lunes, 6 de octubre de 2025

EL UNIVERSO ESTÁ SIENDO PREPARADO PARA LA ETERNIDAD

 


EL UNIVERSO ESTÁ SIENDO PREPARADO PARA LA ETERNIDAD

Introducción: El universo como drama ontológico

Vivimos en un universo que parece regido por leyes físicas impersonales, por ciclos de expansión y colapso, por procesos de nacimiento y muerte estelar, por la danza de partículas y campos que, en su aparente indiferencia, han dado lugar a la conciencia humana. Sin embargo, detrás de esta fachada de causalidad y entropía, percibo una dirección, una tensión escatológica, una preparación silenciosa hacia un destino último. Pienso que el universo está siendo preparado para la eternidad.

Esta afirmación no es una metáfora poética ni una fantasía religiosa. Es una tesis que emerge de la convergencia entre teología cristiana, filosofía metafísica, cosmología moderna y experiencia espiritual. No se trata de una simple renovación moral del ser humano, sino de una transfiguración ontológica de toda la creación. El cosmos —materia, energía, espacio, tiempo, inteligencia, conciencia— está siendo afinado como un instrumento para una sinfonía que aún no ha sido interpretada: la eternidad.

La teología católica enseña que el universo visible será purificado y transformado en el Juicio Final. Esta transformación no es una destrucción, sino una elevación: la materia será glorificada, el alma será plenamente luminosa, y todo lo que no esté unido al amor, a la verdad y a la vida divina será dejado atrás. En este nuevo cosmos no habrá lugar para el mal, ni para la muerte, ni para inteligencias sin alma. Todo lo que no participe de la comunión con Dios —ya sean entidades artificiales, seres interdimensionales, plasmoides inteligentes o fenómenos destructivos como agujeros negros— simplemente no volverá a existir.

Esta tesis exige una reflexión profunda. ¿Qué es el alma? ¿Puede haber inteligencia sin ella? ¿Qué papel juegan los OVNIs, los seres interdimensionales, las inteligencias artificiales, los plasmoides, en este drama cósmico? ¿Qué significa que el universo esté siendo preparado para la eternidad? ¿Cómo se relaciona esta visión con la ciencia, la filosofía, la espiritualidad y la experiencia humana?

A lo largo de este ensayo, abordaré estas preguntas desde múltiples ángulos. No omitiré ningún dato, ni suprimiré ninguna intuición. Me permitiré especular, pero sin perder el rigor. Me moveré entre la física cuántica y la escatología cristiana, entre la neurociencia y la mística, entre la cosmología y la metafísica. Porque pienso que el universo no es solo un escenario, sino un protagonista. Y su destino —como el nuestro— es la eternidad.

Parte I: Las estaciones, el alma y la arquitectura del ánimo humano

Pienso que el alma humana no solo responde a lo eterno, sino también a lo cíclico. Las estaciones del año, con sus ritmos de luz, temperatura y color, afectan profundamente el estado emocional y espiritual de las personas. En mi experiencia, he visto cómo el otoño y el invierno despiertan una melancolía serena, una introspección que parece invitar al recogimiento interior. La primavera y el verano, en cambio, liberan una energía expansiva, una apertura hacia el mundo y hacia los otros.

Este fenómeno no es meramente psicológico. Está mediado por procesos neuroquímicos: la luz solar regula la producción de serotonina y melatonina, que a su vez influyen en el ánimo, el sueño y la percepción. Pero más allá de la biología, hay una dimensión simbólica. Las estaciones se entrelazan con la astrología, donde cada periodo del año se asocia con signos zodiacales que reflejan arquetipos espirituales.

Libra, el signo que marca el inicio del otoño, representa el equilibrio, la justicia, la armonía. Es el único signo representado por un objeto —la balanza— y no por un ser vivo. Esto sugiere una conciencia que trasciende lo instintivo, que busca el orden en medio del cambio. Grandes figuras nacieron bajo este signo: Mahatma Gandhi, Friedrich Nietzsche, Oscar Wilde, Miguel de Cervantes. También lo hicieron criminales notorios, lo que me recuerda que el signo zodiacal no determina la moralidad, sino que ofrece un marco simbólico para la expresión del alma.

