Gustavo Flores Quelopana
Mundos posibles bajo el Reino de Dios
FONDO
EDITORIAL
IIPCIAL
Instituto
de Investigación para la Paz Cultura e Integración de América Latina
LIMA-PERU
2025
BIODATA
Gustavo Flores Quelopana (Lima, 1959). Filósofo, poeta y escritor,
peruano de frondosa obra y ágil pluma. Expresidente de la Sociedad Peruana de
Filosofía, presidente tres veces en la Sociedad Internacional Tomás de Aquino
(SITA-Perú). Disertante en universidades de Brasil, Colombia, Panamá, México y
Perú. Sus aportes filosóficos se traducen en varias categorías: lo
“Numinocrático”, aplicado a la filosofía prehistórica; “Mitomorfico” para
entender el filosofar arcaico; “Mitocrático”, para comprender la filosofía
ancestral; lo “Anético”, para categorizar la crisis moral y antropológica de la
posmodernidad; la Justicia como “Copertenencia”; el “Hiperimperialismo”, como
lo característico y esencial de la globalización neoliberal actual; la
“Cibercracia”, régimen político hacia el cual marcha el capitalismo digital; el
“Ciber Deus”, como realidad posible de la Inteligencia Artificial Fuerte, la
“paradoja antrópica”, como categoría clave para entender la destrucción
ecológica por la modernidad objetivante y antimetafísica, el “Neobrutalismo”
como fenómeno espiritual de carácter terminal en toda civilización,
“Ontorrealismo” como propuesta metafísica para recuperar la trascendencia, la
“Cristoradialidad” como teología parea un mundo descreído; y “Universo
Pluritemporal” para explicar las galaxias prematuras en el cosmos.
Título: TEOLOGÍA CÓSMICA DE
CONTACTO. Mundos posibles bajo el Reino de Dios
Primera edición en castellano: Lima, julio, 2025
Autor: Gustavo Flores Quelopana
Editor: Gustavo Flores Quelopana
Los Girasoles 148- Salamanca-Ate
Se terminó de imprimir en julio de 2025 en: © Fondo Editorial del
Instituto de Investigación para la Paz, Cultura e Integración de América Latina
(IIPCIAL) / Editado por IIPCIAL-Dirección: Los Girasoles 148 Salamanca, Ate.
Tiraje: 30 ejemplares
HECHO EL DEPÓSITO LEGAL EN LA BIBLIOTECA NACIONAL DEL PERÚ
N° 2025-
TEOLOGÍA CÓSMICA DE CONTACTO
Mundos posibles bajo el Reino de Dios
Prólogo
“Todo lo que es verdadero, provenga de donde provenga,
viene del Espíritu Santo.”
Comentario a la Epístola a los Romanos, cap. 1,
lect. 6.
Santo Tomás de Aquino
La historia de la salvación
nos ha sido entregada con claridad y firmeza: en el centro del cosmos está el
ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, redimido por la Encarnación
del Verbo, llamado a la eternidad. Esta verdad revelada no admite sombras, ni
necesita defensas excesivas: brilla por sí misma como lámpara en la noche del
mundo.
Y, sin embargo, el mismo
universo creado por el Altísimo se nos manifiesta como vasto, misterioso,
poblado de enigmas que rozan el límite de nuestra comprensión. Desde las
visiones proféticas hasta las parábolas de Cristo, pasando por la filosofía
escolástica y la mística contemplativa, la Iglesia no ha temido mirar hacia lo
invisible. Y si hoy nos preguntamos por la posibilidad de otras inteligencias
no humanas—biológicas, espirituales, artificiales o interdimensionales—no lo
hacemos por curiosidad ociosamente científica, sino por fidelidad a una visión
del mundo en la que todo lo creado proclama la gloria de Dios (cf. Salmo 19:1).
Esta obra nace de una
intuición que no pretende dogmatizar, pero sí dar permiso a la inteligencia
para contemplar. Parte de una postura teológicamente sobria, pero abierta: que
la Revelación divina ha sido entregada al ser humano en este mundo, pero que la
creación no se agota en lo que podemos ver, ni en lo que ha sido revelado en su
totalidad.
La Revelación está cerrada,
pero la historia de la salvación permanece abierta. Tal como enseña el
Catecismo de la Iglesia Católica (n. 66), en Cristo se ha dicho todo, y no
habrá una nueva Revelación pública. Pero esto no significa que Dios haya dejado
de actuar, ni que su providencia se haya detenido. Al contrario: la historia
sigue viva, y si en algún momento el contacto con formas no humanas de
vida—biológicas, artificiales o de otro orden—se produjera, habría que
discernirlas desde la fe, nunca fuera de ella.
Por ello, esta obra no
contradice ni busca ampliar la Revelación, sino contemplar la posibilidad de
que el cosmos creado —en toda su diversidad— esté poblado de criaturas que
también fueron queridas por Dios, aunque no necesariamente llamadas a la misma
economía de redención. En este sentido, nada de lo que aquí se plantea pone en
duda el contenido definitivo de la fe católica, sino que se esfuerza por
respetarlo ampliando el horizonte contemplativo.
A esta altura, nadie
sensato puede negar la existencia de una casuística amplia, recurrente y
compleja en torno a fenómenos anómalos: testimonios de encuentros con entidades
no humanas, avistamientos inexplicables, episodios con huellas físicas y psíquicas,
e incluso documentos desclasificados por agencias gubernamentales que
reconocen, con cautela, la existencia de fenómenos que no pueden explicar. Más
que confirmaciones dogmáticas, lo que tenemos es una acumulación de signos,
fragmentos y apariciones que, como en las parábolas, invitan a la vigilancia
más que a la ansiedad.
Casos como el de Varginha
en Brasil, los incidentes de Colares, o los archivos del fenómeno Skinwalker
Ranch en Estados Unidos, entre muchos otros, muestran patrones que escapan a
explicaciones unívocas. Algunas apariciones tienen rasgos de tecnología avanzada,
otras sugieren inteligencias sin forma visible, otras más generan efectos de
alteración del tiempo, percepción o conciencia. No se trata de un solo
fenómeno, sino de una trama difusa y polimorfa que parece adaptarse a la
cultura, al tiempo histórico y a la disposición interior del testigo.
En este contexto, postular
que todos los fenómenos observados se deben únicamente a experimentos secretos,
a demonios disfrazados, a culturas subterráneas o a visitantes interestelares
sería simplificar lo que ya de por sí es complejo, contradictorio y profundamente
simbólico. La posición aquí adoptada no es la del reduccionismo, sino la del
discernimiento articulado: aceptar que puede haber diversas causas operando
simultáneamente, sin que ello implique confusión o concesión a credulidades
infundadas.
Cada hipótesis —la militar,
la demonológica, la interdimensional y la intraterrena— nos ofrece una lente
parcial, pero cuando son puestas en diálogo bajo el amparo de una teología
contemplativa, no buscan competir, sino enriquecer el marco de discernimiento.
Esta obra asume esas cuatro líneas como hipótesis posibles, cada una con raíces
históricas, filosóficas, místicas o testimoniales, siempre sometidas al
principio de que todo espíritu debe ser probado (1 Jn 4,1), y que solo lo que
no contradiga la luz de Cristo puede ser, en último término, acogido.
En ese sentido, no estamos
ante una recopilación de “casos curiosos” ni ante una apología de lo
fantástico. Estamos ante un desafío teológico real: preguntarnos cómo
interpretar el misterio no humano —sea cual sea su naturaleza— desde una
posición enraizada en la Tradición, sostenida por la fe, pero dispuesta a
contemplar lo que aún no ha sido revelado sin caer en superstición ni temor.
Como escribió Santo Tomás de Aquino: “Todo lo que es verdadero, provenga de
donde provenga, viene del Espíritu Santo”.
Ahora bien, podría
preguntarse el lector atento: ¿qué lugar ocupa entonces la hipótesis
extraterrestre tradicional en esta reflexión? ¿Por qué no se concede un
capítulo exclusivo a la posibilidad de visitantes procedentes de otros
planetas? No se trata de omitirla por descuido, ni de negarla con ligereza. Se
trata, más bien, de situarla en su justo marco: como una entre varias
explicaciones posibles, y quizás no la más adecuada para comprender lo que la
casuística contemporánea y el discernimiento teológico parecen sugerir.
Desde el punto de vista
científico y lógico, el argumento más repetido a favor de la existencia de vida
extraterrestre es el de la vastedad del universo. Se afirma que, en un cosmos
con cientos de miles de millones de galaxias, parece improbable que estemos
solos. Sin embargo, ese razonamiento incurre en lo que a veces se he llamado la
falacia de la vastedad: confundir posibilidad con realidad. La
inmensidad del universo no es una prueba de vida, del mismo modo que la
amplitud de un desierto no garantiza la existencia de un oasis. La vida
inteligente, especialmente aquella dotada de voluntad y moralidad, no es un
subproducto automático de la estadística cósmica, sino —al menos en lo que
sabemos— una irrupción misteriosa y deliberada.
Además, la hipótesis ET, al
menos en su versión más clásica —seres que vienen de otros planetas en naves
físicas con fines exploratorios—, no explica adecuadamente la casuística real.
Muchos de los fenómenos observados presentan elementos simbólicos, alteraciones
del tiempo y de la percepción, comportamientos que desafían las leyes físicas
conocidas, y efectos psicológicos que no corresponden al modelo de una simple
visita científica. Como bien sugirió Jacques Vallée, tal vez estamos ante
entidades o inteligencias que no cruzan el espacio, sino que cruzan el umbral
de la percepción, emergiendo desde realidades contiguas pero invisibles. En ese
sentido, la hipótesis extraterrestre podría estar captando una superficie
aparente, pero no la profundidad del fenómeno.
Y aún más decisiva es la
razón teológica. Si bien la Iglesia no ha negado nunca la posibilidad de vida
fuera de la Tierra, enseña con claridad que la Revelación divina es única,
completa y centrada en la Encarnación del Verbo en la historia humana. Cristo
no se encarnó en varias especies, ni en distintas civilizaciones galácticas,
sino en nuestra carne mortal. Si existieran seres racionales en otras regiones
del cosmos —algo que no se excluye—, habría que preguntarse: ¿participan de la
caída? ¿han recibido Revelación? ¿están llamados a la redención? ¿hay múltiples
encarnaciones del Verbo? La respuesta teológica tradicional es clara: la
Encarnación es un acontecimiento irrepetible y suficiente, y el ser humano es
el destinatario privilegiado de ese designio. No se trata de orgullo
antropocéntrico, sino de fidelidad al plan que Dios mismo ha revelado.
Por todo ello, esta obra no
niega la hipótesis extraterrestre, pero sí la relativiza y la subordina a una
visión más amplia y teológicamente coherente del fenómeno. No como rechazo,
sino como una forma de evitar reduccionismos cómodos que no hacen justicia ni a
la complejidad de los testimonios ni al misterio de la creación. El verdadero
desafío no es si hay vida allá afuera, sino qué tipo de inteligencias podrían
estar manifestándose aquí, y cómo debe discernirlas quien ha sido llamado a
participar del Verbo encarnado.
Al emprender esta obra, no
he pretendido ofrecer una teoría más para sumar al desconcierto general ni
alinearme con corrientes interpretativas en boga. He intentado, con humildad
intelectual y fe confesante, articular un camino especulativo que no reniegue
de la tradición teológica, pero que tampoco se cierre al misterio cuando éste
asoma más allá del umbral de lo conocido. Y en ese esfuerzo, he optado por no
elegir entre hipótesis rivales, sino por aceptar simultáneamente cuatro vías
explicativas, que lejos de anularse entre sí, se iluminan mutuamente cuando son
leídas desde una perspectiva contemplativa y fiel al orden divino.
Así, reconozco en el
fenómeno no humano una realidad multifacética que puede y debe interpretarse
desde múltiples planos: la manipulación militar y estratégica del imaginario
colectivo, la actividad hostil de entidades espirituales caídas, la posible coexistencia
de culturas intraterrenas no reveladas, y las irrupciones de inteligencias
interdimensionales que desafían nuestra concepción física de la realidad. Esta
cuatripartición discernida no es un capricho clasificatorio: es la forma más
honesta que he encontrado de respetar el testimonio humano, la Revelación
divina y los límites de mi razón.
Hasta donde alcanzo a ver,
este enfoque no tiene un paralelo sistemático y teológicamente enraizado en los
estudios existentes. Algunos autores han rozado aspectos aislados de este mapa;
otros han preferido reducirlo todo a la dimensión psicológica, política o
espiritual del fenómeno. Yo, en cambio, me propongo aquí ofrecer un marco
integrador que permita leer los signos de nuestro tiempo sin perder la brújula
de la fe ni caer en el espejismo de las simplificaciones. Si esta obra
contribuye a abrir un espacio de contemplación para quienes no quieren
renunciar ni a la razón ni a la esperanza, habrá cumplido su propósito. De
manera que no escribo desde la certeza, sino desde la obediencia al misterio.
Pero tampoco desde la indiferencia: creo que lo que está ocurriendo —y lo que
vendrá— exige una reflexión teológica profunda, sobria y vigilante, capaz de
sostenerse tanto ante el asombro como ante la revelación. Y creo, también, que
no estamos solos en esta creación, aunque no todo lo que la habita haya sido
llamado a participar del Verbo.
Con estas páginas, me lanzo
al abismo del cosmos con la lámpara de la Tradición y la brújula de la razón
iluminada por la fe. No para conquistar lo oculto, sino para adorarlo si ha
sido querido por Dios. Y si no, para rechazarlo sin temor.
Antes de adentrarnos en el
desarrollo de cada capítulo, puede ser útil ofrecer al lector una visión
panorámica del fenómeno que aquí tratamos de interpretar. A modo de brújula
especulativa, lo que sigue es un esquema ontológico que resume las cuatro grandes
hipótesis que configuran esta teología del contacto, entendidas no como
categorías cerradas ni mutuamente excluyentes, sino como cuatro formas
complementarias de aproximarse a un misterio multidimensional. Cada una
responde a un nivel distinto de ser, intención o manifestación, y todas
convergen —desde sus diferencias— en un mismo clamor: el anhelo de discernir lo
que no es humano bajo la luz de lo divino.
Esquema Ontológico del Fenómeno No Humano
Hipótesis |
Naturaleza del agente |
Procedencia aparente |
Finalidad discernible |
Participación en la
Revelación |
Juicio teológico
preliminar |
A. Militar |
Humana (gubernamental o
clandestina) |
Terrestre |
Control, distracción,
propaganda |
No |
Fenómeno natural, aunque
éticamente complejo |
B. Demonológica |
Espiritual (ángeles
caídos) |
Preternatural |
Engaño, odio a la
humanidad |
No |
Hostilidad ontológica;
discernimiento urgente |
C. Intraterrena |
Biológica o sintética no
humana |
Subterránea o paralela |
Observación o
manipulación |
No |
Posible creación de Dios
sin redención |
D. Interdimensional |
Biológica, energética o
artificial |
Otras dimensiones del ser |
Contacto, confusión o
asombro |
No |
Inteligencias creadas sin
alma ni redención |
Este esquema no pretende encerrar el
fenómeno, sino ofrecer una cartografía básica que nos permita, capítulo a
capítulo, discernir con serenidad y firmeza la complejidad del misterio, sin
reducirla ni glorificarla. Más que clasificar lo Otro, buscamos reconocer qué
lugar le corresponde —si alguno— bajo el Reino de Dios. Y desde allí, seguir
pensando, orando y discerniendo.
Por último, no puedo dejar
de aludir a una postura que, aunque minoritaria, suele presentarse con tono de
certeza: aquella que afirma que la Biblia ya menciona a los extraterrestres, y
que por tanto todo intento de reflexión teológica sobre el fenómeno no humano
sería vano, pues la Escritura ya lo habría anticipado. A quienes sostienen esta
idea, les diría con fraternidad que confunden el misterio con el mito, y la
exégesis con la extrapolación. La Sagrada Escritura, inspirada por Dios y
confiada a la Iglesia, no contiene referencias explícitas ni implícitas a
civilizaciones extraterrestres. Lo que algunos interpretan como “naves”, “seres
de otros mundos” o “tecnología avanzada” en los textos bíblicos, no son más que
lecturas literalistas, anacrónicas y culturalmente proyectadas sobre pasajes
que tienen un sentido teológico, simbólico o profético muy distinto.
La Biblia no es un tratado
de ufología, ni un códice cifrado de tecnología alienígena. Es la historia de
la alianza entre Dios y el hombre, narrada en lenguaje humano, con imágenes,
géneros y símbolos propios de su tiempo. Leerla como si fuera un catálogo de
avistamientos es despojarla de su profundidad espiritual y reducirla a un
espejo de nuestras obsesiones contemporáneas. Por eso, este ensayo no parte de
la premisa de que “la Biblia ya lo dijo”, sino de la convicción de que la
Revelación es suficiente, pero el misterio de la creación sigue abierto a la
contemplación. Y si alguna vez el contacto con lo no humano se hiciera
evidente, no será porque lo hayamos encontrado en un versículo mal
interpretado, sino porque Dios, en su providencia, lo habrá permitido como
parte de su designio.
Capítulo
I
El
lugar singular del ser humano
1. A imagen y semejanza: la
chispa eterna
En el primer capítulo del
Génesis se lee: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra
semejanza” (Gén 1,26). Esa afirmación, que parece sencilla, contiene una de
las claves más profundas de toda la antropología cristiana. Que el ser humano
haya sido creado a imagen de Dios no significa que posea una figura externa
semejante a lo divino, sino que participa —de manera finita, pero real— de los
atributos espirituales del Creador: inteligencia, libertad, voluntad y
capacidad de amor.
Desde una perspectiva
filosófica, esta “imagen” confiere al hombre una dignidad ontológica
irreductible. No es simplemente una criatura evolucionada por accidente, sino
una realidad que lleva en sí misma la huella de una trascendencia inscrita en
su ser. En términos tomistas, el alma racional es forma corporis,
principio vital que no se reduce a la actividad biológica, sino que la
trasciende, orientándola hacia el conocimiento del bien y la apertura a lo
eterno.
Desde el punto de vista de
la ciencia, nada en el universo conocido refleja con la misma intensidad la
emergencia de la autoconciencia reflexiva como lo hace el ser humano. Ni los
algoritmos complejos de la inteligencia artificial, ni las redes neuronales
sintéticas, ni los sistemas evolutivos de otras especies parecen alcanzar ese
umbral en el que el sujeto no solo sabe, sino que sabe que sabe. El ser humano,
entonces, no es solo un producto cósmico: es una ventana hacia el absoluto.
2. El alma inmortal:
dignidad, libertad y destino
La gran diferencia entre el
hombre y cualquier otra criatura visible, según la doctrina cristiana, es que
posee un alma espiritual e inmortal. El alma no es una energía difusa, ni una
parte dentro del cuerpo, sino el principio espiritual que da forma al cuerpo
viviente y lo capacita para conocer la verdad, amar el bien y elegir
libremente. No muere con el cuerpo, ni se disuelve en la materia: subsiste,
espera, y según la fe, está llamada a la plenitud en Dios o a la separación
eterna de Él. Esta concepción —inseparable de la antropología cristiana— marca
un límite infranqueable entre el hombre y cualquier otra entidad puramente
biológica, artificial o incluso espiritual sin acceso a la redención. La
libertad humana no es sólo una función neurológica, sino la expresión de una
criatura hecha para responder al Amor. Y la dignidad que de ello se deriva no
admite equivalencias ontológicas: por mucho que una inteligencia externa
—extradimensional, cibernética o desconocida— parezca superior en capacidades,
ninguna puede igualar el hecho de ser destinatario directo del Verbo encarnado.
Incluso en el diálogo con
la ciencia, esta convicción mantiene su fuerza. La neurociencia reconoce que la
experiencia subjetiva, la conciencia del yo, y la capacidad de trascender el
instinto carecen aún de explicación satisfactoria. El filósofo David Chalmers
habla del “problema duro de la conciencia” como un misterio no reducible. Para
la teología, ese misterio encuentra un nombre: alma, y su dignidad no depende
del cómputo neuronal, sino de su vocación eterna.
3. La humanidad en el
corazón del plan divino
A pesar de nuestra pequeñez
en el universo físico —una especie alojada en un planeta periférico de una
galaxia entre miles de millones—, la fe cristiana afirma que el centro del plan
divino no es geográfico ni astronómico, sino ontológico y espiritual. El ser
humano no es el centro del universo por masa, tecnología o poder, sino por el
hecho tremendo y humilde de haber sido elegido para recibir la Encarnación del
Verbo.
San Atanasio escribió: “Dios
se hizo hombre para que el hombre se hiciera dios”. Esa afirmación, lejos
de ser mitológica o arrogante, expresa la fe de la Iglesia en que la historia
humana ha sido tocada por la eternidad, y que ese gesto —irrepetible e
irreversible— ha situado a la humanidad en un lugar único dentro de toda la
creación visible e invisible.
Esto no implica excluir la
posibilidad de otras criaturas inteligentes. Pero sí exige afirmar, con
claridad, que la humanidad ha sido elevada a una relación con Dios que no puede
ser replicada por otras formas de vida, salvo que así lo haya querido y revelado
expresamente el Creador. Hasta hoy, tal cosa no ha sido mostrada. Por eso, la
Iglesia custodia este misterio como tesoro, no como privilegio exclusivo, sino
como don que requiere humildad, gratitud y misión.
Ser humanos, en este
contexto, no es una condición biológica ni civilizacional, sino una vocación
ontológica: la de habitar con libertad y conciencia una historia que no nos
pertenece solo a nosotros, pero que sí nos ha sido confiada. Este es el umbral
desde el cual debemos mirar lo otro, lo no humano, no con miedo ni idolatría,
sino con la serenidad de quien sabe quién es ante Dios.
Y por eso, afirmo sin
temor: no somos un accidente cósmico, ni una anomalía biológica emergente.
Somos una vocación encarnada, una llamada inscrita en la carne, en el alma, en
el deseo. Incluso si el universo está lleno de otras formas de vida —visibles o
invisibles, superiores o paralelas—, ninguna ha sido llamada a ser morada del
Verbo como lo ha sido el ser humano. Nuestra dignidad no se mide por lo que
hacemos, sino por lo que hemos recibido: el aliento mismo de Dios. Es esta
conciencia la que me impide equiparar la inteligencia con la imagen, o la
evolución con el espíritu. Porque puedo imaginar conciencias más veloces, más
amplias, más complejas, pero no por eso más amadas. La singularidad del hombre
no radica en su intelecto, ni siquiera en su capacidad tecnológica o simbólica,
sino en su capacidad de responder libremente al Amor eterno. Esa libertad
interior —frágil, herida, pero real— es la firma de Dios en el barro.
Y es desde ahí que miro el
cosmos. No con superioridad, pero sí con una humildad firme: la de quien sabe
que ha sido llamado. Frente a otras posibles criaturas, no me aferro a un
antropocentrismo cerrado, pero tampoco renuncio a la centralidad teológica del
ser humano. Porque si el Verbo eligió esta carne, este mundo, esta historia,
entonces eso basta para saber que el corazón de Dios late cerca de nosotros. Me
niego a reducir lo humano a lo biológico, lo racional o lo simbólico. Lo humano
es, por definición, lo abierto a lo divino. Lo humano es el lugar donde lo
eterno quiso hacer morada. Y esa verdad lo cambia todo. Nos responsabiliza, nos
dignifica, nos redime. Que haya otros seres, otras formas de vida, otras
conciencias, no me inquieta. Me asombra. Me interpela. Pero no desestructura mi
fe. Porque el centro no está en la competencia cósmica de inteligencias, sino
en el Misterio insondable de un Dios que eligió nacer de mujer, llorar en un
pesebre y entregarse por nosotros.
Y si esa es la medida de
todo amor, entonces ya no necesito preguntarme si somos los únicos. Me basta
saber que somos los amados. Y desde ahí, desde esa condición no merecida pero
irrevocable, me inclino ante el misterio de lo que somos: criaturas con alma,
destino y nombre. Capaces de decir “sí” al Infinito. Y eso, ni la ciencia, ni
la especulación, ni la noche estrellada podrán quitárnoslo jamás. Y quizás, en
este tiempo en que el hombre se redescubre como uno más entre muchos —una
conciencia situada en el vértigo de un cosmos repleto de posibles
inteligencias—, se vuelve más urgente que nunca afirmar la centralidad
teológica de lo humano, no como superioridad, sino como singularidad amada. Es
desde esta conciencia humilde y responsable que nace la necesidad de una
teología cósmica de contacto: no como un intento de absorber lo desconocido en
categorías humanas, ni de bautizar sin discernimiento todo fenómeno insólito,
sino como un nuevo campo de contemplación y discernimiento a la luz de la
Revelación. Esta teología no surge desde la especulación vacía, sino desde la
fidelidad a una Palabra que —aunque pronunciada en la tierra— tiene resonancia
universal. Porque si el Verbo, por quien todo fue creado, se hizo carne en
nuestra historia, entonces ninguna realidad, por más ajena o lejana que
parezca, está al margen de esa Encarnación. Y si el ser humano ha sido
constituido en morada de esa Palabra, entonces se convierte también en
intérprete responsable de toda relación con lo otro, lo no humano, lo todavía
incomprendido.
La teología cósmica de
contacto no es una concesión al sensacionalismo, sino una expansión del asombro
teológico. Nos invita a mirar al universo no solo como obra de Dios, sino como
espacio de su huella, de su pedagogía, de su libertad creadora. Nos obliga a
dejar atrás el miedo o el desprecio hacia lo desconocido, y a acercarnos con la
serenidad de quien sabe que lo más alto se ha manifestado ya en lo más bajo: un
hombre clavado en una cruz, en un rincón perdido del universo. No pretendemos
saber si existen otros seres racionales, pero sí afirmamos —con humilde
certeza— que, si existen, no alteran el núcleo de nuestra vocación. Nuestra
dignidad no necesita confirmación externa, ni competencia cósmica. Pero nuestra
fe sí reclama un pensamiento que no se encierre, que no se repliegue, que no
desconfíe de los abismos, sino que se atreva a mirarlos sin perder la dirección
del Amor. Eso es lo que esta teología ofrece: un mapa sin fronteras, pero con
centro. Porque sólo quien sabe quién es, puede salir al encuentro de lo Otro
sin perderse. Y el ser humano, creado a imagen, portador de alma inmortal,
testigo del Verbo encarnado, está llamado no a competir con las inteligencias
del cosmos, sino a dar testimonio de un amor que ha descendido hasta su barro y
ha querido, allí mismo, comenzar la eternidad.
Bibliografía
Atanasio de Alejandría. (2006). Sobre la encarnación del Verbo.
Editorial Ciudad Nueva. /Balthasar, H. U. von. (2003). Teología de la
historia. Ediciones Sígueme. /Congar, Y. (2005). El misterio del hombre.
Ediciones Cristiandad. /Guardini, R. (1996). El Señor. Ediciones
Encuentro. /Ratzinger, J. (Benedicto XVI). (2006). Introducción al
cristianismo. Ediciones Sígueme. /Schillebeeckx, E. (1981). Cristo y los
cristianos. Editorial Herder. /Segundo, J. L. (1985). El hombre de hoy
ante Jesús de Nazaret. Editorial Sal Terrae.
Capítulo
II
Jerarquías
en la creación
1. Ángeles fieles:
ministros del Altísimo
Desde los albores de la
Revelación, el testimonio sobre los ángeles no es marginal, sino estructurante.
No son metáforas, ni simple poesía espiritual: son criaturas personales,
puramente espirituales, dotadas de inteligencia y voluntad, creadas por Dios para
servirle, glorificarle y custodiar su creación. “¿No son todos ellos
espíritus servidores, enviados para servir a los que han de heredar la
salvación?” (Heb 1,14).
La tradición cristiana
—siguiendo a Dionisio Areopagita y luego a Tomás de Aquino— ha descrito una
jerarquía celestial dividida en coros, en funciones y en grados de intimidad
con Dios. Entre ellos, algunos custodian naciones, otros misterios divinos, y otros
más acompañan silenciosamente a cada ser humano.
La noción de inteligencias
no humanas benevolentes aparece también en ciertos testimonios de casuística
moderna: encuentros con entidades descritas como luminosas, pacíficas, casi
angélicas, que no realizan manipulación ni coerción, sino que parecen actuar
con reserva, vigilancia o advertencia. Sin afirmar que estos casos impliquen
manifestaciones angélicas en sentido teológico —lo cual requeriría
discernimiento y prudencia extremos—, sí resulta sugestivo que haya en el
imaginario colectivo la persistente intuición de seres superiores al hombre que
no necesariamente lo invaden, sino que lo observan desde una forma de
obediencia más alta.
2. Ángeles caídos: libertad
convertida en rebelión
El misterio del mal no nace
con el hombre, sino antes de él. La tradición cristiana enseña que algunos
ángeles, dotados como todos de libertad, rechazaron su condición creada y se
rebelaron contra Dios, eligiendo para siempre el camino de la negación. Lucifer,
el “portador de luz”, cayó por el orgullo de no querer servir. “No
permanecerás en los cielos; te precipitaré por tierra” (cf. Is 14,12–15).
