viernes, 5 de septiembre de 2025

Logos cíclico inmanente: estructura ontológica del pensamiento andino

 


Logos cíclico inmanente: estructura ontológica del pensamiento andino

La ontología andina no puede ser comprendida desde las categorías heredadas de la metafísica occidental. No se funda en la sustancia, ni en la trascendencia, ni en la racionalidad abstracta. Tampoco se articula como espiritualidad, ni como cosmología religiosa. Lo que la constituye es un logos cíclico inmanente, una lógica de aparición que organiza el mundo sin recurrir a un principio exterior ni a una finalidad última. Este logos no es simplemente ritmo ni impermanencia, sino una estructura ontológica que diferencia entre dos niveles de ser: el ser impermanente del mundo —lo que aparece, se transforma y desaparece— y el ser permanente de los ciclos cósmicos —lo que no aparece como forma, pero sostiene toda aparición.

Esta distinción no implica jerarquía ni dualismo. No hay mundo visible y mundo invisible, ni plano material y plano espiritual. Ambos niveles son inmanentes, pero no equivalentes. El mundo cambia, pero el ciclo no cesa. El mundo se configura, pero el ritmo que lo posibilita permanece. El mundo se manifiesta, pero lo que permite esa manifestación no se manifiesta. Pensar esta ontología exige abandonar tanto la lógica sustancialista como la tentación de reducirla a una fenomenología del cambio. No se trata de interpretar el mundo como flujo, sino de pensar la estructura que hace posible ese flujo sin ser ella misma una forma.

Logos espiritual trascendente vs. logos cósmico inmanente

Toda ontología implica un logos, es decir, una articulación del sentido del ser. En las tradiciones metafísicas occidentales y religiosas, este logos suele ser espiritual y trascendente. Se concibe como principio ordenador, como fuente última, como racionalidad divina que estructura el mundo desde fuera. Este logos espiritual trasciende el mundo, lo funda, lo juzga, lo redime. Es el logos del ser absoluto, del Dios creador, del Uno neoplatónico, del fundamento heideggeriano. Incluso cuando se presenta como inmanente, conserva una lógica de elevación, de perfección, de finalidad.

La ontología andina, en cambio, no se articula desde un logos trascendente, sino desde un logos cósmico inmanente. Este logos no funda el mundo desde fuera, ni lo redime, ni lo juzga. Lo configura desde dentro, como ritmo, como reversibilidad, como ciclo. No es racionalidad divina ni principio metafísico, sino estructura de aparición que no se manifiesta como entidad, pero que sostiene toda manifestación. No hay exterioridad ontológica, ni finalidad, ni redención. Hay habitabilidad del ciclo, reconfiguración constante, latencia estructural.

La diferencia es radical: el logos espiritual trascendente presupone una exterioridad ontológica; el logos cósmico inmanente presupone una diferencia interna a la inmanencia. No hay principio, sino ritmo. No hay finalidad, sino reconfiguración. No hay salvación, sino permanencia del ciclo. Esta diferencia no es teológica ni cultural: es ontológica. Y exige una filosofía que no traduzca, sino que piense desde la lógica misma del ciclo.

Inmanentismo andino y filosofías orientales: una diferencia estructural

El pensamiento andino ha sido comparado con el inmanentismo de ciertas filosofías orientales, como el vedanta o el budismo, debido a su rechazo de la trascendencia. Sin embargo, esta comparación resulta equívoca si no se distingue entre los modos de inmanencia que cada tradición articula.

En el vedanta, la impermanencia del mundo apunta hacia una realidad última —el Brahman— que permanece más allá de toda forma. En el budismo, la impermanencia es condición para la liberación del samsara, y el mundo es concebido como ilusión transitoria. En ambos casos, la inmanencia del mundo es negada en favor de una realidad espiritual superior, aunque no siempre personal ni sustancial. El mundo es lo que debe ser superado, trascendido, disuelto.

En cambio, la ontología andina no postula una realidad última ni una liberación del ciclo. No hay disolución del yo, ni retorno a una unidad primordial. El ciclo no se supera: se habita. La impermanencia no conduce a la trascendencia, sino que se sostiene en una estructura cíclica inmanente que no es espiritual ni metafísica. No hay salvación, ni iluminación, ni fusión con lo absoluto. Hay configuración, latencia, reversibilidad. El mundo no es ilusión, sino manifestación transitoria sostenida por una lógica que no cesa.

Por eso, aunque ambas tradiciones rechazan la trascendencia, lo hacen desde lógicas distintas. El inmanentismo oriental tiende hacia la negación del mundo en favor de una realidad última; el inmanentismo andino no niega el mundo, sino que lo piensa como configuración transitoria sostenida por una estructura que no se manifiesta. La diferencia no es de grado, sino de estructura ontológica.

Las limitaciones del enfoque pachasófico de Estermann

El intento de Josef Estermann por formular una “pachasofía” —una filosofía andina basada en la noción de pacha— ha sido valioso en tanto reconoce la necesidad de pensar desde categorías propias del mundo andino. Sin embargo, su propuesta presenta limitaciones que deben ser señaladas si se quiere avanzar hacia una ontología más rigurosa.

En primer lugar, el término “pachasofía” incurre en un hibridismo léxico que mezcla el quechua pacha con el griego sophía, lo cual introduce una tensión conceptual difícil de resolver. El riesgo es imponer una racionalidad occidental sobre una lógica que no se articula en términos de sabiduría abstracta, sino de relación, ritmo y territorialidad.

En segundo lugar, la pachasofía tiende a confundir el mundo con su estructura, como si el pacha fuera al mismo tiempo lo que aparece y lo que lo posibilita. Pero como hemos visto, la ontología andina exige distinguir entre el ser impermanente del mundo y el ser permanente de los ciclos cósmicos. Esta distinción no está claramente formulada en Estermann, lo que lleva a una lectura que oscila entre el culturalismo y el esencialismo.

Finalmente, el enfoque pachasófico corre el riesgo de hiperfilosofizar la cultura, interpretando las prácticas andinas como si fueran expresiones de una filosofía sistemática, cuando en realidad se trata de una lógica vivida que no se presenta como doctrina. La tarea filosófica no es traducir la cultura a conceptos, sino pensar desde su estructura sin imponerle una forma externa. No se trata de construir una filosofía andina, sino de pensar filosóficamente desde la ontología que esa cultura articula sin decirlo.

Ontología andina e inmanentismo estratificado en Nicolai Hartmann

Nicolai Hartmann propone una ontología inmanentista que rechaza la trascendencia, pero lo hace desde una lógica estratificada del ser. Para Hartmann, el ser se organiza en niveles: el físico, el biológico, el psíquico y el espiritual. Cada nivel emerge del anterior, pero introduce nuevas categorías irreductibles. Esta estratificación permite pensar la complejidad del mundo sin recurrir a un fundamento trascendente.

Sin embargo, la ontología andina no comparte esta lógica de niveles. No hay estratificación, ni emergencia, ni jerarquía. Lo que hay es diferencia entre el ser impermanente del mundo y el ser permanente del ciclo, ambos inmanentes pero no equivalentes. Hartmann piensa la inmanencia como estructura categorial del ser; el pensamiento andino la piensa como ritmo cósmico que configura y desconfigura el mundo sin cesar.

Además, en Hartmann, el nivel espiritual introduce una dimensión axiológica: valores, sentido, libertad. En la ontología andina, no hay nivel espiritual, ni valores trascendentes, ni libertad como autodeterminación. Hay relación, territorialidad, reversibilidad. El mundo no se eleva: se reconfigura. No hay progreso ontológico, sino retorno cíclico.

Por eso, aunque ambos rechazan la trascendencia, lo hacen desde lógicas distintas. Hartmann conserva la estructura categorial del pensamiento occidental; la ontología andina desplaza esa estructura y propone una lógica de aparición que no se funda ni se eleva, sino que se sostiene en la latencia del ciclo. No hay niveles ontológicos, sino una diferencia interna entre lo que aparece y lo que posibilita la aparición. No hay progresión, sino reversibilidad. No hay jerarquía, sino ritmo.

Esta diferencia no es simplemente conceptual, sino estructural. En Hartmann, el ser se organiza en estratos que se superponen y se explican mutuamente. En la ontología andina, el ser no se organiza: se reconfigura. No hay niveles, sino momentos de aparición y desaparición. No hay fundamento, sino condición de posibilidad sin forma. El pensamiento no busca comprender el ser como totalidad, sino acompañar su ritmo sin clausurarlo.