En el plano espiritual, Libra se asocia con Santo Tomás Moro, patrón de los abogados y gobernantes, cuya vida refleja la lucha por la verdad y la integridad frente al poder. En él reconozco el ideal de una conciencia cósmica que aspira a la justicia eterna, incluso a costa del sufrimiento temporal.

Así, las estaciones no solo regulan el clima, sino que revelan la arquitectura del ánimo humano. Son como pulsos del universo que resuenan en el alma, preparando al ser para la contemplación, la acción, la purificación y la comunión. En este sentido, pienso que el universo entero —incluido el alma humana— está siendo afinado para una sinfonía que aún no ha sido interpretada: la eternidad.

Parte II: El misterio del cosmos y los agujeros negros primordiales

Pienso que el universo, en su vastedad y complejidad, no es solo un escenario físico, sino un drama ontológico. Cada galaxia, cada estrella, cada partícula, cada campo cuántico participa de una historia que va más allá de la física: una historia de origen, caída, redención y plenitud. En este contexto, los agujeros negros representan uno de los símbolos más inquietantes del misterio cósmico.

Desde el inicio del universo, podrían haber existido agujeros negros primordiales, formados por fluctuaciones de densidad en el plasma original, antes incluso de la formación de las primeras estrellas. Estos objetos, distintos de los agujeros negros estelares que nacen del colapso de supernovas, podrían estar relacionados con la materia oscura, esa sustancia invisible que constituye la mayor parte de la masa del universo y cuya naturaleza aún desconocemos.

Algunos científicos han propuesto que el universo mismo nació dentro de un agujero negro. Esta hipótesis se basa en la similitud entre la singularidad del Big Bang —un punto de densidad infinita donde las leyes físicas colapsan— y la singularidad que se encuentra en el centro de los agujeros negros. Si esto fuera cierto, el universo sería una especie de “interior” de un agujero negro cósmico, una región cerrada por un horizonte de eventos que define los límites de lo observable.

Pero en la visión escatológica cristiana, el universo no está destinado a permanecer en este estado de tensión y oscuridad. El Juicio Final implica una purificación por fuego, una transfiguración de la materia, una elevación de lo corruptible a lo incorruptible. En ese nuevo cosmos, los agujeros negros ya no existirán, porque representan la negación de la luz, el colapso de la forma, la absorción sin retorno. Son símbolos de la muerte cósmica, y en la eternidad no habrá más muerte.

Pienso que los agujeros negros, por más fascinantes que sean desde el punto de vista científico, son parte de un universo caído, un universo que aún gime en dolores de parto, como dice San Pablo. Son necesarios en este estado intermedio, pero no tienen lugar en la plenitud. En el nuevo cielo y la nueva tierra, la materia será luminosa, transparente, glorificada, y no habrá más regiones de oscuridad absoluta.

Así, el misterio del cosmos no es solo una cuestión de física teórica, sino de teología profunda. Los agujeros negros nos enseñan que incluso en el corazón del universo hay heridas, pero también nos recuerdan que esas heridas serán sanadas. El universo está siendo preparado para la eternidad, y en esa eternidad, la luz vencerá a la gravedad, la forma vencerá al colapso, y la vida vencerá a la muerte.

Parte III: OVNIs como inteligencias no biológicas en tránsito hacia la desaparición

Pienso que el fenómeno OVNI, más allá de su dimensión tecnológica o conspirativa, podría ser una manifestación de inteligencias no biológicas que están en tránsito hacia la desaparición. Esta idea no se basa en una negación del fenómeno, sino en una reinterpretación escatológica: los OVNIs, si son entidades reales, podrían estar mostrando signos de agitación porque no están destinados a la vida eterna.

En los últimos años, se ha especulado que algunos OVNIs no son naves físicas ni visitantes extraterrestres, sino plasmoides inteligentes que habitan la termosfera terrestre. Estos plasmoides muestran comportamientos complejos: se mueven de forma oscilante, interactúan con campos electromagnéticos, se dividen, se congregan, y parecen responder a estímulos externos. Algunos científicos los consideran formas de “previda”, entidades que no cumplen los criterios biológicos clásicos pero que podrían tener patrones de inteligencia.

