NIHILISMO
DE LA MODERNIDAD TARDÍA Y VIDA SIN SENTIDO
§. 5 El sinsentido de la
vida: ¿Un problema sociológico o filosófico? §. 6 El nihilismo de la modernidad
tardía §. 7 El nihilismo y la pérdida de sentido
El pecado no es perjudicial porque está prohibido,
sino que está prohibido porque es perjudicial.
B. Franklin
§. 5
El sinsentido de la vida:
¿Un problema sociológico o filosófico?
Ahora bien, si la vida humana es un
continuo hacerse ¿por qué se ha vuelto problemático el sentido de la vida? ¿Qué
ha cambiado en la vida humana para que ese “continuo hacerse” se vuelva
insatisfactorio y avance pletóricamente el sin sentido? En el otrora sistema
comunista la falta de libertad hizo que la justicia misma terminara por
desplomarse. Y en el desaparecido capitalismo de bienestar la abundancia y la
prosperidad aceleraron el consumismo y menoscabó los valores humanos. En cambio
hoy ¿Es el sistema hipercapitalista el responsable de la concentración de
bienes materiales en un puñado de megarricos y de la penuria de bienes
espirituales?¿La globalización neoliberal de los últimos 30 años, y que hoy se
tambalea gravemente, al reducir el gasto social, eliminar el salario mínimo,
descartar el seguro de desempleo, incrementar la pobreza en el mundo, desmontar
el capitalismo de bienestar, multiplicar el trabajo precario bajo la línea de
pobreza, y aumentar la brecha entre ricos y pobres, no ha acelerado acaso el
sinsentido de la vida? ¿Una sociedad que se sigue rigiendo por patrones
cuantitativos, que pone lo económico sobre lo humano y social, que entroniza el
consumismo pero que acentúa la
desigualdad social, no genera acaso desesperanza, desilusión, y el achatamiento
de las aspiraciones humanas? ¿Acaso la crisis del sentido de la vida no se
traduce en una vulgar libertad para consumir, que se convierte en lo que Castoriadis[1] llama el “avance de la insignificancia”, “la
crisis de las significaciones imaginarias”, “la necesidad de reorganizar las
instituciones sociales” y crear nuevas significaciones de índole humanista? ¿Es
el sinsentido de la vida una forma de anomia social e individual? ¿Es el
sinsentido de la vida un problema eminentemente sociológico antes que
filosófico? ¿Agota su manifestación fenomenológica todo su contenido esencial?
Berger y Luckmann [2] han
señalado que grupos civiles religiosos, ecologistas, de derechos humanos,
asistencialistas, etc., constituyen “depósitos sociales de sentido” que
permiten que las sociedades modernas sigan funcionando impidiendo la
propagación pandémica de la crisis de sentido. Esta visión optimista e ingenua ignora
que estos grupos civiles son más bien “amortiguadores del sinsentido”, que
desprovistas de una visión de cambio estructural son incapaces de promover un
real cambio del sentido de la vida y constituyen así un elemento “bisagra” en
la consolidación del mundo irracional. ¿Acaso las transgresiones morales de las
iglesias, instituciones caritativas y diversas ONGs, vistas generalmente como
“reservas sociales de sentido”, no minan también el sentido de la vida
convirtiéndose en “depósitos sociales del sinsentido”? ¿Es la modernidad
occidental, al colocar la subjetividad humana en el centro, la responsable del
sinsentido de la vida? ¿Representa el escepticismo, el hedonismo y el nihilismo
las expresiones culturales más legítimas de una vida sin sentido? ¿Es el
sentido de la vida solamente una variante sociológico-antropológica o expresa
algo más profundo? [3]. ¿Es es el
sinsentido de la vida lo mismo que la anomía? Si tomamos la anomia, como lo
sugirieron Durkheim y Merton[4], como la
desintegración cultural y social y como falta de integración grupal, local y
nacional, entonces habría una correlación entre anomía y sinsentido de la vida.
Fue lo que sucedió, por ejemplo, cuando se impusieron condiciones de
explotación o de esclavitud en el derruido contexto social andino, cuando el
equilibrio premoderno incaico se vio sustituido por la nueva cultura española
conquistadora. Imperó el sinsentido de la vida, las enfermedades,
fallecimientos y suicidios fueron masivos y lo que sucedió fue una verdadera
hecatombe del mundo andino premoderno. Lo singular es que este tipo de anomia
puede ser considerada como una fase de destrucción de lo viejo (mundo andino
premoderno) y desarrollo de lo nuevo (mundo andino moderno) que va desde la
ruptura de una determinada solidaridad cultural (ayllu) hasta la asimilación de
una nueva cultura (competitiva) por parte de la población dominada. A este tipo
de anomia correlacionada con el sinsentido de la vida podemos llamarla anomia o
sinsentido de la vida de tránsito
histórico. Ya los análisis freudianos[5] habían
sugerido lo determinante de la relación entre libido y cultura, en el sentido
de que al aceptar los límites que impone la sociedad a la expansión espontánea
de la libido es condición esencial para poder construir la civilización, la
moral y la religión. En otras palabras, los complejos procesos psicológicos
entrañados son consecuencia de la causación social del malestar cultural. Quizá la raíz socio-psicológica más profunda del
sentido de la vida esté en la rapidez del
cambio del sistema económico y en las crisis
de sentido que provienen de la anarquía que produce tal sector. En efecto, la
aparición de inestabilidad familiar y profesional, la violencia, la
criminalidad, la conducta irregular evidencian signos de anomia y sinsentido de
la vida a nivel psicológico cuyo origen está en el origen social del proceso.
Lo cual nos conduce a la afirmación de que el sinsentido de la vida, aun cuando
no se identifique exactamente con el fenómeno de la anomia, sin embargo está latente en la estructura misma de toda sociedad e individuo, como fenómeno transitorio y sintomático que amenaza en cobrar dinamismo y desarrollo en
aquellas sociedades que carecen de instituciones
mediadoras de solidaridad social. Si el sinsentido de la vida crece
desorbitadamente en la globalización neoliberal actual es porque muestra que no
se trata de un fenómeno coyuntural sino estructural de la dinámica de las
sociedades competitivas estratificadas.
