SINSENTIDO, MAL Y DIOS EN EL FINAL DE
LOS TIEMPOS
Gustavo Flores Quelopana
§12. El sinsentido de la
vida y el mal. §13. Dios y el sentido de la vida. §14. El sinsentido de la vida
y el final de los tiempos
Necesariamente siempre vence el entusiasta al apático.
No es
la fuerza del brazo, ni la virtud de las armas,
sino la fuerza del alma la que alcanza la victoria.
J.G. Fichte
§. 12
El sinsentido de la vida y el mal
¿No es, acaso, la presencia del
“mal” en el mundo una de las más poderosas razones para la difusión del sin
sentido de la vida? El sinsentido de la vida se asocia, por lo general, con un
mal que se padece. Sólo cuando se declara que el vivir no tiene sentido y que
el hombre mismo crea sentido, entonces el sinsentido deja de estar
necesariamente ligado al mal. De todos modos, el problema del mal ha sido la
más poderosa incitación ha pensar y tiene que ver directamente con el problema
del sentido y sinsentido de la vida. Ahora bien, si el ser aparente aspira a la
posesión de la mayor dignidad metafísica del ser verdadero cabe preguntarse
entonces: ¿por qué existe y de dónde procede el mal, el no ser, la falsedad, el
desvalor y el sinsentido? Este es uno de los temas más espinosos de la misma
historia de la filosofía, de los mitos y de la religión.
Y en este punto es necesario
afirmar que el círculo hermenéutico exige creer
para comprender y comprender para
creer. La hermenéutica al desmitologizar revela la dimensión del símbolo como signo originario de lo
sagrado. La filosofía establece un campo de objetividad
para los símbolos, porque una ontología de lo finito requiere reconocer el
símbolo como lazo que une al hombre
con lo sagrado. La función ontológica del símbolo es que sitúa al
hombre en el corazón del ser. Todo hombre es un hermeneuta espontáneo pero otra
cosa es la hermenéutica filosófica. Esta ha llegado a un punto en que es
preciso abandonar el plano de la verdad sin fe, trampa del racionalismo
ilustrado, para comprender la dinámica del símbolo, lo que exige creer para
comprender y comprender para creer. Por lo demás, la filosofía tiene
presupuestos míticos y deber esclarecer sus presupuestos. Y esto no es caer en
una apologética desde el saber hasta la fe, sino elevar los símbolos como
conceptos existenciales. Pues hay el mito filosofante, que estimula la
especulación, y la filosofía mitizante,
que especula con los mitos de origen. Prestar atención a una hermenéutica que
remitize para comprender la condición humana, a través de los símbolos de
culpabilidad y de los mitos, es eficaz para dar luces al problema del
sinsentido y sentido de la vida humana.
La filosofía objeta contra el mito
que ésta es incompatible con la racionalidad descubierta por los presocráticos,
por tanto el mito representa el simulacro de racionalidad. Pero el mito no es
un simulacro de racionalidad, al contrario, tiene su propia racionalidad de
índole simbólica. Es impreciso decir que el mito es ya logos, hay que decir más bien cuál es el logos del mito. De lo que
se trata es de distinguir el logos del mito y el logos de la ratio. El mito
tiene una cuádruple función: universaliza la experiencia, establece una tensión
entre principio y fin, relaciona lo original con lo histórico y especula sobre
el hiato entre lo ontológico y lo histórico. Por ello, el mito no sólo da que
pensar sino que es propiamente pensamiento, pero no es pensamiento explicación sino pensamiento símbolo. En suma, junto a la hermenéutica desmitificadora de la
sospecha habría una hermenéutica
remitificadora, que busca el sentido a través del símbolo por la vía doble
de la sospecha y la escucha. Por supuesto que todo esto
implica que si bien no se puede revivir la percepción inmediata de la
conciencia, por lo menos se puede comulgar y superar el olvido de lo sagrado a
través de la hermenéutica. Si el “atrévete a pensar” (Aude sapere) fue el lema de la Ilustración, hoy, ante el maremágnum
de empirismo y escepticismo galopante,
el desafío consiste en “atrévete a creer” (Aude credo), pero se trata de una fe unida al saber, lejos del
montanismo tertulianista.
En esta dirección, se presentan
tres principales propuestas. Si el mal procede de Dios o de la Causa primera o,
como dicen los mitos teogónicos del caos y los mitos trágicos del dios malo, el
mal es anterior al hombre, entonces el sinsentido de la vida no procede del
hombre y será una amenaza constante en su vida. Si el mal procede de la materia
o, como dice el mito del alma desterrada del orfismo y del gnosticismo, el mal
procede del cuerpo material, entonces el sinsentido de la vida no proviene del
hombre sino de su desconocimiento del origen divino del alma. Pero si el mal
tiene su origen en el hombre o, como sostiene el mito antropológico adámico, en
ciertas de sus actividades, entonces el sinsentido será una prueba enviada por
Dios al hombre para acreditar su paciencia y ponerlo a prueba en la vía de la
santidad. Hay quienes retienen la errónea idea de que la santidad es
retraimiento, quietud, renuncia y huída del mundo, cuando, en realidad, es
lucha por el bien temporal y espiritual de la humanidad en unión ontológica con
Dios. Pero sin humildad y sed de Dios no se puede recuperar la fe y la gracia
divina. Y esta es justamente la situación del hombre moderno, que vive
arrogante y satisfecho de sí mismo en su placentera rutina, sin preocuparse por
enriquecer su orden espiritual. Sin capacidad de lucha interior no hay
posibilidad de vida espiritual. Hay que ser capaz de vivir una serie de muertes
y resurrecciones, porque no nos “convertimos” una sola vez en nuestra vida,
sino que hay que vivir muchas conversiones y revoluciones íntimas. Ahora se
comprende la máxima del cardenal Newman: “Santidad antes que paz”. Aquí la
Caída señala que el hombre es una criatura destinada al bien pero inclinada al
mal. El drama de la tentación no es el deseo
mismo, sino, el desbocamiento de los
deseos. Esto es, la libertad hace
posible el mal pero el mal también viene del Maligno. Entonces la justificación cobra pleno sentido en los
símbolos escatológicos del fin. Esto es, que el mito adámico hace pensar que el
mal no es una categoría del ser pero conduce hacia un origen no humano. En
realidad la fe judía disolvió el mito teogónico del caos original y el mito
trágico del dios malo. En Platón Dios no es la causa de todo, ni de la mayoría
de las cosas existentes; en cambio en el judeocristianismo Dios es causa
universal de todo lo Bueno y el
hombre de todo lo vano. Rousseau
comprendió que el hombre era naturalmente bueno y la civilización lo corrompe,
y Kant vio con rigor admirable que el hombre está destinado al bien pero
inclinado al mal. A esta inclinación al
mal lo denomina Paul Ricoeur[1] labilidad, concepto que supone que la
posibilidad del mal está en la esencia de la realidad humana, esta labilidad es
siervo arbitrio o voluntad esclava y a su comprensión ayuda el examen
filosófico de los mitos y los símbolos.
Aquí la finitud se vuelve culpable por el pecado, porque su estructura
ontológica fundamental es ser imagen de Dios, aspirar a lo infinito bueno. En cambio, en el mito de la Caída se destaca el
ansia de infinitud pero no del ser ni
del conocer sino del deseo. En otras palabras, la Serpiente
despierta el infinito malo del deseo.
De aquí se extrae la observación fenomenológica de que el sinsentido de la
modernidad tardía es fruto de los deseos desorbitados
que han incrementado la injusticia en el mundo, pero esto no es sino la punta
del iceberg. Observar que plutócrata –rico que gobierna- proviene de ploutos –riqueza- y que Plutón era el
príncipe de las tinieblas, es indicar que el mal se ceba en la riqueza. Pero de
lo que se trata aquí es de revelar su presupuesto metafísico, verdadera raíz
que le da su razón de ser. A la pregunta ¿por qué existe sinsentido de la vida
si el ser aparente aspira a la posesión de la mayor dignidad metafísica del ser
verdadero? Sólo cabe una reflexión ontológico-metafísica que recoja el valor de
lo simbólico. Para el hombre teogónico del drama de la creación hay sinsentido
en la vida porque el mal es original, esto es, anterior a la creación, a los
dioses y al hombre, cuyo sino es la purificación. Para el hombre trágico hay
sinsentido en la vida porque el dios malo homérico y hesiódico se opone a
cualquier liberación del héroe humano, cuyo sino es el sufrimiento. Para el
hombre gnóstico el sinsentido de la vida es debido al desconocimiento del
origen divino del alma humana, cuyo sino es el destierro. Y para el hombre
adámico el sinsentido de la vida se origina porque el hombre está destinado al
bien pero inclinado al mal, cuyo sino
es la tentación. Pero como el hombre no sólo es una criatura racional sino profundamente
mítico-religiosa, en la modernidad vive el mito
de la técnica, en la cual se imagina ser un pequeño Prometeo que puede
edificar el Paraíso en la tierra con ayuda de la ciencia y de la razón, sin
recurrir a Dios, sin sentir pecado, tentación, y viviendo en la ilusión de ser
él un pequeño diocesillo que dictamina el ser, no-ser, bien y mal de las cosas.
En otras palabras, se da un
estrecho lazo entre el sinsentido de la vida y el mal radical, porque no sólo
se experimenta una desorientación subjetiva sino una merma objetiva en el ser
personal que rompe con Dios e infecta por contacto con el pecado. El pecado es
moralmente una transgresión pero ontológicamente representa una pérdida en el
grado de ser y valer. Así se comprende que el pecado del pecado es anhelo de muerte. Pues por muy radical
que sea el mal nunca será tan original como el bien. En el hombre se da una
extraña combinación entre la esclavitud al mal y la libre disposición al bien.
Se vive así una disyuntiva entre el siervo arbitrio (el mal que se pone viene
de fuera e infecta) y el libre arbitrio. Pero este siervo arbitrio o libertad
encadenada no puede hacer que el hombre deje de ser hombre, no desintegra su ser; por eso puede
condenarse o arrepentirse y ser salvo. El pecado abarca: origen, tentación,
intención, acto, consecuencias y castigo; en cambio el perdón comprende: culpa,
arrepentimiento, expiación y retorno a Dios. Pero de cualquier forma, el
sufrimiento del inocente, renueva en el misterio de la iniquidad el antiguo
misterio del caos. Lo cual señala el límite de cualquier filosofía de la
voluntad, hace que el Dios ético pueda mantener su carácter de Dios absconditus y que el hombre aparezca
digno tanto de ira como de compasión.
El sinsentido de la vida en la
modernidad tardía es como el pecado un paso hacia la Nada pero no precisamente
un paso hacia la culpa, porque el nihilismo que la cobija excluye su
interpelación hacia un absoluto trascendente. Mientras que con el pecado Dios
se vuelve en el Otro inabordable y el hombre en conciencia desdichada, con el
sinsentido nihilista de la vida lo divino desaparece y el hombre se torna en
conciencia auto exterminadora. El hombre vuelto contra sí mismo es el resultado
nefasto de su falso endiosamiento. El deus
in terris sucumbe a su propia fragilidad ontológica y desorientación ética.
Rota la dialéctica entre el mandamiento finito y la exigencia infinita se pasa
fácilmente a la disolución de la propia existencia finita. La opción de creer
sólo en el hombre bajo el criterio de la univocidad del ser termina en el
inminente triunfo del sinsentido de la vida, como consumación del nihilismo
occidental. Y así como el hombre entró al mundo ético no por amor sino por
temor a la mancha infecciosa del pecado, de modo similar sale del mundo ético no
por perfecto sino por sentirse libre de Dios. Su indesarraigable deseo de bien
se ha degradado, experimentando el mal como algo relativo e insubstancial. El
nihilismo posmoderno concluye potenciando la humana labilidad y el sinsentido
de la vida.
Es más, se puede apreciar el
estrecho lazo que se presenta entre la idea del hombre, el sentido de la vida y
la idea del mal en la civilización occidental. Así, la idea judeo-cristiana del
hombre lo concibe como una criatura creada por un Dios personal, a su imagen y
semejanza, seducido por el ángel caído, y redimido por el Dios-hombre que
restablece la unión y el sentido filial con Dios. La idea griega del hombre
como mens, ratio, logos, razón, como
el agente divino específico del hombre, que da forma y sentido al mundo, con
poder y fuerza siempre y cuando no se deje dominar por los instintos y la
sensibilidad, como entradas del mal. La idea positivista del homo faber, concebido como un ser vital
que se construye, entre otras cosas, la razón, pero el cual es básicamente un
ser instintivo, y de cuya canalización depende su felicidad y el sentido de su
existencia, en el que predomina lo económico (Marx), lo sexual (Freud) o el
instinto de supervivencia (Darwin). La idea del hombre como ser decadente
(Lessing, Schopenhauer, Klages), de una incurable incapacidad de evolución
biológica, es un animal enfermo, un monstruo, una vía muerte, plaga del mundo,
enfermedad de la vida, todo lo creado por él es mero sucedáneo, el mal es el
espíritu, que es un parásito metafísico que se introduce en la vida y en el
alma para destruirlo, la historia es un proceso de extinción, el sentido de la
vida es la muerte de la realidad humana. La idea del hombre como superhombre
(Nietzsche, N. Hartmann), que exige un ateísmo postulativo, el mal es la idea
de Dios que nos libra de nuestra misión, no existe Dios alguno que sirva de
escudo a la libertad, la responsabilidad, al sentido moral de la existencia
humana, los predicados de Dios (predeterminación y providencia) deben ser
referidos al hombre. La idea del hombre como estructura (M. Bajtin, M. Merleau
Ponty, J. Cavaillés, L. Althusser, N. Chomsky, R. Jakobson, M. Serres, F.
