viernes, 21 de noviembre de 2025

Educación y giro civilizatorio (Libro completo)

 

Gustavo Flores Quelopana

 

 

 

Educación y giro civilizatorio

Cinco ensayos

 

 

 

 

 

 

 

FONDO EDITORIAL

IIPCIAL

Instituto de Investigación para la Paz Cultura e Integración de América Latina

LIMA-PERU

2025

 

 

 

BIODATA

 

Gustavo Flores Quelopana (Lima, 1959). Filósofo, poeta y escritor, peruano de frondosa obra y ágil pluma. Expresidente de la Sociedad Peruana de Filosofía, presidente tres veces en la Sociedad Internacional Tomás de Aquino (SITA-Perú). Disertante en universidades de Brasil, Colombia, Panamá, México y Perú. Sus aportes filosóficos se traducen en varias categorías: lo “Numinocrático”, aplicado a la filosofía prehistórica; “Mitomorfico” para entender el filosofar arcaico; “Mitocrático”, para comprender la filosofía ancestral; lo “Anético”, para categorizar la crisis moral y antropológica de la posmodernidad; la Justicia como “Copertenencia”; el “Hiperimperialismo”, como lo característico y esencial de la globalización neoliberal actual; la “Cibercracia”, régimen político hacia el cual marcha el capitalismo digital; el “Ciber Deus”, como realidad posible de la Inteligencia Artificial Fuerte, la “paradoja antrópica”, como categoría clave para entender la destrucción ecológica por la modernidad objetivante y antimetafísica, el “Neobrutalismo” como fenómeno espiritual de carácter terminal en toda civilización, “Ontorrealismo” como propuesta metafísica para recuperar la trascendencia, la “Cristoradialidad” como teología parea un mundo descreído; y “Universo Pluritemporal” para explicar en tiempo ontológico en el cosmos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Título:  EDUCACIÓN Y GIRO CIVILIZATORIO

 

Primera edición en castellano: Lima, diciembre, 2025

 

Autor: Gustavo Flores Quelopana

 

Editor: Gustavo Flores Quelopana

Los Girasoles 148- Salamanca-Ate

 

Se terminó de imprimir en diciembre de 2025 en: © Fondo Editorial del Instituto de Investigación para la Paz, Cultura e Integración de América Latina (IIPCIAL) / Editado por IIPCIAL-Dirección: Los Girasoles 148 Salamanca, Ate.

 

Tiraje: 30 ejemplares

 

HECHO EL DEPÓSITO LEGAL EN LA BIBLIOTECA NACIONAL DEL PERÚ

N° 2025-

 

Educación y giro civilizatorio

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Introducción

 

 

La educación es el nervio vivo de toda civilización, el lugar donde una sociedad decide quién es y quién quiere ser. Hoy ese nervio está inflamado por tensiones múltiples: economías que reescriben el aula como mercado, tecnologías que capturan la atención como si fuese un recurso extractivo, discursos que disputan la definición de lo humano. La tesis es sencilla y exigente a la vez: para salir de la crisis necesitamos un giro civilizatorio, y ese giro comienza en la educación, entendida no como adiestramiento técnico ni como decoración ética, sino como antropología viva que reconcilia técnica y trascendencia, comunidad y cosmos.

El capítulo I, La educación como campo de disputa, coloca el espejo delante del conflicto. La escuela, la universidad, las plataformas y los currículos son arenas donde se enfrentan proyectos de humanidad: ¿educar para el cálculo o para el sentido?, ¿para la obediencia de los sistemas o para la libertad pensante?, ¿para la eficiencia o para la verdad? No hay neutralidad aquí: cada elección pedagógica distribuye poder, moldea sensibilidad y define horizontes de posibilidad. La disputa no se resuelve con eslóganes; se ilumina cuando asumimos que educar es siempre tomar partido por una visión del hombre.

El capítulo II, Modelos de capitalismo y educación digital, desciende al taller donde se forjan las nuevas infraestructuras del aprendizaje. La economía, que alguna vez fue periferia de la escuela, ahora diseña sus arquitecturas invisibles: métricas, plataformas, algoritmos, flujos de datos. La educación digital promete ubicuidad y acceso, pero también introduce lógicas de extracción, gamificación de la atención y privatización del bien común. Aquí, el mapa económico importa: distintos capitalismos producen distintas pedagogías y, por tanto, distintas antropologías.

El capítulo III, Genealogías de la educación: de la Paideia a la tecnopolítica, con Oriente en diálogo, traza la larga ruta de las formas del formar. La paideia griega, que educaba el alma hacia lo verdadero y lo bello, convive con tradiciones orientales que han cultivado el vacío fértil, la disciplina interior y la armonía con el mundo. Entre ambas se dibuja una pregunta: ¿qué perdimos al traducir educación como “gestión de competencias”? La tecnopolítica contemporánea reorganiza el aula como red y al estudiante como nodo; sin un contrapunto genealógico y oriental, ese diseño olvida que aprender también es silencio, contemplación y pregunta por el sentido.

El capítulo IV, Reconstruir la educación: entre la técnica y la trascendencia, propone el puente. No se trata de negar la técnica —sería ingenuo— ni de idolatrarla —sería pobre—, sino de domesticarla con fines humanos. Reconstruir implica rehacer la gramática del tiempo (para que el aprender no sea solo urgente, sino también profundo), la gramática del espacio (para que el aula no se reduzca a pantalla) y la gramática del vínculo (para que el otro no sea avatar, sino presencia). La trascendencia aquí no es dogma: es la apertura del ser humano a aquello que lo supera y lo dignifica.

El capítulo V, Educación y giro civilizatorio, reúne los hilos y afirma la dirección. El giro no es un giro contra la modernidad, sino más allá de su fragmentación: una antropología que sitúe al hombre en relación con Dios —como nombre del misterio y la fuente del sentido—, con el cosmos —como hogar compartido— y con la comunidad —como trama de cuidado y responsabilidad. En ese marco, la educación deja de ser un servicio y se convierte en una práctica de cultivo de lo humano: pensamiento que no renuncia a la verdad, técnica al servicio de la dignidad, política que protege el tiempo de la formación, economía que reconoce el bien común.

Lo que este libro quiere mostrar es que cada capítulo es una puerta al mismo centro: la pregunta por quiénes somos cuando aprendemos. En la disputa del capítulo I se decide la orientación; en los modelos del capítulo II se decide la infraestructura; en la genealogía del capítulo III se decide la memoria; en la reconstrucción del capítulo IV se decide la arquitectura del puente; en el giro del capítulo V se decide el destino. No son compartimentos estancos, sino momentos de un mismo movimiento.

Si la educación se ha vuelto campo de disputa es porque el alma humana lo es: entre el ruido y la palabra, entre el rendimiento y la verdad, entre la eficacia y el cuidado. Si la tecnología coloniza el aula, es porque coloniza primero el deseo; y si la economía ordena los ritmos, es porque hemos confundido valor con precio. Por eso el giro civilizatorio comienza en un gesto humilde: recuperar el asombro, la conversación, la lectura lenta, el silencio fértil. Allí donde la técnica no alcanza, la humanidad comienza.

El propósito final de Educación y giro civilizatorio es mostrar que la educación constituye el espacio decisivo donde se juega el destino de la humanidad y de la civilización misma. No se trata de un ámbito técnico ni de un servicio funcional, sino del lugar donde se define qué significa ser humano en un tiempo marcado por el nihilismo, la tecnopolítica y la mercantilización del saber. La obra busca revelar que cada modelo educativo encierra una antropología implícita: educar para el cálculo es formar engranajes, educar para la contemplación es abrir horizontes, educar para la comunidad es rescatar la dignidad compartida. Por eso, tras recorrer las disputas del campo educativo, los modelos de capitalismo y digitalización, las genealogías que van de la paideia griega a la tecnopolítica contemporánea con Oriente en diálogo, y las propuestas de reconstrucción entre técnica y trascendencia, el libro culmina en la afirmación de que solo un giro civilizatorio puede reconciliar al hombre con Dios, con el cosmos y con la comunidad. Ese giro no es nostalgia ni utopía, sino la exigencia de una antropología integral que devuelva sentido a la educación y, a través de ella, a la vida colectiva. El propósito último es, entonces, fundar una visión de la educación como práctica de cultivo de lo humano, capaz de rescatar la humanidad perdida y abrir un horizonte donde la civilización vuelva a ser casa y no mercado, camino y no algoritmo, encuentro y no simulacro.

La encarnación es el eje de la pedagogía integral porque revela que el conocimiento no puede permanecer en el plano abstracto ni en la mera transmisión de conceptos, sino que debe hacerse vida, experiencia y presencia. En ella se manifiesta la unidad inseparable de cuerpo y espíritu, de palabra y acción, de lo humano y lo divino. Educar integralmente significa encarnar las ideas en prácticas concretas, en gestos que transforman la existencia y en vínculos que sostienen la comunidad. La encarnación recuerda que el ser humano no es solo razón ni solo materia, sino totalidad abierta a la trascendencia, y por eso la educación no puede reducirse a instrucción técnica ni a adiestramiento funcional. El maestro encarna su enseñanza cuando su vida se convierte en testimonio, y el discípulo aprende de manera integral cuando lo recibido se traduce en forma de vivir. La encarnación, además, sitúa la trascendencia en lo cotidiano: lo divino se hace presente en la historia, y la educación se convierte en el espacio donde esa presencia se cultiva y se transmite. Encarnarse es habitar entre los hombres, y por eso la pedagogía integral no forma individuos aislados, sino personas en relación, capaces de construir comunidad y de abrirse al misterio. En última instancia, la encarnación es el principio que impide que la educación se convierta en mera técnica o ideología, porque la obliga a ser vida compartida, palabra hecha carne, saber transformado en existencia. La educación integral que atiende lo inmanente y lo trascendente reconoce al ser humano como totalidad. Lo inmanente aporta las competencias, la razón y la vida histórica; lo trascendente abre al misterio, al sentido y a la comunidad. Educar integralmente es formar para habitar el mundo con eficacia y, al mismo tiempo, para trascenderlo con dignidad, de modo que la técnica se convierta en servicio y la espiritualidad en horizonte. Así, la educación se convierte en puente entre lo finito y lo eterno, entre la tierra y el cielo, entre la historia y la esperanza.

El hombre contemplativo habrá surgido en la era postoccidental cuando la educación para la libertad tome el lugar de la educación para la necesidad. Cuando la educación ya no esté en función de conseguir empleo para sobrevivir recién entonces el tipo de hombre burgués que dio forma al mundo moderno del cálculo, lo cuantitativo y de la producción, dejará su lugar en la historia humana al hombre contemplativo que pone en primer lugar el ser sobre el tener. No sabemos en qué parte del globo ocurrirá esto, incluso China no está descartada, pero sólo de esa forma se abrirá en el mundo el hombre contemplativo como sucesor del hombre productivo burgués que dio forma a la modernidad. El tránsito del hombre burgués al hombre contemplativo supone una mutación profunda en la historia del espíritu humano. El primero, hijo de la modernidad, se formó bajo el signo del cálculo, la producción y la acumulación, y su educación estuvo orientada a la necesidad: aprender para sobrevivir, para obtener empleo, para insertarse en el engranaje de la economía. El segundo, en cambio, sólo podrá emerger cuando la educación se libere de esa servidumbre y se convierta en educación para la libertad, es decir, cuando el saber ya no esté subordinado al tener, sino al ser. En ese momento, la humanidad dejará atrás la primacía de lo cuantitativo y abrirá paso a lo cualitativo, a la experiencia interior, a la contemplación como forma de vida.

Este cambio no significa un retorno nostálgico al pasado, sino una superación dialéctica: el hombre burgués cumplió su papel histórico al dar forma a la modernidad, pero su lógica de producción y consumo ha llegado a un límite. El hombre contemplativo recogerá los frutos de esa etapa, pero los reorientará hacia la plenitud del existir, hacia la verdad, la belleza y la libertad interior. No sabemos dónde aparecerá primero esta figura, quizá en Oriente, quizá en Occidente, quizá en un cruce inesperado de culturas, pero su surgimiento marcará el inicio de una era postoccidental en la que la humanidad se reconciliará con el misterio del ser. Así, la sucesión del hombre productivo por el hombre contemplativo no es sólo un cambio social o económico, sino un giro ontológico: la apertura de un horizonte donde la vida se mide no por la cantidad de bienes acumulados, sino por la profundidad de la experiencia vivida. Será el momento en que la historia humana deje de girar en torno al tener y se oriente hacia el ser, inaugurando una civilización capaz de habitar el mundo poéticamente, en libertad y en plenitud. La intuición de que Marx y Schumpeter, cada uno desde su horizonte, vislumbraron la liberación humana en el terreno de las fuerzas productivas y de la técnica, abre un debate sobre el verdadero motor de la historia. Marx pensaba que la emancipación vendría cuando las fuerzas productivas alcanzaran un nivel tal que hiciera obsoleta la explotación; Schumpeter, más pragmático, veía en la innovación técnica el germen de un socialismo que surgiría no por revolución política, sino por la propia dinámica de la economía. Ambos, sin embargo, permanecen dentro de un marco materialista: la transformación del mundo se concibe como transformación de la infraestructura económica y tecnológica.

La propuesta de que lo decisivo será una revolución espiritual y metafísica introduce un giro radical. Aquí la liberación no depende de la mera abundancia de bienes ni de la automatización de procesos, sino de una nueva imagen del mundo, un cambio en la conciencia y en la orientación última de la existencia. Filosóficamente, esto significa que la historia no se reduce a la dialéctica de fuerzas materiales, sino que se abre a la dimensión del sentido, del ser, de la trascendencia. Es la tesis de que la verdadera emancipación no se logra únicamente por la redistribución de recursos, sino por la transformación interior del hombre, por una educación que lo conduzca a la libertad y no a la necesidad. Teológicamente, esta revolución espiritual puede interpretarse como una metanoia colectiva, un cambio de mente y corazón que recuerda la conversión en la tradición cristiana. No se trata de instaurar un sistema económico perfecto, sino de abrirse a una visión del mundo donde el ser humano se reconoce criatura, partícipe de un misterio mayor, y orienta su vida hacia la plenitud del ser en Dios o en lo absoluto. La educación, en este sentido, no es mera instrucción técnica, sino formación integral que despierta la dimensión espiritual del hombre.

Así, mientras Marx y Schumpeter confiaban en la lógica de la producción y la técnica, la perspectiva espiritual sostiene que la verdadera liberación será fruto de una revolución interior, de una pedagogía que enseñe a contemplar, a discernir, a vivir en la verdad. Solo una nueva imagen del mundo —una cosmovisión que supere el materialismo y el utilitarismo— podrá inaugurar una era donde la humanidad se libere no solo de la necesidad, sino también de la alienación existencial. En este horizonte, la historia se convierte en historia de salvación: el paso del hombre productivo al hombre contemplativo, del cálculo al sentido, de la técnica al espíritu. Esta metanoia colectiva representa el giro civilizacional donde el ser se conciba no sólo sólo como el poner trascendental kantiano, o el constructo subjetivista moderno, sino también como lo dado metaempíricamente, haciendo posible que la inmanencia reluzca como la encarnación de lo trascendente sin estrechar su dimensión ni confundirlos. En la modernidad, el ser ha sido reducido a categorías de la subjetividad —el poner kantiano, la construcción conceptual, el horizonte de lo que la razón organiza y delimita. Todo ello responde a la visión del mundo del hombre burgués. Allí el ser aparece como correlato del sujeto, como aquello que se constituye en el acto de conocer. Pero lo que aquí se vislumbra es un desplazamiento radical: el ser no sólo como constructo, sino como dado metaempírico, como aquello que excede la síntesis racional y se ofrece en su gratuidad, en su carácter de don.

