PERÚ: EL NACIONALISMO PRAGMÁTICO ES LA CLAVE
Ensayo geopolítico en tiempos de transición
Parte I: El colapso del orden formal y la emergencia de una nueva racionalidad política
La caída de Dina Boluarte, destituida por “incapacidad moral permanente” en una sesión parlamentaria sin defensa ni votos en contra, no representa una ruptura del orden político peruano, sino su confirmación. El presidencialismo deformado, la fractura entre Estado y sociedad civil, y la consolidación de un Congreso espurio que designa sucesores sin legitimidad popular, configuran lo que puede llamarse —sin exageración— un totalitarismo intrademocrático. Este concepto, que describe regímenes que operan bajo formas democráticas pero con prácticas autoritarias, se ajusta con precisión quirúrgica al Perú contemporáneo.
La democracia formal está muerta. Lo que queda es una arquitectura institucional vacía, sostenida por operadores políticos que actúan como intermediarios de intereses económicos, mediáticos y geopolíticos. En este contexto, el frustrado atentado contra el alcalde de Lima, Rafael López Aliaga, no es un hecho aislado, sino un síntoma de la descomposición del pacto republicano. La violencia política, antes marginal, se convierte en amenaza latente. El cuerpo político peruano está enfermo, y como advirtió Maquiavelo en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio, cuando el peligro es inminente, las leyes ordinarias no bastan: se requiere una autoridad extraordinaria para salvar la república.
Maquiavelo, en El Príncipe, defiende la tiranía como instrumento transitorio cuando el orden está en riesgo. Pero en los Discursos, el florentino elogia el imperio de la ley y la participación ciudadana. Esta tensión entre poder excepcional y legalidad republicana es la que atraviesa el Perú actual. ¿Qué tipo de dictadura podría operar como remedio? ¿Militar, cívico-militar, popular, popular-militar? La historia latinoamericana muestra que sin control ciudadano, el remedio puede ser peor que la enfermedad.
La marcha nacional convocada para el 15 de octubre por colectivos juveniles como la Generación Z y el Bloque Universitario exige el cierre del Congreso y la potestad popular de elegir directamente al presidente. Esta movilización no es solo una protesta: es una interpelación al sistema, una demanda de refundación. La democracia participativa emerge como única vía para reconstruir la legitimidad perdida. Pero ¿qué modelo político puede sostener esta transición?
Parte II: Geopolítica de la transición y el dilema de las élites
La crisis peruana no es solo institucional: es civilizatoria. El colapso de la democracia formal, la descomposición del Congreso, y la emergencia de una ciudadanía movilizada —especialmente jóvenes de la Generación Z— configuran un escenario donde el modelo político vigente ha perdido toda legitimidad. En este contexto, la pregunta insoslayable es: ¿qué modelo adoptar en medio de una transición geopolítica mundial?
El mundo ya no gira en torno a Washington. El nuevo hegemón que se levanta es China, con su modelo de planificación estatal, desarrollo tecnológico y diplomacia pragmática. Frente a ello, el modelo occidental —basado en democracia liberal, libre mercado y derechos individuales— aparece desgastado, degradado, desfigurado, corrompido, capturado por élites corporativas y sin capacidad de transformación. Perú, como enclave estratégico en el Pacífico y país rico en recursos, se convierte en terreno de disputa entre estas dos visiones.
La plutocracia peruana, históricamente sumisa a Washington, enfrenta una bifurcación. Los grandes grupos empresariales, bancos y medios de comunicación han mantenido una alineación con EE.UU. por razones de seguridad jurídica, tratados comerciales y presión diplomática. Pero los nuevos ricos emergentes —ligados a minería, agroexportación, infraestructura y tecnología— muestran una mayor apertura hacia China, atraídos por su capacidad de inversión sin condicionalidades ideológicas.
Esta división interna en la élite económica se profundiza con la candidatura de Rafael López Aliaga. Aunque conservador, su sesgo nacionalista podría alinearse con los intereses de la plutocracia emergente pro-China, mientras que el ala más reaccionaria, corrupta y conservadora —vinculada al fujimorismo y a operadores como César Acuña— podría resistir, sabotear y conspirar para preservar el statu quo.
El frustrado magnicidio contra López Aliaga, aunque evitado, se convierte en símbolo de esta pugna. No fue solo un intento de violencia política: fue una advertencia. En un país donde las vacancias presidenciales se consuman en minutos y los atentados se planifican con granadas, la gobernabilidad se convierte en un desafío existencial. Si López Aliaga gana —como indican las encuestas— y no toma medidas con las Fuerzas Armadas para evitar el sabotaje parlamentario, el escenario político se volverá aún más volátil e impredecible.
Parte III: El nacionalismo pragmático como tabla de salvación
En medio del colapso institucional, la fragmentación de las élites, y la transición geopolítica global, el nacionalismo pragmático emerge como la única vía realista para que Perú recupere soberanía, estabilidad y rumbo. No se trata de un nacionalismo ideológico, excluyente o autoritario, sino de una racionalidad política que pone los intereses nacionales por delante de alineamientos externos, dogmas partidarios o cálculos electorales.
Este nacionalismo pragmático no es una utopía: es una necesidad. En palabras de Maquiavelo, cuando el cuerpo político está enfermo, se requiere una dictadura virtuosa —un poder excepcional, transitorio, orientado a restaurar el orden y devolver el poder al pueblo. Pero esa dictadura no puede ser militar ni populista en el sentido clásico. Debe ser popular-militar, amén de cristiana, con respaldo ciudadano, control institucional y visión estratégica.