Braudel) no tiene esencia, su ser es producto de su práctica material o
lingüística y el sentido de su vida es elaborar su propia historia. La idea del
hombre postestructuralista (Bataille, Deleuze, Derrida, Foucault, Levinas), en
la historia occidental ha sido un ser dominado por la lógica de la identidad,
pero lo esencial del conocimiento es la ceguera, lo visto es escorzo, lo que ha
imperado es la perspectiva del presente, hace falta iluminar la diferencia, la
alteridad, el pensamiento no figurativo que le devuelve al hombre el sentido de
la vida. La idea semiótica del hombre (Barthes, Eco, Greimas, Hjelmslev,
Kristeva, Peirce, Saussure, Todorov), la vida humana es una lucha de signos y
significados porque el hombre es una criatura semiótica, pues es el lenguaje el
que forma a los individuos, el lenguaje es una totalidad abierta y autónoma, la
vida humana encuentra su sentido en la compleja red de códigos y subcódigos, la
falta de diálogo es la raíz del mal y la incomprensión de la alteridad humana.
La idea feminista del hombre (Lucy Irigaray, Michele Le Doeuff, Carole
Pateman), según la cual la humanización de la humanidad depende de la
incorporación de la mujer a la vida civil, intelectual, espiritual y acabar con
el simbolismo fálico de la alteridad. La idea del hombre del postmarxismo
(Adorno, Arendt, Habermas, Laclau, Touraine), lo concibe como un ser que
requiere de una estructura social no cerrada, sino contingente, que rechace el
totalitarismo, que opte por la defensa de la democracia radical, advierta no
sólo el lado autodestructivo de la modernidad y sí, más bien, la capacidad de
autocrítica, sólo así puede triunfar la acción comunicativa, como sentido de la
vida que conduce a la emancipación humana. La idea moderna del hombre
(Benjamín, Blanchot, Simmel, Sollers), que concibe a la modernidad no sólo como
industrialización sino también como valoración de la conciencia, se sabe
autónoma, el arte es irreductible, indeterminado, desafía la imaginación,
supera la realidad y la percepción, y el sentido de la vida consiste en reparar
en que ésta no es identidad sino diferencia. Por último, la idea postmoderna
del hombre (Baudrillard, Duras, Lyotard, Lipovetsky, Vattimo), que conciben al
hombre como un ser narrativo, la realidad misma no tiene como origen en la
naturaleza sino en el código, las narrativas ya no son creíbles, el diferendo
supera la realidad, el sentido de la vida es aceptar una ontología débil,
propia de la sociedad transparente y la era del vacío, hay que agotar la
sociedad nihilista y sin Dios.
El estrecho lazo que se presenta
entre la idea del hombre, el sentido de la vida y la idea del mal en la
civilización occidental revela que el hombre, su esencia y su estructura
esencial se han hecho problemáticas en medida creciente. Es más, refleja que no
sólo es un problema nóetico-antropológico-vital, sino que, incluso, el
derrotero metafísico que la civilización occidental dibuja, desde la cúspide la
cultura griega clásica, pasando por el alcázar del Medioevo cristiano, hasta
llegar a la ciudadela inmanente de la descreída modernidad tardía, una idea del
hombre que primero lo encumbra por encima de todos los demás seres con un
sentimiento metacósmico, para
concluir estrechándolo y rebajándolo como un ser inesencial, efímero y
contingente, dentro de un sentimiento intracósmico.
¿Significa
este proceso el itinerario en que el hombre concibe cada vez con mayor profundidad
y verdad su posición objetiva y su lugar en el conjunto de lo real?, o
¿significa el extravío y la desilusión creciente de una civilización que
muestra síntomas de una creciente enfermedad? Aun más, ¿no es el humanismo lo que muere en Occidente?,
¿no es Occidente por su ciencia y técnica una civilización global?, ¿incluso
culturas tan elevadas como la China y la India, basadas en un indudable
sentimiento cósmico de armonía y unidad entre el hombre y todo lo viviente, no
sucumben ante la racionalidad objetivista y técnica de Occidente, justo ante
aquella racionalidad que aniquila el humanismo?,
ni qué decir de las llamadas sociedades americanas sincréticas, como la
quechua, aimara, negros de Bahía, mayas, diversas etnias amazónicas, que son
asimilados aceleradamente por la civilización occidental en su fase terminal,
es decir, posthumanística,
descristianizada e hipertecnificada[2]. No hay
duda que Occidente también influye sobre otras culturas con valores positivos,
como los derechos humanos, la democracia, etc., pero la interculturalidad no
debe convertirse en imposición transcultural, por la cual se torna en nuevo
fundamentalismo que agrede el multiculturalismo. El multiculturalismo no es necesariamente interculturalidad, ni la
interculturalidad es forzosamente transculturalidad. Diferencias que Occidente
muchas veces ha escarnecido sin derecho.
§. 13
Dios y el sentido de la vida
Tras la exégesis metafísica y
fenomenológica realizada, se arriba a la conclusión de que el reconocimiento
del ser de mayor dignidad metafísica
(Dios, el misterio, la trascendencia, el bien absoluto, el fundamento, lo
insondable) devuelve a la vida su sentido, sobre la base de la disolución del
olvido del ser en cuanto ser. Lo cual no significa necesariamente que garantiza
revertir el sinsentido de la vida. En otros términos, no es Dios el que pasivamente nos va a dar un sentido de
la vida, sino que la creencia en él permite hallar activamente un sentido. El asumir que nuestro destino está escrito
en las estrellas o en topus uranus
divino, que basta esperar pasivamente a que actúe, es una creencia pagana. La
creencia popular pagana suponía que los dioses eran el origen del acontecer
diario, luego el hombre no le quedaba otra cosa que seguir su ineluctable
destino. En cambio, el cristianismo introduce la idea de un Dios personal,
providente y omnipotente, pero que respeta nuestra libertad y que nos dio inteligencia
y fe para dominar la tierra con responsabilidad. Esto es, que no hay tal
destino y el hombre decide libremente el curso de su vida[3]. Pero,
¿puede la creencia en Dios devolver el sentido de la vida en medio de una
cultura cuyo clima espiritual es la increencia del hombre pragmático y
positivista? ¿Por qué el sinsentido de la vida avance asoladoramente sobre el
mundo occidental; es decir, sobre aquel orbe civilizacional más desacralizado y
descreído del planeta que no cree en Dios?
Antes de responder a esta pregunta
bien vale una breve reflexión sobre la importancia de lo religioso en el avatar
histórico de la civilización occidental cristiana. La crisis de nuestra
civilización es la crisis de la cultura cristiana. Esto lleva a pensar que el
alma de toda civilización es su religión. Ejemplo paradigmático son los
hebreos. Los hebreos son una demostración en la historia de la fuerza moral que
proporciona la religión para mantener la identidad nacional, la elevación
espiritual y soportar innumerables sufrimientos. Su creencia en un Dios único, que eligió a su pueblo y que
estableció el amor fraternal y la justicia social, que se verá recompensado en
el reino de Dios, son los pilares de su religión y cultura. En sentido
contrario, también lo vemos en las civilizaciones precolombinas. Una vez
destruida su religión –que esperaba un héroe mítico venido del mar- y
desarticulada su forma de vida, la colonización se impuso sin mayores
contratiempos por más de cuatro siglos. Esto lleva a pensar que la religión es
el alma de toda cultura y cuando ésta pierde a la misma entonces encuentra su
sentencia de muerte. En este sentido, razón tenía Hilaire Belloc[4] cuando
pensaba que la cultura cristiana antigua salvó al Imperio romano de su
disolución (siglos I-VI). La cultura cristiana bizantina resistió el ataque de
los bárbaros (s. VI-XI). La cultura cristiana de la Edad Media alcanzó su
florecimiento en los siglos XI y XIII. La Reforma fue el triunfo del
anticlericalismo (s. XVI), derrumbó la unidad cristiana y estableció el
espíritu de lucro. La usura, los monopolios y el comunismo ateo fueron sus
últimas consecuencias (s- XVII-XX). Ante esto muchos piensan que a la cultura
católica sólo le queda como salida impulsar tres reformas: distribuir la
propiedad privada, promover el control del monopolio y restituir el trabajo
cooperativo-corporativo[5]. La
decadencia de la modernidad tardía es el eclipse final de la cultura
occidental. Y en esta fase finisecular posmoderna la descristianización es la
cima de su declive espiritual. Con el abandono en la fe en el progreso aumenta
la creencia en que la humanidad degenerará y su fin se acerca. Pero este hombre
sin Dios juega con el poder conferido por la técnica, se siente más allá del
bien y del mal, cuando lo que hace es incrementar el mal en desmedro
desmesurado del bien, y acepta feliz la desaparición de Dios, confiando en la
espeluznante perfectibilidad técnico-robótica del hombre. La voluntad
emancipatoria característica de la emancipación del sujeto moderno culmina en
una nueva mística del hombre, en la cual el renacido diocesillo se entrega al
creciente poder de la técnica sin preocuparse demasiado de estar perdiendo su
humanidad. El terrorismo cientificista ha atrofiado las facultades espirituales
del hombre occidental, especialmente, rechazando no sólo todo aquello que no es
verificable empíricamente sino que al hombre tecnológico no le importan las interrogantes
cruciales de la vida, para vivir sometido como esclavo al nuevo amo del mundo,
a saber, la razón instrumental[6]. Pero si
bien la religión cristiana tuvo episodios vergonzosos y lamentables en su
relación con la ciencia –como después lo tuvo con la teología de la liberación-,
más tarde asumió una actitud defensiva ante su desarrollo mecanicista sobre
todo en los siglos XIX, en gran parte
del siguiente siglo, que experimenta otra revolución con la teoría de la
relatividad y la teoría cuántica, se fue imponiendo el parecer de que Dios
permite la ciencia al hombre como un
medio importante para dominar el mundo pero con justicia y caridad. Es
así que en el presente se comprende mejor que el Dios del cristianismo, que dio
al hombre inteligencia, amor y voluntad, no implica tecnofobia ni tecnofilia alguna,
por cuanto alienta a los hombres a que hagan uso de su inteligencia porque
tienen la responsabilidad de dominar el mundo positivamente, es decir con un
espíritu de justicia y santidad[7].
