jueves, 23 de octubre de 2025

Revolucionando el Nobel

 

Revolucionando el Nobel

En el mundo contemporáneo, los premios no son sólo reconocimientos: son dispositivos de legitimación, mecanismos de poder simbólico, formas de establecer qué vale y qué no. El Premio Nobel, fundado en 1901 por voluntad de Alfred Nobel, se ha convertido en el más prestigioso galardón internacional en campos como la literatura, la paz, la medicina, la física, la química y la economía. Pero su prestigio no es neutro. Está cargado de historia, de geografía, de ideología. Está anclado en una visión del mundo que, aunque se presenta como universal, responde a una matriz cultural específica: la modernidad europea, racionalista, ilustrada, secular, científica, blanca.

Desde esa matriz, el Nobel ha premiado a quienes encarnan sus valores. Ha celebrado la innovación formal, la investigación científica, la diplomacia institucional, la literatura que dialoga con el canon occidental. Ha ignorado, en cambio, otras formas de saber, de crear, de resistir. Las voces indígenas, afrodescendientes, campesinas, místicas, populares, han sido marginales en su historia. No porque no existan, sino porque no encajan. Porque el Nobel no premia lo que no puede nombrar.

Revolucionar el Nobel no significa destruirlo, sino descentrarlo. Significa cuestionar su monopolio simbólico, su pretensión de universalidad, su canon excluyente. Significa abrir el campo de lo premiable a otras formas de conocimiento, de belleza, de verdad. Significa reconocer que el mundo es más amplio que Estocolmo, más profundo que la academia, más diverso que el protocolo.

Pero para que esa revolución sea posible, hay que romper con algo más profundo: la internalización del Nobel. Ese fenómeno silencioso por el cual incluso quienes han sido históricamente excluidos por el canon sueco terminan adoptando sus criterios, sus gestos, sus símbolos. Es la aceptación inconsciente de que el Nobel es el único centro legítimo de reconocimiento. Es el reflejo condicionado que lleva a escritores, científicos, activistas del Sur Global a medir su valor según si han sido premiados por Estocolmo, mencionados por sus jurados, traducidos por sus editoriales.

Romper con esa internalización es un acto de emancipación simbólica. Es dejar de esperar la validación del Norte. Es entender que el prestigio no se hereda, se construye. Que el reconocimiento no se mendiga, se afirma. Que el valor no se mide por el aplauso ajeno, sino por la fidelidad a lo propio.

Y en esa fidelidad, hay un gesto que revela la profundidad de la alienación: la vestimenta. El frac exigido por el protocolo Nobel no es sólo una prenda: es un símbolo. Representa la estética del poder, la elegancia codificada por Europa, la domesticación del cuerpo para encajar en el salón. Es la negación de la pobreza digna, de la humildad radical, de la identidad no occidental. Es el disfraz que se exige para entrar en escena.

En la vestimenta se legitima el eurocentrismo. Se impone una estética que excluye otras formas de elegancia, otras tradiciones, otras corporalidades. No se premia sólo el saber o el arte: se premia también la capacidad de vestirse como el canon manda. La vestimenta ceremonial se convierte en una forma de censura silenciosa: no se puede lucir pobreza, ni humildad radical, ni identidad no occidental sin que se interprete como falta de respeto.

Cuando Gabriel García Márquez recibió el Nobel con una guayabera blanca, rompió ese código. No sólo se vistió distinto: se desvistió del mandato simbólico. Mostró que la elegancia puede ser caribeña, que la dignidad no necesita seda, que el cuerpo puede hablar sin disfraz. Rigoberta Menchú, con su traje maya, hizo lo mismo: afirmó su cultura sin pedir permiso.

En cambio, Mario Vargas Llosa, al recibir el Nobel con frac, legitimó el eurocentrismo ceremonial. Su atuendo no fue sólo una elección estética, sino una afirmación simbólica: alinearse con el protocolo, con la tradición, con el canon. Fue coherente con su trayectoria intelectual, con su defensa de los valores ilustrados, con su visión del mundo. Pero también fue una oportunidad perdida para afirmar lo peruano, lo andino, lo mestizo. Para decir, como García Márquez, que no hace falta disfrazarse de europeo para ser universal.