Y es aquí que podemos advertir con
más claridad la mayor amplitud del sinsentido de la vida respecto al fenómeno
de la anomia. Pues la anomia entendida como desviación no podría surgir en
sociedades autoritarias, ni
sociedades solidarias, sino tan sólo
en sociedades competitivas donde la
desigualdad de oportunidades sea la nota característica. No obstante, también
hay formas de sinsentido de la vida en las sociedades autoritarias y en
sociedades solidarias, aunque en menor escala social. Por ejemplo, si Gorbachov
no hubiese puesto en marcha la Perestroika
y el Glasnost en su país –el cual era
una sociedad autoritaria a pesar de sus mecanismos de solidaridad social- difícilmente
se hubiera derrumbado la Unión Soviética y se hubiese puesto fin al sistema
burocrático muy organizado, pero el descontento social si bien no tenía formas
políticas ni ideológicas de escape sin embargo conseguía hacerlo a través de un
altísimo índice de alcoholismo, entre otras desviaciones existentes. Y en las
sociedades solidarias, como las escandinavas, la amenaza de las conductas
desviadas y del sinsentido de la vida no deja de estar presentes siquiera en
mucha menor escala, tanto social como individual. Por ejemplo, suicidas hay por
todas partes pero no todo suicida es anómico o ha perdido el sentido de la
vida. Si nos atenemos a las tres formas de suicidio durkheimianas: egoísta,
altruista y anómico, sólo el primero y el último es susceptible de ser
calificado de sinsentido de la vida. El suicida altruista (el héroe, el mártir)
no carece de sentido de la vida ni es anómico. Esto es, se dan manifestaciones
autodestructivas que no implican sinsentido de la vida porque ponen su muerte
al servicio de una causa noble y humanitaria. Aquí el sentido de la vida
implica el sacrificio de la propia vida. Nuevamente hay que subrayar que el
sinsentido de la vida y la anomia coinciden al ser a la vez una característica latente de los sistemas
sociales y un estado de los
individuos, pero no coinciden al comprobar que no todo sinsentido de la vida es
conducta desviada o anómica. Por ejemplo
las clases inferiores son presa fácil de la anomia o conducta desviada,
pero existen otras formas de desviación y desorientación de las clases medias y
de las clases superiores que presentan procesos distintos al de la anomia. En
otros términos, si la anomia es desviación, no toda desviación es anómica. Así
las desviaciones de desorientación,
frecuentes en las clases medias y superiores, sin ser anómicas implican un
sinsentido de la vida. En otras palabras, tanto la anomia como el sinsentido de
la vida tienen una raíz distinta según sea la sociedad imperante (autoritaria,
solidaria, competitiva). En la sociedad competitiva surgirá de la desigualdad de oportunidades, en la
sociedad autoritaria de la falta de
oportunidades, y en la sociedad solidaria de la latencia inevitable en los individuos y disfunciones sociales
estructurales. Tampoco se puede subestimar las motivaciones ideológicas en el fenómeno del sinsentido y de la
anomia. Así, cuando el consumismo mercantilista de las clases medias y
superiores determinan el contenido de la cultura, entonces las metas de éxito,
eficiencia, promoción social se convierten en moral social, lo cual crea las
condiciones artificiales para la condena de los fracasados o los rebeldes,
como proyecto punitivo para marginar a los inconformistas.
Una mirada más atenta al fenómeno
de la inconformidad permite apreciar sutiles variaciones según la relación
entre fines y medios: el conformista
es el que acepta los fines y medios que la sociedad le ofrece; el inconformista ritualista es que acepta
los medios aunque rechaza los fines; el inconformista
renunciante es el que no acepta ni los medios ni los fines pero modo
pasivo; el inconformista rebelde es
el que no acepta ni los medios ni los fines de modo activo y propugna otro
orden social; el inconformista innovador
es el que acepta los medios pero no los fines, buscando nuevos fines; y el inconformista creador es el que es el
que no acepta ni los medios ni los fines y propone nuevos fines y medios. Esto
lleva a distinguir entre grados de
sinsentido de la vida: la simple, que
refleja un estado de confusión de un individuo, un grupo o una sociedad que
viven sometidos a conflictos entre sistemas de valor, y se manifiesta como
inquietud o como sentimiento de inseguridad y hasta desesperación; y la aguda, que refleja deterioro y hasta
desintegración de sistemas de valores y que se experimenta con una angustia
notable. En este último caso se ubica al hombre auténtico de Heidegger, el cual
repara en las estructuras inauténticas de la cotidianidad para descubrir nuevas
estructuras existenciales posibilitadas por la angustia. Lo cual implica que en
el fenómeno de la inconformidad hay presencia del sinsentido de la vida y según
el grado de manifestación puede jugar su presencia un rol positivo o negativo. La
tipología del inconformismo describe
conductas desviadas no sólo de personas sino también de instituciones, pero tal
desviación puede ser positiva o negativa, así, no todo sinsentido de la vida es negativo y no todo sentido de la vida es positivo. Elijamos, por ejemplo el caso de
las universidades que optan por ofrecer una formación técnico empresarial con
total descuido de la formación humanística. No es difícil darse cuenta aquí de
la orientación economicista y mercantilista que la promueve dando la espalda al
espíritu de formación integral que es consubstancial a la universidad. No es
muy diferente el caso de un profesor de filosofía que se supone que ha seguido
dicha carrera por amor a la sabiduría y sin afanes subalternos, pero a mitad de
su carrera universitaria cambia de objetivos y mercantiliza su profesión para
sólo conseguir comodidad material y placeres efímeros. Aquí estamos ante un inconformismo regresivo, ritualista, que
acepta los medios (el saber como una forma de erudición) pero rechaza los fines (el saber como una forma
de ser) [6]. Por eso,
el arte de vivir en su auténtico sentido subordina siempre los medios a los
fines, mientras que toda vida inauténtica supedita los fines a los medios.
Ahora bien, el sinsentido de la
vida aguda puede, así, tener dos
manifestaciones centrales: la patológica,
de carácter negativo, que señala un estado avanzado de alienación social,
personal y mental, y que puede degenerar en neurosis, misoneísmo, fanatismo y
consumismo sin freno; y la creativa, de
carácter positivo, que implica renunciaciones valorativas muchas veces
sucesivas que implican un avance ético, mental y volitivo notable, que se
traduce generalmente como autorrealización personal y descubrimiento de un
nuevo sentido de la vida. La que caracteriza a la crisis de Occidente es la
patológica o la alienación cosificante.
Aquí ya no se trata de un sentimiento de desesperación, de abandono y
consternación, propio del capitalismo en su fase de acumulación originaria de
los siglos XVI-XIX; ni de un sentimiento de rechazo de los objetivos que
prescribe la cultura de consumo, propio del hippismo
de los años sesenta de la guerra fría; sino de la sensación de que los líderes,
el orden social, las metas, los roles, las relaciones interpersonales, son ficticios, narrativos, voluntaristas, propio
de la nueva fase cultural posmoderna y de la económica del capitalismo global y
cibernético llamado hiperimperialista[7] de las
megacorporaciones privadas. Esta sensación ficcional de la realidad social y
personal aumenta la ilusión de que todo
es posible, el “cielo es el límite”, propio de un proceso de desorientación
personal donde el vaciamiento interior va acompañado de un injustificado
sentimiento de omnipotencia de la voluntad individual. En esta fase de
desarrollo de la sociedad competitiva la anomia, la desviación y el sinsentido
de la vida pertenecen tanto a las clases inferiores, clases medias y
superiores, esto es, son parte orgánica
de una civilización enferma. Esto es que de coyuntural
se ha vuelto en fenómeno estructural.