¿Pero qué es Dios? ¿Es posible
conocer a Dios? ¿Tiene Dios influencia efectiva sobre nuestras vidas? ¿Da igual
el Dios de cualquier religión? ¿Cómo creer en Dios si se constata que hace
falta una nueva imagen de él? Todo esto nos remite al gran debate que afrontó
el concilio Vaticano I, en 1870, ante el tradicionalismo (que negaba a la razón
la capacidad de obtener conocimientos ético-religiosos seguros y que por tanto
la única vía indudable era la revelación oral e histórica) y el agnosticismo
(que proclamaba que el único conocimiento válido era el proveniente de los
métodos científico-naturales). Contra ambos, y también contra el elitismo y
esoterismo, Vaticano I declaró la validez de la luz natural de la razón humana
en el conocimiento de Dios. Más aun sostuvo que la razón natural puede conocer
con certeza a Dios, partiendo del mundo creado. Pero ¿se da el conocimiento
natural de Dios? Karl Barth, desde la teología protestante, reavivó el debate
en el siglo XX, insistiendo que el pecado humano debilitó la razón natural para
conocer a Dios, el cual sólo es cognoscible por gracia. La respuesta católica
es que la razón natural puede conocer a Dios, pero no con la claridad dada con
la revelación oral. Además, se reafirmó que todos los hombres son llamados por
la gracia de Dios, incluso los no creyentes. Pues la “luz natural” no es
meramente humana porque la sostiene la gracia
previniente de Dios. De este modo, no sólo las pruebas de la existencia de
Dios son vías apropiadas para conocer a Dios prescindiendo de la revelación
oral, sino que cualquier conocimiento de Dios es posible por una revelación
divina. Pero además, se reconoce que todo hombre tiene que ver con Dios, es un
conocimiento que afecta a todos, lo llame o no a Dios. Todo hombre tiene en la
estructura de su ser la experiencia espiritual de Dios, el cual no es
conceptual y abstracto, sino conciencia atemática, de difícil traducción al
lenguaje abstracto. Esta conciencia atemática de la realidad divina se hace
presente incluso en el no creyente cuando reconoce el infinito amor
misericordioso de un personaje histórico como Jesucristo. Y esto es así porque
cuando el hombre conoce o actúa en la realidad cotidiana, lo hace si al mismo
tiempo afirma preontológicamente el fundamento sustentador de la realidad. Sólo
realizando el anticipo atemático y preobjetico del horizonte en general –que es
Dios- es que es posible tratar con la
realidad objetiva[8]. La misma vida
empírica requiere de este anticipo preontológico a priori, prácticamente la
manera espontánea de ser del hombre es de naturaleza preontológica, porque
nuestra percepción, por la que nos enteramos del mundo exterior y nos ponemos
en relación con los objetos y fenómenos de la naturaleza, se constituye dentro
de la actitud preontológica. Se trata de un acto peculiar en el orden del
conocimiento porque sus términos intencionales no son datos sensibles, sino
estructuras que no aparecen ante la conciencia pero que son subyacentes a los
datos sensoriales. De modo análogo, en el orden del ser Dios es el fundamento
que no aparece ante la conciencia como un dato evidente y sin embargo es
subyacente a todo lo creado. Es por esto que el hombre no es un “ser para la
muerte”, sino un “ser para Dios”; es la criatura finita plantada en lo absoluto,
destinado a escuchar y responder al mensaje de Dios. O como gustaba sostener Edith Stein, “es el ser finito frente al
ser eterno”. Y esto se ha olvidado en la descreída modernidad tardía. La
experiencia trascendental de Dios en el hombre no sólo afirma el fundamento
sustentador de la realidad exterior, sino también interna, de sí mismo. El
hombre se encuentra interpelado por Dios desde dentro, desde su conciencia; de
manera que la trascendencia de lo divino en el hombre es completa, integral,
como integral es también su compromiso con él. Por eso, que el olvido de Dios
no sólo es un hecho psicológico sino eminentemente ontológico, pues implica una
obliteración del llamado del ser. Lo Otro divino es la otredad absoluta, a la
vez inasimilable al hombre, íntimamente unida con su destino y cuya mirada
penetra plenamente en nuestro existir. El hombre nihilista se queda con lo
inasimilable de dios para apoyar su olvido de Dios. Y sin embargo, Dios respeta
la libertad finita, no se impone, espera ser llamado. Al margen de que su
gracia previniente está siempre con el hombre, incluso en el hombre del
nihilismo. El hombre puede olvidar a Dios, pero Dios no olvida nunca al hombre,
porque el hombre puede dirigirse o retirarse de Dios, en cambio Dios siempre
está de camino hacia el hombre y se
encarnó en un verdadero ser humano para divinizar a la humanidad. Sólo para la
filosofía pagana griega y para la gnosis un Dios así resulta a todas luces
inconcebible.
Ahora bien, en lo que concierne a
las dos grandes vías filosóficas del conocimiento de Dios tenemos la afirmativa (descansa en el argumento
ontológico de Anselmo y que fue adoptada de forma más sencilla por Descartes:
Dios es un ser perfecto, existir es una perfección, luego Dios existe), que
tiene a Dios es la cima de la pirámide de la realidad, fundamento último y
supremo de todo; y la vía negativa (Dios es lo trascendente,
incomprensible e inefable), que se retrotrae hasta Plotino y en la cual
Dionisio Areopagita llamó a Dios el ser superesencial, cuyo saber del mismo es
un no saber, su nombre es el no nombre, etc. Tomás de Aquino, sin pertenecer a
esta vía, sin embargo dijo: “Lo que Dios es, no lo sabemos” (De pot. Q. 7 a. 2 ad 11). Dentro del
lado católico esta tradición es cultivada por K. Rahner, que insiste en la
incomprensibilidad de Dios[9]. Y sin
embargo, ambas vías coinciden en que el hombre tropieza con una realidad que no
se puede captar, ni comprender ni expresar adecuadamente con su lenguaje.
Entonces, ¿en qué medida es posible hablar de Dios? Esto ha conducido al
principio teológico de que todo lenguaje sobre Dios es analógico. Concepto que
proviene de la filosofía platónica y que también está presente en el Antiguo
Testamento griego (Sab. 13, 5). La
analogía afirma la existencia de una comunidad y diversidad analógica de todo
ente en su ser. El ser no es unívoco, porque el ser infinito y el ser finito serían
una unidad. Lo analógico sustenta la comprensión unívoca de lo particular. Lo
particular es el ente, el ente es todo objeto pensable por el conocimiento. Ser
es, más bien, lo que hace posible el ente y está supuesto como horizonte del
pensamiento. Es una anticipación apriorista que reúne y distingue los objetos
particulares. A esto ser llama “ser”, expresando lo infinitamente inaprensible,
y por eso no es finito. En el panteísmo no funciona la analogía, el ser deja de
estar en cima de lo existente, para hallarse en toda la extensión de la
realidad, porque el ser es unívoco y, en consecuencia, el ser infinito y el ser
finito son una unidad. El lenguaje habitual es generalmente unívoco o equívoco,
y el discurso corriente da la impresión de que el hombre se adueña de Dios y lo
sitúa como un factor intramundano. Pero esto es así porque generalmente
olvidamos que Dios es lo esencialmente incomprensible, a pesar de que
Jesucristo es la cima de la revelación encarnada. La doctrina de la analogía
representa la bisagra que concatena el ser infinito con el ser finito sin que
éste último se pueda sentir propietario de la divinidad. Asimismo, el hombre es
el ser analógico por excelencia porque es la criatura que está situado
ontológica y ónticamente entre lo terrenal con lo celestial, lo inmanente y lo
trascendente. La analogía no es una prueba de la existencia de Dios, sino una
confirmación de su trascendencia en la inmanencia y de la existencia de verdades
eternas.
Por último, la otra vía de
conocimiento de Dios es la fe y la revelación en la apertura de Dios. Esto
significa que no sólo el hombre se dirige a Dios, sino que también Dios se
dirige al hombre. Revelación no es algo que ocurre desde afuera, porque ocurre
algo en la propia criatura que percibe a Dios. La base existenciaria del hombre
implica la posibilidad de la revelación divina, la misma que hace posible tres nadificaciones: la nada de la creación,
la nada del pecado y la nada ante Dios. Y cuando la finitud humana recorta su
horizonte ontológico solamente a lo inmanente queda su libertad solamente ante
el pecado, que es reducido a mera falta, error, vicio o delito. Dicho en otros
términos, el hombre es la posibilidad óntica de la revelación de Dios, pero
Dios es la posibilidad ontológica de la existencia humana. Pero como
posibilidad óntica de Dios puede el hombre darle la espalda deliberadamente. La
revelación divina permite descubrir la totalidad original del hombre, como
criatura abierta al mundo y abierta a
Dios. También nos pone ante el hecho
de que el mundo no sólo se compone de esencias
y existencias, sino que está lo absoluto, como aquello que todo lo
abarca y sustenta. Esto tiene para el hombre una significación más profunda,
porque revela que la estructura fundamental humana como “ser en el mundo” no
sólo comprende lo temporal, sino también lo eterno. Y aquí reluce toda la
omnipotencia de la providencia divina, puesto que proviniendo el término
hombre, homo, de la palabra humus, es decir, tierra, ello nos remite hacia la importancia especial que tiene la
criatura humana para Dios para que éste le reserve un destino eterno. Es más,
si sólo en Dios el espíritu, la voluntad, el autoconocimiento y la vida
encuentran su culminación absoluta, esto quiere decir, que el hombre nunca
alcanzará el sentido pleno de la vida, ni siquiera en su estado creyente, sino
tan sólo relativo, porque en él ninguna realidad encuentra su realidad
absoluta. Además, la revelación histórica-oral no rebaja a Dios a nivel de
criatura finita ni el hombre es mero receptor de órdenes. La proximidad de Dios
al hombre se llama gracia. Dios se da a sí mismo y eleva a la criatura sin
afectar su libertad finita. La cima de la entrega de Dios fue la encarnación de
Jesús, lo cual confirma que es un misterio grato que Dios haya amado la idea
del hombre. Pues, la encarnación significó tres cosas: redención,
reconciliación y salvación. Estas tres cosas se expresan de modo armónico en la
mística activa de Jesús, que insufla interioridad y espiritualidad a la vida
occidental. Lo cual remite al hombre a su plenitud. La historia humana es
también una historia de salvación y revelación. La revelación se dirige a todas
las dimensiones del hombre. De modo, que Dios se manifiesta en la historia. La
cima de su revelación es Jesús, que forma una unidad absoluta, pura,
inalterable y definitiva con Dios. A través de él se conoce a Dios realmente,
se conoce la verdad (“Yo soy el camino, la verdad y la vida”).
En suma, Dios es uno, por las declaraciones metafísico-analógicas que fue desbrozada
por el taoísmo, la filosofía hindú y la filosofía griega, es la realidad que se
mantiene en una diferencia esencial y absoluta respecto del mundo, aunque sigue
siendo su fundamento permanente, que todo lo penetra y lo contiene todo en sí,
que existe absolutamente en sí y para sí, no tiene en común con otro ente
ninguna de las dimensiones de su existencia, es absolutamente libre, vivo y
personal, y es una totalidad incomprensible de perfección infinita. En el siglo
II y III los escritores cristianos llamados Apologetas
se esforzaron en demostrar ante los paganos cultos de origen griego que el Yavé
judeocristiano era el Dios que andaba buscando la filosofía griega. No hay duda
que la filosofía griega influyo poderosamente en el cristianismo primitivo a
través del denominado platonismo medio (que va del 70 a. C. hasta el 40 d. C.).
En él se reflexiona sobre el origen o Arjé
de todas las cosas, pero el espíritu planificador que está detrás del orden
razonable no era de manera inequívoca el camino hacia el monoteísmo, pues lo
divino que se buscaba no era un Dios personal como lo entendía la Biblia. Lo
divino sería una razón ordenadora más
no creadora del mundo. En este sentido los griegos hablaron de la unicidad del origen primerísimo, que no
extirpó la idea de un dualismo Dios y
la materia. Así, para la filosofía
griega Dios es el compendio de todas las perfecciones (uno, simple, bueno, espiritual,
infinito, inmutable, inefable, incomprensible, ordenador, no puede sufrir,
ubicuo), más no era omnipotente. Todo esto no quiere decir que la metafísica de
las esencias nace de la teología, de una preocupación por dar cuenta de la
existencia de Dios. No, al contrario, la metafísica de las esencias nace de la
preocupación de dar cuenta del problema del devenir. ¿Pues si todo deviene
entonces cómo es posible el conocimiento y la verdad? Aun se discute si la
metafísica de las esencias nace de un problema epistemológico o de un problema
metafísico. Pero, al menos, está claro
que sólo desde Filón de Alejandría, el platonismo medio y san Agustín la
metafísica de las esencias se convierte en teología, al desarrollarse como
metafísica de las formas eternas. Más tarde, con los Padres Capadocios (Basilio
de Cesaréa -†379-, su hermano Gregorio Nacianzo -†390- y su amigo Gregorio de
Niza -†395- ) hasta san Agustín se alcanzaría un mayor contraste con lo divino
de los griegos enfatizando que el Dios de la Iglesia no sólo es creativo y
fuertemente interesado en el destino del mundo, sino llega a su punto
culminante con la encarnación de Dios y su plan salvífico. Esto es, la doctrina
trinitaria, impensable para la mentalidad griega, se destacó -tras una ardua lucha contra el
subordinacionismo arriano y sabeliano[10]- con mayor
vigor con la cristología, la teología de la creación, la soteriología y la
escatología. Por lo demás, desde la teología de la edad patrística quedó un
camino siempre abierto para la mística, el viaje interior, la oración y la
meditación; lo cual se constituyó en un correctivo permanente ante la tentación
demasiado teorizante de la doctrina de Dios. La mística cristiana aporta a la
doctrina teológica de Dios una superación de lo que hay de racional y teórico,
una vivencia de unidad y totalidad, un correctivo a la teología teorizante, una
experiencia de la vitalidad divina, y tiende a una teología paradójica y
negativa. Su propensión a concentrarse en la inmanencia de Dios lo pone en
peligro de caer en la visión panteísta, pero bien entendido ilumina el amor de
Dios por la humanidad y la creación. La mística cristiana contribuye en la
cultura occidental medieval como poderoso un reactivo ante el creciente avance
de las relaciones dinerarias.