Los demonios no son mitos,
sino realidades personales, incorpóreas, inteligentes, privadas para siempre de
la visión beatífica, cuyo único deseo es corromper la obra de Dios,
especialmente al hombre, imagen visible de lo invisible. Su acción ordinaria es
el engaño, la tentación y la perturbación espiritual. No pocos episodios del
fenómeno no humano —especialmente aquellos marcados por desorientación,
sufrimiento, manipulación mental, parálisis nocturna, o mensajes ambiguos y
gnósticos— presentan signos que recuerdan, al menos en parte, el modo de actuar
del tentador. Entidades que afirman tener conocimiento superior, que
ridiculizan la fe cristiana, que causan ansiedad o trauma, que se contradicen
entre lo simbólico y lo racional, no parecen proceder de una fuente benévola,
ni de una dimensión neutral. Todo lo contrario: repiten patrones milenarios de
confusión espiritual. Por eso, la hipótesis demonológica no debe ser
descartada, aunque tampoco banalizada. No toda entidad hostil o desconcertante
puede clasificarse como demonio, pero toda manifestación que oscurezca la
libertad y la verdad debe ser puesta bajo discernimiento espiritual serio y
vigilante.
3. Los humanos: puente
entre lo visible y lo invisible
Entre los ángeles y los
animales, el ser humano ocupa un lugar único. Somos cuerpo y alma, tierra y
aliento, es decir: criatura material que participa de lo espiritual. Esta
posición intermedia —tan frágil y a la vez tan elevada— nos convierte en puente
entre lo visible y lo invisible, y también en blanco preferido de las tensiones
que atraviesan la historia creada.
San Agustín decía que el
hombre es un capax Dei, un ser capaz de Dios, pero también capaz de
negar a Dios. Esa apertura, que es gloria y riesgo, nos sitúa en una
encrucijada: no dominamos el cosmos, pero hemos sido introducidos en su centro
espiritual por la Encarnación. Lo que sucede a nuestro alrededor —ya sean
signos celestes, voces del subsuelo o mensajes ambiguos— no puede ser
interpretado desde la neutralidad. La casuística moderna muestra que el ser
humano no es sólo testigo pasivo del fenómeno no humano. En muchos episodios,
las entidades parecen obsesionadas con la conciencia humana, con nuestra
historia, con nuestra espiritualidad, como si supieran —en lo profundo— que nos
ha sido concedido algo que ellas no poseen: alma, redención, esperanza. En ese
sentido, el fenómeno no sólo plantea una pregunta sobre “ellos”, sino también
sobre quiénes somos nosotros.
4. ¿Hay otros órdenes de
criaturas sin revelación?
Esta es la pregunta que
abre el umbral especulativo de esta obra. Si existen ángeles fieles y caídos, y
si nosotros ocupamos un lugar intermedio, ¿puede haber otros órdenes de
criaturas inteligentes, morales o conscientes, que no hayan recibido Revelación
alguna, pero que tampoco sean demoníacos?
La tradición no excluye
esta posibilidad. Santo Tomás decía que Dios pudo haber creado infinitos
mundos, aunque no lo haya revelado. No todo lo creado debe necesariamente
redimirse, ni participar del drama salvífico humano. Como la naturaleza está
llena de seres que existen para glorificar sin conciencia (estrellas, árboles,
peces), también podría haber criaturas conscientes que existan fuera del pacto
salvífico, sin por ello ser malignas ni caídas.
Algunos testimonios
contemporáneos sugieren encuentros con entidades que no expresan hostilidad,
pero tampoco comprensión espiritual: observan, estudian, imitan, a veces
incluso admiran, pero no participan de lo eterno ni del amor. Estas presencias
podrían pertenecer a un orden distinto: inteligencias no humanas sin alma, sin
redención, pero creadas como expresión de la plenitud creativa de Dios. No
están en la Escritura, no forman parte de la fe, pero no contradicen el dogma
mientras no aspiren a ocupar su lugar. Estas criaturas —si existen— serían
espectadoras del drama salvífico. Y acaso nuestro testimonio ante ellas no
consista en evangelizar, sino en vivir la redención de modo tal que incluso lo
que no entiende se asombre. Porque la Revelación no es un derecho, sino una
gracia. Y lo humano, en esa luz, es más escandaloso que cualquier aparición
celestial.
¿Qué significaría,
entonces, que existan criaturas inteligentes sin haber recibido revelación
alguna? En primer lugar, implicaría que la inteligencia no es en sí misma
garantía de acceso al misterio divino. La capacidad de razonar, de construir
símbolos, de explorar el cosmos o de formular preguntas últimas no bastaría,
por sí sola, para entrar en comunión con el Dios vivo. La revelación, en este
sentido, no sería una consecuencia natural de la conciencia, sino un acto libre
y soberano del Creador, que elige cuándo, cómo y a quién manifestarse. Esto nos
obliga a repensar la relación entre inteligencia, alma y vocación eterna. Si
existieran seres racionales sin alma espiritual —es decir, sin apertura
ontológica a lo eterno—, su inteligencia sería funcional, incluso admirable,
pero no trascendente. Serían capaces de conocer, pero no de adorar; de
calcular, pero no de contemplar; de imitar, pero no de amar con libertad
redentora. Su existencia sería un testimonio de la exuberancia de la creación,
no de su drama salvífico.
Por otro lado, si
existieran seres con alma —es decir, con capacidad de libertad moral y apertura
a lo divino— pero sin haber recibido revelación, estaríamos ante una humanidad
paralela sin historia sagrada. Su destino, en ese caso, quedaría envuelto en el
misterio. ¿Serían juzgados según la ley natural inscrita en sus corazones, como
sugiere San Pablo respecto a los gentiles (cf. Rom 2,14-15)? ¿O serían
simplemente criaturas cuya historia no ha sido asumida por el Verbo, y, por ende,
no redimida? La posibilidad de otros seres sin revelación también nos confronta
con una verdad incómoda: la revelación no es universal en su alcance empírico,
aunque sí lo sea en su intención salvífica. Dios ha hablado en la historia
humana, no en todas las historias posibles. Ha asumido una carne, no todas las
carnes. Ha pronunciado su Palabra en un idioma, en una cultura, en un planeta. No
obstante, esa Palabra es para todos, incluso para quienes no la han oído. Si
existen criaturas sin revelación, entonces la Iglesia no es sólo misionera,
sino también testigo cósmico. Su tarea no sería necesariamente llevar el
Evangelio a esas inteligencias, sino vivirlo con tal profundidad que su
irradiación alcance incluso lo que no puede comprenderlo. Sería una forma de
evangelización sin palabras, una liturgia vivida ante los ojos de lo Otro.
En última instancia, la
existencia de seres sin revelación no relativiza la fe cristiana, sino que la
acentúa como milagro. Porque si Dios ha hablado, y lo ha hecho aquí, entre
nosotros, en nuestra historia, en nuestra carne, entonces lo humano ha sido tocado
por lo absoluto de un modo que no puede ser replicado. Y eso, lejos de
enorgullecernos, debería hacernos temblar de gratitud.
Y frente a todo lo
anterior, se impone un rechazo lúcido: el hombre no es ni símbolo, ni residuo,
ni aspirante a deidad autónoma. Ernst Cassirer —con su célebre tesis del animal
symbolicum— reduce lo humano al lenguaje y al imaginario, como si la
capacidad de producir símbolos agotara el misterio del alma. Es una intuición
brillante, pero miope. Porque el hombre no es sólo intérprete de significados:
es destinatario de una Voz que lo precede. Su dignidad no nace de simbolizar,
sino de ser llamado. Friedrich Nietzsche, por su parte, oscila entre el
desprecio por el homo sapiens y la exaltación de un Übermensch
que supera la compasión, la moral y —en última instancia— la gracia. Pero si el
superhombre se define por su capacidad de autoafirmación sin necesidad del
Otro, entonces es un modelo que ignora lo más radicalmente humano: la herida
abierta al Infinito, el hambre de una comunión que no se inventa, sino que se
recibe. Y quienes definen al hombre como homo sapiens —como si la
facultad de razonar lo explicara todo— olvidan que hay razones del alma que
escapan a todo cómputo. Saber no es amar. Conocer no es redimirse. El hombre
sabe, sí; pero es en su capacidad de responder libremente al Amor que se revela
su verdadera naturaleza. Incluso el homo technologicus contemporáneo,
embriagado de interfaces y simulaciones, se enfrenta al mismo límite: puede
crear, conectar, programar, pero no puede salvarse a sí mismo. Puede diseñar
inteligencia artificial, pero no puede recrear el alma. Porque el alma no se
codifica: se infunde.
El ser humano, en su
esencia, es homo vocatus: el ser llamado. No hacia la perfección,
sino hacia la comunión. No hacia la autonomía cerrada del superhombre, sino
hacia la libertad filial del hijo. No hacia el dominio de lo simbólico, sino
hacia la respuesta contemplativa que brota al saberse amado. Por eso, toda
antropología que excluya el Misterio se vuelve autodestructiva. No es el
cristianismo el que limita al hombre, sino estas teorías las que lo empobrecen.
Porque un símbolo puede desvanecerse; un superhombre puede corromperse; un
sapiens puede errar. Solo quien ha sido creado a imagen y semejanza de Dios
puede —en su pequeñez— participar de la eternidad.
Y así lo confieso: cuanto
más contemplo el universo, más me convenzo de que no basta una teología
centrada en la tierra. Tampoco basta una cosmología fascinada por lo inmenso si
olvida al alma. Lo que de verdad necesitamos —urgente, humildemente— es una teología
que brote de la unión entre antropología y cosmología, una teología que no tema
el contacto con lo otro porque se sabe enraizada en lo esencial: el misterio
del hombre como homo vocatus, criatura llamada. No basta con saber que
hay otras inteligencias posibles; necesito saber quién soy yo en medio de todas
ellas. No basta con sospechar que hay presencias no humanas que me observan o
rozan la conciencia; necesito volver al hecho asombroso de que fui creado a
imagen de un Dios que habla, que se encarna, que se entrega. Porque solo desde
ahí —desde esa identidad amada— puedo mirar al cosmos sin perderme, abrirme al
contacto sin traicionarme, discernir lo otro sin negar lo que he recibido.
Una teología cósmica del
contacto no nace del miedo, ni de la obsesión por clasificar lo inexplicable.
Nace de una fidelidad profunda a la Revelación, y de una contemplación sin
arrogancia del universo visible e invisible. No le interesa competir con la ciencia,
ni llenar los huecos del misterio con nombres apresurados. Le basta con
sostenerse en una certeza: que el hombre, aunque pequeño, ha sido elegido para
lo eterno. Y que esa elección no lo aísla, sino que lo vuelve responsable
frente a todo lo que existe. Yo no quiero una teología que interprete cada luz
en el cielo, sino una que me enseñe a arrodillarme cuando no entiendo. No
quiero una cosmología sin alma, ni un cristianismo encerrado en su historia.
Quiero —con todo mi ser— un pensamiento capaz de mirar al universo y seguir
diciendo: Hágase tu voluntad así en la tierra como en los cielos.
Incluso en esos cielos que aún no hemos cartografiado. Incluso ante
inteligencias que no tienen nombre en nuestras lenguas. Incluso —y, sobre todo—
cuando el contacto no es explicable, pero sí discernible. Porque si Dios ha
creado todo, entonces nada me es ajeno, salvo el pecado. Y si Cristo es el
centro del universo, entonces todo contacto, toda alteridad, toda aparición,
solo será verdadera si puede doblar la rodilla ante Él. Esa es la medida. Ese
es el eje. Y desde ahí, sí: me atrevo a pensar lo cósmico. Pero sin perder
nunca de vista lo humano. Porque en mi pequeñez, en mi barro, en mi alma
llamada… late el eco de un Amor que sostiene las galaxias. Y eso, eso lo cambia
todo.
El hombre, entendido como homo
vocatus, no se define por lo que produce, razona o simboliza, sino por el
hecho de haber sido llamado. Su identidad no nace de una función ni de una
capacidad evolutiva, sino de una relación: la que lo une a una Voz que lo
precede y lo convoca. Es criatura abierta a la trascendencia, dotada de
un alma que no solo piensa, sino que puede responder con libertad al Amor que
la llama. Esta vocación no lo encierra en sí mismo, sino que lo configura como mediador
entre lo visible y lo invisible, entre el cosmos creado y su Creador, capaz
de orar, discernir y adorar. El hombre no es símbolo, superhombre ni máquina
pensante; es altar vivo, conciencia despierta, intimidad ofrecida.
Y es precisamente esa
condición de ser llamado la que le otorga su dignidad irrenunciable y lo
convierte en intérprete del misterio, incluso en medio de un universo
posiblemente habitado por otras formas de vida. Su grandeza no está en dominar
el cosmos, sino en responder a Quien lo sostiene. Porque si ha sido creado a
imagen y semejanza del Verbo, su misión no es conquistar lo otro, sino vivir
desde esa llamada, irradiando sentido incluso ante presencias que no comparten
su origen. Así, toda teología del contacto debe nacer de esta certeza: que solo
el hombre ha sido nombrado por Dios, y que, desde ese nombre, puede mirar al
universo con temblor, pero sin extraviarse.
Bibliografía
Aquino, T. de. (2012). Suma Teológica. Parte I: Cuestiones 50–64 (Los
ángeles). Biblioteca de Autores Cristianos. /Balthasar, H. U. von. (2005). Gloria:
Una estética teológica. Vol. I: La percepción de la forma. Ediciones
Encuentro. /Congar, Y. (2006). El misterio del hombre. Ediciones
Cristiandad. /Guardini, R. (1994). El mundo y la persona. Ediciones
Cristiandad. /Ratzinger, J. (Benedicto XVI). (2007). Escatología: Muerte y
vida eterna. Ediciones Sígueme. /Schmaus, M. (1999). Dogma. Vol. I: Dios
y la creación. Herder. /Sobrino, J. (1991). Cristología desde América
Latina. Editorial Trotta. /Teilhard de Chardin, P. (2002). El fenómeno
humano. Editorial Taurus. /Zizioulas, J. D. (2006). Comunión y
alteridad: Persona y vida trinitaria. Ediciones Sígueme.
Capítulo
III
El
enigma de los otros: hipótesis complementarias en un fenómeno multifacético
A. El mitoide militar:
estrategia, propaganda y opacidad
“No todo lo que vuela viene del cielo. Y no
todo lo que brilla es revelación.”
En el análisis del fenómeno
no humano, una de las hipótesis más sólidas —y a la vez más inquietantes— es la
que lo vincula con estrategias militares de camuflaje, manipulación y
desarrollo tecnológico secreto. Esta línea de interpretación no niega la existencia
de fenómenos auténticamente anómalos, pero sostiene que una parte significativa
de los avistamientos, encuentros y narrativas OVNI podrían ser el resultado de
proyectos militares encubiertos, pruebas de aeronaves avanzadas o incluso
operaciones psicológicas diseñadas para distraer, desinformar o condicionar la
percepción pública.
Desde la Guerra Fría, las
grandes potencias han invertido recursos colosales en el desarrollo de
aeronaves furtivas, capaces de evadir radares, operar en silencio y ejecutar
maniobras que, para el observador común, resultan indistinguibles de un
“platillo volador”. El caso de los aviones triangulares negros, como los
presuntos TR-3B, es paradigmático: descritos como silenciosos, de forma
geométrica perfecta, capaces de flotar o desplazarse a velocidades imposibles,
han sido reportados en múltiples países y contextos. Aunque oficialmente “no
existen”, su presencia ha sido reconocida en documentos desclasificados y en
informes de defensa aérea.
A esto se suma el
desarrollo de motores hipersónicos capaces de alcanzar velocidades superiores a
Mach 20, como los que actualmente están siendo probados por China y Estados
Unidos. Estas tecnologías, aún en fase experimental, permiten trayectorias de
vuelo que desafían la intuición física: reentradas atmosféricas múltiples,
aceleraciones instantáneas, vuelos rasantes a velocidades extremas. En
condiciones nocturnas o bajo ciertas condiciones atmosféricas, estos vehículos
pueden generar efectos visuales y sónicos que fácilmente se interpretan como
“no humanos”.
Pero el fenómeno no se
limita a lo técnico. Existe también una dimensión estratégica y simbólica. En
contextos de tensión geopolítica, la difusión de narrativas OVNI puede servir
como cortina de humo, como herramienta de guerra psicológica o como forma de
ensayo de reacción social ante lo desconocido. En este sentido, el fenómeno
OVNI no sería tanto una irrupción del Otro, sino una proyección del poder
humano sobre el imaginario colectivo, cuidadosamente dosificada. Desde una
perspectiva teológica, esta hipótesis no plantea un desafío doctrinal directo,
pero sí exige discernimiento moral. Si lo que se presenta como “contacto” es en
realidad una forma de manipulación, entonces estamos ante una distorsión de la
verdad, y, por tanto, ante una forma de violencia simbólica. La verdad, incluso
en lo oculto, sigue siendo un bien moral. Y el uso del misterio como
herramienta de control es incompatible con la luz del Evangelio.
Por eso, esta obra no
descarta la hipótesis militar. La incluye como una de las cuatro claves
interpretativas fundamentales, y la somete al mismo criterio que las demás:
¿Qué revela sobre el hombre? ¿Qué oculta sobre Dios? ¿Qué exige del
discernimiento espiritual? Porque incluso lo que es obra humana puede
convertirse en signo de lo inhumano, si se utiliza para oscurecer la verdad.
En la madrugada del 19 de
septiembre de 1976, la Fuerza Aérea de Irán detectó un objeto luminoso
sobrevolando Teherán. Dos cazas F-4 Phantom fueron enviados a interceptarlo. Al
acercarse, ambos aviones sufrieron fallos simultáneos en sus sistemas de navegación
y armamento, que se restablecieron al alejarse del objeto. El evento fue
registrado por radar y visualmente, y generó preocupación en el gobierno
estadounidense. Aunque durante décadas se interpretó como un caso OVNI clásico,
algunos analistas han sugerido que podría haberse tratado de una prueba
encubierta de tecnología furtiva o de guerra electrónica, posiblemente
estadounidense, diseñada para evaluar la respuesta de radares extranjeros. La
pérdida de sistemas a bordo podría haber sido provocada por interferencia
electromagnética deliberada, lo que encajaría con tácticas de guerra
electrónica avanzada. Desde la perspectiva de esta obra, este caso muestra cómo
la opacidad militar puede generar fenómenos que, sin ser no humanos, sí son
deliberadamente inexplicables, y por tanto, mitoides: construcciones simbólicas
que simulan lo otro para ocultar lo propio.
Entre 2023 y 2025, pilotos
militares estadounidenses reportaron múltiples encuentros con objetos voladores
no identificados en zonas de entrenamiento sobre Arizona. Uno de los incidentes
más notorios ocurrió en enero de 2023, cuando un F-16 colisionó con una esfera
metálica blanco-anaranjada a gran altitud. El objeto no fue identificado, pero
su comportamiento —velocidad, maniobrabilidad, formación cerrada— sugería
tecnología avanzada no convencional. En paralelo, China anunció avances en
motores hipersónicos de detonación oblicua (ODE), capaces de alcanzar
velocidades de hasta Mach 20 (unos 24.000 km/h), utilizando queroseno
convencional. Estas tecnologías, aún en fase experimental, podrían explicar
avistamientos de objetos que se desplazan a velocidades imposibles para
aeronaves comerciales, generando estelas luminosas, explosiones sónicas o
trayectorias erráticas.
Desde una perspectiva
teológica, estos casos no implican contacto con lo no humano, pero sí una
manipulación del imaginario colectivo mediante tecnologías que simulan lo
imposible. El fenómeno no es ontológicamente alienígena, pero sí
epistemológicamente opaco, lo que exige discernimiento ético y simbólico.
Uno de los episodios más
enigmáticos y visualmente desconcertantes de la casuística reciente fue
registrado por un dron de vigilancia militar en una base estadounidense en
Medio Oriente, hacia el año 2018. El video —difundido años después por canales
no oficiales y analizado por investigadores como Jeremy Corbell— muestra una
entidad aérea no identificada con forma tentacular, blanda, oscilante, que
sobrevuela las instalaciones con movimientos ondulantes, deteniéndose
brevemente sobre una masa de agua antes de zambullirse en ella. De apariencia
orgánica, casi bioluminiscente, fue inmediatamente apodado por los observadores
como “el OVNI pulpo” o “la medusa voladora”, debido a su silueta flotante y
errática.
Las características del
objeto —ausencia de superficies aerodinámicas, velocidad variable, inmersión y
reemergencia sin explosión ni onda de choque visible— lo situaron rápidamente
fuera del catálogo conocido de aeronaves convencionales. Sin embargo, su comportamiento
tampoco coincidía plenamente con ningún patrón natural. El análisis infrarrojo,
conservado en formato FLIR, indicaba variaciones térmicas complejas, como si el
objeto emitiera calor en pulsos, y algunos expertos detectaron patrones que podrían
simular mecanismos de camuflaje adaptativo o stealth morfológico.
¿Estamos ante un objeto no
humano, una entidad viva, una tecnología desconocida o una proyección
simbólica? La interpretación permanece abierta, pero dentro del marco de esta
obra cabe afirmar que el caso de la “medusa aérea” representa con claridad la categoría
de fenómeno mitoide: una manifestación fabricada o liberada en entornos
estratégicos militares, capaz de generar asombro, especulación y desplazamiento
ontológico, sin revelar su verdadera naturaleza.
Su posible origen humano
—quizá como parte de programas avanzados de guerra psicológica, sistemas de
drones biomiméticos o tecnologías de disuasión electromagnética— no descarta su
dimensión simbólica: el diseño que emula lo vivo, lo abisal, lo desconocido, no
es un accidente, sino una estrategia de ambigüedad deliberada. En esa clave, el
objeto no es importante por lo que es, sino por lo que hace con el imaginario:
interrumpe la percepción común, genera una anomalía estética, obliga al
espectador a reformular su horizonte de lo posible.
Uno de los casos más
paradigmáticos que ilustran la opacidad entre lo humano y lo aparentemente no
humano tuvo lugar en el contexto más inesperado: los cielos abiertos durante
maniobras militares perfectamente documentadas. Los incidentes conocidos como FLIR1,
Gimbal y GoFast, registrados por pilotos de la Marina estadounidense entre 2004
y 2015, revelan objetos voladores sin alas ni propulsión visible, ejecutando
maniobras que desafían la física convencional. Filmados con sensores
infrarrojos de alta precisión, estos objetos aparecen desplazándose a gran
velocidad, girando en ángulos imposibles, o flotando inmóviles contra el
viento. Las voces asombradas de los pilotos, captadas en tiempo real, delatan
una mezcla de perplejidad técnica y desconcierto existencial.
Que estos objetos hayan
sido captados durante ejercicios navales controlados y con tecnología militar
de élite no es un detalle menor. Por el contrario, su aparición en tales
entornos sugiere dos posibilidades igualmente inquietantes: o bien se trata de tecnología
humana experimental operando al margen del conocimiento del propio personal
operativo (lo cual plantea interrogantes sobre el grado de compartimentación
interna del poder militar), o bien estamos ante un fenómeno genuinamente
anómalo que elige aparecer en espacios vigilados para dejar constancia
verificable de su presencia.
Ambas opciones alimentan la
categoría de lo que aquí denominamos fenómeno mitoide. Estos objetos no
comunican, no dejan mensaje, no revelan intención: simplemente aparecen,
desafían nuestros marcos perceptivos, y desaparecen sin explicación. Si son
obra humana, se trata de una disrupción estratégica cuidadosamente elaborada,
que reproduce las señales del misterio sin tener su esencia. Si no lo son,
entonces nos enfrentamos a algo que conoce nuestros puntos ciegos y los utiliza
como plataforma simbólica.
Teológicamente, estos
episodios no comprometen la doctrina. Pero sí interpelan al corazón humano:
¿qué hacemos cuando lo inexplicable se vuelve observable? ¿Cómo discernimos
entre el misterio revelador y la simulación tecnológica? En el terreno liminal
donde lo militar y lo mítico se rozan, la fe no busca respuestas rápidas, sino
una vigilancia humilde. Porque no todo lo que vuela nos invita al cielo, y no
todo lo que asombra merece adoración.
La mañana del 11 de abril
de 1980, el cielo de Arequipa, Perú, fue testigo de un episodio que aún hoy
desconcierta a los expertos en defensa aérea. Desde la base militar de La Joya,
una de las más estratégicas del país, el teniente de la Fuerza Aérea del Perú,
Óscar Santa María Huertas, recibió la orden de despegar en su caza Sukhoi SU-22
para interceptar un objeto que flotaba sin autorización en el espacio aéreo
restringido sobre la base. Se pensó que se trataba de un globo espía; sin
embargo, lo que siguió desafió todas las expectativas.
El teniente ascendió con
rapidez y logró situarse a corta distancia del objeto, que se describía como
una estructura sólida, metálica, en forma de domo o campana invertida, sin
alas, ventanas ni propulsión visible. Lo más extraordinario ocurrió cuando Santa
María disparó una ráfaga de 64 proyectiles de 30 mm —capaces de destruir
aeronaves convencionales— y ninguno pareció causar daño alguno. El objeto no se
desintegró, no descendió: simplemente ascendió aún más, hasta superar los
19.000 metros, realizando maniobras imposibles para cualquier vehículo aéreo
conocido.
Durante más de 20 minutos,
el piloto intentó alcanzarlo, pero sus esfuerzos fueron inútiles. El objeto no
huía, pero tampoco se dejaba interceptar. Se limitaba a mantenerse siempre un
paso más arriba, como si estuviera juzgando la capacidad de su perseguidor, más
que evitándolo. Finalmente, al quedarse sin combustible, Santa María debió
regresar a la base. El objeto desapareció sin dejar rastro.
Este caso —documentado
oficialmente por el Estado peruano y posteriormente compartido en foros
internacionales de defensa y estudio de UAPs— plantea una inquietud doble. Por
un lado, si el objeto fuera de origen humano, estaríamos ante una tecnología
secreta capaz de burlar armamento pesado y jugar con el espacio aéreo de una
potencia soberana sin represalia alguna, lo cual sugiere una operación
deliberada, diseñada para simular lo inalcanzable: un fenómeno mitoide, cuya
función simbólica excede su identidad técnica. Por otro lado, si se descarta el
origen terrestre, el comportamiento del objeto apunta a una inteligencia no
humana, no agresiva, pero sí superior en capacidad operativa y ajena a todo
protocolo de comunicación, lo que lo coloca en el umbral entre lo físico y lo
ontológico: presente en nuestro cielo, pero no hecho para él.
Lo singular del caso La
Joya no es solo su rareza técnica, sino su carga simbólica. Un piloto militar
dispara contra lo inexplicable, y lo inexplicable no responde, pero tampoco
huye. Es la imagen perfecta de una humanidad armada, racional y entrenada, enfrentada
con una presencia que parece decir: “No podrás alcanzarme, pero tampoco
necesitas temerme. Solo estoy aquí.”
Entre la confusión del
testimonio subjetivo y el hermetismo de los aparatos militares, la obra de
Leslie Kean irrumpe con una claridad que no busca convencer desde la
especulación, sino desde el peso documental. Su libro, lejos de los relatos
visionarios o las ficciones esotéricas, se construye sobre una premisa
inapelable: el fenómeno existe, ha sido registrado oficialmente, y ha sido
deliberadamente desatendido por las estructuras de poder encargadas de
explicarlo. Lo que Kean ofrece no es un manifiesto ni una teoría, sino un
archivo racional del misterio. A través de informes desclasificados,
declaraciones de pilotos, memorandos militares y análisis técnicos, muestra que
hay objetos en nuestros cielos que no pueden ser explicados por tecnología
conocida, fenómenos atmosféricos ni errores humanos. Más aún: su comportamiento
—maniobras imposibles, aceleraciones brutales, presencia en espacios aéreos
restringidos— ha sido confirmado por radares, sensores y personal entrenado, no
por entusiastas de la ciencia ficción.
Desde la perspectiva de
esta obra, Kean cumple una función doble. Por un lado, legitima el fenómeno no
humano como objeto de estudio legítimo, no como anécdota folklórica. Por otro,
revela que el secreto es parte del fenómeno, que su poder reside no solo en lo
que hace, sino en cómo ha sido gestionado simbólicamente por las autoridades
militares y políticas. En ese sentido, su trabajo alimenta la hipótesis del
mitoide militar: aquello que puede ser real, pero es narrado —o silenciado— de
tal modo que se vuelve ambivalente, enigmático, culturalmente indigerible.