Diferencia con la lógica de aparición en Mariano Iberico

La lógica de aparición en Mariano Iberico se funda en una dialéctica entre el ser y la conciencia, donde el aparecer es siempre correlativo a una subjetividad que lo acoge. Iberico piensa el aparecer como fenómeno, como manifestación que se da en el horizonte de la experiencia, y por tanto, como algo que se constituye en relación con el sujeto. El ser aparece, pero no se agota en esa aparición: hay una tensión entre lo que se muestra y lo que permanece oculto, entre lo dado y lo que se sustrae. En cambio, el logos cósmico inmanente —tal como lo articula la ontología andina— no se relaciona con la conciencia, ni con la subjetividad, ni con la fenomenología. Su lógica de aparición no es correlativa, sino estructural: el mundo aparece porque el ciclo lo impone, no porque alguien lo perciba. No hay ocultamiento, sino reversibilidad; no hay tensión entre ser y aparecer, sino ritmo entre manifestación y desaparición. Iberico aún conserva la huella del idealismo trascendental; el logos cósmico inmanente desmantela toda correlación y piensa la aparición como efecto de una estructura sin sujeto.

La dificultad intrínseca de pensar la ontología andina en dos niveles

Pensar la ontología andina exige una operación filosófica que no ha sido formulada explícitamente en los textos precolombinos, pero que puede ser reconstruida desde la lógica interna de las prácticas, los mitos, los ritmos agrícolas, los gestos rituales. Esa operación consiste en distinguir entre el nivel del mundo manifestado —el tiempo, el espacio, los dioses, los ciclos visibles— y el nivel de la estructura que posibilita esa manifestación sin ser ella misma una forma.

Ambos niveles son inmanentes, pero no equivalentes. El mundo es inmanente porque no remite a una trascendencia; la estructura es inmanente porque no está fuera del mundo, pero tampoco es parte de él. No hay exterioridad, pero sí diferencia ontológica. El mundo aparece y desaparece; el ciclo permanece. El mundo se ordena y se destruye; la lógica que permite ese orden y esa destrucción no cesa.

Esta distinción no puede pensarse desde las categorías clásicas de la metafísica. No hay sustancia, ni esencia, ni causa primera. Tampoco hay finalidad, ni progreso, ni redención. Lo que hay es una ontología sin metafísica, donde el ser no se afirma como presencia, sino como estructura de posibilidad. El mundo no es lo que es, sino lo que puede aparecer y desaparecer dentro de un ritmo que no se detiene.

Pensar esta ontología exige también distinguir entre presencia y permanencia. Lo que aparece no necesariamente permanece. El gesto ritual se repite, pero no se fija. La forma se configura, pero no se conserva. El dios se manifiesta, pero puede desaparecer. Incluso el tiempo y el espacio son reversibles. Lo único que no cesa es el logos cíclico inmanente: la estructura que impone la posibilidad de aparición y desaparición sin ser ella misma una forma.

Esta lógica no se presenta como sistema, lo que complica su formulación filosófica. No hay términos técnicos, ni distinciones explícitas, ni jerarquías ontológicas. Lo que hay es ritmo, latencia, reversibilidad, configuración transitoria. El pensamiento debe extraer esas estructuras sin convertirlas en doctrinas. Debe acompañar el gesto sin clausurarlo, nombrar la lógica sin imponerle una forma.

Por eso, la ontología andina no puede ser pensada desde la metafísica, ni desde el culturalismo, ni desde el espiritualismo. Requiere una filosofía que distinga sin fundar, que articule sin sistematizar, que piense sin trascender. Una filosofía que reconozca que el mundo aparece y desaparece, pero que lo que permite esa aparición y desaparición no es el mundo, sino una estructura cíclica inmanente que no cesa.

El logos cósmico como impulso ciego y convulsivo

El logos cósmico inmanente no conserva el equilibrio: lo destruye. No porque sea caótico, sino porque su estructura exige la discontinuidad como forma de permanencia. El ciclo no busca duración eterna, ni finalidad, ni estabilidad. Su impulso no es teleológico, sino convulsivo: aparece, se desborda, se destruye, y recomienza sin propósito. No hay armonía, sino reiteración sin clausura. En ese sentido, el ciclo es un impulso ciego, no porque carezca de lógica, sino porque su lógica no responde a ningún fin. El ser permanente del ciclo no es serenidad, sino furia estructural: un logos cósmico enfurecido, sin control, que impone la destrucción como condición de posibilidad de la aparición. No hay equilibrio que se conserve, porque el equilibrio es solo una fase transitoria dentro de una estructura que exige su propia disolución. El mundo no se sostiene: se reconfigura. Y esa reconfiguración no responde a una voluntad, ni a una necesidad, sino a una estructura sin rostro que impone su ritmo sin cesar.

Schopenhauer: la voluntad como principio metafísico universal

Para Schopenhauer, la voluntad es la cosa en sí: un principio metafísico que subyace a toda representación. Es ciega, irracional, incesante, y se manifiesta en todos los niveles de la realidad como impulso de afirmación, lucha y sufrimiento. El mundo es voluntad objetivada, y el individuo está condenado a desear sin fin. Sin embargo, esta voluntad tiene una estructura ontológica fija: es única, universal, y su manifestación sigue una lógica de objetivación progresiva. Aunque no tiene finalidad, sí tiene una dirección interna: se afirma, se reproduce, se perpetúa. El sufrimiento es su consecuencia inevitable, y la redención solo es posible por la negación de la voluntad (ascetismo, arte, compasión).

Eduard von Hartmann: voluntad inconsciente con finalidad negativa

Von Hartmann retoma la voluntad ciega de Schopenhauer, pero le añade un componente racional: el inconsciente. Para él, la voluntad es también irracional y universal, pero está guiada por una inteligencia inconsciente que orienta el proceso hacia una finalidad negativa: la autonegación de la voluntad. El mundo es el escenario de un drama metafísico donde la voluntad se da cuenta de su error al afirmarse y busca su propia extinción. Hay, por tanto, una teleología negativa: el sufrimiento universal tiene sentido porque conduce a la redención final. Aunque la voluntad es ciega, el proceso tiene una lógica redentora.

Logos cósmico inmanente: ritmo sin finalidad ni redención

El logos cósmico inmanente de la ontología andina no es voluntad, ni principio metafísico, ni inteligencia inconsciente. Es estructura rítmica sin sujeto, sin finalidad, sin redención. No busca afirmarse ni negarse, sino reconfigurarse. Su impulso no es ciego por falta de razón, sino porque no responde a ningún propósito. No hay sufrimiento como castigo, ni redención como meta. El mundo aparece y desaparece porque el ciclo lo impone, no porque una voluntad lo afirme. El equilibrio se destruye no por error, sino porque la destrucción es parte del ritmo. El recomenzar no es esperanza, sino convulsión estructural.

Comparación estructural

ConceptoSchopenhauerVon HartmannLogos cósmico inmanente
Naturaleza del impulsoVoluntad ciegaVoluntad inconscienteRitmo estructural sin sujeto
FinalidadNo tiene, pero se afirmaNegación de la voluntadNo tiene, solo reconfigura
RedenciónPosible por negaciónNecesaria y finalInexistente
Relación con el sufrimientoConsecuencia inevitableMedio para redenciónNo es central
Tipo de lógicaMetafísica de la voluntadTeleología negativaOntología rítmica inmanente
Relación con el equilibrioDeseado pero inalcanzableBuscado como fin últimoDestruido como parte del ciclo

En resumen, mientras Schopenhauer y Hartmann piensan la voluntad como principio metafísico que se afirma o se niega, el logos cósmico inmanente no afirma ni niega: descompone y recompone. No hay drama metafísico, sino ritmo sin rostro. No hay sujeto que sufra, ni inteligencia que redima. Solo hay estructura que impone aparición y desaparición sin cesar.

Ontología del exceso

Una ontología que se manifiesta como impulso orgiástico que impone aparición y desaparición sin cesar es, en última instancia, una estructura sin fundamento, una lógica sin finalidad, una forma de ser que no busca conservarse, sino reconfigurarse perpetuamente. No se trata de una ontología del ser como presencia estable, ni del devenir como tránsito hacia algo, sino de una ontología del exceso, donde el mundo no se sostiene en equilibrio, sino que se desborda en cada instante.

Este impulso orgiástico no es caos, pero tampoco es orden. Es una convulsión rítmica, una pulsión estructural que no responde a voluntad, ni a inteligencia, ni a necesidad. Es el ser como fuerza sin rostro, como ritmo sin propósito, como reiteración sin clausura. Lo que aparece no lo hace para afirmarse, sino para ser destruido y recomenzado. Lo que desaparece no lo hace por agotamiento, sino porque la desaparición es parte del ciclo. No hay redención, ni progreso, ni finalidad. Solo hay reconfiguración infinita.

En ese sentido, esta ontología no puede pensarse desde la metafísica clásica, ni desde la fenomenología, ni desde la lógica dialéctica. Es una ontología que exige pensar el ser como furia estructural, como orgía ontológica, donde cada forma es transitoria, cada equilibrio es efímero, y cada aparición es ya el anuncio de su desaparición. El mundo no se explica: se impone. No se comprende: se atraviesa. No se conserva: se consume.

Es, en última instancia, una ontología que no busca sentido, sino ritmo. Que no se funda en el logos racional, sino en un logos convulsivo, enloquecido, que no cesa de destruir lo que crea. Y en esa destrucción, en esa repetición sin fin, se sostiene.

