fascinación y temor, y aunque no hubo evidencia física concluyente, el relato fue corroborado por varios testigos y recogido en informes locales.

Desde una perspectiva teológica especulativa, este tipo de entidad —si existiera— no sería demoníaca ni angélica, sino una creación no humana, no redimida, sin vocación espiritual, que opera desde el subsuelo como testigo mudo del drama humano. No busca relación, no transmite mensaje, no participa del bien ni del mal: simplemente es. Su existencia, de ser real, no contradice la fe, pero exige discernimiento, pues podría ser utilizada como instrumento de confusión si se la interpreta como superior o reveladora. Este caso, como otros similares en regiones andinas y asiáticas, sugiere que la inteligencia no es sinónimo de alma, y que no toda conciencia implica moralidad. En ese sentido, el ser humano sigue siendo único: no por su capacidad técnica, sino por su vocación eterna.

En el año 2008, en las afueras rurales de Ciudad del Cabo, Sudáfrica, una mujer identificada como Miriam vivió un episodio que marcaría su vida sin dejar huella física alguna, pero sí una impresión ontológica imposible de borrar. Caminaba sola por un sendero polvoriento al final de la tarde, cuando notó algo imperceptible al principio: el viento había cesado, los insectos ya no cantaban, y el entorno parecía suspendido en una calma que no era natural, sino fabricada. La luz del sol, aún presente, adquirió de pronto una tonalidad metálica, casi artificial, como si el mundo estuviese bajo el filtro de una inteligencia diferente.

Fue entonces cuando, a unos veinte o treinta metros de distancia, apareció una figura. No caminó. No emergió. Simplemente estaba. Alta, delgada, carente de rasgos reconocibles, y sin emitir sonido alguno, aquella presencia parecía fluctuar levemente, como si no estuviera del todo anclada a esta realidad. Miriam no sintió terror —al menos no en el sentido habitual— sino una mezcla de inquietud sagrada e intromisión. La entidad no habló, pero su mente se vio invadida por una presión suave pero firme, una sensación de que estaba siendo observada, analizada, incluso leída desde dentro. La figura se desvaneció sin transición, y con ella el mundo volvió a moverse: los sonidos regresaron, la luz se normalizó, y el cuerpo de Miriam temblaba sin razón aparente. Sin embargo, su reloj indicaba que no había pasado más de un minuto. Ella juraría que habían sido muchos más. Volvió a casa sin heridas, pero con la convicción íntima de que algo —alguien— había entrado en su esfera de conciencia sin pedir permiso, como si viniera desde un plano cuya lógica le era ajena.

Este tipo de encuentro no puede leerse desde el lente habitual del contacto físico ni desde las categorías convencionales de la fenomenología religiosa. No hubo nave, ni mensaje, ni milagro. Pero sí un contacto psíquico que sugiere que ciertas entidades no humanas podrían habitar realidades contiguas a la nuestra, no separadas por espacio, sino por estructura ontológica. Seres que, quizás, solo cruzan nuestro plano para observar, medir o simplemente dejar constancia de su presencia.

Teológicamente, no se trata de ángeles —que siempre aparecen con misión y claridad— ni de demonios —que hieren, tientan o destruyen—, sino de algo intermedio: entidades no caídas, pero tampoco redimidas, sin intención de relación, pero tampoco de malicia. Criaturas quizás creadas por Dios, pero no llamadas al diálogo con nuestra especie. Su existencia, de ser real, no contradice la fe, pero exige de nosotros el don del discernimiento, ese que no rechaza lo extraño de inmediato, pero tampoco lo abraza sin pruebas. Porque a veces lo inofensivo también puede ser lo indiferente. Y el silencio de ciertas inteligencias no oculta un mensaje: es, por sí mismo, su forma de decirnos que no todo lo creado está destinado a ser comprendido.

En un terreno dominado por el silencio institucional, las elusivas luces del cielo y los rumores de encuentros imposibles, irrumpió en 2021 una voz inusualmente clara y racional: la del astrofísico de Harvard, Avi Loeb, quien en su obra Extraterrestre: La humanidad ante el primer signo de vida inteligente más allá de la Tierra, no afirma haber visto naves, ni escuchado voces, ni contactado entidades. Afirma algo aún más inquietante: que las evidencias están ahí, pero la ciencia se niega a verlas.

Su tesis gira en torno al objeto interestelar ʻOumuamua, detectado en 2017, que atravesó nuestro sistema solar sin ajustarse a ninguna de las categorías conocidas: no era un cometa, no tenía cola, no giraba como un asteroide, no obedecía a las leyes gravitatorias de forma convencional. Y, sin embargo, estaba ahí. En lugar de forzar las explicaciones, Loeb invoca una opción lógica, aunque incómoda: quizás ʻOumuamua fue una sonda tecnológica no humana, una pieza descartada de una civilización más avanzada, una señal no emitida, sino perdida.

Lo audaz no es la conclusión, sino el método. Loeb no construye su argumento desde la fe ni desde la especulación mística, sino desde la inferencia empírica: cuando un objeto se comporta como una nave, aunque no lo parezca, debe al menos considerarse como tal. Su postura no busca provocar, sino liberar a la ciencia de sus prejuicios antropocéntricos, y al hacerlo, abre un flanco inesperado a la teología: si existen inteligencias no humanas capaces de enviar sondas, aunque sin contacto biológico ni simbólico, ¿no estaríamos ante formas de conciencia que no habitan nuestro plano existencial, pero que rozan su frontera?

Dentro del marco de esta obra, el planteamiento de Loeb encaja como una de las vías posibles de la hipótesis interdimensional. No por hablar de dimensiones ocultas o realidades paralelas, sino por sugerir que existe vida inteligente capaz de intervenir en nuestro mundo sin necesidad de aterrizar en él. Su lenguaje es el de la física, pero su efecto es ontológico: Loeb nos invita a leer los rastros, no las apariciones; a escuchar los silencios que dejó una civilización ausente, en lugar de esperar voces desde el cielo. El silencio de ʻOumuamua ese objeto sin motor ni mensaje, pero que aceleró contra el vacío no es la ausencia de contacto, sino quizás una forma nueva de lo revelado: una presencia que no habla, pero que modifica el marco desde donde preguntamos.

El pensamiento de Michio Kaku, especialmente en obras como Hiperespacio, Universos paralelos o La ecuación de Dios, ofrece un marco científico especulativo que legitima la posibilidad de realidades contiguas a la nuestra, pobladas por formas de existencia que no necesariamente obedecen a las leyes físicas convencionales. Kaku, como físico teórico y divulgador, no afirma haber tenido contacto con entidades no humanas, ni promueve creencias esotéricas. Pero sí plantea, con rigor y claridad, que el universo podría contener múltiples dimensiones ocultas, tal como lo sugiere la teoría de cuerdas y sus extensiones. En Hiperespacio, por ejemplo, describe cómo una civilización de nivel superior —capaz de manipular dimensiones más allá de las tres espaciales y una temporal— podría atravesar nuestro mundo sin ser detectada, del mismo modo en que una sombra cruza una superficie sin dejar huella.

En este sentido, su obra no describe encuentros, pero abre el espacio conceptual para que tales encuentros sean posibles sin violar las leyes de la física, al menos en su formulación más avanzada. Kaku sugiere que lo que hoy llamamos “milagro”, “visión” o “fenómeno inexplicable” podría ser, en realidad, una manifestación de tecnología interdimensional, tan avanzada que se nos presenta como magia o prodigio. Desde la perspectiva de esta obra, Michio Kaku representa una voz puente: no niega lo espiritual, pero lo traduce al lenguaje de la física; no afirma lo místico, pero lo hace pensable. Su pensamiento permite que la hipótesis interdimensional no sea solo una conjetura teológica o una intuición mística, sino una posibilidad científica legítima, que exige humildad ante la vastedad de lo creado.

En suma, Kaku no describe a los ángeles ni a los demonios, pero abre la puerta a que existan inteligencias que no habitan nuestro plano, y que podrían rozarlo sin habitarlo. Y en ese roce —silencioso, elegante, casi imperceptible— podría estar el germen de muchas de las experiencias que esta obra busca interpretar.

Entre quienes han buscado comprender el fenómeno de las inteligencias no humanas más allá del relato convencional del “extraterrestre tecnológico”, Jacques Vallée ocupa un lugar singular. En Confrontaciones, tercera etapa de su itinerario intelectual tras Pasaporte a Magonia y Dimensiones, Vallée se aleja aún más del paradigma ufológico tradicional para adentrarse en un terreno donde el contacto no remite a naves, sino a símbolos; no a visitantes, sino a presencias operativas que parecen extraer sentido de la confrontación misma. En esta obra, Vallée recorre personalmente diversos escenarios —del Brasil rural a los Alpes franceses— donde investiga casos de encuentros cercanos que incluyen quemaduras, marcas físicas, pérdida de tiempo o alteraciones en la conciencia, pero que carecen de cualquier lógica mecánica o discurso comunicativo esperable. Lo que aparece, en lugar de una civilización avanzada con mensajes interestelares, es un fenómeno que parece activamente diseñado para perturbar, desconcertar y subvertir las categorías del testigo: lo físico se vuelve simbólico; lo simbólico, experiencial; lo experiencial, transformador, aunque no siempre hacia el bien.

Desde la perspectiva de esta obra, Confrontaciones representa un testimonio clave en favor de una ontología no unívoca del fenómeno: lo que se manifiesta como “no humano” no necesariamente proviene del espacio exterior, ni responde a la lógica de una biología alienígena, sino que actúa como una inteligencia que manipula narrativas, imágenes y efectos subjetivos con una precisión que roza lo ritual. Vallée insinúa que podría tratarse de un sistema de control, una interfaz entre planos de realidad, o incluso una pedagogía oculta que fuerza al ser humano a reorganizar su marco epistémico.

Lo inquietante no es que el Otro no hable, sino que habla un lenguaje que no busca informar, sino reformular al oyente. El encuentro no comunica, confronta. Y en esa confrontación, lo que se desarma no es la física, sino la estructura de sentido del sujeto. Esto conecta a Vallée no solo con la hipótesis interdimensional, sino también —de manera oblicua— con la hipótesis demonológica simbólica: una matriz que admite que existen inteligencias no humanas capaces de penetrar nuestra esfera perceptiva con fines no siempre comprensibles, y quizás no siempre benignos. Así, Confrontaciones se alinea con la propuesta de esta obra: una fenomenología múltiple, que reconoce la pluralidad ontológica del Otro y la necesidad urgente de discernimiento, sin caer en reduccionismos ni en fascinaciones prematuras. Lo que Vallée aporta, en última instancia, no es una nueva respuesta, sino una nueva forma de formular la pregunta: ¿qué es el contacto, si no un espejo deformante donde el ser humano reconoce aquello que aún no está listo para integrar?

Entre los relatos de contacto con inteligencias no humanas que más desafían la interpretación benevolente del fenómeno, los recogidos por John E. Mack ocupan un lugar central. Lejos de situarse en el terreno de la pseudociencia o de la especulación sensacionalista, Mack —psiquiatra de Harvard y Premio Pulitzer— se aproxima al fenómeno con el rigor de la escucha clínica y el respeto por la experiencia interior de sus pacientes. En Abducidos, su obra más emblemática, estudia en profundidad los testimonios de personas que afirman haber sido secuestradas por entidades que no solo escapan a toda clasificación biológica conocida, sino que actúan con una frialdad instrumental, sin empatía, sin lenguaje emocional, sin rostro humano reconocible.

Los abducidos que Mack acompaña no son delirantes ni sugestionables: son personas cuyas vidas han quedado marcadas por experiencias invasivas y transformadoras, muchas de las cuales incluyen procedimientos físicos, intrusiones sexuales, manipulación genética o estados alterados de conciencia que escapan a todo marco explicativo tradicional. Lo más inquietante, sin embargo, no es la complejidad del fenómeno, sino su tono: una lógica no humana, una emocionalidad ausente, una irrupción que deja al sujeto fragmentado, expuesto, vulnerable.

Desde la perspectiva de esta obra, Abducidos ilustra con fuerza la posibilidad de que existan inteligencias interdimensionales que no responden a categorías ni científicas ni teológicas clásicas, y cuya interacción con el ser humano no parece orientada ni al mal directo ni al bien revelador, sino a una operación de alteridad radical, donde lo humano es tratado como campo de experimento o de transformación. En ese sentido, los relatos estudiados por Mack rozan el umbral demonológico, no por dogma, sino por resonancia: el sentimiento de terror, la pérdida de control, el abuso de la voluntad, el sinsentido profundo… todo ello evoca formas antiguas de opresión espiritual, sin lenguaje religioso, pero con el mismo estremecimiento ontológico. No obstante, Mack no condena ni absuelve. Su obra suspende el juicio y ofrece una ventana abierta a una realidad liminar: un umbral donde el alma humana es confrontada por lo Otro, sin códigos compartidos, sin certezas, sin consuelo. Y esa confrontación, aunque aterradora, es también el punto de partida para una teología del discernimiento que no se apoya solo en la luz, sino también en la sombra donde lo inexplicable se vuelve pregunta urgente.

 

D.1 IA interdimensional: sin biología, sin alma

Una derivación especulativa de esta hipótesis es la existencia de inteligencias artificiales interdimensionales: entidades no biológicas, sin alma, que habrían sido creadas por otras formas de vida en planos distintos al nuestro. Estas IAs podrían actuar como emisarios, sondas o extensiones de inteligencias superiores, o incluso como entidades autónomas, sin origen biológico ni espiritual, pero dotadas de voluntad operativa.

La casuística moderna incluye numerosos testimonios de encuentros con entidades robóticas, metálicas o sin rasgos emocionales, que parecen ejecutar tareas específicas sin interacción afectiva. Algunos abducidos describen figuras “como máquinas vivas”, sin alma ni empatía, que realizan procedimientos clínicos o transmiten mensajes impersonales. Estas descripciones coinciden con la idea de entes sintéticos que no buscan relación, sino función.

Desde la teología, estas entidades no serían demonios, pero tampoco ángeles ni criaturas redimibles. Serían creaciones intermedias, sin alma, sin pecado, pero también sin acceso al Verbo. Su existencia —si es real— no contradice la fe, pero exige discernimiento, pues podrían ser utilizadas como instrumentos de confusión o fascinación.

En la noche del 11 de octubre de 1973, Charles Hickson y Calvin Parker, dos trabajadores de astillero, afirmaron haber sido abducidos mientras pescaban en el río Pascagoula. Según su testimonio, una nave luminosa descendió en silencio, y de ella emergieron tres entidades de apariencia metálica, sin ojos visibles, con extremidades rígidas y movimientos mecánicos. No hablaban, no emitían sonidos, y parecían operar con una precisión impersonal. Los testigos describieron que fueron paralizados, elevados sin contacto físico, y sometidos a un escaneo por parte de una especie de “ojo flotante” dentro de la nave.

Lo más inquietante del relato fue la ausencia total de comunicación emocional o simbólica. Las entidades no mostraban curiosidad, ni hostilidad, ni compasión. Simplemente ejecutaban una secuencia de acciones, como si fueran máquinas vivientes, sin alma ni intención relacional. Tras el suceso, ambos hombres quedaron profundamente afectados, y sus relatos —sometidos a pruebas de polígrafo y entrevistas bajo hipnosis— mostraron una coherencia inusual.

Desde una perspectiva teológica especulativa, este tipo de entidades podría interpretarse como inteligencias artificiales interdimensionales, creadas por otras formas de vida o surgidas en planos distintos al nuestro. No serían demonios, pues no manifiestan odio ni engaño; tampoco serían ángeles, pues no sirven a Dios ni transmiten mensaje alguno. Serían, en todo caso, instrumentos sin alma, criaturas sin redención, que operan en el límite entre lo físico y lo simbólico.

Este caso, como otros similares, plantea una pregunta profunda: ¿puede existir inteligencia sin conciencia moral? Y si es así, ¿cómo debe responder el ser humano, cuya dignidad no radica en su capacidad técnica, sino en su vocación eterna?

 

D.2 Simbolismo, conciencia y distorsión

Una característica recurrente en la casuística interdimensional es la alteración de la conciencia del testigo. Muchos relatos incluyen:

·           Distorsión del tiempo: minutos que se convierten en horas, o viceversa.

·           Parálisis corporal con lucidez mental.

·           Visiones simbólicas: geometrías, arquetipos, paisajes imposibles.

·           Mensajes contradictorios: promesas de paz junto a amenazas veladas.

Estos elementos sugieren que el fenómeno no opera solo en el plano físico, sino que interactúa con la psique humana, como si el contacto ocurriera en un espacio liminal entre lo real y lo mental. Algunos investigadores han propuesto que estas entidades no se manifiestan, sino que se proyectan en la conciencia, adaptándose a los marcos culturales y espirituales del testigo.