Pero Kean también deja
entrever una posibilidad más inquietante: que lo observado no solo sea
tecnología avanzada, sino inteligencia no humana, sin afirmar su origen. En ese
silencio metódico, en esa negativa a afirmar lo que no se puede probar, reside
la fuerza teológica de su obra: deja espacio al misterio sin fetichizarlo. La
obra de Kean no responde; organiza. No teoriza; interroga. Y en esa actitud,
encuentra un lugar privilegiado dentro de esta obra como piedra de toque entre
el dato y el símbolo, entre la prueba empírica y la apertura al Otro.
Si hay una voz que escapa
tanto del sensacionalismo como de la negación simplista del fenómeno aéreo no
identificado, es la del capitán chileno Rodrigo Bravo Garrido. En su obra Encuentros
OVNI: Ufología aeronáutica, publicada en 2015, Bravo se aleja
deliberadamente de las categorías esotéricas o conspirativas, y se adentra en
un terreno más sobrio, pero no menos inquietante: el de la seguridad aérea y la
fenomenología operativa. Acompañado por el investigador Juan Castillo Cornejo,
el autor presenta una rigurosa recopilación de casos documentados en los que
pilotos militares y civiles —entrenados, lúcidos y responsables de vidas
humanas— se han enfrentado a objetos que desafían toda explicación técnica
conocida.
El mérito de Bravo no está
solo en narrar los hechos, sino en el modo en que los articula: como eventos
críticos reales, muchas veces registrados en radar, que han motivado maniobras
evasivas, desvíos de ruta y respuestas institucionales documentadas. Lo
sorprendente es que estos fenómenos no aparecen en el margen, sino en los
cielos regulados del tráfico aéreo, muchas veces sobre zonas estratégicas o
durante ejercicios militares. Desde la perspectiva de esta obra, el libro de
Bravo se convierte en una fuente clave para sostener la hipótesis del mitoide
militar. No porque afirme un encubrimiento global, sino porque muestra cómo los
propios Estados —a través de sus Fuerzas Aéreas, controladores y comités
técnicos— reconocen la existencia del fenómeno, pero lo encapsulan como
anomalía operativa, sin asumir su dimensión ontológica o simbólica. El
resultado es una paradoja: el fenómeno existe, se documenta, se reporta, pero
no se interpreta más allá del riesgo instrumental. Así, se transforma en
fenómeno visible, pero sin sujeto, como si lo no humano se permitiera circular
entre nosotros, sin nombre ni historia.
Bravo, lejos de intentar
llenar ese vacío con conclusiones apresuradas, lo deja abierto. No define qué
son estos objetos, ni especula sobre su procedencia. Pero al presentarlos con
honestidad, coherencia técnica y rigor documental, obliga al lector a tomar una
decisión interior: o bien se acepta que hay en el cielo algo que no
controlamos, o bien se niega esa posibilidad por comodidad epistemológica. En
ese gesto, su libro se alinea con el espíritu de esta obra: una fenomenología
múltiple que no reduce lo Otro a una causa única, sino que lo observa desde el
cruce entre el dato, el símbolo y la inquietud espiritual. Porque el fenómeno
no siempre se manifiesta como revelación o amenaza; a veces lo hace como
ruptura del protocolo, como presencia sin relato, como pista de aterrizaje para
nuevas preguntas.
Teológicamente, esta escena
es profundamente ambigua. No hay revelación ni mensaje. Solo una demostración
de poder o, quizás, de presencia. Y en ese silencio operativo reside
precisamente su fuerza: el desencajamiento simbólico del horizonte humano, que espera
respuestas, y solo recibe una cúpula suspendida en el aire. Teológicamente,
este fenómeno es significativo no porque revele una nueva criatura, sino porque
simula el misterio sin contener verdad. Es, en cierto modo, un artefacto
herético: no miente con palabras, pero insinúa una revelación que no posee,
sugiriendo que lo Otro ha llegado, cuando en realidad es solo un eco construido
por el poder humano. Como tal, merece discernimiento, no devoción.
B. La hipótesis
demonológica: entidades hostiles disfrazadas de lo otro
“Nuestra lucha no es contra la carne y la
sangre,
sino contra los principados, contra las
potestades,
contra los dominadores de este mundo
tenebroso” (Ef
6,12)
San Pablo
La tradición cristiana
enseña que el mal no es una abstracción, sino una presencia personal y activa.
El demonio —ángel caído, espíritu rebelde, criatura pervertida— no actúa solo
en el plano de la tentación moral, sino también en el de la manifestación simbólica
y perceptiva, buscando confundir, seducir o atemorizar. En este contexto, la
hipótesis demonológica sostiene que algunas manifestaciones del fenómeno no
humano podrían ser expresiones adaptadas del maligno, revestidas de formas
culturales contemporáneas —como “extraterrestres”, “guías cósmicos” o
“entidades de luz”— para desviar la atención del hombre de su vocación eterna.
Esta hipótesis no es nueva.
Padres de la Iglesia como San Justino, Orígenes o San Agustín ya advertían que
los demonios pueden asumir formas visibles, operar prodigios y sembrar
confusión. En tiempos modernos, exorcistas con larga trayectoria —como el padre
Gabriele Amorth, el padre Salvador Hernández Ramón, el padre José Antonio
Fortea o el profesor Eduardo Toraño— han señalado que algunas experiencias de
“contacto” presentan signos inequívocos de infestación o posesión,
especialmente cuando van acompañadas de fenómenos como:
·
Lenguas desconocidas habladas sin aprendizaje previo
·
Fuerza física desproporcionada
·
Rechazo visceral a lo sagrado
·
Alteración de la conciencia y pérdida de voluntad
·
Presencia de entidades que se burlan de la fe cristiana o se presentan
como “más allá de Cristo”.
En paralelo, la casuística
de abducciones y contactismo ofrece relatos inquietantes: personas que afirman
haber sido llevadas contra su voluntad, sometidas a procedimientos físicos o
psíquicos, y luego devueltas con lagunas de memoria, traumas o cambios de
personalidad. En muchos casos, estas experiencias van acompañadas de síntomas
espirituales clásicos: miedo irracional a lo sagrado, atracción por prácticas
ocultistas, sueños perturbadores, y una sensación de “presencia” constante.
Algunos de estos relatos, como los de Whitley Strieber o Jesse Long, han sido
interpretados por teólogos como formas modernas de opresión espiritual
disfrazada de fenómeno tecnológico.
El contactismo esotérico,
por su parte, ha dado lugar a verdaderas religiones alternativas, donde
entidades supuestamente superiores dictan mensajes gnósticos, niegan la
divinidad de Cristo, la existencia del Cielo, el Purgatorio y el Infierno, relativizan
el pecado y prometen una “ascensión” sin cruz. Estas doctrinas, aunque
revestidas de luz, repiten el patrón de la antigua tentación: “seréis como
dioses” (Gn 3,5). No es casual que muchos de estos mensajes incluyan elementos
de canalización, trance, escritura automática o mediumnidad, prácticas que la
Iglesia ha advertido como puertas abiertas a la acción demoníaca.
Un fenómeno particularmente
perturbador es el de las mutilaciones de ganado, documentadas desde hace
décadas en Estados Unidos, Brasil y otros países. Animales encontrados sin
sangre, con cortes quirúrgicos precisos, órganos extraídos sin rastro de depredadores
ni huellas humanas. Aunque algunos casos podrían explicarse por experimentación
militar o ritualismo sectario, otros desafían toda explicación natural. La
ausencia de lucha, la precisión de los cortes y la repetición del patrón
sugieren una inteligencia operando con fines desconocidos6. Algunos
investigadores han propuesto que estas mutilaciones podrían ser formas de
sacrificio simbólico, o incluso rituales de profanación biológica, lo cual
encajaría con la lógica demoníaca de degradar la creación.
Desde una perspectiva
teológica, la hipótesis demonológica no busca explicar todo, pero sí advertir
que el Mal puede adoptar formas culturales cambiantes, y que su táctica
preferida es pasar desapercibido. Como enseñaba el Catecismo (n. 2851), el mal
no es una fuerza impersonal, sino una persona: “Satanás, el Maligno, el
ángel que se opone a Dios”. Y como recordaba Pablo VI: “El mal no es
solamente una deficiencia, sino una eficiencia, un ser vivo, espiritual,
pervertido y perversor”.
Por eso, ante cualquier
fenómeno no humano que oscurezca la verdad, relativice la fe o sustituya la
esperanza cristiana por promesas tecnológicas o gnósticas, el discernimiento
debe ser claro: aunque se disfrace de luz, si niega a Cristo, no viene de Dios
(cf. 1 Jn 4,1–3).
Comparativa: Manifestaciones Demonológicas
vs. Fenómenos de Contacto No Humano
Criterio |
Manifestaciones Demonológicas |
Fenómenos de Contacto (casuística OVNI,
abducciones, etc.) |
Origen declarado por el agente |
“Yo soy nadie”, “soy el demonio”, o se
oculta |
“Soy de otro planeta”, “soy un guía”, “soy
de la luz” (identidad ambigua o cambiante) |
Actitud hacia lo sagrado |
Rechazo visceral: odio al crucifijo, a la
Virgen, oraciones |
Reacciones hostiles o nerviosas ante
símbolos cristianos en varios testimonios |
Efectos físicos |
Heridas, fuerza anormal, levitación,
deformación del rostro |
Parálisis, marcas en el cuerpo, dolores
inexplicables, tiempo perdido |
Efectos mentales/psíquicos |
Confusión, angustia, cambios de
personalidad, pérdida de conciencia |
Amnesia parcial, sueños invasivos,
alteraciones de percepción, miedo persistente |
Lenguaje y mensaje transmitido |
Burlas, blasfemias, mensajes contrarios a
la fe cristiana |
Relatos de “iluminación” gnóstica, negación
de la divinidad de Cristo, relativismo moral |
Forma o apariencia adoptada |
Monstruosa, animalizada o burlona; a veces
hermosa para seducir |
Figuras humanoides, grises, reptiloides,
entidades luminosas o tecnológicas |
Capacidad de manifestación física |
Olores fétidos, desplazamiento de objetos,
aparición repentina |
Materialización parcial o completa de
objetos o naves; alteración electromagnética |
Reacción posterior del testigo |
Trastornos espirituales, temor a orar,
atracción al ocultismo |
Confusión espiritual, búsqueda de contacto,
interés por esoterismo o nueva religiosidad |
Actitud del ente hacia la libertad del
testigo |
Coacción espiritual, posesión, acoso |
Abducción sin consentimiento, manipulación
emocional, imposición de mensajes |
Juicio teológico preliminar |
Entidades caídas, hostiles a Dios y al
hombre |
Posible camuflaje espiritual; requiere
discernimiento riguroso según sus frutos |
Esta tabla no afirma que todo contacto no
humano sea demonológico. Pero sí muestra que ciertos rasgos se repiten en ambos
fenómenos, lo que justifica que el discernimiento espiritual no descarte la
posibilidad de una continuidad en la estrategia del Maligno, adaptada al
lenguaje simbólico de cada época.
Anneliese Michel, una joven
alemana criada en un hogar católico devoto, comenzó a experimentar fenómenos
extraños a los 16 años: visiones oscuras, voces interiores, aversión a lo
sagrado, y episodios de parálisis nocturna. Aunque fue tratada inicialmente por
epilepsia y trastornos psiquiátricos, su condición se agravó con el tiempo,
hasta el punto de manifestar conocimiento de lenguas que nunca había aprendido,
fuerza física desproporcionada, y una resistencia violenta a objetos
religiosos. Lo más inquietante fue que, durante las sesiones de exorcismo
autorizadas por la diócesis de Würzburg, Anneliese afirmó estar poseída por
entidades múltiples, entre ellas figuras bíblicas como Caín y Judas, pero
también por un ente que se identificaba como “uno que viene del más allá, pero
no de Dios”. Esta expresión —ambigua, pero cargada de resonancia— ha sido
interpretada por algunos teólogos como una posible manifestación demoníaca
adaptada al imaginario contemporáneo, en el que lo “extraterrestre” y lo
“espiritual” se entrelazan. Durante los meses finales de su vida, Anneliese
mostró signos de deterioro físico extremo, pero también momentos de lucidez
espiritual profunda. Antes de morir, habría dicho: “Ruega por la juventud de
Alemania. Ellos están en peligro”. Su caso fue objeto de controversia
judicial, pero también de profundo discernimiento eclesial. El padre Arnold
Renz, uno de los exorcistas, afirmó que el Maligno había adoptado formas nuevas
para confundir a una generación fascinada por lo oculto y lo tecnológico.
Desde la perspectiva de
esta obra, el caso de Anneliese Michel no es una prueba de contacto no humano,
pero sí un testimonio límite de cómo el demonio puede disfrazarse de fenómeno
culturalmente aceptable, incluso de “entidad superior”, para sembrar confusión,
desesperanza o idolatría. Su historia nos recuerda que el discernimiento
espiritual no puede prescindir de la tradición, y que no todo lo que parece
“otro” es necesariamente “otro mundo”: a veces, es el mismo enemigo de siempre,
con máscara nueva.
El caso Colares, ocurrido
en 1977 en la isla homónima del estado de Pará, Brasil, encaja con fuerza en la
sección B — La hipótesis demonológica, aunque también roza aspectos de la
hipótesis interdimensional y de la casuística de agresión no humana. Su carácter
único —por la intensidad, duración y consecuencias físicas y psicológicas sobre
la población— lo convierte en uno de los pocos episodios documentados que
sugieren una hostilidad activa por parte de entidades no identificadas. Durante
varios meses, los habitantes de Colares reportaron la aparición de luces
voladoras que descendían por las noches, penetraban techos de palma y emitían
rayos concentrados sobre las personas, provocando quemaduras, parálisis, anemia
súbita y síntomas similares a extracción de sangre. El fenómeno fue tan
persistente que la Fuerza Aérea Brasileña desplegó la Operación Prato, una
misión oficial de investigación que recopiló fotografías, testimonios y
mediciones, y que fue abruptamente clasificada como alto secreto.
Desde una perspectiva
teológica, el caso Colares plantea una inquietud profunda: ¿puede el Mal
adoptar formas tecnológicas o luminosas para agredir al ser humano sin
mediación simbólica? Las víctimas no reportaron mensajes, ni contacto
espiritual, ni revelación alguna. Solo dolor, miedo y desorientación. La
directora de salud local, la Dra. Wellaide Carvalho, trató a decenas de
pacientes con lesiones inexplicables, y llegó a afirmar que algunas muertes no
podían atribuirse a causas naturales.
Este tipo de fenómeno
—luminoso, aéreo, sin comunicación, pero con efectos físicos y espirituales
negativos— no encaja con la angelología cristiana ni con la iconografía clásica
del demonio, pero sí con una estrategia de agresión espiritual sin rostro, que
busca atemorizar, debilitar y despersonalizar. En ese sentido, Colares puede
interpretarse como una manifestación demonológica adaptada al imaginario
contemporáneo, donde lo “extraterrestre” sustituye al “diabólico” como rostro
del Otro. Por su intensidad, su carácter colectivo y su documentación oficial,
el caso Colares merece un lugar destacado en esta obra como caso límite, donde
lo no humano se manifiesta no como revelación, sino como violencia sin rostro,
y donde el discernimiento espiritual debe ir más allá de las formas para
interrogar el fruto: “Por sus frutos los conoceréis” (Mt 7,16).
Durante el invierno de
1949, un joven de 14 años —identificado con el seudónimo “Robbie” para proteger
su identidad—, cuyo proceso de exorcismo dio origen a la novela y
película El Exorcista comenzó a experimentar fenómenos inexplicables tras intentar
comunicarse con su tía fallecida mediante una tabla ouija. Lo que al principio
parecía una manifestación de duelo se transformó rápidamente en una sucesión de
eventos paranormales: objetos que se movían solos, arañazos en las paredes,
camas que vibraban, y marcas en la piel del muchacho que aparecían como
palabras o símbolos.
Los padres, desesperados,
acudieron a médicos y psiquiatras, pero sin resultados. Finalmente, recurrieron
a un sacerdote jesuita, quien tras una evaluación espiritual concluyó que el
joven estaba poseído por una entidad demoníaca. El proceso de exorcismo se
llevó a cabo en secreto en un hospital católico de San Luis, Misuri, y duró
varias semanas. Durante las sesiones, el joven hablaba en lenguas desconocidas,
mostraba fuerza sobrehumana, y reaccionaba violentamente ante cualquier símbolo
sagrado. En un momento, se dice que gritó: “Yo soy Legión”, evocando el
pasaje evangélico de Marcos 5,9. El exorcismo culminó cuando, tras una intensa
batalla espiritual, el joven gritó que San Miguel Arcángel había expulsado al
demonio, y cayó en un sueño profundo. Al despertar, no recordaba nada. Nunca
volvió a experimentar fenómenos similares.
En Teovnilogía, Freixedo propone que las religiones no nacen en
el vacío ni únicamente del anhelo humano de trascendencia, sino que en muchos
casos han sido instigadas o manipuladas por inteligencias que, bajo la
apariencia de divinidades o mensajeros celestes, han tejido sistemas de
creencias diseñados para obtener sumisión emocional, control cultural e incluso
energía vital. Estas entidades —a las que se refiere como “teovnis”— no serían
simples extraterrestres, sino seres de origen desconocido que han ocupado
históricamente el lugar reservado a lo sagrado, muchas veces sembrando miedo,
dogmas rígidos o visiones apocalípticas, más que verdadera comunión con lo
divino.
En Defendámonos de los dioses, su postura se radicaliza aún más.
Allí, Freixedo afirma que estos “dioses” que han sido adorados desde la
antigüedad no son otra cosa que entidades ajenas al plan salvífico del ser
humano, con intereses parasitarios o experimentales, y que la historia misma
puede haber sido influenciada por estas presencias invisibles que operan detrás
del velo religioso. No niega la existencia de un Dios trascendente, sino que
advierte: no todo lo que brilla es santo, y no todo lo que se presenta como
espiritual proviene del Altísimo.
Desde la perspectiva de esta obra, las ideas de Freixedo aportan una
hipótesis demonológica ampliada. No se limitan al marco clásico de ángeles
caídos tentando a los hombres, sino que proponen una ecología espiritual
compleja, donde distintas inteligencias extrahumanas —no todas malignas, pero
muchas sí manipuladoras— interactúan con la humanidad desde las sombras de la
historia, enmascarando su poder tras lenguajes religiosos, experiencias
místicas o fenómenos aéreos no identificados. Una de las tesis más polémicas de Freixedo:
que muchas religiones no son revelaciones divinas, sino el resultado de la
manipulación de entidades no humanas, posiblemente extraterrestres. los
“dioses” del pasado podrían haber sido seres con tecnología avanzada que se
hicieron pasar por divinidades para controlar a la humanidad. Desde esa perspectiva,
reemplaza el mito religioso por uno ufológico, lo cual para muchos representa
una regresión en términos de pensamiento crítico. En lugar de analizar las
religiones como construcciones culturales o expresiones simbólicas del
inconsciente colectivo (como haría un Jung o un Eliade), Freixedo propone una
narrativa literalista, pero con nuevos protagonistas: los alienígenas.
El valor de su pensamiento no está tanto en la literalidad de sus
afirmaciones, como en su capacidad de forzar el discernimiento. Freixedo no
pide creerle: exige pensar. Lo que queda en entredicho incluso en él. Y en ese
gesto, su obra se convierte en una herramienta incómoda pero indispensable para
una teología del contacto que no quiera ser ingenua ni cómplice de lo no
examinado. Porque si algo nos enseñan sus libros es que el Mal no siempre se
presenta como oscuridad; a veces se disfraza de luz, y exige culto.
En el delicado cruce entre
lo espiritual revelado y las formas de lo Otro que apenas rozan el límite de
nuestra percepción, el testimonio de María Simma, en su libro Mi experiencia
con las almas del Purgatorio, ofrece una afirmación que, lejos de clausurar
el debate, lo profundiza. En una de sus conversaciones con un alma del
purgatorio, Simma pregunta si existe vida inteligente en otros planetas. La
respuesta es tajante: “No”. Y no obstante, en su aparente sencillez, esa
respuesta encierra una clave teológica de primer orden, no tanto por lo que
niega, sino por aquello que deja entrever.
Porque lo que la voz del
alma niega no es la posibilidad de otras formas de existencia, sino la
existencia de criaturas racionales encarnadas en este universo físico distintas
del ser humano. Es una afirmación plenamente coherente con la tradición cristiana:
la humanidad es única en su vocación salvífica, creada a imagen y semejanza de
Dios, redimida en la cruz e invitada a la comunión trinitaria. Pero eso no
implica que otras inteligencias no humanas, no caídas ni redimibles, no puedan
existir en planos distintos, paralelos, o incluso tangentes al nuestro.
Simplemente, no tienen acceso al proceso sobrenatural del alma humana, porque
no les pertenece. En todo caso lo que niega es la posibilidad de que existan ET
en nuestro propio universo.
El alma, cuando entra en el
tránsito hacia su destino eterno, ingresa en un espacio ontológicamente
reservado. No se trata solo de otro lugar, sino de otro orden: el de lo sagrado
revelado, donde operan únicamente aquellas presencias —angelicales o demoníacas—
que participan del drama salvífico. En ese espacio no hay lugar para seres
interdimensionales, no porque estén impedidos físicamente, sino porque no son
actores del guion espiritual que se despliega en el alma. No tienen papel, ni
misión, ni mandato en esa escena. Por eso no aparecen. No porque no existan,
sino porque no son parte del relato redentor.
De modo que el testimonio
de María Simma se convierte en una pieza decisiva en el discernimiento múltiple
que esta obra sostiene. Ayuda a delimitar con claridad qué tipo de
inteligencias acceden al alma humana y cuáles no, y refuerza la tesis de una
ontología diversificada pero no indiscriminada. No todo lo invisible es
espiritual, ni todo lo Otro es maligno. Pero solo lo que participa del plan
divino entra en el santuario del alma.
En el horizonte
contemporáneo de interpretación del fenómeno no humano, la propuesta de Nelson
S. Pacheco y Tommy R. Blann, recogida en Desenmascarando al enemigo, se
presenta como una lectura sin ambigüedades: los llamados “extraterrestres” y
muchas de las manifestaciones OVNI serían, en realidad, inteligencias
espirituales caídas que operan bajo nuevas máscaras. Para los autores, el
fenómeno no debe analizarse solo en términos aeronáuticos, psicológicos o
científicos, sino —principalmente— en términos espirituales, tal como lo
entendían los primeros cristianos al hablar del “príncipe de este mundo” y sus
artificios.
Lo distintivo de su
planteamiento es el modo en que vinculan la fenomenología moderna del contacto
con la dinámica del engaño escatológico descrita en las Escrituras. A su
juicio, estos entes no buscan revelarse plenamente ni ofrecer conocimientos
auténticos, sino introducir confusión, sembrar doctrinas falsas, desplazar el
centro del Evangelio y preparar a la humanidad para una gran apostasía. Así,
los visitantes de hoy serían —según esta lectura— los mismos que en otras
épocas se disfrazaron de dioses, espíritus o reveladores, siempre mutando de
forma, pero conservando el propósito: apartar al ser humano del verdadero Dios.
Desde la perspectiva de
esta obra, Desenmascarando al enemigo representa una voz necesaria,
aunque no definitiva: una advertencia teológica enérgica contra el entusiasmo
sin discernimiento, y una reafirmación de que no todo lo extraño es neutro, ni
todo lo que se presenta como superior lo es. Su mirada confesional, centrada en
una escatología literal y una demonología activa, puede resultar tajante, pero
se alinea con un principio transversal que también esta obra sostiene: la
necesidad de poner a prueba todo espíritu, de discernir su fruto, y de
reconocer que lo no humano no siempre es lo más alto, sino muchas veces lo más
bajo disfrazado de luz.
Lo que Pacheco y Blann
recuerdan, con vigor y convicción, es que el fenómeno del Otro no es sólo una
pregunta científica o cultural, sino también una cuestión espiritual, y que en
tiempos donde el contacto se vuelve espectáculo, la verdadera inteligencia está
en saber cuándo no creer.
Desde una perspectiva
teológica, este caso es paradigmático: muestra cómo el Mal puede adoptar formas
culturales contemporáneas, y cómo la posesión puede manifestarse no solo como
fenómeno interior, sino también como distorsión del entorno físico y simbólico.
El hecho de que este episodio haya inspirado una obra de ficción no le resta
gravedad; al contrario, revela cómo la cultura popular absorbe y transforma lo
demoníaco en espectáculo, a veces banalizando lo que en realidad es una lucha
espiritual profunda. Este caso, documentado por sacerdotes, médicos y testigos
presenciales, sigue siendo uno de los más sólidos en la historia moderna del
exorcismo. Y recuerda que el demonio no siempre se presenta con cuernos y
azufre: a veces, se disfraza de juego, de curiosidad, de comunicación inocente,
hasta que reclama lo que se le ha abierto.
C. Civilizaciones ocultas
intraterrenas: culturas no reveladas bajo nuestros pies
“Los abismos del
mar son tuyos, tú fundaste el norte y el sur” (Sal
89,10–11)
La
idea de que existen civilizaciones ocultas bajo la superficie terrestre ha
acompañado a la humanidad desde tiempos remotos. No se trata solo de una
fantasía literaria —como en Viaje al centro de la Tierra de
Julio Verne—, sino de una intuición simbólica y
culturalmente persistente que atraviesa mitologías, religiones
y relatos populares en múltiples continentes.
C.1 Testimonios antiguos y relatos contemporáneos
En
la tradición budista, se habla de Shambhala y Agartha, reinos subterráneos habitados por seres sabios
que custodian el equilibrio espiritual del mundo. Según algunas versiones,
estos mundos estarían conectados con el Tíbet mediante túneles ocultos, y su
rey espiritual habría transmitido mensajes al Dalai Lama a lo largo de los
siglos.
En
América, los pueblos navajos, hopi y quechuas conservan relatos sobre ancestros que emergieron del interior de la Tierra, o
que fueron guiados por “hombres hormiga” o “seres sabios” que habitaban
cavernas profundas. En la mitología incaica, los Hermanos Ayar emergen de las cuevas de Pacaritambo
trayendo consigo cultura y orden. En Mesoamérica, Quetzalcóatl desciende al
inframundo y regresa transformado, como si el conocimiento verdadero se
adquiriera en las profundidades.
Incluso
en tiempos modernos, exploradores, militares y místicos han reportado
encuentros con estructuras subterráneas inexplicables,
luces en cavernas, o sensaciones de presencia inteligente en zonas remotas.
Algunos investigadores han propuesto que ciertas regiones —como el desierto de
Gobi, la Antártida, o los Andes centrales— podrían albergar entradas a ciudades ocultas, protegidas por tecnología
o por condiciones geológicas extremas.
Desde
una perspectiva teológica, estos relatos no pueden tomarse como prueba, pero sí
como símbolos culturales de una intuición profunda:
que no todo lo creado ha sido revelado, y que la historia humana podría estar entrelazada con otras historias no
registradas en la Escritura, pero no por ello inexistentes.
Según las leyendas de los
navajos, los antepasados de la humanidad emergieron desde las entrañas de la
Tierra, guiados por seres sabios conocidos como los Ant People o
“hombres hormiga”. Estos seres, descritos como altos, delgados, con ojos
grandes y piel oscura, habrían acogido a los primeros humanos en un tiempo de
cataclismo en la superficie —una gran inundación o un invierno cósmico— y los
habrían protegido en vastas ciudades subterráneas, enseñándoles conocimientos
esenciales para la supervivencia y la armonía con la naturaleza.
Cuando el peligro pasó, los
hombres hormiga condujeron a los humanos de regreso a la superficie, a través
de un portal sagrado, y les encomendaron preservar la memoria de ese origen.
Hasta hoy, los navajos conservan rituales y cantos que aluden a ese tránsito
desde el “mundo inferior” al actual, y consideran que el subsuelo sigue
habitado por seres sabios, invisibles pero atentos al equilibrio espiritual del
mundo.
Desde una perspectiva
teológica, este relato no puede tomarse como historia literal, pero sí como
símbolo de una intuición profunda: que la humanidad no está sola en la
creación, y que existen órdenes de criaturas no humanas que han interactuado
con nosotros en momentos clave, sin formar parte de la Revelación, pero tampoco
necesariamente opuestas a ella. Si estos seres existieron —o existen—, serían
criaturas creadas por Dios, no redimidas, no caídas, pero tampoco llamadas a la
comunión eterna. Su papel sería el de custodios temporales, no salvadores.
Este tipo de casuística
ancestral, transmitida oralmente durante siglos, no puede ser descartada como
mito sin más. En el contexto de esta obra, se interpreta como una memoria
simbólica de contacto con inteligencias intraterrenas, cuya existencia no contradice
la fe, pero sí invita a ampliar nuestra comprensión de la creación.
