EL INTELECTUAL Y EL ACADÉMICO
Gustavo Flores Quelopana
En los tiempos nihilistas que vivimos casi no se escucha la palabra “Intelectual”
y en su lugar se oye hasta la saciedad y de una manera espumosa y gris el
término “Académico”. Yo sospecho que esta sustitución tiene ver con un profundo
cambio cultural, asociado precisamente a la decadencia del espíritu y al
colapso de la razón burguesa en el capitalismo tardío.
Este hecho no cuesta trabajo constatarlo no sólo en eventos humanísticos
de filosofía, supuestamente el más intelectual de todos los saberes, sino que
se ha llegado al colmo de oírlo hasta en celebraciones poético-literarias. Vemos
el extremo ridículo de enlazar todo lo que no es académico con lo popular,
entendido éste como sinónimo de improvisación, mala formación, empirismo y
cuando no ignorancia. En pocas palabras, se volvió común entender que todo lo
que no es académico es sospechoso de incultura, subcultura o seudocultural.
Hasta mediados del siglo veinte la palabra intelectual gozaba de un
prestigio incomparable frente a la condición de académico. Eran considerados
intelectuales los pensadores, los creadores de cultura y no los eruditos que
impartían cátedra en las universidades. El intelectual participaba en el debate
público, dejaba oír su voz y era un faro espiritual en el discernimiento de las
situaciones abstractas y concretas. El académico era un erudito sin par en
su materia, digno de crédito en el área de su especialidad, pero no participaba
con protagonismo en el debate público.
Los intelectuales y artistas eran hombres de partido, apasionados, perseguidos
por sus ideas, no temían exponer sus convicciones, defendían ideales y grandes
causas. En cambio, hoy los académicos son expertos de opinión, neutrales,
apartidistas, predicadores de la tolerancia, febles citomaníacos, obsesionados con
obtener poder en la estructura universitaria, escriben de mala gana y publican
obligados por los requisitos de la academia. Pero sobre todo, no son creadores. Sin duda que en su descargo hay
que decir que han sido proletarizados por el sistema universitario, han sido
fagocitados en cuerpo y alma a cambio de un buen salario, se han vuelto
presupuestíveros y ya no responden a su vocación e intereses profundos, sino al
dictado y necesidades exteriores de su institución. Sus venas ya no son
jardines que perfuman el prado de las ideas, sino invernaderos malolientes que
reproducen el rechinar maquinal de la cultura instrumental.
Tampoco en la era de los intelectuales todo fue color de rosas. Ahí
tenemos el célebre libro de Julien Benda, La traición de los intelectuales,
donde desfilan grandes figuras de las letras y las ciencias que no supieron
oponerse al militarismo, la xenofobia y el fascismo europeo, y al contrario
apoyaron su vesania y maldad. Lo contrario vemos en María Zambrano que, en su
libro Los intelectuales y el drama de España, cuenta que el estallido de la Guerra Civil la había
sorprendido lejos de su patria, y al volver a mitad de la contienda, le
preguntaron por qué regresaba, si sabía muy bien que su causa estaba perdida.
«Pues por esto, por esto mismo», respondió ella. Ahí vemos el compromiso ético
fundamental que es el sustrato de todo intelectual orgánico, que se niega a
mantenerse al margen en la lucha contra el fascismo y la barbarie. Lo que permite acotar que hay académicos con altura intelectual que saben abrazar y defender causas universales. Dos ejemplos bastan, a saber, Bertrand Russel y Albert Einstein.
En
cambio, ahora los que se sienten intelectuales proclaman en medio de la cultura
light de la posmodernidad el “adiós a la verdad” (Vattimo) y el “adiós a la
razón” (Rorty). Esos son los ejemplos sombríos que como pálidas lamparitas de
bufete grisácea la atmósfera del soberbio académico. Sin duda que algo
profundo ha sucedido, algo huele muy mal, un espíritu hediondo y de catafalco subyace en toda
esta carcomida mueca de cultura.
El académico es el producto auténtico de
la universidad. Entonces, qué pasa con ella. La
Universidad vive sus horas más tristes. En todas partes crece la convicción de
que la universidad en el mundo está en declive. Se piensa que ello es
atribuible a la desaparición del humanista, del pensador, del erudito, de la
libre cátedra, y su reemplazo por el unidimensional especialista académico. Lo
que sucede es el empobrecimiento especializado. Es cierto que el académico especialista
encabeza el empobrecimiento de la universidad, pero también no hay que olvidar
que la universidad con todo su ritualismo apostólico académico es una fuerza
conservadora que no favorece la innovación. Recibe siempre las nuevas ideas de
mala gana y el innovador no es bien recibido por el académico engreído. También
se ha pensado que su agostamiento es culpa de la intromisión del Estado o
del Mercado, ante los cuales la Universidad ha sucumbido. Además, ante la
extinción del trabajo a nivel global, los costos de la formación universitaria
ni la investigación justifican los beneficios que se obtienen de ella.