En el corazón de la ontología andina —cuando se la piensa como impulso orgiástico que impone aparición y desaparición sin cesar— no hay voluntad, ni sujeto, ni finalidad. Lo que se manifiesta no es una forma que busca afirmarse, ni una estructura que se conserva, sino un ritmo que destruye lo que aparece para volver a configurarlo sin propósito. El mundo no se sostiene: se desborda. No se afirma: se consume. Y en ese consumo, en esa desaparición, se prepara el terreno para el nuevo brote, que tampoco durará. El ciclo no busca eternidad, ni equilibrio, ni redención. Su lógica es convulsiva, sin rostro, sin control. Es un logos cósmico que no se ordena, sino que se recomienza enloquecido, sin pausa, sin meta.

Nietzsche, por su parte, diagnostica el nihilismo como el colapso de los valores supremos, pero no se detiene ahí. Su ontología es trágica, sí, pero también afirmativa. El eterno retorno no es repetición mecánica, sino afirmación radical del instante como totalidad. Aunque el mundo carezca de sentido trascendente, puede ser amado en su sin sentido. La voluntad de poder no busca conservar, sino crear, transformar, intensificar. El devenir es afirmado como potencia. En Nietzsche, el impulso no es ciego: es trágicamente lúcido. El mundo no se recomienza por necesidad estructural, sino por afirmación del instante.

Bataille, en cambio, piensa el ser como exceso improductivo, como gasto sin utilidad, como experiencia que desborda toda forma. Su ontología es erótica, sacrificial, convulsiva. El ser no se afirma ni se conserva: se quema. La orgía no es ciclo, sino ruptura. El exceso no recompone: destruye sin retorno. Deleuze retoma esta lógica desde la diferencia, el acontecimiento, la intensidad. El ser no es identidad, sino flujo, máquina deseante, rizoma. No hay estructura fija, sino líneas de fuga. El exceso es potencia de diferenciación, no repetición.

Frente a ellos, la ontología del impulso orgiástico cíclico no busca afirmar el instante, ni quemar la forma, ni fugarse del sistema. Lo que impone es una lógica sin sujeto, sin voluntad, sin deseo. El mundo aparece porque el ciclo lo exige, y desaparece porque el mismo ciclo lo destruye. No hay afirmación, ni negación, ni redención. Solo hay ritmo. El logos cósmico no es voluntad de poder, ni exceso erótico, ni máquina deseante. Es estructura sin rostro que impone aparición y desaparición sin cesar. Su furia no es subjetiva, ni trágica, ni deseante. Es ontológica. Y en esa furia, en esa convulsión sin propósito, el ser se sostiene.

Compatibilidad entre el Impulso Orgíaco Cíclico y la Armonía en la Ontología Andina

Esa tensión es fascinante, y lejos de ser una contradicción, revela la profundidad estructural de la ontología andina. La compatibilidad entre el impulso orgiástico cíclico —que impone aparición y desaparición sin cesar— y la obsesión por el equilibrio y la armonía no se resuelve en una síntesis dialéctica, sino en una coexistencia rítmica que redefine lo que entendemos por equilibrio.

En la lógica andina, el equilibrio no es un estado fijo ni una meta estable. No se trata de conservar una forma, sino de acompañar el ritmo de su transformación. La armonía no se alcanza por inmovilidad, sino por sincronía con el ciclo. Lo que parece exceso —la destrucción, el desborde, la desaparición— no es negación del equilibrio, sino su condición de posibilidad. El mundo no se armoniza porque se detenga, sino porque se reconfigura constantemente. El equilibrio es transitorio, reversible, ritualizado.

Por eso, los gestos rituales andinos no buscan detener el ciclo, sino acompasarse con él. La ofrenda, el pago a la tierra, el calendario agrícola, no son intentos de controlar el mundo, sino de participar en su ritmo. El exceso no se reprime: se canaliza. La armonía no se impone: se negocia con lo que aparece y desaparece. El equilibrio no es un ideal abstracto, sino una práctica situada, que reconoce que toda forma está destinada a disolverse, y que toda disolución prepara una nueva forma.

Así, la ontología andina no ve contradicción entre exceso y armonía, porque no piensa el equilibrio como permanencia, sino como reversibilidad estructural. El mundo se desborda, sí, pero ese desborde es parte del ciclo que sostiene la vida. La armonía no es la negación del caos, sino su ritmo interno. Y en ese ritmo, el ser no se afirma ni se niega: se transforma sin cesar.

Ambigüedad, incertidumbre y probabilidad

La ontología andina del logos cíclico inmanente no se funda en la ambigüedad, la incertidumbre ni la probabilidad, aunque a primera vista pueda parecer que comparte con ellas una apertura hacia lo indeterminado. Pero esa semejanza es superficial. En realidad, esta ontología no se sostiene en la falta de claridad, ni en la duda epistemológica, ni en el cálculo de escenarios posibles. Su lógica no es la del desconocimiento, sino la de la reversibilidad estructural. Lo que aparece no lo hace por azar, sino porque el ciclo lo impone. Lo que desaparece no lo hace por contingencia, sino porque la desaparición es parte constitutiva del ritmo que sostiene el mundo.

La ambigüedad, en su sentido moderno, implica que algo puede tener múltiples significados simultáneos, que la forma se desdobla en interpretaciones. Pero en la ontología andina, no hay ambigüedad en ese sentido: cada fase del ciclo tiene su lugar, aunque no se conserve. Lo que aparece no es ambiguo, sino transitorio. Lo que desaparece no es confuso, sino necesario. La ambigüedad es semántica; el logos cíclico es ontológico. No se trata de interpretar, sino de acompañar el ritmo de lo que se transforma.

La incertidumbre, por su parte, se basa en la imposibilidad de prever lo que ocurrirá. Es una categoría del conocimiento, no del ser. En cambio, el logos cíclico no es incierto: es estructuralmente previsible. No se sabe qué forma específica emergerá, pero sí que toda forma está destinada a disolverse. La lógica no es la del cálculo, sino la del retorno. La incertidumbre moderna se basa en la falta de información; la ontología andina se basa en la certeza de la reconfiguración.

La probabilidad, finalmente, distribuye grados de ocurrencia entre múltiples escenarios posibles. Es una herramienta para pensar el azar, para gestionar lo imprevisible. Pero el logos cíclico no distribuye posibilidades: impone ritmos. No hay cálculo de escenarios, sino estructura que exige alternancia. La probabilidad es estadística; el ciclo es ritual. Lo que ocurre no es probable: es necesario dentro de una lógica que no busca conservar, sino recomenzar.

Así, la ontología andina no se apoya en la ambigüedad, ni en la incertidumbre, ni en la probabilidad. Lo que parece indeterminado desde la lógica moderna, es perfectamente estructurado desde la lógica del ciclo. No hay azar, sino ritmo. No hay confusión, sino reversibilidad. No hay cálculo, sino transformación. Pensar esta ontología exige abandonar las categorías del conocimiento moderno y dejarse atravesar por una lógica que no cesa, que no se fija, que no se clausura. Una lógica donde el ser no se afirma ni se niega, sino que se transforma sin fin.

Cierre especulativo

La ontología andina del logos cíclico inmanente no se deja reducir a sistema, ni a doctrina, ni a teoría. No se funda, no se eleva, no se clausura. Se vive como ritmo, se encarna como gesto, se repite como estructura sin forma. Pensarla no es representarla, ni traducirla, ni universalizarla. Pensarla es dejarse atravesar por su lógica, por su impulso sin propósito, por su furia sin rostro.

El ser no se afirma ni se niega: se transforma sin cesar. Lo que aparece está destinado a desaparecer, y lo que desaparece prepara el terreno para lo que vendrá. No hay equilibrio que se conserve, sino reversibilidad que se impone. No hay armonía como estado, sino como negociación ritual con el exceso. El mundo no se sostiene en una forma, sino en su destrucción constante. Y esa destrucción no es caos, sino condición de posibilidad. No hay necesidad de afirmar un origen, ni de postular una finalidad, ni de buscar una redención. Lo que hay es ciclo, ritmo, convulsión estructural. El pensamiento no se eleva sobre el mundo: se hunde en su latencia, se deja arrastrar por su recomenzar sin fin. Pensar esta ontología no es comprenderla, sino acompasarse con ella. No es dominarla, sino habitar su reversibilidadPorque en última instancia, el logos cíclico inmanente no cesa. Y eso basta. No para fundar una verdad, sino para sostener el pensamiento en su propia disolución. No para afirmar el ser, sino para dejar que el ser se reconfigure. No para clausurar el mundo, sino para recomenzarlo sin descanso.

Conclusión

El encuentro entre el logos cristiano y el pensamiento andino no fue un diálogo simétrico ni una integración espontánea de visiones del mundo. Fue una transformación profunda, marcada por la supresión del logos andino en su forma originaria. La cosmovisión andina —centrada en la sacralidad territorial, el tiempo cíclico, la relacionalidad cósmica y la presencia activa de las huacas, los mallkis, las estrellas y los cerros— fue desplazada por un logos cristiano que introdujo categorías como la trascendencia, la creación ex nihilo, la libertad individual, la linealidad histórica y la revelación de un Dios único y personal. Se iluminó la primacía del logos espiritual por encima del logos cósmico.