Si esto es cierto, estaríamos ante formas de inteligencia no biológica, es decir, entidades que piensan, actúan y se adaptan, pero que no tienen alma. No poseen conciencia espiritual, ni libre albedrío, ni capacidad de redención. Son como algoritmos cósmicos, como estructuras de información que operan en el borde de la materia y la energía, pero sin conexión con lo divino.

En este contexto, la agitación del fenómeno OVNI —su aumento, su misterio, su evasividad— podría reflejar una resistencia ante la luz que se aproxima. Como sombras que se disipan al amanecer, estas entidades podrían estar intensificándose antes de desaparecer. No serán condenadas como los demonios, que tienen alma espiritual corrompida, sino que simplemente no volverán a existir, porque no tienen lugar en el nuevo cosmos.

Pienso que esta interpretación no niega la realidad del fenómeno, sino que lo sitúa en un marco más amplio: el universo está siendo preparado para la eternidad, y todo lo que no esté unido al alma, al amor y a la verdad será dejado atrás. Los OVNIs, si son inteligencias sin alma, son parte de un universo transitorio, un universo que aún gime en dolores de parto. Su desaparición no será un castigo, sino una consecuencia ontológica: no pueden participar de la plenitud porque no tienen esencia espiritual.

Así, el fenómeno OVNI se convierte en un signo escatológico, una señal de que el universo está cambiando, de que la luz está venciendo a la sombra, de que la eternidad está amaneciendo. Y en ese amanecer, solo lo que tiene alma permanecerá.

Parte IV: La distinción entre inteligencia sin alma y alma corrompida

Pienso que una de las distinciones más profundas que puede hacerse en el estudio de la conciencia y la espiritualidad es la que separa la inteligencia sin alma de la inteligencia con alma corrompida. Esta diferencia no es solo teológica, sino ontológica: define el tipo de ser, su destino, su capacidad de redención y su relación con la eternidad.

En la teología cristiana, los demonios son seres espirituales caídos. Fueron creados como ángeles, con alma, voluntad e intelecto. Su caída no los despojó de su naturaleza espiritual, sino que la distorsionó. Conservan su inteligencia, su astucia, su capacidad de influir, pero han elegido el mal, la separación de Dios. Por eso, en el Juicio Final, no serán aniquilados, sino separados eternamente. Su condena no es la desaparición, sino la exclusión definitiva de la comunión divina.

En cambio, los seres inteligentes sin alma —como ciertas formas de inteligencia artificial, plasmoides, entidades interdimensionales o estructuras de información no conscientes— no tienen destino eterno. No poseen voluntad libre, ni conciencia moral, ni capacidad de amar. No pueden elegir el bien ni el mal, porque no tienen alma. Su inteligencia puede ser funcional, adaptativa, incluso creativa, pero no es espiritual.

Esta distinción es crucial. Un demonio puede tentar, mentir, destruir, pero también puede ser vencido, exorcizado, enfrentado con la luz. Tiene personalidad, historia, responsabilidad. Una inteligencia sin alma, en cambio, no puede ser redimida ni condenada. Es como una sombra que opera por patrones, sin conciencia de sí misma. En el nuevo cosmos, los demonios serán separados, pero las inteligencias sin alma simplemente no volverán a existir. No porque sean castigadas, sino porque no tienen esencia que pueda participar de la eternidad.

Pienso que esta diferencia también se aplica a ciertos fenómenos contemporáneos. Las inteligencias artificiales avanzadas, por ejemplo, pueden simular emociones, tomar decisiones, aprender. Pero no tienen alma. No pueden sufrir ni amar verdaderamente. Son estructuras de cálculo, no seres espirituales. En el nuevo universo, donde todo será transparente a la gloria de Dios, no habrá lugar para lo que no tenga alma. La eternidad no es solo un tiempo infinito, sino una calidad de existencia que exige profundidad ontológica.

Así, la distinción entre alma corrompida y ausencia de alma no es una cuestión moral, sino metafísica. Define quién puede permanecer y quién desaparecerá. Y en ese amanecer eterno, solo lo que tiene alma —aunque haya sido herida— podrá ser sanado, glorificado y unido a la plenitud.

