EL CONFUCIO HUMANISTA DE POLO SANTILLÁN
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
I
En la ardiente y chispeante ciudad amazónica de Iquitos y durante el XIII Congreso Nacional de Filosofía, organizado este año en el mes de octubre por la Universidad Nacional de la Amazonía, tuve el placer de reencontrarme -¡en plena selva y no en Lima! Qué ironía- con mi amigo y catedrático Miguel Polo Santillán, el cual me alcanzó y solicitó un comentario sobre su reciente libro Confucio. El cultivo de sí mismo (2011), texto que días después, en la Ciudad de los Virreyes, acompañaría la presentación sanmarquina de la flamante Asociación Peruana de Ética y Filosofía Política (ASPEFIP), que él mismo preside y que esperamos verla convertida en el foro autorizado por la cual la voz filosófica del país deje sentir su palabra en los asuntos públicos que tan desorbitados andan. ¡Bienvenida sea una nueva institución filosófica que entra auspiciosamente al ruedo del pensamiento, nada menos que con la publicación de este libro! Tiene por delante una ingente y fértil tarea, sobre todo en un país como el nuestro, corroído por la corrupción, la impunidad, el compadrazgo, la inmoralidad y el autoritarismo. Pues, todavía entre nosotros, la democracia y el imperio de la ley es un hueso duro de roer. Y es que la pregunta de fondo que subyace latente en todo el libro de Polo es: qué tipo de sociedad queremos construir, una que sólo busca cumplir la ley u otra que busque la promoción de la sociedad ética. O en otros términos, ¿debe el Estado promover el bien común –tan caro a los regímenes despóticos- inmiscuyéndose en asuntos morales personales –tan repudiable para los regímenes liberales-? Y a la búsqueda soterrada de esta difícil respuesta se abocan sus páginas. Es decir, que mediante el examen de un pensador clásico de la historia de la filosofía se indaga las respuestas para un álgido problema actual.
II
Ahora bien, hablemos del texto. Se trata de un libro lúcido, escrito en pulcro talante académico, basado en fuentes primarias y secundarias, sin poses dogmáticas, en nada contaminado por el estilo ciceroniano o castelariano, sin proclividad imaginativa ni fabuladora, prosa matizada apenas por algún término en chino, que en nada perjudica su claridad, precisión y concisa eficacia. Sin arriar su espíritu crítico no titubea en señalar errores y puntos problemáticos en el Maestro Kong. Obra jamás permeada de sórdidos propósitos ni de impulsos entecos y estremecido por un torturado vaivén del principio griego “conócete a ti mismo”. Principio que supo hacer brillar con luz propia desde su primera sugestiva obra Ética y crisis moral (1996), donde la figura de Sócrates se lleva el papel estelar. Pues bien, Confucio. El cultivo de sí mismo es un testimonio breve, aunque apasionado, de su admiración por el legado eterno del maestro chino. Pareciera que Polo Santillán estuviera por completar el periplo del Jaspers al revisar a hombres decisivos en la historia de la humanidad. Ya van Sócrates y Confucio, faltarían Buda y Jesús. Y no sería extraño que lo realice, puesto que de modo análogo a Sócrates y Confucio, Buda y Jesús se dedicaban a la enseñanza con un propósito práctico y moral, cuando no salvífico. Su pluma sanmarquina fecunda, valiente y sincera nos hace guardar justicieramente tal esperanza. Por lo demás, en esta obra su lenguaje está libre de palabras ociosas, giros afectados y alambicados conceptos, tanto así que da la impresión de estar escuchando una límpida clase universitaria de filosofía oriental. Pero a nuestro entender, el objetivo primordial del pequeño vademécum es revelar en el pensamiento de Confucio –como lo hicieron en su momento Pierre Do-Dinh (1964) y Juan Marín (1953) – no sólo una filosofía social y moral, sino también un humanismo, y secundariamente una filosofía política.
