LA AMENAZA DEL FILÓSOFO
En el vasto ecosistema del pensamiento, cada figura cumple una función distinta: el académico construye sistemas formales, el profesor transmite saberes, el intelectual defiende causas, y el filósofo… el filósofo incomoda. Su tarea no es edificar ni enseñar ni persuadir, sino criticar. Por eso, entre todos, es el más incomprendido. Su acción es corrosiva, no por capricho, sino por vocación. Donde otros buscan certezas, el filósofo busca grietas. Donde otros consolidan, él disuelve.
La crítica filosófica no es una negación vacía, sino una forma de lucidez. El filósofo no destruye por placer, sino por necesidad. Su mirada atraviesa las apariencias, interroga los fundamentos, desarma las estructuras que otros consideran sagradas. Esta actitud lo convierte en una amenaza para los sistemas establecidos, para las ideologías dominantes, para las verdades cómodas. No porque proponga alternativas inmediatas, sino porque revela la fragilidad de lo que parecía sólido.
A todos les incomoda la crítica, menos al filósofo. El académico teme que su aparato metodológico se tambalee; el profesor, que la claridad de su enseñanza se enturbie; el intelectual, que su causa pierda fuerza. Pero el filósofo habita la intemperie del pensamiento. No busca refugio en dogmas ni en consensos. Su hogar es la pregunta, su alimento la duda.
El arquetipo de esta figura incómoda es Sócrates. No escribió libros ni fundó escuelas, pero su método —la mayéutica— consistía en interrogar hasta que el interlocutor se enfrentara a su propia ignorancia. Sócrates no ofrecía respuestas, sino preguntas. Su presencia en Atenas era como la de un tábano sobre un caballo adormecido: picaba, inquietaba, despertaba. Por eso fue condenado a muerte. No por violencia, sino por pensamiento. Su crimen fue cuestionar las certezas de su tiempo, desestabilizar el saber oficial, mostrar que incluso los sabios no sabían.
Antes que él, Protágoras —el gran sofista— había afirmado que “el hombre es la medida de todas las cosas”, una declaración que relativizaba la verdad y ponía en jaque la autoridad divina. Su obra fue prohibida en Atenas, sus libros quemados, y él mismo obligado a huir. Su pensamiento, que hoy se reconoce como precursor del relativismo moderno, fue visto entonces como una amenaza intolerable. Protágoras no atacaba con armas, sino con ideas. Y eso bastó para exiliarlo.
Incluso Aristóteles, discípulo de Platón y maestro de Alejandro Magno, tuvo que huir de Atenas tras la muerte de Alejandro. Temía que la ciudad, en su fervor antimaquedónico, lo persiguiera por sus vínculos con el poder. “No quiero que los atenienses pequen dos veces contra la filosofía”, dijo, recordando el destino de Sócrates. Aunque su obra sería canonizada siglos después, en su tiempo también fue visto con sospecha. Su pensamiento, que abarcaba desde la lógica hasta la biología, desbordaba los límites de lo aceptable.
Un siglo después, Diógenes de Sinope llevó esa incomodidad al extremo. Cuando Platón definió al hombre como “un bípedo implume”, Diógenes apareció en la Academia con una gallina desplumada y la arrojó al suelo, exclamando: “¡He aquí el hombre de Platón!”. El gesto no era simple burla, sino crítica radical: mostraba cómo una definición aparentemente lógica podía ser absurda si se descontextualizaba. Platón se vio obligado a añadir “con uñas anchas” a su definición. Diógenes no ofrecía una alternativa, pero sí revelaba la fragilidad del concepto. Su filosofía era acción corrosiva, desarmadora, incómoda.
Incluso dentro de la tradición religiosa, hubo filósofos que incomodaron por pensar más allá de lo permitido. Tomás de Aquino, figura central de la escolástica medieval, desafió a su tiempo al intentar reconciliar la fe cristiana con el pensamiento aristotélico. Su osadía consistía en afirmar que razón y revelación no eran enemigas, sino caminos complementarios hacia la verdad. Esta postura, revolucionaria en su contexto, le valió sospechas y resistencias. Algunas de sus tesis fueron condenadas por la Universidad de París en 1277, apenas tres años después de su muerte. Aunque luego fue canonizado y elevado como Doctor de la Iglesia, en vida y en su legado inmediato, Aquino fue también una figura incómoda: un pensador que tensó los límites del dogma y abrió la teología al ejercicio filosófico.