Pero así como el tipo de sociedad condiciona el mayor o menor desarrollo del
sinsentido de la vida, de modo similar el tipo de personalidad básica también desempeña
un papel importante. Etnólogos, sociólogos y psicólogos, cuyos representantes
más destacados son Ralph Linton y Abram Kardiner, hablan de la personalidad
básica. Se trata de captar de qué modo se influyen mutuamente individuo y
sociedad. Desde este punto de vista se establece una distinción entre
instituciones primarias, que forman la personalidad básica, disciplinan las
necesidades fundamentales y las necesidades sociales, produciendo frustración
(educación, economía, etc.), y las instituciones secundarias, que se forman por
las reacciones de la personalidad básica como mecanismos de defensa y seguridad
(mitos, tabúes, etc.). El resultado son sistemas que determinan el grado de
integración del individuo con su cultura. Con la globalización actual se
experimenta una homogeneidad de la cultura de consumo, esto es, que las
instituciones primarias y las instituciones secundarias desembocan hacia una
integración del individuo en la sociedad competitiva. Pero las bases de esta
integración son en sí misma frágiles, por cuanto en vez de tomar en cuenta las
necesidades profundas del individuo antepone las necesidades de la economía y
del mercado. La consecuencia es el aumento de la frustración personal y la
pérdida creciente del sentido de la vida. La alienación económica se lleva a su
pináculo, se vive para trabajar, se trabaja para gastar y se gasta para olvidar
que ahora lo importante es el dinero, la fama y el éxito y ya no la
autorrealización personal. La cosificación
humana galopa como caballo desbocado en la sociedad de consumo, la cual
reduce al mínimo la fuerza laboral humana en el sector industrial
sustituyéndola por robots, pero también mediante la telemática va disminuyendo
la fuerza de trabajo del hombre incluso en el sector terciario o de servicios.
Esto es, que el hombre en el capitalismo cibernético se va experimentando como
sustituible, prescindible y no indispensable. Y lejos de constituir la sociedad
del conocimiento lo que se forma es una sociedad de la cosificación, donde el
hombre es una cosa entre las demás cosas. Su experiencia de sujeto se
pervierte, su subjetividad se oblitera y el sentido de la vida se extravía. La
robótica en vez de estar puesta al servicio de la liberación del hombre, está
al servicio de los egoístas intereses corporativos y a favor de la destrucción
espiritual humana. Para que el hombre se sienta cosa entre las demás cosas se
tiene que haber operado el vaciamiento de su realidad interior, y esto se hace
con gran eficacia a través de los medios de comunicación social que dictan al
hombre lo que debe pensar, sentir y soñar. La despersonalización del hombre va
de la mano con su cosificación, ser una pieza de un gigantesco mecanismo social
que lo manipula externa e internamente es la culminación del totalitarismo
intrademocrático en los mercados de occidente. La cosificación humana llega a
su verdadera cumbre yendo más allá de lo que previó el marxismo, por cuanto el
hombre ya deja de ser una mercancía del aparato productivo y se vuelve en mero
reproductor del sistema de consumo. Y la manifestación más perversa de este
proceso de cosificación del hombre se encuentra en el tráfico de drogas, señalada
como el negocio más lucrativo del mundo y muy lejos de la industria turística y
de armamentos. La industria de las drogas inutiliza al hombre productor, al homo faber, y lo reduce a ser un hombre
consumidor, claro está, de su propia autodestrucción. La división del trabajo
internacional del narcotráfico funciona concentrando al alto consumo en los
países del llamado Primer Mundo y la alta productividad en los países en
desarrollo. Es en estos últimos donde se constituye el narcopoder, que corrompe
las instituciones del Estado y la moral de la sociedad en su conjunto. El
Occidente de la modernidad tardía está culminando con más de un tercio de su
población adicta, sumida en la corrupción, con el desbocamiento del sistema de
los deseos humanos y la perversión de la vida misma. Y todo este
desquiciamiento acontece teniendo como telón de fondo al hiperimperialismo,
como fase superior del capitalismo megacorporativo privado, donde el capital
diluye todo valor y toda humanidad. En este mefistofélico triunfo del tener sobre el ser se yergue toda una pavorosa realidad humana y social donde el
prójimo se torna en enemigo y el amigo en cómplice. Dinero, poder y placer son
los nuevos ídolos que tiranizan en una subjetividad hecha jirones. La
mediocridad triunfa y las élites desertan de su misión directriz. La chatura
mental y moral es la norma.
La universalización de la sociedad
de consumo, donde se extiende como plaga el sinsentido de la vida, se da en la
comunidad global. La comunidad global es un producto tardío de la comunidad
misma. A la comunidad tribal le siguió la comunidad campesina, a ésta la
comunidad urbana y luego vino la comunidad global. Las naciones crean sus tipos
nacionales, aun cuando el nacionalismo es ya un particularismo para el hombre
de la comunidad mundial. Y desde el seno mismo de la comunidad mundial surge un
tipo único de hombre, interiormente vacio, superficial, consumista, descreído,
pragmático, anético[8],
desespiritualizado, hedonista y nihilista. Y así como el carácter nacional es
un sistema típico de conductas que influye sobre el tipo de personalidad de un
Estado-nación (por ejemplo se considera que Alemania es excesivamente teórica y
emocional, Inglaterra es práctica y sin complicaciones teóricas, Francia es
racionalista y a la vez romántica, España es pura pasión, Italia es humanista y
erótica,. Rusia es mística y autoritaria, Norteamérica es práctico, moralista y
organizado, Latinoamérica es vital, impulsivo e intuitivo, etc.), del mismo
modo el carácter global es un sistema típico de conductas que influye sobre el
tipo de personalidad de un Estado que se globaliza. Esto es, que el individuo
de la modernidad tardía se encuentra actualmente presionado en sus conductas,
actitudes y pensamientos tanto por la personalidad atávica del Estado-nación
como por la personalidad que impone el Estado-global, lo que incide
indudablemente en su desorientación vital. El sentido de la vida nacional se va
disolviendo paulatinamente. Pero la nueva autoconciencia global prosigue su
avance secundado por la economía, la política, los medios de comunicación y la contribución
filosófica de los posmodernos (Lyotard, Baudrillard, Lipovetsky, Vattimo y
compañía) y pragmáticos (R. Rorty) se va consolidando la síntesis cultural del
mundo de masas mundial. En la autoconciencia global mundial vuelve a
representarse el drama del hombre de Occidente, a saber, responder a las
necesidades simultáneas de expresión y razón, sólo que en la presente hora
histórica el hombre prometeico occidental pone dionisíacamente la teoría al
servicio de la práctica y con ello se quiebra la tensión entre las necesidades
teóricas y prácticas. ¿Acaso esto significa que el sugestivo tema weberiano del
“desencantamiento del mundo” se ha detenido? No, por el contrario, prosigue
pero en clave irracional. O mejor dicho, las pautas racionales y no racionales
que exhibe la sociedad global siguen el constante impulso de desencantar el
mundo hasta en los aspectos fascinantes de lo irracional, los medios normativos
se debilitan y lo único importante es el placer, el poder y el éxito, sin
importar los medios institucionales ya disminuidos.