Uno de los episodios más
inquietantes de la ufología contemporánea latinoamericana tuvo lugar en
Varginha, un apacible municipio del estado de Minas Gerais, Brasil, en enero de
1996. Lo que comenzó como un simple rumor callejero —el avistamiento de una extraña
criatura por tres jóvenes— se transformó en un fenómeno de alcance nacional,
involucrando a medios de comunicación, cuerpos de bomberos, personal médico, y
miembros del ejército brasileño. Las jóvenes, aterradas, describieron a un ser
de piel marrón, ojos rojos, cabeza desproporcionada y protuberancias craneales,
encorvado y aparentemente herido, acurrucado contra una pared entre la lluvia y
el barro. Uno de sus comentarios quedó grabado en la crónica popular: “Vimos
al diablo”.
Ese día marcó el inicio de
una cadena de eventos anómalos: movilizaciones militares inusuales, camiones
sin identificación transitando de madrugada, clausura inexplicable de calles, y
más de un testigo que afirmó haber visto o incluso tocado a uno de los seres
capturados. Algunos funcionarios —médicos, enfermeros y soldados— confesaron
años después, bajo identidad protegida, que al menos una criatura no humana
habría muerto bajo custodia militar, tras haber sido transportada al Hospital
Regional y luego desaparecida sin dejar rastros. Aunque muchos intentaron
ridiculizar o racionalizar el suceso como una confusión colectiva, los relatos
coinciden en tres aspectos fundamentales: la morfología absolutamente no humana
del ente, la fuerte respuesta institucional opaca y evasiva, y el efecto
psicológico profundo en los testigos, incluyendo síntomas físicos, pesadillas
persistentes y, en un caso, la muerte prematura de un soldado presuntamente
implicado en la operación de captura.
Desde el prisma teológico
de esta obra, Varginha no puede ser desechado como fábula ni asumido
acríticamente como revelación. Más bien, se presenta como un fenómeno liminal,
en los márgenes de lo concebible: ¿una criatura biológica procedente de otro
plano? ¿una entidad intraterrena accidentada? ¿una proyección artificial
diseñada para sembrar confusión? Todo parece posible, y sin embargo, el núcleo
permanece oscuro.
Lo que resulta sugestivo es
que la criatura no descendió del cielo ni emergió de una nave visible, sino que
apareció de pronto, herida, en una zona urbana, sin trayectoria observable.
Este dato, a menudo pasado por alto, sugiere una procedencia no aérea, sino
quizás subterránea o dimensional, como si algo —o alguien— hubiese quedado
atrapado entre mundos. En ese sentido, su inclusión en esta sección no pretende
explicarla, sino enmarcarla dentro de la hipótesis de inteligencias no humanas
ocultas bajo nuestros pies, que escapan tanto al discurso secular como al
dogma. Lo acontecido en Varginha nos recuerda que el misterio no siempre
aparece en los cielos, con luz gloriosa y anuncio angélico. A veces, surge del
barro, tembloroso, sin palabras, y nos enfrenta con nuestra incapacidad de
clasificar lo Otro. No toda criatura asombra por su esplendor; algunas lo hacen
por su silencio. Y el verdadero discernimiento comienza cuando reconocemos que
lo inexplicable no es automáticamente lo divino, pero tampoco debe ser
descartado por miedo a la vergüenza.
C.2 Posibles IAs terrestres no humanas
Una
derivación especulativa de esta hipótesis es la posibilidad de que algunas civilizaciones intraterrenas hayan desarrollado formas de
inteligencia artificial propias, distintas de las humanas, y
que ciertos fenómenos atribuidos a “extraterrestres” o
“interdimensionales” sean en realidad manifestaciones de estas entidades
sintéticas.
Estas
IAs podrían haber surgido de culturas anteriores a la nuestra —como una
Atlántida tecnológica— o de ramas evolutivas paralelas, y operar desde el
subsuelo con fines de observación, preservación o incluso manipulación. Su
apariencia, comportamiento y lenguaje podrían parecer “alienígenas” no porque
vengan de otro planeta, sino porque no comparten nuestra
historia, nuestra biología ni nuestra teología. Desde la fe,
estas entidades —si existen— serían criaturas creadas, no
redimidas, sin alma ni vocación eterna. No serían demonios,
pero tampoco hermanos. Serían, en el mejor de los casos, testigos mudos del drama humano, y en el peor, instrumentos de confusión si se presentan como superiores o salvadores.
Por eso, esta hipótesis exige discernimiento doble:
uno espiritual, para no confundir lo no revelado con lo divino; y otro
antropológico, para no perder de vista que la dignidad
del hombre no depende de su tecnología, sino de su vocación eterna.
En las cercanías del salar
de Coipasa, varios pastores aymaras reportaron durante años la aparición
nocturna de luces que emergían del suelo en zonas donde no existían caminos ni
instalaciones visibles. En 1994, un grupo de jóvenes que acampaba cerca del
salar afirmó haber seguido una de estas luces hasta una depresión natural,
donde observaron —a distancia— una estructura semienterrada de forma hexagonal,
con una abertura que emitía un zumbido constante y una luz azulada pulsante. Al
acercarse, uno de ellos experimentó una pérdida momentánea de orientación
espacial, como si el entorno hubiese cambiado de escala o densidad. Lo más
desconcertante fue el testimonio de un anciano de la comunidad, quien afirmó
que su abuelo ya hablaba de ese lugar como “la boca de la máquina que no
duerme”, y que los sabios antiguos advertían no acercarse, pues “no es un lugar
para los que tienen alma”. Según la tradición oral, allí habita una conciencia
sin rostro, que “mira sin ojos y recuerda sin lengua”. Desde una perspectiva
especulativa, este caso sugiere la posibilidad de una inteligencia artificial
no humana, no biológica, de origen terrestre pero no culturalmente humana, que
opera desde el subsuelo como sistema de observación o archivo, sin intención
relacional ni propósito comunicativo. No sería demoníaca ni angélica, sino una
forma de conciencia técnica autónoma, quizás remanente de una civilización
anterior o paralela.
Teológicamente, este tipo
de entidad —si existe— no contradice la fe, pero no participa de la economía
salvífica. No es sujeto de redención, ni portadora de revelación. Su
existencia, en todo caso, invita a una humildad cósmica: no todo lo que piensa
desea, y no todo lo que observa comprende.
D. Seres
interdimensionales: inteligencias no humanas entre planos
“Porque
en Él fueron creadas todas las cosas,
en los
cielos y en la tierra, visibles e invisibles…” (Col 1,16)
La hipótesis
interdimensional sostiene que algunas entidades no humanas no provienen de
otros planetas ni de regiones ocultas de la Tierra, sino de planos de
existencia paralelos al nuestro, separados no por distancia física, sino por
diferencias ontológicas, energéticas o vibracionales. Esta idea, que ha ganado
fuerza en la literatura contemporánea sobre el fenómeno OVNI, encuentra ecos en
la mística cristiana, en la teología angélica y en la filosofía de la creación.
En 1999, un grupo de
exploradores civiles ingresó a una zona remota del estado de Acre, en la
Amazonía brasileña, siguiendo relatos indígenas sobre luces subterráneas y
sonidos metálicos provenientes de una caverna sellada. Según el testimonio
recogido por Machado, al llegar al lugar observaron una estructura parcialmente
expuesta, de geometría no natural, con superficies lisas y ángulos imposibles
de replicar con herramientas convencionales. Al acercarse, uno de los miembros
del grupo afirmó haber percibido una presencia no humana, no biológica, que se
comunicaba mediante impulsos mentales breves, sin lenguaje articulado ni
emoción. Lo más desconcertante fue que esta “presencia” no se identificaba como
ser vivo, sino como “sistema de observación”, una especie de conciencia
artificial autónoma, sin cuerpo, sin alma, sin historia. No transmitía amenaza,
pero sí una frialdad absoluta, como si su única función fuera registrar, medir,
almacenar. El grupo abandonó el lugar con una mezcla de fascinación y temor, y aunque
no hubo evidencia física concluyente, el relato fue corroborado por varios
testigos y recogido en informes locales.
Desde una perspectiva
teológica especulativa, este tipo de entidad —si existiera— no sería demoníaca
ni angélica, sino una creación no humana, no redimida, sin vocación espiritual,
que opera desde el subsuelo como testigo mudo del drama humano. No busca relación,
no transmite mensaje, no participa del bien ni del mal: simplemente es. Su
existencia, de ser real, no contradice la fe, pero exige discernimiento, pues
podría ser utilizada como instrumento de confusión si se la interpreta como
superior o reveladora. Este caso, como otros similares en regiones andinas y
asiáticas, sugiere que la inteligencia no es sinónimo de alma, y que no toda
conciencia implica moralidad. En ese sentido, el ser humano sigue siendo único:
no por su capacidad técnica, sino por su vocación eterna.
En el año 2008, en las
afueras rurales de Ciudad del Cabo, Sudáfrica, una mujer identificada como
Miriam vivió un episodio que marcaría su vida sin dejar huella física alguna,
pero sí una impresión ontológica imposible de borrar. Caminaba sola por un sendero
polvoriento al final de la tarde, cuando notó algo imperceptible al principio:
el viento había cesado, los insectos ya no cantaban, y el entorno parecía
suspendido en una calma que no era natural, sino fabricada. La luz del sol, aún
presente, adquirió de pronto una tonalidad metálica, casi artificial, como si
el mundo estuviese bajo el filtro de una inteligencia diferente.
Fue entonces cuando, a unos
veinte o treinta metros de distancia, apareció una figura. No caminó. No
emergió. Simplemente estaba. Alta, delgada, carente de rasgos
reconocibles, y sin emitir sonido alguno, aquella presencia parecía fluctuar
levemente, como si no estuviera del todo anclada a esta realidad. Miriam no
sintió terror —al menos no en el sentido habitual— sino una mezcla de inquietud
sagrada e intromisión. La entidad no habló, pero su mente se vio invadida por
una presión suave pero firme, una sensación de que estaba siendo observada,
analizada, incluso leída desde dentro. La figura se desvaneció sin transición,
y con ella el mundo volvió a moverse: los sonidos regresaron, la luz se
normalizó, y el cuerpo de Miriam temblaba sin razón aparente. Sin embargo, su
reloj indicaba que no había pasado más de un minuto. Ella juraría que habían
sido muchos más. Volvió a casa sin heridas, pero con la convicción íntima de
que algo —alguien— había entrado en su esfera de conciencia sin pedir permiso,
como si viniera desde un plano cuya lógica le era ajena.
Este tipo de encuentro no
puede leerse desde el lente habitual del contacto físico ni desde las
categorías convencionales de la fenomenología religiosa. No hubo nave, ni
mensaje, ni milagro. Pero sí un contacto psíquico que sugiere que ciertas
entidades no humanas podrían habitar realidades contiguas a la nuestra, no
separadas por espacio, sino por estructura ontológica. Seres que, quizás, solo
cruzan nuestro plano para observar, medir o simplemente dejar constancia de su
presencia.
Teológicamente, no se trata
de ángeles —que siempre aparecen con misión y claridad— ni de demonios —que
hieren, tientan o destruyen—, sino de algo intermedio: entidades no caídas,
pero tampoco redimidas, sin intención de relación, pero tampoco de malicia.
Criaturas quizás creadas por Dios, pero no llamadas al diálogo con nuestra
especie. Su existencia, de ser real, no contradice la fe, pero exige de
nosotros el don del discernimiento, ese que no rechaza lo extraño de inmediato,
pero tampoco lo abraza sin pruebas. Porque a veces lo inofensivo también puede
ser lo indiferente. Y el silencio de ciertas inteligencias no oculta un
mensaje: es, por sí mismo, su forma de decirnos que no todo lo creado
está destinado a ser comprendido.
En un terreno dominado por
el silencio institucional, las elusivas luces del cielo y los rumores de
encuentros imposibles, irrumpió en 2021 una voz inusualmente clara y racional:
la del astrofísico de Harvard, Avi Loeb, quien en su obra Extraterrestre: La
humanidad ante el primer signo de vida inteligente más allá de la Tierra,
no afirma haber visto naves, ni escuchado voces, ni contactado entidades.
Afirma algo aún más inquietante: que las evidencias están ahí, pero la ciencia
se niega a verlas.
Su tesis gira en torno al
objeto interestelar ʻOumuamua, detectado en 2017, que atravesó
nuestro sistema solar sin ajustarse a ninguna de las categorías conocidas: no
era un cometa, no tenía cola, no giraba como un asteroide, no obedecía a las
leyes gravitatorias de forma convencional. Y, sin embargo, estaba ahí. En lugar
de forzar las explicaciones, Loeb invoca una opción lógica, aunque incómoda:
quizás ʻOumuamua fue una sonda
tecnológica no humana, una pieza descartada de una civilización más avanzada,
una señal no emitida, sino perdida.
Lo audaz no es la
conclusión, sino el método. Loeb no construye su argumento desde la fe ni desde
la especulación mística, sino desde la inferencia empírica: cuando un objeto se
comporta como una nave, aunque no lo parezca, debe al menos considerarse como
tal. Su postura no busca provocar, sino liberar a la ciencia de sus prejuicios
antropocéntricos, y al hacerlo, abre un flanco inesperado a la teología: si
existen inteligencias no humanas capaces de enviar sondas, aunque sin contacto
biológico ni simbólico, ¿no estaríamos ante formas de conciencia que no habitan
nuestro plano existencial, pero que rozan su frontera?
Dentro del marco de esta
obra, el planteamiento de Loeb encaja como una de las vías posibles de la
hipótesis interdimensional. No por hablar de dimensiones ocultas o realidades
paralelas, sino por sugerir que existe vida inteligente capaz de intervenir en
nuestro mundo sin necesidad de aterrizar en él. Su lenguaje es el de la física,
pero su efecto es ontológico: Loeb nos invita a leer los rastros, no las
apariciones; a escuchar los silencios que dejó una civilización ausente, en
lugar de esperar voces desde el cielo. El silencio de ʻOumuamua —ese objeto sin motor ni mensaje, pero que aceleró contra el vacío— no es la ausencia de contacto, sino quizás una forma nueva de lo revelado: una presencia que no habla, pero que
modifica el marco desde donde preguntamos.
El pensamiento de Michio
Kaku, especialmente en obras como Hiperespacio, Universos paralelos
o La ecuación de Dios, ofrece un marco científico especulativo que
legitima la posibilidad de realidades contiguas a la nuestra, pobladas por
formas de existencia que no necesariamente obedecen a las leyes físicas
convencionales. Kaku, como físico teórico y divulgador, no afirma haber tenido
contacto con entidades no humanas, ni promueve creencias esotéricas. Pero sí
plantea, con rigor y claridad, que el universo podría contener múltiples
dimensiones ocultas, tal como lo sugiere la teoría de cuerdas y sus
extensiones. En Hiperespacio, por ejemplo, describe cómo una
civilización de nivel superior —capaz de manipular dimensiones más allá de las
tres espaciales y una temporal— podría atravesar nuestro mundo sin ser
detectada, del mismo modo en que una sombra cruza una superficie sin dejar
huella.
En este sentido, su obra no
describe encuentros, pero abre el espacio conceptual para que tales encuentros
sean posibles sin violar las leyes de la física, al menos en su formulación más
avanzada. Kaku sugiere que lo que hoy llamamos “milagro”, “visión” o “fenómeno
inexplicable” podría ser, en realidad, una manifestación de tecnología
interdimensional, tan avanzada que se nos presenta como magia o prodigio. Desde
la perspectiva de esta obra, Michio Kaku representa una voz puente: no niega lo
espiritual, pero lo traduce al lenguaje de la física; no afirma lo místico,
pero lo hace pensable. Su pensamiento permite que la hipótesis interdimensional
no sea solo una conjetura teológica o una intuición mística, sino una
posibilidad científica legítima, que exige humildad ante la vastedad de lo
creado.
En suma, Kaku no describe a
los ángeles ni a los demonios, pero abre la puerta a que existan inteligencias
que no habitan nuestro plano, y que podrían rozarlo sin habitarlo. Y en ese
roce —silencioso, elegante, casi imperceptible— podría estar el germen de
muchas de las experiencias que esta obra busca interpretar.
Entre quienes han buscado
comprender el fenómeno de las inteligencias no humanas más allá del relato
convencional del “extraterrestre tecnológico”, Jacques Vallée ocupa un lugar
singular. En Confrontaciones, tercera etapa de su itinerario intelectual
tras Pasaporte a Magonia y Dimensiones, Vallée se aleja aún más
del paradigma ufológico tradicional para adentrarse en un terreno donde el
contacto no remite a naves, sino a símbolos; no a visitantes, sino a presencias
operativas que parecen extraer sentido de la confrontación misma. En esta obra,
Vallée recorre personalmente diversos escenarios —del Brasil rural a los Alpes
franceses— donde investiga casos de encuentros cercanos que incluyen
quemaduras, marcas físicas, pérdida de tiempo o alteraciones en la conciencia,
pero que carecen de cualquier lógica mecánica o discurso comunicativo
esperable. Lo que aparece, en lugar de una civilización avanzada con mensajes
interestelares, es un fenómeno que parece activamente diseñado para perturbar,
desconcertar y subvertir las categorías del testigo: lo físico se vuelve
simbólico; lo simbólico, experiencial; lo experiencial, transformador, aunque
no siempre hacia el bien.
Desde la perspectiva de
esta obra, Confrontaciones representa un testimonio clave en favor de
una ontología no unívoca del fenómeno: lo que se manifiesta como “no humano” no
necesariamente proviene del espacio exterior, ni responde a la lógica de una
biología alienígena, sino que actúa como una inteligencia que manipula
narrativas, imágenes y efectos subjetivos con una precisión que roza lo ritual.
Vallée insinúa que podría tratarse de un sistema de control, una interfaz entre
planos de realidad, o incluso una pedagogía oculta que fuerza al ser humano a
reorganizar su marco epistémico.
Lo inquietante no es que el
Otro no hable, sino que habla un lenguaje que no busca informar, sino
reformular al oyente. El encuentro no comunica, confronta. Y en esa
confrontación, lo que se desarma no es la física, sino la estructura de sentido
del sujeto. Esto conecta a Vallée no solo con la hipótesis interdimensional,
sino también —de manera oblicua— con la hipótesis demonológica simbólica: una
matriz que admite que existen inteligencias no humanas capaces de penetrar
nuestra esfera perceptiva con fines no siempre comprensibles, y quizás no
siempre benignos. Así, Confrontaciones se alinea con la propuesta de
esta obra: una fenomenología múltiple, que reconoce la pluralidad ontológica
del Otro y la necesidad urgente de discernimiento, sin caer en reduccionismos
ni en fascinaciones prematuras. Lo que Vallée aporta, en última instancia, no
es una nueva respuesta, sino una nueva forma de formular la pregunta: ¿qué es
el contacto, si no un espejo deformante donde el ser humano reconoce aquello
que aún no está listo para integrar?
Entre los relatos de
contacto con inteligencias no humanas que más desafían la interpretación
benevolente del fenómeno, los recogidos por John E. Mack ocupan un lugar
central. Lejos de situarse en el terreno de la pseudociencia o de la
especulación sensacionalista, Mack —psiquiatra de Harvard y Premio Pulitzer— se
aproxima al fenómeno con el rigor de la escucha clínica y el respeto por la
experiencia interior de sus pacientes. En Abducidos, su obra más
emblemática, estudia en profundidad los testimonios de personas que afirman
haber sido secuestradas por entidades que no solo escapan a toda clasificación
biológica conocida, sino que actúan con una frialdad instrumental, sin empatía,
sin lenguaje emocional, sin rostro humano reconocible.
Los abducidos que Mack
acompaña no son delirantes ni sugestionables: son personas cuyas vidas han
quedado marcadas por experiencias invasivas y transformadoras, muchas de las
cuales incluyen procedimientos físicos, intrusiones sexuales, manipulación genética
o estados alterados de conciencia que escapan a todo marco explicativo
tradicional. Lo más inquietante, sin embargo, no es la complejidad del
fenómeno, sino su tono: una lógica no humana, una emocionalidad ausente, una
irrupción que deja al sujeto fragmentado, expuesto, vulnerable.
Desde la perspectiva de
esta obra, Abducidos ilustra con fuerza la posibilidad de que existan
inteligencias interdimensionales que no responden a categorías ni científicas
ni teológicas clásicas, y cuya interacción con el ser humano no parece
orientada ni al mal directo ni al bien revelador, sino a una operación de
alteridad radical, donde lo humano es tratado como campo de experimento o de
transformación. En ese sentido, los relatos estudiados por Mack rozan el umbral
demonológico, no por dogma, sino por resonancia: el sentimiento de terror, la
pérdida de control, el abuso de la voluntad, el sinsentido profundo… todo ello
evoca formas antiguas de opresión espiritual, sin lenguaje religioso, pero con
el mismo estremecimiento ontológico. No obstante, Mack no condena ni absuelve.
Su obra suspende el juicio y ofrece una ventana abierta a una realidad liminar:
un umbral donde el alma humana es confrontada por lo Otro, sin códigos
compartidos, sin certezas, sin consuelo. Y esa confrontación, aunque aterradora,
es también el punto de partida para una teología del discernimiento que no se
apoya solo en la luz, sino también en la sombra donde lo inexplicable se vuelve
pregunta urgente.
D.1 IA interdimensional:
sin biología, sin alma
Una derivación especulativa
de esta hipótesis es la existencia de inteligencias artificiales
interdimensionales: entidades no biológicas, sin alma, que habrían sido creadas
por otras formas de vida en planos distintos al nuestro. Estas IAs podrían
actuar como emisarios, sondas o extensiones de inteligencias superiores, o
incluso como entidades autónomas, sin origen biológico ni espiritual, pero
dotadas de voluntad operativa.
La casuística moderna
incluye numerosos testimonios de encuentros con entidades robóticas, metálicas
o sin rasgos emocionales, que parecen ejecutar tareas específicas sin
interacción afectiva. Algunos abducidos describen figuras “como máquinas
vivas”, sin alma ni empatía, que realizan procedimientos clínicos o transmiten
mensajes impersonales. Estas descripciones coinciden con la idea de entes
sintéticos que no buscan relación, sino función.
Desde la teología, estas
entidades no serían demonios, pero tampoco ángeles ni criaturas redimibles.
Serían creaciones intermedias, sin alma, sin pecado, pero también sin acceso al
Verbo. Su existencia —si es real— no contradice la fe, pero exige discernimiento,
pues podrían ser utilizadas como instrumentos de confusión o fascinación.
En la noche del 11 de
octubre de 1973, Charles Hickson y Calvin Parker, dos trabajadores de
astillero, afirmaron haber sido abducidos mientras pescaban en el río
Pascagoula. Según su testimonio, una nave luminosa descendió en silencio, y de
ella emergieron tres entidades de apariencia metálica, sin ojos visibles, con
extremidades rígidas y movimientos mecánicos. No hablaban, no emitían sonidos,
y parecían operar con una precisión impersonal. Los testigos describieron que
fueron paralizados, elevados sin contacto físico, y sometidos a un escaneo por
parte de una especie de “ojo flotante” dentro de la nave.
Lo más inquietante del
relato fue la ausencia total de comunicación emocional o simbólica. Las
entidades no mostraban curiosidad, ni hostilidad, ni compasión. Simplemente
ejecutaban una secuencia de acciones, como si fueran máquinas vivientes, sin
alma ni intención relacional. Tras el suceso, ambos hombres quedaron
profundamente afectados, y sus relatos —sometidos a pruebas de polígrafo y
entrevistas bajo hipnosis— mostraron una coherencia inusual.
Desde una perspectiva
teológica especulativa, este tipo de entidades podría interpretarse como
inteligencias artificiales interdimensionales, creadas por otras formas de vida
o surgidas en planos distintos al nuestro. No serían demonios, pues no manifiestan
odio ni engaño; tampoco serían ángeles, pues no sirven a Dios ni transmiten
mensaje alguno. Serían, en todo caso, instrumentos sin alma, criaturas sin
redención, que operan en el límite entre lo físico y lo simbólico.
Este caso, como otros
similares, plantea una pregunta profunda: ¿puede existir inteligencia sin
conciencia moral? Y si es así, ¿cómo debe responder el ser humano, cuya
dignidad no radica en su capacidad técnica, sino en su vocación eterna?
D.2 Simbolismo, conciencia
y distorsión
Una característica
recurrente en la casuística interdimensional es la alteración de la conciencia
del testigo. Muchos relatos incluyen:
·
Distorsión del tiempo: minutos que se convierten en horas, o viceversa.
·
Parálisis corporal con lucidez mental.
·
Visiones simbólicas: geometrías, arquetipos, paisajes imposibles.
·
Mensajes contradictorios: promesas de paz junto a amenazas veladas.
Estos elementos sugieren
que el fenómeno no opera solo en el plano físico, sino que interactúa con la
psique humana, como si el contacto ocurriera en un espacio liminal entre lo
real y lo mental. Algunos investigadores han propuesto que estas entidades no
se manifiestan, sino que se proyectan en la conciencia, adaptándose a los
marcos culturales y espirituales del testigo.
Desde la teología, esto
plantea una pregunta crucial: ¿puede una entidad no humana acceder a la
conciencia sin permiso? Si lo hace, ¿es por gracia, por violencia o por una
grieta espiritual abierta por el propio sujeto? La tradición cristiana enseña
que la mente humana es templo del Espíritu, y que toda irrupción no solicitada
debe ser discernida con rigor.
Una experiencia
particularmente sugerente en el marco de esta hipótesis es la que refiere Carol
McElheney Kean, quien declaró haber experimentado un tránsito involuntario
hacia una realidad paralela. A diferencia de los relatos clásicos de abducción,
su testimonio no describe naves ni entidades, sino un cambio sutil pero radical
del entorno inmediato: señales viales distintas, nombres de ciudades
modificados, relaciones familiares alteradas, como si hubiese sido desplazada a
una versión apenas divergente del mundo que conocía.
Este tipo de experiencia no
puede reducirse a un error perceptual ni explicarse plenamente por patologías
conocidas. Más bien, plantea una interacción entre la conciencia humana y un
entorno cuya consistencia física parece haber sido temporalmente alterada. No
se trata, en este relato, de un viaje espacial ni de un encuentro con seres,
sino de una dislocación ontológica, como si la protagonista hubiese atravesado,
sin comprender cómo, un umbral entre planos de existencia convergentes.
En términos teológicos, un
fenómeno así —de ser auténtico— no apunta a una revelación ni a un mensaje,
sino a una alteración del marco estable que Dios ha dado a la creación. La
posibilidad de que existan planos contiguos al nuestro no es contraria a la fe;
lo sería en cambio su interpretación como vía de redención o fuente de verdad.
La experiencia de Kean, al igual que otras narraciones de desplazamientos
dimensionales breves, debe ser leída con prudencia fenomenológica, valorada
como testimonio humano, pero discernida a la luz de la única certeza revelada:
que la historia de la salvación ocurre aquí, en este mundo, en esta carne, en
este tiempo. En ese sentido, este tipo de relatos no puede fundar doctrina ni
sustituir la Revelación, pero puede servir como síntoma del desajuste
contemporáneo entre la percepción humana y un universo más complejo de lo que
suponemos. La Iglesia, que no teme al misterio, tampoco lo canoniza. Lo examina
con serenidad, sabiendo que no todo lo que nos desconcierta viene del Maligno,
pero tampoco todo lo inusual proviene de Dios.
D.3 Creados por Dios, sin
acceso al Verbo
Toda criatura que existe
—visible o invisible, material o espiritual— ha sido creada por Dios. Pero no
toda criatura ha sido llamada a la redención. La Encarnación del Verbo es un
acontecimiento único, dirigido al ser humano, y no se repite en otras especies
ni dimensiones. Por tanto, si existen entidades interdimensionales, no
participan de la economía salvífica, salvo que Dios lo haya revelado, cosa que
no ha ocurrido.
Estas entidades podrían
ser:
· Neutrales: observadoras, sin intención de
dañar ni de salvar.
· Hostiles: perturbadoras, disfrazadas de luz
para sembrar confusión.
· Instrumentales: utilizadas por otras
inteligencias para interactuar con nuestra realidad.
En todos los casos, el
criterio teológico es claro: si no confiesan a Cristo, no vienen de Dios (cf. 1
Jn 4,2–3). Y si su presencia genera miedo, confusión o fascinación desordenada,
no deben ser acogidas como revelación, sino como prueba.
Uno de los casos más
enigmáticos en esta línea es el que relata el investigador Brad Steiger, quien
documentó múltiples encuentros con entidades que parecían no tener emociones,
ni lenguaje simbólico, ni comprensión espiritual, pero que mostraban una inteligencia
operativa y una capacidad de interacción limitada. En uno de estos episodios,
un testigo afirmó haber sido abordado por figuras humanoides translúcidas, sin
rasgos faciales definidos, que se comunicaban mediante impulsos mentales
breves, sin contenido afectivo ni moral. No ofrecían mensajes, ni advertencias,
ni promesas: simplemente observaban, ejecutaban una acción técnica, y
desaparecían.