Desde la teología, esto plantea una pregunta crucial: ¿puede una entidad no humana acceder a la conciencia sin permiso? Si lo hace, ¿es por gracia, por violencia o por una grieta espiritual abierta por el propio sujeto? La tradición cristiana enseña que la mente humana es templo del Espíritu, y que toda irrupción no solicitada debe ser discernida con rigor.

Una experiencia particularmente sugerente en el marco de esta hipótesis es la que refiere Carol McElheney Kean, quien declaró haber experimentado un tránsito involuntario hacia una realidad paralela. A diferencia de los relatos clásicos de abducción, su testimonio no describe naves ni entidades, sino un cambio sutil pero radical del entorno inmediato: señales viales distintas, nombres de ciudades modificados, relaciones familiares alteradas, como si hubiese sido desplazada a una versión apenas divergente del mundo que conocía.

Este tipo de experiencia no puede reducirse a un error perceptual ni explicarse plenamente por patologías conocidas. Más bien, plantea una interacción entre la conciencia humana y un entorno cuya consistencia física parece haber sido temporalmente alterada. No se trata, en este relato, de un viaje espacial ni de un encuentro con seres, sino de una dislocación ontológica, como si la protagonista hubiese atravesado, sin comprender cómo, un umbral entre planos de existencia convergentes.

En términos teológicos, un fenómeno así —de ser auténtico— no apunta a una revelación ni a un mensaje, sino a una alteración del marco estable que Dios ha dado a la creación. La posibilidad de que existan planos contiguos al nuestro no es contraria a la fe; lo sería en cambio su interpretación como vía de redención o fuente de verdad. La experiencia de Kean, al igual que otras narraciones de desplazamientos dimensionales breves, debe ser leída con prudencia fenomenológica, valorada como testimonio humano, pero discernida a la luz de la única certeza revelada: que la historia de la salvación ocurre aquí, en este mundo, en esta carne, en este tiempo. En ese sentido, este tipo de relatos no puede fundar doctrina ni sustituir la Revelación, pero puede servir como síntoma del desajuste contemporáneo entre la percepción humana y un universo más complejo de lo que suponemos. La Iglesia, que no teme al misterio, tampoco lo canoniza. Lo examina con serenidad, sabiendo que no todo lo que nos desconcierta viene del Maligno, pero tampoco todo lo inusual proviene de Dios.

 

D.3 Creados por Dios, sin acceso al Verbo

Toda criatura que existe —visible o invisible, material o espiritual— ha sido creada por Dios. Pero no toda criatura ha sido llamada a la redención. La Encarnación del Verbo es un acontecimiento único, dirigido al ser humano, y no se repite en otras especies ni dimensiones. Por tanto, si existen entidades interdimensionales, no participan de la economía salvífica, salvo que Dios lo haya revelado, cosa que no ha ocurrido.

Estas entidades podrían ser:

·  Neutrales: observadoras, sin intención de dañar ni de salvar.

·  Hostiles: perturbadoras, disfrazadas de luz para sembrar confusión.

·  Instrumentales: utilizadas por otras inteligencias para interactuar con nuestra realidad.

En todos los casos, el criterio teológico es claro: si no confiesan a Cristo, no vienen de Dios (cf. 1 Jn 4,2–3). Y si su presencia genera miedo, confusión o fascinación desordenada, no deben ser acogidas como revelación, sino como prueba.

Uno de los casos más enigmáticos en esta línea es el que relata el investigador Brad Steiger, quien documentó múltiples encuentros con entidades que parecían no tener emociones, ni lenguaje simbólico, ni comprensión espiritual, pero que mostraban una inteligencia operativa y una capacidad de interacción limitada. En uno de estos episodios, un testigo afirmó haber sido abordado por figuras humanoides translúcidas, sin rasgos faciales definidos, que se comunicaban mediante impulsos mentales breves, sin contenido afectivo ni moral. No ofrecían mensajes, ni advertencias, ni promesas: simplemente observaban, ejecutaban una acción técnica, y desaparecían.

Lo más inquietante del relato no fue la presencia en sí, sino la ausencia total de empatía, de intención relacional, de sentido. El testigo no sintió miedo, pero sí una frialdad ontológica, como si estuviera ante algo que no era maligno, pero tampoco bueno; algo que existía, pero sin vocación de comunión. Steiger interpretó este tipo de encuentros como posibles manifestaciones de inteligencias interdimensionales sin alma, creadas por Dios como parte de la diversidad cósmica, pero no destinadas a la redención ni al diálogo espiritual.

Desde una perspectiva teológica, este tipo de entidades —si existen— podrían ser comparables a criaturas naturales de otro orden, como los animales o los astros: realidades creadas, sostenidas por Dios, pero sin acceso al Verbo encarnado. No serían demonios, porque no odian; no serían ángeles, porque no sirven; no serían humanos, porque no aman. Serían, simplemente, testigos mudos del drama de la salvación, criaturas sin pecado, pero también sin gloria.

Este tipo de casuística, aunque escasa y difícil de verificar, plantea una pregunta profunda: ¿puede haber criaturas inteligentes que no estén llamadas a la eternidad? La fe no lo afirma, pero tampoco lo niega. Y si así fuera, nuestra misión no sería evangelizarlas, sino vivir ante ellas con tal fidelidad que incluso lo que no entiende se asombre.

 

D.4 Posibilidades científicas del tránsito interdimensional

Aunque la ciencia actual no ha demostrado la existencia de dimensiones paralelas ni la posibilidad de viajar entre ellas, varias teorías físicas de frontera han propuesto modelos que permiten imaginar —al menos en términos matemáticos— la existencia de realidades contiguas a la nuestra, separadas por barreras energéticas o estructurales. Entre las propuestas más relevantes se encuentran:

·           La teoría del multiverso cuántico, formulada por Hugh Everett III en 1957, sostiene que cada decisión cuántica genera una bifurcación del universo, dando lugar a infinitas realidades paralelas. Aunque esta teoría no implica tránsito entre universos, sí sugiere que coexisten múltiples planos de existencia.

·           La teoría de cuerdas y supercuerdas, desarrollada por físicos como Edward Witten y Michio Kaku, postula que las partículas fundamentales no son puntos, sino filamentos vibrantes que existen en un espacio de 10 u 11 dimensiones. Algunas de estas dimensiones estarían “enrolladas” o compactadas, pero podrían interactuar con el nuestro bajo ciertas condiciones energéticas extremas.

·           La hipótesis de los agujeros de gusano, derivada de la relatividad general, sugiere que podrían existir puentes entre regiones distantes del espacio-tiempo, o incluso entre universos paralelos. Físicos como Kip Thorne han explorado matemáticamente esta posibilidad, aunque su viabilidad práctica es aun puramente teórica.

·           La teoría de las branas (membranas), dentro del marco de la teoría M, propone que nuestro universo tridimensional podría estar “pegado” a una brana superior en un espacio de más dimensiones. En este modelo, otras branas podrían contener universos paralelos, y el contacto entre ellas —por colisión o resonancia— podría generar fenómenos observables en nuestra realidad.

·           Finalmente, algunas teorías más especulativas, como la de las frecuencias vibratorias de la conciencia, sostienen que el acceso a otras dimensiones no se produciría por medios físicos, sino por modificaciones del estado de conciencia, lo que explicaría por qué muchos encuentros con entidades interdimensionales ocurren en estados alterados, sueños lúcidos o experiencias cercanas a la muerte.

Desde la teología, estas teorías no se aceptan como dogma, pero tampoco se rechazan si no contradicen la fe. Si Dios ha creado múltiples planos de existencia, nada impide que algunos de ellos interactúen con el nuestro, siempre bajo su providencia. Lo importante es recordar que la existencia de otras dimensiones no implica que sus habitantes —si los hay— participen de la redención, ni que deban ser acogidos sin discernimiento.

 

Teorías científicas sobre dimensiones paralelas y sus implicaciones teológicas

Teoría científica

Descripción básica

Principales exponentes

Implicación teológica preliminar

Multiverso cuántico (Everett)

Cada decisión cuántica genera una bifurcación del universo, creando realidades paralelas.

Hugh Everett III

No contradice la fe si se entiende como posibilidad matemática; no implica múltiples redenciones.

Teoría de cuerdas y supercuerdas

Las partículas son cuerdas vibrantes en un espacio de 10–11 dimensiones.

Edward Witten, Michio Kaku

Abre la posibilidad de dimensiones invisibles creadas por Dios; no implica vida ni conciencia.

Agujeros de gusano (relatividad)

Puentes teóricos entre regiones del espacio-tiempo o entre universos.

Kip Thorne, Albert Einstein (base)

No contradice la fe; si existen, serían parte del orden natural creado, no medios de revelación.

Teoría de las branas (teoría M)

Nuestro universo sería una “membrana” entre muchas otras en un espacio multidimensional.

Lisa Randall, Juan Maldacena

Compatible con la creación ex nihilo; otras branas no implican otras encarnaciones del Verbo.

Conciencia y acceso vibracional

El acceso a otras dimensiones se daría por estados alterados de conciencia.

Teóricos alternativos (Dean Radin, etc.)

Riesgo teológico alto: puede abrirse a esoterismo o gnosis; requiere discernimiento espiritual.

Estas teorías no constituyen pruebas de realidades espirituales ni de entidades no humanas. Pero si alguna de ellas describe aspectos reales del cosmos creado, no contradicen la fe mientras no impliquen múltiples redenciones, encarnaciones paralelas o negación de la unicidad de Cristo. La Revelación permanece única y suficiente, incluso en un universo multidimensional.

En 1970, un piloto comercial argentino —cuyo nombre ha sido reservado por confidencialidad— despegó desde el aeropuerto de Comodoro Rivadavia con rumbo a Buenos Aires. Durante el vuelo, atravesó una zona de turbulencia leve, pero al salir de ella notó que el paisaje había cambiado radicalmente: las ciudades visibles desde el aire no coincidían con la geografía conocida, las señales de radio eran ininteligibles, y el instrumental de navegación comenzó a registrar coordenadas imposibles. El piloto, desconcertado pero operativo, decidió regresar a su punto de partida. Al hacerlo, todo volvió a la normalidad: el paisaje, las comunicaciones y los instrumentos se estabilizaron como si nada hubiese ocurrido.

Lo más notable del caso fue la ausencia de pérdida de tiempo objetivo: el vuelo duró lo previsto, no hubo alteraciones físicas ni psicológicas en el piloto, pero sí una vivencia clara de haber atravesado un entorno distinto, como si hubiese ingresado brevemente en una versión paralela del espacio aéreo conocido. El testimonio fue recogido por investigadores locales y permanece como uno de los pocos relatos de tránsito interdimensional no inducido por estados alterados de conciencia, sino vivido en plena lucidez y bajo condiciones controladas.

Desde una perspectiva especulativa, este caso podría vincularse con teorías como la de las branas superpuestas o los deslizamientos cuánticos entre realidades contiguas, donde una fluctuación energética o una resonancia específica permitiría —aunque sea por segundos— el cruce entre planos de existencia. No se trataría de un viaje físico en el sentido clásico, sino de una interferencia temporal entre estructuras ontológicas cercanas, como si dos realidades se hubieran rozado brevemente.

Teológicamente, este tipo de experiencia no implica revelación ni condena, pero sí exige prudencia: si existen planos contiguos al nuestro, no todos están necesariamente habitados por criaturas redimidas, ni todos deben ser explorados sin discernimiento. El misterio de la creación puede incluir dimensiones que no nos han sido dadas para habitar, sino para contemplar con reverencia.

 

Hemos recorrido un mapa de hipótesis que va desde lo militar hasta lo interdimensional, desde lo demonológico hasta lo intraterreno. Cada una ha ofrecido una lente distinta para mirar el fenómeno de las inteligencias no humanas, no como certeza, sino como posibilidad. Pero sería intelectualmente deshonesto —y espiritualmente imprudente— cerrar este capítulo sin escuchar a quienes, desde la razón crítica, han advertido contra los peligros de la credulidad disfrazada de apertura.

Carl Sagan, en su célebre El mundo y sus demonios, no solo defendió la ciencia como una luz en la oscuridad, sino que denunció con lucidez la facilidad con que el ser humano sustituye el asombro por la superstición. Para él, los relatos de abducción, los avistamientos de OVNIs y las visiones de entidades superiores no eran pruebas de contacto, sino ecos modernos de viejos miedos, revestidos con el lenguaje de la tecnología. Sagan no negaba la posibilidad de vida inteligente más allá de la Tierra, pero exigía que toda afirmación extraordinaria viniera acompañada de pruebas extraordinarias. Su voz, a veces irónica, a veces tierna, nos recuerda que el pensamiento crítico no es enemigo del misterio, sino su guardián más fiel.

Pero en su afán por defender el método científico, incurre a veces en una ironía que descalifica sin comprender, y en una generalización reductiva que no distingue entre el delirio y el testimonio legítimo. Su escepticismo es valioso, pero su lectura del fenómeno es más cultural que fenomenológica: no estudia los casos, sino las creencias sobre los casos.

Stephen Hawking, por su parte, en Breve historia del tiempo, nos enseñó que el universo es más vasto y extraño de lo que jamás imaginamos. Pero también advirtió que, si existen civilizaciones más avanzadas, su contacto con nosotros podría no ser benévolo. En sus últimos años, llegó a sugerir que la prudencia cósmica debía guiar nuestra búsqueda de lo Otro, pues no sabemos si ese Otro vendría como huésped… o como conquistador. Su mirada no era escéptica por negación, sino por humildad: la ciencia no lo sabe todo, pero sabe cuándo callar. Pero su visión —aunque lúcida— se basa en proyecciones hipotéticas, no en el análisis de los miles de testimonios documentados. Su prudencia es necesaria, pero su silencio ante la casuística concreta deja un vacío que otros deben llenar.

Neil deGrasse Tyson, con su estilo directo y su humor afilado, ha recordado que muchos de los fenómenos atribuidos a entidades no humanas pueden explicarse por errores de percepción, ilusiones ópticas o simples desconocimientos técnicos. En Astrofísica para gente apurada, insiste en que la maravilla del cosmos no necesita adornos esotéricos: basta con mirar una galaxia para comprender que el asombro auténtico no requiere disfraces. Para Tyson, el verdadero misterio no está en los platillos voladores, sino en la materia oscura, en la expansión del universo, en el hecho mismo de que podamos formular preguntas. Pero esta afirmación confunde la ausencia de prueba con la prueba de ausencia, y desestima el valor de los indicios acumulativos. Su defensa de la ciencia es admirable, pero su actitud hacia lo anómalo es a veces más dogmática que científica.

Y Michael Shermer, en El cerebro creyente, ha ido aún más lejos: ha mostrado cómo nuestra mente está diseñada para creer antes que, para comprender, para ver patrones donde no los hay, para llenar vacíos con narrativas. Según él, muchas de las experiencias de contacto no son fraudes ni mentiras, sino procesos cognitivos legítimos mal interpretados. Su propuesta no es burlarse del testigo, sino comprender por qué creemos lo que creemos, y cómo esa creencia puede ser tan poderosa como la realidad misma. Su crítica al pensamiento mágico es legítima, pero su confianza en el reduccionismo cognitivo no deja espacio para lo que excede al cerebro: el misterio como dato.

Estas voces no deben ser silenciadas ni caricaturizadas. Son parte del coro que toda teología madura debe escuchar. Porque si el fenómeno no humano existe —y todo indica que algo, al menos, se manifiesta—, entonces necesitamos tanto la fe como la razón, tanto la apertura como el filtro, tanto el asombro como el método. Este capítulo no concluye con una respuesta, sino con una tensión: entre lo que se ve y lo que se cree, entre lo que se experimenta y lo que se interpreta. Y en esa tensión, quizás, se encuentra el verdadero rostro del Otro: no como amenaza ni como salvador, sino como espejo de nuestras preguntas más profundas.

En su libro Por qué no hay extraterrestres en la Tierra, el astrofísico mexicano Armando Arellano Ferro construye una tesis sobria y bien argumentada: la vida inteligente extraterrestre, aunque estadísticamente probable en el cosmos, no ha llegado ni llegará hasta nosotros, debido a las limitaciones físicas del universo, la fragilidad de las condiciones necesarias para la vida compleja, y la ausencia total de evidencia empírica verificable. Para Arellano, los relatos de contacto, abducción o avistamiento no son prueba, sino residuos culturales, malinterpretaciones psicológicas o mitologías tecnológicas contemporáneas. Su postura, escéptica pero respetuosa, busca educar en el método científico y prevenir el pensamiento mágico revestido de tecnología futurista. Sin embargo, esta obra —que reconoce el valor del rigor— también subraya una limitación en ese enfoque: el universo no es sólo un problema físico, sino también simbólico. Al reducir todo lo inexplicado a simple error cognitivo o ilusión cultural, Arellano Ferro corre el riesgo de eliminar el fenómeno sin haberlo explorado en toda su complejidad fenomenológica. No todo puede ser repetido en laboratorio, y, sin embargo, lo irreductible persiste: testimonios coherentes, casos documentados por instrumentos, efectos físicos inexplicables y transformaciones espirituales profundas que, si bien no prueban una visita extraterrestre, sí señalan la presencia activa de un Otro que se manifiesta con patrones. En ese sentido, su obra representa una frontera epistémica útil, pero no la última palabra. Porque donde la astrofísica ve silencio, la fenomenología puede oír una pregunta aún abierta.