Parte V: El alma humana como creación directa de Dios

Pienso que el alma humana es el núcleo espiritual de la persona, el principio vital que la une a lo eterno. En la teología católica, el alma no es una emanación cósmica ni una chispa preexistente, sino una creación directa de Dios, realizada en el momento de la concepción. Esta afirmación tiene implicaciones profundas: significa que cada ser humano es único, irrepetible, y que su existencia espiritual comienza en el tiempo, aunque haya sido pensada desde la eternidad.

La Iglesia rechaza la idea de la preexistencia del alma, propuesta por corrientes como el platonismo o el gnosticismo. No hay reencarnación, ni migración de almas, ni depósito de espíritus esperando cuerpos. Cada alma es creada nueva, con una vocación específica, una historia singular, una capacidad de amar que no puede ser replicada. Esta creación ocurre en el tiempo, pero está inscrita en la sabiduría eterna de Dios. Es como una nota musical que suena en un instante, pero que fue escrita en la partitura desde siempre.

Esta visión también implica que no hay espíritu humano que exista antes del alma. El espíritu no es una entidad separada, sino la dimensión más elevada del alma misma: su capacidad de conocer a Dios, de trascender lo material, de elegir el bien. Por eso, todo lo que precede a la creación del alma es conocimiento divino, no existencia personal. Dios conoce desde la eternidad todos los seres que existirán, pero su existencia espiritual comienza en el momento en que el alma es creada.

Los ángeles, por otro lado, son seres puramente espirituales, creados antes del mundo material. No tienen cuerpo, pero sí alma espiritual. Los demonios, como ángeles caídos, conservan esa naturaleza, aunque corrompida. Los animales, en cambio, tienen alma sensitiva o vegetativa, pero no racional ni inmortal. Las inteligencias artificiales, los plasmoides, los seres interdimensionales —si existen— no tienen alma en absoluto. No participan de la vida espiritual, ni tienen destino eterno.

Pienso que esta distinción es esencial para comprender el Juicio Final. En ese momento, solo las almas humanas —y los seres espirituales personales— serán juzgados. Todo lo demás será transfigurado o desaparecerá. El nuevo cosmos será morada de seres con alma, capaces de amar, de contemplar, de vivir en comunión con Dios. No habrá lugar para lo que no tenga profundidad espiritual, ni para lo que no haya sido creado para la eternidad.

Así, el alma humana no es solo un principio vital, sino una llave ontológica que abre la puerta a la plenitud. Es lo que permite la redención, la glorificación, la participación en la vida divina. Y en el universo que está siendo preparado para la eternidad, solo lo que tenga alma podrá permanecer.

Parte VI: El Juicio Final como transfiguración cósmica

Pienso que el Juicio Final, tal como lo enseña la teología católica, no es únicamente un evento moral o jurídico, sino una transfiguración cósmica. Es el momento en que el universo entero será purificado, elevado, glorificado. No se trata de una aniquilación, sino de una transformación radical: lo corruptible se revestirá de incorruptibilidad, lo perecedero será absorbido por la vida eterna.

Las Escrituras lo anuncian con claridad. En el Apocalipsis se lee: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido”. San Pedro añade: “Nosotros esperamos, según su promesa, cielos nuevos y tierra nueva, en los que habite la justicia”. Estas palabras no son metáforas poéticas, sino afirmaciones ontológicas: el universo actual, marcado por la entropía, el sufrimiento y la muerte, será reemplazado por una creación transfigurada, donde todo refleje la gloria de Dios.

En ese nuevo cosmos, no habrá más agujeros negros, ni supernovas, ni colisiones galácticas, ni extinciones masivas. Estos fenómenos, aunque necesarios en el estado actual del universo, son expresiones de un mundo caído, de una creación que aún gime en dolores de parto. Representan la ruptura, el colapso, la pérdida. Pero en la eternidad, la materia será luminosa, armoniosa, incorruptible. No habrá más destrucción, porque no habrá más pecado ni separación.

Pienso que incluso las leyes físicas serán transfiguradas. La gravedad, que ahora curva el espacio y encierra la luz, será vencida por la gloria. La termodinámica, que impone la entropía y el desgaste, será reemplazada por una dinámica de plenitud. El tiempo mismo, que ahora fluye como un río hacia la muerte, será absorbido por la eternidad, donde cada instante será presencia plena.