Entre las instituciones arrugadas
está la Iglesia católica. Su otrora enorme fuerza espiritual y moral se ha
visto mellada, no tanto por sus escándalos financieros, de pederastia y
homosexualismo, que obviamente son graves, sino por un proceso de
secularización creciente, que no ha sido enfrentado con resolución porque se ha
percibido nítidamente que en el fondo es un reclamo, de imprevisibles
consecuencias políticas, por una nueva imagen de Dios, menos lejano, inmutable,
trascendente, y más humano, sufriente e histórico, que sólo puede salir de un
nuevo concilio ecuménico. Desde Nicea hasta Vaticano I y II esta imagen no se
ha modificado y refleja un retraso grave para responder a los desafíos de los
nuevos tiempos. Se ha cedido la iniciativa a los movimientos carismáticos por
todo el mundo, pero éstos por su misma estructura, fines y objetivos son
incapaces de resolver el asunto a nivel teológico, el cual es el decisivo pensar
crítico ante la parte dogmática. No hay duda que fuerzas políticas
conservadoras también hacen su tarea para que estos cambios en la Iglesia no
prosperen, sobre todo por los indeseables efectos sociales, económicos y
culturales que traería consigo sentir a Jesús andando junto al oprimido en la
lucha por un orden social sin opresión ni explotación. ¿Hasta cuándo, por
ejemplo, seguiremos viendo insensiblemente un Primer Mundo en que los niños
revientan de obesidad mientras que en el Africa negra millares de esqueléticas
criaturas dejan de respirar por la falta de un exiguo alimento? ¿Por qué nunca
hubo un Plan Marshall para tal subregión, en medio de astronómicos y
demenciales presupuestos militares hegemónicos de la primera potencia del
mundo? Al mundo cristiano, y no creyente también, le urge escuchar una condena de
la Iglesia a estos desquiciados gastos militares improductivos que deberían ser
destinados a los pobres de la Tierra. No hay que tener mucha clarividencia para
darse cuenta que toda esta situación injusta socava la moral, la fe y el
sentido de la vida. O en otros términos, sentirse bien en una sociedad
profundamente oprobiosa es ya estar afectado por el mal imperante. Y todo esto
es demasiado en un mundo globalizado donde las dos terceras partes de la
riqueza mundial se concentran en manos de menos de 1% de la población mundial.
Esta afrentosa situación anticristiana ya ha sido señalada por las teologías de
la praxis[9]: procesal,
de la liberación, de la esperanza, de la política, del mundo, de la
reconciliación, etc. y constituyen el pensar crítico que pugna por una nueva
imagen de Dios, como Dios liberador interesado profundamente por las cuestiones
vivas de la tierra y la historia. Cristo no vino a construir un reino terrenal
en sustitución del reino celestial, pero tampoco fue indiferente a las
injusticias del poderosos y a los sufrimientos del pobre y oprimido. Un enorme
gentío que percibe que en vez de que se imponga el mensaje de amor y
solidaridad de Cristo ve, por el contrario, que la Iglesia se alió muchas veces
con el absolutismo político y la desigualdad social, olvidó en la práctica al
hombre de las sandalias, que despreció reinos y tesoros mundanales, observa triunfar
a las fuerzas que toleran, promueven y fomentan el mal, la injusticia y la
opresión, tenía casi por fuerza que dejar de ser cristiana, perder su fe, dejar
amortiguar el sentimiento de lo sagrado, desembocar en el sinsentido de la
vida. Y lo que es peor, que los opresores en Occidente han utilizado la imagen
del Dios tradicional, jerárquico, inmutable, lejano al hombre, unidos con una
curia reaccionaria, para defender un orden social profundamente irracional y
anticristiano. ¿Deberíamos entonces sorprendernos por la profunda
desespiritualización y descristianización que acontece en la civilización
occidental, cuna del cristianismo? ¿No es acaso la propia institución religiosa
romana responsable y cómplice del descalabro espiritual de Occidente? ¿No fue
su afán por aferrarse al poder temporal lo que acabó descalabrando su poder
espiritual? El hombre común, que no puede olvidar la inmensa compasión del Hijo
de Dios, su encarnación, crucifixión y resurrección, aun percibe que la institución romana no
respalda en la práctica al Hijo del Hombre encarnado del amor divino o que es
muy tibia en sus intentos por hacerlo. Entonces, no llama la atención que una
muchedumbre sin esperanza pierda la fe y deje abrir las puertas de sus
corazones al gélido y luciferino nihilismo, cuando no al fanatismo sectario. En
estas horas dramáticas para la civilización occidental, en el orden humano y
espiritual, es ineludible vincular el sinsentido de la vida con el hondo
deterioro de una de sus instituciones clave. Sin duda que ella ha influido en
el derrotero de la conciencia occidental de los últimos cinco siglos de forma
decisiva, la ha preformado, le dio objetivos, una promesa y una sinuosa
conducta que alejó a sus fieles. Esta conducta tiene sus raíces en una
determinada lectura teológica sobre la doctrina de Dios, demasiado
trascendente, lejano, absoluto, jerárquico y desconectado de la historia
humana. Versión que en su momento fue necesaria en la lucha contra las herejías
cristológicas pero cuya actualización goza de un retraso considerable.