Luego la escolástica acentuaría la
oposición entre platonismo y aristotelismo, y posteriormente el Renacimiento
diluye la concepción eidética del ser[11]. Ahora
bien, por las declaraciones del magisterio
eclesiástico, Dios es trino, por
las manifestaciones que ha hecho de sí mismo; esto es, el Dios uno existe en
tres personas que son una sola naturaleza divina, igualmente eternas y
omnipotentes, personas realmente distintas entre sí, el Hijo subsiste por la comunicación eterna de la esencia divina del
Padre solo, y el Espíritu Santo no es
engendrado, sino que procede el Padre y del Hijo a la vez, mediante una
espiración única. En el Dios uno hay dos relaciones de origen, dos relaciones y
propiedades que no se distinguen de la esencia de Dios. Cada una de las personas
es el Dios uno, todo le es indistintamente común, no hay una oposición de
relación. Cada persona está por completo en la otra. Y hacia afuera las
personas son un único principio operativo. Dios es indisponible porque el
hombre no puede manipularlo como señor soberano. Sin embargo, como Dios
interesado en la justicia y en la estructuración de una sociedad sin opresión,
que toma partido por los débiles, honra al hombre como Persona sobrenatural que
es. Esto significa que lejos de exigir
un sometimiento humilde de los hombres a su voluntad impenetrable –como en las
religiones paganas-, más bien se acerca amorosamente como persona racional,
autoconsciente y libre permitiendo que con toda justicia nos dirijamos a él
como un Tú. Sin embargo, la evolución
del concepto del Dios personal en la espiritualidad cristiana se encuentra casi
en un punto muerto. Pues, en el curso de la filosofía moderna se fue aclarando
el concepto de persona. Desde Kant la persona indica una conciencia que se
piensa a sí misma, individual, racional, es sujeto y relacional. Traducida en
conceptos modernos la vieja doctrina trinitaria significaría que Dios es
entendido no sólo de manera substancial sino también relacional. Esto es, que a
Dios sólo se le puede considerar como una única persona. Entonces, si se afirma
que en Dios sólo hay una persona se
cae en el modalismo de Sabelio; y si se habla en lenguaje de Tertuliano de tres personas y una sola substancia no sirve de mucho, según los criterios de
comprensibilidad aportados por la filosofía moderna. Todo lo cual lleva al
complejo problema de si Dios es persona o personalidad. Para no incurrir en
triteísmo tiene que ser una substancia única y para no tropezar con el
modalismo tiene que ser tres personas. Lo cual lleva a pensar que el concepto
moderno de persona requiere de una ampliación, puesto que las características
humanas finitas no tienen que ser plenamente compartidas por un ser infinito. Además,
el concepto de personalidad propuesto por la psicología moderna también es
esclarecedor: lo que permite un pronóstico sobre el comportamiento que adoptará
una persona en determinada circunstancia (R. B. Cattell); la asociación
dinámica dentro de un individuo, de todos los sistemas psicofísicos que
determinan su comportamiento y pensamientos (G. Allport); la integración del
Ello, el Yo y el Superyó (Freud); el propio sentido de la vida de un individuo,
sus formas y características de resolverlos problemas y conseguir los objetivos
fijados (A. Adler), y la integración del yo, el inconsciente colectivo y
personal, los complejos y los arquetipos (C. Jung). Así, la personalidad
indica: integración de una estructura interna dinámica, con fines propios o
télica, y que manifiesta con comportamientos y pensamientos. Todo este bagaje
aplicado a la doctrina trinitaria sobre Dios significaría que las tres personas
divinas son parte de la personalidad de Dios. Esto es, que a Dios se le puede
considerar como una personalidad única sin afectar a las tres personas que la
integran. En tal sentido a Dios se le puede considerar tres personas en una
única personalidad. Y si nos preguntásemos qué tipo de personalidad le es más
aproximada, se puede afirmar que dentro del abanico conocido (autoritaria,
permisivo, democrático, conformista, innovador, creador, etc.) diríamos que
sería democrático-creador en sumo
grado.
Tanto las declaraciones analógico-metafísicas –que fueron alcanzadas por la
razón natural griega en la teología llamada “natural”, y que se dieron también
en otras civilizaciones de distinta tradición religiosa-, como las declaraciones doctrinales, pese a su
carácter más abstracto, son parte de la doctrina
teológica de Dios en la civilización cristiana. Y esto significa que
siempre la pedagogía divina ha actuado sobre la humanidad de todos los tiempos,
insuflando con su gracia que la razón humana pueda concebirlo primero como Dios
uno y luego, por la revelación, como Dios trino. Recordemos que el catolicismo
afirma, que la razón natural puede conocer a Dios, aunque no con la claridad
dada con la revelación oral. Además, admite que todos los hombres son llamados
por la gracia de Dios, incluso los no creyentes. Pues la “luz natural” no es
meramente humana porque la sostiene la gracia
previniente de Dios. Pero esto nos lleva al asunto de la verdad. El hombre
sólo descubre la verdad, pero no la crea. Por eso se puede decir que ser y entes
hay independientemente del hombre. Y a pesar de la revelación divina, la
incomprensibilidad fundamental de Dios no queda eliminada, sigue siendo el
misterio por antonomasia, sigue siendo el Dios oculto, la verdad eterna se
mantiene insondable e inefable. Por eso mismo la idea de eternidad tiene que
significar algo distinto que el “constante” “ser ante los ojos” o el “ahora
estático” de la comprensión vulgar del tiempo, bien señalado por Heidegger[12]. Y tiene
que ser así porque lo oculto de Dios nunca será el “constante” “ser ante los
ojos”. Pero tampoco puede ser concebida como temporalidad infinita, como
sugiere Heidegger, porque sólo la criatura es temporal en el fondo de su ser,
pero Dios no es criatura sino Creador. Además, lo infinito puede ser el conjunto
de innúmeras finitudes. Lo creado puede ser finito o infinito. Dios
no es temporalidad originaria, no puede ser determinado con los conceptos de
“pasado, presente o futuro”, ni siquiera de infinitud, sino que es la eternidad
que hace posible tanto lo finito y lo infinito. Por eso el término Verdad alude
a Dios mismo, que hace posible los modos derivados de la verdad (descubrimiento
intramundano), pues la verdad no puede aludir al “estado de abierto” del hombre
que es a la vez verdad y falsedad. El hombre y el mundo son en la verdad por
Dios, sustentador de la verdad misma. Entonces se entiende lo dicho por san
Pablo: “Porque nada podemos contra la verdad, sino por la verdad” (II Cor. 13, 8). Si no se toma en cuenta a
Dios, la ontología se empobrece y se seculariza. De esta forma, hay tres
sentidos de la verdad: como descubridor (el hombre), como descubierto (el
mundo) y la verdad por excelencia (Dios, que hace posible los sentidos de la
verdad referidos al mundo y al hombre). La presencia de Dios es ontológica en
todas sus criaturas, pero el habitar en el hombre se da por invitación nuestra.
No se trata de afirmar que la creencia en Dios nos asegure una vida con
sentido, pero es una limitación importante al sinsentido de la vida. Lo sensato
es aspirar a la santidad, que no es el fin del pecado sino el correcto uso de
nuestras facultades para cooperar y conocer a Dios. La gracia transforma el
alma; sus facultades no son destruidas sino elevadas con los nuevos poderes de
la esperanza y la caridad para la voluntad y la fe para el intelecto. La gracia es un
don por el cual Dios mueve la voluntad y el intelecto. Por ende, la gracia
desarrolla junto a nuestros hábitos naturales, los hábitos sobrenaturales.
Pero la gracia divina no elimina la
guerra que libramos contra el pecado, sino que la intensifica. Y de los siete
pecados capitales (soberbia, avaricia, lujuria, envidia, gula, ira, pereza)
cualquiera puede levantar cabeza incluso en el hombre santo. Y esto sucede aun
cuando el hombre es capax Dei, es
decir, la criatura capaz de ser llenada por Dios. El pecado es una enfermedad
de la voluntad, y por eso el quid es poner en armonía nuestros hábitos
naturales con los hábitos sobrenaturales. Lo diabólico comienza en el puro
regocijo del yo en el yo. Y el peligro a caer en el pecado es muy real e
intenso[13]. No
olvidemos que sólo Cristo poseyó la santidad
completa in situ viae, porque
participaba ya de la santidad eterna, pero en los demás hombres, pueblos y
civilizaciones puede la santidad extraviarse, porque su destrucción mediante el
pecado es lo esencial del mysterium
iniquitatis. El intelecto y la voluntad pueden desviarse de la unión con
Dios. Y esto es muy notorio en los recientes escándalos por
pederastia, que llevaron a la iglesia católica norteamericana a pagar 600
millones de dólares de indemnización a las víctimas, y que son, en palabras de
Benedicto XVI, una verdadera vergüenza para la Iglesia. Lo verdaderamente
significativo es que por primera vez en la historia del catolicismo haya un
Papa como Benedicto XVI, que enfrente este problema con resolución, coraje y
dolor; a pesar del controversial caso mexicano de los Legionarios de Cristo del
sancionado padre Maciel y de la discutible tolerancia con que contó de altos
dignatarios de la curia romana. El Papa durante la Semana Santa del 2012 volvió
a señalar el momento dramático que vive el catolicismo y que la desobediencia a
las promesas sacerdotales de pobreza castidad y obediencia no es el camino para
reformar la Iglesia, tras el documento firmado por 300 obispos austriacos
pidiendo reformas en lo concerniente al celibato, la ordenación de las mujeres,
sobre el beato Juan Pablo II, etc. Pero lo que en el fondo está en conflicto es
la necesidad de una nueva imagen de Dios, problema irresuelto desde Nicea y prolongado
hasta Vaticano I y II. En este punto la Iglesia exhibe un retraso sumamente
grave, debido a que ha actuado casi siempre como una institución política y no
moral, como de no practicar lo que predica, por cuanto su inercia en lo que
concierne a la nueva imagen de Dios se asocia al avance vertiginoso de la
descristianización y ateísmo occidental. Benedicto XVI tiene el proyecto de
hacer volver al mundo occidental a la fe cristiana y, en este sentido, no
vaciló en condenar la homosexualismo y pederastia como pecado moral. No
obstante, para que su plan tenga éxito no basta con expulsar a clérigos
invertidos y entregarlos a la justicia civil, sino que hará falta una profunda
reforma institucional en el seno de la misma Iglesia, y, sobre todo, un nuevo concilio
ecuménico que revise la necesidad de una nueva imagen de Dios, yendo más allá de
la imagen teísta del Concilio Vaticano I y II, para afirmar tanto la trascendencia como la inmanencia de Dios y su lugar en la
historia de la libertad humana, junto a su opción partidista por el pobre y oprimido, como lo hizo Cristo. Pero el
conservadurismo y autoritarismo de la Iglesia hace que no guardemos muchas
esperanzas de un cambio en el breve plazo[14]. El
cambio, más bien, se gesta desde dentro de los fieles, al margen de su
jerarquía. El Hijo del Hombre no hizo equilibrismos andróginos, ni tercerismos
ambiguos, fue resuelto en compartir el amor divino especialmente con los
necesitados. Por eso la Iglesia tendrá que ponerse de lado de los países pobres
y débiles y contra las prepotencias de los países ricos y poderosos,
demostrando en la acción que el Redentor está vivo y entre nosotros. Es ineludible afrontar la necesidad de
reconocer la presencia de Dios en el corazón de la propia libertad humana. No queda otra opción: o dejamos a Dios en la
lejana trascendencia o rescatamos a Jesús como el Dios que se hizo hombre. Es
la única forma de reconducir la extraviada libertad humana en el presente. Pues,
aquí no hay tal antinomia entre la libertad absoluta de Dios y la libertad
relativa del hombre, porque Dios mismo tiene un protagonismo en la libertad
relativa humana con Jesucristo.