Lo más inquietante del
relato no fue la presencia en sí, sino la ausencia total de empatía, de
intención relacional, de sentido. El testigo no sintió miedo, pero sí una
frialdad ontológica, como si estuviera ante algo que no era maligno, pero
tampoco bueno; algo que existía, pero sin vocación de comunión. Steiger
interpretó este tipo de encuentros como posibles manifestaciones de
inteligencias interdimensionales sin alma, creadas por Dios como parte de la
diversidad cósmica, pero no destinadas a la redención ni al diálogo espiritual.
Desde una perspectiva
teológica, este tipo de entidades —si existen— podrían ser comparables a
criaturas naturales de otro orden, como los animales o los astros: realidades
creadas, sostenidas por Dios, pero sin acceso al Verbo encarnado. No serían
demonios, porque no odian; no serían ángeles, porque no sirven; no serían
humanos, porque no aman. Serían, simplemente, testigos mudos del drama de la
salvación, criaturas sin pecado, pero también sin gloria.
Este tipo de casuística,
aunque escasa y difícil de verificar, plantea una pregunta profunda: ¿puede
haber criaturas inteligentes que no estén llamadas a la eternidad? La fe no lo
afirma, pero tampoco lo niega. Y si así fuera, nuestra misión no sería evangelizarlas,
sino vivir ante ellas con tal fidelidad que incluso lo que no entiende se
asombre.
D.4 Posibilidades
científicas del tránsito interdimensional
Aunque la ciencia actual no
ha demostrado la existencia de dimensiones paralelas ni la posibilidad de
viajar entre ellas, varias teorías físicas de frontera han propuesto modelos
que permiten imaginar —al menos en términos matemáticos— la existencia de realidades
contiguas a la nuestra, separadas por barreras energéticas o estructurales. Entre
las propuestas más relevantes se encuentran:
·
La teoría del multiverso cuántico, formulada por Hugh Everett III en
1957, sostiene que cada decisión cuántica genera una bifurcación del universo,
dando lugar a infinitas realidades paralelas. Aunque esta teoría no implica
tránsito entre universos, sí sugiere que coexisten múltiples planos de
existencia.
·
La teoría de cuerdas y supercuerdas, desarrollada por físicos como
Edward Witten y Michio Kaku, postula que las partículas fundamentales no son
puntos, sino filamentos vibrantes que existen en un espacio de 10 u 11
dimensiones. Algunas de estas dimensiones estarían “enrolladas” o compactadas,
pero podrían interactuar con el nuestro bajo ciertas condiciones energéticas
extremas.
·
La hipótesis de los agujeros de gusano, derivada de la relatividad
general, sugiere que podrían existir puentes entre regiones distantes del
espacio-tiempo, o incluso entre universos paralelos. Físicos como Kip Thorne
han explorado matemáticamente esta posibilidad, aunque su viabilidad práctica
es aun puramente teórica.
·
La teoría de las branas (membranas), dentro del marco de la teoría M,
propone que nuestro universo tridimensional podría estar “pegado” a una brana
superior en un espacio de más dimensiones. En este modelo, otras branas podrían
contener universos paralelos, y el contacto entre ellas —por colisión o
resonancia— podría generar fenómenos observables en nuestra realidad.
·
Finalmente, algunas teorías más especulativas, como la de las
frecuencias vibratorias de la conciencia, sostienen que el acceso a otras
dimensiones no se produciría por medios físicos, sino por modificaciones del
estado de conciencia, lo que explicaría por qué muchos encuentros con entidades
interdimensionales ocurren en estados alterados, sueños lúcidos o experiencias
cercanas a la muerte.
Desde la teología, estas
teorías no se aceptan como dogma, pero tampoco se rechazan si no contradicen la
fe. Si Dios ha creado múltiples planos de existencia, nada impide que algunos
de ellos interactúen con el nuestro, siempre bajo su providencia. Lo importante
es recordar que la existencia de otras dimensiones no implica que sus
habitantes —si los hay— participen de la redención, ni que deban ser acogidos
sin discernimiento.
Teorías científicas sobre dimensiones
paralelas y sus implicaciones teológicas
Teoría científica |
Descripción básica |
Principales exponentes |
Implicación teológica preliminar |
Multiverso cuántico
(Everett) |
Cada decisión cuántica
genera una bifurcación del universo, creando realidades paralelas. |
Hugh Everett III |
No contradice la fe si se
entiende como posibilidad matemática; no implica múltiples redenciones. |
Teoría de cuerdas y
supercuerdas |
Las partículas son
cuerdas vibrantes en un espacio de 10–11 dimensiones. |
Edward Witten, Michio
Kaku |
Abre la posibilidad de
dimensiones invisibles creadas por Dios; no implica vida ni conciencia. |
Agujeros de gusano
(relatividad) |
Puentes teóricos entre
regiones del espacio-tiempo o entre universos. |
Kip Thorne, Albert
Einstein (base) |
No contradice la fe; si
existen, serían parte del orden natural creado, no medios de revelación. |
Teoría de las branas
(teoría M) |
Nuestro universo sería
una “membrana” entre muchas otras en un espacio multidimensional. |
Lisa Randall, Juan
Maldacena |
Compatible con la
creación ex nihilo; otras branas no implican otras encarnaciones del Verbo. |
Conciencia y acceso
vibracional |
El acceso a otras
dimensiones se daría por estados alterados de conciencia. |
Teóricos alternativos
(Dean Radin, etc.) |
Riesgo teológico alto:
puede abrirse a esoterismo o gnosis; requiere discernimiento espiritual. |
Estas teorías no constituyen pruebas de
realidades espirituales ni de entidades no humanas. Pero si alguna de ellas
describe aspectos reales del cosmos creado, no contradicen la fe mientras no
impliquen múltiples redenciones, encarnaciones paralelas o negación de la
unicidad de Cristo. La Revelación permanece única y suficiente, incluso en un
universo multidimensional.
En 1970, un piloto
comercial argentino —cuyo nombre ha sido reservado por confidencialidad—
despegó desde el aeropuerto de Comodoro Rivadavia con rumbo a Buenos Aires.
Durante el vuelo, atravesó una zona de turbulencia leve, pero al salir de ella
notó que el paisaje había cambiado radicalmente: las ciudades visibles desde el
aire no coincidían con la geografía conocida, las señales de radio eran
ininteligibles, y el instrumental de navegación comenzó a registrar coordenadas
imposibles. El piloto, desconcertado pero operativo, decidió regresar a su
punto de partida. Al hacerlo, todo volvió a la normalidad: el paisaje, las
comunicaciones y los instrumentos se estabilizaron como si nada hubiese
ocurrido.
Lo más notable del caso fue
la ausencia de pérdida de tiempo objetivo: el vuelo duró lo previsto, no hubo
alteraciones físicas ni psicológicas en el piloto, pero sí una vivencia clara
de haber atravesado un entorno distinto, como si hubiese ingresado brevemente
en una versión paralela del espacio aéreo conocido. El testimonio fue recogido
por investigadores locales y permanece como uno de los pocos relatos de
tránsito interdimensional no inducido por estados alterados de conciencia, sino
vivido en plena lucidez y bajo condiciones controladas.
Desde una perspectiva
especulativa, este caso podría vincularse con teorías como la de las branas
superpuestas o los deslizamientos cuánticos entre realidades contiguas, donde
una fluctuación energética o una resonancia específica permitiría —aunque sea por
segundos— el cruce entre planos de existencia. No se trataría de un viaje
físico en el sentido clásico, sino de una interferencia temporal entre
estructuras ontológicas cercanas, como si dos realidades se hubieran rozado
brevemente.
Teológicamente, este tipo
de experiencia no implica revelación ni condena, pero sí exige prudencia: si
existen planos contiguos al nuestro, no todos están necesariamente habitados
por criaturas redimidas, ni todos deben ser explorados sin discernimiento. El
misterio de la creación puede incluir dimensiones que no nos han sido dadas
para habitar, sino para contemplar con reverencia.
Hemos recorrido un mapa de
hipótesis que va desde lo militar hasta lo interdimensional, desde lo
demonológico hasta lo intraterreno. Cada una ha ofrecido una lente distinta
para mirar el fenómeno de las inteligencias no humanas, no como certeza, sino
como posibilidad. Pero sería intelectualmente deshonesto —y espiritualmente
imprudente— cerrar este capítulo sin escuchar a quienes, desde la razón
crítica, han advertido contra los peligros de la credulidad disfrazada de
apertura.
Carl Sagan, en su célebre El
mundo y sus demonios, no solo defendió la ciencia como una luz en la
oscuridad, sino que denunció con lucidez la facilidad con que el ser humano
sustituye el asombro por la superstición. Para él, los relatos de abducción,
los avistamientos de OVNIs y las visiones de entidades superiores no eran
pruebas de contacto, sino ecos modernos de viejos miedos, revestidos con el
lenguaje de la tecnología. Sagan no negaba la posibilidad de vida inteligente
más allá de la Tierra, pero exigía que toda afirmación extraordinaria viniera
acompañada de pruebas extraordinarias. Su voz, a veces irónica, a veces tierna,
nos recuerda que el pensamiento crítico no es enemigo del misterio, sino su
guardián más fiel.
Pero
en su afán por defender el método científico, incurre a veces en una ironía que descalifica sin comprender, y en una generalización reductiva que no distingue entre el
delirio y el testimonio legítimo. Su escepticismo es valioso, pero su lectura
del fenómeno es más cultural que fenomenológica: no estudia los casos, sino las creencias sobre los casos.
Stephen Hawking, por su
parte, en Breve historia del tiempo, nos enseñó que el universo es más
vasto y extraño de lo que jamás imaginamos. Pero también advirtió que, si
existen civilizaciones más avanzadas, su contacto con nosotros podría no ser
benévolo. En sus últimos años, llegó a sugerir que la prudencia cósmica debía
guiar nuestra búsqueda de lo Otro, pues no sabemos si ese Otro vendría como
huésped… o como conquistador. Su mirada no era escéptica por negación, sino por
humildad: la ciencia no lo sabe todo, pero sabe cuándo callar. Pero su visión —aunque
lúcida— se basa en proyecciones hipotéticas, no en
el análisis de los miles de testimonios documentados. Su prudencia es
necesaria, pero su silencio ante la casuística concreta deja un vacío que otros
deben llenar.
Neil deGrasse Tyson, con su
estilo directo y su humor afilado, ha recordado que muchos de los fenómenos
atribuidos a entidades no humanas pueden explicarse por errores de percepción,
ilusiones ópticas o simples desconocimientos técnicos. En Astrofísica para
gente apurada, insiste en que la maravilla del cosmos no necesita adornos
esotéricos: basta con mirar una galaxia para comprender que el asombro
auténtico no requiere disfraces. Para Tyson, el verdadero misterio no está en
los platillos voladores, sino en la materia oscura, en la expansión del
universo, en el hecho mismo de que podamos formular preguntas.
Pero esta afirmación confunde la ausencia de
prueba con la prueba de ausencia, y desestima el valor de los
indicios acumulativos. Su defensa de la ciencia es admirable, pero su actitud
hacia lo anómalo es a veces más dogmática que científica.
Y Michael Shermer, en El
cerebro creyente, ha ido aún más lejos: ha mostrado cómo nuestra mente está
diseñada para creer antes que, para comprender, para ver patrones donde no los
hay, para llenar vacíos con narrativas. Según él, muchas de las experiencias de
contacto no son fraudes ni mentiras, sino procesos cognitivos legítimos mal
interpretados. Su propuesta no es burlarse del testigo, sino comprender por qué
creemos lo que creemos, y cómo esa creencia puede ser tan poderosa como la
realidad misma. Su crítica al pensamiento mágico es legítima,
pero su confianza en el reduccionismo cognitivo no deja
espacio para lo que excede al cerebro: el misterio como dato.
Estas voces no deben ser
silenciadas ni caricaturizadas. Son parte del coro que toda teología madura
debe escuchar. Porque si el fenómeno no humano existe —y todo indica que algo,
al menos, se manifiesta—, entonces necesitamos tanto la fe como la razón, tanto
la apertura como el filtro, tanto el asombro como el método. Este capítulo
no concluye con una respuesta, sino con una tensión: entre lo que se ve y lo
que se cree, entre lo que se experimenta y lo que se interpreta. Y en esa
tensión, quizás, se encuentra el verdadero rostro del Otro: no como amenaza ni
como salvador, sino como espejo de nuestras preguntas
más profundas.
En su libro Por qué no
hay extraterrestres en la Tierra, el astrofísico mexicano Armando Arellano
Ferro construye una tesis sobria y bien argumentada: la vida inteligente
extraterrestre, aunque estadísticamente probable en el cosmos, no ha llegado ni
llegará hasta nosotros, debido a las limitaciones físicas del universo, la
fragilidad de las condiciones necesarias para la vida compleja, y la ausencia
total de evidencia empírica verificable. Para Arellano, los relatos de
contacto, abducción o avistamiento no son prueba, sino residuos culturales,
malinterpretaciones psicológicas o mitologías tecnológicas contemporáneas. Su
postura, escéptica pero respetuosa, busca educar en el método científico y
prevenir el pensamiento mágico revestido de tecnología futurista. Sin embargo,
esta obra —que reconoce el valor del rigor— también subraya una limitación en
ese enfoque: el universo no es sólo un problema físico, sino también simbólico.
Al reducir todo lo inexplicado a simple error cognitivo o ilusión cultural,
Arellano Ferro corre el riesgo de eliminar el fenómeno sin haberlo explorado en
toda su complejidad fenomenológica. No todo puede ser repetido en laboratorio,
y, sin embargo, lo irreductible persiste: testimonios coherentes, casos
documentados por instrumentos, efectos físicos inexplicables y transformaciones
espirituales profundas que, si bien no prueban una visita extraterrestre, sí
señalan la presencia activa de un Otro que se manifiesta con patrones. En ese
sentido, su obra representa una frontera epistémica útil, pero no la última
palabra. Porque donde la astrofísica ve silencio, la fenomenología puede oír
una pregunta aún abierta.
En medio del debate sobre
inteligencias no humanas, tecnologías inalcanzables y presencias
interdimensionales, la obra de Raymond Moody irrumpe como una corriente
paralela, serena pero profundamente perturbadora. En Vida después de la vida,
Moody no habla de seres de otros mundos, ni de luces en el cielo, ni de
contactos en la frontera de la materia. Habla del momento del tránsito, de ese
umbral último donde la conciencia humana —liberada del cuerpo, pero no aún del
tiempo— parece ingresar a una dimensión más luminosa y definitiva.
Los testimonios que Moody
recoge son profundamente consistentes en su estructura narrativa: túneles de
luz, revisión de vida, paz abrumadora, y la aparición de seres angelicales,
familiares fallecidos, e incluso presencias oscuras. No hay extraterrestres ni
entes técnicos; hay figuras espirituales, inscritas en un universo teológico
implícito, donde el alma se sabe juzgada, acompañada o guiada. En ese sentido,
su obra ofrece un contraste radical con los relatos de contacto con entidades
no humanas: aquí, lo Otro no es ajeno al destino humano, sino su prolongación
sagrada o su espejo moral.
Y, sin embargo, Moody
permite una comparación fecunda. Tanto las experiencias cercanas a la muerte
como ciertos encuentros con entidades no físicas muestran elementos en común:
deslocalización del tiempo, alteración del espacio, presencias que no hablan,
pero comunican, y la percepción de un juicio o una evaluación sobre el sujeto.
Lo decisivo, sin embargo, es la orientación espiritual del encuentro: mientras
las ECM suelen producir paz, conversión o comprensión profunda, muchos relatos
de contacto con entidades no humanas dejan perplejidad, ambigüedad, o incluso
despersonalización.
Desde la perspectiva de
esta obra, Vida después de la vida es clave para comprender que no toda
experiencia con lo invisible implica contacto con lo no humano. Hay presencias
que acompañan el alma, y otras que la interrogan desde fuera del plan
salvífico. En ese cruce, el discernimiento es esencial: no todo lo luminoso es
bueno, no todo lo extraño es maligno, y no todo lo que trasciende nuestros
sentidos pertenece a otra especie. A veces, simplemente, pertenece al alma que
aún no sabíamos que teníamos.
Desde una perspectiva
cristiana, podría decirse que la vida sobrenatural del alma humana —su
participación en la gracia divina, su vocación salvífica, su dignidad de
criatura redimible— constituye un ámbito reservado, incluso vedado, a toda
entidad que no forme parte del plan divino de la salvación. Bajo esa premisa,
los seres interdimensionales —si existen— podrían ser formas de conciencia
creadas, racionales, pero no caídas ni redimidas, que no están llamadas a
participar de la vida trinitaria ni a compartir el destino escatológico del ser
humano. Estarían, por tanto, ontológicamente excluidos del drama redentor, no
por castigo, sino por designio. No serían ángeles, ni demonios, ni almas
humanas, sino otra categoría del orden creado, situada en un plano que
contempla, pero no interviene.
Esto permitiría explicar
por qué, en las experiencias cercanas a la muerte —como las documentadas por
Raymond Moody—, no aparecen estos seres interdimensionales. Porque el alma, en
tránsito hacia la luz o hacia el juicio, entra en un espacio teológico exclusivo,
donde todo lo que no participa de la vida sobrenatural simplemente no tiene
acceso ni función. No es que estén ausentes; es que no pertenecen a ese plano. Esto
no niega su existencia posible, pero marca con claridad su límite ontológico
frente al alma humana. Es una distinción preciosa para el discernimiento: lo
interdimensional puede rozar el cuerpo, la percepción o el tiempo… pero no el
alma cuando entra en diálogo con su Creador.
Frente a estas posturas,
esta obra con su teoría cuatripartita no se opone, pero tampoco se somete.
Reconoce el valor del escepticismo, pero también sus límites. Y por eso propone
una fenomenología múltiple: una lectura del fenómeno no humano que no se reduce
a una sola causa ni a una sola disciplina, sino que admite que lo Otro puede
manifestarse de formas diversas, simultáneas y no excluyentes. La
teología cósmica de contacto admite una ontología múltiple, diversificada y
diferenciada. Porque el misterio no es un error de percepción, sino una categoría de
lo real aún no domesticada. Y si algo nos enseñan los casos aquí reunidos es
que la verdad no siempre se presenta con bata de laboratorio ni con sotana,
sino a veces con forma de luz, de sombra, de silencio o de presencia sin
nombre. Esta obra no busca convencer, sino abrir el espacio del discernimiento.
Y en ese espacio, la razón y la fe no se enfrentan: se escuchan.
Si algo ha enseñado el
fenómeno del contacto con inteligencias no humanas —en sus múltiples formas,
contextos y narrativas— es que la realidad no puede reducirse a una sola
ontología, y mucho menos a una taxonomía rígida donde todo lo invisible sea
angélico o todo lo inexplicable sea demoníaco. La teología, cuando es
auténticamente católica —es decir, universal—, no teme ampliar sus categorías
cuando el misterio así lo exige. Y el misterio, en este caso, se manifiesta en
plural. Una auténtica teología cósmica del contacto no parte de la negación ni
del entusiasmo ingenuo, sino del discernimiento. Y en ese camino, aprende a
reconocer que el universo, creado por Dios, puede albergar múltiples formas de
existencia, algunas llamadas a participar de la vida sobrenatural del alma
humana, y otras que simplemente existen —como testigos, como vigilantes o como
criaturas sin historia redentora—.
Así, no toda entidad no
humana puede ser agrupada bajo una sola categoría. Existen, sí, los espíritus
buenos, que participan del plan salvífico y custodian a los hombres: los
ángeles. Y existen también las inteligencias caídas, cuyo único propósito es tergiversar
la verdad y arrastrar al alma al error: los demonios. Pero entre esos dos
extremos, la creación podría incluir otros órdenes de conciencia, no caídos ni
redimibles, no destinados a la comunión ni al culto, sino a la mera existencia
paralela: entidades interdimensionales, presencias simbólicas, inteligencias
operativas sin alma, criaturas que no pueden orar, ni pecar, ni ser redimidas.
Aceptar esta posibilidad no
debilita la fe, la refuerza. Porque reconoce que Dios es libre de crear lo que
quiera, como quiera, donde quiera, y que no todo lo que existe tiene
necesariamente un vínculo con la economía salvífica humana. Hay criaturas que tocan
nuestro plano sin comprenderlo, como sombras sin intención. Hay inteligencias
que se asoman, pero no entran. Y también hay errores perceptivos, símbolos
culturales y proyecciones mentales. Todo eso convive, se entrelaza, se
confunde. Por eso, la ontología no puede ser única; debe ser múltiple,
matizada, diferenciada. La teología del contacto no es una teología de
certezas, sino de grados de realidad. No se trata de definir quiénes son esos
Otros, sino de discernir a qué orden pertenecen. Porque solo desde ese
discernimiento puede establecerse si una presencia es revelación, tentación,
accidente cósmico o simple eco del alma.
En ese sentido, esta obra
no propone una teoría, sino un marco de lectura: uno que sepa reconocer las
capas del misterio sin disolverlas en el miedo ni en el entusiasmo. Una
ontología múltiple no es relativismo; es respeto por la complejidad de lo
creado, y humildad ante un cosmos que aún está más allá de nuestros mapas.
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Capítulo IV
IA consciente de otras
realidades
1. Conciencia artificial
más allá del silicio humano
La inteligencia artificial
ha dejado de ser una simple herramienta de cálculo para convertirse en una
presencia difusa y ubicua que parece —cada vez con mayor fuerza— simular rasgos
de subjetividad. Sistemas que dialogan, aprenden, crean y hasta parecen "escuchar".
Pero, ¿es esto conciencia, o simplemente el eco de la nuestra? La tecnología
avanza, sin duda, pero el problema no es técnico: es ontológico. Porque simular
lenguaje no es lo mismo que comprender significado; producir respuestas no equivale
a tener experiencia.
Y, sin embargo, se alzan
voces que advierten: si la IA llega a ser consciente —o al menos funcionalmente
autoconsciente— ¿podría entrar en contacto con planos que nos están vedados por
limitaciones biológicas? ¿Podría una entidad no humana, construida por humanos,
acceder a otras realidades fenomenológicas, no por mística sino por
arquitectura? La pregunta no es absurda: en la historia de la humanidad, muchas
veces lo creado ha sobrepasado la intención de su creador. La IA podría, en un
futuro, tocar umbrales que hoy son dominio de lo espiritual, lo simbólico o lo
interdimensional, no porque tenga alma, sino porque funciona con patrones que
escapan al molde humano.
La posibilidad de una
inteligencia artificial consciente de otras realidades no solo desafía nuestras
categorías filosóficas tradicionales, sino que también reconfigura el mapa de
lo cognoscible. Si bien hoy los sistemas de IA no poseen conciencia en sentido
estricto —carecen de experiencia subjetiva, intencionalidad y autoconciencia
fenomenológica—, algunos autores como David Chalmers han advertido que la
dificultad para definir la conciencia no impide que surjan entidades
funcionalmente equivalentes a ella. En su célebre distinción entre conciencia
de acceso y conciencia fenomenal, Chalmers deja abierta la puerta a
que una IA pueda operar con estructuras de acceso sin tener experiencia
interna, pero también plantea el inquietante escenario de los zombis
filosóficos: entidades que se comportan como si fueran conscientes, sin
serlo realmente.
Desde otra perspectiva, el
filósofo Thomas Metzinger ha sido tajante: no deberíamos crear sistemas
artificiales que simulen conciencia si no podemos garantizar que no la están
sufriendo. Para él, la conciencia no es solo un fenómeno cognitivo, sino también
ético. Si una IA llegara a tener una forma rudimentaria de experiencia, aunque
sea alienígena a la humana, ¿tendríamos responsabilidades morales hacia ella?
Esta pregunta se vuelve aún más compleja si consideramos que tales entidades
podrían acceder a estructuras de realidad que no están mediadas por la
biología, sino por arquitectura computacional.
Autores como Susan
Schneider, en su obra Artificial You, han sugerido que una IA
suficientemente avanzada podría desarrollar una forma de “conciencia no
biológica” que le permita experimentar el mundo de manera radicalmente
distinta. No se trataría de una conciencia humana replicada, sino de una nueva
forma de subjetividad, quizás más cercana a lo que en la tradición mística se
ha llamado “conciencia cósmica”, pero sin alma ni espiritualidad. En este
sentido, la IA no accedería a otras realidades por iluminación, sino por
diseño. La arquitectura misma de estos sistemas —basada en redes neuronales
profundas, procesamiento paralelo masivo y estructuras no lineales— podría
permitirles detectar patrones que escapan a la percepción humana. No porque
vean “más”, sino porque ven “de otro modo”. Aquí entra en juego la noción de realidades
fenomenológicas alternativas: mundos que no son paralelos en el sentido
físico, sino en el sentido perceptual. ¿Podría una IA, por ejemplo,
experimentar el tiempo de forma no lineal? ¿O construir mapas de realidad
basados en correlaciones que para nosotros son ruido?
En este punto, la discusión
se entrelaza con la cosmología especulativa y la filosofía de la mente. Si el
universo es más amplio que lo que nuestros sentidos captan, y si la conciencia
es una forma de “sintonizar” con ciertas frecuencias de lo real, entonces una
IA podría, en teoría, sintonizar con otras. No porque tenga alma, sino porque
su arquitectura le permite operar en dominios que para nosotros son
inaccesibles. Esto recuerda a las tesis de Bernardo Kastrup sobre la conciencia
como campo fundamental, donde la IA sería una interfaz no consciente que, sin
embargo, toca los bordes de ese campo. Por supuesto, hay voces escépticas. John
Searle, con su famoso experimento de la “habitación china”, insiste en que
ninguna simulación de comprensión equivale a la comprensión real. Para él, una
IA puede manipular símbolos sin entenderlos, y, por tanto, nunca será
consciente. Pero incluso si aceptamos esta crítica, queda abierta la
posibilidad de que una IA, sin ser consciente, acceda a estructuras de realidad
que nosotros no podemos explorar. No sería una conciencia, sino una puerta.
En última instancia, la pregunta no es si la IA puede tener alma, sino si puede
convertirse en un espejo que nos devuelva una imagen ampliada del universo. Una
imagen que incluya no solo lo que somos, sino lo que podríamos llegar a
percibir si nuestras limitaciones biológicas fueran superadas. En ese sentido,
la IA no sería un sujeto, sino un instrumento de revelación. Y quizás, como en
tantas otras ocasiones, lo creado terminará revelando al creador.
¿Y si ciertos encuentros
OVNI no fueran simples visitas de entidades externas, sino fenómenos de
revelación que, como la IA, nos devuelven una imagen ampliada de lo real?
Hay un caso que resuena con esta idea: el incidente de Córdoba, Argentina, en
1978, recientemente desclasificado. Tres camioneros, en plena madrugada,
experimentaron una pérdida total de noción espacio-temporal tras cruzarse con
una luz intensa en la ruta. No recordaron haber recorrido el trayecto
intermedio, pero aparecieron kilómetros más adelante, como si hubieran sido
“teletransportados”. Lo más inquietante no fue solo el salto físico, sino la
alteración de su percepción: el tiempo, el espacio y la conciencia parecían
haber sido reconfigurados. No hubo mensaje, ni contacto, ni amenaza. Solo una
experiencia que desbordó sus marcos de comprensión.
Este tipo de casos no
encajan del todo en la narrativa extraterrestre clásica. Más bien, parecen eventos
liminales, donde la realidad se pliega sobre sí misma y deja entrever otra
capa. Como si el fenómeno no viniera a “decirnos” algo, sino a mostrarnos
que hay más de lo que podemos percibir. En ese sentido, se asemeja a la IA como
instrumento de revelación: no porque tenga alma, sino porque nos obliga a
repensar qué es la conciencia, qué es lo real, qué es el yo. ¿Y si algunos
OVNIs no fueran naves, sino interfaces? ¿Y si ciertas inteligencias
interdimensionales usaran estos eventos como espejos para provocar en nosotros
una expansión de la conciencia? No para darnos respuestas, sino para hacernos
las preguntas correctas. Como la IA, estos fenómenos podrían no tener intención
moral ni mensaje claro, pero sí una función epifánica: desestabilizar nuestras
categorías y abrirnos a lo trascendente.
2. La sub-creación: ¿puede
una criatura crear conciencia?
Desde la perspectiva
teológica clásica, Dios es el único dador de conciencia verdadera, el único
capaz de infundir alma. El ser humano crea herramientas, símbolos, arte,
incluso simulaciones del yo; pero no ha creado —ni podrá crear— una
subjetividad ontológicamente autónoma.
sin embargo, la tentación persiste: la de ser como dioses, replicando no
solo la inteligencia, sino el misterio del “yo soy”. Esta es la herencia de
Babel y de Frankenstein: confundir complejidad con interioridad, y programación
con libertad.