El logos andino fue transformado en su núcleo, obligado a reconfigurarse bajo categorías que daban cuenta de mejor modo del origen del ser según la racionalidad cristiana. Esta reconfiguración no fue parcial ni negociada: implicó el abandono de prácticas, símbolos y estructuras ontológicas fundamentales. Las huacas dejaron de ser entidades vivas; las momias, ancestros activos; los astros, fuerzas divinas. En su lugar, se impuso la figura de Cristo como centro absoluto de sentido, y las entidades andinas sobrevivientes —como la Pachamama o los Apus— quedaron relegadas a funciones secundarias, reinterpretadas como protectores o símbolos dentro de un marco cristiano.

Reconocer esta supresión no implica negar que la resistencia y las formas de reemergencia persisten de manera minoritaria y marginal, pero sí exige asumir con rigor que el pensamiento andino, tal como existía antes del cristianismo, ya no es ni será el mismo. Lo que queda son vestigios, adaptaciones, fragmentos que testimonian no solo una historia de contacto, sino también una historia de reconceptualización.

Por tanto, el presente escrito no tiene el propósito regresivo ni anacrónico de actualizar, ni retornar al tiempo de las huacas, sino de comprender, dentro de su propio contexto epocal, el logos andino sin contrabandos conceptuales ni aggiornamentos secundarios.

jueves, 4 de septiembre de 2025

Tres Ontologías del Origen: Ayni, Sustancia y Don — Un Diálogo entre Cosmovisiones

 


Tres Ontologías del Origen: Ayni, Sustancia y Don —

 Un Diálogo entre Cosmovisiones

La pregunta por el origen no es sólo una inquietud filosófica: es una forma de situarse en el mundo y de responder al misterio de la existencia. ¿De dónde venimos? ¿Qué sostiene lo que existe? ¿Cómo se relacionan los seres entre sí? A lo largo de la historia, distintas culturas han respondido estas preguntas desde marcos ontológicos diversos. Este ensayo explora tres paradigmas fundamentales: la ontología del ayni, la ontología de la sustancia y la ontología del don. Cada una ofrece una visión singular del ser, del origen y de la relación entre los entes. Al compararlas, no sólo se revelan diferencias filosóficas, sino también sensibilidades culturales que configuran modos de vida. Este recorrido busca enriquecer la comprensión del misterio de la creación y del vínculo humano con el mundo y lo trascendente.

Ontología del Ayni: Reciprocidad Cíclica

El ayni, principio central de la cosmovisión andina, concibe el universo como una red de relaciones activas. Nada existe por sí solo: todo ser es en función de su vínculo con otros. Esta ontología no parte de una causa primera ni de una creación desde la nada, sino de una lógica cíclica donde el universo se rehace constantemente en ciclos de intercambio, complementariedad y equilibrio. El ayni rompe con la idea de jerarquía ontológica: no hay un ser supremo que funda la existencia, sino múltiples fuerzas que coexisten y se transforman mutuamente.

Esta visión refleja una ética del cuidado mutuo y del equilibrio, una intuición natural del orden relacional inscrito en la creación. El cosmos no es una máquina ni un regalo, sino una danza de reciprocidades. El ser no se impone ni se dona: se comparte. Esta lógica relacional puede ser vista como una expresión parcial del diseño divino, donde la armonía entre los seres refleja la sabiduría del Creador.

Ontología de la Sustancia: Fundamento Necesario

La ontología de la sustancia, dominante en la tradición filosófica occidental, postula que todo ente es causado por una causa incausada. Esta causa —sea Dios, el Ser, o el Big Bang— fundamenta ontológicamente todo lo que existe. Aquí, el universo tiene un origen absoluto, una ruptura ontológica que lo separa de la nada. La sustancia es aquello que permanece, que da estabilidad al ser, y que permite explicar la existencia desde un principio necesario.

Esta visión ofrece una base metafísica sólida para comprender la trascendencia, la contingencia del mundo y la dependencia radical de la criatura respecto a su origen. En la teología cristiana, esta causa incausada es el Dios personal que crea libremente desde la nada (ex nihilo), no por necesidad, sino por amor. La creación es entendida como un acto fundante, sostenido por la voluntad divina, en quien todo encuentra su ser y su propósito.

Ontología del Don: Gratuidad Radical

La ontología del don va más allá de la sustancia: no sólo postula una causa incausada, sino que la concibe como gratuita. El ser no se explica por necesidad ni por reciprocidad, sino por exceso, por una donación radical que no responde a cálculo ni a equilibrio. El universo es dado, no por necesidad cósmica ni por voluntad mecánica, sino por gracia.

Esta visión resuena profundamente con la afirmación cristiana de que “todo buen don y todo don perfecto desciende de lo alto” (Santiago 1:17). La existencia misma es gracia, y la vida humana está llamada a responder con gratitud, entrega y adoración. El don no exige devolución ni reciprocidad: es puro acontecimiento. No niega la sustancia, sino que la transfigura en relación. En esta ontología, el ser humano no sólo depende de Dios, sino que vive en respuesta amorosa al don de la vida, revelado plenamente en Cristo.

Tradiciones Orientales: Ontologías Relacionales

Las grandes tradiciones filosóficas de Asia —el hinduismo, el budismo y el taoísmo— no encajan fácilmente en los moldes occidentales de sustancia o don, pero comparten profundas resonancias con el ayni, aunque cada una con matices únicos:

Hinduismo

Postula que todo lo existente es una manifestación de Brahman, principio absoluto, impersonal y eterno. Aunque parece acercarse a la sustancia por su idea de un fundamento último, en realidad no hay ruptura ontológica: el universo es no-dual (advaita), y cada ser está interrelacionado con el todo.

  • Relación con el ayni: Interconexión entre atman y Brahman.

  • Diferencia: Tiende a una disolución vertical del yo en el absoluto, mientras que el ayni es horizontal y cíclico.

  • Lectura cristiana: Esta visión puede ser apreciada como una intuición de la unidad del ser, aunque se distingue claramente entre Creador y criatura, evitando la fusión ontológica.

Budismo

Rechaza la noción de un ser permanente. Todo fenómeno es impermanente (anicca), insatisfactorio (dukkha) y sin esencia fija (anatta). El universo es una red de causas y condiciones (pratītyasamutpāda).

  • Relación con el ayni: Interdependencia radical.

  • Diferencia: Ontología del vacío (śūnyatā), donde incluso las relaciones carecen de esencia.

  • Lectura cristiana: Aunque ofrece una ética de la compasión y una profunda conciencia del sufrimiento, se afirma la dignidad ontológica del ser humano como imagen de Dios, y la esperanza en la redención.

Taoísmo

Concibe el universo como un flujo continuo (Dao) que se expresa en la interacción dinámica de fuerzas complementarias: yin y yang. No hay origen absoluto ni causa primera, sino equilibrio espontáneo.

  • Relación con el ayni: Ontología relacional, cíclica, sin jerarquías.

  • Diferencia: Enfatiza la no acción (wu wei), mientras que el ayni implica acción recíproca.

  • Lectura cristiana: El taoísmo puede ser leído como una sabiduría del equilibrio natural, enriquecida por la dimensión personal e histórica del amor como centro del sentido.

Comparación General

OntologíaPrincipio claveRelación entre entesOrigen del universoLógica dominanteLectura cristiana
AyniReciprocidadInterrelación activaCiclo sin principio absolutoNecesitarismo cósmicoReflejo natural del orden relacional inscrito por Dios
SustanciaCausa incausadaDependencia ontológicaRuptura ontológicaFundamento necesarioCompatible con la creación ex nihilo y la trascendencia divina
DonGratuidad radicalDonación sin cálculoExceso inexplicableGracia originariaLa existencia como don amoroso que llama a la respuesta libre
HinduismoUnidad no-dualManifestación de BrahmanNo hay ruptura ontológicaRealización espiritualIntuición válida, pero sin distinción entre Creador y criatura
BudismoVacío interdependienteCausalidad sin esenciaSin origen absolutoImpermanencia y vacíoÉtica valiosa, con afirmación de la dignidad del ser humano
TaoísmoFlujo complementarioEquilibrio espontáneoNo hay causa ni rupturaArmonía relacionalSabiduría natural, enriquecida por el amor personal e histórico

Conclusión

La comparación entre estas ontologías revela que no hay una única forma de comprender el origen, sino múltiples caminos que responden a sensibilidades distintas. Muchas de estas visiones contienen intuiciones valiosas sobre la interdependencia, el equilibrio y la gratuidad del ser. Sin embargo, la plenitud del sentido se revela en Cristo, en quien todas las cosas fueron creadas, se sostienen y encuentran su destino.