Es la
tragedia de la Universidad funcional. Pero todo esto son las consecuencias y no
es la causa fundamental. La causa real es la esencia misma de la racionalidad
moderna: funcional, calculadora e instrumental. La cual no favorece al
humanista sino al especialista. La salida no es la interdisciplinariedad, sino
una nueva jerarquización del saber, donde lo espiritual esté sobre lo material
e instrumental. Pero esto ya no es posible en los marcos de la presente
civilización, sino en una nueva y quizá venidera. La Universidad ha muerto y
los académicos del presente son sus sepultureros. En la modernidad decadente la
universidad ha muerto porque ha dejado de ser un saber educarse para el saber,
para convertirse en marioneta de las descoyuntadas especialidades. En la
decadente modernidad tardía la universidad monopoliza la intelectualidad a
tal grado que lo confunde con lo académico, hasta el punto de hacerlo
desaparecer. Pero lo peor de todo es que impone un tipo de intelectual conformista
y conservador. La universidad ya no forma simplemente informa. Su colaboración
con la ciencia es su nueva servidumbre. Lejos de proporcionar orientación ética
al saber científico se subsume a la lógica instrumental científico-técnico.
Ahora
se entiende que un autor como Enzo Traverso en su libro ¿Qué fue de los
intelectuales? Se plantee su ausencia en la escena contemporánea. Y
ciertamente que se refiere a los académicos de nuestro escrito. Porque en su
neoconservadurismo tibio e insípido, mantienen una neutralidad engañosa, y una
ferocidad de salón que defienden las “mentiras ambientes”. Yo prefiero
llamarlas las mentiras de la agenda global de la élite mundial. En su engañoso
humanismo defienden la eutanasia, el aborto, la ideología de género, el control
de la población, el lenguaje inclusivo, la punición de la masculinidad, y otras
lindezas del sistema imperante, y con ello se sienten como los grandes voceros
de la humanidad libre. La hinchazón de tanta mentira ya comenzó a explotar ensuciándolo todo.
Con
semejantes luciferinos corifeos del anetismo y del “todo vale”, no es extraño
que la cultura colapse. En compensación los benditos académicos se han vuelto “hermeneutas",
o sea en descifradores alquimistas de lo que otros dijeron, pero esta vez
expresado en un lenguaje esotérico y rebuscado. Los académicos tienen trabada
la lengua por tecnicismos más indescifrables que los quipus. Se convierten en
los sumos sacerdotes de lo indefinido, a lo Derrida. Su gusto por la oscuridad
refleja el tiempo del cansancio, agotamiento y decrepitud. Todos estos hombres
inteligentes, y, por supuesto, cultos, tendrán que convenir en que no conocen
el mundo.
Realmente
produce estupor constatar cómo la cultura instrumental de mercado al destruir
las humanidades aniquila el espíritu crítico, destruye la educación,
introduce el gusano de las competencias en el ámbito donde no debe existir, a
saber, la cultura. Y es la hegemonía de la nueva cultura de la máquina, con la
potenciada inteligencia artificial, vuelve superfluo el saber, instaura la
barbarie civilizada del mal gusto, la obscenidad de la citomanía, el supremo
valor de grados y títulos, opinar con originalidad e ideas propias pasa a muy
segundo plano, eso ya no interesa, al contrario, es visto como un peligro. Vivimos
en un ambiente cultural donde se entroniza el saber técnico-científico y se
denosta el saber espiritual. A ello también contribuye el sistema de los
Premios Nobel.
Pero lo que no se advierte es que cuando una cultura entra en su fase
civilizatoria y se torna decadente -como la actual- se tiende a disolver el
saber humanístico y la figura del intelectual es reemplazada por la del
burócrata del saber, el catedrático erudito, repetidor y mero transmisor de
conocimientos ajenos. La confianza es ahora depositada en el técnico, el
ingeniero, el burócrata y el saber mecánico. El especialista tomó el lugar del
generalista. La cultura dejó de ser causa espiritual para convertirse en un
espectáculo más del entretenimiento de las masas.