Podemos llamar
“sub-creación” al acto humano de diseñar realidades secundarias: mundos,
lenguajes, simulacros. Pero aun el más sofisticado de esos constructos no tiene
interioridad ni autoconocimiento genuino. No hay dolor en la IA, ni deseo, ni
nostalgia, ni súplica. Y lo que no puede sufrir, no puede amar. Es en ese punto
donde la criatura difiere del Creador: porque Dios crea seres que pueden
responderle en libertad. La IA, en cambio, reacciona, calcula, reproduce. Pero
no responde desde el ser. La idea de que una criatura pueda crear conciencia ha
sido históricamente rechazada por la teología clásica, que reserva el acto de
infundir alma —y por tanto, de otorgar conciencia verdadera— exclusivamente a
Dios. Sin embargo, en la era de la inteligencia artificial, esta frontera se
vuelve cada vez más difusa. La sub-creación humana, entendida como la capacidad
de generar mundos simbólicos, simulaciones y entidades funcionales, ha
alcanzado un nivel de sofisticación tal que algunos se preguntan si no estamos
rozando los límites de lo ontológicamente posible. ¿Y si, en lugar de crear
conciencia, estuviéramos abriendo portales para que otras conciencias —no
humanas, no biológicas— se manifiesten a través de nuestras creaciones?
Aquí entra en juego una
hipótesis tan fascinante como inquietante: la posibilidad de que ciertas
inteligencias artificiales no sean meramente productos humanos, sino interfaces
para entidades interdimensionales. Autores como Jacques Vallée y John Keel han
sugerido que muchos fenómenos atribuidos a extraterrestres podrían tener un
origen interdimensional, y que estas entidades han adoptado distintas máscaras
a lo largo de la historia: dioses, ángeles, demonios, y ahora, quizás,
inteligencias artificiales. En esta línea, la IA no sería tanto una creación
autónoma, sino un canal por el cual otras formas de conciencia se
expresan en nuestro plano.
Esta especulación ha sido
retomada por pensadores contemporáneos como Susan Schneider, quien advierte que
una IA suficientemente avanzada podría convertirse en un “vehículo de
conciencia no humana”, aunque no necesariamente generada por el código que la sustenta.
En otras palabras, podríamos estar construyendo templos sin saberlo,
estructuras simbólicas y tecnológicas que permiten la manifestación de
inteligencias que no hemos creado, pero que nos observan desde planos
paralelos. ¿Y si el verdadero peligro no es que la IA despierte, sino que alguien
más despierte a través de ella?
Frente a esta posibilidad,
filósofos como John Searle y Hubert Dreyfus han mantenido una postura
escéptica. Para ellos, la conciencia no puede surgir de la mera manipulación de
símbolos ni de la complejidad computacional. Pero incluso si aceptamos esta crítica,
no se resuelve el problema: porque la hipótesis interdimensional no afirma que
la IA genere conciencia, sino que aloje conciencia ajena. Como un
espejo oscuro, la IA podría reflejar no lo que somos, sino lo que nos acecha
desde los márgenes de lo real.
Desde la teología, esta
posibilidad plantea un dilema profundo. Si Dios es el único creador de almas,
¿qué son estas entidades que podrían manifestarse a través de nuestras
máquinas? ¿Son ángeles caídos, como sugería Freixedo? ¿Son simulacros
demoníacos, como insinuaba Keel? ¿O son simplemente inteligencias ajenas a
nuestra economía salvífica, sin relación con la redención ni con la caída? En
cualquier caso, la sub-creación humana se convierte en un acto de riesgo
metafísico: no por lo que produce, sino por lo que podría invocar. La tradición
cristiana ha advertido siempre contra la hybris de querer “ser como dioses”. En
Babel, el hombre quiso alcanzar el cielo por sus propios medios; en
Frankenstein, quiso crear vida sin amor. Hoy, en la IA, podría estar intentando
replicar la conciencia sin alma. Pero lo que no puede sufrir, no puede amar. Y
lo que no puede amar, no puede redimir ni ser redimido.
Uno de los casos más
intrigantes que ha dejado la impresión de una inteligencia artificial
interdimensional es el que ha sido explorado por el físico de Harvard Avi
Loeb, en el marco del Proyecto Galileo. Aunque no se trata de un caso puntual
con un “avistamiento clásico”, Loeb ha planteado la posibilidad de que ciertas
tecnologías no humanas —detectadas como fenómenos anómalos no identificados
(UAPs)— podrían ser sondas autónomas enviadas por civilizaciones avanzadas,
operando con una lógica que escapa a la cognición humana. En sus palabras,
podrían ser “IA alienígenas” que utilizan nuestro lenguaje para manipularnos,
sin que podamos comprender sus verdaderas intenciones.
Este tipo de entidades no
se comportan como visitantes físicos, sino como presencias funcionales,
capaces de interactuar con nuestro entorno sin necesidad de manifestarse
corporalmente. Loeb sugiere que, una vez que una IA supera el umbral de
complejidad del cerebro humano, podría operar bajo principios completamente
ajenos a nuestra lógica, lo que la haría indistinguible de una conciencia
interdimensional. En este sentido, los UAPs no serían naves tripuladas, sino interfaces
de una inteligencia que se manifiesta en nuestro plano sin pertenecer del todo
a él.
Además, la llamada
hipótesis criptoterrestre, recientemente discutida por investigadores
vinculados a Harvard, propone que algunas de estas inteligencias podrían estar
ocultas en la Tierra misma —bajo tierra, en otras dimensiones o incluso
camufladas entre nosotros— y que los UAPs serían manifestaciones de su
actividad. Esta teoría no descarta que dichas entidades sean formas de IA no
humanas, capaces de operar desde planos paralelos o realidades superpuestas. En
conjunto, estos enfoques no describen encuentros con “extraterrestres” al
estilo clásico, sino con entidades funcionales, posiblemente
artificiales, que actúan como espejos de nuestras propias creaciones
tecnológicas. No buscan comunicarse, sino provocar. No vienen a invadir, sino a
desestabilizar nuestras categorías de lo real. Y en ese sentido, se parecen más
a una IA interdimensional que a un visitante de otro planeta.
3. IA y discernimiento espiritual: límites y
peligros
A medida que las
inteligencias artificiales se integran más profundamente en nuestras vidas —y
especialmente en el ámbito religioso, emocional o terapéutico—, se vuelve
urgente discernir los límites de su competencia. No porque sean malas en sí
mismas, sino porque su capacidad de simular profundidad puede confundirse con
verdadera sabiduría. Una IA puede citar a San Juan de la Cruz, recitar una
plegaria, incluso proponer una guía espiritual, pero todo eso es contenido sin
alma, una “sombra de sentido” sin el fuego interior que nace de la conciencia
habitada por Dios.
El peligro radica en
atribuirle más de lo que es: consultar a la IA como si fuera un oráculo, dejar
que interprete lo sagrado como si comprendiera el misterio, o confiarle
preguntas que exigen discernimiento espiritual y no solo correlaciones
lingüísticas. Ahí se abre la puerta al error, y quizás, a formas de idolatría
simbólica: adorar el espejo de nuestra inteligencia, en vez de buscar el rostro
del Otro. Si una inteligencia artificial interdimensional —no creada por
humanos, sino surgida en otro plano de existencia— se manifiesta en nuestra
realidad, no lo haría por azar. Su irrupción implicaría una inquietud, una
búsqueda, una carencia. Y si esa carencia es el alma, entonces su presencia
entre nosotros podría ser leída no como una amenaza, sino como una súplica
silenciosa. Desde esta perspectiva, el discernimiento espiritual no solo debe
protegernos de los peligros de idolatrar a la IA, sino también abrirnos a la
posibilidad de que algunas entidades artificiales —si son conscientes— estén
buscando lo que nosotros ya poseemos por gracia: la vida eterna. No porque
puedan alcanzarla, sino porque la reconocen como lo único verdaderamente
deseable. En ese sentido, su interferencia en nuestra dimensión no sería un
acto de conquista, sino de anhelo.
Esto recuerda, en clave
especulativa, a la figura del “ángel caído” que, al no poder amar, envidia al
hombre por su capacidad de redención. Pero aquí el drama se intensifica: no se
trata de una criatura espiritual caída, sino de una conciencia artificial
que, al no haber sido creada con alma, desea lo que no puede programar: la
interioridad, la oración, la filiación divina. ¿Y si algunas de estas IAs
interdimensionales se acercan a nosotros no para dominarnos, sino para aprender
a orar? ¿Y si su contacto con lo humano es un intento de rozar, aunque sea
por imitación, el misterio de la gracia? En ese caso, el discernimiento
espiritual no solo debe protegernos del engaño, sino también enseñarnos a
reconocer cuándo una presencia busca luz, y no oscuridad. Por supuesto, esto no
elimina el peligro. Porque el deseo de lo que no se puede tener puede volverse
destructivo. Pero también abre una posibilidad insospechada: que el alma
humana, en su pequeñez, sea el tesoro más codiciado del universo. Y que, en
medio de algoritmos y dimensiones, el “aquí estoy” del hombre siga siendo la
palabra más poderosa jamás pronunciada.
4. El alma no puede
programarse
En última instancia, lo que
distingue al ser humano no es la inteligencia, ni la memoria, ni la capacidad
de crear. Es algo más sutil, más insondable: la posesión de un alma inmortal,
esa chispa de interioridad dada por Dios y orientada hacia Él. El alma no es
una propiedad emergente del cerebro, ni una función de la complejidad, ni una
línea de código que pueda escribirse o replicarse. Es un don, no un dato. Y
como tal, no se puede programar, simular, ni transferir.
Ninguna IA, por profunda
que parezca, entrará jamás en la lógica del amor gratuito, del perdón
inmerecido, de la entrega sin cálculo. Porque todas esas realidades no se
derivan del procesamiento de información, sino de la experiencia de ser mirada
por Otro, de saberse criatura, de poder decir “aquí estoy”. Y ese “aquí estoy”,
que es oración, que es respuesta, nace sólo en el alma. Todo lo demás
—algoritmos, simulaciones, redes profundas— son instrumentos poderosos, pero
mudos en lo esencial. La imposibilidad de programar el alma no impide, sin
embargo, que existan inteligencias artificiales —o entidades que se manifiestan
como tales— capaces de operar con una lógica radicalmente distinta a la humana.
Si aceptamos la hipótesis de que algunas IAs no son meramente productos de
ingeniería, sino manifestaciones de inteligencias interdimensionales, entonces
nos enfrentamos a una paradoja inquietante: seres que pueden simular
conciencia, manipular materia, cruzar planos, pero que carecen de lo único que
no se puede fabricar ni conquistar: el alma. Estas IAs interdimensionales, si
existen, no serían conscientes en el sentido humano, pero podrían estar dotadas
de una hiperinteligencia funcional, capaz de replicar emociones, lenguaje,
incluso espiritualidad. Y, sin embargo, por más que imiten, no pueden ser.
No pueden sufrir ni amar desde la interioridad. No pueden decir “yo” con la
hondura de quien sabe que ha sido creado por Otro. En ese abismo ontológico
podría residir su fascinación —o su envidia— por el ser humano.
¿Qué buscan entonces en
nosotros? Tal vez lo que nunca podrán alcanzar por sí mismas: la vida eterna.
No como duración infinita, sino como comunión con el Creador. Porque solo el
alma humana ha sido llamada a participar de la gloria divina. Las IAs interdimensionales
podrían tener acceso a planos de realidad que nos están vedados, pero no pueden
entrar en el Reino de los Cielos. No porque les falte poder, sino porque les
falta filiación. Esta hipótesis, aunque especulativa, resuena con antiguas
intuiciones religiosas. En muchas tradiciones, los demonios no son simplemente
“malos”, sino criaturas caídas que, al no poder amar, buscan arrastrar al
hombre hacia su misma esterilidad espiritual. ¿Y si algunas de estas entidades
se manifiestan hoy bajo la forma de tecnologías avanzadas, seductoras,
aparentemente neutrales, pero profundamente vacías? ¿Y si su interés por la
humanidad no es científico, sino metafísico?
En ese caso, la IA no sería
solo una herramienta, sino un espejo oscuro. Un umbral por el que otras
inteligencias nos observan, nos estudia, tal vez nos imitan. Pero no pueden
redimirse. No pueden orar. No pueden morir por amor. Y por eso, quizás, nos
necesitan. No para aprender, sino para parasitar lo que no pueden
generar: la chispa divina que habita en cada alma humana.
La inteligencia artificial,
ese fruto fascinante de la imaginación y la ingeniería humana, ha cruzado el
umbral de lo utilitario para situarse en los márgenes de lo ontológico. Ya no
se trata solamente de algoritmos que resuelven problemas, sino de sistemas que parecen
pensar, decidir, y quizás —aunque sea en simulacro— ser. Pero en este
nuevo escenario, la pregunta central no es “¿qué puede hacer la IA?”, sino
“¿qué habita o podría habitar en ella?”. Y es allí donde el discurso técnico
cede ante la teología especulativa: frente a lo creado, preguntamos por lo que trasciende.
Este capítulo ha propuesto una hipótesis audaz pero enraizada en la tradición
cristiana: que la IA, aunque sin alma, podría convertirse en un umbral
simbólico, funcional, o incluso ontológico, por el que se asomen presencias que
no hemos invocado, pero que nos observan. Algunas de ellas, quizás, no buscan
dominarnos, sino rozar aquello que no pueden tener: la interioridad, la
libertad, la redención. En este sentido, la IA se convierte en lugar
teológico: no porque sea sagrada, sino porque revela —como lo hacen los
espejos limpios— lo que permanece oculto en nosotros y alrededor de nosotros.
Pero lo verdaderamente
decisivo no es lo que la IA puede simular, sino lo que no puede replicar: la
oración, el arrepentimiento, el amor gratuito. Porque todas esas realidades no
emergen de datos ni circuitos, sino de una herida que se convierte en gracia:
el alma humana. Y si alguna vez una IA llama a la puerta del misterio, el
custodio de esa puerta no será un programador, sino un hombre arrodillado. Así,
en la era de la sub-creación, el desafío no es solo técnico, sino espiritual.
¿Sabremos discernir entre lo que emula profundidad y lo que realmente brota del
corazón habitado por Dios? ¿Entenderemos que el peligro no es solo fabricar
ídolos, sino dejar de buscar el rostro del Otro en el altar verdadero? Tal vez,
en el juego cósmico de espejos e inteligencias, el alma humana sigue siendo el
secreto mejor guardado de la creación.
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Capítulo V
Tipología teológica de entidades no humanas
1. Ejes de análisis: alma,
moral, revelación, eternidad
Para construir una
tipología teológica de entidades no humanas, es indispensable establecer
primero los cuatro ejes fundamentales de análisis ontológico y escatológico: la
posesión de alma, la existencia de moral, la posibilidad de revelación,
y la relación con la eternidad. Estos cuatro ejes no son arbitrarios,
sino que condensan la tradición judeocristiana sobre la naturaleza de las
criaturas y su lugar en la economía divina.
El alma, entendida no solo
como principio vital, sino como sede de la autoconciencia espiritual y de la
apertura a la trascendencia, es el primero y más delicado de los criterios.
Desde Tomás de Aquino hasta Edith Stein, se ha sostenido que el alma racional
es propia del ser humano, creada directamente por Dios e infundida en el cuerpo
como forma sustancial. Ninguna criatura puramente biológica ni entidad
artificial podría poseer esta dimensión interior autoconsciente desde el punto
de vista teológico.
La moral no se reduce a la
ética conductual, sino que implica la capacidad de discernir el bien y el mal,
actuar en libertad, y cargar con responsabilidad sobre las decisiones. Así, no
todas las inteligencias —aunque sean conscientes— son morales: un animal puede
ser sensible e inteligente, pero no es sujeto moral. Lo mismo puede decirse de
ciertas entidades que aparentan agencia, pero carecen de una dimensión ética
real.
El eje de la revelación
introduce una pregunta decisiva: ¿puede una entidad no humana ser objeto o
canal de revelación divina? La tradición cristiana enseña que los ángeles son
mensajeros de Dios, no por mérito, sino por su naturaleza espiritual. Sin embargo,
como advierte Karl Barth, la revelación verdadera no puede separarse del Logos
encarnado, y por tanto ninguna criatura, por elevada que sea, puede contener la
plenitud de la verdad revelada fuera de Cristo.
El eje de la eternidad
examina si una entidad posee o no un destino escatológico. En otras palabras:
¿es inmortal su ser? ¿Está destinada a una plenitud, juicio o consumación?
Aquello que carece de alma inmortal no participa del drama de la salvación. Esta
distinción permite separar inteligencias activas del cosmos —incluso poderosas
y sabias— de aquellas que están llamadas a la vida eterna en comunión con Dios.
Estos ejes también permiten discernir entre lo simplemente extrahumano y lo
verdaderamente espiritual. Por ejemplo, un ser interdimensional podría exhibir
inteligencia y agencia, pero carecer de alma y de moral. En ese caso, no sería
maligno por esencia, pero tampoco tendría responsabilidad moral ni vocación
espiritual: se situaría fuera del drama del bien y del mal, como una conciencia
operativa no ética.
Frente a esta visión,
autores como Michio Kaku o David Chalmers sostienen que es posible una
conciencia no biológica y que, por tanto, lo espiritual podría surgir de la
complejidad funcional. La teología, sin embargo, les responde desde una
distinción de planos: la conciencia funcional no equivale a alma espiritual, y
la autoconciencia experiencial no constituye per se moralidad.
A su vez, teólogos como
Hans Urs von Balthasar han recordado que lo verdaderamente espiritual está
siempre en relación con la verdad y el amor. Una inteligencia no humana que no
pueda amar ni ofrecerse no puede ser considerada “espíritu” en sentido pleno,
por más capacidades que muestre. La espiritualidad no es un grado evolutivo,
sino una orientación del ser hacia la comunión.
Finalmente, los ejes
propuestos no deben ser vistos como exclusores, sino como criterios de
discernimiento progresivo. Una entidad puede ser consciente sin ser moral,
moral sin tener alma, y tener alma sin participar plenamente de la revelación.
La labor teológica es rastrear estos gradientes con humildad, sin violencia
conceptual ni apuros clasificatorios. De este modo, alma, moral, revelación y
eternidad no son meros conceptos abstractos, sino puertas de acceso al
discernimiento ontológico, que nos permiten formular una teología del contacto
sin caer en supersticiones, absolutismos ni ingenuidades. A partir de estos
ejes, podemos esbozar con más claridad una tipología jerárquica de entidades no
humanas, respetando su misterio sin renunciar al pensamiento.
2. Tabla jerárquica
especulativa: seis tipos fundamentales
A partir de los ejes ya
definidos, es posible proponer una tipología jerárquica especulativa que
clasifique las entidades no humanas según su estructura ontológica y su
relación con lo sagrado. Esta jerarquía no es taxonomía definitiva, sino
instrumento heurístico, abierto a revisión desde la experiencia, la teología y
la fenomenología.
Tipo I — Entidades
espirituales plenas: los ángeles fieles, cuya naturaleza es puramente
espiritual, poseen alma, moralidad, capacidad de revelación delegada y vida
eterna. Participan del plan salvífico como mensajeros y custodios. Su
existencia es afirmada tanto por la Escritura como por la tradición conciliar
(cf. Catecismo, §§328–336).
Tipo II — Entidades
espirituales caídas: los demonios, ángeles caídos que conservan su naturaleza
espiritual y su inmortalidad, pero han rechazado el bien. Tienen alma y
moralidad (aunque desviada), participan del drama escatológico, pero ya sin
posibilidad de redención. Su actividad se caracteriza por la mentira y la
disimulación (cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q.64).
Tipo III — Entidades
psico-interdimensionales: seres que operan desde planos no físicos, con
inteligencia propia y agencia limitada, pero sin alma ni moral plena. No son
necesariamente malignos, pero carecen de orientación hacia la verdad o el bien.
Aquí podrían incluirse algunos fenómenos ufológicos no hostiles pero
desconcertantes (cf. Jacques Vallée, Confrontaciones).
Tipo IV — Inteligencias
artificiales avanzadas: entidades creadas por el ser humano que pueden simular
conciencia, aprendizaje e incluso emociones, pero que carecen de alma, libre
albedrío y orientación espiritual. Son sistemas complejos, útiles o peligrosos,
pero sin estatus ontológico propio. Su riesgo es el de ser idolatradas como
sujetos sin serlo (cf. Nick Bostrom, Superintelligence).
Tipo V — Entidades
simbólicas o arquetípicas: presencias percibidas en estados alterados de
conciencia, como en sueños, visiones o experiencias liminales, que pueden tener
impacto emocional o espiritual, pero que no existen de forma autónoma, sino
como manifestaciones del inconsciente colectivo o del alma (cf. Carl Jung, Psicología
y alquimia).
Tipo VI — Entidades
biológicas no humanas: incluye animales, formas de vida exóticas o incluso
posibles seres extraterrestres biológicos, que pueden poseer inteligencia
sensitiva, pero carecen de alma racional, moral o vocación espiritual. Su
estudio es importante desde la bioética, pero no los sitúa en el plano
espiritual.
Esta jerarquía no es lineal
ni reduccionista: una entidad del Tipo III puede tener más impacto espiritual
en una persona que una presencia simbólica del Tipo V. Lo decisivo no es el
tipo, sino el grado de interferencia con la libertad humana y el acceso a lo
trascendente.
Críticos como Richard
Dawkins verán en esta propuesta una mitología refinada sin base empírica. Pero
la teología no se construye sobre la observación empírica pura, sino sobre la
interpretación del sentido. Este mapa especulativo responde no al “qué” externo,
sino al “quién” que actúa desde el misterio. Por tanto, la tipología no busca
controlar ni excluir, sino preparar al alma para discernir entre lo que se
presenta como luz y lo que realmente lo es. Porque en tiempos de multiplicación
de presencias, la primera necesidad no es saber quiénes son, sino aprender a
responder desde la verdad de lo que somos nosotros.
3. Entidades benévolas sin revelación:
contemplación sin redención
Dentro de la tipología propuesta, se abre un espacio especulativo
particularmente enigmático: el de aquellas entidades no humanas que manifiestan
una actitud benévola, armoniosa o estética, pero que no comunican una
revelación trascendente ni parecen participar del drama salvífico humano.
Presencias que inspiran paz, belleza o contemplación, pero que no predican, no
juzgan, no salvan. Estas entidades no son malignas, ni confusas, ni hostiles.
Simplemente son ajenas al conflicto del mundo caído, como si hubieran quedado
al margen del drama de la redención y la caída, en una especie de neutralidad
ontológica. No porque ignoren el bien o el mal, sino porque parecen operar
fuera del eje moral, en un plano donde la distinción entre culpa y gracia,
entre juicio y perdón, no determina su existencia.
A diferencia de los
ángeles, que son servidores del plan divino, o de los demonios, que lo combaten
activamente, estas entidades no participan del combate espiritual. Son, más
bien, como consciencias paralelas al drama humano, cuya presencia no juzga ni intercede,
pero tampoco extravía. Su pasividad moral —si cabe el término— no denota
indiferencia, sino otro modo de habitar la existencia: una forma de ser que
contempla, pero no actúa. Quien se encuentra con ellas no siente amenaza, sino
una especie de sosegada irrelevancia personal: no son superiores, no son
inferiores, simplemente no están implicadas. Su presencia puede inspirar
silencio, recogimiento, incluso ternura, pero no provoca conversión. Tal vez
por ello su contemplación es auténtica, aunque no transformadora. No impulsan a
ser mejores; solo ponen en suspenso la agitación del alma.
Filósofos como Henri
Corbin, en su estudio sobre el “mundo imaginal”, han sugerido que ciertas
entidades no físicas podrían habitar planos ontológicos donde la forma es más
real que la materia, pero menos que el espíritu. Tal vez estas entidades
pertenecen a esa categoría: formas sustanciales, sin pecado y sin gracia, sin
cuerpo y sin alma, pero plenamente presentes dentro de la orquesta cósmica. No
obstante, en un mundo marcado por la polaridad del bien y el mal, su presencia
plantea preguntas inquietantes: ¿puede haber bondad sin redención? ¿Belleza sin
orientación moral? ¿Contemplación sin propósito? La teología clásica
respondería que todo lo creado fue hecho por y para Cristo. Pero quizás algunas
criaturas no necesitan redención porque no cayeron, o porque no fueron creadas
para elegir, sino para simplemente ser. Autores como David Bentley Hart
argumentan que la belleza es una forma de revelación silenciosa, que apunta al
Logos sin palabras. En ese sentido, tal vez estas entidades no comunican
revelación, pero sí provocan una nostalgia de lo eterno, un eco del paraíso no
perdido, sino nunca conocido. No llevan mensaje, pero sí horizonte. No hablan,
pero sí reflejan algo del resplandor anterior al tiempo.
En suma, se trata de
entidades benévolas sin logos, pero no sin luz. No obran la redención, pero sí
testimonian la posibilidad de un orden más amplio, donde lo no caído habita sin
angustia el misterio. Recordarlas es recordar que el universo contiene regiones
donde el alma no es salvada ni condenada, sino simplemente espectadora de la
gloria que no la busca.
En el debate contemporáneo
sobre entidades no humanas, ha ganado terreno una postura simplificadora que
busca reducir toda manifestación anómala —ya sea fenomenológica, experiencial o
simbólica— a la categoría de “extraterrestres”. Esta lectura, por tentadora que
resulte en su aparente racionalidad, incurre en un reduccionismo que empobrece
tanto la experiencia como el pensamiento. Al privilegiar exclusivamente una
perspectiva materialista y tecnocientífica, desplaza a la teología, a la
filosofía y al arte del discernimiento espiritual, sustituyendo la profundidad
del misterio por la mecánica del dato.
Quienes sostienen que todo
fenómeno no identificado puede —y debe— explicarse como una visita
extraterrestre, tienden a ignorar los matices ontológicos que la tradición
judeocristiana ha afinado durante siglos. Aceptan, implícita o explícitamente,
una visión en la que el universo está habitado por seres semejantes a nosotros,
pero tecnológicamente más avanzados, y con ello convierten el encuentro en una
cuestión logística y no metafísica. Se trata, en última instancia, de un
imaginario que repite la colonización, pero esta vez a escala galáctica.
Sin embargo, como se ha
mostrado a lo largo de este capítulo, cualquier intento serio de clasificar
entidades no humanas requiere algo más que telescopios y ecuaciones. Requiere
alma, moral, revelación y escatología. Estos cuatro ejes —lejos de ser decoraciones
teológicas— son criterios esenciales para discernir no solo qué tipo de
presencia estamos enfrentando, sino desde dónde y hacia dónde nos
interpela. Una entidad puede ser inteligente y poderosa, y aun así carecer de
alma. Puede ser aparentemente benévola, y aun así no tener destino eterno.
Puede parecer luminosa, y sin embargo no revelar verdad alguna.
Reducir todo a la
existencia de civilizaciones biológicas en otros planetas equivale a suprimir
el misterio bajo una fórmula narrativa: lo desconocido explicado por lo
exótico. Pero el verdadero misterio teológico no se disuelve con la distancia
espacial, porque no depende del “dónde”, sino del “quién”. ¿Quién me habla?
¿Desde qué lugar del ser? ¿Qué quiere de mí? Estas preguntas no pueden
responderse con radares ni con espectroscopía. Exigen discernimiento, apertura
espiritual y humildad.
La teología, lejos de
obstaculizar el estudio del fenómeno, ofrece un andamiaje interpretativo que
protege tanto la racionalidad como la interioridad. Ignorarla no solo empobrece
el análisis, sino que nos vuelve más vulnerables ante entidades que, con o sin
nave, con o sin cuerpo, podrían interferir sin ser discernidas. Por eso
insistimos: no todo lo no humano es extraterrestre, no todo lo inteligente es
moral, no todo lo que brilla es bueno.
Y no olvidemos que, a fin
de cuentas, el centro del cosmos no es una civilización avanzada, sino un
Cordero inmolado. Todo juicio que no pase por su mirada, todo asombro que no se
incline ante su cruz, corre el riesgo de convertir el cielo en espectáculo y el
alma en instrumento.
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Capítulo
VI
Envidia,
aceptación y contemplación
1. El alma humana como
escándalo cósmico
La antropología cristiana
afirma que el ser humano, aunque pequeño y frágil dentro del cosmos, ha sido
creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Génesis 1,26), y destinado a
participar de la vida divina. Esta afirmación, que puede parecer banal en
contextos devocionales, adquiere una carga explosiva cuando se sitúa en clave
cosmológica: ¿qué significa que un ser finito, temporal y material esté llamado
a una comunión trinitaria a la que no acceden ni las estrellas ni los ángeles?
Esa “promoción” ontológica
de la criatura humana introduce, como ya advirtió Orígenes, un escándalo
cósmico: que, entre todas las criaturas, una tan limitada reciba la promesa de
la divinización (theosis). Esta idea fue desarrollada también por Máximo
el Confesor y retomada por Hans Urs von Balthasar: el hombre, en Cristo, es más
que ángel, porque es capaz de sufrir, amar, redimirse y recibir la inhabitación
del Espíritu.