Filosóficamente, este giro implica superar el paradigma moderno de la representación y abrirse a una ontología de la donación. El ser ya no es lo que el sujeto pone, sino lo que se da, lo que se manifiesta más allá de la objetivación. Aquí resuenan las intuiciones de Heidegger sobre el ser como acontecimiento (Ereignis), pero también las de Marion sobre el fenómeno saturado, que desborda la capacidad de la conciencia de contenerlo. Teológicamente, la propuesta se vuelve aún más fecunda: la inmanencia no se concibe como lo cerrado en sí mismo, sino como encarnación de lo trascendente. La historia, la materia, la vida cotidiana pueden relucir como transparencia de lo divino, sin que ello implique confundir o reducir las dimensiones. La trascendencia no se estrecha ni se diluye en lo inmanente, pero se hace presente en él, como en la teología de la encarnación: Dios se hace carne sin dejar de ser Dios, lo eterno se manifiesta en lo temporal sin agotarse en él. Este giro civilizacional, entonces, no es sólo un cambio de estructuras sociales o económicas, sino una revolución espiritual y metafísica: una nueva imagen del mundo donde el ser se reconoce como don y misterio, donde la inmanencia se abre como símbolo y sacramento de lo trascendente. La metanoia colectiva sería la condición para que la humanidad habite el mundo no como constructores de objetos, sino como receptores de un don que los trasciende, capaces de contemplar en lo finito la huella de lo infinito.

En suma, lo que se anuncia es una civilización de la transparencia ontológica, donde el ser se conciba simultáneamente como constructo y como don, y donde la vida humana se reconcilie con su dimensión espiritual, haciendo posible que la historia misma se convierta en lugar de revelación. Pero incluso una civilización fundada en la transparencia ontológica no está libre de la amenaza del nihilismo. Nada de lo que el hombre construye es eterno, y toda obra humana lleva inscrita la marca de la finitud. Puedo imaginar cómo, aun en medio de una metanoia colectiva, la degradación metafísica y espiritual puede irrumpir, porque el sentido nunca se asegura de una vez por todas. El nihilismo estructural estalla como sombra inevitable: cuando los símbolos se vacían, cuando lo que parecía don se convierte en sistema rígido, cuando la apertura al misterio se reduce a idolatría. Así, la inmanencia puede relucir como encarnación de lo trascendente, pero también esa transparencia puede opacarse, que la luz puede volverse sombra. Por eso no concibo la metanoia como estado definitivo, sino como proceso frágil, siempre expuesto a la tentación del vacío. Mi esperanza es que la conciencia de esta caducidad nos recuerde que sólo lo eterno permanece, que toda civilización está destinada a fenecer, y que mi tarea es mantenerme abierto al don, humilde ante la finitud, vigilante frente al nihilismo. Y es que la verdadera sabiduría consiste en aceptar que ninguna obra humana es definitiva, y que sólo la trascendencia —que se manifiesta en lo inmanente sin confundirse con él— es la fuente inagotable del ser.

Capítulo I

La educación como campo de disputa

 

 

La falsa neutralidad de la educación

La educación nunca ha sido un territorio neutral. Quien la conciba como un espacio transparente de transmisión de saberes desconoce su raíz política. Desde sus orígenes, el acto de enseñar ha estado atravesado por intereses de poder: decidir qué se transmite, cómo se transmite y a quién se transmite es siempre una operación cargada de sentido político. No se trata únicamente de formar individuos, sino de moldear sociedades enteras bajo un horizonte cultural determinado.

En este sentido, la educación no puede reducirse a un simple proceso de instrucción. Es, más bien, un dispositivo de legitimación: legitima valores, legitima jerarquías, legitima proyectos de nación. Allí donde se proclama la universalidad del conocimiento, se ocultan las exclusiones que definen quién queda dentro y quién queda fuera. La neutralidad es un mito que sirve para encubrir la disputa real que se libra en las aulas, en los currículos y en las plataformas digitales.

Por eso, hablar de educación es hablar de poder. Poder para definir los contenidos, poder para distribuir los recursos, poder para orientar las tecnologías. La educación es el terreno donde se cruzan las fuerzas del Estado, del mercado y de la cultura, y en ese cruce se decide el tipo de ciudadano que se quiere formar. No hay educación inocente: toda educación responde a un proyecto civilizacional. Los ejemplos lo confirman: en Estados Unidos, los debates sobre la enseñanza de la teoría crítica de la raza evidencian cómo el poder político interviene directamente en lo que los estudiantes deben aprender. En Turquía, la reforma educativa que redujo las horas de ciencias para aumentar las de religión refleja la intención del Estado de moldear la identidad nacional. En América Latina, los cambios curriculares en historia —como la forma de narrar la conquista española en México o Perú— muestran que la educación es siempre un terreno de disputa simbólica.

Michel Foucault ya había advertido que la educación es uno de los dispositivos privilegiados del poder. En sus análisis sobre las instituciones disciplinarias, mostró cómo la escuela no solo transmite saberes, sino que produce sujetos dóciles y útiles. La falsa neutralidad de la educación es, en realidad, una estrategia para ocultar su función política.

Desde una lectura marxista, la educación se comprende como parte de la superestructura que reproduce las condiciones de la base material: no es solo transmisión de saberes, sino mecanismo de legitimación de las relaciones de producción. La escuela forma “fuerza de trabajo” disciplinada y ajustada a las necesidades del capital, naturalizando jerarquías y ocultando la explotación bajo el discurso meritocrático. En la era digital, este ajuste se intensifica: la alfabetización tecnológica se orienta a la empleabilidad y la flexibilidad laboral, mientras el currículo privilegia competencias útiles para el mercado. La promesa de movilidad social funciona como ideología, desplazando el conflicto de clase hacia narrativas de esfuerzo individual. Así, la neutralidad educativa se revela como falsa conciencia: un dispositivo que, bajo la apariencia de igualdad de oportunidades, reproduce la desigualdad estructural y convierte el aprendizaje en valor de cambio.

Platón, en su República, había concebido un modelo de educación profundamente clasista: los guardianes recibirían formación filosófica y política, mientras que los productores se limitarían a la instrucción básica necesaria para cumplir su función en la polis. La Paideia griega exaltaba la formación integral del ciudadano, pero estaba reservada a una élite masculina y libre, excluyendo a mujeres y esclavos. En contraste, la educación medieval se organizaba en torno a la teología y la escolástica, subordinando el saber a la fe. La modernidad, por su parte, desplazó la centralidad religiosa y colocó la razón y la técnica como fundamentos, universalizando la escolarización pero también instrumentalizándola para fines productivos.

Historia de un territorio en disputa

La historia confirma esta condición conflictiva. En la Europa medieval, el monopolio del saber estaba en manos de la Iglesia, que definía qué debía aprenderse y con qué fines. El conocimiento era privilegio de unos pocos, y su acceso estaba regulado por la autoridad religiosa. La educación era, en ese contexto, un mecanismo de control espiritual y social.

Con la Ilustración, la educación se transformó en instrumento de emancipación racional. Se proclamó la necesidad de formar ciudadanos libres, capaces de pensar por sí mismos. Sin embargo, esa emancipación vino acompañada de una homogeneización cultural: la razón ilustrada se convirtió en criterio universal, desplazando otras formas de saber y reduciendo la diversidad a un modelo único de racionalidad. La educación emancipaba, pero también uniformaba.

La industrialización del siglo XIX llevó la disputa a otro nivel. La escuela moderna se convirtió en dispositivo de disciplinamiento laboral, preparando cuerpos y mentes para la fábrica. La organización del tiempo escolar, la repetición de tareas y la jerarquía del aula reproducían la lógica industrial. La educación ya no era solo transmisión de saberes, sino entrenamiento para la productividad. Cada época, en suma, ha inscrito en la educación su propio proyecto civilizacional.

Ejemplos históricos lo confirman: en Francia, la escuela republicana del siglo XIX buscaba formar ciudadanos leales al Estado, imponiendo el francés como lengua única y marginando los dialectos regionales. En Japón, tras la Restauración Meiji, la educación se convirtió en herramienta para modernizar el país y preparar a la población para la industrialización, pero también para inculcar obediencia al emperador. En América Latina, las reformas educativas de los años 60 y 70, impulsadas por organismos internacionales, buscaban modernizar la región, pero reforzaron la dependencia tecnológica y cultural respecto a Occidente.

Platón, en su República, había concebido un modelo de educación profundamente clasista: los guardianes recibirían formación filosófica y política, mientras que los productores se limitarían a la instrucción básica necesaria para cumplir su función en la polis. La Paideia griega, aunque exaltaba la formación integral del ciudadano, estaba reservada a una élite masculina y libre, excluyendo a mujeres y esclavos. En contraste, la educación medieval se organizaba en torno a la teología y la escolástica, subordinando el saber a la fe. La modernidad, por su parte, desplazó la centralidad religiosa y colocó la razón y la técnica como fundamentos, universalizando la escolarización, pero también instrumentalizándola para fines productivos.

Jürgen Habermas, al reflexionar sobre la modernidad, defendió la racionalidad comunicativa como horizonte emancipador. Sin embargo, incluso en su propuesta, la educación sigue siendo concebida como instrumento de integración social, mostrando que la disputa histórica nunca desaparece, sino que se transforma.

 

La era digital como intensificación del conflicto

En la era digital, esta verdad se revela con mayor crudeza. La conectividad, los algoritmos y las plataformas educativas no son simples herramientas técnicas: son dispositivos que responden a proyectos políticos y económicos concretos. La promesa de democratización del conocimiento convive con la realidad de exclusión masiva.

Allí donde se promete movilidad social, también se ocultan mecanismos de desigualdad. Las plataformas globales, por ejemplo, ofrecen acceso a cursos de prestigio, pero su costo los convierte en privilegio de unos pocos. La brecha digital no es un accidente, sino la consecuencia lógica de un sistema que prioriza el beneficio privado sobre el bienestar común. La educación digital, lejos de ser neutral, reproduce las mismas tensiones que han marcado la historia de la educación.

La pandemia de la COVID-19 fue un espejo brutal de esta situación. Mientras estudiantes de sectores privilegiados continuaban sus clases en línea, millones de jóvenes en América Latina quedaron fuera del sistema por falta de conectividad o dispositivos. La educación digital mostró su rostro más crudo: un mecanismo que puede abrir puertas, pero también cerrarlas con violencia. La disputa por el acceso se convirtió en disputa por la dignidad.

Ejemplos recientes lo confirman: en Brasil, más del 40% de los estudiantes de secundaria no pudieron seguir clases virtuales por falta de internet estable. En México, el programa “Aprende en Casa” transmitido por televisión intentó suplir la falta de conectividad, pero dejó fuera a quienes no tenían acceso a un televisor. En Perú, la estrategia “Aprendo en Casa” mostró la brecha entre zonas urbanas y rurales: mientras en Lima muchos estudiantes pudieron continuar en línea, en la sierra y la selva miles quedaron desconectados.

Zygmunt Bauman, al hablar de la “modernidad líquida”, describió cómo las instituciones pierden solidez y se vuelven frágiles. La educación digital es un ejemplo de esa liquidez: promete flexibilidad y acceso, pero en realidad refleja la precariedad de un sistema que no logra garantizar igualdad de condiciones.

 

La pregunta decisiva: quién controla el conocimiento

La educación, entonces, no puede ser pensada como un derecho abstracto ni como un servicio neutral. Es un terreno donde se cruzan las fuerzas del mercado, del Estado y de la cultura. Y en ese cruce, lo que está en juego no es solo el futuro de los estudiantes, sino el horizonte civilizacional que define qué significa aprender, para qué sirve el conocimiento y quién merece acceder a él.

La pregunta decisiva no es únicamente cómo enseñar, sino quién controla los recursos. ¿Quién define los contenidos? ¿Quién orienta la tecnología? Estas preguntas revelan que la educación es siempre un campo de disputa, y que su destino depende de la dirección política y económica que la sostiene. La neutralidad es imposible: lo que existe es lucha por el sentido.

En última instancia, la educación es el espejo de la civilización que la produce. Allí se reflejan sus valores, sus miedos, sus aspiraciones. En la era digital, ese espejo muestra con claridad la tensión entre inclusión y exclusión, entre emancipación y control, entre dignidad y poder. Reconocer esta tensión es el primer paso para pensar un giro civilizatorio que devuelva a la educación su sentido liberador.

Ejemplos actuales lo muestran: en China, el Estado controla directamente las plataformas educativas y orienta los contenidos hacia la cohesión nacional y el desarrollo tecnológico. En Estados Unidos, las grandes corporaciones tecnológicas como Google o Microsoft definen buena parte de las herramientas educativas, condicionando qué se aprende y cómo se aprende. En Finlandia, en cambio, el Estado garantiza acceso universal y regula el uso de la tecnología para que sirva a la inclusión.

Byung-Chul Han ha señalado que el neoliberalismo convierte al individuo en empresario de sí mismo, autoexplotado en nombre de la productividad. En el terreno educativo, esto significa que el control del conocimiento ya no se ejerce únicamente desde instituciones externas —el Estado, la Iglesia, la universidad o el mercado—, sino que se internaliza en el propio sujeto. El estudiante se convierte en gestor de su propio rendimiento, en administrador de su capital humano, midiendo su valor en términos de competencias, certificaciones y productividad.

La lógica del poder se vuelve invisible: ya no es necesario un maestro autoritario ni un Estado vigilante, porque el individuo se vigila a sí mismo. La educación se transforma en un espacio de autoexplotación, donde el estudiante busca acumular credenciales y habilidades como quien acumula mercancías, convencido de que su dignidad depende de su capacidad de competir.

Este fenómeno revela un cambio profundo respecto a modelos anteriores. Platón concebía la educación como un proceso jerárquico y clasista, reservado a las élites guardianas de la polis; la Paideia griega exaltaba la formación integral, pero excluía a mujeres y esclavos. La educación medieval subordinaba el saber a la teología, convirtiéndolo en instrumento de control espiritual. La modernidad, en cambio, universalizó la escolarización, pero la instrumentalizó para fines productivos. Hoy, bajo el neoliberalismo, la educación se ha desplazado hacia un régimen de autoexplotación: el individuo ya no es moldeado desde fuera, sino que se convierte en su propio moldeador, atrapado en la lógica de rendimiento.

En La deseducación, Noam Chomsky sostiene que el sistema escolar moderno ha dejado de ser un espacio de emancipación intelectual para convertirse en un mecanismo de domesticación. La escuela, en lugar de enseñar a pensar críticamente y a cuestionar la realidad, entrena a los estudiantes para memorizar y obedecer, privándolos de la capacidad de imaginar alternativas. Chomsky denuncia que esta “deseducación” prepara a los ciudadanos para aceptar verdades prefabricadas y narrativas impuestas por quienes detentan el poder.

Es importante aclarar que Chomsky no aborda directamente a los tecnoplutócratas en este libro. Sin embargo, resulta necesario traerlos a la discusión, porque en el mundo contemporáneo ellos representan una nueva élite que concentra poder económico, político y cultural. Figuras como Elon Musk, Jensen Huang, Satya Nadella, Jeff Bezos, Mark Zuckerberg, Larry Page, Sergey Brin y Tim Cook dominan las plataformas digitales y los algoritmos que organizan la vida cotidiana. Su influencia se extiende más allá de los mercados: controlan el flujo de información, manipulan datos privados y, en muchos casos, convierten la desinformación en verdad aceptada.

La relación entre deseducación y tecnoplutocracia es directa. Un sistema educativo debilitado, que no forma pensamiento crítico, facilita que los algoritmos y las plataformas tecnológicas definan qué noticias vemos, qué productos consumimos y qué discursos se legitiman. La escuela prepara la obediencia, y los tecnoplutócratas perfeccionan la manipulación. En este círculo vicioso, la educación deseducada se convierte en un terreno en disputa: por un lado, los tecnoplutócratas buscan mantenerla debilitada para asegurar su dominio; por otro, existe la posibilidad de recuperar la educación como espacio emancipador, capaz de formar ciudadanos críticos que resistan la concentración de poder y la manipulación de la verdad.