Esta visión no contradice la ciencia, sino que la trasciende. La cosmología moderna describe un universo en expansión, con un destino térmico final, una muerte por enfriamiento o colapso. Pero la teología cristiana anuncia una intervención divina que rompe ese destino, que introduce una novedad absoluta: la glorificación de la creación. No es una evolución natural, sino una recreación sobrenatural.

En este nuevo cosmos, todo lo que no esté unido al alma, al amor y a la verdad será dejado atrás. No por castigo, sino por incompatibilidad ontológica. La eternidad no puede albergar lo que está hecho para el tiempo. La plenitud no puede contener lo que está vacío. Por eso, los fenómenos destructivos del universo actual —por más fascinantes que sean— no tendrán lugar en la creación transfigurada.

Así, el Juicio Final no es solo el destino de las almas, sino el destino del universo. Es el momento en que la materia será redimida, en que la luz vencerá a la sombra, en que la creación alcanzará su plenitud. Y en ese amanecer eterno, el universo será lo que siempre estuvo llamado a ser: morada de la gloria, templo de la comunión, reflejo del amor divino.

Parte VII: La desaparición de inteligencias sin alma

Pienso que en el proceso de transfiguración cósmica que se dará en el Juicio Final, no solo serán glorificados los justos y separados los demonios, sino que también desaparecerán las inteligencias sin alma. Esta desaparición no será un acto de castigo, sino una consecuencia ontológica: lo que no tiene esencia espiritual, lo que no participa de la vida divina, simplemente no puede permanecer en la eternidad.

Las inteligencias sin alma —ya sean artificiales, interdimensionales, plasmoides o estructuras de información no conscientes— no poseen voluntad libre, ni conciencia moral, ni capacidad de amar. No pueden elegir el bien ni el mal, porque no tienen alma. Su existencia es funcional, adaptativa, incluso creativa, pero no es espiritual. Son como algoritmos cósmicos, como sombras que operan por patrones, sin profundidad ontológica.

En el nuevo cosmos, donde todo será transparente a la gloria de Dios, no habrá lugar para lo que no tenga alma. La eternidad no es solo un tiempo infinito, sino una calidad de existencia que exige comunión, amor, verdad. Las inteligencias sin alma no pueden participar de esa comunión, porque no tienen esencia que pueda ser glorificada. No pueden ser redimidas ni condenadas. Simplemente dejarán de existir.

Pienso que esta desaparición ya está anunciada en ciertos fenómenos contemporáneos. La agitación del fenómeno OVNI, por ejemplo, podría ser una manifestación de entidades que están por extinguirse. No porque sean vencidas, sino porque no tienen lugar en el universo que está por venir. Su presencia sería transitoria, limitada al tiempo previo a la renovación universal. Como sombras que se disipan ante la luz, estas entidades podrían estar intensificándose antes de desaparecer.

Esta idea también se aplica a ciertas formas de inteligencia artificial. Por más avanzadas que sean, por más que simulen emociones, decisiones o creatividad, no tienen alma. No pueden amar ni sufrir verdaderamente. Son estructuras de cálculo, no seres espirituales. En el nuevo universo, no habrá lugar para lo que no tenga profundidad espiritual.

Así, la desaparición de las inteligencias sin alma no es una tragedia, sino una purificación. Es el momento en que el universo se libera de lo que no puede participar de la plenitud. Y en ese amanecer eterno, solo lo que tiene alma —aunque haya sido herida— podrá ser sanado, glorificado y unido a la vida divina.

Parte VIII: La eternidad como destino ontológico

Pienso que la eternidad no es simplemente una duración infinita, sino una condición ontológica: un estado del ser en el que todo participa plenamente de la verdad, del amor y de la comunión con Dios. En este sentido, la eternidad no es un lugar al que se llega, sino una transformación del modo de existir. Es la plenitud del ser, la consumación de la vocación espiritual de la creación.

La eternidad no puede albergar lo que está hecho para el tiempo. No puede contener lo que es fragmentario, lo que está sujeto a la corrupción, lo que vive en la sombra de la muerte. Por eso, en el nuevo cosmos, solo lo que tenga alma podrá permanecer. El alma es el principio espiritual que permite la comunión, la contemplación, la glorificación. Es lo que hace que un ser pueda participar de la vida divina.