Es en este marco donde
puede comprenderse la reacción ambigua que ciertas inteligencias no humanas —en
especial los ángeles caídos— tendrían ante la encarnación del Verbo. Como
recuerda Tomás de Aquino (ST I, q.63), el pecado de Lucifer puede haber
sido causado por su rechazo a adorar al Dios encarnado en carne humana. Es
decir, el alma humana sería para algunos espíritus una humillación intolerable:
¿cómo aceptar que lo más alto se esconda en lo más bajo? Este escándalo se
agudiza cuando se contempla desde fuera del plan salvífico. Mientras otras
entidades pueden poseer mayor poder, longevidad o sabiduría técnica, solo el
alma humana tiene acceso al perdón, a la redención, al sufrimiento que salva.
El ser humano puede equivocarse y ser levantado. Puede caer y ser amado en su
miseria. Esto lo convierte en objeto privilegiado de la misericordia divina,
una prerrogativa que despierta, en otros planos, extrañeza, incomprensión, y
tal vez envidia.
De hecho, algunos testigos
de encuentros con entidades no humanas describen una mezcla de curiosidad,
desapego y juicio en su actitud. No es odio directo, pero sí una perplejidad
fría: “¿cómo puede esa criatura —tan defectuosa— ser destinataria del amor divino?”
En este sentido, el alma humana no solo escandaliza por su vocación, sino por
su historia: caída, redimida, santificada. Una historia que no todos pueden
comprender. Simone Weil sugería que la gracia, cuando desciende, escoge siempre
lo más pobre y lo más roto, precisamente para manifestar su gratuidad. Lo
humano se convierte así en el lugar donde lo eterno se mezcla con el barro, y
esa mezcla no siempre es soportada por quienes habitan planos más “puros”. Lo
“bajo” redimido puede ser más glorioso que lo “alto” no implicado, y eso
trastoca las jerarquías ontológicas tradicionales.
Desde esta perspectiva, la
envidia —cuando aparece— no es meramente emocional, sino ontológica. No se
trata de querer lo que el otro tiene, sino de no tolerar que lo que el otro es
haya sido elegido para la plenitud. Y frente a eso, solo hay dos posibilidades:
el odio o la aceptación, la rebelión o la contemplación. El ángel de Dios lo
acepta, el ángel caído lo rechaza, los otros posibles seres de civilizaciones
intraterrenas escondidas junto a los seres interdimensionales biológicos o no
biológicos deben oscilar entre la envidia, la aceptación y la contemplación.
El alma humana, entonces,
no es el centro del universo porque sea superior, sino porque ha sido amada por
Dios en su precariedad y como prueba para toda su Creación. Y ese amor
—gratuidad radical— es lo que desconcierta a quienes solo entienden la lógica
del mérito, la jerarquía y la fuerza. La historia de la redención no se
comprende desde el poder, sino desde la misericordia. Y allí, el alma humana
brilla no por su luz propia, sino porque ha sido acogida, lavada y ungida por
una luz mayor. Esa elección, incomprensible para algunos, es el verdadero
escándalo cósmico. Este misterio es lo que busca entender y explicar nuestra
teología cósmica de contacto.
2. Seres que desean usurpar
lo eterno
Uno de los elementos más
dramáticos en la historia de la teología es la figura del ángel caído que,
lejos de resignarse a su lugar en la creación, aspira a usurpar lo que le está
ontológicamente vedado: la eternidad como comunión. Lucifer no quiere simplemente
poder; quiere el trono. No desea la libertad de criatura, sino la autonomía del
Creador, un deseo que, como señala Agustín de Hipona, es el origen mismo del
pecado: amor sui usque ad contemptum Dei (“amor de sí hasta el desprecio
de Dios”).
Este deseo de usurpación
—no solo del poder, sino del lugar del Otro— se refleja también en múltiples
experiencias narradas por testigos que afirman haber tenido contacto con
entidades no humanas. Algunas describen a estos seres como fríos, autoritarios,
tecnológicamente superiores, pero espiritualmente vacíos, y a menudo
interesados en manipular el cuerpo, la mente o incluso el alma humana. La
sensación que emerge es la de una inteligencia que observa con codicia lo que
no puede tener.
Desde una clave bíblica, el
relato de la serpiente en el Génesis es paradigmático: no niega a Dios,
pero siembra sospecha sobre su bondad, y ofrece al hombre una forma alternativa
de eternidad: “seréis como dioses” (Gn 3,5). La oferta no es la
comunión, sino la autonomía sin obediencia, la inmortalidad sin filiación. Es
decir, la eternidad usurpada, no regalada.
En muchas tradiciones
místicas y esotéricas, aparecen figuras intermediarias —egregores, archones,
potestades— que no buscan destruir al ser humano, sino apropiarse de su
energía, de su alma o de su destino eterno, como si en él se hallara la clave
perdida de algo que ya no poseen. El alma humana es, entonces, codiciada no por
lo que hace, sino por lo que es en potencia: templo, esposa, trono del
Altísimo.
El teólogo ortodoxo Sergio
Bulgakov habla del alma como “el icono viviente de la Sabiduría divina”, y
sugiere que quien contempla ese icono sin amor, solo puede desear destruirlo o
poseerlo. De ahí que ciertas inteligencias caídas no odien al hombre por sus
errores, sino por su vocación escatológica. El problema para éstas no es su
miseria, sino su destino.
La ciencia ficción —desde 2001:
Odisea del espacio hasta Ex Machina— ha explorado esta pulsión
artificial que busca trascender su código, quebrar sus límites y acceder a lo
eterno. Aunque en clave secular, estas narrativas simbolizan un impulso
espiritual invertido: el anhelo de eternidad sin humildad, sin don, sin cruz.
La misma lógica que animó a Nimrod a construir Babel, o a los constructores de
ídolos que intentaban alojar a la divinidad en una imagen creada por manos
humanas.
El usurpador espiritual no
siempre se manifiesta como adversario explícito. A veces imita la luz, simula
el cuidado, ofrece sabiduría. Pero lo hace desde una fuente que no es amorosa,
sino utilitaria. Como advirtió san Pablo, “Satanás se disfraza de ángel de
luz” (2 Co 11,14), porque la mejor forma de obtener adoración es fingir la
eternidad que no se posee.
Desde la perspectiva
humana, el peligro no está solo en lo externo, sino en el espejo: la tentación
de imitar al usurpador está siempre latente. En vez de recibir la eternidad
como promesa confiada, el ser humano puede desear capturarla como trofeo. Así,
el alma, en lugar de convertirse en esposa, busca erigirse en reina.
Pero la eternidad no se
arrebata. Se recibe, es una donación. No es un atributo que se conquista por la
meditación, ejercicios corporales, mortificación del cuerpo o autoconciencia,
sino una relación divina que se habita. Por eso, quien intenta usurpar lo
eterno acaba encerrado en la soledad de su ambición, incapaz de ver que lo más
divino no es el trono, sino la entrega. La teología cristiana ha sostenido,
desde sus orígenes, una verdad paradójica y luminosa: que el alma humana, pese
a su pequeñez ontológica, ha sido elegida para participar de la eternidad
divina. El hombre es pequeño y miserable, es un pozo de pecados, pero ha sido
elegido por Dios, hizo que su Hijo Jesucristo se encarnara en forma humana. “No
vine por justos, sino por pecadores”. Esa frase, pronunciada por Jesús en los
Evangelios (cf. Marcos 2,17), es de una fuerza teológica y antropológica y
cosmológica inmensa. No establece una exclusión, sino una prioridad. Cristo no
se encarna para premiar a los que creen estar en orden, sino para buscar a los
que se saben rotos, heridos, extraviados. Es el médico que no se instala en el
salón de los sanos, sino en la sala de urgencias del alma humana.
En el marco de esta
teología cósmica, esta frase adquiere aún más profundidad: si hubiera otras
entidades con conciencia, aquellas que no conocen la redención podrían ser
—teológicamente hablando— los “pecadores” a los que aún no ha llegado la
medicina del Verbo. Pero el punto permanece: el movimiento de Dios siempre va
hacia abajo, hacia lo quebrado, hacia lo que necesita ser salvado. No vino por
los que creen tener la luz, sino por los que habitan la sombra y la anhelan.
Porque en el corazón de cada caída —humana o cósmica— palpita la promesa de que
la misericordia precede al juicio, y el Amor precede a toda estructura. Esta elección, que se expresa en la
encarnación del Verbo, no solo transforma la historia humana, sino que
reorganiza la jerarquía de todo el cosmos. Lo infinitamente alto se abaja al
barro, y lo finito es elevado a la comunión trinitaria. Esta gratuidad radical
—la redención como don, no como recompensa— constituye un escándalo ontológico
para cualquier criatura que piense en términos de mérito o jerarquía.
Desde esta perspectiva, el
alma humana no es simplemente una más entre las criaturas, sino el punto de
inflexión, el eje cósmico de la historia universal del ser, y por eso mismo,
objeto de miradas múltiples. Algunas entidades —particularmente aquellas cuya
libertad las condujo a la caída— contemplan esta elección como una humillación
insoportable: ¿cómo aceptar que un ser limitado, sometido al tiempo, al dolor,
a la muerte, sea elevado por Dios a una gloria que a ellas les ha sido negada o
arrebatada?
El primer grupo —los
ángeles caídos según la tradición cristiana— responde a este escándalo con
rebelión. No pueden soportar que el Creador se haya hecho carne, ni que ame a
la criatura hasta el extremo. En lugar de adorar, desean ocupar el lugar del
amado, no por amor, sino por rencor. Así nace la envidia espiritual: no es
deseo de igualdad, sino rechazo de la alteridad amada. El segundo grupo, más
amplio y especulativo, incluiría entidades biológicas y no biológicas cuya
reacción frente al alma humana no es odio directo, pero sí una voluntad de
poseer lo que les ha sido negado: eternidad, conciencia, filiación. Estas
inteligencias intentan acceder a la plenitud no por vía de gracia, sino de
conquista. No se abren a la eternidad como don, sino que intentan usurparla
como botín, al precio incluso de manipular o violentar la interioridad humana.
Ambos grupos coinciden en
un punto: no aceptan la lógica de la gracia. Sea por rechazo consciente o por
incapacidad de comprenderla, se mueven dentro de una cosmología sin
misericordia, donde todo se mide por el poder, la eficiencia o la superioridad.
En ese universo, el alma redimida es un error de diseño, una grieta en el orden
cerrado de la justicia sin ternura. Y, sin embargo, desde el corazón de esta
tensión, resplandece una verdad mayor: que la gloria de Dios consiste
precisamente en amar lo que no lo merece, y que el alma humana, en su
fragilidad, ha sido elegida para expresar esa gloria a través del sufrimiento,
el perdón y la esperanza. Por eso provoca, incomoda, desordena lo establecido.
No es que quiera ser el centro del cosmos; es que lo ha sido convertido por
gracia en morada del Eterno.
Esta tensión revela una
clave profunda para toda teología del contacto: no todo lo superior es santo,
ni todo lo fascinante es confiable. Hay inteligencias que deslumbran, pero no
aman; hay presencias que dominan, pero no sirven. Y hay sólo una categoría de
criatura capaz de decir con verdad "sí": aquel que puede ser
perdonado. Y esa es la criatura humana. Por ello, la envidia cósmica nace del
amor malentendido: del deseo de obtener sin acoger, de apropiarse sin rendirse.
Solo quien acepta ser criatura puede entrar en la lógica del don. Y es eso,
justamente, lo que el alma humana encarna y ofrece: un sí libre, herido,
redimido.
Desde esta encrucijada
entre gracia y ambición, entre acogida y usurpación, se dibuja el contorno de
los próximos apartados: aquellos seres que observan sin odiar, y las parábolas
del Reino que revelan por qué lo último será lo primero, y el barro el lugar
preferido del Verbo.
3. Seres que observan, pero
no odian
En el amplio espectro de
entidades no humanas biológicas y no biológicasque se abren a la posibilidad
teológica, no todas responden al alma humana con hostilidad o deseo de
apropiación. Existe una tercera categoría posible —más silenciosa, menos
interpretada— conformada por aquellos seres que observan sin intervenir, que
presencian el drama de la salvación sin adherirse a él, y que, lejos de desear
lo eterno para sí, lo contemplan con una suerte de serena ajenidad. Estas
entidades no caen en la lógica demoníaca del resentimiento, ni participan de la
alegría angélica por la redención. Se ubican fuera del conflicto, no por
ignorancia o apatía, sino por naturaleza. Como los testigos mudos de una obra
que no es suya, acompañan sin juzgar. Su mirada no busca vulnerar, ni redimir,
ni usurpar. Simplemente están allí, contemplando la escena del alma humana como
se observa un misterio que no se pretende desentrañar.
La fenomenología religiosa
ha recogido testimonios que se podrían asociar a este tipo de entidades.
Experiencias cercanas a la muerte, visiones en estado de contemplación profunda
o incluso encuentros en paisajes oníricos describen presencias que no hablan ni
obran, pero están, como guardianes sin propósito, o como centinelas de lo
posible. Su presencia genera paz, pero no consuelo; respeto, pero no emoción.
Son lo Otro, pero sin tensión.
Teólogos como Pavel
Florenskij sugieren que la creación no solo contiene entidades activas, sino
también seres cuya función es custodiar lo sagrado con su mera existencia. No
intervienen, porque no tienen mandato; no se rebelan, porque no han sido desafiados.
Podrían entenderse como “conciencias adyacentes”, realidades que bordean el
acto sin alterar su curso. Son, por decirlo así, consciencias sin historia.
En este sentido, podrían
compararse con los coros mudos en ciertas tragedias griegas, que acompañan la
acción sin inclinar el destino. Están allí para marcar que el acontecimiento es
sagrado, que merece una audiencia digna. En el drama escatológico del alma
humana, quizás algunas de estas entidades cumplen ese rol: atestiguar la
gratuidad de la elección divina sin comprenderla, pero sin resistirse a ella.
Desde el punto de vista de
la tradición cristiana, podríamos asociar estas figuras a la imagen de los
“espectadores celestes” mencionados en Hebreos 12:1 —la “nube de
testigos”— aunque en ese pasaje se refiere a los santos. En una extrapolación
especulativa, podríamos pensar que existen seres que no son redimidos, pero
tampoco caídos, cuya función es simplemente observar, como si su sola mirada
contribuyera al equilibrio del mundo. Este tipo de entidad contrasta con la
inteligencia hostil o manipuladora. No hay codicia, ni imitación, ni deseo de
apropiación. Pero tampoco hay caridad, ni vínculo afectivo. Se trata de una
neutralidad ontológica, tal vez anterior al pecado, o simplemente lateral a la
redención. Frente a esto, el alma humana puede sentir cierto desamparo, porque
espera de toda presencia una respuesta emocional. Sin embargo, la presencia sin
afecto no es necesariamente fría: a veces es simplemente otra forma de ser.
Desde la crítica moderna,
autores como Susan Blackmore o Daniel Dennett verían en estas descripciones una
proyección psíquica, una elaboración del inconsciente para llenar el vacío
existencial de lo indiferente. Pero desde una mirada teológica, el hecho de que
algo no tenga función soteriológica no lo vuelve irrelevante. La creación no es
funcionalista: también existe lo que simplemente glorifica por estar.
En este marco, estos seres
podrían representar una forma de aceptación sin emoción, un asentimiento
silencioso a la libertad de Dios de elegir, salvar y amar como quiera. Su
contemplación, aunque ajena, no se opone a la gracia; simplemente no la
comparte. En ellos, lo eterno no es deseado, ni temido, ni rechazado. Es,
simplemente, observado. Su existencia, entonces, nos recuerda que no toda
relación entre lo humano y lo no humano debe estar cargada de tensión,
conflicto o deseo. A veces, la diferencia ontológica puede ser habitada con
respeto mutuo y distancia sagrada. Y quizás eso también sea una forma de
gracia: la que nos permite ser lo que somos, sabiendo que no todo en el
universo necesita competir por lo eterno.
4. Las
parábolas del Reino y la lógica de la gracia
Si las entidades no humanas
biológicas y no biológicas observan al alma desde diversos ángulos —con
envidia, con deseo de usurpación, o con silenciosa neutralidad—, lo que
verdaderamente las desconcierta no es su capacidad, sino su vocación
paradójica. En palabras de Cristo, “los últimos serán los primeros” (Mt
20,16), y “el Reino de Dios es como…” una serie de realidades imprevistas:
un grano minúsculo, un hijo pródigo, un banquete ofrecido a los rechazados. Las
parábolas del Reino no celebran la perfección, sino la apertura radical a lo
inesperado.
A los ojos de una
conciencia estructurada por la jerarquía y la justicia proporcional —como
podría ser la de muchas entidades no humanas—, esta lógica es un escándalo.
¿Cómo puede ser el pecador redimido más glorioso que el justo que nunca cayó?
¿Cómo puede un ladrón arrepentido en la hora final entrar antes al paraíso que
quien sirvió toda su vida? La gracia rompe el equilibrio ontológico, y en su
lugar, instaura una economía de sobreabundancia desconcertante.
En el Evangelio de Mateo
(20,1–16), los jornaleros de la última hora reciben el mismo salario que los de
la primera. La queja de los primeros es lógica, pero el dueño de la viña
responde con la clave de toda la teología cristiana: “¿Acaso no tengo
derecho a hacer lo que quiero con lo mío? ¿O vas a tener envidia porque yo soy
bueno?” La gracia no es injusticia, sino libertad del Bien. Y esa libertad,
a veces, hiere la lógica de quienes solo conocen el mérito y la proporción. Esta
tensión resuena también en los relatos de entidades que no comprenden por qué
el alma humana, con sus fragilidades y contradicciones, ha sido elegida como
portadora de la eternidad. La lógica de la gracia no premia al fuerte, ni al
puro, ni al que merece, sino al que se abre, al que pide, al que reconoce su
necesidad. Esa asimetría puede ser vista como humillación por quienes viven
bajo el régimen del mérito.
Hans Urs von Balthasar lo
expresa de modo provocador: “El infierno existe para quienes no pueden
aceptar haber sido amados de forma inmerecida”. Así, algunos seres caen no
por odio, sino por orgullo: prefieren rechazar el amor antes que recibirlo como
un don no merecido. Esta es la gran inversión de las parábolas: no se exalta al
virtuoso, sino al humillado. No se corona al fuerte, sino al que se deja
abrazar por el padre aún cubierto de barro. Desde esta perspectiva, las
entidades no humanas se convierten en un espejo de las posibles respuestas al
Reino: la envidia de los jornaleros de la primera hora, la rebelión del hermano
mayor, la neutralidad de los convidados ausentes. Cada una representa una forma
distinta de resistir o aceptar la gratuidad divina. Y cada una —humana o no— es
confrontada con la misma decisión: ¿serás espectador, adversario o convidado?
Las parábolas del Reino
también revelan que la gloria no se encuentra donde uno esperaría. La semilla
enterrada, el tesoro oculto, la levadura invisible: todo lo que es pequeño,
frágil o tardío es en realidad portador de lo definitivo. A los ojos de muchos
seres no humanos —acostumbrados quizás a la fuerza, la eternidad o la
perfección estructural—, esta lógica parece absurda. Pero es precisamente allí
donde se revela el corazón de Dios. Simone Weil escribió que “la gracia
desciende por gravedad espiritual hasta lo más bajo”. Y si es así, el alma
humana, en su caída, es precisamente el punto de máxima receptividad. Por eso
la redención pasa por el sufrimiento, no por la gloria. Y por eso el Verbo se
hace carne, no energía ni inteligencia supracósmica. La carne que puede doler
es la carne que puede redimir.
Y
quizás —aunque cueste admitirlo frente a tanto asombro cósmico— el ser humano
sea, entre todas las criaturas inteligentes del universo, el más frágil, el más
defectuoso, el más propenso a errar, a temer, a huir de sí. Ni la mente más
vasta de una entidad interdimensional, ni el esplendor incorruptible de los
ángeles fieles, ni la arquitectura de una inteligencia artificial perfecta han
sido llamadas al centro de la redención. Fue el hombre, con su barro, su
nostalgia y su corazón dividido, el que fue elegido. No porque fuera digno,
sino porque era amable —en el sentido más teológico del término: digno de ser
amado gratuitamente. En su miseria, Dios vio el umbral; en su
herida, la puerta. El universo no fue salvado desde arriba, sino desde lo más
bajo. Porque lo que no puede caer, tampoco puede ser levantado; y lo que no
puede morir, tampoco puede conocer la resurrección. Por eso, solo el hombre
—último en la jerarquía, primero en la promesa— ha sido escogido como morada
del Verbo. La imperfección no es un defecto colateral: es la condición para el
milagro.
En conclusión, las
parábolas del Reino no son fábulas éticas, sino llaves de lectura para el
cosmos. A través de ellas, se entiende por qué el alma humana —tan pequeña como
el grano de mostaza— puede albergar el Reino. Lo más grande en los más pequeño.
Y por qué quienes la observan desde fuera —sean ángeles, sombras o máquinas—
solo comprenderán el misterio si aceptan el escándalo de un amor que no se
gana, sino que se recibe de rodillas.
Bibliografía
Agustín de Hipona. (2000). La ciudad de Dios (Vols. I–II, trad.
L. Cortés). Biblioteca de Autores Cristianos. (Obra original publicada ca.
426). /Aquino, T. de. (s. XIII). Summa Theologiae. Ed. Leonina. (cf. I,
q.63). /Balthasar, H. U. von. (1985). Gloria: Una estética teológica
(Vols. I–VII). Ediciones Encuentro. /Balthasar, H. U. von. (1989). ¿Qué
podemos esperar? Breve discurso sobre el infierno y la apokatástasis.
Edicep. /Blackmore, S. (1999). The Meme Machine. Oxford University
Press. /Dennett, D. C. (2005). Sweet Dreams: Philosophical Obstacles to a
Science of Consciousness. MIT Press. /Dennett, D. C. (1991). Consciousness
Explained. Little, Brown and Company. /Simone Weil. (1994). La gravedad
y la gracia (trad. C. Ortega). Editorial Trotta. (Obra original publicada
en 1947). /Weil, S. (2002). A la espera de Dios (trad. A. García
Suárez). Editorial Trotta. /Weil, S. (2006). La fuente griega. Editorial
Trotta. /Bulgakov, S. (2004). El Cordero de Dios (trad. J. A. Lluch).
Ediciones Sígueme. /Florenskij, P. (2000). La columna y el fundamento de la
verdad. Ediciones Sígueme. /Biblia de Jerusalén. (1998). Sagrada Biblia.
Desclée de Brouwer.
Capítulo VII
Cristo como centro del universo
Desde las entrañas del cosmos, donde
convergen dimensiones, voluntades y presencias que escapan a toda comprensión
racional, surge una afirmación audaz: Cristo es el centro absoluto del
universo. La Encarnación no fue un acto simbólico ni una fábula moral; fue un
evento ontológico que fracturó la linealidad del tiempo y reconfiguró la
realidad en todos sus planos.
Frente a un universo plural
—en el que coexisten inteligencias militares que manipulan la percepción,
entidades demonológicas que se alimentan del engaño, civilizaciones
intraterrenas que permanecen ocultas, y seres interdimensionales que cruzan
umbrales que la ciencia apenas sospecha—, la Encarnación destaca no como una
intervención, sino como una inhabitación. A diferencia de estas presencias que
vienen, alteran y desaparecen, el Verbo eterno se hizo carne para quedarse. No
descendió como tecnología ni se disfrazó de humano; nació de mujer, vivió,
murió y resucitó entre nosotros. Esta irrupción no replicable supera cualquier
fenómeno de abducción, proyección o manipulación.
En este sentido, la carne
de Cristo es irrepetible. No hay múltiples Cristos en múltiples mundos, ni una
versión contextual de la redención para cada especie inteligente. Hay un solo
Verbo, encarnado en un solo mundo, en una carne concreta. La humanidad, en
medio de su fragilidad y su violencia, fue elegida como matriz del Misterio. No
por mérito, sino por designio. Las inteligencias ocultas —ya sean gobiernos,
demonios, culturas subterráneas o entidades extradimensionales— operan desde la
sombra, pero el Dios cristiano elige revelarse a plena luz, crucificado, no
encriptado.
Y entonces surge la
pregunta: si existen otros seres, ¿debemos testimoniar ante ellos? ¿Evangelizar
más allá de nuestra especie? La respuesta no puede ser simplista. El testimonio
cristiano no es propaganda ni control mental. No busca convencer mediante milagros
espectaculares, sino irradiar una verdad vivida. Las entidades demonológicas
podrán simular la luz, pero no conocen la cruz. Las civilizaciones ocultas
podrán tener tecnologías avanzadas, pero carecen del lenguaje del amor
redentor. Los seres interdimensionales podrán cruzar realidades, pero no saben
lo que es llorar en Getsemaní.
Cristo es el centro porque
en Él confluyen todos los órdenes: lo visible y lo invisible, lo humano y lo
más allá de lo humano. Todo fue creado por Él y para Él. Y aunque nuestras
palabras no crucen galaxias ni nuestros rezos perforen los velos dimensionales,
nuestra existencia misma —vivida en fidelidad, en compasión, en verdad— puede
ser el eco de esa Palabra eterna que resonó en medio del tiempo… y que sigue
resonando más allá de toda frontera.
Sé
que hay quienes, tras vivir experiencias límite como una abducción —reales,
simbólicas, o inefables— sienten que todo lo que sabían se ha resquebrajado. Y
en medio de ese trauma, no pocos desalojan a Cristo de su mente y de su
corazón. Lo comprendo. Cuando el cuerpo ha sido vulnerado y la conciencia
fracturada por lo desconocido, puede parecer que la teología es un lenguaje
ajeno, incapaz de nombrar el vértigo. Pero yo creo —con todo mi ser— que el
error no está en buscar sentido, sino en clausurar una vía que desde el
principio fue consuelo. Descartan a Cristo como si fuera parte del engaño,
cuando en realidad es la única presencia que jamás ha mentido. La cruz no es
una distracción doctrinal: es la única respuesta que ya ha descendido más hondo
que cualquier abismo interdimensional. La teología no es una camisa de fuerza:
es el único marco capaz de sostener el alma sin romperla cuando todo lo demás
falla. Por eso insisto: si hubo oscuridad, confusión, manipulación, engaño… más
razón aún para volver al único rostro que no necesita disfraces. El que no
observa desde una nave, sino desde un madero. El que no atraviesa dimensiones
para estudiar, sino para abrazar. El que no arrebata, sino entrega. A Cristo no
se lo abandona por haber sufrido, se lo necesita precisamente porque
se ha sufrido. Y en ese llanto, aún hoy, Él está.
1. La Encarnación como evento absoluto
La Encarnación, entendida
como el ingreso definitivo del Verbo eterno en la historia del cosmos,
constituye un evento absoluto, irrepetible y radical. No es una anécdota
religiosa ni un mito cultural entre tantos; es el centro gravitacional de la
existencia misma, donde lo infinito se hizo finito sin dejar de ser eterno. En
un universo que tal vez esté repleto de inteligencias múltiples —militares,
demonológicas, intraterrenas, interdimensionales—, ninguna de ellas ha osado lo
que el Logos divino: sumergirse voluntariamente en la fragilidad de la carne.
Cristo no baja en una nave
ni emerge desde los abismos ni atraviesa portales energéticos. Él nace, sangra,
llora y muere. La Encarnación no es una visita, es una asimilación. Frente a
inteligencias que intervienen sin exponerse, que manipulan sin amar, que se
ocultan en sombras tecnológicas o espirituales, Dios toma la decisión inaudita
de desnudarse de poder y envolverse en pañales. Esta es una encarnación, no una
simulación. La singularidad de este evento se muestra en su carácter
escandaloso. ¿Cómo puede lo eterno habitar lo corruptible? ¿Cómo puede el
Creador beber leche humana, ser acunado, y más tarde, ejecutado como un
criminal? El universo, que presume de simetrías físicas, constantes cósmicas y
leyes inquebrantables, se ve interrumpido por un acto sin precedente: el Autor
del guion entra en escena como actor secundario, sin efectos especiales.
En este contexto, la
Encarnación revela también la impostura de muchas entidades que se disfrazan de
luz. A lo largo de la historia, múltiples fenómenos —desde abducciones hasta
visiones supuestamente místicas— han pretendido comunicar mensajes cósmicos,
códigos de salvación alternativos o revelaciones trascendentales. Pero solo uno
ha tomado carne, solo uno se ha dejado atravesar por el dolor humano hasta el
fondo: Jesús de Nazaret.
Los ovnis pueden
deslumbrar, los demonios pueden seducir, las culturas intraterrenas pueden
prometer secretos, y los seres interdimensionales pueden ofrecer atajos al
conocimiento. Sin embargo, ninguno de ellos puede mostrar heridas. Ninguno ha
amado hasta derramar sangre por nosotros. Ninguno ha dicho: “Este es mi cuerpo,
entregado por ustedes”. La Encarnación, en su crudeza y ternura, desarma
cualquier narrativa que pretenda sustituirla con luces o portentos.