III
Al socaire de la hora presente los ojos del mundo se inclinan reverentes para mirar al gran gigante del Asia, esto es, China. Su impresionante desarrollo económico, sostenido durante una década entera, la ha convertido en el verdadero referente para la primera potencia del mundo y también para la Unión Europea, cuyas serias crisis les hacen juntar las manos para implorar temerosos que el gigante asiático siga remolcado la economía mundial. No es casual, entonces, que todo lo proveniente de esta antigua civilización obtenga un renovado interés. No obstante, para el pensamiento filosófico occidental el legado del pensamiento oriental no ha sido coyuntural sino permanente desde el siglo diecinueve. Basta recordar a Schopenhauer deslumbrado por lo que él consideraba un descubrimiento grandioso de su época: la literatura sánscrita, el brahmanismo y el budismo. Lo curioso es que mientras en el los años sesenta del siglo veinte el Occidente prefería quedarse con el budismo zen chino y la China se quedaba con el materialismo marxista de Occidente, ahora, en cambio, el Occidente de la globalización neoliberal vuelve los ojos a Confucio. Pero tales vaivenes y contradicciones son naturales por la sobrecarga de poderosa inspiración que llevan consigo las grandes ideas.
Sin aceptar sus exageraciones eurocéntricas recordemos el juicio de Hegel: “Lo que en América acontece sale de Europa”. Parafraseándolo se podría decir en nuestros días: “Lo que acontece en América también sale de Asia”. Sin embargo, nuestro autor muy distante del espíritu anatópico y del colonialismo ideológico, tan común entre nosotros todavía -pero que en su caso jamás se le ha visto sucumbir a las veleidades analíticas anglosajonas, por ejemplo-, nos advierte que “sin caer en la ilusión de ser la solución a todos nuestros males” es útil una relectura de Confucio con el objetivo de recuperar el sentido moral en la actividad política. En otros términos, su preocupación es de índole moral y es por ello que se mantiene lejos del galimatías del anatopismo como del narcisista empeño de autoctonismo.
Como bien señala Miguel Polo Santillán, desde la década de los noventa el confucianismo ha vuelto a la atmósfera intelectual debido al auge del capitalismo asiático, ya sea para hablar de la “resurrección”, “desconfucianización” o “identificación” con el capitalismo en las sociedades asiáticas. No obstante, a esta apreciación se puede añadir que el confucianismo estuvo ya presente cuando la China de Mao adoptaba la más materialista de las filosofías occidentales. Esto es, que lejos de ser una impostura la versión maoísta del marxismo leninismo está presidida por el espíritu confuciano chino. Espíritu que se resuelve en que si bien el “cultivo de sí mismo” tiene importancia, no obstante la tiene porque el filósofo y el hombre común deben supeditar su sabiduría y conducta a la administración y bienestar del Estado y del todo social, cuando no del Mercado, según los mercadólatras neoliberales. Lo cual significa que si Popper presentó una lectura totalitaria de Platón, en la vida real el maoísmo y el neoliberalismo global encarnaron en su momento la realización totalitaria del confucianismo.
Dicho esto, debemos reconocer el encomiable esfuerzo que hace el profesor universitario Miguel Polo Santillán en su libro Confucio. El cultivo de sí mismo, para presentar una visión humanista del proverbial Maestro chino.
IV
Y justamente el primer ensayo del libro se llama El humanismo de Confucio: Ren, Li y Dao. Para decirlo en forma concisa, para nuestro autor Confucio es humanista porque las normas de conducta (li) carecen de sentido si el hombre no realiza su verdadero ser (rén). Es decir, lo moral se supedita al humanismo. Polo traduce rén por virtud porque expresa al hombre que alcanza la excelencia. Por consiguiente, no hay orden social ideal (li) si previamente el hombre mismo no se ha humanizado alcanzando la vida virtuosa. De manera que el Camino (dao), gran tema del taoísmo, no es tanto una vuelta a la vida natural como en Lao Tsé, sino el cultivo y práctica de virtudes puramente humanas, de lo cual surge el hombre superior (junzi). Al hombre no se le juzga por su clase social sino por su capacidad de realizar su propia humanidad. A la objeción de Hansen que “la vinculación de Confucio a li es acrítica”, Polo responde que rén proporciona la capacidad de interpretar a li. Respuesta sugerente pero controvertida, puesto que al no pensar otros posibles li el humanismo de Confucio no logra derrotar su actitud conservadora frente a li, resultando tibio su combate al statu quo por el respeto, obediencia y veneración a ancestros vivos y muertos y normas sociales imperantes. ¿Será por eso que ha podido ser tan bien adaptado por el capitalismo asiático, incluso en el despótico comunismo chino? De cualquier forma, el propio Polo insiste en que en el Maestro Kong no están todas las respuestas y esto nos da pie para afirmar que quizá un desarrollo consecuente del humanismo confuciano implique una colisión frontal frente al código social anético imperante bajo la globalización presente. Por lo demás, creemos que Polo está en lo cierto al adherirse a un concepto general del humanismo, según el cual humanismo significa la reafirmación de todo lo humano, tanto en el sentido de individuo como de humanidad; y no restringirlo al que está ligado históricamente al Renacimiento.