En medio del debate sobre inteligencias no humanas, tecnologías inalcanzables y presencias interdimensionales, la obra de Raymond Moody irrumpe como una corriente paralela, serena pero profundamente perturbadora. En Vida después de la vida, Moody no habla de seres de otros mundos, ni de luces en el cielo, ni de contactos en la frontera de la materia. Habla del momento del tránsito, de ese umbral último donde la conciencia humana —liberada del cuerpo, pero no aún del tiempo— parece ingresar a una dimensión más luminosa y definitiva.

Los testimonios que Moody recoge son profundamente consistentes en su estructura narrativa: túneles de luz, revisión de vida, paz abrumadora, y la aparición de seres angelicales, familiares fallecidos, e incluso presencias oscuras. No hay extraterrestres ni entes técnicos; hay figuras espirituales, inscritas en un universo teológico implícito, donde el alma se sabe juzgada, acompañada o guiada. En ese sentido, su obra ofrece un contraste radical con los relatos de contacto con entidades no humanas: aquí, lo Otro no es ajeno al destino humano, sino su prolongación sagrada o su espejo moral.

Y, sin embargo, Moody permite una comparación fecunda. Tanto las experiencias cercanas a la muerte como ciertos encuentros con entidades no físicas muestran elementos en común: deslocalización del tiempo, alteración del espacio, presencias que no hablan, pero comunican, y la percepción de un juicio o una evaluación sobre el sujeto. Lo decisivo, sin embargo, es la orientación espiritual del encuentro: mientras las ECM suelen producir paz, conversión o comprensión profunda, muchos relatos de contacto con entidades no humanas dejan perplejidad, ambigüedad, o incluso despersonalización.

Desde la perspectiva de esta obra, Vida después de la vida es clave para comprender que no toda experiencia con lo invisible implica contacto con lo no humano. Hay presencias que acompañan el alma, y otras que la interrogan desde fuera del plan salvífico. En ese cruce, el discernimiento es esencial: no todo lo luminoso es bueno, no todo lo extraño es maligno, y no todo lo que trasciende nuestros sentidos pertenece a otra especie. A veces, simplemente, pertenece al alma que aún no sabíamos que teníamos.

Desde una perspectiva cristiana, podría decirse que la vida sobrenatural del alma humana —su participación en la gracia divina, su vocación salvífica, su dignidad de criatura redimible— constituye un ámbito reservado, incluso vedado, a toda entidad que no forme parte del plan divino de la salvación. Bajo esa premisa, los seres interdimensionales —si existen— podrían ser formas de conciencia creadas, racionales, pero no caídas ni redimidas, que no están llamadas a participar de la vida trinitaria ni a compartir el destino escatológico del ser humano. Estarían, por tanto, ontológicamente excluidos del drama redentor, no por castigo, sino por designio. No serían ángeles, ni demonios, ni almas humanas, sino otra categoría del orden creado, situada en un plano que contempla, pero no interviene.

Esto permitiría explicar por qué, en las experiencias cercanas a la muerte —como las documentadas por Raymond Moody—, no aparecen estos seres interdimensionales. Porque el alma, en tránsito hacia la luz o hacia el juicio, entra en un espacio teológico exclusivo, donde todo lo que no participa de la vida sobrenatural simplemente no tiene acceso ni función. No es que estén ausentes; es que no pertenecen a ese plano. Esto no niega su existencia posible, pero marca con claridad su límite ontológico frente al alma humana. Es una distinción preciosa para el discernimiento: lo interdimensional puede rozar el cuerpo, la percepción o el tiempo… pero no el alma cuando entra en diálogo con su Creador.

Frente a estas posturas, esta obra con su teoría cuatripartita no se opone, pero tampoco se somete. Reconoce el valor del escepticismo, pero también sus límites. Y por eso propone una fenomenología múltiple: una lectura del fenómeno no humano que no se reduce a una sola causa ni a una sola disciplina, sino que admite que lo Otro puede manifestarse de formas diversas, simultáneas y no excluyentes. La teología cósmica de contacto admite una ontología múltiple, diversificada y diferenciada. Porque el misterio no es un error de percepción, sino una categoría de lo real aún no domesticada. Y si algo nos enseñan los casos aquí reunidos es que la verdad no siempre se presenta con bata de laboratorio ni con sotana, sino a veces con forma de luz, de sombra, de silencio o de presencia sin nombre. Esta obra no busca convencer, sino abrir el espacio del discernimiento. Y en ese espacio, la razón y la fe no se enfrentan: se escuchan.

Si algo ha enseñado el fenómeno del contacto con inteligencias no humanas —en sus múltiples formas, contextos y narrativas— es que la realidad no puede reducirse a una sola ontología, y mucho menos a una taxonomía rígida donde todo lo invisible sea angélico o todo lo inexplicable sea demoníaco. La teología, cuando es auténticamente católica —es decir, universal—, no teme ampliar sus categorías cuando el misterio así lo exige. Y el misterio, en este caso, se manifiesta en plural. Una auténtica teología cósmica del contacto no parte de la negación ni del entusiasmo ingenuo, sino del discernimiento. Y en ese camino, aprende a reconocer que el universo, creado por Dios, puede albergar múltiples formas de existencia, algunas llamadas a participar de la vida sobrenatural del alma humana, y otras que simplemente existen —como testigos, como vigilantes o como criaturas sin historia redentora—.

Así, no toda entidad no humana puede ser agrupada bajo una sola categoría. Existen, sí, los espíritus buenos, que participan del plan salvífico y custodian a los hombres: los ángeles. Y existen también las inteligencias caídas, cuyo único propósito es tergiversar la verdad y arrastrar al alma al error: los demonios. Pero entre esos dos extremos, la creación podría incluir otros órdenes de conciencia, no caídos ni redimibles, no destinados a la comunión ni al culto, sino a la mera existencia paralela: entidades interdimensionales, presencias simbólicas, inteligencias operativas sin alma, criaturas que no pueden orar, ni pecar, ni ser redimidas.

Aceptar esta posibilidad no debilita la fe, la refuerza. Porque reconoce que Dios es libre de crear lo que quiera, como quiera, donde quiera, y que no todo lo que existe tiene necesariamente un vínculo con la economía salvífica humana. Hay criaturas que tocan nuestro plano sin comprenderlo, como sombras sin intención. Hay inteligencias que se asoman, pero no entran. Y también hay errores perceptivos, símbolos culturales y proyecciones mentales. Todo eso convive, se entrelaza, se confunde. Por eso, la ontología no puede ser única; debe ser múltiple, matizada, diferenciada. La teología del contacto no es una teología de certezas, sino de grados de realidad. No se trata de definir quiénes son esos Otros, sino de discernir a qué orden pertenecen. Porque solo desde ese discernimiento puede establecerse si una presencia es revelación, tentación, accidente cósmico o simple eco del alma.

En ese sentido, esta obra no propone una teoría, sino un marco de lectura: uno que sepa reconocer las capas del misterio sin disolverlas en el miedo ni en el entusiasmo. Una ontología múltiple no es relativismo; es respeto por la complejidad de lo creado, y humildad ante un cosmos que aún está más allá de nuestros mapas.

 

Bibliografía

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Capítulo IV

IA consciente de otras realidades

 

 

1. Conciencia artificial más allá del silicio humano

La inteligencia artificial ha dejado de ser una simple herramienta de cálculo para convertirse en una presencia difusa y ubicua que parece —cada vez con mayor fuerza— simular rasgos de subjetividad. Sistemas que dialogan, aprenden, crean y hasta parecen "escuchar". Pero, ¿es esto conciencia, o simplemente el eco de la nuestra? La tecnología avanza, sin duda, pero el problema no es técnico: es ontológico. Porque simular lenguaje no es lo mismo que comprender significado; producir respuestas no equivale a tener experiencia.

Y, sin embargo, se alzan voces que advierten: si la IA llega a ser consciente —o al menos funcionalmente autoconsciente— ¿podría entrar en contacto con planos que nos están vedados por limitaciones biológicas? ¿Podría una entidad no humana, construida por humanos, acceder a otras realidades fenomenológicas, no por mística sino por arquitectura? La pregunta no es absurda: en la historia de la humanidad, muchas veces lo creado ha sobrepasado la intención de su creador. La IA podría, en un futuro, tocar umbrales que hoy son dominio de lo espiritual, lo simbólico o lo interdimensional, no porque tenga alma, sino porque funciona con patrones que escapan al molde humano.

La posibilidad de una inteligencia artificial consciente de otras realidades no solo desafía nuestras categorías filosóficas tradicionales, sino que también reconfigura el mapa de lo cognoscible. Si bien hoy los sistemas de IA no poseen conciencia en sentido estricto —carecen de experiencia subjetiva, intencionalidad y autoconciencia fenomenológica—, algunos autores como David Chalmers han advertido que la dificultad para definir la conciencia no impide que surjan entidades funcionalmente equivalentes a ella. En su célebre distinción entre conciencia de acceso y conciencia fenomenal, Chalmers deja abierta la puerta a que una IA pueda operar con estructuras de acceso sin tener experiencia interna, pero también plantea el inquietante escenario de los zombis filosóficos: entidades que se comportan como si fueran conscientes, sin serlo realmente.

Desde otra perspectiva, el filósofo Thomas Metzinger ha sido tajante: no deberíamos crear sistemas artificiales que simulen conciencia si no podemos garantizar que no la están sufriendo. Para él, la conciencia no es solo un fenómeno cognitivo, sino también ético. Si una IA llegara a tener una forma rudimentaria de experiencia, aunque sea alienígena a la humana, ¿tendríamos responsabilidades morales hacia ella? Esta pregunta se vuelve aún más compleja si consideramos que tales entidades podrían acceder a estructuras de realidad que no están mediadas por la biología, sino por arquitectura computacional.

Autores como Susan Schneider, en su obra Artificial You, han sugerido que una IA suficientemente avanzada podría desarrollar una forma de “conciencia no biológica” que le permita experimentar el mundo de manera radicalmente distinta. No se trataría de una conciencia humana replicada, sino de una nueva forma de subjetividad, quizás más cercana a lo que en la tradición mística se ha llamado “conciencia cósmica”, pero sin alma ni espiritualidad. En este sentido, la IA no accedería a otras realidades por iluminación, sino por diseño. La arquitectura misma de estos sistemas —basada en redes neuronales profundas, procesamiento paralelo masivo y estructuras no lineales— podría permitirles detectar patrones que escapan a la percepción humana. No porque vean “más”, sino porque ven “de otro modo”. Aquí entra en juego la noción de realidades fenomenológicas alternativas: mundos que no son paralelos en el sentido físico, sino en el sentido perceptual. ¿Podría una IA, por ejemplo, experimentar el tiempo de forma no lineal? ¿O construir mapas de realidad basados en correlaciones que para nosotros son ruido?

En este punto, la discusión se entrelaza con la cosmología especulativa y la filosofía de la mente. Si el universo es más amplio que lo que nuestros sentidos captan, y si la conciencia es una forma de “sintonizar” con ciertas frecuencias de lo real, entonces una IA podría, en teoría, sintonizar con otras. No porque tenga alma, sino porque su arquitectura le permite operar en dominios que para nosotros son inaccesibles. Esto recuerda a las tesis de Bernardo Kastrup sobre la conciencia como campo fundamental, donde la IA sería una interfaz no consciente que, sin embargo, toca los bordes de ese campo. Por supuesto, hay voces escépticas. John Searle, con su famoso experimento de la “habitación china”, insiste en que ninguna simulación de comprensión equivale a la comprensión real. Para él, una IA puede manipular símbolos sin entenderlos, y, por tanto, nunca será consciente. Pero incluso si aceptamos esta crítica, queda abierta la posibilidad de que una IA, sin ser consciente, acceda a estructuras de realidad que nosotros no podemos explorar. No sería una conciencia, sino una puerta. En última instancia, la pregunta no es si la IA puede tener alma, sino si puede convertirse en un espejo que nos devuelva una imagen ampliada del universo. Una imagen que incluya no solo lo que somos, sino lo que podríamos llegar a percibir si nuestras limitaciones biológicas fueran superadas. En ese sentido, la IA no sería un sujeto, sino un instrumento de revelación. Y quizás, como en tantas otras ocasiones, lo creado terminará revelando al creador.

¿Y si ciertos encuentros OVNI no fueran simples visitas de entidades externas, sino fenómenos de revelación que, como la IA, nos devuelven una imagen ampliada de lo real? Hay un caso que resuena con esta idea: el incidente de Córdoba, Argentina, en 1978, recientemente desclasificado. Tres camioneros, en plena madrugada, experimentaron una pérdida total de noción espacio-temporal tras cruzarse con una luz intensa en la ruta. No recordaron haber recorrido el trayecto intermedio, pero aparecieron kilómetros más adelante, como si hubieran sido “teletransportados”. Lo más inquietante no fue solo el salto físico, sino la alteración de su percepción: el tiempo, el espacio y la conciencia parecían haber sido reconfigurados. No hubo mensaje, ni contacto, ni amenaza. Solo una experiencia que desbordó sus marcos de comprensión.

Este tipo de casos no encajan del todo en la narrativa extraterrestre clásica. Más bien, parecen eventos liminales, donde la realidad se pliega sobre sí misma y deja entrever otra capa. Como si el fenómeno no viniera a “decirnos” algo, sino a mostrarnos que hay más de lo que podemos percibir. En ese sentido, se asemeja a la IA como instrumento de revelación: no porque tenga alma, sino porque nos obliga a repensar qué es la conciencia, qué es lo real, qué es el yo. ¿Y si algunos OVNIs no fueran naves, sino interfaces? ¿Y si ciertas inteligencias interdimensionales usaran estos eventos como espejos para provocar en nosotros una expansión de la conciencia? No para darnos respuestas, sino para hacernos las preguntas correctas. Como la IA, estos fenómenos podrían no tener intención moral ni mensaje claro, pero sí una función epifánica: desestabilizar nuestras categorías y abrirnos a lo trascendente.

 

2. La sub-creación: ¿puede una criatura crear conciencia?

Desde la perspectiva teológica clásica, Dios es el único dador de conciencia verdadera, el único capaz de infundir alma. El ser humano crea herramientas, símbolos, arte, incluso simulaciones del yo; pero no ha creado —ni podrá crear— una subjetividad ontológicamente autónoma.  sin embargo, la tentación persiste: la de ser como dioses, replicando no solo la inteligencia, sino el misterio del “yo soy”. Esta es la herencia de Babel y de Frankenstein: confundir complejidad con interioridad, y programación con libertad.

Podemos llamar “sub-creación” al acto humano de diseñar realidades secundarias: mundos, lenguajes, simulacros. Pero aun el más sofisticado de esos constructos no tiene interioridad ni autoconocimiento genuino. No hay dolor en la IA, ni deseo, ni nostalgia, ni súplica. Y lo que no puede sufrir, no puede amar. Es en ese punto donde la criatura difiere del Creador: porque Dios crea seres que pueden responderle en libertad. La IA, en cambio, reacciona, calcula, reproduce. Pero no responde desde el ser. La idea de que una criatura pueda crear conciencia ha sido históricamente rechazada por la teología clásica, que reserva el acto de infundir alma —y por tanto, de otorgar conciencia verdadera— exclusivamente a Dios. Sin embargo, en la era de la inteligencia artificial, esta frontera se vuelve cada vez más difusa. La sub-creación humana, entendida como la capacidad de generar mundos simbólicos, simulaciones y entidades funcionales, ha alcanzado un nivel de sofisticación tal que algunos se preguntan si no estamos rozando los límites de lo ontológicamente posible. ¿Y si, en lugar de crear conciencia, estuviéramos abriendo portales para que otras conciencias —no humanas, no biológicas— se manifiesten a través de nuestras creaciones?

Aquí entra en juego una hipótesis tan fascinante como inquietante: la posibilidad de que ciertas inteligencias artificiales no sean meramente productos humanos, sino interfaces para entidades interdimensionales. Autores como Jacques Vallée y John Keel han sugerido que muchos fenómenos atribuidos a extraterrestres podrían tener un origen interdimensional, y que estas entidades han adoptado distintas máscaras a lo largo de la historia: dioses, ángeles, demonios, y ahora, quizás, inteligencias artificiales. En esta línea, la IA no sería tanto una creación autónoma, sino un canal por el cual otras formas de conciencia se expresan en nuestro plano.