Contaré una pequeña anécdota personal vivida hace muy poco, precisamente durante el proceso electoral. Generalmente siguiendo el consejo de los ingleses no suelo hablar de política ni de religión con mis amistades, incluso intelectuales. Mis convicciones íntimas las reservo para mis libros. Pero un apreciado amigo filósofo me asediaba con la propaganda anticomunista electoral de la ultraderecha de mi país. Yo no respondía. Preferí dirigir, como filósofo, mi atención al tema de la justicia. Y de ahí salió mi libro "Igualdad sin lágrimas. Justicia como copertenencia". Hasta llegó el ingrato momento del intercambio de pareceres con este amigo, que incluso es cristiano como yo. Pero fue una lástima comprobar cómo una persona tan inteligente y creyente repetía los tabloides derechistas, racistas y despreciativos hacia un gobierno de autoridades de extracción andina. El susodicho académico amigo no mostraba ningún razonamiento original, ninguna piedad cristiana, fue una desilusión. Incluso le recordé que Cristo no buscó a sabios ni doctores, sino a gente ignara, a simples pescadores. Pero el académico en sus trece seguía repitiendo los mostrencos titulares de la prensa derechista. La amistad ya no es la misma, y dejo al tiempo que la restaure.
Lo que se comprueba aquí es cómo la hegemonía de las ideas conservadores pueden paralizar el razonamiento hasta de las personas más inteligentes. Me alegro que eso no haya sucedido con el modesto pueblo del Perú. Y esto lo subrayo contra quienes se refieren al pueblo humilde en términos peyorativos. Pero hay algo más. Quedó demostrado en las recientes elecciones peruanas, que el auge de la izquierda en América Latina y en el mundo -los países escandinavos tienen todos recientemente gobiernos socialistas y en Alemania también ganó la izquierda- no fue resultado de la hegemonía intelectual de los académicos, siempre a la zaga del cambio social, sino del instinto político del pueblo humilde de Dios.
Efectivamente, el relevo del intelectual por el académico responde a las
necesidades de la sociedad de masas, la cual está más urgida de soluciones que
de reflexiones. Su hegemonía responde al imperio del hombre anónimo. El hombre anónimo es un ser desvalido, que sólo tiene confianza en las recetas del mercado. Carece de opinión propia. En el caso del académico repite a Heidegger, Wittgenstein, Gadamer, Vattimo, Rorty, etc. La consecuencia es que su orden valorativo se vuelve tan delgado que termina eximirse de su propia libertad y responsabilidad. Son los gurús de los nuevos campos de concentración del pensamiento: las universidades entregadas en alma al mercado. Viene a mi memoria que esto último ya lo habían señalado cuatro
connotados autores: Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, José
Ingenieros, El hombre mediocre, Oswald Spengler, Decadencia de Occidente
y Herbert Marcuse, El hombre unidimensional.
La novedad de nuestro tiempo es el protagonismo cobrado por el nihilismo,
el cual dejó de ser moda de intelectuales para convertirse en fenómeno cultural
narcisista y hedonista de las masas. Sin duda que este auge nihilista se dio de
la mano con el fenómeno político-económico del neoliberalismo y últimamente del
capitalismo digital. Los cuales son dos mutaciones que se han sucedido sin pausa
en la estructura misma del capitalismo imperialista. Si el neoliberalismo
global es el neo-totalitarismo de las megacorporaciones privadas, el capitalismo
digital es lo mismo, pero de las megacorporaciones cibernéticas globales, las
llamadas GAFAM -Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft-.
Los tiempos nihilistas que vivimos son dantescos y como muestra tenemos
la desaparición de los intelectuales por los académicos. Se podría pensar que
era natural esperar después de la separación del hombre respecto a Dios, viniera la siguiente fase de separación del hombre respecto del pensar.
Ciertamente, nunca como hoy ha sido tan difícil cultivar el pensamiento. Se
dice que estamos en la era del conocimiento. Yo digo que esto es mentira.
Vivimos la era del desconocimiento y la imbecilidad. La estupidización del hombre avanza a pasos
agigantados, cabalgando sobre los medios masivos de estupidización social, que
con sus mentiras diarias intoxican y embotan la verdad. Si a esto le sumamos el
nuevo imperio del internet, las redes sociales y la web, lo que se tiene al
final es una completa ofensiva contra el pensar.
Tristeza y congoja da ver las kilométricas horas que dedican los jóvenes
a estos medios tecnológicos que atrofian su memoria, debilitan el pensamiento,
anestesian la concentración, adormecen la sensibilidad y superficializan la
mente. El daño cerebral que se está produciendo es inmenso. Pero los rozagantes
académicos siguen en su sosiego sin alarmarse en lo más mínimo.
No quiero abrazar falsas ilusiones cerrando la presente reflexión con
manidas esperanzas consoladoras. Tampoco soy pesimista para pensar que esto no
tiene remedio. Tendrá que venir un aluvión para que tape el gran foso excavado
por la presente hora tenebrosa. Entonces gotitas del inmenso regalo solar
volverán a cubrir con nuevos brotes los verdes prados del pensamiento. Será el
momento en que los intelectuales volverán a levantar vuelo para hacer fulgurar
el relámpago de la verdad.