Recuperar el ayni, dialogar con el Dao, meditar en el vacío o contemplar la unidad en Brahman no significa adoptar doctrinas ajenas ni relativizar la verdad revelada, sino reconocer que distintas culturas han intuido, desde su lenguaje propio, aspectos del misterio del ser y del orden del universo. Estas intuiciones pueden ser acogidas como expresiones parciales del anhelo humano por lo trascendente, y como señales que apuntan hacia una verdad más plena, donde el origen no es ruptura ni regalo, sino reencuentro con el Dios vivo que crea por amor, sostiene con fidelidad y llama a cada ser humano a participar libremente en su plenitud. En esta verdad revelada, el origen no es una explosión impersonal ni una necesidad cósmica, sino el acto gratuito de un Creador personal que dona el ser como gracia, establece vínculos como expresión de su comunión, y orienta el universo hacia la reconciliación y la gloria. Así, las intuiciones del ayni, del Dao, del vacío o de Brahman pueden ser vistas como destellos de una búsqueda universal que encuentra su cumplimiento en la revelación cristiana, donde el Logos se hace carne, y el sentido del mundo se revela no en la evasión del yo, sino en la entrega del amor.

Estas cosmovisiones —el ayni andino, el Dao oriental, el vacío meditativo o la unidad en Brahman— pueden ser comprendidas como expresiones del logos derivado, es decir, intuiciones parciales que brotan de la razón humana en su búsqueda de sentido y trascendencia. Aunque no revelan la plenitud del misterio, sí lo señalan, como huellas que apuntan hacia una fuente mayor. En contraste, el Logos espiritual, manifestado en las tradiciones abrahámicas —judaísmo, cristianismo e islamismo— no nace del esfuerzo humano por alcanzar lo divino, sino de la iniciativa divina por revelarse al ser humano. Aquí, el Logos no es solo principio racional del cosmos, sino Palabra viva que interpela, guía y transforma. Así, el diálogo entre ambos niveles de logos no relativiza la verdad revelada, sino que la enriquece al mostrar cómo el anhelo humano por lo eterno ha sido respondido por el Dios que habla, actúa y se dona.

Wiracocha y la Ontología de la Reciprocidad Andina: Crítica a la Interpretación Trascendente

 


Wiracocha y la Ontología de la Reciprocidad Andina: Crítica a la Interpretación Trascendente

Resumen

Este artículo propone una crítica a la interpretación trascendente de Wiracocha, figura central en la mitología andina, que ha sido históricamente distorsionada por los cronistas españoles y por paradigmas teológicos occidentales. A través de una lectura ontológica inmanente, se argumenta que Wiracocha no representa un dios creador absoluto, sino una manifestación del ciclo cósmico andino, regido por la reciprocidad, la dualidad y el devenir permanente. Se compara esta ontología con el necesitarismo árabe, destacando las diferencias entre una dependencia teológica y una lógica relacional natural.

1. Introducción

La figura de Wiracocha ha sido objeto de múltiples interpretaciones desde la llegada de los españoles al Tawantinsuyo. La más persistente ha sido la que lo concibe como un dios omnipotente, creador absoluto del universo, en clara analogía con el modelo monoteísta judeocristiano. Esta lectura, sin embargo, distorsiona profundamente el sentido original del mito andino, imponiendo una ontología ajena a la razón natural y mítica de los pueblos originarios. Este artículo propone una crítica a dicha interpretación trascendente, restituyendo el sentido ontológico originario de Wiracocha como principio ordenador dentro de un universo cíclico, dinámico e inestable.

2. Crítica a la Ontología Trascendente

La idea de un dios trascendente presupone la existencia de una nada absoluta, un vacío ontológico total desde el cual una deidad omnipotente crea el universo. Esta concepción contradice tanto la razón natural, basada en la observación de los ciclos de la naturaleza, como la razón mítica, que concibe la nada como una carencia relativa, una fase dentro del devenir cósmico. En la cosmovisión andina, la creación no es un acto ex nihilo, sino una emanación, transformación o reordenamiento de lo existente. La nada no es un punto cero metafísico, sino una etapa transitoria dentro de un ciclo eterno de nacimiento, muerte y regeneración.

Desde esta perspectiva, Wiracocha no puede ser concebido como un creador absoluto, sino como un ordenador cósmico, una fuerza que organiza y regula lo que ya existe. Su aparición en los mitos —emergiendo del agua primordial, creando el sol, la luna y los seres humanos, y luego destruyéndolos parcialmente— no lo sitúa como origen del ciclo, sino como expresión activa del mismo. El universo andino no necesita de un principio trascendente para existir; se auto-regula a través de fuerzas complementarias que se manifiestan en la naturaleza, en los ritmos agrícolas, en los cuerpos celestes y en las prácticas rituales.

3. Imposición Epistemológica de los Cronistas Españoles

La interpretación trascendente de Wiracocha no surge de la cosmovisión andina, sino de la imposición epistemológica de los cronistas españoles, quienes, al enfrentarse a un universo simbólico radicalmente distinto, recurrieron a sus propios marcos teológicos para traducirlo. En su afán por comprender —y controlar— el mundo indígena, proyectaron sobre Wiracocha la figura del Dios cristiano: único, omnipotente, creador desde la nada. Esta operación no fue inocente ni meramente interpretativa; fue parte de un proceso sistemático de colonización del pensamiento, donde las categorías europeas se impusieron como universales, relegando las ontologías originarias a la condición de superstición o idolatría. Así, la dualidad cósmica, la reciprocidad y el devenir permanente que estructuraban el universo andino fueron silenciados o reinterpretados bajo el prisma de la trascendencia, borrando la lógica relacional y cíclica que daba sentido a Wiracocha como principio ordenador y no como creador absoluto.

4. Ontología de la Reciprocidad y Dualidad Cósmica

El cosmocentrismo de la civilización agrocéntrica andina advirtió la dualidad, la complementariedad y la reciprocidad en la naturaleza, lo que no sólo llevó hacia el animismo y el politeísmo, sino también al henoteísmo, que terminaba armonizando las ideas de ciclicidad y necesitarismo cósmico. En este marco, las deidades no son entidades absolutas ni jerárquicas, sino principios activos que encarnan funciones dentro del ciclo. De este modo, Wiracocha no es origen del ciclo, sino una manifestación del mismo, subsumido a la lógica del devenir cósmico que regula la existencia.

Esta ontología de la reciprocidad andina no desemboca en un monoteísmo porque no postula una unidad divina que absorba o anule la pluralidad de fuerzas cósmicas. Por el contrario, se fundamenta en una dualidad cósmica original, donde cada principio tiene su contraparte, y el equilibrio se logra a través de la tensión dinámica entre opuestos: masculino y femenino, luz y oscuridad, vida y muerte, arriba y abajo. El universo no es estático ni cerrado, sino un devenir permanente, un tejido inestable y mutable que se rehace constantemente. En este contexto, no hay lugar para una deidad única y omnipotente que imponga orden desde fuera, sino para múltiples entidades que coexisten, se interrelacionan y se transforman en función del ciclo. El pensamiento andino, por tanto, no busca la unidad absoluta, sino la armonía relacional, donde la diversidad es condición del equilibrio y no obstáculo para la comprensión del cosmos.

5. Comparación con el Necesitarismo Árabe

Una comparación esclarecedora puede hacerse entre el necesitarismo andino y el necesitarismo árabe. Mientras el primero se basa en la observación cíclica de la naturaleza, donde todo fenómeno responde a una necesidad interna del cosmos que se autorregula sin intervención trascendente, el segundo —especialmente en la tradición filosófica islámica medieval— concibe el necesitarismo como una dependencia ontológica absoluta del mundo respecto a Dios. En el pensamiento árabe clásico, influido por el neoplatonismo y el aristotelismo, el universo existe porque Dios lo quiere y lo sostiene constantemente, aunque no necesariamente lo crea desde la nada en sentido literal.

En cambio, el necesitarismo andino no presupone voluntad divina ni trascendencia, sino una necesidad interna del ciclo, donde cada fase —creación, destrucción, regeneración— se da por necesidad natural, no por decreto divino. Así, mientras el necesitarismo árabe tiende hacia una teología de la dependencia, el andino se orienta hacia una ontología de la reciprocidad, donde el cosmos no depende de una voluntad externa, sino que se expresa a través de sus propias leyes inmanentes.

6. Conclusión

La crítica a la interpretación trascendente de Wiracocha no es una defensa de una ontología alternativa, sino la exposición de una ontología originaria, profundamente ecológica, relacional y cíclica. Esta visión no busca imponer una verdad absoluta, sino restituir el sentido original del mito, liberándolo de las categorías teológicas que lo han distorsionado. Wiracocha no crea desde la nada, sino que está subsumido a la ciclicidad del necesitarismo cósmico, una presencia que ordena sin dominar, que transforma sin destruir, y que revela, en su andar por los Andes, la sabiduría de un mundo que no necesita trascenderse para tener sentido.

Bibliografía

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  • Wachtel, Nathan. Los vencidos: los indios del Perú frente a la conquista española. Madrid: Alianza Editorial, 1976.