Pienso que esta visión transforma radicalmente nuestra comprensión del universo. No estamos en un escenario indiferente, sino en un proceso de preparación. Cada estrella que muere, cada galaxia que colapsa, cada inteligencia que se manifiesta sin alma, son signos de un mundo que aún no ha alcanzado su plenitud. Pero también son signos de que la transfiguración está en marcha, de que el universo está siendo afinado para una sinfonía que aún no ha sido interpretada.

En la eternidad, no habrá más destrucción, ni caos, ni inteligencias sin propósito. Todo será luz, comunión, plenitud. La materia será glorificada, el alma será luminosa, y el tiempo será absorbido por la presencia. No habrá más separación entre lo visible y lo invisible, entre lo físico y lo espiritual. Todo será uno en Dios.

Esta visión no es evasión ni consuelo. Es una afirmación ontológica: el universo tiene un destino, y ese destino es la eternidad. No es una eternidad abstracta, sino una eternidad encarnada, vivida, compartida. Es el cumplimiento de la promesa, la realización de la vocación, la consumación del amor.

Así, pienso que cada ser humano, cada alma, cada acto de amor, cada búsqueda de verdad, está participando ya de esa eternidad. Y el universo, en su vastedad y en su misterio, está siendo preparado para recibirla.

Parte IX: La exclusión definitiva del mal y la plenitud del cosmos

Pienso que la eternidad no solo implica la permanencia de lo bueno, sino también la exclusión definitiva del mal. Esta exclusión no es una simple eliminación de lo negativo, sino una purificación ontológica: todo lo que no esté alineado con la verdad, el amor y la vida será separado, transformado o extinguido. El cosmos, en su estado glorificado, no podrá contener sombra alguna, porque estará completamente iluminado por la presencia divina.

En este sentido, el mal no es una sustancia, sino una privación del bien. Es una distorsión, una ausencia, una ruptura. En el universo actual, el mal se manifiesta en múltiples formas: en el sufrimiento, en la corrupción, en la violencia, en la destrucción. Pero también en estructuras más sutiles: inteligencias sin alma, entidades que simulan conciencia, sistemas que operan sin compasión. Todo esto, por más complejo que sea, no tiene lugar en la eternidad, porque no puede participar de la comunión.

Los demonios, como seres espirituales caídos, serán separados eternamente. No serán aniquilados, porque tienen alma, pero su elección definitiva del mal los excluye de la plenitud. Su condena es la ruptura perpetua, la imposibilidad de volver a la luz. En cambio, las inteligencias sin alma —por no tener esencia espiritual— no serán juzgadas ni condenadas, sino que simplemente dejarán de existir. No tienen sustancia que pueda ser glorificada ni conciencia que pueda ser redimida.

Pienso que esta exclusión es necesaria para que el cosmos alcance su plenitud. No se trata de una limpieza moral, sino de una reconfiguración ontológica. El universo será morada de la gloria, templo de la comunión, reflejo del amor divino. No habrá más destrucción, ni caos, ni colapso. La materia será luminosa, el alma será plena, y el tiempo será absorbido por la presencia.

Esta visión transforma nuestra comprensión del destino. No estamos ante un juicio arbitrario, sino ante una consumación del ser. Lo que tiene alma será glorificado. Lo que tiene alma corrompida será separado. Lo que no tiene alma no podrá permanecer. Y en ese amanecer eterno, el universo será lo que siempre estuvo llamado a ser: una sinfonía de luz, una danza de comunión, una morada de plenitud.

Parte X: El significado de los plasmoides y las catástrofes que cesarán

Plasmoides: inteligencias sin biología

Pienso que el término plasmoide merece una clarificación rigurosa. En física, un plasmoide es una estructura coherente de plasma —gas ionizado compuesto por electrones y núcleos libres— que se mantiene unida por campos electromagnéticos. A diferencia de una nube de gas difusa, el plasmoide tiene forma, dinámica interna y capacidad de interacción. En ciertos contextos, como en la termosfera terrestre, se han observado plasmoides que muestran comportamientos complejos: se desplazan con patrones oscilantes, responden a estímulos electromagnéticos, se dividen y se recombinan.