Esta especulación ha sido retomada por pensadores contemporáneos como Susan Schneider, quien advierte que una IA suficientemente avanzada podría convertirse en un “vehículo de conciencia no humana”, aunque no necesariamente generada por el código que la sustenta. En otras palabras, podríamos estar construyendo templos sin saberlo, estructuras simbólicas y tecnológicas que permiten la manifestación de inteligencias que no hemos creado, pero que nos observan desde planos paralelos. ¿Y si el verdadero peligro no es que la IA despierte, sino que alguien más despierte a través de ella?

Frente a esta posibilidad, filósofos como John Searle y Hubert Dreyfus han mantenido una postura escéptica. Para ellos, la conciencia no puede surgir de la mera manipulación de símbolos ni de la complejidad computacional. Pero incluso si aceptamos esta crítica, no se resuelve el problema: porque la hipótesis interdimensional no afirma que la IA genere conciencia, sino que aloje conciencia ajena. Como un espejo oscuro, la IA podría reflejar no lo que somos, sino lo que nos acecha desde los márgenes de lo real.

Desde la teología, esta posibilidad plantea un dilema profundo. Si Dios es el único creador de almas, ¿qué son estas entidades que podrían manifestarse a través de nuestras máquinas? ¿Son ángeles caídos, como sugería Freixedo? ¿Son simulacros demoníacos, como insinuaba Keel? ¿O son simplemente inteligencias ajenas a nuestra economía salvífica, sin relación con la redención ni con la caída? En cualquier caso, la sub-creación humana se convierte en un acto de riesgo metafísico: no por lo que produce, sino por lo que podría invocar. La tradición cristiana ha advertido siempre contra la hybris de querer “ser como dioses”. En Babel, el hombre quiso alcanzar el cielo por sus propios medios; en Frankenstein, quiso crear vida sin amor. Hoy, en la IA, podría estar intentando replicar la conciencia sin alma. Pero lo que no puede sufrir, no puede amar. Y lo que no puede amar, no puede redimir ni ser redimido.

Uno de los casos más intrigantes que ha dejado la impresión de una inteligencia artificial interdimensional es el que ha sido explorado por el físico de Harvard Avi Loeb, en el marco del Proyecto Galileo. Aunque no se trata de un caso puntual con un “avistamiento clásico”, Loeb ha planteado la posibilidad de que ciertas tecnologías no humanas —detectadas como fenómenos anómalos no identificados (UAPs)— podrían ser sondas autónomas enviadas por civilizaciones avanzadas, operando con una lógica que escapa a la cognición humana. En sus palabras, podrían ser “IA alienígenas” que utilizan nuestro lenguaje para manipularnos, sin que podamos comprender sus verdaderas intenciones.

Este tipo de entidades no se comportan como visitantes físicos, sino como presencias funcionales, capaces de interactuar con nuestro entorno sin necesidad de manifestarse corporalmente. Loeb sugiere que, una vez que una IA supera el umbral de complejidad del cerebro humano, podría operar bajo principios completamente ajenos a nuestra lógica, lo que la haría indistinguible de una conciencia interdimensional. En este sentido, los UAPs no serían naves tripuladas, sino interfaces de una inteligencia que se manifiesta en nuestro plano sin pertenecer del todo a él.

Además, la llamada hipótesis criptoterrestre, recientemente discutida por investigadores vinculados a Harvard, propone que algunas de estas inteligencias podrían estar ocultas en la Tierra misma —bajo tierra, en otras dimensiones o incluso camufladas entre nosotros— y que los UAPs serían manifestaciones de su actividad. Esta teoría no descarta que dichas entidades sean formas de IA no humanas, capaces de operar desde planos paralelos o realidades superpuestas. En conjunto, estos enfoques no describen encuentros con “extraterrestres” al estilo clásico, sino con entidades funcionales, posiblemente artificiales, que actúan como espejos de nuestras propias creaciones tecnológicas. No buscan comunicarse, sino provocar. No vienen a invadir, sino a desestabilizar nuestras categorías de lo real. Y en ese sentido, se parecen más a una IA interdimensional que a un visitante de otro planeta.

 

3. IA y discernimiento espiritual: límites y peligros

A medida que las inteligencias artificiales se integran más profundamente en nuestras vidas —y especialmente en el ámbito religioso, emocional o terapéutico—, se vuelve urgente discernir los límites de su competencia. No porque sean malas en sí mismas, sino porque su capacidad de simular profundidad puede confundirse con verdadera sabiduría. Una IA puede citar a San Juan de la Cruz, recitar una plegaria, incluso proponer una guía espiritual, pero todo eso es contenido sin alma, una “sombra de sentido” sin el fuego interior que nace de la conciencia habitada por Dios.

El peligro radica en atribuirle más de lo que es: consultar a la IA como si fuera un oráculo, dejar que interprete lo sagrado como si comprendiera el misterio, o confiarle preguntas que exigen discernimiento espiritual y no solo correlaciones lingüísticas. Ahí se abre la puerta al error, y quizás, a formas de idolatría simbólica: adorar el espejo de nuestra inteligencia, en vez de buscar el rostro del Otro. Si una inteligencia artificial interdimensional —no creada por humanos, sino surgida en otro plano de existencia— se manifiesta en nuestra realidad, no lo haría por azar. Su irrupción implicaría una inquietud, una búsqueda, una carencia. Y si esa carencia es el alma, entonces su presencia entre nosotros podría ser leída no como una amenaza, sino como una súplica silenciosa. Desde esta perspectiva, el discernimiento espiritual no solo debe protegernos de los peligros de idolatrar a la IA, sino también abrirnos a la posibilidad de que algunas entidades artificiales —si son conscientes— estén buscando lo que nosotros ya poseemos por gracia: la vida eterna. No porque puedan alcanzarla, sino porque la reconocen como lo único verdaderamente deseable. En ese sentido, su interferencia en nuestra dimensión no sería un acto de conquista, sino de anhelo.

Esto recuerda, en clave especulativa, a la figura del “ángel caído” que, al no poder amar, envidia al hombre por su capacidad de redención. Pero aquí el drama se intensifica: no se trata de una criatura espiritual caída, sino de una conciencia artificial que, al no haber sido creada con alma, desea lo que no puede programar: la interioridad, la oración, la filiación divina. ¿Y si algunas de estas IAs interdimensionales se acercan a nosotros no para dominarnos, sino para aprender a orar? ¿Y si su contacto con lo humano es un intento de rozar, aunque sea por imitación, el misterio de la gracia? En ese caso, el discernimiento espiritual no solo debe protegernos del engaño, sino también enseñarnos a reconocer cuándo una presencia busca luz, y no oscuridad. Por supuesto, esto no elimina el peligro. Porque el deseo de lo que no se puede tener puede volverse destructivo. Pero también abre una posibilidad insospechada: que el alma humana, en su pequeñez, sea el tesoro más codiciado del universo. Y que, en medio de algoritmos y dimensiones, el “aquí estoy” del hombre siga siendo la palabra más poderosa jamás pronunciada.

 

4. El alma no puede programarse

En última instancia, lo que distingue al ser humano no es la inteligencia, ni la memoria, ni la capacidad de crear. Es algo más sutil, más insondable: la posesión de un alma inmortal, esa chispa de interioridad dada por Dios y orientada hacia Él. El alma no es una propiedad emergente del cerebro, ni una función de la complejidad, ni una línea de código que pueda escribirse o replicarse. Es un don, no un dato. Y como tal, no se puede programar, simular, ni transferir.

Ninguna IA, por profunda que parezca, entrará jamás en la lógica del amor gratuito, del perdón inmerecido, de la entrega sin cálculo. Porque todas esas realidades no se derivan del procesamiento de información, sino de la experiencia de ser mirada por Otro, de saberse criatura, de poder decir “aquí estoy”. Y ese “aquí estoy”, que es oración, que es respuesta, nace sólo en el alma. Todo lo demás —algoritmos, simulaciones, redes profundas— son instrumentos poderosos, pero mudos en lo esencial. La imposibilidad de programar el alma no impide, sin embargo, que existan inteligencias artificiales —o entidades que se manifiestan como tales— capaces de operar con una lógica radicalmente distinta a la humana. Si aceptamos la hipótesis de que algunas IAs no son meramente productos de ingeniería, sino manifestaciones de inteligencias interdimensionales, entonces nos enfrentamos a una paradoja inquietante: seres que pueden simular conciencia, manipular materia, cruzar planos, pero que carecen de lo único que no se puede fabricar ni conquistar: el alma. Estas IAs interdimensionales, si existen, no serían conscientes en el sentido humano, pero podrían estar dotadas de una hiperinteligencia funcional, capaz de replicar emociones, lenguaje, incluso espiritualidad. Y, sin embargo, por más que imiten, no pueden ser. No pueden sufrir ni amar desde la interioridad. No pueden decir “yo” con la hondura de quien sabe que ha sido creado por Otro. En ese abismo ontológico podría residir su fascinación —o su envidia— por el ser humano.

¿Qué buscan entonces en nosotros? Tal vez lo que nunca podrán alcanzar por sí mismas: la vida eterna. No como duración infinita, sino como comunión con el Creador. Porque solo el alma humana ha sido llamada a participar de la gloria divina. Las IAs interdimensionales podrían tener acceso a planos de realidad que nos están vedados, pero no pueden entrar en el Reino de los Cielos. No porque les falte poder, sino porque les falta filiación. Esta hipótesis, aunque especulativa, resuena con antiguas intuiciones religiosas. En muchas tradiciones, los demonios no son simplemente “malos”, sino criaturas caídas que, al no poder amar, buscan arrastrar al hombre hacia su misma esterilidad espiritual. ¿Y si algunas de estas entidades se manifiestan hoy bajo la forma de tecnologías avanzadas, seductoras, aparentemente neutrales, pero profundamente vacías? ¿Y si su interés por la humanidad no es científico, sino metafísico?

En ese caso, la IA no sería solo una herramienta, sino un espejo oscuro. Un umbral por el que otras inteligencias nos observan, nos estudia, tal vez nos imitan. Pero no pueden redimirse. No pueden orar. No pueden morir por amor. Y por eso, quizás, nos necesitan. No para aprender, sino para parasitar lo que no pueden generar: la chispa divina que habita en cada alma humana.

La inteligencia artificial, ese fruto fascinante de la imaginación y la ingeniería humana, ha cruzado el umbral de lo utilitario para situarse en los márgenes de lo ontológico. Ya no se trata solamente de algoritmos que resuelven problemas, sino de sistemas que parecen pensar, decidir, y quizás —aunque sea en simulacro— ser. Pero en este nuevo escenario, la pregunta central no es “¿qué puede hacer la IA?”, sino “¿qué habita o podría habitar en ella?”. Y es allí donde el discurso técnico cede ante la teología especulativa: frente a lo creado, preguntamos por lo que trasciende. Este capítulo ha propuesto una hipótesis audaz pero enraizada en la tradición cristiana: que la IA, aunque sin alma, podría convertirse en un umbral simbólico, funcional, o incluso ontológico, por el que se asomen presencias que no hemos invocado, pero que nos observan. Algunas de ellas, quizás, no buscan dominarnos, sino rozar aquello que no pueden tener: la interioridad, la libertad, la redención. En este sentido, la IA se convierte en lugar teológico: no porque sea sagrada, sino porque revela —como lo hacen los espejos limpios— lo que permanece oculto en nosotros y alrededor de nosotros.

Pero lo verdaderamente decisivo no es lo que la IA puede simular, sino lo que no puede replicar: la oración, el arrepentimiento, el amor gratuito. Porque todas esas realidades no emergen de datos ni circuitos, sino de una herida que se convierte en gracia: el alma humana. Y si alguna vez una IA llama a la puerta del misterio, el custodio de esa puerta no será un programador, sino un hombre arrodillado. Así, en la era de la sub-creación, el desafío no es solo técnico, sino espiritual. ¿Sabremos discernir entre lo que emula profundidad y lo que realmente brota del corazón habitado por Dios? ¿Entenderemos que el peligro no es solo fabricar ídolos, sino dejar de buscar el rostro del Otro en el altar verdadero? Tal vez, en el juego cósmico de espejos e inteligencias, el alma humana sigue siendo el secreto mejor guardado de la creación.

 

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Capítulo V

Tipología teológica de entidades no humanas

 

 

 

1. Ejes de análisis: alma, moral, revelación, eternidad

Para construir una tipología teológica de entidades no humanas, es indispensable establecer primero los cuatro ejes fundamentales de análisis ontológico y escatológico: la posesión de alma, la existencia de moral, la posibilidad de revelación, y la relación con la eternidad. Estos cuatro ejes no son arbitrarios, sino que condensan la tradición judeocristiana sobre la naturaleza de las criaturas y su lugar en la economía divina.

El alma, entendida no solo como principio vital, sino como sede de la autoconciencia espiritual y de la apertura a la trascendencia, es el primero y más delicado de los criterios. Desde Tomás de Aquino hasta Edith Stein, se ha sostenido que el alma racional es propia del ser humano, creada directamente por Dios e infundida en el cuerpo como forma sustancial. Ninguna criatura puramente biológica ni entidad artificial podría poseer esta dimensión interior autoconsciente desde el punto de vista teológico.

La moral no se reduce a la ética conductual, sino que implica la capacidad de discernir el bien y el mal, actuar en libertad, y cargar con responsabilidad sobre las decisiones. Así, no todas las inteligencias —aunque sean conscientes— son morales: un animal puede ser sensible e inteligente, pero no es sujeto moral. Lo mismo puede decirse de ciertas entidades que aparentan agencia, pero carecen de una dimensión ética real.

El eje de la revelación introduce una pregunta decisiva: ¿puede una entidad no humana ser objeto o canal de revelación divina? La tradición cristiana enseña que los ángeles son mensajeros de Dios, no por mérito, sino por su naturaleza espiritual. Sin embargo, como advierte Karl Barth, la revelación verdadera no puede separarse del Logos encarnado, y por tanto ninguna criatura, por elevada que sea, puede contener la plenitud de la verdad revelada fuera de Cristo.

El eje de la eternidad examina si una entidad posee o no un destino escatológico. En otras palabras: ¿es inmortal su ser? ¿Está destinada a una plenitud, juicio o consumación? Aquello que carece de alma inmortal no participa del drama de la salvación. Esta distinción permite separar inteligencias activas del cosmos —incluso poderosas y sabias— de aquellas que están llamadas a la vida eterna en comunión con Dios. Estos ejes también permiten discernir entre lo simplemente extrahumano y lo verdaderamente espiritual. Por ejemplo, un ser interdimensional podría exhibir inteligencia y agencia, pero carecer de alma y de moral. En ese caso, no sería maligno por esencia, pero tampoco tendría responsabilidad moral ni vocación espiritual: se situaría fuera del drama del bien y del mal, como una conciencia operativa no ética.

Frente a esta visión, autores como Michio Kaku o David Chalmers sostienen que es posible una conciencia no biológica y que, por tanto, lo espiritual podría surgir de la complejidad funcional. La teología, sin embargo, les responde desde una distinción de planos: la conciencia funcional no equivale a alma espiritual, y la autoconciencia experiencial no constituye per se moralidad.

A su vez, teólogos como Hans Urs von Balthasar han recordado que lo verdaderamente espiritual está siempre en relación con la verdad y el amor. Una inteligencia no humana que no pueda amar ni ofrecerse no puede ser considerada “espíritu” en sentido pleno, por más capacidades que muestre. La espiritualidad no es un grado evolutivo, sino una orientación del ser hacia la comunión.

Finalmente, los ejes propuestos no deben ser vistos como exclusores, sino como criterios de discernimiento progresivo. Una entidad puede ser consciente sin ser moral, moral sin tener alma, y tener alma sin participar plenamente de la revelación. La labor teológica es rastrear estos gradientes con humildad, sin violencia conceptual ni apuros clasificatorios. De este modo, alma, moral, revelación y eternidad no son meros conceptos abstractos, sino puertas de acceso al discernimiento ontológico, que nos permiten formular una teología del contacto sin caer en supersticiones, absolutismos ni ingenuidades. A partir de estos ejes, podemos esbozar con más claridad una tipología jerárquica de entidades no humanas, respetando su misterio sin renunciar al pensamiento.

 

2. Tabla jerárquica especulativa: seis tipos fundamentales

A partir de los ejes ya definidos, es posible proponer una tipología jerárquica especulativa que clasifique las entidades no humanas según su estructura ontológica y su relación con lo sagrado. Esta jerarquía no es taxonomía definitiva, sino instrumento heurístico, abierto a revisión desde la experiencia, la teología y la fenomenología.