No es posible sostener la batalla por la democracia sin sostener, al mismo tiempo, la batalla por una educación libre de manipulación. La democracia requiere ciudadanos capaces de discernir entre información y propaganda, entre verdad y desinformación. Si la educación permanece deseducada, los tecnoplutócratas consolidarán su hegemonía sobre la conciencia colectiva, debilitando las bases mismas de la participación democrática.

Además, debe señalarse que una educación sin manipulación no puede lograrse mientras se mantenga el esquema de educarse únicamente para la necesidad de sobrevivir. Cuando la enseñanza se reduce a preparar individuos para el mercado laboral, se perpetúa la dependencia y la obediencia. En cambio, educarse para la libertad y la autorrealización significa formar personas capaces de pensar por sí mismas, de cuestionar las estructuras de poder y de construir proyectos de vida más allá de la lógica de la supervivencia. Solo una educación orientada hacia la autonomía puede resistir la manipulación y convertirse en la base de una democracia auténtica.

Finalmente, sin ligar la educación al giro civilizatorio que en estos momentos reviste un cariz postoccidental, no es posible vislumbrar una educación liberadora. El horizonte educativo debe trascender los límites de la modernidad occidental y abrirse a nuevas formas de entender la convivencia, el conocimiento y la relación con el planeta. Una educación que no se inserte en este cambio civilizatorio corre el riesgo de seguir reproduciendo esquemas coloniales y dependientes, mientras que una educación vinculada a este giro puede convertirse en el motor de una sociedad más plural, justa y verdaderamente emancipadora.

Aún más, una verdadera educación emancipadora respecto a la modernidad debe ser capaz de poner fin a la hegemonía moderna del principio de inmanencia, recuperar la trascendencia encarnada, restablecer el fundamento ontológico-metafísico del saber y recuperar lo sagrado sin disolverlo panteístamente en la naturaleza. Solo así la educación podrá superar el reduccionismo materialista que ha marcado la modernidad y abrirse a una visión integral del ser humano, en la que el conocimiento no se limite a lo útil o lo inmediato, sino que se vincule con lo profundo, lo trascendente y lo sagrado como dimensiones inseparables de la vida.

En este sentido, la pregunta por el control del conocimiento se complejiza: ya no basta con señalar al Estado o al mercado, porque el poder se ha interiorizado en la subjetividad misma. El estudiante, el profesor y la institución participan de un mismo horizonte civilizacional que reduce el saber a capital y la formación a productividad. La educación deja de ser un camino hacia la emancipación y se convierte en un dispositivo de autoexplotación legitimado por la promesa de éxito individual.

 

Bibliografía

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Habermas, Jürgen. Teoría de la acción comunicativa. Vol. 1, Taurus, 1987.

Han, Byung-Chul. La sociedad del cansancio. Herder Editorial, 2012.

Herman, Edward S., y Robert McChesney. Los medios globales. Paidós, 2001.

Marx, Karl. El capital: crítica de la economía política. Vol. 1, Siglo XXI Editores, 2008.

Martín Jiménez, Cristina. Los dueños del planeta. La Esfera de los Libros, 2013.

Platón. La República. Traducido por José Manuel Pabón y Manuel Fernández-Galiano, Alianza Editorial, 2006.

 

 

 

Capítulo II

Modelos de capitalismo y educación digital

 

 

 

 

China: cohesión nacional, tecnopolítica y subjetivación

La educación digital en China articula tres capas históricas y conceptuales: una ética confuciana que concibe el aprendizaje como perfeccionamiento moral y orden social; un legado legalista que privilegia la eficacia normativa y la sanción; y una racionalidad tecnocrática que organiza datos, métricas y objetivos colectivos. La formación no se reduce a adquirir competencias técnicas: se inserta en una misión civilizacional donde lo público prima sobre lo privado y el desarrollo se justifica por su contribución a la estabilidad nacional. Bajo esta gramática, el aula se convierte en dispositivo de integración y la tecnología en una extensión del tejido estatal.

La tecnopolítica es el eje contemporáneo que reconfigura esta tradición. No se gobiernan solo horarios, exámenes y disciplina; se gobiernan flujos de información, perfiles de aprendizaje y sistemas de recomendación que orientan trayectorias. La “personalización” se articula con fines colectivos: se identifica al talento, se corrige la desviación, se distribuye la oportunidad en clave de rendimiento. La infraestructura —plataformas educativas, nube estatal, redes de evaluación— opera como red capilar que produce sujetos competentes y sincronizados con metas nacionales. El estudiante, al interactuar, se convierte en productor de datos que, a su vez, perfeccionan el régimen de gobierno educativo.

Filosóficamente, este modelo abre tensiones decisivas. Con ayuda de Foucault, puede leerse como una gubernamentalidad que fabrica sujetos útiles mediante técnicas suaves de optimización. Con Han, vemos el desplazamiento desde el control externo hacia la autoexigencia internalizada, donde el estudiante asume métricas como criterio de valor propio. Heidegger ofrece la crítica ontológica: el saber corre el riesgo de devenir “reserva disponible” gestionada por sistemas, perdiendo su carácter de desocultamiento del mundo. Pero la ética confuciana introduce un contrapeso: educación como formación del carácter y servicio al bien común. El nudo teórico es cómo preservar sentido y virtud dentro de una arquitectura que maximiza datos y rendimiento; cómo evitar que la armonía se convierta en homogeneidad y que el perfeccionamiento moral sea subsumido por la eficiencia algorítmica.

 

Rusia: memoria, soberanía tecnológica y hegemonía cultural

El proyecto educativo ruso se sostiene en la continuidad histórica de una identidad trabajada por crisis y resistencias: lengua y literatura como custodios de memoria, ciencias duras como orgullo nacional, escuela como institución de cohesión. La modernidad soviética elevó la técnica a horizonte de emancipación, formando generaciones para la investigación y la ingeniería. En el presente, la educación digital prolonga esa vocación, pero se redefine en términos de soberanía: priorizar desarrollo de infraestructura propia, proteger datos estratégicos, consolidar capacidad científica frente a presiones geopolíticas.

La tecnopolítica aquí se expresa en la apuesta por arquitecturas autónomas: plataformas nacionales, ciberseguridad como currículo, investigación aplicada articulada a objetivos estatales. Se busca que el sistema educativo no dependa de intermediarios externos, que el conocimiento no sea capturado por centros ajenos. En clave althusseriana, la escuela funciona como aparato que produce adhesión a un proyecto de país; pero con Gramsci comprendemos que esa adhesión requiere hegemonía viva: consenso moral e intelectual forjado en instituciones que persuaden, no solo instruyen. La memoria histórica se convierte así en fuente de legitimidad y en narrativa que orienta la formación.

Filosóficamente, el riesgo es el cierre cultural: proteger puede volverse clausurar, y cuidar la soberanía puede reducir la permeabilidad creativa. Arendt recuerda que educar implica preparar a los nuevos para renovar el mundo, no para reproducirlo sin fisuras; el juicio, la pluralidad y el debate son condiciones de vitalidad democrática. La tecnopolítica soberanista necesita, por tanto, arquitectura crítica: espacios donde se discutan fines, se evalúen impactos y se incorporen voces disonantes. La fuerza del modelo está en su continuidad científica y su conciencia de proyecto; su fragilidad, en la posibilidad de convertir la protección en dogma y el futuro tecnológico en mera defensa.

 

Occidente neoliberal: mercado de credenciales, subjetivación competitiva y valor instrumental

En el capitalismo neoliberal, la educación se ordena como cadena de valor: proveedores (universidades, plataformas), productos (certificados, grados, microcredenciales), consumidores (estudiantes endeudados o financiados), métricas (rankings, empleabilidad, retorno). El aula migra al Marketplace y el currículo se alinea con demandas empresariales. El saber se evalúa por su utilidad inmediata y el tiempo de estudio por su costo de oportunidad. La experiencia educativa se traduce en indicadores comparables, y se consagra una cultura de “optimización del perfil” que transforma identidad en portfolio.

La tecnopolítica opera como motor de esta subjetivación: analítica de aprendizaje, trazas de comportamiento, dashboards que prometen mejorar resultados. La promesa de personalización se amalgama con la exigencia de rendimiento constante, y la atención se fragmenta en tareas medibles. En este esquema, Han describe la autoexplotación como ética dominante: el estudiante se convierte en gestor de sí, y cada nuevo badge confirma el relato de “progreso” individual. Con Foucault, se observa la interiorización de criterios de evaluación; el régimen de verdad se ancla en métricas que normalizan la comparación infinita.

La crítica filosófica señala tres desajustes. Primero, con Heidegger, el empobrecimiento ontológico del saber: de encuentro con lo verdadero a recurso intercambiable. Segundo, con Arendt, la pérdida de natalidad: la educación debería abrir mundos, no solo reproducir prácticas eficaces. Tercero, con Habermas, la colonización de la esfera educativa por racionalidades instrumentales, desplazando la deliberación y el entendimiento. Alternativas emergen en pedagogías cooperativas, evaluación formativa, y en un diseño tecnopolítico que subordine la métrica al diálogo y la justicia. La cuestión no es negar la utilidad, sino reordenarla bajo fines públicos: convertir la tecnología en medio para formar juicio, comunidad y creatividad, antes que en engranaje de competencia interminable.

 

Europa del Norte: derechos, infraestructura pública y comunicación democrática

El modelo nórdico asienta la educación en derechos sociales, financiación estable y confianza institucional. La digitalización se concibe como infraestructura para la igualdad: acceso garantizado, soporte universal, formación docente continua, regulación prudente de plataformas. Aquí, tecnología se integra en un ecosistema que ya prioriza bienestar, inclusión y participación; no se implanta para resolver problemas desde cero, sino para profundizar prácticas deliberativas y cooperativas.

La tecnopolítica se diseña de forma republicana: datos como bienes públicos, transparencia en algoritmos de evaluación, dispositivos orientados al aprendizaje activo. Habermas proporciona el fundamento: la educación como espacio de acción comunicativa, donde la comprensión y el consenso se construyen mediante razones compartidas. Dewey añade el pragmatismo democrático: aprender haciendo, investigando problemas reales en comunidad. Arendt recuerda el cuidado del mundo común: la escuela custodia herencia cultural y prepara para la renovación, en equilibrio entre tradición y novedad.

El peligro es una tecnocracia amable que confía en el buen diseño y olvida el conflicto. La justicia requiere también crítica, atención a minorías y apertura a la diferencia. Este modelo muestra que la tecnopolítica puede ser inclusiva cuando se ancla en derechos y en prácticas participativas. Su fortaleza radica en el entramado institucional que sostiene continuidad y en la cultura cívica que legitima la inversión pública; su desafío, en mantener el carácter polémico y creativo de la democracia dentro de sistemas altamente eficientes.

 

América Latina: dependencia, agencia situada y pedagogía de la emancipación

La región enfrenta una doble tensión: expansión de conectividad y dispositivos, y persistencia de brechas materiales y simbólicas. La teoría de la dependencia explica la inserción periférica en cadenas tecnológicas: importación de plataformas, extracción de datos, subordinación a estándares externos. En ese contexto, la educación digital puede reproducir desigualdad si se limita al consumo de contenidos; o puede habilitar agencia si impulsa producción local, tecnologías abiertas y currículos vinculados a problemas de territorio.

La tecnopolítica emancipadora requiere decisiones concretas: infraestructura pública robusta, soberanía de datos educativos, alfabetización crítica sobre algoritmos y plataformas, apoyo a ecosistemas locales de innovación. Freire orienta el horizonte: educar como práctica de libertad, convertir el aula en espacio de diálogo y concientización, leer lo digital como texto político. El pensamiento decolonial (Dussel, Quijano, Mignolo) insiste en pluralizar epistemes: legitimar conocimientos indígenas y populares, traducir la técnica a lenguas y sentidos locales, resistir homogenizaciones que invisibilizan diferencias.

El programa filosófico es transformar relación con la técnica. Con Heidegger, evitar que la conectividad anule mundo; con Arendt, proteger la pluralidad y la aparición de nuevos comienzos; con Gramsci, construir hegemonía democrática desde abajo, articulando escuela, comunidad y producción de saber. La evaluación debe considerar impacto social, no solo logros individuales. Proyectos de ciencia ciudadana, radios comunitarias digitales, laboratorios escolares orientados a problemas reales y datos abiertos pueden convertir la educación en motor de agencia. La fragilidad está en la financiación y la desigualdad; la fuerza, en la creatividad social y la vocación de justicia.

 

Comparación transversal: gramáticas de poder y horizontes formativos

En el panorama global, cada región ha tejido su propio modo de entender la educación digital, y en esa diversidad se revelan las tensiones filosóficas de nuestro tiempo.

En China, la tradición confuciana sigue marcando el horizonte: la educación se concibe como un camino hacia la virtud y la armonía social, un instrumento para formar ciudadanos que encarnen el bien común. Sin embargo, la tecnopolítica ha transformado esa ética pública en un entramado de algoritmos y plataformas que personalizan el aprendizaje con fines colectivos y vigilan cada interacción. La ambivalencia es evidente: la inclusión se expande, pero bajo una dirección que puede derivar en homogeneidad, donde la diversidad se sacrifica en nombre de la cohesión.

Rusia, por su parte, sostiene su modelo en la memoria histórica. La identidad nacional se convierte en el núcleo del currículo, y la soberanía tecnológica en un objetivo estratégico: producir infraestructura propia, cultivar ciencia aplicada y resistir presiones externas. La tensión filosófica aparece en el equilibrio entre proteger la cultura y abrirse a la crítica. Una educación que se aferra demasiado a la memoria corre el riesgo de clausurar la pluralidad, pero una que la olvida pierde el hilo de continuidad que da sentido a la comunidad. En Occidente neoliberal, la educación se ha convertido en un mercado de credenciales. El saber se traduce en certificados, rankings y competencias que se acumulan como capital simbólico. La subjetivación se produce a través de métricas que interiorizan la competencia: el estudiante se mide a sí mismo en dashboards y comparaciones infinitas. La crítica es inevitable: cuando la utilidad se convierte en único criterio, se pierde el juicio y la comunidad, y la educación deja de ser un espacio de apertura de mundo para reducirse a un engranaje de empleabilidad. Europa del Norte ofrece un contraste. Allí, la educación se sostiene en derechos sociales y en una infraestructura pública que garantiza acceso universal y regula con transparencia el uso de la tecnología. El aprendizaje se concibe como práctica deliberativa, un espacio de comunicación orientado al entendimiento y la cooperación. Sin embargo, incluso este modelo enfrenta un riesgo: la tecnocracia puede suavizar el conflicto democrático, confiando demasiado en el buen diseño institucional y olvidando que la justicia requiere también crítica y disenso.

Finalmente, América Latina vive la paradoja de la dependencia y la emancipación. La inserción periférica en circuitos tecnológicos reproduce desigualdades, pero al mismo tiempo emergen pedagogías críticas que buscan transformar la educación digital en producción local de conocimiento. El desafío es convertir el acceso en agencia, la conectividad en justicia, y la tecnología en herramienta de liberación. La educación latinoamericana se debate entre ser un canal de consumo pasivo y convertirse en un laboratorio de emancipación situado, capaz de leer el mundo y reescribirlo desde sus propias voces.