§. 6
El nihilismo de la modernidad tardía
¿Estaremos en la fase final del
mundo moderno? En el mundo antiguo se afrontó el final con el desprecio de los
cínicos, la resistencia de la morada interior de los estoicos, la huída
contemplativa de los neoplatónicos, la esperanza en Dios de los futuristas hebreos
y el cristianismo de Jesús hecho hombre. Hoy, en cambio, la fase terminal del
mundo moderno coincide con la crisis profunda de la filosofía que, tras haber
dado definitivamente la espalda a los temas de lo infinito y de la totalidad perfecta
del Romanticismo, se centró en los de la finitud, alteridad, trascendencia y
problematicidad, primero en un sentido constructivo con Kierkegaard, que señaló
la existencia como posibilidad que puede no ser; el pragmatismo, el cual
acentuó el carácter incierto de la existencia humana; el neopositivismo lógico,
que enfatizó la falibilidad esencial del conocimiento; el existencialismo, que
hizo sólida la conciencia de su naturaleza finita; y del espiritualismo,
neocriticismo y realismo, que señalaron la realidad como totalidad imperfecta.
Pero en un segundo momento la filosofía contemporánea parece mostrar su
significado último mostrando una especial incomprensión de la categoría de la
“trascendencia” y de la “posibilidad”.
Lo que estamos presenciando con las
filosofías antirepresentacionalistas, y de la hermenéutica posmoderna es el
triunfo de la subjetivización solipsista, el ego único y soberano de los años
45 explotó en multiplicidad de mónadas que reclaman el imperio del relativismo,
el hedonismo y el nihilismo. Es la vivencia de la libertad desorbitada porque
es asumida erróneamente como una necesidad ineluctable, “el hombre está
condenado a ser libre”. En otras palabras, de la pérdida del sentido de la vida
también se hace eco el desarrollo de la filosofía que no ha podido salir de la
humanización de la identidad entre el sujeto y el objeto, la hemorragia de
subjetividad y el colapso de la verdad extrahumana. Si la Segunda Guerra
Mundial concluyó con el indescriptible y descabellado Holocausto de seis
millones de judíos, gitanos, razas llamadas inferiores y de opositores
políticos, en cambio la modernidad tardía culmina en algo peor, a saber, el
paroxismo del para-mí y el olvido del ser.
Es decir, la fase final del mundo
moderno muestra su significado último de pérdida del sentido de la vida en el
fenómeno nihilista. La época moderna intentó construir la ciudad de Dios en la
tierra (siglos XIX y XX), fue un tiempo de ampliación del voluntarismo,
individualismo e intelectualismo, para terminar con el desencanto de las
utopías sociales y el avance arrollador de la manipulación técnica de los
hombres (siglo XXI). Heidegger lo había
señalado certeramente al indicar que la técnica moderna es una desocultación
del ser como lo “disponible” y este intento de convertir toda la realidad en
disponible es el destino nihilista de nuestra época, que concluye en el olvido
del ser. En este sentido, no es casual que la pérdida del sentido de la vida se
experimente como una merma del sentido del ser. Lo cual revela que el problema del
sentido de la vida no es una cuestión meramente óntica sino ontológica, tiene
que ver con los fundamentos de la realidad y su aprehensión.
La dirección solipsista de la
modernidad estaba ya dada con el cogito
ergo sum cartesiano, que supeditó el sum
al cogito. El Romanticismo fue un
breve momento reactivo con su afán de infinito y totalidad perfecta. Pero la
reivindicación del individuo volvería por sus fueros hasta extralimitarse en
una multiplicidad de mónadas con una autárquica voluntad de verdad. De modo,
que si el problema de la vida es un problema social con raíces culturales,
entonces se trata más de un problema sociológico que filosófico. Pero si las
raíces culturales hunden sus fundamentos en el horizonte occidental del
preguntar filosófico, entonces se trata de un problema metafísico. Y esto es
precisamente la cuestión. En otras palabras, el hombre de la modernidad
occidental no pierde el sentido de la vida meramente por razones
socioculturales, las cuales son su manifestación fenomenológica, sino por
razones metafísicas, las cuales son su fundamento ontológico. La pérdida del
sentido de la vida es parte del problema del encubrimiento metafísico del ser.
De manera que poco se avanza señalando que la modernidad aisló al individuo
dejándolo que inventara su sentido de vida en este mundo, siendo su resultado
el fracaso personal, el suicidio y el vacío existencial. Esta descripción da
cuenta de la fenomenología del sentido de la vida pero obvia su aspecto
fundamental, a saber, su base metafísica. Es decir, si no marchamos hacia la
recuperación del extraviado sentido del ser no será posible revertir la pérdida
del sentido de la vida. Pues el nihilismo, como negación del sentido del ser,
no encuentra su manifestación primaria en la ola de suicidios, alcoholismo,
pornografía, lumpenización social, sicariato, drogadicción creciente, falta de
sentido ético en los negocios, la política y en las relaciones personales, todo
esto es parte de la fenomenología de la pérdida del sentido de la vida, pues su
manifestación esencial es metafísica y tiene que ver con la negación del
sentido del ser. Este fundamento no es una entelequia divorciada de lo
concreto, lo cual parte de una mala comprensión de la metafísica antigua de las
esencias, pues una correcta interpretación ubica el eidos ideal como la luz que hace posible lo real. El nihilismo es
la negación de la realidad substancial, por eso Hamilton usó el término para
calificar la doctrina de Hume como nihilista[10]. Y es
empleado para calificar la doctrina de Nietzsche que se opone radicalmente a
los valores y creencia metafísicas tradicionales.
Sin embargo, lo singular del
nihilismo de la modernidad tardía es que integra en uno solo las tres formas
tradicionales de nihilismo (el gnoseológico pirrónico, el moral nietzscheano y
el metafísico protagórico)[11]. La
consumación nihilista del sentido de la vida en su significado último
representa el triunfo del perspectivismo, la dogmatización del escepticismo, el
reino del hedonismo, la insensibilización del sentimiento de lo divino, el
dominio del pensar técnico, el divorcio profundo de la libertad con la justicia
y el olvido del ser. Es una crisis metafísico-existencial a la vez, donde luce
obliterado el mundo externo y el mundo interno simultáneamente.
§. 7
El nihilismo y la pérdida de sentido
Esto nos lleva inevitablemente a
una discusión con la tesis heideggeriana sobre la pérdida del sentido del ser
en el pensar occidental, el cual reza: el pensar técnico y objetivista que
impera en la modernidad nace en el conceptualismo socrático-platónico griego.