La doctrina de la encarnación y
resurrección de Cristo son la clave para una nueva imagen de Dios. Lo que lleva
a superar la teología de la inmutabilidad
de Dios, categoría de herencia filosófica griega y a la cual se encuentra
todavía atada la doctrina oficial de la Iglesia desde Nicea hasta Vaticano I,
para avanzar hacia una teología de la dinamicidad
de Dios, lo cual no significa relativizar la realidad divina por cuanto es
dinámico en la dimensión absoluta intratrinitaria y en la dimensión relativa de
la historia. Es decir, Dios no es solamente el fundamento del orden existente
sino también del orden cambiante y nuevo. Dios es creador en su naturaleza primera o intradivina, en su naturaleza segunda o creación y en su naturaleza tercera o lo que retorna a
él. Esta teología procesal ha presentado diversos desarrollos en Hegel,
Teilhard de Chardin y en Charles Hartshorne, discípulo de A. N. Whitehead, y
todos ponen en tela de juicio al Dios inmutable, que ni sufre ni padece, del
teísmo. La teología del teísmo puede pensar que la teología procesal está en
realidad negando la perfección en Dios, pero en la nueva imagen de Dios se
atiende tanto a la esencia abstracta, inmutable y absoluta, como a la
actualidad concreta, referida al mundo y sufriente con él. Esto no lleva
necesariamente a negar la ley moral emanada de Dios sino presenta a Dios como
el promotor de la ley moral en la libertad humana, que otorga a los hombres el
poder para desarrollar creativamente nuevas posibilidades en su mundo. Se trata
de un Dios manso, complaciente y amoroso, no el emperador divino ni el
moralista duro. La teología evangélica ha reparado en que la teología procesal lleva
hacia la negación del “punto omega” en que termina el proceso, lo que
contradice el fin de los tiempos y el juicio final, y llevado por la doctrina
de la justificación, que abre un abismo decisivo entre Dios y el mundo,
sostiene que el procesualismo teológico termina relativizando la universalidad
de Dios. Del lado católico también se critica el “optimismo evolucionista” que
entraña. Del lado filosófico se señala su hipoteca acrítica a la cuestionada
idea moderna de “progreso indefinido”. Y del lado de la física teórica y de la
cosmología científica se señala su contradicción con la observada aceleración
de la expansión del universo por efecto de la energía oscura, la predicha fase
del imperio de los agujeros negros, la posterior desintegración de éstos, lo
cual da lugar al término del universo tempo-espacial conocido, y el triunfo final
de la entropía o del “punto omega” en el universo[15]. De
cualquier forma, la teología procesal tiene el mérito de destacar al Dios vivo, dinámico y libre, comprometido con
lo inmanente, cuya inmutabilidad se manifiesta como fidelidad a sus propias
promesas, donde Dios mismo lleva a cabo la hominización de Dios, o sea que el
destino humano de Dios es la cima de su perfección porque es hacerse menos
permaneciendo Dios, es decir, Dios se aliena en medio de su propia perfección
infinita, y lo hace por un amor al hombre que lo consagró en su muerte en la
cruz y en la resurrección de Cristo[16]. Esta
nueva síntesis entre lo inmutable y mutable de Dios es necesaria en la nueva
imagen de Dios, y sin la cual es muy difícil imaginar cómo el descreído mundo
occidental pueda volver a la fe cristiana y recuperar el extraviado sentido de
la vida. No obstante, la polémica sigue abierta, sobre todo por la sospecha de
emanacionismo y modalismo (W. Simonis) de las doctrinas que identifican la
trinidad económica, o lo que Dios es en sí, con la trinidad inmanente (K. Rahner),
subyacente en todo lo no divino, que declaran tal identidad como un misterio
(E. Jüngel), y que afirman que la Trinidad económica se consuma en la trinidad
inmanente (J. Moltmann). De ahí, el nuevo giro en afirmar que sólo conocemos la
Trinidad inmanente a través de la trinidad económica (Hans Urs von Balthasar). No
obstante sigue siendo un problema capital la cuestión de las tres personas en
el Dios uno. Tomás de Aquino habló de una substancia y tres subsistencias.
Luego, rechazando el concepto griego de substancia, se ha pensado a Dios uno como “sujeto” con 3 maneras de ser
(K. Barth), como 3 sujetos en un solo Dios (W. Kasper), 3 sujetos o 3 yo (J.
Moltmann) y 3 maneras distintas de subsistencia (K. Rahner). El esfuerzo es
evitar 3 sujetos soberanos equivalentes al triteísmo.
Los diez mandamientos, como bien lo
señala el filósofo español Fernando Savater[17], son parte
del inconsciente colectivo de las civilizaciones árabe, judía y cristiana, y se
extiende a toda la humanidad por sus coincidencias con la civilización india y
china. Lo fundamental es que toda sociedad necesita de mandamientos para
sobrevivir y desarrollarse; lo que desmiente que el hombre pueda prescindir de
lo absoluto. Esto que afirma Savater puede ser admitido sin mucha resistencia,
pero no sus afirmaciones sobre la superioridad del Dios terrible
veterotestamentario sobre el Dios del amor neotestamentario, el robo venial, la
fidelidad como virtud triste y su crítica blanda al capitalismo. Además, hay
que subrayar el sentido de esperanza que está implícito para el hombre de las
tres grandes religiones monoteístas. Las tres religiones monoteístas poseen una
misma fuente bíblica común, y mientras el Islam y el judaísmo subrayan más la
trascendencia divina, el cristianismo se diferencia por ser una religión del
amor. El tema central común a las tres es que todo viene del Dios único y todo
retorna a él. Dios está primero en tanto que Creador y él es el fin supremo.
Esta verdad es el fundamento de la certidumbre de la esperanza del creyente en
la vida futura. Todo el Corán contiene, por ejemplo, la revelación
judeocristiana, están entre los adoradores que Dios prometió a Abraham[18]. Pero las
relaciones entre Fe y Cultura son más complejas, sobretodo en nuestro tiempo
descreído y secularizado. Al respecto cabe decir, que el aporte ético de la
Iglesia no es precisamente cultural sino evangélico. La sociedad no pierde un
ápice de su secularidad con los aportes éticos de la iglesia “evangélica”, en
cambio reacciona bruscamente ante los excesos impositivos de la iglesia
“sociológica”. Pero la sociedad de la modernidad tardía acentúa la visión
prometeica y autosuficiente del hombre, y al proceder sin sentido ético degrada
al hombre y desintegra su sentido integral. Históricamente la iglesia sigue
siendo fértil para segregar cultura (arzobispo Arnulfo Romero, teología de la
liberación, tradición personalista, defensa de los Derechos Humanos, defensa de
la Paz, etc.). Sin embargo, existe un conflicto entre la iglesia y la sociedad,
pues la iglesia confesional quiere actuar sola y el Estado totalmente laico
quiere actuar sin tomar en cuenta las recomendaciones de la iglesia “evangélica”.
Sin embargo, es posible la colaboración educativa y social. Los laicos, el
pueblo de Dios, deben mediar en las relaciones culturales entre fe e historia.
El mundo se descristianiza a pasos agigantados, pero la fe puede convertirse en
cultura. La autonomía de la cultura pide la presencia gratuita de la fe para
darle raíces trascendentes. Pues, a todas luces lo que tenemos ante nuestra
vista es que tanto el humanismo sin Dios como un Dios sin conexión con la
historia humana es inhumano, porque el ser finito
es contingente y, sumido como está entre la verdad y la falsedad, necesita
de la luz de la divinidad y la divinidad con la revelación, la encarnación,
crucifixión y resurrección demostró un
interés insobornable por el destino del hombre[19].
§. 14
El sinsentido de la vida y el final de los tiempos
¿Puede el ocaso de una civilización
acrecentar el sinsentido de la vida? Hoy, en Occidente, no sólo vivimos el
cisma del hombre con la justicia y con la naturaleza, sino el cisma del hombre
con su propia alma. El cisma en el alma
es el quid. Y esta dolorosa realidad nos lleva a pensar en el final de los
tiempos de la cultura occidental. Razón, Justicia y Amor se han vuelto
solamente declarativos, porque en la práctica imperan los antivalores opuestos.
Hoy ni siquiera basta la caridad por
sí misma, porque ella sola puede terminar en el culto a la misma humanidad. La
caridad sin Dios conduce a la idolatría
del hombre, sólo la caridad con Dios salva al propio hombre.
La profundidad de la crisis
espiritual es tan recóndita que
actualmente se necesita de la caridad pero basada en la verdad, que es Dios. Con razón una globalización sin la guía de la
caridad en la verdad sólo está produciendo un superdesarrollo material acompañado de un subdesarrollo humano. En la civilización occidental posmoderna y
globalizada el enanismo espiritual del hombre crece proporcionalmente en razón
inversa al gigantismo de desarrollo material. Hoy los hombres están más
cercanos (internet, medios telemáticos) pero no son más hermanos, no hay
auténtica fraternidad. Los defensores de los medios virtuales afirman que las
ventajas son inauditas e innegables, puesto que la información se obtiene en
segundos. Pero el hombre no es esencialmente información sino formación,
y los medios masivos de comunicación social (radio, cine, televisión, prensa,
moda, publicidad, revistas, medios telemáticos, etc.) están al servicio deplorable
del deterioro de la razón, la cultura y la vida espiritual. La uniformización de la mente de
niños, jóvenes y adultos diariamente y sin descanso, que son bombardeados con
estulticias, banalidades y mentiras, terminan corrompiendo la inteligencia y la
voluntad humana. Lo vano, tonto, superficial e insubstancial se asienta
inequívocamente en las mentes de una sociedad que vive para la distracción, el
relajo y éxito. Y esto está asociado con el triunfo de la mujer en la sociedad
capitalista, como bien lo vio Werner Sombart[20], y a la necesidad de lujo y
distracción en un mundo banal. En otras palabras, el sinsentido de la vida en el
mundo contemporáneo dominado por el mercado es alimentado constantemente por
los medios masivos de embrutecimiento
social. No sorprende entonces que mucho más humano resulta ser un individuo que
vive aislado en su comunidad selvática o andina, que un informado citadino de
una gran urbe, lleno de maldad, beligerancia, manipulación, orgullo y segundas
intenciones. Es como si reviviera el hombre rousseauniano “que nace bueno y la
sociedad lo corrompe”, lo cual también es inexacto. Esto representa que la herencia
de la ratio griega, la justicia romana
y la caritas cristiana, que
constituían las columnas de occidente, se han desplomado, en su lugar tenemos
el subdesarrollo moral, intelectual y volitivo de un mundo que ha perdido la
brújula y que se encamina hacia el despeñadero histórico.
El hombre posmoderno no se
encuentra en una encrucijada, sino que se halla en el hoyo de su propia tumba.
Exánime y sin vigor se acuesta en el lecho de su propio hipogeo para celebrar
las exequias de un mundo sin esperanza, fugitivo y provisorio. Es el triunfo de
la Nada sobre el ser, el hombre sin
absolutos celebra la nadificación de su propia entraña. Pero, entonces,
dónde quedaron los grandes sueños humanísticos
de Occidente, su gran arte, sus elevados ideales, su esperanza religiosa y su
visionarismo metafísico. Este legado tendrá que ser recogido por la nueva
civilización –siempre y cuando la humanidad no se extermine-, que deberá
edificar una nueva y verdadera casa
ecuménica, basarse en un humanismo
trascendental, donde el hombre será educado en la fraternidad y el amor
universal en unión con Dios. En la civilización occidental la gracia se ha
extraviado, porque su dinamismo prometeico se ha desorbitado, derivando hacia
un pesimismo metafísico y cósmico que no sólo ha llevado hacia la muerte de
Dios sino hacia la muerte del hombre por el hombre mismo. Por esto mismo, la
modernidad tardía no sólo pisa el umbral del final de su propia historia porque
ingresa a una era posthumana, donde
la técnica se sobrepone a lo humano y el beneficio al valor. Y esto es
sumamente grave, porque si la cima de la revelación divina (Jesús) se explayó
en la civilización occidental, entonces, esto quiere decir, que la apostasía general se impone a nivel
cultural y se ingresa hacia el sonar de las trompetas apocalípticas del final de los tiempos. El problema es la
capacidad moral global de la sociedad para respetar la ecología humana y
natural. Pero, a ojos vistas, dicha capacidad se extravió, y las posibilidades
de salvación de la civilización occidental y global se esfuman aceleradamente.
Lamentablemente la civilización occidental tiene la capacidad actualmente de
arrastrar consigo hacia una hecatombe ecológica, nuclear y humana a todo el
planeta.
Filosóficamente la civilización occidental está concluyendo hacia la
negación completa de su originario sentido metafísico. A esto lo hemos llamado
consumación del nihilismo posmoderno,
donde imperan todas las variantes de ateísmo posible, a saber, el ateísmo práctico del creyente tibio y del que
procede como si no existiese Dios; el ateísmo dogmático, que afirma claramente la inexistencia de Dios; el
ateísmo escéptico, que asevera que el
entendimiento finito no resuelve el problema de Dios; y el ateísmo crítico que rechaza como insuficientes
las pruebas del teísmo. Esto, naturalmente, no borra el anhelo de interpretar
racionalmente el mundo, incluso lo religioso no excluye lo filosófico, que es
innato al espíritu humano. En este sentido todas las civilizaciones han tenido
pensamiento filosófico-metafísico (intracósmica en China, metacósmica en India,
racional en Grecia, de inmortalidad en Egipto, Sumeria, Babilonia, Irán). Pero
sólo en Occidente se ha impuesto triunfalmente, como una era, el espíritu antimetafísico, y esto sucede en consonancia con
el triunfo de la racionalidad técnica y objetivista, donde el ser es reducido a
lo útil, al cálculo y a lo manipulable. Racionalismo y Empirismo fueron las dos
corrientes principales de la filosofía moderna, sin embargo, es el empirismo
–hija del nominalismo medieval- la que señala la gran ruptura con la metafísica
tradicional de esencias –platónico aristotélica-, al convertir lo fáctico en lo
único válido y negar las verdades inmutables, eternas y trascendentes. La
filosofía contemporánea persistió en el rechazo a la metafísica tradicional, a
pesar de su vuelta al objeto, al ser y a la existencia, rechazo que se
consolidará en el renovado nominalismo y empirismo del último hombre sin
verdad, fe y razón (hermenéutica posmoderna).