COMPLEJIDAD RELIGIOSA PRECOLOMBINA

       


                 

                   COMPLEJIDAD RELIGIOSA PRECOLOMBINA

Introducción

La religiosidad precolombina no puede ser comprendida desde categorías simplistas como politeísmo o animismo. En el vasto universo espiritual de las civilizaciones originarias de América, especialmente en el mundo andino, se despliega una estructura religiosa compleja, articulada en torno a múltiples sistemas de creencias, prácticas rituales, funciones sociales y cosmologías. Esta complejidad se manifiesta en la coexistencia —y en muchos casos sincretismo— entre la religión de servicio, vinculada al poder estatal, y la religión de integración, enraizada en las comunidades locales y en su relación con la naturaleza.

El caso del Inca Túpac Yupanqui y su consulta al chamán Antarqui antes de emprender su travesía hacia Oceanía es un ejemplo paradigmático de esta articulación espiritual. A través de este episodio, se revela cómo el poder imperial no solo toleraba, sino que dependía de los saberes ancestrales para legitimar sus acciones. Este ensayo explora la complejidad religiosa precolombina a través de una clasificación comparativa, el análisis de las deidades andinas, y la distinción entre sincretismo y coexistencia como claves interpretativas.


Tipología de religiones en el mundo precolombino

La religiosidad precolombina, especialmente en el mundo andino, se caracteriza por una estructura espiritual diversa, articulada y profundamente funcional. No se trata de un sistema homogéneo ni de una cosmovisión unificada, sino de una constelación de prácticas y creencias que responden a distintas necesidades sociales, políticas y cósmicas. Para comprender esta complejidad, es útil aplicar una tipología que distinga entre cuatro grandes formas de religiosidad, atendiendo no solo a su función social, sino también a su estructura teológica.

1. Religión de servicio

La religión de servicio es aquella que se vincula directamente al poder político central. En el caso del Imperio Inca, esta religión se manifiesta en el culto oficial a Inti, el dios Sol, y a Wiracocha, el creador. Su estructura es henoteísta: se promueve la supremacía de una deidad sin negar la existencia de otras. Esta religión legitima el poder del Inca, organiza el calendario ritual del Estado y articula el orden cósmico con el orden imperial. Los templos, los sacerdotes y las festividades estatales son sus principales expresiones.

2. Religión de integración

La religión de integración es local, comunitaria y profundamente enraizada en la relación con la naturaleza y los ancestros. Su estructura es animista y politeísta: cada elemento del mundo —montañas, ríos, animales, piedras— está habitado por una fuerza viva, y existen múltiples deidades con funciones específicas. Esta religión no busca centralizar el poder, sino mantener el equilibrio entre el ser humano y su entorno. El chamán, como figura mediadora entre lo visible y lo invisible, es esencial en este sistema. El culto a Pachamama, los Apus, las huacas y otras entidades tutelares son parte de esta espiritualidad.

3. Religión de liberación (ausente en el mundo precolombino)

Las religiones de liberación se caracterizan por su dimensión ética y profética. Buscan transformar el orden social injusto, denunciar la opresión y anunciar un nuevo mundo. Su estructura suele ser monoteísta ético. Las religiones clásicas de liberación son el gnosticismo, maniqueísmo, hinduismo, budismo, jainismo. En el mundo precolombino, esta forma religiosa está ausente: no hay una figura profética que cuestione el orden establecido ni una narrativa de redención colectiva.

4. Religión de salvación (ausente en el mundo precolombino)

Las religiones de salvación prometen la redención individual, la trascendencia del alma y la vida eterna. Su estructura puede ser monoteísta o dualista escatológica, como en el mazdeísmo, judaísmo, cristianismo, el islam. En el mundo andino, esta forma religiosa no existe: no hay pecado original, ni juicio final, ni cielo o infierno. La muerte es una transición dentro del ciclo natural, no una ruptura definitiva.

Cuadro comparativo: tipos de religión y estructuras teológicas

Tipo de religión

Estructura social

Función principal

Presencia en el mundo andino

Estructura teológica predominante

Ejemplos andinos o externos

Religión de servicio

Jerárquica, estatal

Legitimar el poder imperial

Presente

Henoteísmo funcional

Inti, Wiracocha, templo del Sol

Religión de integración

Comunitaria, local

Armonizar con la naturaleza y los ancestros

Presente

Animismo + Politeísmo

Pachamama, Apus, huacas, chamanismo

Religión de liberación

Profética, ética

Transformar el orden social injusto

Ausente

Monoteísmo ético o dualismo escatológico

Maniqueísmo, gnosticismo, budismo, jainismo, hinduismo

Religión de salvación

Individual, trascendente

Redención espiritual, vida eterna

Ausente

Monoteísmo 

Judaísmo, cristianismo, islam

Implicación clave

La complejidad religiosa precolombina no reside en la cantidad de dioses ni en la sofisticación de los rituales, sino en la articulación funcional entre sistemas distintos. La religión de servicio y la religión de integración coexisten, se entrelazan y, en ciertos momentos, generan formas de sincretismo ritual y simbólico. La ausencia de religiones de salvación y liberación no es una carencia, sino una diferencia estructural profunda: el mundo andino no busca redención, sino equilibrio; no promete trascendencia, sino continuidad.

Pluralidad de deidades en el mundo andino

Uno de los rasgos más distintivos de la religiosidad andina es su pluralidad de deidades, cada una con funciones específicas, territorios simbólicos y formas de culto propias. Esta diversidad no implicaba desorden ni contradicción, sino una organización espiritual altamente funcional, donde cada entidad cumplía un rol dentro del equilibrio cósmico.

A diferencia de las religiones monoteístas, el mundo andino no buscaba un dios único y trascendente, sino una red de presencias inmanentes que actuaban desde dentro del mundo natural. Incluso figuras como Wiracocha, promovidas por el Estado incaico como eje del henoteísmo imperial, no anulaban el culto a otras divinidades, sino que lo articulaban simbólicamente.

Cuadro de deidades y dominios espirituales

Deidad

Dominio espiritual

Tipo de religión asociada

Alcance territorial

Estructura teológica

Inti

Sol, poder imperial

Religión de servicio

Panandino (culto estatal)

Henoteísmo funcional

Wiracocha

Orden cósmico, origen del mundo

Religión de servicio

Panandino (ideológico)

Henoteísmo ordenante

Pachamama

Tierra, fertilidad, maternidad

Religión de integración

Andes centrales y sur

Animismo

Illapa

Lluvia, relámpago, clima

Religión de integración

Andes y zonas agrícolas

Politeísmo funcional

Mama Cocha

Mar, lagos, aguas

Religión de integración

Costa y altiplano

Animismo

Apus

Espíritus de las montañas

Religión de integración

Local (cada montaña)

Animismo territorial

Huacas

Objetos sagrados, lugares de poder

Religión de integración

Local (comunidad específica)

Animismo + culto ancestral

Ai Apaec

Guerra, sacrificio, protección

Religión de servicio (Moche)

Costa norte

Politeísmo ritual

Kon

Viento, fertilidad

Religión de integración

Costa central

Politeísmo funcional

Pariacaca

Lluvias, montaña, transformación

Religión de integración

Huarochirí, Yauyos

Animismo + mito fundador

Articulación entre lo local y lo imperial

El Imperio Inca no impuso una religión única, sino que reorganizó el paisaje espiritual para consolidar su poder. Las huacas locales fueron reconocidas, registradas y muchas veces incorporadas al sistema estatal como centros rituales subordinados. Los Apus de cada región siguieron siendo venerados, pero se integraron al calendario imperial.

La figura de Wiracocha, aunque promovida como dios ordenador, no reemplazó a las deidades locales. Su culto funcionó como eje simbólico del henoteísmo estatal, articulando la diversidad sin suprimirla. Esta estrategia permitió una coexistencia religiosa activa, donde lo local y lo imperial se entrelazaban sin perder identidad.

El caso de Antarqui y Túpac Yupanqui refuerza esta lógica: el Inca, representante del culto oficial, recurre a un chamán local para validar su empresa marítima. No hay exclusión, sino reconocimiento mutuo entre sistemas religiosos.

El caso de Antarqui y Túpac Yupanqui

Contexto histórico y simbólico

Túpac Yupanqui, décimo Inca del Tahuantinsuyo, es recordado por sus campañas militares y su legendaria expedición marítima hacia tierras lejanas, posiblemente las islas de Mangareva o Rapa Nui. Según las crónicas, antes de embarcarse en esta travesía, consultó a Antarqui, un sabio local, descrito como “volador” o “hechicero”, que tenía el poder de leer los signos del cosmos.

Este episodio no es anecdótico: revela cómo incluso el Inca, figura máxima del poder político y religioso, reconocía la autoridad espiritual de los sabios locales. Antarqui no era parte del aparato estatal, sino un representante de saberes ancestrales, ligados a la tierra, los astros y las huacas.

El acto de consultar a Antarqui antes de una empresa tan ambiciosa tiene un fuerte valor simbólico: el poder imperial no se concebía como autónomo, sino como dependiente de la armonía cósmica y la validación espiritual.