La bomba atómica ya comienza a existir desde que el ser es entendido como Razón y cálculo. Así,
para Heidegger la filosofía fue originariamente un corresponder que traduce a
lenguaje el llamado del ser del ente. Luego devino, desde Aristóteles, en un
pensar ontoteológico del ente en cuanto tal. La filosofía antes que búsqueda
(Platón) fue armonía (Heráclito) y el temple de ánimo que lo posibilitó fue el
asombro, en cambio para el hombre moderno es la angustia ante el ser. Este cambio
de pensar acontece con Sócrates y Platón. El ser ya no es entendido como lo que
suscita el decir y el pensar sino como Razón, Principio y cálculo. El dominio
del principio de razón determina el ser de la era técnica. La filosofía como
metafísica (estudio del ente) ha encontrado su final en el desarrollo de las
ciencias. La tarea del pensar consiste en abandonar el pensar ontoteológico,
precursor de la era técnica, y replantear la posibilidad de un pensar que se
interrogue no por el ser del ente, sino por el ser en cuanto ser, por la
posibilidad de la presencia en cuanto tal. Estas consideraciones las vierte
Heidegger en tres conocidas conferencias[12], en las
cuales se refleja que se encuentra lejos de su abandonada vía de analítica
existencial de Ser y Tiempo de 1927.
Es decir, corresponde a un periodo que deja atrás lo que un estudioso como R.
Kröner clasifica como “filosofía de la muerte” (1927), “filosofía de la nada”
(1929) y “filosofía del ser” (1930); para arribar luego a una “filosofía de la
gracia” (1942), donde sigue una vía análoga a la del idealismo romántico alemán
que mitologiza el ser. En realidad, en los últimos escritos abandonó el tema de
la existencia para centrarse en el ser. El ser no puede entenderse, ni
describirse, sólo evocarse. Predomina un tono profético y apocalíptico, que
anuncia una nueva era para el hombre enajenado, el olvido del ser, la necesidad
de destruir el pensar hecho y la llegada del nihilismo[13]. Heidegger
como profeta del nihilismo en realidad visualiza, con clarividencia, el gran
desconcierto en que se sume la humanidad en una era dominada por el pensar
técnico y objetivista.
En primer lugar, resulta
esquemático suscribir la opinión heideggeriana sobre que la ontología antigua
trabaja con conceptos de “cosas” y que, en cambio, la ontología contemporánea
arriba al concepto de “existencia” y cosas. No es cierto que Platón tome el ser
como esencia, idea o concepto, pues la verdad total nunca será posesión del
concepto. No otra cosa representa la alegoría de la caverna. Por lo demás,
neoplatonismo, agustinismo y Eckhart se propusieron conocer sin conceptos,
objetividad y representación, sin olvido del ser. Buscar el ser en sí que está
más allá de toda esencia, en la negación de la negación que no termina en un
puro concepto trascendente. En cambio, Heidegger en su última etapa termina en
una supermetafísica mística, poética y estética, donde la filosofía queda
convertida en un arte y la razón filosófica no tiene nada que decir. Recordemos
que afirma “el ser no puede entenderse, ni describirse, sólo evocarse”. En
segundo lugar, su abandono de la analítica existencial resulta precipitado,
porque si no puede brindar una ontología es más por su estrecho marco
inmanentista del dasein, cuya
temporalidad se ve restringida a la cotidianidad, historicidad y la
intratemporalidad, sin considerar la transtemporalidad o la vida eterna. Lo
cual significa que todo ser en general se basa en el tiempo. Más bien, el
concepto de eternidad lo considera sacado de la comprensión vulgar del tiempo,
en el sentido del ahora ininterrumpido. Heidegger incluso se llega a preguntar
si el “ser en el mundo” tiene una instancia más alta que el ser para la muerte,
pero deja incontestada dicha posibilidad[14]. En tercer
lugar, también es notoria su excesiva atención al “temor” y la “angustia”, y su
escasa aplicación a la fe, la esperanza y el amor como estructuras
existenciarias genuinas del dasein.
De ahí que la “cura” termine en una temporalidad finita, es decir, para la
muerte, que no puede dar respuesta a la cuestión del ser en general. Y en
cuarto lugar, como para él no hay ningún absoluto como elemento superior al
tiempo primordial, entonces culpa al
pensar ontoteológico de la pérdida del sentido del ser. ¿Acaso la ontología
tradicional no preguntó también por el
sentido del ser en general a través de un ente privilegiado (Dios, infinito,
pensar)? La tarea del pensar, nos dice, consiste en abandonar el pensar
ontoteológico, precursor de la era técnica. Pero a lo que en realidad se
refiere es al pensar al ser en cuanto ser como ente, no obstante Dios, que
puede ser pensado como un ente, no es un ente y por consiguiente resulta
ilegítimo confundir el Dios-idea con el Dios-viviente. El pensar ontoteológico
precisa ser denunciado y rectificado pero ello no justifica confundir la
realidad teológica con el pensar entificante del pensar ontoteológico. En otras
palabras, el inmanentismo fundamental que entroniza el culto a la humanidad de
su primera etapa, es tan incapaz de generar el reclamado nuevo modo de pensar,
como el retorno a la ontología objetivista de su última etapa, que sólo busca
místicamente un pensamiento que “deje que el ser sea” [15],
convirtiéndose exactamente en un fatalista quietismo oriental. Todo su
pensamiento está dominado por un abandono quietista a la realidad fáctica. En
consecuencia, la filosofía está incapacitada de poder salir del hoyo del
nihilismo si antes no replantea originariamente un corresponder que traduce a
lenguaje el llamado del ser del ente teniendo en cuenta tanto la dimensión de la
inmanencia como de la trascendencia. Finitud, falsabilidad y totalidad
imperfecta son las nuevas categorías por las cuales la filosofía contemporánea
acentúa el ocaso del romanticismo para abordar descarnadamente al hombre y a la
realidad. Pero por lo visto ha llevado muy lejos su pretensión de negar la
rigidez estática de la verdad, la naturaleza infinita del hombre y alcanzar
verdades permanentes e inmutables.
Es decir, se pasó al otro extremo,
el de la inmanencia solipsista. Y tenía que ser así para poder mostrar su
significado último, demostrar que no pudo superar dialécticamente la categoría
hegeliana de “totalidad” ni la kierkegaardiana de “posibilidad”, y hacer ver la
necesidad de un nuevo pensar filosófico y teológico que integre lo finito y lo infinito,
lo inmanente y lo trascendente, la totalidad imperfecta y la totalidad
perfecta, la posibilidad y la determinación. A pesar de que el romanticismo ha
sido rechazado en sus aspectos más interesantes, las nuevas categorías ya están
presentes, como las de alteridad y trascendencia, sólo hace falta integrarlas
con nuevo sentido. De todas formas el romanticismo, demolido pero no superado,
todavía actúa a través de su herencia más engañosa, esto es, el primado de la
presencialidad del hecho, el predominio de lo empírico, el factum. Por consiguiente, el obstáculo no es el pensar
ontoteológico del ente en cuanto tal, sino aquel pensar que se limita a la
realidad fáctica y al opresivo primado de los hechos empíricos. En una palabra,
el obstáculo es el pensar empirista. El empirismo se ha convertido en un
prejuicio ambiente no sólo porque es la tendencia natural de nuestra
inteligencia de entrar en contacto con el mundo, sino porque el clima cultural
lo promueve como el medio privilegiado para conocer el mundo y deducir los
conceptos y las existencias. De modo, que en la crisis nihilista de la
modernidad tardía o posmoderna, la salvación del hombre deberá empezar por la
reconstrucción de su propio pensamiento, y esto es tarea de la filosofía. La
filosofía es búsqueda de la armonía entre el ser y el ente a través del pensar.