Así, cada modelo revela una gramática distinta del poder educativo: cohesión vigilada en China, soberanía cultural en Rusia, mercantilización en Occidente, deliberación en el Norte europeo y lucha emancipadora en América Latina. En todos los casos, la tecnopolítica redefine el horizonte: gobierna datos, orienta trayectorias y produce subjetividades. La pregunta que atraviesa a todos es la misma: ¿cómo hacer de la educación digital no un instrumento de control, sino un espacio de libertad, juicio y comunidad? En todos los casos, la tecnopolítica redefine el qué, el cómo y el para qué de la educación: transforma datos en gobierno, personalización en orientación, evaluación en subjetivación. La pregunta filosófica decisiva no es si digitalizar, sino bajo qué fines y con qué condiciones. Una educación digna de ese nombre no mide su éxito por velocidad o eficiencia, sino por su capacidad de cultivar juicio, libertad y mundo común.

La comparación de los distintos modelos muestra que, más allá de sus diferencias históricas y culturales, todos ellos operan bajo un mismo horizonte: el principio de la inmanencia de la modernidad. La educación digital, ya sea en clave de cohesión nacional, soberanía cultural, mercantilización neoliberal, deliberación socialdemócrata o emancipación periférica, se despliega como parte de un proyecto moderno que confía en la técnica y en la racionalidad instrumental para organizar la vida. La tecnopolítica es la forma actual de esa inmanencia: gobierna datos, produce subjetividades y orienta trayectorias sin necesidad de recurrir a trascendencias externas. No debemos olvidar este trasfondo, pues en los capítulos siguientes será decisivo mostrar cómo la modernidad, al volverse inmanente, redefine la paideia, la escolástica y la racionalidad técnica, y cómo esa lógica común atraviesa incluso las diferencias más marcadas entre los modelos de capitalismo y educación.

Frente a la inmanencia moderna que atraviesa todos los modelos analizados, existen proyectos educativos que reivindican la trascendencia como fundamento irrenunciable. Jacques Maritain y Emmanuel Mounier, desde el personalismo, recuerdan que la educación debe formar personas abiertas a lo absoluto y no meros engranajes de la técnica; Gabriel Marcel y Edith Stein insisten en la dimensión espiritual de la existencia como horizonte pedagógico; Viktor Frankl muestra que el sentido es condición de toda formación auténtica; y Karol Wojtyła, con su antropología personalista, sitúa la educación en la dignidad trascendente de la persona. En esta misma línea se inscriben mis obras Educación, humanismo y trascendencia (2010) y Pedagogía del amor (2025), que plantean la necesidad de recuperar el humanismo y el amor como principios pedagógicos capaces de restituir sentido y comunidad. Estas voces nos recuerdan que, incluso en medio de la tecnopolítica y la inmanencia moderna, la educación puede y debe abrirse a la trascendencia como horizonte de plenitud humana.

Esta corriente que reivindica la trascendencia se pronuncia con firmeza contra el empobrecimiento ontológico del saber, denunciando la reducción del conocimiento a mera utilidad técnica o a simple recurso gestionable. Frente a la inmanencia moderna y la tecnopolítica que convierten el saber en dato, estos proyectos recuerdan que la educación debe custodiar la profundidad del ser y abrirse a la dimensión espiritual. Y lo hacen sin perder el eje cristológico: la figura de Cristo como centro de la experiencia educativa, garante de que la formación no se limite a producir competencias, sino que conduzca a la plenitud de la persona en su vocación trascendente. De este modo, la educación se afirma como camino hacia la verdad y la comunión, capaz de resistir la lógica reductiva de la modernidad y de sostener la esperanza en medio de la técnica. La plenitud de la persona en su vocación trascendente no se agota en la interioridad, sino que se vierte en una teología encarnada en el mundo, capaz de dialogar con la historia y con la técnica, y que se afirma dentro del espíritu posconciliar como horizonte pedagógico de comunión, justicia y esperanza.

En el modelo occidental neoliberal, la educación digital se encuentra sometida al dominio de la tecnoplutocracia, que ha convertido el conocimiento en un recurso instrumental al servicio de la acumulación de capital. Bajo la apariencia de innovación y progreso, las plataformas tecnológicas inyectan hasta la raíz un nihilismo estructural que vacía de sentido la formación, reduciéndola a un entrenamiento funcional para el mercado y despojándola de toda trascendencia. La lógica de los algoritmos, diseñada por los grandes magnates tecnológicos, sustituye la reflexión crítica por la repetición mecánica, mientras la escuela se transforma en un espacio de domesticación digital. En este esquema, la educación deja de ser un camino hacia la libertad y la autorrealización, para convertirse en un engranaje más de la maquinaria neoliberal que perpetúa la dependencia, la obediencia y la desinformación.

El capitalismo chino se presenta como un modelo que, en contraste con el neoliberalismo occidental, proclama la prioridad del bienestar común y la estabilidad social. Sin embargo, esta orientación hacia el colectivo no elimina las tensiones internas: al mismo tiempo que busca garantizar cohesión y prosperidad, catapulta el consumo, expande el mercado y reproduce la lógica de la acumulación de capital. La educación digital en este contexto se ve atravesada por una burocratización tecnológica que convierte la innovación en un aparato de control, donde el acceso al conocimiento está mediado por estructuras estatales y corporativas que regulan cada interacción.

Este modelo, aunque distinto en su narrativa, fortalece de otro modo la amenaza del nihilismo estructural. La promesa de bienestar común se ve erosionada por la subordinación del saber a la eficiencia productiva y al consumo masivo, lo que vacía de trascendencia la experiencia educativa. La técnica se convierte en un fin en sí mismo, y la burocracia tecnológica asegura que la educación permanezca atrapada en un horizonte de funcionalidad, sin abrirse a la libertad ni a la autorrealización. Así, el capitalismo chino, pese a su discurso de comunidad, reproduce la misma deseducación que Chomsky denunció en el modelo occidental, aunque bajo un ropaje distinto: el de la planificación estatal y la disciplina colectiva.

No nos hagamos falsas ilusiones con el advenimiento de la era postoccidental, pues dentro de los marcos del capitalismo, sea estatal o privado, no hay salida posible porque ambos reproducen la hegemonía del mercado y reducen al ser humano a la condición de consumidor. La tiranía del dinero y la subordinación de la vida al trabajo siguen intactas, impidiendo cualquier horizonte de autorrealización. El desafío del mundo postoccidental consiste precisamente en romper ese corsé histórico. La economía tecnologizada, lejos de ser un instrumento de control y acumulación, podría convertirse en el medio para clausurar el imperio del mercado y abrir paso a un giro civilizatorio. Este giro no se limitaría a redistribuir recursos, sino que implicaría transformar la relación entre técnica y sentido, entre producción y vida, entre saber y trascendencia. Solo así se podrá contrarrestar la amenaza del nihilismo estructural, que avanza como una sombra sobre todas las formas de capitalismo. La reconstrucción de la educación, la cultura y la economía deberá orientarse hacia la libertad interior, la plenitud existencial y la dignidad humana, en lugar de perpetuar la lógica del consumo y la obediencia. En este horizonte, la técnica deja de ser un fin en sí mismo y se convierte en un medio para recuperar lo sagrado, lo trascendente y lo humano como fundamentos de una nueva civilización.

 

Bibliografía

Althusser, Louis. Ideología y aparatos ideológicos del Estado. Siglo XXI Editores, 2003.

Arendt, Hannah. La condición humana. Paidós, 1993.

Bauman, Zygmunt. Modernidad líquida. Fondo de Cultura Económica, 2003.

Dewey, John. Democracia y educación. Morata, 1995.

Dussel, Enrique. Filosofía de la liberación. Editorial Nueva América, 1977.

Flores Quelopana, Gustavo. Educación, humanismo y trascendencia. IIPCIAL, 2011.

Flores Quelopana, Gustavo. Pedagogía del amor. IIPCIAL, 2025.

Foucault, Michel. Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión. Siglo XXI Editores, 2002.

Frankl, Viktor. El hombre en busca de sentido. Herder Editorial, 2004.

Freire, Paulo. Pedagogía del oprimido. Siglo XXI Editores, 1970.

Gramsci, Antonio. Cuadernos de la cárcel. Ediciones Era, 1981.

Habermas, Jürgen. Teoría de la acción comunicativa. Vol. 1, Taurus, 1987.

Han, Byung-Chul. La sociedad del cansancio. Herder Editorial, 2012.

Heidegger, Martin. La pregunta por la técnica. Ediciones del Serbal, 1994.

Marcel, Gabriel. Homo Viator. Aubier, 1944.

Maritain, Jacques. La educación en este momento crucial. Encuentro, 1965.

Mignolo, Walter. La idea de América Latina. Gedisa, 2007.

Mounier, Emmanuel. El personalismo. Ediciones Sígueme, 1985.

Quijano, Aníbal. Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina. CLACSO, 2000.

Stein, Edith. La estructura de la persona humana. Editorial Trotta, 2009.

Wojtyła, Karol. Persona y acción. BAC, 2011.

 

 

 

 

 

Capítulo III

Genealogías de la educación: de la Paideia a la tecnopolítica, con Oriente en diálogo

 

 

 

La Paideia griega: formación del alma, su crisis y sus grandes diagnósticos

La paideia fue el corazón de la polis griega: un proyecto de formación integral que buscaba forjar el carácter humano a la luz de la verdad y la virtud. No se trataba simplemente de instruir en técnicas o habilidades, sino de conducir el alma en un ascenso desde la sombra hacia lo inteligible. Platón la concibió como un camino de liberación hacia las Ideas, mientras Aristóteles la vinculó con el cultivo de la virtud y la vida buena. En ambos casos, la educación era inseparable de la trascendencia: un ejercicio de apertura hacia lo verdadero y lo justo, capaz de sostener la comunidad política en su horizonte más alto.

Sin embargo, este ideal entró en crisis. La retórica, convertida en arte de convencer y triunfar, desplazó a la filosofía como búsqueda de la verdad. La expansión imperial quebró el tejido cívico y transformó la educación en privilegio de élites, alejándola de la vida común. Al mismo tiempo, la técnica comenzó a emanciparse del horizonte ético, reduciendo el saber a destreza de poder. Ese desvío inauguró un empobrecimiento ontológico: el conocimiento dejó de ser revelación del ser y se convirtió en instrumento de dominio. La promesa de formación integral se debilitó, y la paideia perdió su capacidad de orientar la existencia hacia lo absoluto.

Diversos estudios han iluminado esta fractura. Werner Jaeger, en Paideia, reconstruyó la arquitectura espiritual del ideal griego y mostró cómo se erosionó en su propia historia. Pierre Hadot recordó que la filosofía fue originalmente una forma de vida, y señaló su progresiva reducción a discurso académico. Martha Nussbaum, en La fragilidad del bien, reveló cómo la vulnerabilidad humana tensiona y desestabiliza el proyecto clásico. Y Hannah Arendt, en La crisis en la educación, ofreció una clave moderna: cuando la transmisión del mundo pierde sentido, la escuela deja de custodiar lo nuevo y la educación se convierte en mera repetición sin horizonte.

 

La educación en Oriente: armonía, sabiduría, sus fracturas y sus grandes diagnósticos

Las tradiciones orientales concibieron la educación como una práctica de sabiduría más que como mera instrucción. En China, Confucio ligó el aprendizaje a la virtud y a la armonía social, proponiendo que el estudio debía formar el carácter y sostener la justicia en la comunidad. El taoísmo, en cambio, enseñó a fluir con el dao, a aprender de la naturaleza y a vivir en consonancia con su ritmo. En India, la pedagogía védica y el budismo hicieron de la educación un camino hacia la liberación y la compasión, donde el gurú y el discípulo se relacionaban en un vínculo espiritual que trascendía la transmisión de contenidos. En Japón, el zen convirtió la disciplina y la contemplación en una vía de despertar cotidiano, mostrando que la enseñanza podía ser experiencia directa y transformadora.

Sin embargo, este horizonte también entró en crisis. En China, los exámenes imperiales terminaron fosilizando la virtud en rituales burocráticos, donde el mérito se redujo a la repetición formal de textos. La colonialidad impuso currículos de utilidad y progreso, relegando las tradiciones sapienciales a un lugar marginal. La mercantilización urbana trasladó el valor del estudio a la empleabilidad, erosionando la centralidad del cultivo interior. Y en tiempos recientes, la tecnopolítica estatal y corporativa absorbió las tradiciones en arquitecturas de control, confundiendo la armonía con homogeneidad y la disciplina con rendimiento. La educación oriental se vio atrapada entre su vocación de trascendencia y la exigencia moderna de eficiencia y datos.

Varios pensadores han iluminado estas crisis. Benjamin Elman, en sus historias culturales de los exámenes imperiales, mostró cómo el mérito se convirtió en formalismo vacío. Amartya Sen, en El indio argumentativo, rescató la tradición crítica frente a la uniformidad moderna. Ashis Nandy, en El enemigo íntimo, reveló la herida antropológica del colonialismo en la educación india. Tu Weiming pensó la modernidad confuciana sin perder la raíz ética, mostrando que aún es posible un diálogo fecundo entre tradición y modernidad. En Japón, D. T. Suzuki y la estética del zen describieron la educación como experiencia directa, y señalaron su debilitamiento cuando se le exige rendimiento sin contemplación. Estas voces recuerdan que la crisis no borra la sabiduría, sino que la desafía a reinventarse frente a la inmanencia moderna.

 

La escolástica medieval: mediación teológica, su declive y sus grandes diagnósticos

La escolástica surgió como un ambicioso intento de reconciliar la razón con la revelación, de articular el conocimiento humano como un itinerario hacia Dios y de custodiar en la universidad la unidad del sentido. En las aulas medievales, el trivium y el quadrivium se concebían como peldaños hacia la verdad última, mientras la teología ocupaba el lugar supremo como ciencia rectora. La educación se entendía como un acto de comunión intelectual y espiritual, donde el estudio no era mera acumulación de saberes, sino búsqueda de lo absoluto.

Sin embargo, este proyecto comenzó a resquebrajarse. Los cismas religiosos y las reformas internas minaron la confianza en la mediación institucional. El nominalismo debilitó la noción de universales y fragmentó la coherencia del pensamiento, mientras la ciencia experimental emergía con fuerza, desplazando la teología del centro del saber. Al mismo tiempo, la secularización del poder político y económico exigía una formación orientada a la utilidad práctica, relegando la contemplación y la especulación metafísica. La universidad, que había nacido como espacio de integración, se transformó en un lugar de especialización y de servicio a las necesidades del Estado y de la administración.

Diversos estudios han iluminado este trance con profundidad. Étienne Gilson, en La filosofía en la Edad Media, trazó la grandeza y los límites del proyecto escolástico. Heiko Oberman analizó el papel del nominalismo en la fragmentación del pensamiento. Jacques Le Goff narró la evolución de la institución universitaria y su progresiva transformación. Amos Funkenstein, en Theology and the Scientific Imagination, mostró cómo el imaginario teológico se metamorfoseó en clave científica. Francis Oakley exploró el tránsito de la autoridad sacra hacia una racionalidad pública, revelando cómo la educación medieval perdió su eje trascendente al ser absorbida por las exigencias de la modernidad naciente.

 

La modernidad: inmanencia, el colapso del sentido y sus grandes diagnósticos

La modernidad se erigió sobre la confianza en el método y en la promesa del progreso. Francis Bacon proclamó que el conocimiento debía convertirse en poder para dominar la naturaleza; René Descartes situó la claridad y la distinción como criterios supremos de verdad; Immanuel Kant defendió la autonomía racional como fundamento de la educación y de la vida moral. Bajo esta lógica, el principio de inmanencia se consolidó como eje: la escuela pasó a organizarse en función de la utilidad social, la administración de competencias y la preparación de ciudadanos productivos. El saber dejó de ser contemplación de lo absoluto y se transformó en herramienta para el ordenamiento del mundo.

Sin embargo, este proyecto pronto reveló sus fisuras. La instrumentalización extrema convirtió el conocimiento en mera técnica, vaciando su dimensión ontológica. La educación, reducida a capacitación, generó alienación y despersonalización, transformando al estudiante en engranaje de un sistema más amplio. Las desigualdades estructurales, lejos de resolverse, se profundizaron con la propia modernización, y la colonización cultural uniformó los currículos, imponiendo un canon eurocéntrico que silenciaba otras voces. La promesa emancipadora se tornó paradójica: en lugar de liberar, la modernidad terminó por encadenar al sujeto a nuevas formas de control y estandarización.

