SENTIDO DE LA VIDA Y UNIVOCIDAD DEL SER
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
Ahora bien, podemos preguntarnos si
¿se puede coincidir con el nihilismo en su rechazo del absoluto que trasciende
la vida misma, y discrepar con él para ubicar lo sagrado en lo inmanente?
Esta solución secular del culto a
la humanidad y a la naturaleza tiene su precedente en el panteísmo. No es, claro
está, la postura de Confucio, quien deposita su confianza solamente en el buen
gobierno y en el amor al prójimo, razones por las cuales se ganó el reproche de
Lao Tsé por no fundarse en el tao. Tampoco es la de Buda, quien confía en la
liberación por el abandono del mundo desde el mundo y quien jamás cedió a las
preocupaciones metafísicas de su discípulo Ananda. Menos aun son las posiciones
asumidas por Sócrates y Jesús. Por lo demás, la profunda importancia de lo
inmanente, y no precisamente su sacralización, es lo característico de la
filosofía china. Ni siquiera en la filosofía india el panteísmo es la tendencia
predominante, donde el motivo principal de su pensamiento es elevarse sobre el
mundo para lograr la quietud de lo real verdadero.
En cambio en el pensamiento
occidental el panteísmo ha tenido una gran importancia y especialmente desde la
modernidad, más precisamente con Spinoza y Schelling. ¿Por qué? Al respecto, no
se puede decir [1] que
Oriente y Occidente comparten la misma metafísica dualista entre lo material y
lo inmaterial, dualismo que es ahora en occidente entre “significado” y “mundo
sígnico”, porque dualismo no es toda contraposición entre dos tendencias
irreductibles entre sí, sino la explicación del universo desde dos principios o
realidades irreductibles. Así, se puede asumir una posición dualista en el
problema de la relación alma-cuerpo,
sin serlo en la explicación del universo. No obstante, sí se puede aseverar que
en el tercer milenio el pensar filosófico occidental marcha hacia la afirmación
de la “supervivencia genética y cultural” de la persona, más cercana al taoísmo
y al confucianismo de la filosofía china.
Es decir, en el nihilismo de la modernidad tardía se reafirma un
inmanentismo de la realidad finita
estrechamente ligado a la pérdida de sentido de la vida. Pero esto ya no es un
dualismo sino un monismo inmanentista,
distinto al monismo místico de Plotino, al monismo cristiano y al monismo
panteísta de Spinoza y Schelling.
Ahora bien, existe una diferencia
entre un panteísmo acosmista y un panteísmo ateísta, según se coloque el acento
sobre Dios o sobre el mundo. Este último puede estar de acuerdo, incluso, en
mundanizar lo sagrado para elevar al hombre, en vez de sacarlo de la vida hacia
un paraíso teológico o laico. Pero en realidad no sólo el primado de la
Naturaleza está en su base, sino que el principio profundo que la rige está en
el concepto de alienación. Esta establece una oposición irreconciliable entre
la existencia de Dios y la del hombre. Por eso reclama mirar nuestra existencia
humana antes que creer en reinos o ideales que le den sentido. Más aun sostiene
que lo eterno es ajeno a lo humano porque se basa en el desprecio del hombre
mismo. Afirmar a Dios es degradar al hombre como cosa u objeto.
Esta es precisamente la tradicional
idea que se le ha atribuido a Hegel de que el hombre se aliena mientras no se
reconoce como absoluto, autónomo y autárquico. Pero dicho supuesto parte del
equívoco de la univocidad del ser,
esencia misma del panteísmo, que no comprende la existencia de Dios y coloca
las dos existencias en el mismo orden. Para el panteísta no podemos pensar el
sentido de la vida sin mirar a la vida misma, y esto es comprensible dentro de
su criterio unívoco del ser, pero la
realidad es que el ser tiene un criterio multívoco
y jerárquico, en cuya cúspide está un Dios trascendente que no aliena a su
criatura, la cual es libre pero no absolutamente.
De modo que la realidad finita humana es sierva no sólo de Dios
sino de muchas cosas, es un ser dependiente e independiente a la vez. La
existencia humana es una posibilidad de no
ser dentro de facticidades que la limitan. Pero esto no significa que sea
una imposibilidad radical, como
afirmaron Heidegger, Jaspers, Barth y Sartre. Es decir, la libertad humana no
coincide con la necesidad y por tanto se no anula a sí misma, esto es, no se
revive el fantasma hegeliano de la reducción de la realidad finita a la
realidad infinita.
En otras palabras, por el criterio multívoco del ser la realidad humana es
libre pero no absolutamente, su existencia no está en el mismo orden que la de
Dios y por tanto la libertad del hombre -aunque sierva de Dios- es libre ante
Dios, y no colisiona con la libertad divina porque no es lo mismo la
determinación finalista y la determinación
causal física. Afirmar lo contrario
equivale a exagerar la omnipotencia y providencia de Dios, como lo hace el
pensamiento protestante. En este sentido, no es extraño leer a un autor como
Ortega[2] -que tiene un escaso sentido para los valores
religiosos trascendentales- al decir que la esencia humana es” estar
radicalmente desorientado”, vivir es “proyectar lo que vamos a ser” y frases
por el estilo, que nos retrotraen a la divinización autárquica hegeliana de la
naturaleza humana.