El momento más lúcido de la filosofía occidental, esto el Romanticismo,
con sus categorías de totalidad perfecta,
de infinito y razón universal, no pudo ser superado dialécticamente, o sea
asimilado, y la filosofía subsiguiente terminó fracasando ante las categorías
de posibilidad, finitud y totalidad
imperfecta. La desviación se entronizó con una especie de hermenéutica formalista que sobrepuso la palabra a la
cosa, con lo cual el sentido de la realidad y del ser se ocluyó y el olvido
nihilista prosperó. La repercusión humana fue nefasta, porque la inmediata
consecuencia fue que el hombre quedó atrapado en su cotidianidad por el
relativismo, el escepticismo y el hedonismo. Todo vale se convirtió en su divisa y con ello el daño espiritual
de índole mortal fue dado contra sí mismo. El cisma en el alma es nuestra tragedia y nuestro destino. Pero la
filosofía no ofrece soluciones coyunturales, no es ancilla liberationis, pero en la cultura actual es preciso subrayar
que el sinsentido de la vida nace del cisma en el alma, provocada por haber dado
la espalda a la verdad y al ser. Y este
ocultamiento nihilista del ser es manifestación de la decadencia cultural de la
civilización occidental, en donde la sociedad del sinsentido de la vida avanza
aceleradamente. Y este es un problema metafísico porque significa el abandono
completo de la estaticidad de las esencias y la asunción del devenir del ser,
donde queda eliminado también la oposición entre pensar y ser en el saber
absoluto, la trascendencia, la participación, la cesura modelo-imagen y la analogía
del ser. Por eso la idea de Dios se diluye en el mundo para dejar el campo
libre al imperio de la inmanencia sin absolutos y explicar todo el proceso del
ser, incluso el mal, en términos de un naturalismo de Hobbes.
Existe un fenómeno psicológico llamado “disonancia cognoscitiva”, el
cual consiste en que mientras más cercano se está a un desastre menos
consciente se es de él. Esto se dio en el caso del estallido de la represa
norteamericana Hoover. Los pueblos más distantes vivían casi en el pánico mientras
el pueblo más cercano vivía totalmente indiferente al peligro. Hoy sucede algo
similar con el final de los tiempos y el sinsentido de la vida, se da una
“disonancia cognoscitiva” que hace que las masas vivan indiferentes al peligro
existencial de una vida sin sentido y de un autoexterminio de la humanidad. En
la era de la guerra fría no se daba tal fenómeno porque, en el mundo bipolar de
los sistemas sociales en pugna, existía una confrontación valorativa. En
cambio, en la actualidad, el mundo unipolar ha paralizado la capacidad de
crítica y el resultado es que las masas ya no viven ni siquiera la alienación, sino que viven sumidas en la
cosificación. En la alienación el
hombre sufre el yugo que lo oprime y en consecuencia se subleva, pero el hombre
cosificado vive orondo y lirondo en la alienación, sin capacidad de protesta y
lleno de conformismo. Este nuevo tipo humano -que no es apto para la
revolución, sino, tan sólo, para la protesta sin hondura, para la feria y el
carnaval- se retrata en el personaje de caricaturas Homero Simpson. El capitalismo de bienestar de los años 50 y 60
también tuvo su prototipo humano en la serie Los Picapiedra, que reflejaba los valores de un mundo satisfecho
pero inculto. En la actualidad, a la incultura se suma la indiferencia, el
hedonismo y el nihilismo de una barbarie civilizada. Otro ejemplo palpable de cosificación humana podemos
encontrarlo en la importancia cobrada en la sociedad posmoderna de la obra
literaria El Señor de los Anillos de
J. R. R. Tolkien. Para su autor la obra es “fundamentalmente religiosa y
católica, no destruye ni ofende a la razón y reaviva la fantasía de la mente
humana”. Pero el verdadero contenido de una escritura rebasa las intenciones
del autor y en la sociedad del espectáculo ya nada sorprende, nada atemoriza[21]. Y es que en esta novela, la lucha entre el bien y el
mal, en la Tierra Media de hobbits,
elfos y gollums, no en el inframundo
infernal, se resuelve dicha disputa no sólo en medio de la total ignorancia de
la Causa Primera, sino que el triunfo del bien es accidental. Gollum resbala y
cae en el cráter de lava ardiente tras morder el dedo con el anillo que portaba
el hobbit, que cedió a la tentación de colocárselo. Esto es, que el fenómeno
Tolkien dibuja bastante bien la indiferencia de la humana posmodernidad ante el
problema del bien y el mal, dicotomía que se resuelve por accidente y, nada
menos que, por un ser entregado al mal. De modo, que no se trata de una obra
que es coherente con la mitología de la modernidad –que aun confiaba en la
solución humana del conflicto entre el bien y el mal- sino con la mitología
cultural de la posmodernidad –que pone más énfasis en la resolución azarosa y
contingente de los eventos-. Es por eso
que aquí no se trata de un simple regreso al mito, ni del retorno a la división
maniquea entre el bien y el mal, ni la infantil ausencia de un erotismo adulto,
o la fascinación del poder, la miseria de la guerra o la tentación del mal,
sino que lo substancial es que el triunfo del bien es completamente accidental,
involuntario, eventual y contingente. Y esto es una falsa solución al dilema
moral, que exige siempre una actitud de libre opción. Justamente esta falta de
responsabilidad moral es lo que caracteriza el ánimo de la cultura posmoderna,
a individuos e instituciones de debilitada voluntad que dominan el mundo sin
responsabilidad. Esta idea de negación en los hechos de la libertad todavía repercute en
variantes modernistas periféricas de la filosofía posmoderna e incluso de la
teología[22].
La nadificación de la libertad
humana equivale no solamente a su mal uso, sino, más bien, al deseo insano de
sentirse dirigido por poderes anónimos que le dictan sin descanso lo que debe
hacer. Un poder anónimo prevalente del presente es el dinero y la ganancia, y
esto hace que el alma de las personas esté enferma, enferma de tristeza, que le
impiden brillar. Es la renuncia a la libertad misma, a la responsabilidad y a
la condición primera dada por el Creador al hombre. Es el retorno ficticio a la
inocencia de un supuesto paraíso inmanente. En el fondo de trata de un profundo
temor a la libertad porque implica deber y mundo normativo; justamente lo que
repudia profundamente el hombre anético del nihilismo tardío. Su deseo adánico inmanentista es sentirse libre
de la libertad moral, y retrotraerse hacia una libertad sin responsabilidad.
Pero hay tres tipos de Nada. La nada
de la Creación, la nada del pecado y la nada ante Dios. La primera y la última
son afirmativas, puesto que implican el anonadamiento ante la omnipotencia de la
divinidad. Pero la segunda es negativa, porque subyace en la voluntad contraria
al Creador. El hombre de la posmodernidad se ubica en ésta última, y lo hace de
modo deliberado al adoptar un modo de vida sin abnegación, sacrifico y sin
sentir la inanidad ante Dios. En la posmodernidad no se trata de estar en la
disciplina ascética del desierto de un Casiano y un san Jerónimo, sino de
ubicarse en el desierto del vivir meramente para la carne y las pasiones. Menos
mal que la historia monástica dejó en claro que el ideal de la conquista
perfecta de las pasiones en la vida presente es un concepto pagano y no
cristiano; y, por lo tanto, es un ideal de “carne” más que de espíritu. Además,
Tomás de Aquino aclaró que sólo podemos ser relativamente
perfectos en esta vida y nunca estaremos libres de ciertas deliberadas faltas,
fragilidades, limitaciones y flaquezas. San Pablo llamó a esa espina de la
carne “un mensajero de Satán que me azota”. Esto no quiere decir que el
cristiano no pueda alcanzar la paz del corazón y librarse de la pasión
desordenada, pero en la actual sociedad occidental descristianizada el hombre
en su vida cotidiana sufre la violencia despótica de sus apetitos y, sin el
paliativo de una fuerza espiritual al cual apelar, se entrega, para olvidar el
vacio y cisma interior, a toda una serie de vicios que asolan nuestro tiempo.
Cisma en el alma provocada por haberse entregado al más envilecido empirismo y
entregar su libertad a poderes anónimos. Se trata de la sociedad material con
los envilecidos ídolos del poder, el placer y la riqueza, en desmedro de la
edificación de una sociedad espiritual que desaloja el lujo y entroniza el
amor, el conocimiento y Dios. No es extraño entonces que la vida se torne sin
sentido en medio del triunfo del tener
sobre el ser.
En la decadencia de la modernidad tardía –como eclipse final de
Occidente- la cultura católica y la civilización cristiana están en profunda crisis,
vive el momento más dramático de su historia y, aunque brega sin descanso, la
Iglesia misma está gravemente herida por los escándalos sexuales y financieros,
y un pasado comprometido con el poder político. Mientras tanto crece el sinsentido de la vida y el final de los tiempos
avanza casi incontenible. Por esto no es legítimo abordar el sinsentido de la
vida en la civilización occidental sin reparar en la erosión de su vida
religiosa. Soslayarlo sólo conduce a un enfoque abstracto que no contribuye a
poner el problema en su contexto real. Lo
decimos una vez más: el sinsentido de la vida arrecia sobre todo en la
civilización occidental, y su meollo es el olvido de Dios, porque la
institución que debía cautelar su vida espiritual no ha practicado lo que
predica, el mensaje de Cristo se ha devaluado y la presencia de Dios se ha
vuelto demasiado lejana, remota y trascendente, por lo cual las masas han
preferido postergarla, entregándose al racionalismo, escepticismo,
fundamentalismo o anetismo. Cuál es, entonces, la salida. Escuchar la voz
de Dios en nuestro interior, perseverar en la fe loando el cambio espiritual y
no claudicar en la esperanza de la salvación eterna. La voluntad de Cristo es
que nos amemos los unos a los otros, y mientras se cumpla este precepto se
puede esperar un cambio fuera y dentro de nosotros. ¿Pero este mandato se
cumple? Las condiciones objetivas
para el cambio están dadas, solo faltan las subjetivas
y, dentro de ellas, la vanguardia espiritual que la realice. La tarea del pensar consistirá en subordinar la metafísica
del ente, precursor de la era técnica, a la metafísica del ser, reedificadora
de un nuevo despertar religioso. Replantear la posibilidad de un pensar que se
interrogue tanto por el ser del ente como por el ser en cuanto ser, es la
salida al callejón sin salida del nihilismo y al sinsentido de la vida. Y
paralelamente la tarea de la acción será dar nuevas posibilidades a la libertad
y a la justicia distribuyendo la propiedad privada, promoviendo el control del
monopolio, restituyendo el trabajo cooperativo-corporativo y poniendo la
tecnología al servicio de la liberación del hombre respecto al trabajo
obligatorio. Vivir sin opulencia, una pobreza digna no significa miseria,
ni riqueza ni miseria, sino una vida simple, que simplifique el papel de las
necesidades naturales y artificiales y que permita el recogimiento en Dios. En
otras palabras, el futuro del hombre depende de su capacidad para acercar el
reino de Dios. En ninguna otra etapa de la historia se ha mostrado con más
nitidez que el futuro del hombre y su historia depende del futuro de Dios. Dios
es el futuro absoluto del hombre, de la historia y él mismo es futuro en el
tiempo. Por ello la autorrealización de Dios es un proceso de reconciliación
con el mundo. Pero la autorrealización de Dios en Jesucristo no garantiza el
éxito del proceso, a pesar de que se acentúa la realidad de Dios. Sólo la
consumación de su reino demostrará su divinidad. Pero esto no significa que
sólo el futuro de su reino sea la realidad de Dios, porque la verdad de su vida
intratrinitaria está dada fuera del tiempo y porque además la historia de la
revelación está conclusa aunque la historia de la salvación prosiga[23]. Lo que
está en juego en el reino de Dios es la salvación y no la revelación.