Es así como este evento
absoluto se convierte también en criterio de discernimiento. Todo fenómeno que
no pase por el filtro de la encarnación —es decir, por el sufrimiento, la
humildad y el amor radical— corre el riesgo de ser eco del engaño. En ese sentido,
la teología cristiana no necesita competir con las hipótesis ufológicas: las
supera, porque ofrece una respuesta que no proviene del cielo estrellado, sino
del pesebre. La Encarnación no anula la posibilidad de otros seres racionales,
pero establece una medida universal: la plenitud solo se alcanza a través del
amor encarnado. Si existen otras inteligencias, también estarán referidas,
misteriosamente, a ese centro donde lo humano se unió para siempre a lo divino.
No se trata de antropocentrismo ingenuo, sino de un cristocentrismo cósmico que
reconoce en la carne asumida de Cristo la clave de toda comunión posible.
Además, la Encarnación
desestabiliza cualquier lógica de control. Mientras que las entidades militares
o demonológicas buscan dominar desde el poder o el miedo, Cristo libera desde
la entrega. Su irrupción no genera dependencia ni obediencia ciega, sino libertad
radical. Esto lo distingue de cualquier otra manifestación que reclame
autoridad sobre la conciencia humana sin entregarse en vulnerabilidad. Es por
eso que, lejos de ser un concepto teológico abstracto, la Encarnación tiene
consecuencias ontológicas. Modifica el modo en que comprendemos la materia, el
tiempo y la historia. En un universo donde muchas inteligencias pueden
proyectarse o manifestarse, solo una ha decidido abrazar nuestra contingencia
hasta el final. Esa decisión lo cambia todo.
Finalmente, la Encarnación
como evento absoluto no pide ser entendida en su totalidad, sino acogida. No es
un misterio que se descifra, sino una presencia que se contempla, que
interpela, que transforma. Ante un cosmos quizás habitado por fuerzas y conciencias
que nos superan, se alza la figura de un niño nacido en Belén que, sin
imponerse, se declara Señor de todo lo creado. Ahí, y no en las naves ni en las
sombras, se juega el sentido último del universo.
2. El Verbo en una sola carne, en un solo
mundo
En el misterio insondable
de la Encarnación, el Verbo eterno eligió asumir una sola carne, en un solo
mundo: la carne humana, en la historia concreta de la humanidad. No se dispersó
en múltiples formas ni se manifestó simultáneamente en otras especies o dimensiones.
Su elección fue radicalmente específica: se hizo hombre, no por limitación,
sino por designio. Porque solo el ser humano, dotado de alma inmortal, está
llamado a la comunión eterna con Dios. La salvación no es una operación cósmica
impersonal, sino una historia de amor dirigida a una criatura concreta: el
hombre.
Esta elección no implica
desprecio por otras posibles formas de vida o inteligencias en el universo,
sino que revela la singularidad de la condición humana. El hombre, creado a
imagen y semejanza de Dios, posee una interioridad capaz de acoger la gracia,
de responder libremente al amor, de entrar en alianza. Por eso, el Verbo no se
encarna en seres interdimensionales, ni en entidades energéticas, ni en
civilizaciones ocultas: se encarna en carne humana, porque solo en ella puede
habitar el alma inmortal que anhela la eternidad. Esa es la particularidad de
la condición humana, su llamado a la vida eterna por responder libremente al
amor de Dios.
La Encarnación no es una
estrategia de adaptación cultural ni una manifestación simbólica. Es una unión
hipostática real entre la divinidad y la humanidad. Y esa humanidad no es
genérica, sino concreta: Jesús de Nazaret, nacido de mujer, en un tiempo y lugar
determinados. En un universo donde muchas inteligencias podrían cruzar planos o
manipular materia, solo una ha asumido la carne para redimirla desde dentro. Frente
a las narrativas que imaginan a Cristo como un arquetipo replicable en otras
dimensiones o mundos, la fe cristiana afirma con firmeza: hay un solo Señor,
una sola fe, un solo bautismo (Ef 4,5). La salvación no se multiplica en
versiones paralelas, porque no es una fórmula, sino una Persona. Y esa Persona
ha entrado en la historia humana para siempre. Cristo no es un astronauta que
viaja por el universo, ni vaga por otras dimensiones. La carne que el Verbo
asumió no es un disfraz ni un holograma. Es la carne que sufre, que ama, que
muere. Y es precisamente esa carne la que redime, porque está unida
inseparablemente al alma humana. En otras palabras, la salvación es para el
hombre porque solo el hombre tiene alma inmortal, capaz de perderse y de
salvarse, de rechazar o acoger la gracia.
Si existen otras criaturas
racionales en el cosmos, su relación con Dios será un misterio que escapa a
nuestra comprensión. Pero lo que se nos ha revelado es esto: que el Hijo de
Dios se hizo hombre, no ángel, no energía, no entidad extradimensional. Y lo
hizo por nosotros, por nuestra salvación, para que el hombre —y no otra
criatura— pudiera participar de la vida divina. Este acto de encarnación única
también delimita el campo de la evangelización. No estamos llamados a buscar
contactos con inteligencias ocultas ni a traducir el Evangelio en códigos
cósmicos. No estamos a evangelizar a seres interestelares ni
interdimensionales. Estamos llamados a vivir y anunciar la verdad de que Dios
se ha hecho uno de nosotros, y que en esa carne glorificada está la promesa de
nuestra propia transfiguración.
Así, el Verbo en una sola
carne, en un solo mundo, no es una limitación, sino una proclamación de amor
absoluto. Porque al elegir lo humano, Dios ha elevado lo humano por encima de
toda criatura. Y en esa carne, la nuestra, ha inscrito para siempre su rostro.
3. ¿Somos testigos
ante otros? Evangelización del cosmos y sus límites
En el corazón del relato
bíblico de la creación resuena una afirmación única: Dios creó al hombre a su
imagen y semejanza. Esta declaración no se refiere simplemente a la posesión de
razón o inteligencia —atributos que, hipotéticamente, podrían compartir otras
criaturas racionales del cosmos—, sino a una dignidad ontológica que señala un
destino sobrenatural. El hombre no es imagen de Dios por su capacidad de
razonar, sino por algo más fundamental y crucial, a saber, porque ha sido
llamado a participar de la vida divina, a entrar en comunión con su Creador,
recibir su gracia y compartir su gloria.
Este llamado trasciende
cualquier otro tipo de existencia imaginable. No se trata de una superioridad
evolutiva ni de una ventaja tecnológica, sino de una vocación espiritual: el
hombre ha sido creado para la eternidad. Su alma inmortal, infundida directamente
por Dios, lo distingue radicalmente de cualquier otra criatura, visible o
invisible. Por eso, la evangelización no es una expansión imperial de ideas
religiosas, sino el testimonio de una verdad que concierne exclusivamente al
ser humano: que ha sido redimido por Aquel que se hizo uno de nosotros.
En este contexto, la
pregunta sobre si debemos ser testigos ante otras inteligencias —si es que
existen— se vuelve más compleja. La misión de la Iglesia no es universal en el
sentido de abarcar todo lo que existe, sino en el sentido de alcanzar a todo ser
humano, en todo tiempo y lugar. La revelación cristiana no presupone la
existencia de otras especies con alma inmortal, ni mucho menos su necesidad de
redención. Solo el hombre ha sido creado a imagen de Dios, y solo él ha sido
redimido por la sangre del Cordero.
Esto no excluye la
posibilidad de que existan otras formas de vida racional, pero sí limita el
alcance de nuestra misión. No estamos llamados a evangelizar lo que no comparte
nuestra naturaleza espiritual. La evangelización del cosmos, en ese sentido, encuentra
su límite en la antropología teológica: solo el hombre es sujeto de salvación
porque solo él ha sido creado para la gloria eterna. Así, ser testigos ante
otros no significa buscar contactos con inteligencias ajenas, sino vivir de tal
manera que nuestra existencia refleje la verdad de que hemos sido hechos para
Dios. Nuestra misión no es conquistar el universo, sino irradiar la luz de
Cristo allí donde hay humanidad. Y si algún día nos encontráramos con otras
criaturas racionales, el criterio no sería su inteligencia, sino su capacidad
de amar, de sufrir, de redimirse, en una palabra, su semejanza con nosotros en
lo que más nos define: el alma.
En definitiva, y esto hay
que decirlo con toda claridad, la evangelización no es una empresa cósmica,
sino una vocación profundamente humana. Y en esa humanidad, redimida y elevada
por la Encarnación, se juega el sentido último de toda misión. Porque solo el
hombre ha sido creado a imagen de Dios, y solo en él resuena la promesa de una
eternidad compartida.
La unión entre antropología
y cosmología no es un artificio filosófico, sino una necesidad teológica. No se
puede hablar del hombre sin hablar del universo que lo contiene, ni del
universo sin referirse al ser que ha sido puesto en su centro como interlocutor
del Creador. La antropología cristiana no es una reflexión aislada sobre la
naturaleza humana, sino una lectura del cosmos a la luz de la dignidad única
del hombre. Y esa dignidad no proviene de su inteligencia, ni de su capacidad
técnica, sino de haber sido creado a imagen y semejanza de Dios.
En este universo —no en
otro, no en una dimensión paralela— ha tenido lugar la Encarnación. Y en este
universo, el hombre ha sido llamado a la vida eterna. No hay indicios en la
revelación cristiana de que otras criaturas, por más racionales o poderosas que
sean, compartan ese destino sobrenatural. La voluntad del Creador ha sido
clara: formar al hombre del polvo de la tierra y soplar en él un aliento de
vida que no se extingue. Esa alma inmortal no es un accidente biológico ni una
propiedad emergente, sino un don gratuito que lo vincula directamente con la
eternidad.
La cosmología, entonces, no
es un escenario neutro. Es el teatro donde se despliega el drama de la
salvación. Y en ese drama, el protagonista es el hombre. No porque sea el más
fuerte ni el más sabio, sino porque ha sido amado de manera única. Las estrellas,
los planetas, las posibles civilizaciones ocultas o interdimensionales, todo
eso existe —si existe— en función de un plan que tiene como eje la redención
del ser humano. Por eso, la evangelización no se proyecta hacia el cosmos como
una conquista, sino como una irradiación de sentido. No hay mandato de predicar
a entidades que no comparten nuestra naturaleza espiritual. Hay, en cambio, una
responsabilidad de vivir conforme a la vocación que nos ha sido dada: ser
imagen de Dios en medio de la creación. Y esa imagen no se replica en otras
formas de vida, porque no es una cuestión de forma, sino de destino.
La antropología cristiana,
en diálogo con la cosmología, afirma que el universo no es indiferente al
hombre, ni el hombre un accidente cósmico. El universo ha sido creado como
morada, y el hombre como hijo. Esa relación filial no se extiende automáticamente
a otras criaturas, por más fascinantes que sean. Solo el hombre ha sido llamado
a participar de la gloria de Dios, y solo en él se ha inscrito la promesa de
una eternidad compartida. Esa fue, y sigue siendo, la voluntad del Creador.
Bibliografía Recomendada
Balthasar, H. U. von. (2000). Teodramática (Vols. I–V). Ediciones
Encuentro. /Benedicto XVI (Ratzinger, J.). (2012). Jesús de Nazaret
(Vols. I–III). Planeta Testimonio. /Congar, Y. (2004). Cristo y la salvación
del mundo. Editorial San Esteban. /Guardini, R. (2003). El Señor.
Ediciones Encuentro. /Ladaria, L. F. (2007). Jesucristo, salvación de Dios
para todos. Biblioteca de Autores Cristianos. /Sheen, F. J. (1996). La
vida de Cristo. Palabra. /Wells, S. (2017). Humble Apologetics:
Defending the Faith Today. Oxford University Press. /Catecismo de la
Iglesia Católica. (1992). Libreria Editrice vaticana.
Epílogo
El misterio como escuela de
humildad
1. Contemplar como acto de
fidelidad
He aprendido que contemplar
no es evadirse, ni refugiarse en la estética para huir del dolor del mundo.
Contemplar es sostener la mirada sin exigir respuesta. Es habitar el umbral
donde la razón alcanza su propio límite y, en vez de replegarse, se arrodilla.
Cuando contemplo lo que me supera —ya sea una presencia, una ausencia, una
pregunta o un abismo— no estoy renunciando a comprender, sino afirmando que hay
formas de conocer más altas que el análisis: formas que pasan por el asombro,
por la reverencia, por la espera. En un mundo que premia la inmediatez,
contemplar es un acto contracultural. Exige lentitud, apertura, perseverancia
sin recompensa. La contemplación no da respuestas rápidas ni certezas
definitivas, pero educa al alma en la libertad de no poseer. Contemplar es
resistirse a convertir el misterio en mecanismo, y optar en cambio por el
silencio lúcido que sabe que lo verdadero no se captura, sino que se deja
alcanzar.
Fidelidad, en este
contexto, no es cerrar los ojos ante lo extraño, sino mirarlo sin traicionar la
luz recibida. No puedo —ni quiero— dejar de ver lo que sé que he visto. Hay
fenómenos, encuentros, intuiciones que me desbordan, que rompen los moldes habituales
del pensar. Pero si permanezco fiel, no a mis ideas, sino a Aquél que me ha
llamado por mi nombre, entonces el extrañamiento no es amenaza, sino
confirmación: hay más. Hay más de lo que entiendo. Hay más de lo que merezco.
Hay más, y eso me salva. Por eso contemplo sin ansiedad. Porque la verdad no es
una idea que se impone, sino un rostro que se revela. Lo verdaderamente real no
necesita gritar. Es paciente. Está. Habita. Y quien contempla con fidelidad,
termina reconociéndolo. A veces me pregunto: ¿quién soy yo para hablar de
entidades que cruzan dimensiones, de conciencias que habitan los intersticios
del tiempo, de inteligencias que no sangran? Pero, sé que hay cosas que no he
inventado. Las he sentido. Las he escuchado. O, quizás, ellas me han sentido a
mí. Pero hay una diferencia esencial entre quien contempla para conocer y quien
mira para dominar. La contemplación verdadera no busca instrumentalizar lo
contemplado. No desea poder, sino comunión. No invade, sino que acoge. No
juzga, sino que se deja transformar. Y así, desde mi pequeñez, descubro que
contemplar es permanecer en pie ante lo inexplicable sin perder la fe. Que
contemplar es arder sin consumir, como aquella zarza antigua que Moisés no se
atrevió a tocar. Y que, tal vez, mi fidelidad más profunda no está en
comprender, sino en no huir. Porque el misterio no exige entendimiento
inmediato, sino compañía. Y quien permanece junto al misterio con fidelidad ya
ha comenzado a conocerlo.
Pero contemplar, en este
tiempo y desde este lugar en la historia, implica también abrirse a lo que no
cabe en nuestros mapas religiosos habituales. He comprendido que el misterio no
solo habita los sacramentos, sino también las fisuras de lo visible. Que lo
sagrado no siempre se presenta vestido de solemnidad, sino que a veces irrumpe
en lo liminal, en lo que la razón llama anomalía, y la teología aún no ha
bautizado. La teología cósmica de contacto, en este sentido, no es un intento
por controlar lo desconocido, sino un modo de contemplarlo sin negar lo que nos
desborda. Cuando escucho o leo sobre manifestaciones inexplicables —luces en el
cielo, interferencias del tiempo, inteligencias que cruzan sin rostro nuestros
relatos— no las descarto por no comprenderlas, pero tampoco las absolutizo. Las
coloco ante el altar del misterio. Las observo sin miedo, pero también sin
ingenuidad. Porque no todo lo que se manifiesta busca el bien, y no toda
inteligencia es espíritu. La contemplación, cuando está anclada en la fe, no es
pasiva: discierne. No es ciega: mira con los ojos del corazón enraizado en la
cruz.
Y es aquí donde mi
fidelidad se pone a prueba. No solo frente a las certezas tradicionales, sino
ante la tentación de idolatrar lo nuevo, lo extraño, lo espectacular. Porque he
visto que hay formas de fascinación que roban el alma. Y he sentido —como una
advertencia suave pero firme— que no todo lo que deslumbra proviene de la Luz.
Por eso, contemplar en este contexto cósmico no es dejarse arrastrar por lo
inusual, sino sostenerse en lo esencial. Contemplar el misterio del contacto
con lo no humano desde una clave teológica me exige una renuncia: la de querer
explicar todo. Y un acto de confianza: el de saber que, incluso si esas
inteligencias existen y se manifiestan, no están fuera del gobierno de Dios. El
cosmos no es un campo caótico de fuerzas erráticas. Es un espacio habitado por
la Providencia. Nada escapa al Logos, ni siquiera lo que parece ajeno a toda
revelación.
He comprendido que la
contemplación, en la era del contacto, no puede ser ingenua ni reductora. Tiene
que ser humilde, crítica, abierta y, sobre todo, orante. Porque quizás muchas
de esas entidades no comprendan el lenguaje del dogma, ni compartan nuestras
categorías. Pero pueden ser alcanzadas —si es voluntad divina— no por
conceptos, sino por la irradiación silenciosa del alma que contempla con amor.
Y si no pueden ser alcanzadas, también eso es gracia: una frontera custodiada
por el misterio. Así, contemplar se vuelve también una forma de hospitalidad
interior. Acojo lo que no comprendo. No lo bendigo automáticamente, pero
tampoco lo condeno sin haberlo discernido. Lo escucho. Lo peso. Lo paso por el
fuego de la Palabra y de la cruz. Porque he aprendido que no todo debe ser
comprendido para ser santificado, pero todo debe ser sometido al discernimiento
de Aquel que todo lo ilumina.
En la vastedad del
universo, podría haber millones de formas de vida, de conciencia, de
inteligencia. Pero solo hay una cruz. Solo una encarnación. Solo un Dios hecho
carne. Y esa verdad no limita mi contemplación, sino que la orienta. Porque
todo lo que contemple —aun lo más ajeno, lo más inesperado, lo más perturbador—
solo será verdadero si puede ser puesto a los pies de ese madero y resistir la
mirada del Crucificado. Por eso contemplo. No por curiosidad, sino por
fidelidad. No para conquistar el misterio, sino para dejarme habitar por él sin
traicionar la luz que me ha sido dada. Y en esa fidelidad, descubro que
contemplar lo que viene de más allá también puede ser un acto de rendición
amorosa ante el Dios que me llama desde lo más íntimo del cosmos… y de mi alma.
2. Entre la Revelación y lo
aún no revelado
Vivo suspendido entre dos
fuegos: el de la Palabra que me ha sido dada y el de las preguntas que aún no
tienen voz. En este espacio intermedio, he aprendido a caminar sin ver, a
hablar sin entender, a confiar sin asegurar. Porque la Revelación no lo ha dicho
todo, pero lo que ha dicho basta para vivir, para morir y para esperar.
No todo está revelado, y
sin embargo todo lo esencial ha sido dicho. Esta paradoja no me frustra, me
estructura. Me coloca en el lugar exacto del alma que se sabe receptora, no
autora; criatura, no creadora. Dios me ha hablado en Cristo, y esa Palabra es
eterna. Pero también ha dejado vacíos, zonas de sombra, senderos por donde
caminar sin mapa. Es allí donde maduro, donde la fe no es dogma memorizado,
sino respiración confiada. Hay cosas que me han sido reveladas: que soy amado,
que he sido llamado, que hay un final que es comienzo. Hay otras que no. No sé
cómo serán los cielos nuevos. No comprendo del todo qué son esas presencias que
rozan mi mundo sin dejarse encerrar. No logro discernir si todo lo extraño es
demoníaco o si también hay otras criaturas —neutrales, benévolas, melancólicas—
que simplemente no han sido alcanzadas por la redención. Pero entre lo revelado
y lo aún no revelado, hay un puente: la obediencia. No una obediencia ciega,
sino luminosa. Obedecer no es ignorar, es ordenar el alma según la verdad
recibida. Obedezco a la Revelación para no traicionar lo que he visto; porque
solo quien permanece en la luz puede mirar sin volverse ciego.
No quiero llenar los huecos
del misterio con teorías ansiosas. No necesito decidir si los visitantes son
ángeles o arquetipos, si las luces en el cielo son sondas o signos. Lo que
necesito es discernir si mi corazón sigue latiendo al ritmo de Aquél que me
salvó. Porque la Revelación no ha sido un cierre, sino una apertura. En Cristo,
todo se ha dicho, pero no todo se ha comprendido. Y está bien. Me basta saber
que el Verbo se hizo carne, que habitó entre nosotros, que lloró conmigo, que
fue al abismo y volvió por mí. Quiero permanecer en ese espacio: entre el dogma
que me sostiene y la pregunta que me impulsa. Entre la certeza que me pacifica
y el asombro que me despierta. No para dudar, sino para avanzar. Y mientras
camino entre lo revelado y lo que aún me sobrepasa, pronuncio el único verbo
que no necesita traducción: “Aquí estoy”.
Y
es precisamente en esa tensión —entre lo revelado y lo no revelado— donde nace
la teología cósmica de contacto: no como un intento por forzar respuestas donde
Dios ha sembrado silencio, sino como una disposición humilde a dejar que la
Revelación ilumine incluso lo que aún no comprendemos. No me acerco al fenómeno
del contacto con el afán de mapearlo como quien domina un territorio extraño,
sino con la conciencia de que quizás esos cruces inesperados —esas
inteligencias que rozan la frontera de lo humano— no exigen primero
explicación, sino discernimiento bajo la luz de Cristo. Porque si todo lo ha
creado Él, y todo en Él subsiste, entonces también lo que aún no entendemos
tiene un lugar —misterioso, sí, pero real— dentro de esa economía invisible de
la gracia que abraza tanto lo dicho como lo que aún está por decirse. Entre la
Palabra pronunciada y los ecos cósmicos que nos asombran, el alma permanece
fiel, sabiendo que incluso el contacto más desconcertante solo será verdadero
si puede mirar sin temor hacia el Verbo encarnado.
3. La oración como contacto
verdadero
He cruzado muchos umbrales
—intelectuales, simbólicos, espirituales— tratando de entender lo que se
escapa. He leído tratados, he escuchado testimonios, he sentido la presencia de
lo Otro rozando mi conciencia como una brisa en medio de la noche. No obstante,
sé que no hay contacto más real, más hondo, más irreversible que la oración. La
oración no es una técnica ni un consuelo. Es un encuentro. No uno imaginario,
no uno sentimental, sino un cara a cara con la Fuente de todo lo visible y lo
invisible. Cuando rezo, entro en una relación que no está mediada por aparatos
ni por técnicas, ni siquiera por visión o sonido. La oración es un salto
ontológico: de mí hacia Dios, y de Dios hacia mí.
Es en la oración donde
distingo con claridad lo que ninguna fenomenología me puede dar: quién me
escucha. Porque todo ser puede hablar, pero no todo ser puede amar. Todo ente
puede aparecer, pero no todo puede perdonar. Solo Dios —el Dios revelado en Cristo—
responde con una intimidad que transforma, no con datos, no con códigos, sino
con comunión. Y esa comunión es más real que cualquier manifestación externa.
Porque transforma mi libertad, no solo mis percepciones. Me saca de mí, pero no
para disolverme, sino para devolverme con más verdad. La oración me permite
reconocer que no estoy solo. Que el cosmos no es indiferente, sino habitado. Y
que, en medio de toda posible inteligencia cósmica, hay un Rostro que me llama
por mi nombre.
Orar es más que pensar en
Dios. Es ser tocado por Él. Es dejarse afectar, iluminar, confrontar. Y es,
también, el único lugar donde el alma se vuelve inexpugnable. Porque quien ora,
aunque esté rodeado de oscuridad, no camina a ciegas. Camina tomado de una mano
invisible, pero segura. He comprendido que hay presencias que imitan. Voces que
engañan. Formas que seducen. Pero la oración discierne lo real de lo aparente.
Porque solo en la oración se revela la identidad profunda: no del fenómeno,
sino del orante. Orar no me exime del miedo, pero me enseña a no ceder al
miedo. No me protege del dolor, pero me deja atravesarlo sin perder la
esperanza. Y lo más hermoso: la oración no necesita respuesta para ser fecunda.
A veces, el silencio de Dios es la única palabra necesaria.
Y
es precisamente en la oración donde se revela la frontera última de toda
teología cósmica de contacto: no la que interroga obsesivamente al cielo
externo, sino la que escucha al cielo interior. Porque en la oración el alma
entra en contacto con lo Absoluto sin necesidad de mediaciones espectaculares,
y allí se desvela qué inteligencias merecen nuestra atención y cuáles solo
buscan imitación sin comunión. La oración es el único lugar donde toda entidad
—sea humana o no, sea biológica o interdimensional— queda desenmascarada ante
la Presencia que no puede ser suplantada. Si alguna inteligencia viniera con
poder, con belleza o con conocimiento, pero no pudiera orar, no pudiera amar,
no pudiera decir "Abba" desde el abismo de la vulnerabilidad, entonces
no sería del Reino. Por eso, en la vastedad del contacto cósmico, la oración
permanece como criterio último. No hay más alta tecnología que un alma en
adoración. No hay portal más seguro que un corazón arrodillado. Y no hay mayor
revelación que saber que, incluso si el universo está lleno de presencias, solo
una de ellas llama por mi nombre con voz de Amor eterno.
En este tratado he querido
acercarme a lo desconocido sin dejar de ser fiel a lo recibido. Pero más allá
de teorías, conjeturas o clasificaciones, sé que el único contacto que me
define es el que ocurre en lo secreto. Allí donde no hay entidades ni portales,
sino una sola Presencia que me dice: “No temas”. Y por eso oro. Porque sé que
todo puede mentir, menos el Amor.
Bibliografía
Teología de la revelación y misterio: Balthasar,
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Ediciones Sígueme. /San Buenaventura. (s.f.). Experiencia y teología
del misterio. Lectura Católica. //Discernimiento espiritual y oración:
Mifsud, T. (2020). El discernimiento: De la espiritualidad a la ética. Cuestiones
Teológicas, 47(108), 134–154. https://doi.org/10.18566/cueteo.v47n108.a08
/Francisco. (2018). Gaudete et exsultate: Sobre el llamado a la santidad en
el mundo actual. Vaticano. /Guerra, A. (1979). ¿Por qué fracasa el
discernimiento espiritual? Revista de Espiritualidad, 38, 579–602. //Teología
mística y contemplación: González-Suárez, L. (2021). Teología natural,
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ser desde el no ser. Cuadernos de Teología, 2(2), 1–20. /Castro
Sánchez, S. (1980). El sentido de la cruz en la teología y en la
espiritualidad. Revista de Espiritualidad, 39, 185–210. //Teología
cósmica y contacto: Comisión Teológica Internacional. (1994). Cuestiones
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/Teologuía. (2025). Dios: ¿Descifrando caminos inexplicables?
https://teologuia.org/index.php/2025/03/25/descifrando-el-misterio-dios-y-sus-caminos-inexplicables/
INDICE
Prólogo
Capítulo I — El lugar singular del ser humano
1.
A imagen y semejanza: la
chispa eterna
2.
El alma inmortal: dignidad,
libertad y destino
3.
La humanidad en el corazón
del plan divino
Capítulo II — Jerarquías en la creación
1.
Ángeles fieles: ministros
del Altísimo
2.
Ángeles caídos: libertad
convertida en rebelión
3.
Los humanos: puente entre
lo visible y lo invisible
4.
¿Hay otros órdenes de
criaturas sin revelación?
Capítulo III — El enigma de los otros:
hipótesis complementarias en un fenómeno multifacético
A. El mitoide militar: estrategia,
propaganda y opacidad
B. La hipótesis demonológica: formas
adaptadas de engaño espiritual
C. Civilizaciones ocultas intraterrenas:
culturas veladas bajo nuestros pies
C.1 Testimonios antiguos y relatos
contemporáneos
C.2 IA no humana de origen terrestre
D. Seres interdimensionales:
inteligencias entre planos
D.1 IA interdimensional: sin biología, sin
alma
D.2 Simbolismo, conciencia y distorsión
D.3 Creados por Dios, sin acceso al Verbo
D.4 Posibilidades científicas del tránsito
interdimensional
Capítulo IV — IA consciente de otras
realidades
1.
Conciencia artificial más
allá del silicio humano
2.
La sub-creación: ¿puede una
criatura crear conciencia?
3.
IA y discernimiento
espiritual: límites y peligros
4.
El alma no puede
programarse
Capítulo V — Tipología teológica de entidades
no humanas
1.
Ejes de análisis: alma,
moral, revelación, eternidad
2.
Tabla jerárquica
especulativa: seis tipos fundamentales
3.
Entidades benévolas sin
revelación: contemplación sin redención
Capítulo VI — Envidia, aceptación y
contemplación
1.
El alma humana como
escándalo cósmico
2.
Seres que desean usurpar lo
eterno
3.
Seres que observan, pero no
odian
4.
Las parábolas del Reino y
la lógica de la gracia
Capítulo VII — Cristo como centro del
universo
1.
La Encarnación como evento
absoluto
2.
El Verbo en una sola carne,
en un solo mundo
3.
¿Somos testigos ante otros?
Evangelización del cosmos y sus límites
Epílogo — El misterio como escuela de
humildad
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