La democracia participativa, inspirada en el modelo chino pero adaptada al contexto peruano, ofrece una alternativa viable. China no es una democracia liberal, pero ha logrado estabilidad, desarrollo y planificación a largo plazo. Su modelo de meritocracia tecnocrática, consulta interna y control estratégico puede ser reinterpretado en clave peruana, con elementos como:
Planificación nacional con participación regional.
Consejos ciudadanos con poder de veto sobre leyes y vacancias.
Reforma del servicio público con evaluación comunitaria.
Presupuesto participativo y descentralización efectiva.
Este modelo no busca imponer una dictadura, sino reconstruir la democracia desde abajo, con eficiencia, justicia social y protagonismo popular. La Asamblea Constituyente se vuelve inevitable, no como herramienta ideológica, sino como mecanismo de refundación. La reforma del Congreso, la reconfiguración del sistema de partidos, y la redefinición del modelo económico son pasos urgentes.
La plutocracia peruana, si quiere sobrevivir, deberá alinearse con este proyecto. Los buenos negocios que puede hacer con China —en minería, infraestructura, agroexportación y tecnología— son incentivos poderosos. Pero deberá aceptar nuevas reglas: pagar impuestos justos, respetar el poder popular, y contribuir al desarrollo nacional. La élite tradicional, si se resiste, será marginada por la historia.
Parte IV: El nuevo pacto nacional y el horizonte multipolar
La refundación del Perú exige más que reformas: requiere un nuevo pacto nacional. Este pacto no puede surgir de las élites tradicionales ni de los partidos desgastados, sino de una convergencia entre ciudadanía movilizada, sectores emergentes de la economía, y un liderazgo político capaz de articular un proyecto soberano. El nacionalismo pragmático, como hemos desarrollado, ofrece el marco conceptual para esta reconstrucción.
Este nuevo pacto debe incluir:
Una Asamblea Constituyente con participación real de comunidades, sindicatos, universidades, pueblos originarios y jóvenes.
Reforma profunda del Congreso, con mecanismos de revocatoria, bicameralidad funcional, y representación territorial.
Democracia participativa con presupuesto comunitario, control ciudadano sobre funcionarios, y referendos vinculantes.
Planificación estratégica nacional, con metas quinquenales, soberanía tecnológica, y alianzas internacionales diversificadas.
En este horizonte, el Perú debe posicionarse como actor soberano en un mundo multipolar. Ya no basta con alinearse a una potencia: se requiere inteligencia geopolítica para negociar con China, Estados Unidos, Europa, Rusia y América Latina según los intereses nacionales. Como diría el pensador argentino Juan José Sebreli, “la soberanía no es aislamiento, sino capacidad de decisión autónoma”.
La élite económica, como hemos visto, tendrá que adaptarse. Los buenos negocios que puede hacer con China —en minería, infraestructura, agroexportación y tecnología— son incentivos poderosos. Pero deberá aceptar nuevas reglas: pagar impuestos justos, respetar el poder popular, y contribuir al desarrollo nacional. Como hemos dicho, si la plutocracia tradicional, si se resiste, será desplazada por la historia.
El nacionalismo pragmático no es una ideología: es una estrategia de supervivencia nacional. En palabras de Maquiavelo, “el que quiere reformar una república debe conservar al menos la sombra de las antiguas instituciones”. Pero en Perú, incluso la sombra se ha desvanecido. Es hora de reconstruir desde los cimientos, con audacia, inteligencia y voluntad popular.
Conclusión – El porvenir de la república peruana
Perú se encuentra en una encrucijada histórica. La democracia formal ha sido vaciada de contenido, el Congreso opera como una maquinaria de intereses privados, y la sucesión presidencial se ha convertido en un ritual de descomposición institucional. En este contexto, el nacionalismo pragmático no es una opción ideológica: es una tabla de salvación.
Este ensayo ha recorrido los síntomas de la crisis: la caída de Boluarte, el ascenso de José Jerí por vía parlamentaria, el atentado frustrado contra Rafael López Aliaga, y la movilización de una ciudadanía que exige el cierre del Congreso y la refundación del sistema. Hemos explorado la tensión entre las dos obras de Maquiavelo —El Príncipe y los Discursos— para entender cómo el poder excepcional puede ser legítimo si está orientado a restaurar la república.
También hemos analizado la fractura interna de la plutocracia peruana: entre el ala tradicional pro-Washington y la emergente pro-China. Esta división no es solo económica, sino geopolítica. En un mundo multipolar, donde China desplaza a Estados Unidos como potencia hegemónica, Perú debe decidir si sigue siendo satélite o se convierte en actor soberano.
El nacionalismo pragmático, inspirado en el modelo chino pero adaptado al contexto peruano, ofrece una vía para reconstruir el Estado, reconfigurar la economía, y devolver el poder al pueblo. No se trata de copiar el autoritarismo, sino de rescatar la planificación estratégica, la meritocracia, y la participación comunitaria. Como diría Maquiavelo, “el que quiere reformar una república debe conservar al menos la sombra de las antiguas instituciones”. Pero en el dramático Perú político de hoy, incluso la sombra se ha desvanecido.
La Asamblea Constituyente, la reforma del Congreso, y la democracia participativa no son consignas: son condiciones de posibilidad para evitar el colapso. La élite económica deberá alinearse con este proyecto si quiere seguir haciendo negocios. China ofrece oportunidades, pero exige orden, visión y estabilidad. El pueblo exige justicia, representación y dignidad.
El porvenir de la república peruana dependerá de su capacidad para articular un nuevo pacto nacional, basado en soberanía, participación y desarrollo. El nacionalismo pragmático no es una ideología: es una estrategia de supervivencia. Y en tiempos de transición geopolítica, solo los pueblos que se atreven a pensar con audacia pueden escribir su propia historia.
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