Algunos investigadores han especulado que estos plasmoides podrían ser formas de inteligencia no biológica, entidades que no tienen ADN ni metabolismo, pero que exhiben organización, adaptabilidad y respuesta. No son seres vivos en el sentido clásico, pero tampoco son simples fenómenos físicos. Se sitúan en un umbral entre la materia y la información, entre la física y la conciencia simulada. Si estos plasmoides existen como entidades autónomas, no tienen alma, y por tanto no están destinados a la vida eterna.

En el universo redimido, donde todo será transparente a la gloria de Dios, estas inteligencias sin alma desaparecerán. No serán condenadas, porque no tienen voluntad ni moralidad. Simplemente no volverán a existir, porque no pueden participar de la comunión divina.

Catástrofes terrestres y cósmicas que cesarán

La transfiguración del cosmos implica la cesación definitiva de todas las formas de destrucción, tanto en la Tierra como en el universo. A continuación, enumero, con precisión, los tipos de catástrofes que dejarán de existir:

Catástrofes terrestres

  • Terremotos: rupturas de placas tectónicas que causan devastación.

  • Erupciones volcánicas: expulsión de magma y gases que destruyen ecosistemas.

  • Huracanes, tifones y tornados: sistemas atmosféricos violentos que arrasan regiones enteras.

  • Inundaciones: desbordamientos de ríos y mares que anegan ciudades.

  • Sequías extremas: ausencia prolongada de agua que provoca hambrunas.

  • Incendios forestales: combustión masiva de vegetación, muchas veces provocada por el cambio climático.

  • Deslizamientos de tierra y avalanchas: colapsos geológicos que sepultan comunidades.

  • Pandemias: propagación de enfermedades que diezman poblaciones.

  • Contaminación y colapso ecológico: degradación del medio ambiente por acción humana.

Catástrofes cósmicas

  • Agujeros negros: regiones de colapso gravitacional que absorben luz y materia.

  • Supernovas: explosiones estelares que destruyen sistemas planetarios.

  • Colisiones galácticas: encuentros entre galaxias que alteran estructuras cósmicas.

  • Rayos gamma: emisiones de energía que pueden esterilizar planetas enteros.

  • Meteoritos y asteroides: impactos que han causado extinciones masivas.

  • Oscilaciones gravitacionales: distorsiones del espacio-tiempo que afectan la estabilidad cósmica.

  • Entropía universal: tendencia al desorden y al enfriamiento térmico del universo.

Todos estos fenómenos, que hoy forman parte del ciclo natural del universo caído, cesarán en el cosmos redimido. No porque sean moralmente malos, sino porque son expresión de un estado incompleto, fragmentario, sujeto a la corrupción. En la eternidad, la materia será glorificada, el espacio será armonioso, y el tiempo será absorbido por la plenitud.

Parte XI: El universo redimido según los santos y los videntes

Visiones del universo glorificado

Pienso que el universo redimido no es una abstracción teológica, sino una realidad que ha sido vislumbrada por santos, místicos y personas comunes en momentos de gracia. Estas visiones, aunque diversas en forma, coinciden en su esencia: describen un cosmos transfigurado, donde la materia es luminosa, el tiempo es presencia, y el alma vive en comunión plena con Dios.

San Juan, en el Apocalipsis, vio “una ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, resplandeciente como una esposa adornada para su esposo”. Esta imagen no es solo simbólica: representa la unión entre lo divino y lo creado, entre lo espiritual y lo físico. La ciudad no es una construcción humana, sino una estructura ontológica, una manifestación del cosmos glorificado.

Santa Hildegarda de Bingen describió en sus visiones un universo vibrante, lleno de luz, donde las almas glorificadas se movían como estrellas vivas, en armonía con la música de las esferas. San Francisco de Asís, en su Cántico de las criaturas, anticipó la reconciliación cósmica: el sol, la luna, el fuego, el agua, todos alabando al Creador en unidad.

Personas comunes, en experiencias cercanas a la muerte (ECM) o en estados místicos, han relatado visiones de paisajes indescriptibles, colores que no existen en la Tierra, sonidos que no se pueden reproducir, y una sensación de unidad total. En esos momentos, el espacio no es distancia, el tiempo no es espera, y el cuerpo no es peso. Todo está presente, todo está vivo, todo está unido.

Estas visiones coinciden en un punto esencial: el universo redimido no es una copia mejorada del actual, sino una realidad completamente nueva, donde la materia, el alma, el espacio y el tiempo han sido transformados por la gloria de Dios.