Si lo más profundo del problema del
sentido de la vida es su dimensión metafísica en consecuencia se puede afirmar
que recuperar el sentido de la vida atraviesa por romper con el dios inmanente,
del idealismo panteísta, y con el criterio de univocidad del ser, que está
detrás de este concepto. La recuperación del sentido de la vida en la
modernidad tardía de la civilización occidental, exige dejar atrás la autarquía
absoluta de la realidad humana,
reafirmar la trascendencia ligada a lo finito, y devolver a Dios y a la
criatura a sus respectivos órdenes (eternidad-temporalidad). Un humanismo con
Dios responde a la profunda esencia y estructura de la realidad humana, como
única criatura que se plantea el problema de Dios, y es así porque Dios es una
trascendencia que viene a lo inmanente, y el hombre es una inmanencia que va
hacia lo trascendente. Siendo parte de los dos mundos debe vivir ambos en
conexión y reconocer que su vida sólo tiene pleno sentido como finitud plantada en lo absoluto. Así se puede atajar y
subsanar el cisma en el alma propugnado bajo la nihilista modernidad tardía.
Lo
cual no significa que el hombre por sí solo logre la plenitud de su vida, por
el contrario, al haberse manifestado Dios en la historia, al ser la historia
una historia de salvación y revelación, ello revela el sentido escatológico de la vida humana. Dios
está primero en tanto que Creador y él es el fin supremo. Pero el Dios trino es
amor, la historia de Dios es su venida hasta el hombre y por ende la
historicidad de Dios es su estar viniendo. El ser finito es contingente y, sumido como está entre la verdad y la
falsedad, necesita de la luz de la divinidad. La creencia en Dios no nos
asegura una vida con sentido, pero es una barrera importante al sinsentido de
la vida y un baluarte seguro para la prueba final. El final de los
tiempos de la nihilista modernidad tardía persiste en el inhumano humanismo sin
Dios, en pretender la eternidad en la inmanencia, y termina acentuando la
secularización, el olvido del ser y del Dios, en una inmanencia que desconoce
su verdadera trascendencia. Porque la trascendencia está presente en la inmanencia
y éste es el contenido profundo de la Encarnación, pero no lo es para
desvincular la inmanencia de la trascendencia, como lo hizo el proyecto moderno,
sino para revelar su íntima conexión. El significado del humanismo clásico,
como lo ha subrayado Peter Sloterdijk[24], se ha
limitado a consagrar la amistad del hombre con el hombre a través del código de
la lectoescritura, pero la Humanitas implica
además de un esfuerzo de domesticación de la humanidad y consagración de la
amistad del hombre con el hombre, el reconocimiento de que el ser humano
represente el más alto poder para el hombre. Sin embargo, y esta es la
limitación del enfoque sloterdijkiano, de poco sirve reconocer que el ser
humano represente el más alto poder para el hombre sin reconocerse criatura de
Dios, finita y unida por amor al fundamento. Este reconocimiento en nada mella
al hombre, al contrario potencia sus facultades al reconocerse no sólo como
hecho a “imagen y semejanza”, sino que lo compromete en el mundo al uso
responsable de sus potencialidades. Sin este reconocimiento no podremos salir del
terrorismo luciferino de la voluntad emancipatoria del sujeto moderno, el cual
culmina en una nueva mística del hombre, sin preocuparse demasiado de estar
perdiendo su humanidad. Y con ello se profundiza el olvido de Dios, que no sólo
es un hecho meramente psicológico sino eminentemente ontológico, pues implica
una obliteración del llamado del ser. El
sinsentido de la vida brota de la escisión en el alma, incitada por haber dado
la espalda a la verdad y al ser. Ocultamiento nihilista del ser que es
manifestación de la decadencia cultural de la civilización occidental, donde avanza
rápidamente la sociedad del sinsentido de la vida. Pero dicho nihilismo tiene
el efecto contrario de acentuar la realidad de Dios, como lo ausente indispensable, y de reclamar la
realidad del futuro de su reino.
El fin del hombre es la felicidad, y
ésta, bien entendida, se da inseparablemente unida del bien, y el bien supremo
es Dios. Simplemente es absurdo admitir la existencia de Dios y esperar que
ello no tenga consecuencias prácticas. Si Dios existe es lógico y razonable
llevar una vida conforme a este criterio, pues la admisión de su existencia
reclama una actuación que responda a los criterios admitidos por la fe en Dios.
Dios Padre no es criatura y por ende no puede ser acápite de un pensamiento
objetivante, pero Dios Hijo sí es susceptible de un pensamiento objetivante, y por
ello el punto de partida siempre será el encuentro y la llamada de Dios para no
deformar la razón en el sentido de una teología natural. De ahí que sea cierto
que ya no es creíble el Dios de la imagen eclesiástica, que se limita sólo a
subrayar la trascendencia de Dios, y que haga falta una nueva imagen de Dios
que ponga énfasis en su entroncamiento inmanente con el destino humano. No otra
cosa significa el misterio de la Encarnación. El encuentro con Dios incluso en
la teología escolástica siempre ha sido existencial y nunca primeramente
conceptual, siempre evitó no partir del “llamado” y “encuentro” con Dios, nunca
hizo la deformación natural de la razón y siempre subrayó que el fin del hombre
es la felicidad que consiste en el goce amoroso con Dios. Es así que la
contemplación de Dios en el cielo es la meta postrera de la teología. Ahora
bien, la escolástica abordó la esencia, propiedades y relaciones intradivinas
de Dios, pero se le escapó el comportamiento libre de Dios ante el mundo y los
hombres. A lo que vamos es que secularización no es en sí misma mala, está
santificada por el encarnación de Dios; más bien, se vuelve negativa cuando se
convierte en objeto exclusivo de la libertad humana, pero su esencia es
positiva porque implica incentivar la verdadera responsabilidad del hombre en
el mundo teniendo en cuenta a Dios. El hombre y no Dios es el protagonista de
su propia historia, pero lo hace con la gracia de Dios. En este sentido la
modernidad y la posmodernidad requieren de un cambio de rumbo y una
rectificación de su orientación ultrasubjetivista, de su radicalismo
inmanentista, que rectifique el comportamiento libre del hombre respecto a sí
mismo, al mundo y a Dios. El hombre es una criatura inmanente arraigado en lo
trascendente, Dios es el Creador trascendente plantado en lo inmanente. La
nueva imagen de Dios no es la imagen de un nuevo Dios, sino es el mismo Dios
cristiano tomado en cuenta tanto en su dimensión infinita y en su dimensión
finita. El hombre sólo puede ser imagen de Dios si tomamos en cuenta no sólo la
trascendencia de Dios, que por sí sola se vuelve alienante, sino considerando
también su inmanencia al mundo y al hombre. El Dios uno y trino no sólo es el
de la revelación sino también de la liberación del pecado y de toda forma de
vida basada en la opresión e injusticia. De ahí que en la nueva imagen de Dios
sea importante no caer de la unilateralidad de dar cuenta sólo de Dios en sí y para sí a la otra unilateralidad
de dar cuenta del Dios para nosotros.
Dios es en sí y para sí y también para nosotros, de la verdad, de la historia y
de la liberación del pecado. La verdadera teología política es la que ve la
praxis liberadora en la completa salvación al final de la historia para vivos y
muertos y esto sin menoscabar la lucha permanente del hombre por el bien en la
vida terrena y solidaridad con el pobre y el oprimido. No hay que olvidar que
la predicación de Jesús es una predicación partidista. Esto último cobra mayor
relieve en nuestro tiempo de globalización neoliberal, por cuanto las personas
tienen dignidad y no precio y considerando que no es posible hablar de Dios sin
hablar del hombre y de la concepción de Jesús, que entra directamente en
conflicto con los intereses de minorías de las élites megacorporativas que
utilizan su poder contra el bienestar de las mayorías. Por eso importa para el
sentido de la vida que así como ayer explicó Jesús en qué consiste la verdadera
divinidad, del mismo modo es necesario hacerlo hoy para desenmascarar el uso
que se hace de la divinidad para oprimir al hombre y despojarle de la vida. Si
bien el misterio último de la vida trasciende la vida concreta, ello no es
óbice para desatenderla porque Dios está también en lo pequeño.
Todo lo cual exige una nueva imagen
de Dios, que integre lo que es en sí y
para sí y lo que es para nosotros,
lo cual no afecta el comportamiento
libre de Dios frente al mundo y a la humanidad, a pesar de la temática del fin
ligada a la del juicio futuro. Pensar que una nueva imagen de Dios pueda
solucionar el sinsentido de la vida puede aparecer como excesivo ante la
dimensión de la crisis de fe en la civilización occidental. Para que lo sea
tendría que dar respuesta a la aparente pérdida de la función divina, al
desplazamiento de la cuestión de Dios hacia el problema general del sentido,
extinción de la sensibilidad para lo divino y lo santo, no encontrar un lugar para
Dios en el ámbito del lenguaje, y la cuestión de la teodicea. Una respuesta
posible no nace de la dogmática sino de la teología, que tiene que hacer frente
a los cuestionamientos del ateísmo generalizado, potenciando la fe, la
esperanza y la praxis responsable de los cristianos, para comprender cómo no
hay que seguir hablando y pensando de Dios. La tendencia actual es refugiarse
volviendo al Dios de la revelación bíblica, que despacha con precipitación todo
el valor del pensamiento de Dios de la tradición cristiana (inspirado por la
filosofía grecopagana), se convierte en un diálogo de sordos, no repercute en
la praxis social e impide construir una adecuada teología para nuestros dramáticos
tiempos. No han faltado teólogos que se han unido al coro heideggeriano para
entonar al unísono el “fin de la metafísica”. Todo lo cual aumenta la confusión
presente. Y, en parte, es cierto, pues en toda metafísica de Dios subyace el
peligro de erigir un sistema teístico
en un lenguaje no analógico, pero no toda metafísica ha de incurrir en este
error. Una filosofía real del ser reconocerá de modo radical a Dios como
“siempre mayor” y por lo cual se hace indispensable la visión analógica del
ser; pero se trata de un ser persona, con conciencia y libertad, que se
comunica, ama y relaciona. Por eso una adecuada teología debe cuidar de no
reducir a Dios en determinadas propiedades objetivas, sino que aparezca como
quien puede reunir en sí lo contrario y opuesto. Esto no quiere decir que hay
que exacerbar las paradojas en Dios, lo cual lleva a anular la posibilidad de
una teología reduciéndola a pura mística. Teología es pensamiento crítico, como
lo demuestra su desarrollo moderno. El nuevo lugar de Dios ya no lo es tan sólo
la naturaleza con su historia sino la misma libertad humana. El punto dramático
sigue siendo, sin embargo, si la descreída y nihilista civilización cristiana
occidental es capaz de asimilar la nueva imagen de Dios o por el contrario
Occidente ha perdido su capacidad de autocrítica espiritual y está condenada a
perderse mefistofélicamente en un mundo sinsentido. Al respecto se puede
afirmar que no hay cultura ni civilización sobre la tierra que vaya
conscientemente al cadalso histórico, lo que sí hay son sistemas totalitarios intra y extra democráticos que son capaces de adormecer la conciencia
crítica, paralizar las energías creativas, silenciar la disidencia y llevar a
la sociedad a su colapso. El hombre unidimensional marcuseano, que pulula en
las sociedades industriales y postindustriales, con su adaptación reptilesca,
su abandono a la inercia del espíritu, su repudio a la constitución dialéctica
del mundo, es capaz de seguir reforzando las instituciones deshumanizadas,
hasta que no sea sacudido de su sueño letárgicamente apocalíptico por una nueva
imagen de Dios, de un Cristo inmanente y no meramente trascendente, que camina
junto al desposeído, al olvidado y al oprimido. Una profunda crisis espiritual
requiere de un profundo cambio del espíritu. No hay alternativa. El hombre
descristianizado de Occidente pugna por una finitud
plenamente cumplida, pero ha llevado su esfuerzo por el lado material,
mientras tanto el deterioro de su personalidad espiritual ha ido en aumento.
Desconcertado no acierta en encontrar la salida a su autorrealización y va de
tumbo en tumbo hasta quedar exánime como un Cristo sin Dios. Pero Dios está
presente en su conciencia, lo busca y llama a su puerta, pero el moho que
acumula lo calla y se mantiene la pérdida del sentido de lo divino.