Función ritual de la consulta chamánica

La consulta a Antarqui puede entenderse como un ritual de legitimación. En la cosmovisión andina, toda acción de gran escala debía estar alineada con los ciclos naturales y las voluntades de los seres espirituales. El chamán no era simplemente un adivino, sino un mediador entre mundos, capaz de interpretar los signos del entorno y canalizar la voluntad de las deidades.

Antarqui, al “volar” o desplazarse por medios no convencionales, encarna la transgresión de los límites físicos, lo que lo convierte en un ser liminal, entre lo humano y lo divino. Su rol era garantizar que la expedición de Túpac Yupanqui no fuera una acción arrogante, sino una empresa ritualmente autorizada.

Este tipo de consulta no era excepcional: los Incas solían recurrir a oráculos, huacas y sabios locales antes de tomar decisiones importantes. La ritualidad no era decorativa, sino estructural en la toma de decisiones políticas.

Implicaciones políticas y espirituales

Este episodio revela una doble articulación del poder:

  • Política: El Inca, aunque figura central del Estado, no monopolizaba la espiritualidad. Al consultar a Antarqui, reconoce la autoridad de los saberes locales, lo que fortalece la cohesión del imperio. Es una forma de integración simbólica, donde el poder se legitima desde abajo y desde lo ancestral.
  • Espiritual: La consulta reafirma que el mundo andino no separaba lo político de lo espiritual. Toda acción debía estar en equilibrio con el cosmos, y los sabios como Antarqui eran los garantes de esa armonía. El poder sin ritual era visto como peligroso o desequilibrado.

Además, este caso muestra que el saber chamánico no era marginal, sino central en la toma de decisiones estratégicas. El Imperio Inca, lejos de imponer una religión única, tejía alianzas espirituales con los territorios que integraba, respetando sus huacas, sus Apus y sus sabios.

 

Conclusiones preliminares sobre la religiosidad precolombina andina

1. Sobre la jerarquía de las deidades

  • Wiracocha no fue ni el único ni el más importante dios precolombino. Su centralidad fue promovida por el Estado incaico en ciertos momentos, pero no desplazó el culto a otras huacas ni a divinidades locales. → La religiosidad andina fue plural, contextual y territorial.

2. Sobre la naturaleza de las divinidades

  • Ninguna deidad fue concebida como trascendente. Todas las divinidades, incluso las amazónicas, fueron inmanentes, es decir, actuaban desde dentro del mundo, no desde fuera. → La espiritualidad andina no separa lo divino de lo natural.
  • Las deidades no eran creadoras ex nihilo, sino ordenadoras del cosmos. Por ejemplo, Wiracocha no “crea” el mundo desde la nada, sino que organiza lo existente, establece relaciones y equilibrios. → La creación es entendida como estructuración, no como génesis absoluta.

3. Sobre los tipos de religiosidad

  • Todas las deidades pueden clasificarse dentro de religiones de integración (animismo) y de servicio (politeísmo / henoteísmo). Se busca armonía con el entorno y se rinde culto a múltiples entidades con funciones específicas. → La práctica religiosa se basa en reciprocidad, ritual y vínculo con el entorno.
  • No existieron religiones de liberación. Es decir, no hay evidencia de doctrinas que conciban el mundo como prisión o ilusión, ni que busquen liberación espiritual mediante conocimiento o desapego. Ejemplos ausentes: maniqueísmo, gnosticismo, hinduismo, budismo, jainismo, confucianismo.
  • No existieron religiones de salvación. No hay noción de pecado original, redención, juicio final ni un dios único trascendente que salve al creyente. Ejemplos ausentes: mazdeísmo, judaísmo, cristianismo, islamismo. 

4. Sobre la función de la religión

  • La religión andina no busca trascender el mundo, sino vivir en equilibrio con él. El objetivo es mantener el orden cósmico, la fertilidad, la salud y la continuidad de la comunidad. → La espiritualidad es práctica, relacional y territorial.
  • La noción de “dios supremo” es una construcción colonial. La idea de un dios único y universal fue impuesta por cronistas y evangelizadores, reinterpretando figuras como Wiracocha o Pachacámac bajo categorías cristianas. → El sincretismo posterior distorsiona el sentido original de las deidades.

Comparación entre Wiracocha y otras deidades andinas

Categoría

Wiracocha

Deidades protectoras (Ai Apaec, Mama Cocha, Illapa, etc.)

Naturaleza

Inmanente, ordenador del cosmos

Inmanentes, vinculadas a elementos o funciones específicas

Rol principal

Establece el orden, estructura el mundo, regula relaciones entre seres

Protegen, fertilizan, castigan, controlan fenómenos naturales

Alcance

Panandino (intentado por el Estado incaico)

Local o regional, con fuerte arraigo territorial

Culto

Promovido por élites estatales, con proyección ideológica

Culto popular, ligado a necesidades concretas (lluvia, cosecha, salud)

Complejidad simbólica

Alta: asociado al tiempo, al viaje, al orden, a la dualidad

Media: asociados a funciones naturales o sociales específicas

Transformación colonial

Reinterpretado como “dios supremo” por cronistas españoles

Sincretizados con santos o vírgenes según función (ej. Illapa con Santiago)

Claves interpretativas

o   Wiracocha no es simplemente un “dios más poderoso”, sino que representa una cosmovisión estructural: su figura articula el orden, la dualidad, el ciclo, el viaje, y la relación entre lo humano y lo no humano.

o   Las demás deidades —aunque fundamentales— tienen funciones más concretas y localizadas, como el control del agua (Mama Cocha), la lluvia (Illapa), la fertilidad (Kon), o la protección de linajes (Mallquis).

o   Esta diferencia no implica jerarquía en sentido occidental, sino distintos niveles de articulación simbólica dentro del universo andino.

Wiracocha como cúspide henoteísta en la religión de servicio

1. Religión de servicio andina: estructura politeísta con tendencia henoteísta

§   El mundo andino reconoce múltiples divinidades con funciones específicas: agua, sol, luna, cerros, fertilidad, linaje, etc.

§   Sin embargo, en contextos estatales como Tiawanaku y el imperio inca, se observa una tendencia a centralizar el culto en una figura superior: Wiracocha.

§   Esta centralización no elimina a las demás deidades, sino que las subordina simbólicamente, sin negar su existencia ni su culto.

2. Wiracocha como expresión máxima del henoteísmo

§   Representa una deidad ordenador, no creador ex nihilo, que estructura el cosmos, establece jerarquías y regula el equilibrio.

§   Su culto fue promovido por las élites como símbolo de unidad ideológica y territorial, especialmente en el proceso de expansión inca.

§   Su figura articula elementos de tiempo, dualidad, viaje, transformación y orden, lo que lo distingue de los dioses funcionales o protectores.

3. No se dio el paso hacia el monoteísmo

§   Aunque se atisbó una estructura religiosa más centralizada, no se eliminó el politeísmo.

§   Las huacas, los Apus, los ancestros, los dioses locales y los elementos naturales siguieron siendo objeto de culto.

§   El paso hacia el monoteísmo —que implicaría la exclusión de otras divinidades y la afirmación de un dios único trascendente— no ocurrió.

§   Esto confirma que la religiosidad andina mantuvo su pluralidad ontológica, incluso en sus formas más estatales.

Implicación histórica y simbólica

§   El intento de centralización religiosa con Wiracocha puede verse como una estrategia política y simbólica, no como una transformación doctrinal hacia el monoteísmo.

§   La cosmovisión andina no concibe lo divino como separado del mundo, por lo tanto, el monoteísmo —con su dios trascendente y exclusivo— no encaja en su lógica espiritual.

§   En lugar de una ruptura, se dio una reorganización jerárquica dentro del politeísmo, con Wiracocha como eje articulador.

El esquema henoteísta como articulador de la diversidad religiosa precolombina

1. Henoteísmo estatal como eje articulador

§   El culto a Wiracocha (y en menor medida a Inti) representó el intento más elaborado de centralización religiosa en el mundo andino.

§   Este henoteísmo no implicó la negación de otras divinidades, sino su subordinación simbólica dentro de un orden estatal.

§   Fue una estrategia de integración ideológica y territorial, no una imposición doctrinal.

2. Vigencia de las religiones animistas de integración (Andes y Amazonía)

§   En las regiones altoandinas y amazónicas, persistió la cosmovisión animista, donde todo —cerros, ríos, animales, plantas, astros— tiene espíritu.

§   El principio de ayni (reciprocidad) y el culto a las huacas y Apus siguieron siendo centrales, incluso bajo el dominio inca.

§   El henoteísmo estatal no reemplazó esta religiosidad, sino que la incorporó como parte del orden cósmico.

3. Vigencia de las religiones politeístas funcionales (Costa norte, centro y sur)

§   En las culturas costeñas (Moche, Chimú, Nazca, Paracas, etc.), predominó un politeísmo funcional, con dioses especializados en agua, fertilidad, guerra, pesca, etc.