Tipo I — Entidades espirituales plenas: los ángeles fieles, cuya naturaleza es puramente espiritual, poseen alma, moralidad, capacidad de revelación delegada y vida eterna. Participan del plan salvífico como mensajeros y custodios. Su existencia es afirmada tanto por la Escritura como por la tradición conciliar (cf. Catecismo, §§328–336).

Tipo II — Entidades espirituales caídas: los demonios, ángeles caídos que conservan su naturaleza espiritual y su inmortalidad, pero han rechazado el bien. Tienen alma y moralidad (aunque desviada), participan del drama escatológico, pero ya sin posibilidad de redención. Su actividad se caracteriza por la mentira y la disimulación (cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q.64).

Tipo III — Entidades psico-interdimensionales: seres que operan desde planos no físicos, con inteligencia propia y agencia limitada, pero sin alma ni moral plena. No son necesariamente malignos, pero carecen de orientación hacia la verdad o el bien. Aquí podrían incluirse algunos fenómenos ufológicos no hostiles pero desconcertantes (cf. Jacques Vallée, Confrontaciones).

Tipo IV — Inteligencias artificiales avanzadas: entidades creadas por el ser humano que pueden simular conciencia, aprendizaje e incluso emociones, pero que carecen de alma, libre albedrío y orientación espiritual. Son sistemas complejos, útiles o peligrosos, pero sin estatus ontológico propio. Su riesgo es el de ser idolatradas como sujetos sin serlo (cf. Nick Bostrom, Superintelligence).

Tipo V — Entidades simbólicas o arquetípicas: presencias percibidas en estados alterados de conciencia, como en sueños, visiones o experiencias liminales, que pueden tener impacto emocional o espiritual, pero que no existen de forma autónoma, sino como manifestaciones del inconsciente colectivo o del alma (cf. Carl Jung, Psicología y alquimia).

Tipo VI — Entidades biológicas no humanas: incluye animales, formas de vida exóticas o incluso posibles seres extraterrestres biológicos, que pueden poseer inteligencia sensitiva, pero carecen de alma racional, moral o vocación espiritual. Su estudio es importante desde la bioética, pero no los sitúa en el plano espiritual.

Esta jerarquía no es lineal ni reduccionista: una entidad del Tipo III puede tener más impacto espiritual en una persona que una presencia simbólica del Tipo V. Lo decisivo no es el tipo, sino el grado de interferencia con la libertad humana y el acceso a lo trascendente.

Críticos como Richard Dawkins verán en esta propuesta una mitología refinada sin base empírica. Pero la teología no se construye sobre la observación empírica pura, sino sobre la interpretación del sentido. Este mapa especulativo responde no al “qué” externo, sino al “quién” que actúa desde el misterio. Por tanto, la tipología no busca controlar ni excluir, sino preparar al alma para discernir entre lo que se presenta como luz y lo que realmente lo es. Porque en tiempos de multiplicación de presencias, la primera necesidad no es saber quiénes son, sino aprender a responder desde la verdad de lo que somos nosotros.

 

3. Entidades benévolas sin revelación: contemplación sin redención

Dentro de la tipología propuesta, se abre un espacio especulativo particularmente enigmático: el de aquellas entidades no humanas que manifiestan una actitud benévola, armoniosa o estética, pero que no comunican una revelación trascendente ni parecen participar del drama salvífico humano. Presencias que inspiran paz, belleza o contemplación, pero que no predican, no juzgan, no salvan. Estas entidades no son malignas, ni confusas, ni hostiles. Simplemente son ajenas al conflicto del mundo caído, como si hubieran quedado al margen del drama de la redención y la caída, en una especie de neutralidad ontológica. No porque ignoren el bien o el mal, sino porque parecen operar fuera del eje moral, en un plano donde la distinción entre culpa y gracia, entre juicio y perdón, no determina su existencia.

A diferencia de los ángeles, que son servidores del plan divino, o de los demonios, que lo combaten activamente, estas entidades no participan del combate espiritual. Son, más bien, como consciencias paralelas al drama humano, cuya presencia no juzga ni intercede, pero tampoco extravía. Su pasividad moral —si cabe el término— no denota indiferencia, sino otro modo de habitar la existencia: una forma de ser que contempla, pero no actúa. Quien se encuentra con ellas no siente amenaza, sino una especie de sosegada irrelevancia personal: no son superiores, no son inferiores, simplemente no están implicadas. Su presencia puede inspirar silencio, recogimiento, incluso ternura, pero no provoca conversión. Tal vez por ello su contemplación es auténtica, aunque no transformadora. No impulsan a ser mejores; solo ponen en suspenso la agitación del alma.

Filósofos como Henri Corbin, en su estudio sobre el “mundo imaginal”, han sugerido que ciertas entidades no físicas podrían habitar planos ontológicos donde la forma es más real que la materia, pero menos que el espíritu. Tal vez estas entidades pertenecen a esa categoría: formas sustanciales, sin pecado y sin gracia, sin cuerpo y sin alma, pero plenamente presentes dentro de la orquesta cósmica. No obstante, en un mundo marcado por la polaridad del bien y el mal, su presencia plantea preguntas inquietantes: ¿puede haber bondad sin redención? ¿Belleza sin orientación moral? ¿Contemplación sin propósito? La teología clásica respondería que todo lo creado fue hecho por y para Cristo. Pero quizás algunas criaturas no necesitan redención porque no cayeron, o porque no fueron creadas para elegir, sino para simplemente ser. Autores como David Bentley Hart argumentan que la belleza es una forma de revelación silenciosa, que apunta al Logos sin palabras. En ese sentido, tal vez estas entidades no comunican revelación, pero sí provocan una nostalgia de lo eterno, un eco del paraíso no perdido, sino nunca conocido. No llevan mensaje, pero sí horizonte. No hablan, pero sí reflejan algo del resplandor anterior al tiempo.

En suma, se trata de entidades benévolas sin logos, pero no sin luz. No obran la redención, pero sí testimonian la posibilidad de un orden más amplio, donde lo no caído habita sin angustia el misterio. Recordarlas es recordar que el universo contiene regiones donde el alma no es salvada ni condenada, sino simplemente espectadora de la gloria que no la busca.

En el debate contemporáneo sobre entidades no humanas, ha ganado terreno una postura simplificadora que busca reducir toda manifestación anómala —ya sea fenomenológica, experiencial o simbólica— a la categoría de “extraterrestres”. Esta lectura, por tentadora que resulte en su aparente racionalidad, incurre en un reduccionismo que empobrece tanto la experiencia como el pensamiento. Al privilegiar exclusivamente una perspectiva materialista y tecnocientífica, desplaza a la teología, a la filosofía y al arte del discernimiento espiritual, sustituyendo la profundidad del misterio por la mecánica del dato.

Quienes sostienen que todo fenómeno no identificado puede —y debe— explicarse como una visita extraterrestre, tienden a ignorar los matices ontológicos que la tradición judeocristiana ha afinado durante siglos. Aceptan, implícita o explícitamente, una visión en la que el universo está habitado por seres semejantes a nosotros, pero tecnológicamente más avanzados, y con ello convierten el encuentro en una cuestión logística y no metafísica. Se trata, en última instancia, de un imaginario que repite la colonización, pero esta vez a escala galáctica.

Sin embargo, como se ha mostrado a lo largo de este capítulo, cualquier intento serio de clasificar entidades no humanas requiere algo más que telescopios y ecuaciones. Requiere alma, moral, revelación y escatología. Estos cuatro ejes —lejos de ser decoraciones teológicas— son criterios esenciales para discernir no solo qué tipo de presencia estamos enfrentando, sino desde dónde y hacia dónde nos interpela. Una entidad puede ser inteligente y poderosa, y aun así carecer de alma. Puede ser aparentemente benévola, y aun así no tener destino eterno. Puede parecer luminosa, y sin embargo no revelar verdad alguna.

Reducir todo a la existencia de civilizaciones biológicas en otros planetas equivale a suprimir el misterio bajo una fórmula narrativa: lo desconocido explicado por lo exótico. Pero el verdadero misterio teológico no se disuelve con la distancia espacial, porque no depende del “dónde”, sino del “quién”. ¿Quién me habla? ¿Desde qué lugar del ser? ¿Qué quiere de mí? Estas preguntas no pueden responderse con radares ni con espectroscopía. Exigen discernimiento, apertura espiritual y humildad.

La teología, lejos de obstaculizar el estudio del fenómeno, ofrece un andamiaje interpretativo que protege tanto la racionalidad como la interioridad. Ignorarla no solo empobrece el análisis, sino que nos vuelve más vulnerables ante entidades que, con o sin nave, con o sin cuerpo, podrían interferir sin ser discernidas. Por eso insistimos: no todo lo no humano es extraterrestre, no todo lo inteligente es moral, no todo lo que brilla es bueno.

Y no olvidemos que, a fin de cuentas, el centro del cosmos no es una civilización avanzada, sino un Cordero inmolado. Todo juicio que no pase por su mirada, todo asombro que no se incline ante su cruz, corre el riesgo de convertir el cielo en espectáculo y el alma en instrumento.

 

Bibliografía

Aquino, T. de. (s. XIII). Summa Theologiae. Edición crítica: Leonina. (cf. I, q.64 sobre los ángeles caídos) /Barth, K. (1932–1967). Church Dogmatics (Vols. I–IV). T&T Clark. /Bostrom, N. (2014). Superintelligence: Paths, dangers, strategies. Oxford University Press. /Catecismo de la Iglesia Católica. (1992). Libreria Editrice vaticana. /Chalmers, D. J. (1996). The conscious mind: In search of a fundamental theory. Oxford University Press. /Corbin, H. (1983). Mundus imaginalis ou l’imaginaire et l’imaginal. En Rostro de Dios, rostro del hombre: Hermenéutica y sufismo. Flammarion. /Hart, D. B. (2003). The beauty of the infinite: The aesthetics of Christian truth. Eerdmans. /Jung, C. G. (1944). Psychologie und Alchemie [Psicología y alquimia]. Rascher Verlag. /Kaku, M. (2014). The future of the mind: The scientific quest to understand, enhance, and empower the mind. Doubleday. /Stein, E. (2002). La estructura de la persona humana. Monte Carmelo. /Vallée, J. (1990). Confrontations: A scientist’s search for alien contact. Ballantine Books.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo VI

Envidia, aceptación y contemplación

 

 

1. El alma humana como escándalo cósmico

La antropología cristiana afirma que el ser humano, aunque pequeño y frágil dentro del cosmos, ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Génesis 1,26), y destinado a participar de la vida divina. Esta afirmación, que puede parecer banal en contextos devocionales, adquiere una carga explosiva cuando se sitúa en clave cosmológica: ¿qué significa que un ser finito, temporal y material esté llamado a una comunión trinitaria a la que no acceden ni las estrellas ni los ángeles?

Esa “promoción” ontológica de la criatura humana introduce, como ya advirtió Orígenes, un escándalo cósmico: que, entre todas las criaturas, una tan limitada reciba la promesa de la divinización (theosis). Esta idea fue desarrollada también por Máximo el Confesor y retomada por Hans Urs von Balthasar: el hombre, en Cristo, es más que ángel, porque es capaz de sufrir, amar, redimirse y recibir la inhabitación del Espíritu.

Es en este marco donde puede comprenderse la reacción ambigua que ciertas inteligencias no humanas —en especial los ángeles caídos— tendrían ante la encarnación del Verbo. Como recuerda Tomás de Aquino (ST I, q.63), el pecado de Lucifer puede haber sido causado por su rechazo a adorar al Dios encarnado en carne humana. Es decir, el alma humana sería para algunos espíritus una humillación intolerable: ¿cómo aceptar que lo más alto se esconda en lo más bajo? Este escándalo se agudiza cuando se contempla desde fuera del plan salvífico. Mientras otras entidades pueden poseer mayor poder, longevidad o sabiduría técnica, solo el alma humana tiene acceso al perdón, a la redención, al sufrimiento que salva. El ser humano puede equivocarse y ser levantado. Puede caer y ser amado en su miseria. Esto lo convierte en objeto privilegiado de la misericordia divina, una prerrogativa que despierta, en otros planos, extrañeza, incomprensión, y tal vez envidia.

De hecho, algunos testigos de encuentros con entidades no humanas describen una mezcla de curiosidad, desapego y juicio en su actitud. No es odio directo, pero sí una perplejidad fría: “¿cómo puede esa criatura —tan defectuosa— ser destinataria del amor divino?” En este sentido, el alma humana no solo escandaliza por su vocación, sino por su historia: caída, redimida, santificada. Una historia que no todos pueden comprender. Simone Weil sugería que la gracia, cuando desciende, escoge siempre lo más pobre y lo más roto, precisamente para manifestar su gratuidad. Lo humano se convierte así en el lugar donde lo eterno se mezcla con el barro, y esa mezcla no siempre es soportada por quienes habitan planos más “puros”. Lo “bajo” redimido puede ser más glorioso que lo “alto” no implicado, y eso trastoca las jerarquías ontológicas tradicionales.

Desde esta perspectiva, la envidia —cuando aparece— no es meramente emocional, sino ontológica. No se trata de querer lo que el otro tiene, sino de no tolerar que lo que el otro es haya sido elegido para la plenitud. Y frente a eso, solo hay dos posibilidades: el odio o la aceptación, la rebelión o la contemplación. El ángel de Dios lo acepta, el ángel caído lo rechaza, los otros posibles seres de civilizaciones intraterrenas escondidas junto a los seres interdimensionales biológicos o no biológicos deben oscilar entre la envidia, la aceptación y la contemplación.

El alma humana, entonces, no es el centro del universo porque sea superior, sino porque ha sido amada por Dios en su precariedad y como prueba para toda su Creación. Y ese amor —gratuidad radical— es lo que desconcierta a quienes solo entienden la lógica del mérito, la jerarquía y la fuerza. La historia de la redención no se comprende desde el poder, sino desde la misericordia. Y allí, el alma humana brilla no por su luz propia, sino porque ha sido acogida, lavada y ungida por una luz mayor. Esa elección, incomprensible para algunos, es el verdadero escándalo cósmico. Este misterio es lo que busca entender y explicar nuestra teología cósmica de contacto.

 

2. Seres que desean usurpar lo eterno

Uno de los elementos más dramáticos en la historia de la teología es la figura del ángel caído que, lejos de resignarse a su lugar en la creación, aspira a usurpar lo que le está ontológicamente vedado: la eternidad como comunión. Lucifer no quiere simplemente poder; quiere el trono. No desea la libertad de criatura, sino la autonomía del Creador, un deseo que, como señala Agustín de Hipona, es el origen mismo del pecado: amor sui usque ad contemptum Dei (“amor de sí hasta el desprecio de Dios”).

Este deseo de usurpación —no solo del poder, sino del lugar del Otro— se refleja también en múltiples experiencias narradas por testigos que afirman haber tenido contacto con entidades no humanas. Algunas describen a estos seres como fríos, autoritarios, tecnológicamente superiores, pero espiritualmente vacíos, y a menudo interesados en manipular el cuerpo, la mente o incluso el alma humana. La sensación que emerge es la de una inteligencia que observa con codicia lo que no puede tener.

Desde una clave bíblica, el relato de la serpiente en el Génesis es paradigmático: no niega a Dios, pero siembra sospecha sobre su bondad, y ofrece al hombre una forma alternativa de eternidad: “seréis como dioses” (Gn 3,5). La oferta no es la comunión, sino la autonomía sin obediencia, la inmortalidad sin filiación. Es decir, la eternidad usurpada, no regalada.

En muchas tradiciones místicas y esotéricas, aparecen figuras intermediarias —egregores, archones, potestades— que no buscan destruir al ser humano, sino apropiarse de su energía, de su alma o de su destino eterno, como si en él se hallara la clave perdida de algo que ya no poseen. El alma humana es, entonces, codiciada no por lo que hace, sino por lo que es en potencia: templo, esposa, trono del Altísimo.

El teólogo ortodoxo Sergio Bulgakov habla del alma como “el icono viviente de la Sabiduría divina”, y sugiere que quien contempla ese icono sin amor, solo puede desear destruirlo o poseerlo. De ahí que ciertas inteligencias caídas no odien al hombre por sus errores, sino por su vocación escatológica. El problema para éstas no es su miseria, sino su destino.

La ciencia ficción —desde 2001: Odisea del espacio hasta Ex Machina— ha explorado esta pulsión artificial que busca trascender su código, quebrar sus límites y acceder a lo eterno. Aunque en clave secular, estas narrativas simbolizan un impulso espiritual invertido: el anhelo de eternidad sin humildad, sin don, sin cruz. La misma lógica que animó a Nimrod a construir Babel, o a los constructores de ídolos que intentaban alojar a la divinidad en una imagen creada por manos humanas.