Los grandes pensadores del siglo XX han iluminado esta crisis con diagnósticos penetrantes. Max Weber habló del desencantamiento del mundo y, en La ciencia como vocación, mostró el vacío de sentido que acompaña al saber técnico. Martin Heidegger denunció el empobrecimiento ontológico del conocimiento, reducido a reserva manipulable. Jürgen Habermas, en El discurso filosófico de la modernidad, analizó la colonización sistémica que invade la vida cotidiana. Jean-François Lyotard, en La condición posmoderna, describió la caída de los metarrelatos que sostenían la legitimidad del saber. Charles Taylor, en La era secular, reflexionó sobre la pluralización de marcos de significado en sociedades modernas. Y Zygmunt Bauman retrató la volatilidad líquida que erosiona toda formación estable. En conjunto, estas voces revelan que la modernidad, al absolutizar la inmanencia, terminó por vaciar la educación de sentido y abrir el camino a nuevas crisis.

 

La tecnopolítica contemporánea: gobierno de datos, sus grietas y sus grandes diagnósticos

La tecnopolítica representa la radicalización del principio de inmanencia. Las plataformas digitales administran flujos de información, los algoritmos personalizan itinerarios de aprendizaje y vigilan comportamientos, mientras las métricas convierten la experiencia humana en datos comparables. Bajo la apariencia de acceso ilimitado y personalización, se despliega un entramado de control que transforma la educación en un laboratorio de subjetividades cuantificadas. El estudiante ya no es únicamente aprendiz, sino también productor de información, inscrito en un sistema que mide, clasifica y orienta su trayectoria vital.

La promesa de democratización convive con profundas asimetrías de poder. La autoexplotación se normaliza en la lógica de la optimización constante, el juicio crítico se erosiona frente a la tiranía de los indicadores y la vigilancia se naturaliza como condición de seguridad. La tecnopolítica convierte la pedagogía en gestión de perfiles, donde la armonía se confunde con homogeneidad y la disciplina con rendimiento. El saber, reducido a correlaciones estadísticas, pierde su densidad ontológica y se convierte en recurso administrado por arquitecturas invisibles de control.

Diversos pensadores han iluminado esta crisis con diagnósticos incisivos. Shoshana Zuboff, en La era del capitalismo de vigilancia, muestra cómo la experiencia humana se captura como materia prima para la acumulación. Evgeny Morozov denuncia el solucionismo tecnológico que vacía la deliberación pública. Byung-Chul Han describe la psicopolítica y el agotamiento que produce la autooptimización. Cathy O’Neil advierte sobre los daños de los algoritmos opacos en Weapons of Math Destruction. Luciano Floridi articula la ética de la infosfera, proponiendo un marco para habitar el universo digital con responsabilidad. Antoinette Rouvroy piensa la gubernamentalidad algorítmica como nueva gramática del poder. Y Michel Foucault ofrece la clave de lectura: el poder se inscribe en técnicas que fabrican sujetos; hoy esas técnicas son código, tecnopolítica, bases de datos y modelos de predicción que moldean la educación y la vida cotidiana.

 

La teología encarnada: horizonte posconciliar, sus desafíos y sus grandes diagnósticos

La teología encarnada se presenta como una invitación a habitar la historia sin renunciar a la trascendencia. Su núcleo es el eje cristológico, que orienta la educación hacia la plenitud de la persona y permite leer la técnica no como amenaza, sino como espacio de comunión y servicio. Educar, en este horizonte, significa acompañar la vocación humana hacia lo absoluto, integrando razón, afecto y acción en un mismo movimiento. La pedagogía se convierte así en un acto de esperanza, capaz de abrir caminos de sentido en medio de la complejidad contemporánea.

No obstante, este proyecto enfrenta desafíos que pueden desvirtuarlo. Cuando se desconecta de la cultura plural, corre el riesgo de aislarse en un lenguaje incomprensible para el mundo actual. Si se refugia en el moralismo, sustituye el discernimiento por normas rígidas y pierde su capacidad transformadora. Y cuando renuncia a las mediaciones técnicas, se vuelve meramente declarativo, incapaz de dialogar con las realidades digitales y sociales que configuran la vida cotidiana. La teología encarnada solo puede mantenerse viva si se atreve a cruzar fronteras, a escuchar otras voces y a asumir la técnica como lugar de encuentro y no de clausura.

El Concilio Vaticano II marcó el inicio de este gesto con textos como Gaudium et Spes y Gravissimum Educationis, que abrieron la educación al mundo sin abandonar la custodia de la verdad. Karl Rahner pensó la trascendencia como horizonte cotidiano, Hans Urs von Balthasar reivindicó la belleza como vía pedagógica, Yves Congar insistió en la reforma de mediaciones eclesiales, Gustavo Gutiérrez encarnó la opción por los pobres como pedagogía de justicia, y Romano Guardini introdujo el discernimiento como forma de vida. En diálogo con esta corriente, mis obras como Educación, humanismo y trascendencia (2010) y Pedagogía del amor (2025) reclaman una práctica formativa que resista el empobrecimiento ontológico del saber sin perder el centro cristológico. La plenitud de la persona en su vocación trascendente se vierte, así, en una teología encarnada en el mundo, dentro del espíritu posconciliar, capaz de dialogar con la técnica sin abdicar el misterio que da sentido.

 

La universidad en crisis: nihilismo, consumismo y dictadura de lo técnico

La universidad, concebida originalmente como espacio de búsqueda de la verdad y de cultivo de la sabiduría, atraviesa hoy una crisis profunda. Lo que en sus orígenes fue comunidad de maestros y discípulos orientada hacia la contemplación y el discernimiento, se ha transformado en un engranaje sometido a la lógica del mercado y a la presión de la productividad inmediata. El ideal de formar personas capaces de pensar y dialogar se ha visto desplazado por la obsesión por rankings, acreditaciones y métricas de rendimiento. En este escenario, la institución que debía custodiar la memoria y abrir horizontes se encuentra atrapada en un presente dominado por la utilidad y la técnica.

El nihilismo se manifiesta en la pérdida de sentido: el saber ya no se concibe como camino hacia la verdad, sino como mercancía intercambiable. El consumismo académico convierte títulos y certificaciones en productos que se adquieren y se acumulan, mientras la reflexión crítica se desvanece. La dictadura de lo técnico impone su gramática: la investigación se mide en indicadores cuantitativos, la docencia se evalúa por encuestas estandarizadas, y la vida universitaria se reduce a gestión de recursos y competencias. La universidad, que debía ser lugar de encuentro entre generaciones y de apertura al misterio del mundo, se convierte en un centro de adiestramiento funcional, despojado de trascendencia.

Numerosos pensadores han diagnosticado esta crisis con lucidez. Friedrich Nietzsche anticipó el nihilismo que corroe las instituciones cuando la vida pierde horizonte de sentido. Jacques Derrida habló de la “universidad sin condición”, reclamando un espacio libre para la crítica y la imaginación. Jean-François Lyotard señaló la subordinación del saber a la performatividad en La condición posmoderna. Martha Nussbaum denunció la erosión de las humanidades frente al utilitarismo económico. Y Byung-Chul Han ha descrito cómo la lógica del rendimiento y la autoexplotación penetran en la academia, vaciando la experiencia educativa de profundidad. Estas voces convergen en una advertencia: la universidad, si se deja arrastrar por el nihilismo, el consumismo y la dictadura de lo técnico, traiciona su vocación originaria y se convierte en un dispositivo más de la inmanencia moderna.

En mi libro La Universidad Nihilista (2025) hago una advertencia sobre la deriva de la institución universitaria hacia el vacío de sentido. Señalo cómo el diploma ha pasado a brillar más que la verdad, cómo el saber se mide en hojas de cálculo y cómo la universidad corre el riesgo de convertirse en una máquina de titulaciones vacías. En sus páginas denuncio el principio de inmanencia de la modernidad que reduce el conocimiento a utilidad técnica y administrativa, y propone recuperar la gratuidad ontológica del saber: aprender no como medio para acumular credenciales, sino como experiencia que transforma y abre al misterio de lo verdadero. Es un alegato a favor del maestro como testigo y del estudiante como discípulo que busca sentido, más allá de métricas y rankings. En síntesis, La Universidad Nihilista no pretende reformar superficialmente el sistema, sino reencantar el pensamiento: devolverle a la universidad su vocación originaria de custodiar la verdad y abrir horizontes de trascendencia en medio de un mundo dominado por el consumismo y la dictadura de lo técnico.

La educación, en todas sus genealogías, aparece como un río que nace en la fuente de la trascendencia y se va enturbiando al atravesar los desfiladeros de la inmanencia moderna. La paideia se quebró cuando la retórica eclipsó la verdad; Oriente se fosilizó en rituales y fue herido por la colonialidad; la escolástica perdió su unidad al fragmentarse en nominalismos y técnicas; la modernidad absolutizó el método hasta vaciar el sentido; la tecnopolítica convirtió el saber en dato y la universidad en mercado. Frente a este panorama, la teología encarnada se alza como un faro: recuerda que la plenitud de la persona no se mide en métricas ni en títulos, sino en la vocación trascendente que se derrama en la historia. Solo cuando la educación se atreve a custodiar el misterio y a dialogar con la técnica sin abdicar de lo absoluto, puede volver a ser semilla de esperanza en un mundo que amenaza con reducirlo todo a cálculo.

La genealogía de la educación revela un tránsito complejo: desde la Paideia griega, concebida como formación integral del ciudadano en la virtud y la razón, hasta la tecnopolítica contemporánea, donde el saber se encuentra subordinado a los algoritmos y a la lógica del mercado. Este recorrido muestra cómo la educación, que alguna vez fue el núcleo de la vida pública y espiritual, ha sido progresivamente vaciada de trascendencia y reducida a un instrumento de control. En el mundo occidental neoliberal, la tecnoplutocracia ha colonizado la escuela, inyectando un nihilismo estructural que convierte el conocimiento en mercancía y la formación en domesticación digital. Sin embargo, Oriente no escapa a esta amenaza. Aunque sus tradiciones filosóficas y espirituales han concebido la educación como un camino hacia la armonía y la sabiduría, el capitalismo estatal y la burocratización tecnológica han terminado por reproducir la misma lógica de acumulación y consumo. El discurso del bienestar común se ve erosionado por la subordinación del saber a la eficiencia productiva, y la educación se transforma en un engranaje más de la maquinaria del mercado. Así, tanto en Occidente como en Oriente, la tecnopolítica se impone como un dispositivo global que fortalece la expansión del nihilismo estructural. La amenaza es universal: mientras el molde del capitalismo —sea privado o estatal— permanezca intacto, la educación seguirá atrapada en un horizonte de funcionalidad y obediencia. Ni la tradición occidental de la Paideia ni las filosofías orientales de la trascendencia podrán resistir si se mantienen subordinadas al imperio del dinero y del consumo. Romper con ese molde es condición indispensable para que la educación recupere su fundamento ontológico y metafísico, y pueda abrirse a un verdadero giro civilizatorio. Solo entonces será posible imaginar un diálogo fecundo entre Oriente y Occidente, capaz de contrarrestar la expansión del nihilismo y devolver al saber su sentido liberador.

La genealogía de la educación muestra que, si no se rompe con el molde del capitalismo, tanto en Occidente como en Oriente, el saber seguirá atrapado en un vacío que lo reduce a mera técnica y funcionalidad. La amenaza del nihilismo estructural se cierne sobre todo el mundo: convierte la formación en domesticación, la cultura en consumo y la vida en obediencia. No hay salida dentro de los marcos del mercado, porque este transforma al hombre en consumidor y al conocimiento en mercancía. Solo un giro civilizatorio capaz de restituir la tensión entre inmanencia y trascendencia, y de devolver al saber su fundamento ontológico y espiritual, podrá abrir un horizonte distinto. De lo contrario, la educación quedará condenada a ser el instrumento de una maquinaria global que avanza sin sentido, vaciando de contenido la existencia misma. Es por ello que se puede afirmar sin riesgo a equivocarse que el fin del mundo unipolar neoliberal y el paso al mundo multipolar no representa un cambio definitivo en beneficio de la humanidad, porque lo que en realidad permanece incólume son las relaciones inhumanas del capitalismo que perpetúan una educación para la necesidad y no una educación para la libertad.

 

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Capítulo IV

Reconstruir la educación: entre la técnica

 y la trascendencia

 

 

 

La universidad como lugar de resistencia

La universidad, atrapada en el nihilismo y la dictadura de lo técnico, aún guarda la posibilidad de convertirse en espacio de resistencia. Aunque las métricas, los rankings y la lógica del mercado han colonizado gran parte de su vida académica, no todo está perdido: bajo las capas de burocracia y consumismo late todavía la vocación originaria de custodiar la verdad y abrir horizontes de sentido. Esa vocación, que la fundó como comunidad de saber, puede renacer si se recupera el espíritu de búsqueda y se reconoce que el conocimiento no es mercancía, sino experiencia transformadora.

La tarea no consiste en abolir la técnica, pues sería ingenuo y anacrónico, sino en reorientarla. La técnica puede ser mediación fecunda si se subordina al misterio que da densidad al saber. El problema surge cuando se absolutiza y se convierte en fin en sí misma, reduciendo la educación a gestión de datos y competencias. Reorientar la técnica significa devolverle su carácter instrumental, poniéndola al servicio de la verdad y de la formación integral de la persona. Solo así la universidad puede escapar de la tiranía de lo útil y recuperar su dimensión trascendente. La utilidad, lejos de ser negada, debe ser integrada en un horizonte más amplio. La universidad no puede renunciar a preparar profesionales competentes, pero tampoco puede reducirse a ello. Su misión es formar seres humanos capaces de pensar, de discernir y de dialogar con el mundo desde la profundidad. La utilidad se vuelve peligrosa cuando se convierte en criterio único, pues entonces la educación se empobrece y se transforma en capacitación vacía. Subordinar la utilidad al misterio significa reconocer que el saber tiene un valor intrínseco, que no se mide en cifras ni en resultados inmediatos.

La universidad puede volver a ser comunidad de maestros y discípulos, lugar de encuentro intergeneracional donde el conocimiento se transmite no solo como información, sino como experiencia vivida. En ese espacio, el diálogo se convierte en método y la amistad intelectual en forma de resistencia frente al nihilismo. Recuperar la figura del maestro como testigo y del discípulo como buscador de sentido es fundamental para reencantar la educación. La universidad, en este horizonte, no es fábrica de títulos, sino taller de humanidad.

Asimismo, puede convertirse en laboratorio de pensamiento crítico, capaz de cuestionar las lógicas dominantes y de abrir caminos alternativos. Allí donde la performatividad exige resultados inmediatos, la universidad puede ofrecer tiempo para la reflexión, para la pausa y para la contemplación. El pensamiento crítico no es lujo, sino condición de libertad: sin él, la educación se convierte en adiestramiento y la sociedad en masa manipulable. La universidad, como laboratorio, debe ser lugar de riesgo intelectual, donde se ensayan nuevas formas de comprender y de habitar el mundo. Finalmente, la universidad puede ser refugio para las humanidades, que recuerdan que el conocimiento no se agota en la performatividad ni en la técnica. Filosofía, literatura, historia y artes son guardianas del sentido, capaces de abrir preguntas que la lógica instrumental no puede responder. Proteger las humanidades es proteger la memoria y la imaginación, es custodiar la posibilidad de un futuro distinto. En ellas se encuentra la resistencia más profunda frente al nihilismo: la afirmación de que el saber no es cálculo, sino revelación de lo humano.