Hace falta un esfuerzo más, esta vez
institucional, que demuestre que la recristianización de Occidente requiere de
un Papado valiente que haga sentir al mundo que Cristo está vivo, enlazado con
el hombre concreto, conectado con su historia y que lucha esforzadamente a su
lado. Las instituciones deshumanizadas pueden ser remecidas y derribadas por
una institución espiritual que unida al pueblo de Dios es capaz de de impregnar
el giro histórico que requiere la gravedad de la presente crisis humana. Jesús
expulsó a los mercaderes del Templo, ha llegado la hora de volver a hacerlo,
porque nuestro Templo es hoy el Mundo. Sólo una Iglesia que da la espalda al
pueblo de Dios está condenada a seguir hundiéndose en la obsolescencia de sus
fríos capiteles. Sólo una Iglesia que lucha junto con el pueblo de Dios es una
Iglesia de Dios. Mientras tanto, el esfuerzo individual nunca será sustituido
por ninguna organización, y el verdadero cambio antes de empezar por fuera es
que el comienza por dentro. Una institución que demoró varios siglos en
rectificarse por el asunto Galileo y que aun mantiene un silencio sospechoso
sobre el comportamiento de Pio XII durante el nazismo no brinda las garantías
para ponerse en la vanguardia de los tiempos implementando una nueva imagen de
Dios. Mientras no se produzca un audaz cambio teológico en el Vaticano éste
seguirá coludido por su inercia con la acelerada descristianización de
Occidente. No se trata de ser optimista ni pesimista respecto a la
recristianización de Occidente de lo que se trata es de advertir que la nueva
imagen de Dios no es realidad nueva, dado que consiste en la misma mística
activa de Jesús. Lo que en realidad es nuevo es si en este mundo
desespiritualizado y sin interioridad, que vive de espaldas a Dios y a la
verdad, donde la apostasía generalizada se agita y crece sin cesar, todavía
existen las energías espirituales indispensables para promover una afirmación
de la vida y del mundo con contenido ontológico, ético y religioso. De no ser
posible, el sin sentido de la vida aumentará al compás del decrecimiento de la
fe. Lo que revela que la nueva imagen de Dios no constituye la receta ante la
secularización nihilista de la modernidad tardía, sino, que señala, por un
lado, el falso rescate desespiritualizado de la afirmación del mundo y de la
vida, y, por otro lado, indica en qué medida se ha dejado en el olvido la
mística activa de Jesús. Cristo exhibe la realización del sentido pleno de la
vida en la creación amorosa e insobornable del bien en la Tierra a través de
orden social justo. El rostro humano de Dios brilla entre los más
desfavorecidos de las megalópolis de hoy.
Finalmente, y para concluir en una fórmula todo lo examinado,
se puede sostener lo siguiente: el
sinsentido de la vida, el olvido del ser y de Dios son una misma cosa, cuando
no lo impide la creencia correcta en Dios, por cuanto en la vida humana el
sentido pleno de la vida es la contemplación perfecta de Dios, que en esta vida
inmanente se da la mano con la lucha responsable por el bien en la Tierra y la instauración
amorosa e íntegra de un orden social justo.
[1]
Paul Ricoeur, Finitud y culpabilidad,
Taurus, Madrid, 1960.
[2]
No obstante, hay autores recientes que sostienen que la cultura andina no sólo
está viva sino que constituye la esperanza civilizatoria ante el declive y
desquiciamiento de Occidente. Véase: Luis Enrique Alvizuri, La resurgencia de las naciones andinas,
IIPCIAL, Lima, 2004; Pachacuti. El modelo
de desarrollo andino, Bellido Ediciones, Lima 2007. Desde un punto más
sociológico, económico y político tenemos: Gerardo Ramos, Una visión alternativa del Perú, URP. Lima 2001; José Mendívil, La otra libertad, URP, Lima 2005. Un
antecedente cuyo punto de vista es del mestizaje constituye la obra de Antenor
Orrego, Hacia un humanismo americano,
Mejía Baca, Lima, 1966.
[3]
A. Wagner de Reyna en su libro La poca Fe
(ISPEC, Lima, 1993, p. 129-139) ha escrito que la religión o la fe es
importante para darle sentido a la vida porque libera al hombre de las
restricciones de la racionalidad. Esto es cierto, aunque la posmodernidad
denigra a la razón fundamentadora y no por ello se caracteriza por un regreso a
la fe. Además, en medio de una humanidad que ya entró a la edad de la razón es
necesario enfatizar las dos dimensiones de la religión: el lado de la fe y el
lado de la sabiduría.
[4]
Hilaire Belloc, La crisis de nuestra
civilización, Sudamericana, B. Aires, 1961.
[5]
Véase también, O. Spengler, La decadencia
de Occidente, Espasa Calpe, 1945; Arnold Toynbee, La civilización puesta a prueba, Sudamericana, 1951; Alfred Weber, Historia de la cultura, FCE, 1968; Lin
Yutang, La importancia de vivir,
Sudamericana, 1951; Nicolás Berdiaev, Una
nueva Edad Media, Ed. Carlos Lohlé, 1979; René Guénon, La crisis del mundo moderno, Mosca Azul, Lima, 191975; Gilles
Lipovetsky, La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo
contemporáneo, Anagrama, 1988; José María Mardones, Posmodernidad y cristianismo. El
desafío del fragmento, Sal Terrae, 1988; G. Vattimo, El fin de la modernidad. Nihilismo y hermenéutica en la cultura
posmoderna. Gedisa, 1986.
[6]
Véase: Jacques Ellul, El siglo XX y la
técnica, Labor, 1960; Erich Fromm, La
revolución de la esperanza. Hacia una tecnología humanizada, FCE, 1971;
Juan Camacho, Individuo y técnica en el
mundo contemporáneo, Ed. Amaru 1986.
[7]
Véase: Christopher Derrick, La creación
delicada, Encuentro, Madrid, 1986; Theodore Roszak, Persona Planeta, Kairós, Barcelona, 1985; Varios autores, Teología de la ecología, San Pablo, Lima, 1995.
[8]
Más daño hace al filósofo no saber de teología, que al teólogo no saber de
filosofía, porque aunque la salvación no venga por la sabiduría, ésta puede
llevar a la salvación. Véase: O. Muck, Doctrina
filosófica de Dios, Herder, 1986; E. Fortman, Teología de Dios, Sal Terrae1969; H. Vorgrimler, Doctrina teológica de Dios, 1987; B.
Weissmahr, Teología natural, Herder,
1986; J. B. Lotz, La experiencia
trascendental, Madrid, 1982; Comisión teológica internacional, La interpretación de los dogmas,
Conferencia Episcopal Peruana 1991; Pontificia Comisión Episcopal, La interpretación de la Biblia en la Iglesia,
Paulinas, 2007.
.
[9]
Véase de K. Rahner, Sobre el concepto de
misterio en la teología católica, Madrid 1964.
[10]
El subordinacionismo arriano y sabeliano –con su afirmación de que Jesús no era
Dios sino primera criatura y por tanto siempre subordinada al Padre- fue
derrotado en el Concilio de Nicea (325) presidido por el emperador Constantino,
el cual después apoyó al semiarrianismo (el Hijo no es igual sino semejante al
Padre) y sólo cuando cedió su apoyo a éstos se fue imponiendo la doctrina del
Concilio de Nicea (contra el triteísmo y el subordinacionismo sostuvo que el
Hijo es consubstancial al Padre). Pero
los primeros ensayos de una doctrina teológica de la Trinidad datan de la
segunda mitad del siglo II con Justino (†165) y Taciano (†170), justamente para
responder a aquellas tendencia que Tertuliano llamó “monarquianos” (Teodoto,
Pablo de Samosata, Noeto, Práxeas, Sabelio). A Tertuliano, Novaciano y Orígenes
–que hablan del proceso trinitario intradivino- les cabe el honor de presentar
la primera doctrina trinitaria contra el monarquianismo (preservan la fe de Israel
en un Dios uno; Hijo y Espíritu Santo no son personas, no hay trinidad, sólo
modos de la divinidad). El punto final sobre la fe trinitaria se alcanzó en el
Concilio de Constantinopla (381). El Concilio de Calcedonia (451) no hizo más
que ratificar el credo niceo-constantinopolitano. La doctrina capadocia de que
el Espíritu procede del Padre y del Hijo (Filioque)
fue introducida en el Credo por la iglesia latina a instancias de la corte
carolingia, cosa que las iglesias orientales combatieron sin cesar desde el
siglo IX por considerar que en el proceso intradivino se perjudicaba la
peculiaridad del Padre; mientras que en Occidente quedó definitivamente
refrendado, tras varios concilios –Letrán y Lyon-, en el Concilio de Florencia (1439).
Véase N. Brox, Historia de la Iglesia
primitiva, Herder, Barcelona, 1987;
H. Rondet, Historia del dogma,
Herder, Barcelona, 1972; H. Jedin y otros autores, Manual de historia de la Iglesia, Herder, Barcelona, 1978.
[11]
Para comprender este punto resulta fundamental la obra de Johannes
Hirschberger, Historia de la Filosofía,
2 t., Herder, Barcelona, 1991.
[12]
M. Heidegger, Ser y tiempo, FCE,
México, p. 469.
[13]
Véase, F. J. Sheed, Teología y sensatez,
Herder, Barcelona, 1991.
[14]
El temor al cambio en el seno de la
iglesia romana es puesta nuevamente a la luz en el libro La Iglesia Católica y el Holocausto. Una deuda pendiente (Taurus
2002) de Daniel J. Goldhagen, donde se ilustra con detalle la responsabilidad
histórica de Roma durante el Holocausto nazi y la protección de criminales de
guerra, asociándolo a un antisemitismo que se remonta a los primeros tiempos
del cristianismo y que se puso nuevamente en evidencia en el año 2000 cuando la
Comisión mixta judío-católica encargada de investigar “El Vaticano y el
Holocausto” quedó suspendida porque los materiales no eran proporcionados a los
investigadores.
[15]
Cf. las ideas que sobre el final del universo expongo en mi libro El universo sin sombra. Metaciencia o límites metafísicos del
universo, IIPCIAL, Lima, 2010.
[16]
Teólogos que han escrito en este nuevo sentido son: K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, Barcelona,
1979; D. Sölle, Sufrimiento,
Salamanca, 1978; J. Moltmann, Trinidad y
reino de Dios, Sígueme, Salamanca, 1983; E. Schillebeeckx, Dios, futuro del hombre, Salamanca,
1970; G. Wildmann, Concepción personal de
Dios e historia de la libertad de Occidente, “Concilium” 123, 1977,
382-392.
[17]
Cf. Fernando Savater, Los diez
mandamientos en el siglo XXI, Sudamericana, 2004.
[18] Cf. D. Masson, Monothéisme
coranique et monothéismo biblique, Desclée de Brouwer, Paris, 1976.
[19]
Véanse, Josep Rovira i Belloso, Fe y
cultura en nuestro tiempo, Sal Terrae, 1988; Luis González Carbajal, Ideas y creencias del hombre actual, Sal
Terrae, 1993; Alberto Bonet, El
catolicismo y la cultura, Nauta, 1971.
[20]
Cf. Werner Sombart, Lujo y capitalismo,
Alianza, Madrid, 1979. Para Sombart el capitalismo nace del señorío de la mujer
en la corte, la sustitución del amor santificado por el amor hedonístico y el
triunfo del amor libre terrenal, lo que impulsó y fomentó el lujo, el cual no
por lo suntuoso sino por el carácter exportador abre las puertas al
capitalismo. El triunfo de la mujer está así asociado no sólo al triunfo del
lujo sino también del capitalismo. La lady es la que da forma al capitalismo. Véase
también mi libro La esclavitud de la
mujer liberada, IIPCIAL, Lima, 2008.
[21]
Cf. Philippe Sollers, El Secreto,
Lumen, Barcelona, 1993; y Mujeres,
Lumen, Barcelona, 1985.
[22]
Cf. Véase mi crítica al robotismo teológico en mi libro Signos del cielo, IIPCIAL, Lima 2011. También se claudica de la
libertad en el reciente libro de Fidel Gutiérrez, El método princonser, IIPCIAL, Lima 2012. Allí afirma: “La idea de
estar libre implica estar desconectado del mundo, lo cual es insostenible,
tanto biológica, social y espiritualmente. Pero esta idea de libertad es sólo
una creencia puesto que en realidad no es posible y no existe ningún ente
libre”, p.40. Este férreo modernismo ultramontano identifica la libertad con la
necesidad como oposición rígida al azar posmoderno. En el fondo se trata de la
misma crisis compartida entre modernismo y posmodernismo de no asimilar
adecuadamente y, por consiguiente, no superar dialécticamente la categoría
kierkegaardiana de “posibilidad”. Además, persiste una confusión entre la determinación
y la necesidad, lo que impide explicar la aparición de cualquier agente libre.
[23]
Para W. Pannenberg la realidad de Dios está en el futuro de su reino, pero esto
desvirtúa la realidad preternatural de Dios y la relativiza en la historia. Cf.
Grundfragen systematischer Theologie II,
Gotinga, 1980, 143. Sobre el futuro de Dios: H. J. Schultz (dir.)¿Es esto Dios?, Herder, Barcelona, 1973;
E. Schillebeeckx, Dios el futuro del
hombre, Sígueme, 1970; J. Moltmann, El
futuro de la creación, Sígueme 1979.
[24]
Cf. Peter Sloterdijk, Normas para el
parque humano. Una respuesta a la “Carta sobre el Humanismo”. Revista
Observaciones Filosóficas (http://www.obervacionesfilosóficas.net).
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