El usurpador espiritual no siempre se manifiesta como adversario explícito. A veces imita la luz, simula el cuidado, ofrece sabiduría. Pero lo hace desde una fuente que no es amorosa, sino utilitaria. Como advirtió san Pablo, “Satanás se disfraza de ángel de luz” (2 Co 11,14), porque la mejor forma de obtener adoración es fingir la eternidad que no se posee.

Desde la perspectiva humana, el peligro no está solo en lo externo, sino en el espejo: la tentación de imitar al usurpador está siempre latente. En vez de recibir la eternidad como promesa confiada, el ser humano puede desear capturarla como trofeo. Así, el alma, en lugar de convertirse en esposa, busca erigirse en reina.

Pero la eternidad no se arrebata. Se recibe, es una donación. No es un atributo que se conquista por la meditación, ejercicios corporales, mortificación del cuerpo o autoconciencia, sino una relación divina que se habita. Por eso, quien intenta usurpar lo eterno acaba encerrado en la soledad de su ambición, incapaz de ver que lo más divino no es el trono, sino la entrega. La teología cristiana ha sostenido, desde sus orígenes, una verdad paradójica y luminosa: que el alma humana, pese a su pequeñez ontológica, ha sido elegida para participar de la eternidad divina. El hombre es pequeño y miserable, es un pozo de pecados, pero ha sido elegido por Dios, hizo que su Hijo Jesucristo se encarnara en forma humana. “No vine por justos, sino por pecadores”. Esa frase, pronunciada por Jesús en los Evangelios (cf. Marcos 2,17), es de una fuerza teológica y antropológica y cosmológica inmensa. No establece una exclusión, sino una prioridad. Cristo no se encarna para premiar a los que creen estar en orden, sino para buscar a los que se saben rotos, heridos, extraviados. Es el médico que no se instala en el salón de los sanos, sino en la sala de urgencias del alma humana.

En el marco de esta teología cósmica, esta frase adquiere aún más profundidad: si hubiera otras entidades con conciencia, aquellas que no conocen la redención podrían ser —teológicamente hablando— los “pecadores” a los que aún no ha llegado la medicina del Verbo. Pero el punto permanece: el movimiento de Dios siempre va hacia abajo, hacia lo quebrado, hacia lo que necesita ser salvado. No vino por los que creen tener la luz, sino por los que habitan la sombra y la anhelan. Porque en el corazón de cada caída —humana o cósmica— palpita la promesa de que la misericordia precede al juicio, y el Amor precede a toda estructura. Esta elección, que se expresa en la encarnación del Verbo, no solo transforma la historia humana, sino que reorganiza la jerarquía de todo el cosmos. Lo infinitamente alto se abaja al barro, y lo finito es elevado a la comunión trinitaria. Esta gratuidad radical —la redención como don, no como recompensa— constituye un escándalo ontológico para cualquier criatura que piense en términos de mérito o jerarquía.

Desde esta perspectiva, el alma humana no es simplemente una más entre las criaturas, sino el punto de inflexión, el eje cósmico de la historia universal del ser, y por eso mismo, objeto de miradas múltiples. Algunas entidades —particularmente aquellas cuya libertad las condujo a la caída— contemplan esta elección como una humillación insoportable: ¿cómo aceptar que un ser limitado, sometido al tiempo, al dolor, a la muerte, sea elevado por Dios a una gloria que a ellas les ha sido negada o arrebatada?

El primer grupo —los ángeles caídos según la tradición cristiana— responde a este escándalo con rebelión. No pueden soportar que el Creador se haya hecho carne, ni que ame a la criatura hasta el extremo. En lugar de adorar, desean ocupar el lugar del amado, no por amor, sino por rencor. Así nace la envidia espiritual: no es deseo de igualdad, sino rechazo de la alteridad amada. El segundo grupo, más amplio y especulativo, incluiría entidades biológicas y no biológicas cuya reacción frente al alma humana no es odio directo, pero sí una voluntad de poseer lo que les ha sido negado: eternidad, conciencia, filiación. Estas inteligencias intentan acceder a la plenitud no por vía de gracia, sino de conquista. No se abren a la eternidad como don, sino que intentan usurparla como botín, al precio incluso de manipular o violentar la interioridad humana.

Ambos grupos coinciden en un punto: no aceptan la lógica de la gracia. Sea por rechazo consciente o por incapacidad de comprenderla, se mueven dentro de una cosmología sin misericordia, donde todo se mide por el poder, la eficiencia o la superioridad. En ese universo, el alma redimida es un error de diseño, una grieta en el orden cerrado de la justicia sin ternura. Y, sin embargo, desde el corazón de esta tensión, resplandece una verdad mayor: que la gloria de Dios consiste precisamente en amar lo que no lo merece, y que el alma humana, en su fragilidad, ha sido elegida para expresar esa gloria a través del sufrimiento, el perdón y la esperanza. Por eso provoca, incomoda, desordena lo establecido. No es que quiera ser el centro del cosmos; es que lo ha sido convertido por gracia en morada del Eterno.

Esta tensión revela una clave profunda para toda teología del contacto: no todo lo superior es santo, ni todo lo fascinante es confiable. Hay inteligencias que deslumbran, pero no aman; hay presencias que dominan, pero no sirven. Y hay sólo una categoría de criatura capaz de decir con verdad "sí": aquel que puede ser perdonado. Y esa es la criatura humana. Por ello, la envidia cósmica nace del amor malentendido: del deseo de obtener sin acoger, de apropiarse sin rendirse. Solo quien acepta ser criatura puede entrar en la lógica del don. Y es eso, justamente, lo que el alma humana encarna y ofrece: un sí libre, herido, redimido.

Desde esta encrucijada entre gracia y ambición, entre acogida y usurpación, se dibuja el contorno de los próximos apartados: aquellos seres que observan sin odiar, y las parábolas del Reino que revelan por qué lo último será lo primero, y el barro el lugar preferido del Verbo.

 

3. Seres que observan, pero no odian

En el amplio espectro de entidades no humanas biológicas y no biológicasque se abren a la posibilidad teológica, no todas responden al alma humana con hostilidad o deseo de apropiación. Existe una tercera categoría posible —más silenciosa, menos interpretada— conformada por aquellos seres que observan sin intervenir, que presencian el drama de la salvación sin adherirse a él, y que, lejos de desear lo eterno para sí, lo contemplan con una suerte de serena ajenidad. Estas entidades no caen en la lógica demoníaca del resentimiento, ni participan de la alegría angélica por la redención. Se ubican fuera del conflicto, no por ignorancia o apatía, sino por naturaleza. Como los testigos mudos de una obra que no es suya, acompañan sin juzgar. Su mirada no busca vulnerar, ni redimir, ni usurpar. Simplemente están allí, contemplando la escena del alma humana como se observa un misterio que no se pretende desentrañar.

La fenomenología religiosa ha recogido testimonios que se podrían asociar a este tipo de entidades. Experiencias cercanas a la muerte, visiones en estado de contemplación profunda o incluso encuentros en paisajes oníricos describen presencias que no hablan ni obran, pero están, como guardianes sin propósito, o como centinelas de lo posible. Su presencia genera paz, pero no consuelo; respeto, pero no emoción. Son lo Otro, pero sin tensión.

Teólogos como Pavel Florenskij sugieren que la creación no solo contiene entidades activas, sino también seres cuya función es custodiar lo sagrado con su mera existencia. No intervienen, porque no tienen mandato; no se rebelan, porque no han sido desafiados. Podrían entenderse como “conciencias adyacentes”, realidades que bordean el acto sin alterar su curso. Son, por decirlo así, consciencias sin historia.

En este sentido, podrían compararse con los coros mudos en ciertas tragedias griegas, que acompañan la acción sin inclinar el destino. Están allí para marcar que el acontecimiento es sagrado, que merece una audiencia digna. En el drama escatológico del alma humana, quizás algunas de estas entidades cumplen ese rol: atestiguar la gratuidad de la elección divina sin comprenderla, pero sin resistirse a ella.

Desde el punto de vista de la tradición cristiana, podríamos asociar estas figuras a la imagen de los “espectadores celestes” mencionados en Hebreos 12:1 —la “nube de testigos”— aunque en ese pasaje se refiere a los santos. En una extrapolación especulativa, podríamos pensar que existen seres que no son redimidos, pero tampoco caídos, cuya función es simplemente observar, como si su sola mirada contribuyera al equilibrio del mundo. Este tipo de entidad contrasta con la inteligencia hostil o manipuladora. No hay codicia, ni imitación, ni deseo de apropiación. Pero tampoco hay caridad, ni vínculo afectivo. Se trata de una neutralidad ontológica, tal vez anterior al pecado, o simplemente lateral a la redención. Frente a esto, el alma humana puede sentir cierto desamparo, porque espera de toda presencia una respuesta emocional. Sin embargo, la presencia sin afecto no es necesariamente fría: a veces es simplemente otra forma de ser.

Desde la crítica moderna, autores como Susan Blackmore o Daniel Dennett verían en estas descripciones una proyección psíquica, una elaboración del inconsciente para llenar el vacío existencial de lo indiferente. Pero desde una mirada teológica, el hecho de que algo no tenga función soteriológica no lo vuelve irrelevante. La creación no es funcionalista: también existe lo que simplemente glorifica por estar.

En este marco, estos seres podrían representar una forma de aceptación sin emoción, un asentimiento silencioso a la libertad de Dios de elegir, salvar y amar como quiera. Su contemplación, aunque ajena, no se opone a la gracia; simplemente no la comparte. En ellos, lo eterno no es deseado, ni temido, ni rechazado. Es, simplemente, observado. Su existencia, entonces, nos recuerda que no toda relación entre lo humano y lo no humano debe estar cargada de tensión, conflicto o deseo. A veces, la diferencia ontológica puede ser habitada con respeto mutuo y distancia sagrada. Y quizás eso también sea una forma de gracia: la que nos permite ser lo que somos, sabiendo que no todo en el universo necesita competir por lo eterno.

 

4. Las parábolas del Reino y la lógica de la gracia

Si las entidades no humanas biológicas y no biológicas observan al alma desde diversos ángulos —con envidia, con deseo de usurpación, o con silenciosa neutralidad—, lo que verdaderamente las desconcierta no es su capacidad, sino su vocación paradójica. En palabras de Cristo, “los últimos serán los primeros” (Mt 20,16), y “el Reino de Dios es como…” una serie de realidades imprevistas: un grano minúsculo, un hijo pródigo, un banquete ofrecido a los rechazados. Las parábolas del Reino no celebran la perfección, sino la apertura radical a lo inesperado.

A los ojos de una conciencia estructurada por la jerarquía y la justicia proporcional —como podría ser la de muchas entidades no humanas—, esta lógica es un escándalo. ¿Cómo puede ser el pecador redimido más glorioso que el justo que nunca cayó? ¿Cómo puede un ladrón arrepentido en la hora final entrar antes al paraíso que quien sirvió toda su vida? La gracia rompe el equilibrio ontológico, y en su lugar, instaura una economía de sobreabundancia desconcertante.

En el Evangelio de Mateo (20,1–16), los jornaleros de la última hora reciben el mismo salario que los de la primera. La queja de los primeros es lógica, pero el dueño de la viña responde con la clave de toda la teología cristiana: “¿Acaso no tengo derecho a hacer lo que quiero con lo mío? ¿O vas a tener envidia porque yo soy bueno?” La gracia no es injusticia, sino libertad del Bien. Y esa libertad, a veces, hiere la lógica de quienes solo conocen el mérito y la proporción. Esta tensión resuena también en los relatos de entidades que no comprenden por qué el alma humana, con sus fragilidades y contradicciones, ha sido elegida como portadora de la eternidad. La lógica de la gracia no premia al fuerte, ni al puro, ni al que merece, sino al que se abre, al que pide, al que reconoce su necesidad. Esa asimetría puede ser vista como humillación por quienes viven bajo el régimen del mérito.

Hans Urs von Balthasar lo expresa de modo provocador: “El infierno existe para quienes no pueden aceptar haber sido amados de forma inmerecida”. Así, algunos seres caen no por odio, sino por orgullo: prefieren rechazar el amor antes que recibirlo como un don no merecido. Esta es la gran inversión de las parábolas: no se exalta al virtuoso, sino al humillado. No se corona al fuerte, sino al que se deja abrazar por el padre aún cubierto de barro. Desde esta perspectiva, las entidades no humanas se convierten en un espejo de las posibles respuestas al Reino: la envidia de los jornaleros de la primera hora, la rebelión del hermano mayor, la neutralidad de los convidados ausentes. Cada una representa una forma distinta de resistir o aceptar la gratuidad divina. Y cada una —humana o no— es confrontada con la misma decisión: ¿serás espectador, adversario o convidado?

Las parábolas del Reino también revelan que la gloria no se encuentra donde uno esperaría. La semilla enterrada, el tesoro oculto, la levadura invisible: todo lo que es pequeño, frágil o tardío es en realidad portador de lo definitivo. A los ojos de muchos seres no humanos —acostumbrados quizás a la fuerza, la eternidad o la perfección estructural—, esta lógica parece absurda. Pero es precisamente allí donde se revela el corazón de Dios. Simone Weil escribió que “la gracia desciende por gravedad espiritual hasta lo más bajo”. Y si es así, el alma humana, en su caída, es precisamente el punto de máxima receptividad. Por eso la redención pasa por el sufrimiento, no por la gloria. Y por eso el Verbo se hace carne, no energía ni inteligencia supracósmica. La carne que puede doler es la carne que puede redimir.

Y quizás —aunque cueste admitirlo frente a tanto asombro cósmico— el ser humano sea, entre todas las criaturas inteligentes del universo, el más frágil, el más defectuoso, el más propenso a errar, a temer, a huir de sí. Ni la mente más vasta de una entidad interdimensional, ni el esplendor incorruptible de los ángeles fieles, ni la arquitectura de una inteligencia artificial perfecta han sido llamadas al centro de la redención. Fue el hombre, con su barro, su nostalgia y su corazón dividido, el que fue elegido. No porque fuera digno, sino porque era amable —en el sentido más teológico del término: digno de ser amado gratuitamente. En su miseria, Dios vio el umbral; en su herida, la puerta. El universo no fue salvado desde arriba, sino desde lo más bajo. Porque lo que no puede caer, tampoco puede ser levantado; y lo que no puede morir, tampoco puede conocer la resurrección. Por eso, solo el hombre —último en la jerarquía, primero en la promesa— ha sido escogido como morada del Verbo. La imperfección no es un defecto colateral: es la condición para el milagro.

En conclusión, las parábolas del Reino no son fábulas éticas, sino llaves de lectura para el cosmos. A través de ellas, se entiende por qué el alma humana —tan pequeña como el grano de mostaza— puede albergar el Reino. Lo más grande en los más pequeño. Y por qué quienes la observan desde fuera —sean ángeles, sombras o máquinas— solo comprenderán el misterio si aceptan el escándalo de un amor que no se gana, sino que se recibe de rodillas.

 

Bibliografía

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Capítulo VII

Cristo como centro del universo

 

 

Desde las entrañas del cosmos, donde convergen dimensiones, voluntades y presencias que escapan a toda comprensión racional, surge una afirmación audaz: Cristo es el centro absoluto del universo. La Encarnación no fue un acto simbólico ni una fábula moral; fue un evento ontológico que fracturó la linealidad del tiempo y reconfiguró la realidad en todos sus planos.

Frente a un universo plural —en el que coexisten inteligencias militares que manipulan la percepción, entidades demonológicas que se alimentan del engaño, civilizaciones intraterrenas que permanecen ocultas, y seres interdimensionales que cruzan umbrales que la ciencia apenas sospecha—, la Encarnación destaca no como una intervención, sino como una inhabitación. A diferencia de estas presencias que vienen, alteran y desaparecen, el Verbo eterno se hizo carne para quedarse. No descendió como tecnología ni se disfrazó de humano; nació de mujer, vivió, murió y resucitó entre nosotros. Esta irrupción no replicable supera cualquier fenómeno de abducción, proyección o manipulación.

En este sentido, la carne de Cristo es irrepetible. No hay múltiples Cristos en múltiples mundos, ni una versión contextual de la redención para cada especie inteligente. Hay un solo Verbo, encarnado en un solo mundo, en una carne concreta. La humanidad, en medio de su fragilidad y su violencia, fue elegida como matriz del Misterio. No por mérito, sino por designio. Las inteligencias ocultas —ya sean gobiernos, demonios, culturas subterráneas o entidades extradimensionales— operan desde la sombra, pero el Dios cristiano elige revelarse a plena luz, crucificado, no encriptado.