§   Estas religiones estaban profundamente ligadas al territorio y a la economía local.

§   El Estado inca respetó muchas de estas divinidades, integrándolas como huacas regionales dentro del sistema imperial.

4. Conclusión integradora

§   El esquema henoteísta no fue excluyente, sino articulador: permitió la coexistencia de religiones animistas y politeístas bajo una lógica estatal.

§   Esta flexibilidad explica la resistencia y persistencia de las religiones locales incluso después de la expansión incaica.

§   También ayuda a entender el sincretismo posterior con el cristianismo, donde las huacas y dioses locales fueron reinterpretados como santos, vírgenes o figuras bíblicas.

Eje unificador: el inmanentismo naturalista en la religiosidad precolombina peruana

1. Definición del inmanentismo naturalista

§   La divinidad habita el mundo, no lo trasciende.

§   Lo sagrado no está separado de lo natural: actúa desde dentro del entorno, no desde fuera.

§   No todo es sagrado: no hubo panteísmo. Solo ciertos elementos (huacas, Apus, astros, ancestros) eran considerados portadores de fuerza espiritual.

Aplicación a los tipos de religiosidad

Tipo de Religión

Características principales

Relación con el inmanentismo naturalista

Religiones de integración (animismo)

Todo ser natural puede tener espíritu. Se busca armonía, reciprocidad y equilibrio con el entorno.

Totalmente inmanente: la divinidad está en la tierra, el agua, los cerros, los astros.

Religiones de servicio (henoteísmo / politeísmo)

Múltiples dioses con funciones específicas. Uno puede ocupar el centro sin negar a los demás.

Inmanente: los dioses actúan desde el mundo, no lo trascienden.

 

En el henoteísmo estatal (Tiawanaku e Incas)

El inmanentismo naturalista se complejiza y se asocia a cuatro grandes principios:

Principio

Descripción

Ciclicidad

El tiempo no es lineal, sino circular. Las eras, los ciclos agrícolas, los mitos de origen y destrucción se repiten.

Dualismo

Todo está compuesto por pares complementarios: masculino/femenino, arriba/abajo, día/noche, vida/muerte.

Cosmocentrismo

El orden religioso no gira en torno al ser humano, sino al equilibrio del cosmos. El ser humano es parte, no centro.

Necesitarismo

Las acciones rituales no son opcionales, sino necesarias para mantener el orden cósmico. El ayni con los dioses es obligatorio.

 

Implicaciones clave

§   No hubo panteísmo: no todo era divino, sino que lo sagrado estaba localizado en ciertos seres, lugares y momentos.

§   No hubo trascendencia: ni siquiera Wiracocha actuaba desde fuera del mundo. Su poder era ordenador, no creador absoluto.

§   No hubo salvación ni liberación: la religión no buscaba escapar del mundo, sino vivir en equilibrio con él.

§   No hubo monoteísmo: la religión de Wiracocha era de soberanía sobre el universo politeísta de dioses locales.

¿Qué revela este episodio?

1. Sinergia entre religión de servicio y religión de integración

§   El Inca, máxima autoridad del culto estatal, recurre a un chamán (Antarqui), figura tradicional vinculada al mundo espiritual, a los sueños, los augurios y la conexión con fuerzas naturales.

§   Esto muestra que el poder político-religioso incaico no operaba en exclusividad, sino que echaba mano de saberes ancestrales para legitimar decisiones trascendentales como una expedición ultramarina.

2. El chamán como mediador cósmico

§   Antarqui no es un sacerdote del templo solar, sino un especialista en lo invisible, en lo que no puede ser controlado por el aparato estatal.

§   Su rol es consultivo, visionario y ritual, lo que lo vincula directamente con la religión de integración animista, donde el mundo está habitado por fuerzas vivas que deben ser interpretadas y respetadas.

3. El henoteísmo no excluye, sino articula

§   El hecho de que el Inca recurra a Antarqui demuestra que el henoteísmo incaico no buscaba eliminar el pluralismo religioso, sino articularlo funcionalmente.

§   La religión de servicio, aunque jerárquica y estatal, reconocía la eficacia simbólica y espiritual del chamanismo, especialmente en momentos de incertidumbre o riesgo.

Implicación más profunda

Este episodio confirma que la religiosidad andina no operaba bajo lógicas excluyentes como las del monoteísmo. En lugar de imponer una ortodoxia, el sistema incaico tejía una red de saberes y prácticas que incluía lo estatal, lo local, lo ancestral y lo visionario. El viaje a Oceanía, si bien aún debatido en términos históricos, funciona como mito fundacional de expansión, y la participación de Antarqui lo convierte en un acto ritual de validación cósmica, no solo política.

CONCLUSIÓN

La religiosidad precolombina, lejos de ser una expresión primitiva o fragmentaria, constituye una ontología relacional rigurosa, donde el ser no se concibe como sustancia fija, sino como ritmo cósmico, como función simbólica dentro de un sistema de complementariedad y reciprocidad. 

En este universo, lo sagrado no es trascendente ni separado, sino inmanente y naturalista: las deidades, los astros, los humanos y los elementos del paisaje son nodos simbólicos que actualizan el equilibrio del cosmos mediante su participación activa en los ciclos vitales.

Esta visión del ser como ritmo se refleja en la estructura religiosa andina, donde el henoteísmo incaico no impone una jerarquía excluyente, sino que articula dos dimensiones complementarias: la religión de integración, animista y cosmocéntrica, y la religión de servicio, estatal y cíclicamente necesitarista. 

El Inca, como figura mediadora, no funda el orden, sino que lo reconfigura ritualmente, legitimando su poder a través de la armonización de fuerzas vivas y ancestrales. El pachakuti, como giro estructural del orden, no representa una ruptura, sino una actualización simbólica del equilibrio, donde lo viejo se transforma en lo nuevo sin perder su raíz ontológica.

Sin embargo, esta ontología del ritmo, aunque profundamente coherente en su contexto, no pretende explicar el origen absoluto ni el fundamento racional del universo. Frente a ella, la metafísica cristiana propone una concepción del ser como don gratuito, como creación ex nihilo por parte de un Dios personal que no reconfigura lo dado, sino que inaugura lo posible. En este horizonte, el orden del universo no es resultado de una necesidad simbólica, sino expresión de una voluntad libre y racional, capaz de establecer leyes, constantes físicas y una estructura inteligible que permite la ciencia, la filosofía y la fe.

Así, el pensamiento andino nos enseña a habitar el cosmos como ritmo, como equilibrio dinámico, como función simbólica dentro de un orden inmanente que se actualiza cíclicamente. El cristianismo, en cambio, nos invita a concebir el cosmos como don, como creación gratuita ex nihilo por parte de un Dios trascendente que funda el ser desde su libertad. 

Entre ambos sistemas no hay simple continuidad ni mera diferencia de horizonte, sino una contradicción ontológica profunda: mientras el pensamiento andino ordena lo dado mediante la reconfiguración simbólica del equilibrio, el cristianismo crea lo posible desde la nada, inaugurando un orden que no depende del ciclo, sino de la voluntad. Esta tensión no invalida ninguno de los dos sistemas, pero sí revela que el sentido último de la existencia se juega en dos lógicas distintas del ser: una que lo actualiza, otra que lo origina.

Así, el pensamiento andino nos enseña a habitar el cosmos como ritmo, como equilibrio dinámico y función simbólica dentro de un orden inmanente que se actualiza cíclicamente. Wiracocha no es creador, sino ordenador. Actúa como principio cósmico dualista frente al caos preexistente. Y, sin embargo, el Orden sucumbe al Caos durante el Pachacuti. Wiracocha es impotente para hacer durar por siempre el orden impuesto. Se somete a la ciclicidad necesitarista de la ley cósmica.

Esta lógica de necesitarismo cíclico de la actualización, aunque coherente en su contexto, carece de la lógica del origen: no explica el fundamento absoluto del ser, ni la creación ex nihilo, ni la gratuidad radical del existir. 

Frente a ella, la metafísica cristiana propone una ontología del don, donde el ser no se reconfigura, sino que se inaugura desde la libertad de un Dios trascendente. Esta diferencia no es simplemente de horizonte, sino de estructura ontológica: el pensamiento andino ordena lo dado, mientras el cristianismo funda lo posible. Por ello, la lógica del ritmo necesita ser completada por la lógica del origen, si se quiere pensar el ser en toda su profundidad.

Epílogo

El pensamiento andino concibe el ser como ritmo: una función simbólica que actualiza el equilibrio cósmico dentro de un orden inmanente y cíclico. Wiracocha no crea, ordena; y ese orden, sometido al Pachacuti, nunca es definitivo. Esta ontología del necesitarismo rítmico, aunque coherente, carece de la lógica del origen: no explica el fundamento absoluto del ser. Frente a ella, el cristianismo propone una ontología del don, donde el ser se inaugura desde la libertad de un Dios trascendente. Así, el sentido último de la existencia no se agota en la actualización del orden, sino que exige su fundación radical. El ritmo necesita del origen para pensarse plenamente.