La universidad, atrapada en el nihilismo y la dictadura de lo técnico, se ha convertido en un campo de batalla donde distintas voces teóricas se cruzan y se confrontan. Nietzsche ya había advertido en Sobre el porvenir de nuestras escuelas que la institución podía degenerar en un espacio de mera utilidad, incapaz de sostener la fuerza espiritual del saber. Su diagnóstico es certero, pero insuficiente: al carecer de horizonte trascendente, su crítica se queda en la denuncia sin ofrecer salida. Heidegger, por su parte, en La pregunta por la técnica, mostró cómo el conocimiento corre el riesgo de reducirse a cálculo y manipulación, olvidando la pregunta por el ser. Sin embargo, su planteo se detiene en la ontología y no alcanza a proponer una pedagogía concreta que permita resistir la colonización técnica en la vida universitaria.

Lyotard, en La condición posmoderna, describió con precisión la lógica de la performatividad que coloniza la investigación y la docencia, subordinando el saber a la eficiencia y a los resultados medibles. Su crítica ilumina la crisis, pero su posmodernismo renuncia a la posibilidad de un horizonte común, dejando a la universidad en un pluralismo fragmentado que corre el riesgo de disolver toda vocación de sentido. Derrida, en La universidad sin condición, reclamó un espacio irreductible para la crítica y la imaginación, capaz de decir lo indecible y pensar lo impensado. No obstante, sin un eje trascendente, esa apertura corre el peligro de convertirse en pura retórica, incapaz de sostener una comunidad de verdad.

Martha Nussbaum, en Sin fines de lucro, defendió las humanidades como antídoto contra el utilitarismo económico y la reducción de la educación a mera capacitación. Su voz es necesaria, pero también limitada: preservar las humanidades no basta si no se las reencanta desde la trascendencia, pues de lo contrario se convierten en disciplinas ornamentales sin fuerza transformadora. Shoshana Zuboff, en La era del capitalismo de vigilancia, mostró cómo la universidad se convierte en productora de datos y perfiles, atrapada en la tecnopolítica. Su crítica es incisiva, pero necesita complementarse con una propuesta positiva: la técnica no solo como amenaza, sino como mediación de comunión y justicia.

En este debate, la universidad aparece como institución desgarrada entre diagnósticos lúcidos y horizontes incompletos. Cada teórico ilumina un aspecto de la crisis, pero ninguno logra ofrecer una salida plena. Es aquí donde tu voz crítica se vuelve indispensable: reconocer la validez de las advertencias, pero señalar sus límites y proponer una reconstrucción que no se reduzca a la utilidad ni al cálculo. La universidad, más allá de la técnica y del mercado, debe recuperar su vocación originaria de custodiar la verdad, abrir horizontes de sentido y acompañar la plenitud de la persona en su vocación trascendente.

Así, el diálogo con Nietzsche, Heidegger, Lyotard, Derrida, Nussbaum y Zuboff no se queda en la cita, sino que se convierte en confrontación viva. La universidad no puede resignarse a ser engranaje de la inmanencia moderna, ni refugiarse en un pluralismo sin centro. Solo si se atreve a resistir el nihilismo, a reorientar la técnica y a reencantar las humanidades desde la trascendencia, podrá volver a ser comunidad de maestros y discípulos, laboratorio de pensamiento crítico y refugio de esperanza en un mundo que amenaza con reducirlo todo a cálculo.

 

La tecnopolítica como mediación y no como tiranía

La tecnopolítica, que hoy se impone como gramática dominante, no debe ser entendida únicamente como amenaza. Los algoritmos y plataformas pueden convertirse en mediaciones fecundas si se orientan hacia la comunión y la justicia. La clave está en discernir: ¿cómo usar la técnica sin que se convierta en tiranía? La educación necesita una ética digital que acompañe la formación, que enseñe a habitar la infosfera con responsabilidad y que convierta los datos en ocasión de encuentro, no en instrumento de control. La tecnopolítica puede ser transfigurada en pedagogía de la transparencia y del cuidado, siempre que se mantenga abierta a la pregunta por la verdad y el bien.

 

La teología encarnada como horizonte de plenitud

La teología encarnada surge como respuesta al empobrecimiento ontológico del saber, recordando que la educación no puede perder su centro cristológico. Allí donde la técnica amenaza con reducir el conocimiento a cálculo y utilidad, esta corriente insiste en que el misterio de Cristo es el eje que otorga densidad y sentido a toda formación.

Habitar la historia sin abdicar de la trascendencia significa reconocer que la técnica es parte del mundo, pero no su horizonte último. La educación, en este marco, se convierte en un acto de discernimiento: aprender a usar los medios sin confundirlos con el fin, y a leer la técnica como mediación de comunión en lugar de tiranía. Educar es acompañar a cada persona en su vocación hacia lo absoluto. La teología encarnada propone una pedagogía que no se limita a transmitir contenidos, sino que sostiene la esperanza en medio del nihilismo y ofrece un camino de plenitud. La formación se convierte en acto de amor que transfigura la vida cotidiana, abriendo horizontes de sentido allí donde la técnica amenaza con clausurarlos.

El espíritu posconciliar, especialmente en Gaudium et Spes y Gravissimum Educationis, invita a leer la técnica como lugar de encuentro y a la universidad como espacio de plenitud. La educación, en este horizonte, no se reduce a la utilidad social, sino que se abre al misterio que libera y transforma. La universidad se convierte en comunidad de verdad, capaz de dialogar con el mundo sin perder su raíz trascendente. La teología encarnada insiste en que el saber no puede agotarse en la performatividad. Frente a la dictadura de lo técnico, recuerda que el conocimiento es más que correlación de datos: es experiencia de sentido, apertura al misterio y camino hacia la verdad que libera. La educación, así entendida, se convierte en acto de comunión y no en simple gestión de competencias. En este horizonte, la técnica no se rechaza, sino que se reorienta. La teología encarnada propone habitar la infosfera con responsabilidad, discerniendo entre lo que construye comunión y lo que genera alienación. La técnica se convierte en mediación pedagógica cuando se pone al servicio de la plenitud personal y comunitaria, y deja de ser amenaza cuando se integra en un horizonte trascendente.

La pedagogía del amor es el núcleo de esta propuesta. Educar significa acompañar, sostener, discernir y abrir caminos de esperanza. La teología encarnada recuerda que la formación no es mera capacitación, sino acto de cuidado que transforma la vida cotidiana. En este sentido, la educación se convierte en resistencia frente al nihilismo y en semilla de esperanza en medio de la crisis.

Finalmente, la teología encarnada se presenta como horizonte capaz de reencantar el saber. Frente al empobrecimiento ontológico, ofrece una pedagogía que integra técnica y trascendencia, utilidad y misterio, razón y amor. La universidad, en este marco, puede volver a ser espacio de plenitud, donde el conocimiento se convierte en camino hacia la verdad que libera y la educación en acto de comunión que transfigura la historia.

La propuesta de la teología encarnada dialoga y se confronta con diversas voces contemporáneas. Frente a Heidegger, que denunció el empobrecimiento ontológico del saber reducido a cálculo, la teología encarnada coincide en la crítica, pero añade un horizonte cristológico que Heidegger no ofrece. Frente a Lyotard, que describió la caída de los metarrelatos, la teología encarnada reivindica un relato vivo: el misterio de Cristo como eje que da sentido a la educación.

Con Derrida, que reclamó una universidad sin condición, la teología encarnada comparte la necesidad de apertura, pero advierte que sin trascendencia esa apertura corre el riesgo de disolverse en pura retórica. Frente a Nussbaum, que defendió las humanidades como antídoto contra el utilitarismo, la teología encarnada refuerza su argumento, pero añade que las humanidades necesitan ser reencantadas desde la trascendencia para no convertirse en disciplinas ornamentales.

Finalmente, frente a Zuboff, que denunció la captura de la experiencia por el capitalismo de vigilancia, la teología encarnada reconoce la amenaza, pero propone una salida positiva: la técnica como mediación de comunión y justicia, no solo como instrumento de control. En conjunto, la teología encarnada se presenta como horizonte capaz de superar las críticas contemporáneas, ofreciendo una reconstrucción que integra técnica y trascendencia, utilidad y misterio, razón y amor.

La crisis de la universidad y de la educación contemporánea, marcada por el nihilismo, el consumismo y la dictadura de lo técnico, exige un horizonte capaz de resistir el empobrecimiento ontológico del saber. No basta con diagnósticos lúcidos ni con reformas superficiales: se necesita una propuesta que devuelva densidad y sentido al conocimiento, que lo reconecte con su raíz trascendente y lo libere de la pura utilidad. Es en este punto donde la teología encarnada se convierte en clave hermenéutica y pedagógica. Al recordar que el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, esta corriente ofrece un fundamento para habitar la historia sin abdicar de la trascendencia, para dialogar con la técnica sin perder el misterio que da sentido, y para reencantar la educación como acto de comunión y plenitud.

La teología de la Encarnación ha sido pensada desde los orígenes del cristianismo como el corazón mismo de la fe. Ireneo de Lyon, en el siglo II, subrayó que el Hijo de Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera participar de la vida divina, ofreciendo una visión profundamente transformadora de la educación como participación en la plenitud. Atanasio de Alejandría, en el siglo IV, defendió la plena divinidad de Cristo frente al arrianismo y mostró que la Encarnación es el centro de la redención, pues en ella el Verbo restaura la imagen de Dios en la humanidad. Tomás de Aquino, en el siglo XIII, sistematizó este misterio en la Summa Theologiae, explicando cómo la unión hipostática entre naturaleza divina y humana es fundamento de la salvación y, por extensión, de toda pedagogía cristiana.

En el siglo XX, Karl Rahner pensó la Encarnación como horizonte cotidiano de trascendencia: la experiencia humana está siempre abierta al Misterio, y Cristo encarnado revela esa apertura radical. Hans Urs von Balthasar vinculó la Encarnación con la estética teológica, mostrando que la belleza de Cristo es vía educativa y reveladora, un teatro divino donde se manifiesta la gloria. Yves Congar insistió en la reforma de las mediaciones eclesiales, recordando que la Encarnación no es un dogma abstracto, sino un acontecimiento que debe vivirse en la historia concreta de la Iglesia y sus instituciones. Romano Guardini introdujo el discernimiento como forma de vida, mostrando que la Encarnación no se reduce a una afirmación doctrinal, sino que se convierte en estilo existencial que orienta la educación y la cultura.

En América Latina, Gustavo Gutiérrez encarnó la opción por los pobres como pedagogía de justicia, mostrando que Cristo encarnado se hace presente en la historia concreta de los marginados. Su teología de la liberación traduce la Encarnación en compromiso histórico, donde educar significa abrir caminos de dignidad y esperanza. En todos estos pensadores, la Encarnación aparece como misterio que no solo funda la salvación, sino que ilumina la tarea educativa: formar personas capaces de habitar la historia sin perder la trascendencia, de dialogar con la técnica sin abdicar del misterio, y de vivir la pedagogía del amor como resistencia frente al nihilismo.

Así, la teología encarnada se convierte en horizonte que confronta tanto el empobrecimiento ontológico del saber como la dictadura de lo técnico. Frente a Heidegger, que denunció la reducción del ser a cálculo, la Encarnación recuerda que el misterio se hace carne y habita la historia. Frente a Lyotard, que proclamó la caída de los metarrelatos, la Encarnación reivindica un relato vivo y universal: el Verbo hecho carne como eje de sentido. Frente a Derrida, que reclamó una universidad sin condición, la Encarnación ofrece una condición positiva: la verdad que libera y que se hace presente en la historia. Frente a Nussbaum, que defendió las humanidades, la Encarnación añade que estas disciplinas solo alcanzan su plenitud cuando se abren al misterio. Y frente a Zuboff, que denunció la captura de la experiencia por el capitalismo de vigilancia, la Encarnación propone una salida: la técnica como mediación de comunión y justicia, no como instrumento de control.

En este diálogo, la Encarnación se muestra como horizonte capaz de integrar crítica y propuesta, diagnóstico y esperanza. No se limita a señalar la crisis, sino que ofrece un camino de reconstrucción: habitar la historia sin abdicar de la trascendencia, sostener la esperanza en medio del nihilismo y convertir la educación en acto de comunión que transfigura la vida cotidiana.

Mi propuesta parte de un diagnóstico claro: la universidad y la educación contemporánea han quedado atrapadas en el nihilismo, el consumismo y la dictadura de lo técnico. El saber se ha vaciado de densidad ontológica y se ha reducido a mercancía intercambiable, medible en cifras y rankings. Frente a este panorama, es necesario recuperar la vocación originaria de la educación como camino hacia la verdad y como experiencia de plenitud. No se trata de nostalgia, sino de reconstrucción: volver a situar el conocimiento en el horizonte de la trascendencia.

La clave de esta reconstrucción es la teología encarnada, que recuerda que el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Este misterio no es un dogma abstracto, sino un principio pedagógico: habitar la historia sin abdicar de la trascendencia. La técnica, en este marco, no se rechaza, sino que se integra como mediación de comunión. Educar significa acompañar a cada persona en su vocación hacia lo absoluto, sostener la esperanza en medio del nihilismo y ofrecer una pedagogía del amor que transfigure la vida cotidiana.

La universidad, en mi propuesta, debe convertirse en espacio de resistencia. Allí donde los rankings y las métricas han colonizado la vida académica, puede renacer la vocación originaria de custodiar la verdad y abrir horizontes de sentido. La tarea no es abolir la técnica, sino reorientarla; no es negar la utilidad, sino subordinarla al misterio que da densidad al saber. La universidad puede volver a ser comunidad de maestros y discípulos, lugar de diálogo intergeneracional y laboratorio de pensamiento crítico.

La educación, entendida desde esta perspectiva, no se agota en la capacitación profesional. Su misión es formar seres humanos capaces de discernir, de dialogar y de habitar el mundo desde la profundidad. La utilidad se integra en un horizonte más amplio, donde el saber tiene un valor intrínseco que no se mide en cifras ni en resultados inmediatos. Educar es custodiar la memoria y abrir caminos de esperanza, resistiendo la tentación de reducirlo todo a cálculo. La pedagogía del amor es el núcleo de esta propuesta. Educar significa cuidar, acompañar y sostener, pero también discernir y abrir horizontes de sentido. La teología encarnada recuerda que la formación no es mera transmisión de contenidos, sino acto de comunión que transforma la vida cotidiana. En este sentido, la educación se convierte en resistencia frente al nihilismo y en semilla de esperanza en medio de la crisis. Finalmente, mi propuesta busca reencantar el saber. Frente al empobrecimiento ontológico, la educación debe integrar técnica y trascendencia, utilidad y misterio, razón y amor. La universidad, en este horizonte, puede volver a ser espacio de plenitud, donde el conocimiento se convierte en camino hacia la verdad que libera y la educación en acto de comunión que transfigura la historia. Solo así será posible resistir la dictadura de lo técnico y abrir un futuro donde el saber vuelva a ser semilla de esperanza.