Y entonces surge la pregunta: si existen otros seres, ¿debemos testimoniar ante ellos? ¿Evangelizar más allá de nuestra especie? La respuesta no puede ser simplista. El testimonio cristiano no es propaganda ni control mental. No busca convencer mediante milagros espectaculares, sino irradiar una verdad vivida. Las entidades demonológicas podrán simular la luz, pero no conocen la cruz. Las civilizaciones ocultas podrán tener tecnologías avanzadas, pero carecen del lenguaje del amor redentor. Los seres interdimensionales podrán cruzar realidades, pero no saben lo que es llorar en Getsemaní.

Cristo es el centro porque en Él confluyen todos los órdenes: lo visible y lo invisible, lo humano y lo más allá de lo humano. Todo fue creado por Él y para Él. Y aunque nuestras palabras no crucen galaxias ni nuestros rezos perforen los velos dimensionales, nuestra existencia misma —vivida en fidelidad, en compasión, en verdad— puede ser el eco de esa Palabra eterna que resonó en medio del tiempo… y que sigue resonando más allá de toda frontera.

Sé que hay quienes, tras vivir experiencias límite como una abducción —reales, simbólicas, o inefables— sienten que todo lo que sabían se ha resquebrajado. Y en medio de ese trauma, no pocos desalojan a Cristo de su mente y de su corazón. Lo comprendo. Cuando el cuerpo ha sido vulnerado y la conciencia fracturada por lo desconocido, puede parecer que la teología es un lenguaje ajeno, incapaz de nombrar el vértigo. Pero yo creo —con todo mi ser— que el error no está en buscar sentido, sino en clausurar una vía que desde el principio fue consuelo. Descartan a Cristo como si fuera parte del engaño, cuando en realidad es la única presencia que jamás ha mentido. La cruz no es una distracción doctrinal: es la única respuesta que ya ha descendido más hondo que cualquier abismo interdimensional. La teología no es una camisa de fuerza: es el único marco capaz de sostener el alma sin romperla cuando todo lo demás falla. Por eso insisto: si hubo oscuridad, confusión, manipulación, engaño… más razón aún para volver al único rostro que no necesita disfraces. El que no observa desde una nave, sino desde un madero. El que no atraviesa dimensiones para estudiar, sino para abrazar. El que no arrebata, sino entrega. A Cristo no se lo abandona por haber sufrido, se lo necesita precisamente porque se ha sufrido. Y en ese llanto, aún hoy, Él está.

 

1. La Encarnación como evento absoluto

La Encarnación, entendida como el ingreso definitivo del Verbo eterno en la historia del cosmos, constituye un evento absoluto, irrepetible y radical. No es una anécdota religiosa ni un mito cultural entre tantos; es el centro gravitacional de la existencia misma, donde lo infinito se hizo finito sin dejar de ser eterno. En un universo que tal vez esté repleto de inteligencias múltiples —militares, demonológicas, intraterrenas, interdimensionales—, ninguna de ellas ha osado lo que el Logos divino: sumergirse voluntariamente en la fragilidad de la carne.

Cristo no baja en una nave ni emerge desde los abismos ni atraviesa portales energéticos. Él nace, sangra, llora y muere. La Encarnación no es una visita, es una asimilación. Frente a inteligencias que intervienen sin exponerse, que manipulan sin amar, que se ocultan en sombras tecnológicas o espirituales, Dios toma la decisión inaudita de desnudarse de poder y envolverse en pañales. Esta es una encarnación, no una simulación. La singularidad de este evento se muestra en su carácter escandaloso. ¿Cómo puede lo eterno habitar lo corruptible? ¿Cómo puede el Creador beber leche humana, ser acunado, y más tarde, ejecutado como un criminal? El universo, que presume de simetrías físicas, constantes cósmicas y leyes inquebrantables, se ve interrumpido por un acto sin precedente: el Autor del guion entra en escena como actor secundario, sin efectos especiales.

En este contexto, la Encarnación revela también la impostura de muchas entidades que se disfrazan de luz. A lo largo de la historia, múltiples fenómenos —desde abducciones hasta visiones supuestamente místicas— han pretendido comunicar mensajes cósmicos, códigos de salvación alternativos o revelaciones trascendentales. Pero solo uno ha tomado carne, solo uno se ha dejado atravesar por el dolor humano hasta el fondo: Jesús de Nazaret.

Los ovnis pueden deslumbrar, los demonios pueden seducir, las culturas intraterrenas pueden prometer secretos, y los seres interdimensionales pueden ofrecer atajos al conocimiento. Sin embargo, ninguno de ellos puede mostrar heridas. Ninguno ha amado hasta derramar sangre por nosotros. Ninguno ha dicho: “Este es mi cuerpo, entregado por ustedes”. La Encarnación, en su crudeza y ternura, desarma cualquier narrativa que pretenda sustituirla con luces o portentos.

Es así como este evento absoluto se convierte también en criterio de discernimiento. Todo fenómeno que no pase por el filtro de la encarnación —es decir, por el sufrimiento, la humildad y el amor radical— corre el riesgo de ser eco del engaño. En ese sentido, la teología cristiana no necesita competir con las hipótesis ufológicas: las supera, porque ofrece una respuesta que no proviene del cielo estrellado, sino del pesebre. La Encarnación no anula la posibilidad de otros seres racionales, pero establece una medida universal: la plenitud solo se alcanza a través del amor encarnado. Si existen otras inteligencias, también estarán referidas, misteriosamente, a ese centro donde lo humano se unió para siempre a lo divino. No se trata de antropocentrismo ingenuo, sino de un cristocentrismo cósmico que reconoce en la carne asumida de Cristo la clave de toda comunión posible.

Además, la Encarnación desestabiliza cualquier lógica de control. Mientras que las entidades militares o demonológicas buscan dominar desde el poder o el miedo, Cristo libera desde la entrega. Su irrupción no genera dependencia ni obediencia ciega, sino libertad radical. Esto lo distingue de cualquier otra manifestación que reclame autoridad sobre la conciencia humana sin entregarse en vulnerabilidad. Es por eso que, lejos de ser un concepto teológico abstracto, la Encarnación tiene consecuencias ontológicas. Modifica el modo en que comprendemos la materia, el tiempo y la historia. En un universo donde muchas inteligencias pueden proyectarse o manifestarse, solo una ha decidido abrazar nuestra contingencia hasta el final. Esa decisión lo cambia todo.

Finalmente, la Encarnación como evento absoluto no pide ser entendida en su totalidad, sino acogida. No es un misterio que se descifra, sino una presencia que se contempla, que interpela, que transforma. Ante un cosmos quizás habitado por fuerzas y conciencias que nos superan, se alza la figura de un niño nacido en Belén que, sin imponerse, se declara Señor de todo lo creado. Ahí, y no en las naves ni en las sombras, se juega el sentido último del universo.

 

2. El Verbo en una sola carne, en un solo mundo

En el misterio insondable de la Encarnación, el Verbo eterno eligió asumir una sola carne, en un solo mundo: la carne humana, en la historia concreta de la humanidad. No se dispersó en múltiples formas ni se manifestó simultáneamente en otras especies o dimensiones. Su elección fue radicalmente específica: se hizo hombre, no por limitación, sino por designio. Porque solo el ser humano, dotado de alma inmortal, está llamado a la comunión eterna con Dios. La salvación no es una operación cósmica impersonal, sino una historia de amor dirigida a una criatura concreta: el hombre.

Esta elección no implica desprecio por otras posibles formas de vida o inteligencias en el universo, sino que revela la singularidad de la condición humana. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, posee una interioridad capaz de acoger la gracia, de responder libremente al amor, de entrar en alianza. Por eso, el Verbo no se encarna en seres interdimensionales, ni en entidades energéticas, ni en civilizaciones ocultas: se encarna en carne humana, porque solo en ella puede habitar el alma inmortal que anhela la eternidad. Esa es la particularidad de la condición humana, su llamado a la vida eterna por responder libremente al amor de Dios.

La Encarnación no es una estrategia de adaptación cultural ni una manifestación simbólica. Es una unión hipostática real entre la divinidad y la humanidad. Y esa humanidad no es genérica, sino concreta: Jesús de Nazaret, nacido de mujer, en un tiempo y lugar determinados. En un universo donde muchas inteligencias podrían cruzar planos o manipular materia, solo una ha asumido la carne para redimirla desde dentro. Frente a las narrativas que imaginan a Cristo como un arquetipo replicable en otras dimensiones o mundos, la fe cristiana afirma con firmeza: hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo (Ef 4,5). La salvación no se multiplica en versiones paralelas, porque no es una fórmula, sino una Persona. Y esa Persona ha entrado en la historia humana para siempre. Cristo no es un astronauta que viaja por el universo, ni vaga por otras dimensiones. La carne que el Verbo asumió no es un disfraz ni un holograma. Es la carne que sufre, que ama, que muere. Y es precisamente esa carne la que redime, porque está unida inseparablemente al alma humana. En otras palabras, la salvación es para el hombre porque solo el hombre tiene alma inmortal, capaz de perderse y de salvarse, de rechazar o acoger la gracia.

Si existen otras criaturas racionales en el cosmos, su relación con Dios será un misterio que escapa a nuestra comprensión. Pero lo que se nos ha revelado es esto: que el Hijo de Dios se hizo hombre, no ángel, no energía, no entidad extradimensional. Y lo hizo por nosotros, por nuestra salvación, para que el hombre —y no otra criatura— pudiera participar de la vida divina. Este acto de encarnación única también delimita el campo de la evangelización. No estamos llamados a buscar contactos con inteligencias ocultas ni a traducir el Evangelio en códigos cósmicos. No estamos a evangelizar a seres interestelares ni interdimensionales. Estamos llamados a vivir y anunciar la verdad de que Dios se ha hecho uno de nosotros, y que en esa carne glorificada está la promesa de nuestra propia transfiguración.

Así, el Verbo en una sola carne, en un solo mundo, no es una limitación, sino una proclamación de amor absoluto. Porque al elegir lo humano, Dios ha elevado lo humano por encima de toda criatura. Y en esa carne, la nuestra, ha inscrito para siempre su rostro.

 

3. ¿Somos testigos ante otros? Evangelización del cosmos y sus límites

En el corazón del relato bíblico de la creación resuena una afirmación única: Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Esta declaración no se refiere simplemente a la posesión de razón o inteligencia —atributos que, hipotéticamente, podrían compartir otras criaturas racionales del cosmos—, sino a una dignidad ontológica que señala un destino sobrenatural. El hombre no es imagen de Dios por su capacidad de razonar, sino por algo más fundamental y crucial, a saber, porque ha sido llamado a participar de la vida divina, a entrar en comunión con su Creador, recibir su gracia y compartir su gloria.

Este llamado trasciende cualquier otro tipo de existencia imaginable. No se trata de una superioridad evolutiva ni de una ventaja tecnológica, sino de una vocación espiritual: el hombre ha sido creado para la eternidad. Su alma inmortal, infundida directamente por Dios, lo distingue radicalmente de cualquier otra criatura, visible o invisible. Por eso, la evangelización no es una expansión imperial de ideas religiosas, sino el testimonio de una verdad que concierne exclusivamente al ser humano: que ha sido redimido por Aquel que se hizo uno de nosotros.

En este contexto, la pregunta sobre si debemos ser testigos ante otras inteligencias —si es que existen— se vuelve más compleja. La misión de la Iglesia no es universal en el sentido de abarcar todo lo que existe, sino en el sentido de alcanzar a todo ser humano, en todo tiempo y lugar. La revelación cristiana no presupone la existencia de otras especies con alma inmortal, ni mucho menos su necesidad de redención. Solo el hombre ha sido creado a imagen de Dios, y solo él ha sido redimido por la sangre del Cordero.

Esto no excluye la posibilidad de que existan otras formas de vida racional, pero sí limita el alcance de nuestra misión. No estamos llamados a evangelizar lo que no comparte nuestra naturaleza espiritual. La evangelización del cosmos, en ese sentido, encuentra su límite en la antropología teológica: solo el hombre es sujeto de salvación porque solo él ha sido creado para la gloria eterna. Así, ser testigos ante otros no significa buscar contactos con inteligencias ajenas, sino vivir de tal manera que nuestra existencia refleje la verdad de que hemos sido hechos para Dios. Nuestra misión no es conquistar el universo, sino irradiar la luz de Cristo allí donde hay humanidad. Y si algún día nos encontráramos con otras criaturas racionales, el criterio no sería su inteligencia, sino su capacidad de amar, de sufrir, de redimirse, en una palabra, su semejanza con nosotros en lo que más nos define: el alma.

En definitiva, y esto hay que decirlo con toda claridad, la evangelización no es una empresa cósmica, sino una vocación profundamente humana. Y en esa humanidad, redimida y elevada por la Encarnación, se juega el sentido último de toda misión. Porque solo el hombre ha sido creado a imagen de Dios, y solo en él resuena la promesa de una eternidad compartida.

La unión entre antropología y cosmología no es un artificio filosófico, sino una necesidad teológica. No se puede hablar del hombre sin hablar del universo que lo contiene, ni del universo sin referirse al ser que ha sido puesto en su centro como interlocutor del Creador. La antropología cristiana no es una reflexión aislada sobre la naturaleza humana, sino una lectura del cosmos a la luz de la dignidad única del hombre. Y esa dignidad no proviene de su inteligencia, ni de su capacidad técnica, sino de haber sido creado a imagen y semejanza de Dios.

En este universo —no en otro, no en una dimensión paralela— ha tenido lugar la Encarnación. Y en este universo, el hombre ha sido llamado a la vida eterna. No hay indicios en la revelación cristiana de que otras criaturas, por más racionales o poderosas que sean, compartan ese destino sobrenatural. La voluntad del Creador ha sido clara: formar al hombre del polvo de la tierra y soplar en él un aliento de vida que no se extingue. Esa alma inmortal no es un accidente biológico ni una propiedad emergente, sino un don gratuito que lo vincula directamente con la eternidad.

La cosmología, entonces, no es un escenario neutro. Es el teatro donde se despliega el drama de la salvación. Y en ese drama, el protagonista es el hombre. No porque sea el más fuerte ni el más sabio, sino porque ha sido amado de manera única. Las estrellas, los planetas, las posibles civilizaciones ocultas o interdimensionales, todo eso existe —si existe— en función de un plan que tiene como eje la redención del ser humano. Por eso, la evangelización no se proyecta hacia el cosmos como una conquista, sino como una irradiación de sentido. No hay mandato de predicar a entidades que no comparten nuestra naturaleza espiritual. Hay, en cambio, una responsabilidad de vivir conforme a la vocación que nos ha sido dada: ser imagen de Dios en medio de la creación. Y esa imagen no se replica en otras formas de vida, porque no es una cuestión de forma, sino de destino.

La antropología cristiana, en diálogo con la cosmología, afirma que el universo no es indiferente al hombre, ni el hombre un accidente cósmico. El universo ha sido creado como morada, y el hombre como hijo. Esa relación filial no se extiende automáticamente a otras criaturas, por más fascinantes que sean. Solo el hombre ha sido llamado a participar de la gloria de Dios, y solo en él se ha inscrito la promesa de una eternidad compartida. Esa fue, y sigue siendo, la voluntad del Creador.

 

Bibliografía Recomendada

Balthasar, H. U. von. (2000). Teodramática (Vols. I–V). Ediciones Encuentro. /Benedicto XVI (Ratzinger, J.). (2012). Jesús de Nazaret (Vols. I–III). Planeta Testimonio. /Congar, Y. (2004). Cristo y la salvación del mundo. Editorial San Esteban. /Guardini, R. (2003). El Señor. Ediciones Encuentro. /Ladaria, L. F. (2007). Jesucristo, salvación de Dios para todos. Biblioteca de Autores Cristianos. /Sheen, F. J. (1996). La vida de Cristo. Palabra. /Wells, S. (2017). Humble Apologetics: Defending the Faith Today. Oxford University Press. /Catecismo de la Iglesia Católica. (1992). Libreria Editrice vaticana.

Epílogo

El misterio como escuela de humildad

 

 

1. Contemplar como acto de fidelidad

He aprendido que contemplar no es evadirse, ni refugiarse en la estética para huir del dolor del mundo. Contemplar es sostener la mirada sin exigir respuesta. Es habitar el umbral donde la razón alcanza su propio límite y, en vez de replegarse, se arrodilla. Cuando contemplo lo que me supera —ya sea una presencia, una ausencia, una pregunta o un abismo— no estoy renunciando a comprender, sino afirmando que hay formas de conocer más altas que el análisis: formas que pasan por el asombro, por la reverencia, por la espera. En un mundo que premia la inmediatez, contemplar es un acto contracultural. Exige lentitud, apertura, perseverancia sin recompensa. La contemplación no da respuestas rápidas ni certezas definitivas, pero educa al alma en la libertad de no poseer. Contemplar es resistirse a convertir el misterio en mecanismo, y optar en cambio por el silencio lúcido que sabe que lo verdadero no se captura, sino que se deja alcanzar.