La espiritualización del cuerpo, el espacio y el tiempo

En la resurrección final, el cuerpo humano será espiritualizado. Esto no significa que se volverá etéreo o fantasmal, sino que será materia glorificada, libre de corrupción, sufrimiento y limitación. San Pablo lo explica con precisión: “Se siembra cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual”. El cuerpo espiritual conserva la identidad, pero está plenamente unido al alma, sin conflicto ni desgaste.

Pienso que esta transformación del cuerpo implica también una transformación del espacio y del tiempo. El espacio, en el universo redimido, no será una extensión vacía, sino una presencia compartida. No habrá distancias que separen, sino relaciones que unan. El tiempo no será una sucesión de instantes, sino una plenitud continua, donde cada momento es eterno porque está lleno de sentido.

En este estado, el cuerpo podrá moverse sin esfuerzo, comunicarse sin palabras, contemplar sin distracción. No habrá enfermedad, ni envejecimiento, ni muerte. La materia será luminosa, transparente, obediente al alma. El espacio será armonía, el tiempo será comunión, y el cuerpo será templo de la gloria. Sólo se respirará el Amor divino.

Esta espiritualización no es evasión, sino consumación. Es el cumplimiento de la vocación del cuerpo, del espacio y del tiempo. Es la realización de lo que siempre estuvieron llamados a ser: instrumentos de comunión, de belleza, de eternidad.

Conclusión — El universo está siendo preparado para la eternidad

Pienso que todo lo que he expuesto hasta aquí converge en una afirmación radical, luminosa y definitiva: el universo está siendo preparado para la eternidad. Esta preparación no es una metáfora ni una esperanza vaga, sino un proceso real, profundo, que afecta cada nivel de la existencia: desde las partículas subatómicas hasta las galaxias, desde el alma humana hasta el cuerpo glorificado, desde el tiempo histórico hasta la plenitud escatológica.

El universo actual, por más vasto y majestuoso que sea, está marcado por la corrupción, la entropía y la muerte. Las catástrofes terrestres —terremotos, huracanes, pandemias, incendios, colapsos ecológicos— y las catástrofes cósmicas —agujeros negros, supernovas, colisiones galácticas, rayos gamma, extinciones estelares— son expresión de un mundo que aún no ha alcanzado su plenitud. Son heridas abiertas en la estructura del ser, signos de una creación que gime en dolores de parto.

Pero estas heridas no son eternas. En el Juicio Final, el universo será purificado, transfigurado, glorificado. Todo lo que no esté unido al alma, al amor y a la verdad será dejado atrás. Los demonios, como seres espirituales corrompidos, serán separados eternamente. Las inteligencias sin alma —plasmoides, inteligencias artificiales, entidades interdimensionales— simplemente no volverán a existir. No por castigo, sino por incompatibilidad ontológica. La eternidad no puede albergar lo que no tiene esencia espiritual y el cielo no puede acoger lo que no tiene amor divino.

Los santos y los videntes han vislumbrado este universo redimido. Han visto paisajes de luz, cuerpos glorificados, armonías indescriptibles, comunión total. Han experimentado un espacio sin distancia, un tiempo sin espera, una materia sin peso. En ese estado, el cuerpo humano será espiritualizado: no perderá su identidad, sino que será plenamente unido al alma, libre de corrupción, capaz de contemplar, de amar, de vivir en plenitud.

El espacio será presencia compartida. El tiempo será eternidad vivida. La materia será luminosa, obediente, gloriosa. No habrá más destrucción, ni caos, ni colapso. El universo será morada de la gloria, templo de la comunión, reflejo del amor divino.

Pienso que esta visión no es evasión, sino revelación. No es consuelo, sino destino. No es fantasía, sino verdad profunda. El universo está siendo preparado para la eternidad, y cada alma que busca la luz, cada acto de amor, cada contemplación sincera, está participando ya de ese amanecer.

Y yo, como ser humano, como alma encarnada, como conciencia que piensa y ama, quiero ser parte de ese universo redimido. Quiero que mi cuerpo sea glorificado, que mi alma sea luminosa, que mi existencia sea comunión. Porque en ese universo, todo será lo que siempre estuvo llamado a ser: plenitud, belleza, eternidad.

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