Revolucionar el Nobel implica también revolucionar el cuerpo que lo recibe. Permitir que se vista como quiere, como puede, como es. Que se presente con poncho, con túnica, con guayabera, con sandalias. Que no tenga que pedir permiso para ser lo que es. Que no tenga que ocultar su origen para ser celebrado.

Y en ese gesto de ruptura, la pregunta que emerge con fuerza es: ¿por qué los países andinos —Perú, Bolivia, Ecuador, Colombia, y en parte Chile— no han creado su propio premio universal? ¿Por qué seguimos esperando que el Norte nos reconozca, en lugar de construir nuestro propio canon, desde nuestras propias montañas, lenguas, memorias?

La respuesta no es simple. Implica revisar nuestra relación con el poder, con la cultura, con la historia. Implica reconocer que hemos sido colonizados no sólo en lo político y económico, sino también en lo simbólico. Que hemos aprendido a mirar el mundo con ojos ajenos, a valorar lo propio sólo cuando lo valida el otro. Que hemos confundido prestigio con imitación, reconocimiento con subordinación.

Pero también implica reconocer que tenemos todo lo necesario para fundar un premio universal desde el Sur. No para competir con el Nobel, sino para descolonizar el acto de premiar. Para decir, con voz firme y serena: aquí también sabemos, aquí también soñamos, aquí también resistimos.

Un premio andino no tendría que replicar las categorías del Nobel. Podría inventar las suyas: sabiduría ancestral, poesía oral, justicia comunitaria, defensa de la tierra, arte ritual, medicina tradicional, cosmología viva. Podría premiar a los sabios sin diploma, a los poetas sin editorial, a los pacificadores sin ejército. Podría reconocer a las madres que buscan a sus hijos desaparecidos, a los guardianes del agua, a los campesinos que cultivan sin agrotóxicos, a los artistas que cantan en quechua, aimara, kichwa, mapudungun.

La ceremonia no tendría que celebrarse en salones dorados ni exigir frac. Podría realizarse en Cusco, en Quito, en La Paz, en el Amazonas. Con música, con ofrendas, con silencio. Con ponchos de vicuña, con guayaberas, con vestidos bordados. Con dignidad, sin ornamento. Con memoria, sin espectáculo.

El jurado no tendría que estar compuesto por académicos suecos ni por expertos internacionales. Podría incluir sabios indígenas, pensadores del Sur, mujeres campesinas, artistas populares, defensores de derechos humanos. Personas que conocen el valor de lo invisible, que saben leer el alma de los gestos, que entienden que la belleza no siempre brilla, que la verdad no siempre grita.

Fundar un premio andino sería un acto de desobediencia simbólica. Sería romper el monopolio del Norte sobre el valor. Sería afirmar que el Sur también puede legitimar, que no necesita pedir permiso para celebrar lo suyo. Sería construir un nuevo centro de reconocimiento, uno que no excluya, que no domestique, que no maquille.

Pero también sería un acto de amor. Amor por lo propio, por lo olvidado, por lo negado. Amor por las lenguas que resisten, por los cuerpos que sanan, por las historias que no caben en los libros. Amor por la posibilidad de un mundo donde premiar no sea domesticar, sino liberar.

Y sería, sobre todo, un acto de futuro. Porque el Sur que no premia es un Sur que no se reconoce. Y el Sur que no se reconoce es un Sur que no puede imaginar. Fundar un premio andino es fundar una nueva imaginación. Una que no repita, que no imite, que no traduzca. Una que invente, que afirme, que cante.

Ahora bien, si el Sur no lo ha hecho, ¿por qué tampoco lo han hecho potencias como China, Rusia o India? ¿Por qué esos países, con sus propias civilizaciones milenarias, con sus propios sistemas filosóficos, científicos y literarios, no han creado un premio que dispute el lugar simbólico del Nobel?