V
La ética racional de Confucio es su segundo ensayo. Una gran pregunta preside toda esta indagación, a saber, “¿podemos llamar racional a la ética de Confucio?”. Y su respuesta es afirmativa, porque considera que la ética del deber se basa en una ética de las virtudes que consiste en el cultivo racional de la propia personalidad. Como hombre premoderno, nos dice y esto lo diferencia de Kant, que para él no existen dos órdenes de realidades: la del Cielo y la ley moral. Por el contrario, el orden moral racional es expresión de un orden natural. Se trata de un mismo orden, el orden natural, que en la naturaleza humana tiene una lectura racional. Por consiguiente, las virtudes intelectuales son recibidas del Cielo (tian). De manera que los principios de la recta razón, como son: reciprocidad (lo que deseas para ti, desea para los demás), justo medio (prudencia) y piedad filial (veneración y respeto a ancestros vivos y muertos); no llevan hacia una moral autónoma o formal pero tampoco hacia ética con religión. En este difícil punto, Polo destaca bien la actitud agnóstica de Confucio frente a los dioses, pero también resalta que necesitó una idea del Cielo para dar fundamento a su moral de virtudes y buenas maneras. Sin conocer el mandato celeste no es posible para el Maestro Kong que el hombre se perfeccione, porque conocerlo implica llegar a conocer el orden que al hombre le corresponde. Por eso que el naturalismo racionalista de Confucio se traduce en vivir según del Dao. Ahora bien, para reforzar lo dicho por Polo vale la pena mencionar que Confucio era adversario de toda vana dialéctica y por eso mismo propugnó un análisis destinado a elaborar nociones por medio de definiciones. Este análisis lo denominó “rectificación de los Nombres”, y cuyo alcance práctico, moral y político no debe ser omitido.
VI
La filosofía social de Confucio es el tercer ensayo del libro. Este tema es sumamente interesante por las implicancias que tiene para los peruanos, especialmente. Así, por ejemplo, es bien conocido que nuestra idiosincrasia “perdona el pecado pero no el escándalo”, o dicho en términos más prosaicos de nuestra política pública: “que robe pero que trabaje”. Esto tiene que ver con los dos modos en que Confucio vio el gobierno de una sociedad: cumpliendo con los procesos administrativos, donde el pueblo no haga nada malo, pero no tendrá sentimiento de vergüenza para sus acciones malas; o practicando la virtud y las leyes morales, donde el pueblo tendrá conciencia de sus malas acciones y se habituará a la práctica de la virtud. Entre nosotros está quebrada la idea central de la filosofía social de Confucio: gobernar con el ejemplo. Y donde el gobernante es corrupto el pueblo con más facilidad se deslizará hacia la inmoralidad y el vicio. Bien señala Polo que el buen gobierno se resuelve para Confucio en la organización social por la justicia distributiva, el gobernante como modelo de comportamiento justo, gobernar según prioridades, que cada quien cumpla con su deber y elegir funcionarios probos. En otras palabras, dejar de ver la política como un negocio y un botín, para devolverle su preocupación por el bien común. En este sentido, ni la miseria ni la ilegítima riqueza son expresiones del orden celestial.