Concibo mi propuesta en una fórmula que se ha ido gestando en mi reflexión y en mi experiencia: educación, humanismo y trascendencia encarnada. No es un lema vacío ni una consigna retórica, sino el núcleo de lo que entiendo como la tarea urgente de nuestro tiempo. En medio del nihilismo y la dictadura de lo técnico, esta tríada se convierte en horizonte de reconstrucción, en camino de resistencia y en semilla de esperanza. Cuando hablo de educación, no me refiero a la mera transmisión de contenidos ni a la capacitación funcional que prepara para el mercado. Para mí, educar es acompañar a cada persona en su búsqueda de sentido, abrir horizontes de plenitud y custodiar la memoria que nos sostiene como comunidad. Educar es sembrar esperanza en medio de la crisis, es formar seres humanos capaces de discernir y de dialogar con el mundo desde la profundidad. La educación, en mi propuesta, es siempre más que instrucción: es acto de comunión. El humanismo es la forma que da cuerpo a esa educación. Creo que, sin humanismo, la universidad y la escuela se convierten en fábricas de títulos y en engranajes de la lógica del mercado. El humanismo me recuerda que el saber no se agota en la utilidad, sino que se orienta a la dignidad irreductible de la persona. Humanismo significa integrar razón y afecto, ciencia y arte, técnica y ética. Es el antídoto contra la fragmentación y el empobrecimiento ontológico del saber, porque devuelve al conocimiento su densidad antropológica y su vocación de plenitud. La trascendencia es el horizonte que orienta tanto la educación como el humanismo. Estoy convencido de que sin trascendencia, la educación se convierte en adiestramiento y el humanismo en mera retórica. La trascendencia me recuerda que la persona está llamada a lo absoluto, que el saber no se agota en la inmanencia y que la técnica, aunque necesaria, no puede ser el fin último. Educar en la trascendencia significa acompañar a cada ser humano en su vocación hacia lo eterno, sostener la esperanza en medio del nihilismo y ofrecer una pedagogía del amor que transfigure la vida cotidiana. La Encarnación es el principio que articula esta fórmula y la hace posible. Yo creo que el Verbo hecho carne recuerda que la trascendencia no se opone a la historia, sino que la habita y la transfigura. La educación, el humanismo y la trascendencia se encarnan en la vida concreta, en la universidad, en la cultura, en la técnica. La Encarnación asegura que el misterio no se queda en abstracción, sino que se hace presencia viva en la historia y en la pedagogía.

Por eso, cuando digo educación, humanismo y trascendencia encarnada, estoy proponiendo un programa de reconstrucción. Frente al empobrecimiento ontológico del saber, quiero reencantar la universidad y devolverle su vocación originaria. Frente a la dictadura de lo técnico, quiero reorientar la técnica como mediación de comunión y justicia. Frente al nihilismo, quiero sostener la esperanza y abrir horizontes de plenitud. Mi propuesta es, en definitiva, educar para formar personas, humanizar para custodiar la dignidad, trascender para abrir la historia al misterio que da sentido, y encarnar para que todo ello se haga vida en el mundo.

La fórmula que propongo se sostiene en un entramado filosófico y teológico que le da densidad y legitimidad. Desde la filosofía, la educación ha sido pensada como formación integral de la persona. Platón, en la República, entendía la paideia como el proceso por el cual el alma se orienta hacia la verdad; Aristóteles, en la Ética a Nicómaco, vinculaba la educación con la virtud y la vida buena. En la Edad Media, Agustín de Hipona concibió la educación como un camino interior hacia Dios, donde la inquietud del corazón se ordena a la verdad que libera; Tomás de Aquino sistematizó la relación entre razón y fe, mostrando que la formación debía cultivar tanto la inteligencia como la voluntad en orden al bien; y Buenaventura insistió en que el conocimiento es itinerario hacia la comunión con Dios. En la modernidad, pensadores como Kant subrayaron que educar es preparar al ser humano para la autonomía moral. Así, la educación no es mera instrucción técnica, sino camino hacia la plenitud de la persona.

Ahora bien, esta plenitud solo puede alcanzarse si se reconoce que no hay educación integral sin considerar lo inmanente y lo trascendente. La dimensión inmanente asegura que la educación responda a las necesidades concretas de la vida, a la técnica, a la cultura y a la sociedad; mientras que la dimensión trascendente recuerda que el ser humano está llamado a lo absoluto y que el saber no se agota en la utilidad. Una educación que se queda en lo inmanente corre el riesgo de convertirse en adiestramiento; una educación que olvida lo inmanente se vuelve abstracta y desconectada de la vida. La integralidad exige la conjunción de ambas dimensiones.

El humanismo es la forma que da cuerpo a esa educación integral. Frente al consumismo académico y la lógica del mercado, el humanismo recuerda que el saber no se agota en la utilidad, sino que se orienta a la dignidad irreductible de la persona. Ya en la Edad Media, Tomás de Aquino defendió la centralidad de la persona como imagen de Dios, y Dante mostró cómo el itinerario humano es camino hacia la plenitud trascendente. Más tarde, el personalismo contemporáneo retomó esta tradición, insistiendo en que la persona es más que individuo: es ser relacional, abierto a la comunión. El humanismo, así entendido, integra lo inmanente y lo trascendente, devolviendo al conocimiento su densidad antropológica.

La trascendencia es el horizonte que orienta tanto la educación como el humanismo. Platón habló del Bien como horizonte último; Agustín expresó que el corazón humano está inquieto hasta descansar en Dios; Buenaventura describió el conocimiento como itinerario iluminado por la gracia hacia la comunión divina; y Tomás mostró cómo la razón humana se orienta naturalmente hacia Dios. La trascendencia recuerda que el saber no se agota en la inmanencia y que la educación debe acompañar la vocación del hombre hacia lo absoluto. Sin trascendencia, la educación se convierte en mera capacitación; sin inmanencia, se vuelve estéril.

La Encarnación es el principio teológico que articula esta fórmula y la hace posible. Los Padres de la Iglesia defendieron que el Verbo se hizo carne para que el hombre pudiera participar de la vida divina. Tomás de Aquino sistematizó la unión hipostática como fundamento de la salvación y de toda pedagogía cristiana. En el siglo XX, Rahner mostró que la Encarnación revela la apertura radical del ser humano al Misterio, y Balthasar vinculó la Encarnación con la belleza que educa y transforma. La Encarnación asegura que la trascendencia no se opone a la historia, sino que la habita y la transfigura, convirtiéndose en principio pedagógico y cultural.

De este modo, la fórmula educación, humanismo y trascendencia encarnada se apoya en la filosofía clásica, medieval y moderna, y en la teología cristiana, mostrando que la educación integral solo es posible cuando se conjugan lo inmanente y lo trascendente. La educación se convierte en acto de comunión, el humanismo en forma de resistencia, la trascendencia en horizonte de plenitud, y la Encarnación en garantía de que todo ello se haga vida concreta.

El enfoque naturalista, escéptico y ateo parte de una premisa reduccionista: considera que la realidad se agota en lo observable, lo medible y lo empíricamente verificable. Bajo esta mirada, la educación se limita a transmitir conocimientos técnicos y habilidades útiles para la supervivencia o la productividad, pero pierde de vista la dimensión trascendente de la persona. Al negar cualquier apertura al misterio, este enfoque mutila la integralidad del ser humano, pues lo reduce a un organismo biológico o a un engranaje funcional dentro de la sociedad. La educación integral exige reconocer tanto lo inmanente como lo trascendente. Lo inmanente asegura que la formación responda a las necesidades concretas de la vida cotidiana: aprender a trabajar, convivir, crear y transformar el mundo. Pero lo trascendente recuerda que el ser humano está llamado a lo absoluto, que su corazón busca sentido más allá de la utilidad inmediata. Cuando el enfoque naturalista niega esta dimensión, la educación se convierte en adiestramiento y pierde su capacidad de formar personas plenas.

Además, el escepticismo radical erosiona la confianza en la verdad. Si todo es duda y relativismo, la educación se convierte en un ejercicio vacío, incapaz de ofrecer certezas que sostengan la vida. El ser humano necesita fundamentos para orientar su existencia, y la educación debe ser espacio donde se custodie y se transmita la verdad. El escepticismo, al negar esta posibilidad, deja al individuo en la intemperie, sin horizonte ni sentido. El ateísmo, por su parte, clausura la apertura al misterio y niega la vocación trascendente de la persona. Al hacerlo, priva al ser humano de su necesidad primordial: la búsqueda de plenitud más allá de lo inmediato. La educación atea puede formar técnicos competentes, pero no puede formar personas capaces de habitar la historia con esperanza. Al negar la dimensión espiritual, daña la raíz misma de la existencia, pues el hombre no vive solo de datos y de cálculos, sino de sentido y de comunión.

En este marco, el naturalismo, el escepticismo y el ateísmo no solo son insuficientes, sino que resultan dañinos. Al reducir la educación a lo útil, la convierten en instrumento de alienación; al negar la trascendencia, mutilan la vocación del ser humano; al erosionar la confianza en la verdad, condenan a la persona a la desesperanza. La educación integral, en cambio, reconoce que el hombre necesita tanto lo inmanente como lo trascendente, tanto la técnica como el misterio, tanto la razón como el amor. Por eso, sostengo que solo una educación que integre educación, humanismo y trascendencia encarnada puede responder a las necesidades primordiales del ser humano. El enfoque naturalista, escéptico y ateo fracasa porque niega lo que constituye la esencia misma de la persona: su apertura al absoluto, su búsqueda de sentido y su vocación de comunión. La verdadera educación no se limita a preparar para la utilidad, sino que acompaña hacia la plenitud, custodia la esperanza y abre caminos de libertad.

El neopragmatismo de Richard Rorty y la ontología débil de Gianni Vattimo resultan nocivos para la educación integral porque ambos disuelven la posibilidad de un horizonte de verdad y trascendencia. Rorty, al reducir el conocimiento a mera conversación contingente sin referencia a lo absoluto, convierte la educación en un juego lingüístico sin fundamento, incapaz de ofrecer certezas que sostengan la vida y de responder a las necesidades más profundas del ser humano. Vattimo, por su parte, al proponer una ontología débil donde todo se relativiza y se fragmenta, priva al hombre de la densidad ontológica que requiere para habitar el mundo con sentido. En conjunto, estas corrientes posmodernas erosionan la confianza en la verdad, mutilan la apertura a la trascendencia y condenan la educación a la superficialidad, dañando así las necesidades primordiales de la persona: la búsqueda de plenitud, la orientación hacia lo absoluto y la esperanza que sostiene la existencia.

En conclusión, el horizonte que se abre desde la fórmula educación, humanismo y trascendencia encarnada constituye la respuesta más fecunda frente al empobrecimiento ontológico del saber y la dictadura de lo técnico. La universidad y la educación, llamadas a custodiar la verdad y a sembrar esperanza, no pueden reducirse a la utilidad ni a la performatividad, pues su misión es formar personas capaces de habitar la historia sin abdicar de la trascendencia. Solo una pedagogía que integre lo inmanente y lo eterno, que reconozca la dignidad irreductible del ser humano y que se funde en el misterio de la Encarnación, podrá resistir el nihilismo y abrir caminos de plenitud. Este capítulo concluye afirmando que la educación auténtica no es mera instrucción, sino acto de comunión y transfiguración, capaz de devolver al saber su densidad ontológica y de convertirlo en camino hacia la verdad que libera.

La educación contemporánea se encuentra bajo asedio. Los tecnoplutócratas del mundo occidental neoliberal —figuras como Elon Musk, Mark Zuckerberg, Jeff Bezos, Satya Nadella, Larry Page, Sergey Brin, Jensen Huang y Tim Cook— han convertido el conocimiento en un campo de batalla donde lo que está en juego no es solo la formación de ciudadanos, sino la colonización de la conciencia. La escuela, debilitada por décadas de deseducación, ha sido reducida a un engranaje técnico que prepara individuos para sobrevivir en el mercado, mientras se les arrebata la posibilidad de pensar libremente y de trascender.

La destrucción de la educación no se da de manera abierta, sino bajo el disfraz de modernización y progreso. Los tecnoplutócratas promueven plataformas digitales y discursos de innovación que, en apariencia, democratizan el acceso al saber, pero en realidad lo subordinan a la lógica del consumo y la vigilancia. Los datos privados de los estudiantes se convierten en mercancía, las narrativas se moldean según algoritmos opacos y la verdad se disuelve en un océano de desinformación. La escuela, en este esquema, deja de ser un espacio de emancipación y se transforma en un laboratorio de obediencia.

La técnica, en manos de esta élite, se convierte en un instrumento de control. La promesa de la digitalización educativa oculta la realidad de una dependencia creciente: los estudiantes ya no aprenden a pensar, sino a interactuar con interfaces diseñadas para capturar su atención y dirigir sus deseos. La educación se vacía de trascendencia y se reduce a un entrenamiento funcional, útil para el mercado, pero incapaz de formar ciudadanos críticos. Así, la hegemonía neoliberal logra lo que Chomsky denunció en La deseducación: un sistema que priva a las personas de autonomía intelectual y las prepara para aceptar verdades prefabricadas.

Reconstruir la educación implica quebrar de raíz la lógica dominante que la reduce a un simple engranaje del mercado. No basta con añadir dispositivos tecnológicos ni con ajustar los programas escolares a las demandas utilitarias del neoliberalismo; lo que se requiere es devolverle su dimensión espiritual y ontológica. Una pedagogía liberadora debe restituir la trascendencia encarnada, reabrir el horizonte metafísico del saber y rescatar lo sagrado como parte constitutiva de la experiencia humana, sin diluirlo en un panteísmo superficial. Solo así podrá superarse la tiranía moderna de la inmanencia y abrirse paso hacia un paradigma postoccidental, en el que el conocimiento se vincule con la libertad interior, la plenitud existencial y la dignidad de la persona. En este marco, la defensa de la democracia se vuelve inseparable de la defensa de una educación no sometida a los tecnoplutócratas, pues únicamente una enseñanza reconstruida entre la técnica y la trascendencia será capaz de resistir la maquinaria neoliberal y convertirse en el núcleo de una sociedad auténticamente emancipada.

Reconstruir la educación implica superar la reducción utilitaria que la ha convertido en un simple mecanismo de adaptación al mercado. La tarea no consiste en perfeccionar la técnica ni en multiplicar dispositivos digitales, sino en restituir el equilibrio entre lo inmanente y lo trascendente. La inmanencia, entendida como la dimensión concreta de la vida, debe ser defendida frente a la colonización neoliberal que la vacía de sentido; y la trascendencia, como horizonte espiritual y metafísico, debe ser recuperada para que el saber vuelva a estar anclado en lo sagrado y en la dignidad del ser humano.

Una educación emancipadora no puede limitarse a formar individuos funcionales, sino que debe abrirse a la plenitud de la existencia. Solo al mantener viva la tensión entre inmanencia y trascendencia se podrá reconstruir un proyecto educativo capaz de resistir la manipulación de los tecnoplutócratas y de devolver al conocimiento su fundamento ontológico. En este cruce se juega el futuro de la civilización: una educación que no se reduzca a lo útil, sino que se convierta en camino hacia la libertad interior y la autorrealización.

 

Bibliografía

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Zuboff, Shoshana. La era del capitalismo de vigilancia. Barcelona: Paidós, 2020.

 

 

 

 

 

 

Capítulo V

Educación y giro civilizatorio

 

 

 

Del diagnóstico a la propuesta

El giro civilizatorio que propongo parte de la constatación de que la crisis educativa actual no es un fenómeno aislado, sino el síntoma de una civilización agotada en su horizonte. El nihilismo, el consumismo y la dictadura de lo técnico han reducido el saber a mercancía y la universidad a fábrica de títulos. Frente a ello, se impone la necesidad de una transformación radical: pasar de una cultura de la utilidad a una cultura de la plenitud, donde la educación vuelva a ser camino hacia la verdad y la esperanza.

La educación es el eje de este giro civilizatorio. Filosóficamente, desde Platón hasta Kant, se ha entendido que educar es formar la persona en orden a la verdad y a la autonomía moral. Teológicamente, Agustín y Tomás de Aquino mostraron que la educación es itinerario hacia Dios, donde la inteligencia y la voluntad se ordenan al bien. Una civilización que reduce la educación a técnica mutila al ser humano; solo una educación integral, que conjuga lo inmanente y lo trascendente, puede sostener un giro civilizatorio auténtico.