China ha creado premios nacionales de gran prestigio, como el Premio Confucio de la Paz, en respuesta directa al Nobel otorgado a Liu Xiaobo. Pero ese premio no ha logrado posicionarse globalmente. Rusia tiene el Premio Estatal de la Federación Rusa, y India el Bharat Ratna, pero ambos son reconocimientos internos, sin vocación universal. Ninguno ha fundado un galardón que convoque al mundo desde su propia matriz cultural. Ninguno ha dicho: “Este es nuestro canon, y lo ofrecemos al mundo como alternativa legítima, como gesto de soberanía simbólica, como afirmación de una visión distinta del valor, del saber, de la belleza y de la dignidad. Ninguno ha dicho: “Este es nuestro modo de entender la excelencia humana, y lo compartimos no para competir, sino para ampliar el horizonte de lo reconocible.”

Y eso revela algo profundo: incluso las potencias no occidentales han internalizado el prestigio del Nobel como símbolo de legitimación global. Han preferido fortalecer sus premios nacionales, pero sin proyectarlos como referentes universales. Han aceptado, tácita o explícitamente, que el centro sigue estando en Estocolmo, que el canon sigue siendo europeo, que el reconocimiento sigue dependiendo de la mirada del Norte.

Romper con esa lógica no es sólo una cuestión institucional: es una ruptura simbólica, una desobediencia cultural. Es declarar que el Sur —y también el Este— tiene derecho a definir lo que vale, lo que importa, lo que merece ser celebrado. Es fundar un nuevo centro, no geográfico, sino ético, estético, espiritual.

Por eso, si ni China, ni Rusia, ni India lo han hecho, los países andinos pueden hacerlo. No porque sean más poderosos, sino porque pueden ser más audaces. Porque no tienen que replicar el Nobel, sino inventar otra cosa. Algo que nazca de la montaña, del río, del canto, del silencio. Algo que no se mida por el impacto económico ni por la visibilidad mediática, sino por la capacidad de sanar, de resistir, de imaginar.

Ese premio aún no existe. Pero puede existir. Y debe existir. Porque el Sur ya no puede esperar. Porque el Sur ya no quiere pedir. Porque el Sur ya está listo para decir: “Este es nuestro canon, y lo ofrecemos al mundo.”

A tenor del hundimiento del orden occidental neoliberal, con sus promesas rotas de progreso, libertad y meritocracia, y frente a la insurgencia de una gobernanza global multipolar, donde nuevas voces, nuevos centros y nuevas narrativas emergen desde Asia, África y América Latina, la revolución cultural que aquí se propone no es sólo deseable: es urgente.

El modelo de reconocimiento global basado en Estocolmo, en Oxford, en París, ya no puede sostenerse como único referente. El mundo está dejando atrás la unipolaridad simbólica. Las potencias emergentes no sólo disputan mercados y territorios: disputan sentidos, valores, legitimidades. Y en ese nuevo escenario, el Sur no puede seguir siendo espectador. Debe convertirse en autor, en editor, en jurado.

La creación de un premio andino —o de múltiples premios descolonizados en distintas regiones del mundo— sería un gesto de insurgencia cultural, de reapropiación simbólica, de reinvención del prestigio. Sería fundar un nuevo pacto de reconocimiento, donde la dignidad no se mida por el traje, ni por el idioma, ni por el pasaporte, sino por la capacidad de sanar, de resistir, de imaginar.

Porque si el mundo está cambiando, el canon también debe cambiar. Y si el Sur está despertando, su voz debe ser escuchada no sólo en la calle, sino en el estrado. No como invitado, sino como anfitrión. No como excepción, sino como norma. No como folclore, sino como fundamento.

La revolución cultural que aquí se propone no es un gesto simbólico: es una necesidad histórica. Porque el Sur que no premia es un Sur que no se reconoce. Y el Sur que no se reconoce es un Sur que no puede gobernar. Gobernar no sólo en lo político, sino en lo simbólico, en lo estético, en lo espiritual.

Y esa gobernanza cultural empieza por un acto simple y radical: premiar desde lo propio, con lo propio, para lo propio y para el mundo.