No hay duda que con Hegel cobra
vigor el pensamiento metafísico, pero la imagen tradicional de él le atribuía
que al borrar la distinción entre Dios y Mundo también hace naufragar la
realidad trascendente. Lo cual es equívoco. Y en este punto se puede ver
nítidamente que hasta el momento la modernidad tardía no ha realizado la
completa inversión del hegelianismo, ni lo hará, sometida como está al dictado
del reconocimiento del hombre como deus
in terris o diocesillo terrestre[3] porque
dicho principio hegeliano de alienación se sigue reproduciendo mal comprendido.
Aquí hay que decir lo siguiente. La aportación más importante a la concepción
filosófica del cristianismo de la doctrina de Dios y de la Trinidad proviene de
Hegel. La Iglesia en el Concilio Vaticano I (1870) en su énfasis por refutar el
tradicionalismo y el racionalismo, asoció a Hegel apresuradamente con el
panteísmo, pero la realidad es otra y más matizada.
Hegel no ve a Dios como un ser
abstracto, que existe más allá del mundo concreto y de la autoconciencia
humana, sino que toda la realidad está determinado por el Espíritu que es Dios.
Lo específico del Espíritu de Dios es estar en el otro, lo cual no niega la
trascendencia de Dios en sí, es decir, antes de la creación del mundo y de los
hombres, pero aquí sólo sería Dios un concepto absoluto y por ende
insuficientemente definido. Dios va más allá de la generalidad de la pura idea
y en su vitalidad da lugar al proceso de su manifestación objetiva. Así, de la
generalidad de su primera forma del “reino del Padre” pasa a la objetividad de
su segunda forma del “reino del Hijo”, que involucra la creación del mundo y la
encarnación, con lo cual el “Hijo de Dios” no se circunscribe a Jesús de
Nazaret, sino que designa toda la “dimensión de la finitud”. Pero en la muerte
de Jesús culmina la “finalización de la conciencia” y en la Resurrección se
realiza el salto de la finitud en infinitud. Así la idea divina se cumple en la
realidad en el “Espíritu existente” de la “comunidad cristiana”.
En otras palabras, el Dios de Hegel
no es una fuerza impersonal panteística, sino un Dios personal que encuentra su
autocumplimiento en la autoconciencia que sintetiza la “universalidad” y la
“particularidad”. Y este aporte hegeliano no ha sido recogido adecuadamente por
la Iglesia, que aun en Concilio Vaticano I y Concilio Vaticano II se mantiene
aferrada a la visión teísta, trascendente, lejana e imparticipada de Dios, lo cual no responde a la historia
concreta de la revelación de Dios y que omite su entroncamiento con el destino
humano.
De manera que no hace falta otro
Dios, sino esclarecer al mismo Dios en una nueva imagen que haga ver la
estrecha conexión entre la trascendencia e inmanencia de Dios y su íntimo nexo
con el destino humano. La consecuencia de esta nueva imagen sería de inmediato
devolverle al hombre el protagonismo de su propia historia, haciéndolo rechazar
toda pasividad ante la autoridad y potenciando su lucha por un orden social
justo. Orden que brilla por su ausencia en la presente crisis desatada en
Europa y Estados Unidos por la megacorporaciones financieras, y cuyo peso de
una posible solución se hace recaer sobre los hombros de los inocentes
ciudadanos. Esta pobreza que nace del abuso no sólo debe pagarla el capital y
no los trabajadores, sino que será siempre recurrente dentro de un sistema cuyo
valor máximo no es la persona sino la ganancia.
Entonces, si lo más profundo del
problema del sentido de la vida es su dimensión metafísica en consecuencia se
puede afirmar que recuperar el sentido de la vida atraviesa por la recuperación
de la metafísica; pero recuperar la metafísica equivale a romper con el dios
inmanente, del idealismo panteísta, y con el criterio de univocidad del ser,
que está detrás de este concepto. Todo lo cual significa que la recuperación del
sentido de la vida en la modernidad tardía, exige a ésta dejar atrás su
supuesto fundamental: la autarquía absoluta de la realidad humana. Pero junto a
ésta superación se debe dar la reafirmación de la trascendencia, la cual
devuelve a Dios y a la criatura a sus respectivos órdenes
(eternidad-temporalidad).
Pero esta reafirmación de la
trascendencia carece completamente de sentido sin enfatizar la manifestación
inmanente de Dios, lo que ennoblece la lucha humana por divinizar la vida en la
tierra. La trascendencia del paganismo
es alienante porque desestima el mundo de la inmanencia. En cambio la
trascendencia del cristianismo lejos
de alienar a su criatura que es libre, hace posible un humanismo con Dios,
porque es una trascendencia que encuentra en la inmanencia un lugar especial, a
saber, el de la muerte y resurrección de Dios mismo. De entre todos los entes,
es el hombre la única criatura que se plantea el problema de Dios, y es así
porque él mismo tiene también, a semejanza de su Creador, una dimensión
inmanente y trascendente. Es parte de los dos mundos y debe vivir ambos en
conexión. Recortarlos es no sólo regresionar al panteísmo unívoco, sino,
desconocer que su vida sólo tiene pleno sentido como finitud plantada en lo absoluto.
Si Dios es una infinitud enraizada
en lo finito, el hombre es una finitud arraigada en lo infinito. Aquel que sólo
ve a Dios en el topos uranus no ve a
Dios, porque Dios está especialmente en su creación y en el prójimo. No se
puede amar a Dios sin amar a sus criaturas, de lo contrario se incurre en
escapismo gnóstico o en la horizontalidad inmanente de la modernidad unívoca.
La modernidad aspirando a reivindicar lo terrenal ha negado su contenido
trascendental y el resultado ha sido la relativización y trivialización de lo
inmanente en una vida sin sentido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.