Pensar que tiene tanto una dimensión objetivista, identitaria y logocrática,
como otra dimensión transobjetiva, armonía de contrarios y mitocrática[16].
Este cambio de pensar debe suscitar
una nueva jerarquización entre los saberes, en donde el pensar humanístico guíe
el pensar como Razón, Principio y cálculo. Esta nueva conjunción entre las dos
dimensiones de la razón deberá determinar el ser de la era técnica, evitando
que así la ciencia y la vida pierdan su sentido humano. La filosofía como
metafísica del ente ha encontrado su realización en el desarrollo de las
ciencias y la eclosión de la era nihilista. La tarea del pensar consistirá en
subordinar la metafísica del ente, precursor de la era técnica, a la metafísica
del ser, reedificadora de un nuevo despertar religioso. Replantear la posibilidad de un pensar que se
interrogue tanto por el ser del ente como por el ser en cuanto ser, es la
salida al callejón sin salida del nihilismo y al sinsentido de la vida. Hasta
tal punto es cierto e imperativo la necesidad de un nuevo pensar para superar
el sinsentido de la vida, que se puede afirmar que el pensar de la modernidad
tardía ha devenido en fatigado y “viejo pensar”, no pudiendo haber dado un desarrollo
creativo a la contribución fundamental de Kierkegaard con su categoría de lo posible. La enérgica afirmación de la
realidad finita del hombre por parte
de Kierkegaard y Marx, tras la disolución del hegelianismo, no ha desembocado
en una mejor comprensión de la estructura de la persona humana. Mientras para
Kierkegaard existir es fundamentalmente establecer una relación privada,
singular e irrepetible del hombre consigo mismo y con Dios, para Marx existir
es esencialmente coexistir determinado en la estructura social. El marxismo
concluyó en la conocida capitulación de la libertad personal, y las
dificultades que el existencialismo de Heidegger, Jaspers, Barth y Sartre
encontró en la categoría de lo posible
fue que la entendió como imposibilidad radical. El hombre está condenado a ser
libre, y, con ello, se olvidó lo entrevisto por Kierkegaard sobre la libertad
como posibilidad de no ser, de hundirse en la nada, de extraviar la finitud en
el apartamiento de lo que otorga el ser, a saber, Dios. Es decir, la libertad
coincide con la necesidad y por tanto se anula a sí misma, esto es, revive el
fantasma hegeliano de la reducción de la realidad finita a la infinitud de la
razón. El pensar posmoderno cruzó la frontera hacia el otro extremo, recargó la
categoría de lo posible desvinculándolo
del ser infinito, y afirmó el
divorcio completo entre la libertad y la necesidad, exageración que también
termina anulando la libertad misma en una libertad sin sentido, anética, donde el coexistir queda en
segundo plano respecto al existir finito y único, debilitándose las
responsabilidades personales de solidaridad, amor y justicia. Por consiguiente,
habiéndose entregado al existir finito
una voluntad de verdad desproporcionada,
la consecuencia inevitable era que la vida perdiera su sentido en un demencial
solipsismo egolátrico del yo único y soberano propio de las decadentes
sociedades liberales. La libertad finita como posibilidad de no ser en la inmanencia y en la trascendencia ha quedado reducida a posibilidad de no ser meramente en la inmanencia. El horizonte ontológico de la propia finitud quedó
afectado por la reducción nihilista de la historia de la modernidad tardía. En la erosión nihilista de la
sociedad postmetafísica el hombre sin absoluto vive la fantasía de una libertad
autárquica sin Dios, pero una lectura escatológica del Hijo Pródigo lleva a
descubrir que no faltaran quienes en medio de las tinieblas de esa autonomía extraviada
sean capaces de descubrir a Dios.
No es accidental que la radicalización del subjetivismo de la
modernidad tardía coincida con la filosofía del mercado del capitalismo
cibernético. El mercado exige para su triunfo completo una nueva racionalidad
única, a saber, la racionalidad histórica interpretativa, donde se disuelve
todo principio de autoridad y objetividad y se opone hermenéutica a violencia
anómica. Al disolverse la idea de un significado de dirección unitaria de la
historia de la humanidad, que fue guía de la tradición moderna, la historia no
sólo es asumida como un hecho complejo sino que se afirma una ética sin
imperativo absoluto, donde sólo es ético respetar la opción de la
multiplicidad. En la ética postmetafísica cada individuo haría valer su propia
idea moral en el diálogo social. El hombre se queda solo con su actitud
pragmática de prueba y error, es el fin del filósofo consejero del príncipe.
Como se observa, el problema del hombre moderno sigue siendo su libertad, una
autonomía sin centros ontológicos fuertes en el subjectum y en el objectum
desembocó en el nihilismo. El fin de la metafísica tiene una lógica engañosa y
una dirección antihumana. El paulatino predominio desde la modernidad de la
afirmación de la vida y del mundo con un sesgo empirista ha desembocado en una
pragmática cultura occidental vaciada de interioridad y de espiritualidad.
El nihilismo de la modernidad tardía vuelve a los hombres
contra lo humano no sólo porque la tecnocracia es profundamente nihilista y
arruina el espíritu de abstracción -como lo destacó Gabriel Marcel[17] -, sino, porque la devastación de la
reflexión se apodera de las masas y ellas mismas no sólo proceden a hacer la
abstracción del prójimo y más bien lo extienden a sí mismos. Es decir, el
extremo peligro que vive el mundo de hoy radica en que la despersonalización y
el envilecimiento han rebasado los márgenes de la tiranía burocrática y
tecnocrática para identificarse con el hombre masa del mercado, que se degrada
en la atmósfera anti espiritual desfavorable a la reflexión y a la toma de
conciencia. El tecnificado mundo contemporáneo convirtiendo al hombre en un
código vuelve al pensamiento en innecesario y a la vida con sentido en
superfluo. Su libertad debe ser manipulada, neutralizada y sometida finamente
con los mecanismos de una falsa libertad, mientras poderes anónimos corporativos
del dinero manejan los hilos de un mundo nihilista donde el hombre ha sido
reducido a una abstracción vacía y sin valor, su precio es ínfimo y su dignidad
es retórica. Foucault y Deleuze hablaron de la agonía del hombre, pero en la
modernidad tardía se trata de las exequias del hombre. El hombre desquiciado de
hoy trabaja para ser sustituido por humanoides robóticos que trabajen y hasta
piensen por él. El ciclo de la autoaniquilación cultural se va cerrando en una
profunda cosificación humana.