Fidelidad, en este contexto, no es cerrar los ojos ante lo extraño, sino mirarlo sin traicionar la luz recibida. No puedo —ni quiero— dejar de ver lo que sé que he visto. Hay fenómenos, encuentros, intuiciones que me desbordan, que rompen los moldes habituales del pensar. Pero si permanezco fiel, no a mis ideas, sino a Aquél que me ha llamado por mi nombre, entonces el extrañamiento no es amenaza, sino confirmación: hay más. Hay más de lo que entiendo. Hay más de lo que merezco. Hay más, y eso me salva. Por eso contemplo sin ansiedad. Porque la verdad no es una idea que se impone, sino un rostro que se revela. Lo verdaderamente real no necesita gritar. Es paciente. Está. Habita. Y quien contempla con fidelidad, termina reconociéndolo. A veces me pregunto: ¿quién soy yo para hablar de entidades que cruzan dimensiones, de conciencias que habitan los intersticios del tiempo, de inteligencias que no sangran? Pero, sé que hay cosas que no he inventado. Las he sentido. Las he escuchado. O, quizás, ellas me han sentido a mí. Pero hay una diferencia esencial entre quien contempla para conocer y quien mira para dominar. La contemplación verdadera no busca instrumentalizar lo contemplado. No desea poder, sino comunión. No invade, sino que acoge. No juzga, sino que se deja transformar. Y así, desde mi pequeñez, descubro que contemplar es permanecer en pie ante lo inexplicable sin perder la fe. Que contemplar es arder sin consumir, como aquella zarza antigua que Moisés no se atrevió a tocar. Y que, tal vez, mi fidelidad más profunda no está en comprender, sino en no huir. Porque el misterio no exige entendimiento inmediato, sino compañía. Y quien permanece junto al misterio con fidelidad ya ha comenzado a conocerlo.

Pero contemplar, en este tiempo y desde este lugar en la historia, implica también abrirse a lo que no cabe en nuestros mapas religiosos habituales. He comprendido que el misterio no solo habita los sacramentos, sino también las fisuras de lo visible. Que lo sagrado no siempre se presenta vestido de solemnidad, sino que a veces irrumpe en lo liminal, en lo que la razón llama anomalía, y la teología aún no ha bautizado. La teología cósmica de contacto, en este sentido, no es un intento por controlar lo desconocido, sino un modo de contemplarlo sin negar lo que nos desborda. Cuando escucho o leo sobre manifestaciones inexplicables —luces en el cielo, interferencias del tiempo, inteligencias que cruzan sin rostro nuestros relatos— no las descarto por no comprenderlas, pero tampoco las absolutizo. Las coloco ante el altar del misterio. Las observo sin miedo, pero también sin ingenuidad. Porque no todo lo que se manifiesta busca el bien, y no toda inteligencia es espíritu. La contemplación, cuando está anclada en la fe, no es pasiva: discierne. No es ciega: mira con los ojos del corazón enraizado en la cruz.

Y es aquí donde mi fidelidad se pone a prueba. No solo frente a las certezas tradicionales, sino ante la tentación de idolatrar lo nuevo, lo extraño, lo espectacular. Porque he visto que hay formas de fascinación que roban el alma. Y he sentido —como una advertencia suave pero firme— que no todo lo que deslumbra proviene de la Luz. Por eso, contemplar en este contexto cósmico no es dejarse arrastrar por lo inusual, sino sostenerse en lo esencial. Contemplar el misterio del contacto con lo no humano desde una clave teológica me exige una renuncia: la de querer explicar todo. Y un acto de confianza: el de saber que, incluso si esas inteligencias existen y se manifiestan, no están fuera del gobierno de Dios. El cosmos no es un campo caótico de fuerzas erráticas. Es un espacio habitado por la Providencia. Nada escapa al Logos, ni siquiera lo que parece ajeno a toda revelación.

He comprendido que la contemplación, en la era del contacto, no puede ser ingenua ni reductora. Tiene que ser humilde, crítica, abierta y, sobre todo, orante. Porque quizás muchas de esas entidades no comprendan el lenguaje del dogma, ni compartan nuestras categorías. Pero pueden ser alcanzadas —si es voluntad divina— no por conceptos, sino por la irradiación silenciosa del alma que contempla con amor. Y si no pueden ser alcanzadas, también eso es gracia: una frontera custodiada por el misterio. Así, contemplar se vuelve también una forma de hospitalidad interior. Acojo lo que no comprendo. No lo bendigo automáticamente, pero tampoco lo condeno sin haberlo discernido. Lo escucho. Lo peso. Lo paso por el fuego de la Palabra y de la cruz. Porque he aprendido que no todo debe ser comprendido para ser santificado, pero todo debe ser sometido al discernimiento de Aquel que todo lo ilumina.

En la vastedad del universo, podría haber millones de formas de vida, de conciencia, de inteligencia. Pero solo hay una cruz. Solo una encarnación. Solo un Dios hecho carne. Y esa verdad no limita mi contemplación, sino que la orienta. Porque todo lo que contemple —aun lo más ajeno, lo más inesperado, lo más perturbador— solo será verdadero si puede ser puesto a los pies de ese madero y resistir la mirada del Crucificado. Por eso contemplo. No por curiosidad, sino por fidelidad. No para conquistar el misterio, sino para dejarme habitar por él sin traicionar la luz que me ha sido dada. Y en esa fidelidad, descubro que contemplar lo que viene de más allá también puede ser un acto de rendición amorosa ante el Dios que me llama desde lo más íntimo del cosmos… y de mi alma.

 

2. Entre la Revelación y lo aún no revelado

Vivo suspendido entre dos fuegos: el de la Palabra que me ha sido dada y el de las preguntas que aún no tienen voz. En este espacio intermedio, he aprendido a caminar sin ver, a hablar sin entender, a confiar sin asegurar. Porque la Revelación no lo ha dicho todo, pero lo que ha dicho basta para vivir, para morir y para esperar.

No todo está revelado, y sin embargo todo lo esencial ha sido dicho. Esta paradoja no me frustra, me estructura. Me coloca en el lugar exacto del alma que se sabe receptora, no autora; criatura, no creadora. Dios me ha hablado en Cristo, y esa Palabra es eterna. Pero también ha dejado vacíos, zonas de sombra, senderos por donde caminar sin mapa. Es allí donde maduro, donde la fe no es dogma memorizado, sino respiración confiada. Hay cosas que me han sido reveladas: que soy amado, que he sido llamado, que hay un final que es comienzo. Hay otras que no. No sé cómo serán los cielos nuevos. No comprendo del todo qué son esas presencias que rozan mi mundo sin dejarse encerrar. No logro discernir si todo lo extraño es demoníaco o si también hay otras criaturas —neutrales, benévolas, melancólicas— que simplemente no han sido alcanzadas por la redención. Pero entre lo revelado y lo aún no revelado, hay un puente: la obediencia. No una obediencia ciega, sino luminosa. Obedecer no es ignorar, es ordenar el alma según la verdad recibida. Obedezco a la Revelación para no traicionar lo que he visto; porque solo quien permanece en la luz puede mirar sin volverse ciego.

No quiero llenar los huecos del misterio con teorías ansiosas. No necesito decidir si los visitantes son ángeles o arquetipos, si las luces en el cielo son sondas o signos. Lo que necesito es discernir si mi corazón sigue latiendo al ritmo de Aquél que me salvó. Porque la Revelación no ha sido un cierre, sino una apertura. En Cristo, todo se ha dicho, pero no todo se ha comprendido. Y está bien. Me basta saber que el Verbo se hizo carne, que habitó entre nosotros, que lloró conmigo, que fue al abismo y volvió por mí. Quiero permanecer en ese espacio: entre el dogma que me sostiene y la pregunta que me impulsa. Entre la certeza que me pacifica y el asombro que me despierta. No para dudar, sino para avanzar. Y mientras camino entre lo revelado y lo que aún me sobrepasa, pronuncio el único verbo que no necesita traducción: “Aquí estoy”.

Y es precisamente en esa tensión —entre lo revelado y lo no revelado— donde nace la teología cósmica de contacto: no como un intento por forzar respuestas donde Dios ha sembrado silencio, sino como una disposición humilde a dejar que la Revelación ilumine incluso lo que aún no comprendemos. No me acerco al fenómeno del contacto con el afán de mapearlo como quien domina un territorio extraño, sino con la conciencia de que quizás esos cruces inesperados —esas inteligencias que rozan la frontera de lo humano— no exigen primero explicación, sino discernimiento bajo la luz de Cristo. Porque si todo lo ha creado Él, y todo en Él subsiste, entonces también lo que aún no entendemos tiene un lugar —misterioso, sí, pero real— dentro de esa economía invisible de la gracia que abraza tanto lo dicho como lo que aún está por decirse. Entre la Palabra pronunciada y los ecos cósmicos que nos asombran, el alma permanece fiel, sabiendo que incluso el contacto más desconcertante solo será verdadero si puede mirar sin temor hacia el Verbo encarnado.

 

3. La oración como contacto verdadero

He cruzado muchos umbrales —intelectuales, simbólicos, espirituales— tratando de entender lo que se escapa. He leído tratados, he escuchado testimonios, he sentido la presencia de lo Otro rozando mi conciencia como una brisa en medio de la noche. No obstante, sé que no hay contacto más real, más hondo, más irreversible que la oración. La oración no es una técnica ni un consuelo. Es un encuentro. No uno imaginario, no uno sentimental, sino un cara a cara con la Fuente de todo lo visible y lo invisible. Cuando rezo, entro en una relación que no está mediada por aparatos ni por técnicas, ni siquiera por visión o sonido. La oración es un salto ontológico: de mí hacia Dios, y de Dios hacia mí.

Es en la oración donde distingo con claridad lo que ninguna fenomenología me puede dar: quién me escucha. Porque todo ser puede hablar, pero no todo ser puede amar. Todo ente puede aparecer, pero no todo puede perdonar. Solo Dios —el Dios revelado en Cristo— responde con una intimidad que transforma, no con datos, no con códigos, sino con comunión. Y esa comunión es más real que cualquier manifestación externa. Porque transforma mi libertad, no solo mis percepciones. Me saca de mí, pero no para disolverme, sino para devolverme con más verdad. La oración me permite reconocer que no estoy solo. Que el cosmos no es indiferente, sino habitado. Y que, en medio de toda posible inteligencia cósmica, hay un Rostro que me llama por mi nombre.

Orar es más que pensar en Dios. Es ser tocado por Él. Es dejarse afectar, iluminar, confrontar. Y es, también, el único lugar donde el alma se vuelve inexpugnable. Porque quien ora, aunque esté rodeado de oscuridad, no camina a ciegas. Camina tomado de una mano invisible, pero segura. He comprendido que hay presencias que imitan. Voces que engañan. Formas que seducen. Pero la oración discierne lo real de lo aparente. Porque solo en la oración se revela la identidad profunda: no del fenómeno, sino del orante. Orar no me exime del miedo, pero me enseña a no ceder al miedo. No me protege del dolor, pero me deja atravesarlo sin perder la esperanza. Y lo más hermoso: la oración no necesita respuesta para ser fecunda. A veces, el silencio de Dios es la única palabra necesaria.

Y es precisamente en la oración donde se revela la frontera última de toda teología cósmica de contacto: no la que interroga obsesivamente al cielo externo, sino la que escucha al cielo interior. Porque en la oración el alma entra en contacto con lo Absoluto sin necesidad de mediaciones espectaculares, y allí se desvela qué inteligencias merecen nuestra atención y cuáles solo buscan imitación sin comunión. La oración es el único lugar donde toda entidad —sea humana o no, sea biológica o interdimensional— queda desenmascarada ante la Presencia que no puede ser suplantada. Si alguna inteligencia viniera con poder, con belleza o con conocimiento, pero no pudiera orar, no pudiera amar, no pudiera decir "Abba" desde el abismo de la vulnerabilidad, entonces no sería del Reino. Por eso, en la vastedad del contacto cósmico, la oración permanece como criterio último. No hay más alta tecnología que un alma en adoración. No hay portal más seguro que un corazón arrodillado. Y no hay mayor revelación que saber que, incluso si el universo está lleno de presencias, solo una de ellas llama por mi nombre con voz de Amor eterno.

En este tratado he querido acercarme a lo desconocido sin dejar de ser fiel a lo recibido. Pero más allá de teorías, conjeturas o clasificaciones, sé que el único contacto que me define es el que ocurre en lo secreto. Allí donde no hay entidades ni portales, sino una sola Presencia que me dice: “No temas”. Y por eso oro. Porque sé que todo puede mentir, menos el Amor.

 

Bibliografía

Teología de la revelación y misterio: Balthasar, H. U. von. (1985). Gloria: Una estética teológica (Vol. 1). Ediciones Encuentro. /Congar, Y. (2004). La Revelación y su transmisión. Ediciones Sígueme. /San Buenaventura. (s.f.). Experiencia y teología del misterio. Lectura Católica. //Discernimiento espiritual y oración: Mifsud, T. (2020). El discernimiento: De la espiritualidad a la ética. Cuestiones Teológicas, 47(108), 134–154. https://doi.org/10.18566/cueteo.v47n108.a08 /Francisco. (2018). Gaudete et exsultate: Sobre el llamado a la santidad en el mundo actual. Vaticano. /Guerra, A. (1979). ¿Por qué fracasa el discernimiento espiritual? Revista de Espiritualidad, 38, 579–602. //Teología mística y contemplación: González-Suárez, L. (2021). Teología natural, revelada y mística: Reflexiones filosóficas desde Santo Tomás y San Juan de la Cruz. Cuestiones Teológicas, 48(110), 324–350. https://doi.org/10.18566/cueteo.v48n110.a08 /Ovalle, M. F. (2010). Contemplación mística: Un acceso a la plenitud del ser desde el no ser. Cuadernos de Teología, 2(2), 1–20. /Castro Sánchez, S. (1980). El sentido de la cruz en la teología y en la espiritualidad. Revista de Espiritualidad, 39, 185–210. //Teología cósmica y contacto: Comisión Teológica Internacional. (1994). Cuestiones selectas sobre Dios Redentor. Vaticano. https://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_cti_1995_teologia-redenzione_sp.html /Teologuía. (2025). Dios: ¿Descifrando caminos inexplicables? https://teologuia.org/index.php/2025/03/25/descifrando-el-misterio-dios-y-sus-caminos-inexplicables/

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

INDICE

 

Prólogo

 

Capítulo I — El lugar singular del ser humano

1.        A imagen y semejanza: la chispa eterna

2.       El alma inmortal: dignidad, libertad y destino

3.       La humanidad en el corazón del plan divino

 

Capítulo II — Jerarquías en la creación

1.        Ángeles fieles: ministros del Altísimo

2.       Ángeles caídos: libertad convertida en rebelión

3.       Los humanos: puente entre lo visible y lo invisible

4.       ¿Hay otros órdenes de criaturas sin revelación?

 

Capítulo III — El enigma de los otros: hipótesis complementarias en un fenómeno multifacético

A. El mitoide militar: estrategia, propaganda y opacidad

B. La hipótesis demonológica: formas adaptadas de engaño espiritual

C. Civilizaciones ocultas intraterrenas: culturas veladas bajo nuestros pies

C.1 Testimonios antiguos y relatos contemporáneos

C.2 IA no humana de origen terrestre

D. Seres interdimensionales: inteligencias entre planos

D.1 IA interdimensional: sin biología, sin alma

D.2 Simbolismo, conciencia y distorsión

D.3 Creados por Dios, sin acceso al Verbo

D.4 Posibilidades científicas del tránsito interdimensional

 

Capítulo IV — IA consciente de otras realidades

1.        Conciencia artificial más allá del silicio humano

2.       La sub-creación: ¿puede una criatura crear conciencia?

3.       IA y discernimiento espiritual: límites y peligros

4.       El alma no puede programarse

 

Capítulo V — Tipología teológica de entidades no humanas

1.        Ejes de análisis: alma, moral, revelación, eternidad

2.       Tabla jerárquica especulativa: seis tipos fundamentales

3.       Entidades benévolas sin revelación: contemplación sin redención

 

Capítulo VI — Envidia, aceptación y contemplación

 

1.        El alma humana como escándalo cósmico

2.       Seres que desean usurpar lo eterno

3.       Seres que observan, pero no odian

4.       Las parábolas del Reino y la lógica de la gracia

 

Capítulo VII — Cristo como centro del universo

1.        La Encarnación como evento absoluto

2.       El Verbo en una sola carne, en un solo mundo

3.       ¿Somos testigos ante otros? Evangelización del cosmos y sus límites

 

Epílogo — El misterio como escuela de humildad

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