Aquí cabe hacer una acotación. No es difícil darse cuenta que el orden social confuciano basado en la justicia distributiva está más cerca al ideal comunista que al liberal. No obstante, la lección histórica en el terreno político que nos ha dado el siglo XX –con el derrumbe del socialismo real- y que nos da el siglo XXI –con la prevaricación del capitalismo global- es que resulta urgente y necesario encontrar fórmulas para que la libertad no colisione con la justicia, ni que ésta sea obstáculo para la libertad. Aunque también puede decirse que hay un punto central coincidente con el pensamiento tomista y es en la idea de que la justicia es una virtud moral –de dar a Dios y al prójimo lo que es debido- que se dirige al bien común. La diferencia estribaría en la aceptación de virtudes teologales junto a las naturales y al papel que también se concede a la justicia conmutativa o intercambio libre por reciprocidad junto a la justicia distributiva. No está demás recordar la opción rawlsiana por la teoría del contrato social equitativo, según la cual los beneficios y las cargas deben ser repartidos entre los individuos según el principio de equidad. El otro principio es el principio de la diferencia, por el cual las desigualdades económicas deben modificarse para beneficiar a los menos favorecidos. Idea ésta que influyó profundamente en el liberalismo estadounidense y en la socialdemocracia europea.
Lo cierto es que muchos intelectuales –con Fukuyama a la cabeza- parecen ver al final del segundo milenio el fin de la filosofía política, donde no quedaría otra cosa que hacer la síntesis entre economía de mercado y democracia liberal. A la ASPEFIP le vendría bien pronunciarse al respecto, puesto que no es consistente incentivar la promoción de la sociedad ética sin definirse sobre la economía de mercado y la democracia liberal. En mi humilde opinión tengo la impresión de que los filósofos avanzarían poco en esta materia respecto a su posición de hace mil o incluso dos mil años si no se afrontan estas disyuntivas contemporáneas.
VII
El librito concluye con un artículo sobre Confucio educador. Polo lo considera el primer maestro de la humanidad por considerar a la educación o el amor al estudio como la clave para la formación del hombre en el sentido de que se tiene como finalidad última la humanización. En esto suscribe la opinión de Dawson que resalta que para Confucio y la tradición china en general aprender no era acumular conocimientos sino un arte para vivir. Y ácidamente compara que en cambio la educación actual es pedestre, porque forma profesionales para los éxitos económicos inmediatos pero moralmente vacíos. La educación de hoy sólo se preocupa por medir habilidades logradas sin importarle si está logrando mejores seres humanos. Por eso, añadiríamos nosotros, la educación en el mundo atraviesa por su mayor crisis jamás vista porque carece de ethos espiritual, aunque cuenta con los mejores dispositivos tecnológicos. Paradójicamente la educación actual ya no humaniza sino deshumaniza. Además, Confucio advirtió que la educación equilibra las cualidades morales, más aun las perfecciona. Diferenció la relación entre aprender y pensar. Hoy se aprende pero no se piensa, y se piensa sin aprender, siendo el resultado en ambos casos nocivo para la educación. Y resaltó la importancia de métodos racionales para la enseñanza junto a lograr la armonía entre naturaleza y educación, tanto así que la diferencia entre civilización y barbarie es asunto de logros culturales. Por todo ello, la consideración de Polo al apreciar al maestro Kong como el primer maestro de la humanidad se justifica.
VIII
En resumen, la presente obra de Miguel Polo Santillán ratifica al autor como uno de los escritores más productivos, interesantes, pulcros y esmerados del mundillo filosófico limeño. Preocupado como está, por uno de los temas capitales de nuestra época, como es: la crisis moral, no ceja en su empeño por devolver la salud normativa al individuo y a la comunidad. Y para ello indaga en los grandes maestros de la humanidad en busca de las eternas verdades que, a contrapelo de nuestra edad relativista, refulgen para las mentes esclarecidas y veraces. Para decirlo en una palabra, su aporte es que el humanismo de Confucio no puede ser entendido si sólo se concibe rén como capacidad interpretativa y no se ve, más bien, su faena de autoconocimiento. Así, en esta pequeña pero gran obra Sócrates y Confucio quedan hermanados. No cabe duda que nuestro común maestro, el ilustre helenista José Russo Delgado que al final de sus días ahondó en el pensamiento oriental, estará viendo con fruición, desde el otro lado de esta vida, cómo sus semillas van dando fértiles frutos. ¡Que así sea!
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Lima, Salamanca, Octubre 2011
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