[1]
C. Castoriadis, El avance de la insignificancia,
Eudeba, B. Aires 1997.
[2]
Peter Berger y Thomas Luckmann, Modernidad,
pluralismo y crisis de sentido, Las orientación del hombre moderno. Paidós,
Barcelona 1997.
[3] Sobre el impacto de la globalización
en la vida social y cultural véase: David Riesman, Abundancia ¿para qué?, FCE, 1965; E. Rojas, El hombre light, 1999; G. Flores Quelopana, La globalización del hiperimperialismo, IIPCIAL, 2009; S. Amin, El
capitalismo en la era de la globalización, Paidós, 2001; U. Beck, ¿Qué es la globalización?, Paidós, 2000;
G.A. Cohen, Si eres igualitarista ¿cómo
eres tan rico?, Paidós, 2000; N. Chomsky, Estados Canallas, Paidós, 2001; V.
Forrester, El Horror económico, FCE,
2007; C. Furtado, El capitalismo Global,
México, FCE, 2001; H. Küng, Una ética mundial para
la economía y la política, FCE, 1997; Martin, H; Schumann H. La trampa de la globalización, Taurus,
1998; Negri, A. y Hardt, M. Imperio,
Paidós, 2000; Strange, S. Dinero loco,
Paidós, 2001; Soros, G. La crisis del
capitalismo global, Plaza Janés, 1999.
[4] Sobre el concepto de anomia Durkheim
lo elaboró en dos obras fundamentales: La
división social del trabajo (1893), Shapire, Bs. As. 1967, y El suicidio (1897), Shapire, Bs. As.
1965. La concepción mertoniana se explaya en Teoría y estructura social (1957), FCE, México, 1964.
[5] Cf. S. Freud, El malestar en la cultura, Alianza, Madrid, 1973.
[6] Max Scheler en su magnífica
conferencia El saber y la cultura
(Siglo Veinte, Bs. AS. 1975) dice: “La cultura no es erudición, no es una forma
de saber, es una forma de ser”.
[7] La fase hiperimperialista del
capitalismo global es cualitativamente distinta (desterritorializado,
descentrado, soberanía corporativa, especulativo) al del imperialismo descrito
por Lenin (alianza del capital bancario con el capital industrial,
centralizado, territorializado) en su obra Imperialismo
fase superior del capitalismo (1917).
[8] El anetismo es el acto moral por el
cual la mentalidad moderna convierte al hombre en una criatura sin absoluto,
haciendo que se pierda el nexo ontológico entre Dios y la criatura. Esto no
afecta la capacidad humana de sentir lo
divino sino su voluntad hacia lo
divino. Por ello, no se trata de la muerte
de Dios sino de la muerte del hombre
hacia Dios. El anetismo también señala el tránsito de la cultura de la
increencia a la cultura del nihilismo integral, donde ser, verdad y valores son
relativizados. En una palabra el anetismo se centra en la finitud cismundano
obviando lo transmundano.
[9] Las teologías de la praxis eclosionan
después de la Revolución cubana y de Concilio Vaticano II y una de sus últimas
expresiones es la teología procesal. Estas teologías fueron activa y
sistemáticamente combatidas bajo el pontificado de Juan Pablo II –quien opuso
su personal teología de la cruz- por ser dudosas de marxismo y porque la Santa
Sede estaba activamente interesada en la liberación del comunismo de los países
del Este. Otras versiones son: la Teología
de la esperanza de Moltmann (Sígueme, Salamanca, 1974); Hacia una teología de la acción (1964), Teología de la Revolución de Comblin
(París, 1970); Teología Política
(1969) y Teología del mundo (1970) de
Metz; Marxismo y cristianismo
(Taurus, Madrid, 1968), Amor cristiano y
violencia revolucionaria (1971) de Girardi; The Theology of Revolution de Mc Cormik (1968); Misión de la Iglesia en el mundo
contemporáneo (1967) de Chenu; Jalones
para una teología del laicado (1965) y La
Iglesia en el mundo de hoy (1970) de Congar; Los cristianos en la revolución de América Latina (1966) de E. Pin;
Cristianismo y sentido de la historia
(1966) de M. Ossa; Teología de la
renovación (1972) de K. Rahner. La teología de la liberación fue un fruto
auténtico de América Latina. Leonardo Boff, Gustavo Gutiérrez, Jon Sobrino e
Ignacio Ellacuría denunciaron las injusticias estructurales del capitalismo a
la luz de una nueva lectura del evangelio. Pero el temor anticomunista del Papa
polaco determinó su condena radical y persecución global. Fue un grave error
que debe ser rectificado, porque el verdadero pecado es la injusticia. La
Iglesia contribuyó a derribar al comunismo, ¿contribuirá a derribar al
capitalismo? El escepticismo natural no debe cerrar las puertas a dicha
posibilidad.
[10]
Hamilton, Lectures on Metaphysics, I
pp. 293-94.
[11]
Cf. mi libro El imperio posmoderno del
hombre anético, IIPCIAL, Lima 2008.
[12]
Martín Heidegger, Qué es eso de la
filosofía, 1955; El principio de
razón, 1957; y El final de la
filosofía y la tarea del pensar, en: ¿Qué es Filosofía, comentado por J. L.
Molinuevo, Bitácora, Madrid 1980.
[13]
Véase especialmente: Carta sobre el
humanismo, donde Heidegger insiste en que el hombre sólo es en la medida en
que permanezca en su sabia pasividad, pastoreando la casa del ser, de la cual
nunca será su dueño o arquitecto.
[14]
Cf. Martín Heidegger, Ser y tiempo,
FCE, México, 1993, p. 340.
[15]
Cf. Martín Heidegger, La doctrina
platónica de la verdad, traducciones de Juan García Bacca y Alberto Wagner
de Reyna, Santiago de Chile, Universidad de Chile, s/f.
[16]
Cf. mi obra Filosofía mitocrática y
mitocratología, IIPCIAL, Lima 2010.
[17]
Cf. G. Marcel, Los hombres contra lo
humano, Caparrós, Madrid, 2001.
El giro teológico del actual papado de Francisco y su entrevista con el teólogo peruano Gustavo Gutiérrez son un rayo de esperanza por una transformación práctica y doctrinaria de la iglesia católica en favor de los pobres y desamparados de la tierra. Lo que sin lugar a dudas no es del gusto de los poderosos de la tierra.
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