Esta incomodidad que genera el filósofo se ha manifestado históricamente en persecuciones, silenciamientos y marginaciones. Giordano Bruno, por ejemplo, fue quemado en la hoguera por atreverse a pensar un universo infinito, por desafiar la cosmología oficial, por imaginar más allá de lo permitido. Su filosofía no era una amenaza militar ni política, pero sí ontológica: desarmaba la visión del mundo que sostenía el orden teológico. Bruno no proponía una revolución armada, sino una revolución del pensamiento. Y eso bastó para condenarlo.
Más cerca en el tiempo, Friedrich Nietzsche fue ignorado en vida, caricaturizado después, y apropiado por ideologías que distorsionaron su pensamiento. Su crítica a la moral, a la religión, al concepto de verdad, lo convirtió en un pensador incómodo. Nietzsche no ofrecía consuelo, sino vértigo. Su filosofía no tranquiliza, sacude. Por eso, aún hoy, se le teme y se le malinterpreta.
Incluso en contextos democráticos, el filósofo puede ser una figura marginal. Michel Foucault, por ejemplo, incomodó al mostrar cómo el poder se infiltra en los discursos, en las instituciones, en los saberes. Su crítica no apuntaba a un enemigo visible, sino a las formas invisibles de dominación. Foucault no proponía una utopía, sino una vigilancia crítica constante. Y eso, en una sociedad que ama las soluciones rápidas, es visto como una amenaza.
El filósofo, entonces, no es peligroso por lo que afirma, sino por lo que cuestiona. Su poder no reside en imponer ideas, sino en desestabilizar las que ya existen. Por eso se le teme, se le margina, se le caricaturiza. Pero también por eso es indispensable. En tiempos de certezas ruidosas, de discursos cerrados, de verdades absolutas, el filósofo recuerda que pensar es, ante todo, dudar.
La amenaza del filósofo no es la destrucción, sino la apertura. No es el caos, sino la posibilidad. Su crítica no busca aniquilar, sino liberar. Y aunque incomode, aunque duela, aunque desarme, es precisamente esa incomodidad la que mantiene vivo el pensamiento.
Todos se sienten amenazados por el filósofo. El académico, porque su crítica revela las fisuras del método. El profesor, porque interrumpe la pedagogía con preguntas incómodas. El intelectual, porque desarma las causas que defiende. El político, porque expone las trampas del poder. El sacerdote, porque cuestiona los dogmas que sostienen la fe. El filósofo no busca enemigos, pero los encuentra en cada rincón donde una certeza se ha instalado como verdad. Su sola presencia incomoda, porque no se arrodilla ante ninguna autoridad, ni científica, ni moral, ni institucional. Por eso se le teme, se le combate, se le silencia. Porque donde todos quieren estabilidad, el filósofo introduce movimiento. Donde todos quieren obediencia, él propone pensamiento. Y donde todos quieren paz, él recuerda que la verdad nunca es cómoda.
Pero en la cultura posmoderna, el filósofo ya no es perseguido: es domesticado. Se le invita a congresos, se le cita en editoriales, se le convierte en figura decorativa. Su filo crítico se lima, se neutraliza, se convierte en juego retórico. La filosofía se transforma en espectáculo, en relativismo cómodo, en simulacro de pensamiento. En la era de la posverdad, donde los hechos se subordinan a las emociones y las narrativas, el filósofo corre el riesgo de extinguirse como fuerza incómoda. El nihilismo ya no es una amenaza externa: es el clima cultural. Y contra ese clima, el filósofo debe volver a ser lo que siempre fue: una perturbación, una resistencia, una voz que no se acomoda. Porque si la filosofía deja de incomodar, deja de existir.
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