LA CARIDAD COMO ESENCIA DE LA PEDAGOGÍA DEL AMOR
En el corazón de toda auténtica educación late una fuerza que no puede ser reducida a técnica, método o estrategia: el amor. Pero no cualquier amor, sino aquel que se expresa como caridad, es decir, como donación libre, como entrega generosa, como acto que reconoce en el otro una dignidad inviolable. La pedagogía del amor, cuando se comprende en su plenitud, no es una propuesta emocional ni una moda educativa, sino una vocación trascendente que encuentra en la caridad su esencia más profunda. Y esta caridad, en su forma más pura, tiene un nombre: Cristo.
Cristo no solo enseñó el amor, sino que lo vivió como método pedagógico. Su forma de educar no fue la del adoctrinamiento ni la del control, sino la del encuentro, la ternura, la compasión. Las parábolas del Evangelio —la oveja perdida, la moneda hallada, el hijo pródigo— son verdaderos tratados pedagógicos donde el amor se manifiesta como búsqueda, como restauración, como fiesta.
En la parábola de la oveja perdida, el pastor deja las noventa y nueve para buscar la que se extravió. No la reprende, no la castiga, sino que la carga sobre sus hombros y se alegra profundamente. Esta imagen revela una pedagogía que no se basa en la eficiencia, sino en la misericordia activa, en la atención personalizada, en el amor que no se conforma con lo que queda, sino que se moviliza por lo que falta.
En la parábola de la moneda perdida, una mujer enciende una lámpara, barre la casa y busca con diligencia hasta encontrarla. Al hallarla, llama a sus amigas para celebrar. Aquí se muestra el valor único de cada persona: aunque parezca pequeña o insignificante, cada alma es preciosa y digna de ser buscada con esmero. La pedagogía del amor no clasifica ni descarta: reconoce, busca y celebra.
En la parábola del hijo pródigo, el padre no espera explicaciones ni exige condiciones. Corre al encuentro del hijo, lo abraza, lo reviste de dignidad y organiza una fiesta. Esta es la cúspide de la pedagogía del amor: el perdón que restaura, la caridad que no humilla, la reconciliación que transforma. El padre no educa desde el resentimiento, sino desde la ternura redentora.
Sin embargo, la civilización occidental moderna, en su afán por secularizar todo, ha querido apropiarse de la pedagogía del amor despojándola de su raíz cristiana. Se habla de educación afectiva, de empatía, de vínculos emocionales, pero se omite —a veces deliberadamente— el nombre de Cristo, como si el amor pudiera ser explicado sin su fuente. Esta operación no solo es inconsecuente, sino también mutilante y antihistórica. Porque fue Cristo quien inauguró una pedagogía donde el amor no es una técnica, sino una presencia redentora.
Los enfoques contemporáneos —historicistas, psicologistas, relativistas y nihilistas— han contribuido a empobrecer esta visión. El historicismo reduce el amor a una construcción cultural, negando su carácter eterno. El psicologismo lo convierte en una emoción gestionable, olvidando su dimensión ontológica. El relativismo lo vacía de contenido, permitiendo que cualquier cosa se llame amor. Y el nihilismo, en su negación del sentido, lo convierte en un gesto absurdo. Todos estos enfoques, al intentar explicar la pedagogía del amor sin Cristo, terminan por desarraigarla de su fundamento metafísico, que es la caridad como reflejo del amor divino.
Incluso cuando se habla de “pedagogía del sentido”, si se omite el amor como su esencia, se corre el riesgo de convertir la educación en una búsqueda vacía. El sentido sin amor es discurso; el amor sin sentido es sentimentalismo. Pero cuando el amor es el sentido mismo de lo pedagógico, entonces educar se convierte en un acto de revelación, donde el educador no transmite información, sino que acompaña al otro en el descubrimiento de su vocación trascendente.
Un aporte contemporáneo significativo a esta visión lo ofrece el filósofo trujillano Juan Carlos Asmat Zavaleta, considerado precursor de la pedagogía del amor en el ámbito latinoamericano. En su obra El aporte de Jesucristo a la educación, Asmat afirma que la esencia educativa de Jesucristo es “amar al prójimo”, y que el fin último de toda educación cristiana es espiritual, expresado en la frase: “Nacer de nuevo para ver el Reino de Dios”. Para él, la fe está por encima del intelecto y la razón, lo que sitúa la experiencia educativa en una dimensión trascendente. Este enfoque tiene un mérito indiscutible: rescata el fundamento teológico del acto educativo y lo vincula directamente con la misión redentora de Cristo. Sin embargo, también presenta una limitación si se absolutiza la primacía de la fe sin integrar armónicamente la razón, la experiencia y el diálogo con el mundo contemporáneo. La pedagogía del amor, en su plenitud, no excluye la razón, sino que la transfigura desde la caridad, permitiendo una educación que sea al mismo tiempo inteligente, espiritual y encarnada.
Y como no hay amor sin perdón ni caridad, la cúspide de esta pedagogía es la reconciliación. No una reconciliación superficial, sino aquella que se da en la verdad, en el bien y en el perdón. Educar desde la caridad implica reconocer que el otro puede fallar, puede herir, puede extraviarse. Pero también implica creer que puede renacer, que puede ser restaurado, que puede volver a casa. La reconciliación es el acto pedagógico más sublime, porque allí el amor se hace justicia, se hace paz, se hace comunión.
En este sentido, la pedagogía del amor no es una propuesta metodológica, sino una antropología cristiana. Es educar desde la certeza de que cada persona es imagen de Dios, que su vida tiene un sentido eterno, y que el amor —vivido como caridad— es el único camino para formar seres humanos libres, responsables y santos. Es una pedagogía que no teme al sufrimiento, porque sabe que en la cruz está la lección más profunda. Es una pedagogía que no se rinde ante el fracaso, porque cree en la gracia. Es una pedagogía que no busca resultados, sino transformaciones.
Por eso, recuperar la caridad como esencia de la pedagogía del amor no es un gesto nostálgico, sino una urgencia cultural y espiritual. En un mundo que educa para competir, para consumir, para dominar, necesitamos volver a educar para amar, servir y reconciliar. Y eso solo será posible si volvemos a mirar al Maestro, al Cristo pedagogo, que nos enseñó que el amor no se explica: se vive, se entrega, se encarna.
Así, la caridad no es solo el alma de la pedagogía del amor. Es su forma, su contenido y su destino. Porque educar, en su sentido más alto, es ayudar al otro a descubrir que ha sido amado desde siempre, y que está llamado a amar para siempre.
Bibliografía
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Revista Episteme Koinonía. Pedagogía del amor y ternura como práctica humanizadora. Disponible en:
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