El humanismo constituye la forma que da cuerpo a este giro. Frente a la fragmentación posmoderna y la lógica del mercado, el humanismo recuerda que el conocimiento se orienta a la dignidad irreductible de la persona. Desde el Renacimiento hasta el personalismo contemporáneo, se ha insistido en que el ser humano es más que individuo: es ser relacional, abierto a la comunión. Teológicamente, la persona es imagen de Dios, llamada a la plenitud. Sin humanismo, el giro civilizatorio se convierte en mera reforma técnica; con él, se convierte en resistencia y reconstrucción.

La trascendencia es el horizonte que orienta el giro civilizatorio. Filosóficamente, Platón habló del Bien como fin último; Agustín expresó que el corazón humano está inquieto hasta descansar en Dios; Tomás mostró que la razón se orienta naturalmente hacia lo absoluto. Teológicamente, la trascendencia asegura que la educación no se agote en la inmanencia, sino que abra la historia al misterio. Sin trascendencia, el giro civilizatorio se reduce a mera reorganización social; con ella, se convierte en camino hacia la plenitud.

La Encarnación es el principio que hace posible este giro. El Verbo hecho carne asegura que la trascendencia no se opone a la historia, sino que la habita y la transfigura. Filosóficamente, esto significa que el misterio se hace presente en lo concreto; teológicamente, que Dios se hace pedagogo en Cristo. La Encarnación garantiza que la educación, el humanismo y la trascendencia no queden en abstracción, sino que se encarnen en la vida concreta de la universidad, la cultura y la técnica.

El giro civilizatorio se opone frontalmente al naturalismo, al escepticismo y al ateísmo, que reducen al hombre a engranaje funcional y niegan su vocación absoluta. Se opone también al neopragmatismo de Rorty y a la ontología débil de Vattimo, que disuelven la verdad y mutilan la esperanza. Estas corrientes, al negar la trascendencia, condenan la educación a la superficialidad y dañan las necesidades primordiales de la persona. El giro civilizatorio, en cambio, rescata la densidad ontológica del saber y lo orienta hacia la plenitud.

Este giro no se limita a la universidad: apunta a transformar la cultura y la sociedad. Filosóficamente, significa pasar de una civilización de la técnica a una civilización del sentido; teológicamente, significa abrir la historia a la comunión y a la esperanza. La educación integral es el motor de este giro, porque solo ella puede formar personas capaces de resistir la fragmentación y de construir comunidades fundadas en la dignidad y la trascendencia.

En síntesis, el giro civilizatorio que propongo se condensa en la fórmula educación, humanismo y trascendencia encarnada. Solo una educación que integre lo inmanente y lo trascendente puede responder a las necesidades primordiales del ser humano. Solo un humanismo que custodie la dignidad puede resistir la lógica del mercado. Solo una trascendencia que se encarne en la historia puede abrir horizontes de plenitud. Este giro civilizatorio es, en definitiva, una pedagogía de la esperanza: un camino para reencantar el saber, humanizar la técnica y transfigurar la historia.

El capitalismo estatal chino se presenta como un modelo alternativo al capitalismo liberal occidental, con una fuerte intervención del Estado en la economía y un control político centralizado. Sin embargo, cuando se analiza desde la perspectiva del giro civilizatorio, surgen dudas profundas sobre su capacidad de generar una transformación cultural y educativa que supere el nihilismo contemporáneo. La razón es que, aunque el sistema chino ha logrado un crecimiento económico impresionante y una modernización técnica acelerada, este mismo proceso parece estar acompañado por un nihilismo estructural que se introduce de manera silenciosa y amenazante a través del consumismo y la técnica.

El consumismo, promovido como motor de desarrollo interno, convierte a la ciudadanía en consumidores antes que en personas orientadas a la plenitud. La educación, en este contexto, corre el riesgo de reducirse a formación técnica y productiva, subordinada a las necesidades del mercado y del Estado. Así, la integralidad de la educación —que exige atender tanto lo inmanente como lo trascendente— queda mutilada, pues se privilegia la utilidad inmediata sobre la búsqueda de sentido.

La técnica, por su parte, se ha convertido en el eje del proyecto civilizatorio chino. El despliegue de inteligencia artificial, vigilancia digital y control social muestra un dominio impresionante de la racionalidad instrumental. Sin embargo, este predominio de la técnica amenaza con consolidar una civilización sin horizonte trascendente, donde la persona es reducida a dato y la comunidad a engranaje funcional. Filosóficamente, esto reproduce la crítica heideggeriana: la técnica como Gestell, como marco que captura y limita la apertura al misterio.

El nihilismo estructural se manifiesta en la medida en que el sentido último de la vida queda subordinado al éxito económico y al poder político. Aunque el discurso oficial hable de armonía social y de valores confucianos, la práctica cotidiana muestra que el consumismo y la técnica se han convertido en fines en sí mismos. Teológicamente, esto significa que la trascendencia queda clausurada, y que la educación no puede abrir al ser humano hacia lo absoluto, sino solo hacia la eficiencia.

La duda sobre la capacidad del capitalismo estatal chino para lograr el giro civilizatorio radica en que este giro exige una reorientación del saber hacia la plenitud de la persona y hacia la trascendencia encarnada. No basta con crecimiento económico ni con control social; se requiere una pedagogía que custodie la dignidad irreductible del ser humano y que abra la historia al misterio. El modelo chino, al privilegiar la técnica y el consumo, parece incapaz de ofrecer esa apertura.

Además, el giro civilizatorio implica un cambio cultural profundo: pasar de una civilización de la utilidad a una civilización del sentido. En China, la centralidad del Estado y la subordinación de la educación a objetivos políticos y económicos dificultan que la universidad y la cultura se conviertan en espacios de libertad y de búsqueda de verdad. Sin esa libertad, la educación no puede ser integral, y el humanismo queda reducido a retórica.

Por ello, aunque el capitalismo estatal chino pueda ofrecer estabilidad y desarrollo material, la sospecha es que no logra superar el nihilismo estructural que se infiltra por el consumismo y la técnica. El giro civilizatorio exige más que eficiencia: exige trascendencia, comunión y esperanza. Sin ellas, cualquier modelo económico corre el riesgo de consolidar una civilización vacía, incapaz de responder a las necesidades primordiales del ser humano.

En definitiva, la duda se sostiene en que el capitalismo estatal chino, al abrazar el consumismo y la técnica como pilares, reproduce el mismo nihilismo que pretende superar. El giro civilizatorio no puede lograrse desde un horizonte cerrado a la trascendencia, sino solo desde una educación integral, un humanismo auténtico y una Encarnación que transfigure la historia.

Si el capitalismo estatal chino, con su despliegue de técnica y consumismo, no logra asegurar un giro hacia la plenitud sino más bien la consumación del nihilismo estructural, cabe preguntarse si ese giro puede provocarse en otro lugar del globo. La respuesta exige distinguir entre modelo económico y horizonte civilizatorio. El giro no depende únicamente de la forma de capitalismo —sea liberal o estatal—, sino de la capacidad de una cultura de integrar educación, humanismo y trascendencia encarnada. Allí donde la técnica y el consumo se convierten en fines en sí mismos, el nihilismo se impone, independientemente del sistema político. Por eso, el giro civilizatorio no puede nacer de la economía sola, sino de una transformación cultural y espiritual.

Es posible que el giro se provoque en otros lugares del mundo donde existan tradiciones capaces de resistir la reducción del ser humano a engranaje funcional. América Latina, por ejemplo, con su riqueza de pensamiento teológico y filosófico, ha mostrado capacidad de articular educación y esperanza en medio de la crisis. Europa, con su herencia humanista y personalista, conserva semillas que podrían reencantar el saber. África, con su visión comunitaria, ofrece un horizonte distinto frente al individualismo. El giro civilizatorio, entonces, no está atado a un centro único, sino que puede emerger allí donde la educación se conciba como camino hacia la plenitud. La duda sobre China revela que el giro civilizatorio exige más que poder económico y control político: requiere apertura a la trascendencia y reconocimiento de la dignidad irreductible de la persona. Si el modelo chino no lo asegura, otros pueblos y culturas pueden ser los portadores de este cambio, siempre que logren conjugar lo inmanente y lo trascendente en su proyecto educativo y cultural.

En definitiva, el giro civilizatorio no es monopolio de una nación ni de un sistema económico. Es una tarea global que puede surgir en cualquier lugar donde se resista el nihilismo estructural y se apueste por una pedagogía de la esperanza. La consumación del nihilismo en China no cancela la posibilidad del giro, sino que la desplaza hacia otros espacios culturales capaces de integrar educación, humanismo y trascendencia encarnada.

En el debate académico, Pedro da Motta Veiga y Sandra Polónia Ríos describen el capitalismo estatal chino como un sistema que logró un crecimiento económico impresionante tras décadas de fracasos, pero advierten que sus reformas están profundamente marcadas por la lógica del mercado y la técnica, lo que limita su capacidad de ofrecer un horizonte cultural distinto. Esta visión permite polemizar: si el modelo chino se reduce a eficiencia económica, ¿cómo puede sostener un giro civilizatorio que exige trascendencia y plenitud?

Por su parte, Enrique Dussel habla de un “capitalismo con características chinas”, subrayando la omnipresencia del sector público y la globalización controlada por el Estado. Aunque reconoce la singularidad del modelo, su análisis muestra que la centralidad del Estado no garantiza un cambio cultural profundo, sino que puede reforzar la subordinación de la educación y la cultura a objetivos políticos y económicos. Aquí surge la crítica: un giro civilizatorio no puede nacer de la instrumentalización del saber, sino de su apertura al misterio y a la dignidad humana.

Otros autores, como Claudio F. González, han descrito el proyecto chino como “tecno-socialismo” o “China S.A.”, destacando su capacidad de combinar capitalismo y control estatal. Sin embargo, esta combinación, lejos de superar el nihilismo, puede consolidarlo: la técnica y el consumo se convierten en fines en sí mismos, y la educación queda atrapada en la lógica productiva. Polemizar con esta visión implica afirmar que el verdadero giro civilizatorio no consiste en perfeccionar el capitalismo, sino en trascenderlo hacia una pedagogía de la esperanza.

En el plano filosófico, la recepción de Richard Rorty en China muestra cómo el neopragmatismo ha sido interpretado como una filosofía útil para legitimar un modelo cultural sin referencia a lo absoluto. Pero aquí la polémica es clara: Rorty disuelve la verdad en conversación contingente, y aplicado al modelo chino, esto refuerza el nihilismo estructural. Un giro civilizatorio exige certezas ontológicas, no solo consensos pragmáticos. De manera similar, la influencia de la ontología débil de Gianni Vattimo resulta problemática. Su apología del nihilismo y su hermenéutica posmoderna, al ser aplicadas a un sistema como el chino, legitiman la fragmentación y la pérdida de densidad ontológica. Polemizar con Vattimo implica sostener que el nihilismo no puede ser destino, sino enfermedad cultural que debe ser superada mediante educación integral y trascendencia encarnada.

En síntesis, mientras algunos teóricos ven en el capitalismo estatal chino un modelo alternativo o incluso exportable, la crítica filosófica y teológica aquí expuesta muestra que este sistema corre el riesgo de consolidar el nihilismo estructural. Polemizar con ellos permite afirmar que el giro civilizatorio no puede nacer de la técnica ni del consumismo, sino de una educación que integre lo inmanente y lo trascendente, un humanismo que custodie la dignidad y una Encarnación que transfigure la historia.

 

Educación: camino hacia la plenitud

La educación es el punto de partida porque constituye el acto originario mediante el cual una civilización se transmite y se renueva. No es un simple mecanismo de instrucción ni un adiestramiento funcional para el mercado, sino un proceso que toca la raíz misma de la existencia. Educar significa acompañar al ser humano en su camino hacia la verdad, sostenerlo en su búsqueda de sentido y abrirle horizontes que lo liberen de la mera utilidad.

En este sentido, la educación no puede reducirse a la lógica de la técnica ni a la performatividad de los sistemas productivos. Cuando se convierte en capacitación mecánica, pierde su densidad ontológica y se transforma en un instrumento de alienación. La verdadera educación, en cambio, es un acto de comunión: une generaciones, custodia la memoria y transmite la esperanza de que la vida humana tiene un destino más alto que el consumo y la eficiencia.

Educar es custodiar la memoria, porque sin memoria no hay identidad ni continuidad histórica. La memoria cultural, filosófica y teológica es el suelo sobre el cual se edifica toda formación. Una educación que olvida sus raíces se convierte en un saber vacío, incapaz de orientar la existencia. Por eso, recuperar la memoria es recuperar la vocación originaria de la educación como acto de transmisión de sentido.

Educar es también sembrar esperanza. En un tiempo marcado por el nihilismo y la desesperanza, la educación debe ser espacio donde se cultive la confianza en que la vida tiene valor y que el futuro puede ser habitado con plenitud. La esperanza no es ingenuidad, sino virtud teologal que sostiene la existencia en medio de la crisis. Una educación sin esperanza se convierte en instrucción fría; una educación que siembra esperanza se convierte en camino hacia la libertad. Educar es abrir horizontes de plenitud. No basta con preparar para el trabajo ni para la técnica; la educación debe abrir la vida hacia lo absoluto, hacia aquello que da sentido último a la existencia. Filosóficamente, esto significa orientar la razón hacia la verdad; teológicamente, significa acompañar al ser humano en su vocación hacia Dios. La plenitud no se alcanza en la utilidad, sino en la comunión y en la trascendencia.

En un tiempo donde el saber se ha reducido a mercancía, la educación debe recuperar su vocación originaria. El mercado ha convertido el conocimiento en producto y la universidad en empresa, pero esta reducción mutila la esencia del saber. La educación no es mercancía, sino don; no es producto, sino camino. Recuperar su vocación originaria significa devolverle su densidad ontológica y su apertura al misterio. No hay educación integral sin considerar lo inmanente y lo trascendente. Lo inmanente asegura que la formación responda a las necesidades concretas de la vida: aprender a trabajar, convivir, crear y transformar el mundo. Lo trascendente recuerda que el ser humano está llamado a lo absoluto, que su corazón busca sentido más allá de la utilidad inmediata. La integralidad exige la conjunción de ambas dimensiones, porque solo así la educación puede ser camino hacia la plenitud. En definitiva, la educación integral es aquella que forma personas capaces de discernir, dialogar y habitar la historia con profundidad. Discernir significa distinguir lo verdadero de lo falso, lo esencial de lo accesorio. Dialogar significa abrirse al otro en comunión y respeto. Habitar la historia significa vivirla como espacio de sentido, no como simple sucesión de hechos. Esta es la educación que puede sostener un giro civilizatorio: una educación que conjuga memoria, esperanza, plenitud, inmanencia y trascendencia, y que se convierte en acto de comunión y transfiguración.

Un giro civilizatorio auténtico no puede limitarse a ajustes técnicos o reformas superficiales: exige poner fin al tipo humano burgués que la modernidad ha instaurado como modelo dominante. Este tipo humano, nacido en el seno del capitalismo y consolidado por la racionalidad moderna, respira el espíritu del cálculo, del culto al trabajo, de la productividad y del rendimiento material. Es la figura del hombre reducido a productor y consumidor, cuya existencia se mide por la utilidad y cuyo horizonte se agota en la acumulación. La modernidad, en su núcleo, ha exaltado este espíritu burgués como paradigma de éxito y progreso. El cálculo sustituye a la contemplación, el trabajo se convierte en fin en sí mismo, la productividad se erige como criterio de valor y el rendimiento material se transforma en medida de la dignidad. Pero este modelo, lejos de liberar al ser humano, lo encierra en un círculo de alienación: lo reduce a engranaje funcional y le niega la apertura al misterio y a la trascendencia.

Un giro civilizatorio significa, por tanto, superar este horizonte burgués y abrir paso a un nuevo tipo humano: no el hombre calculador, sino el hombre contemplativo; no el trabajador alienado, sino la persona que integra trabajo y sentido; no el productor obsesionado con el rendimiento, sino el ser que busca plenitud en la comunión y en la trascendencia. Filosóficamente, esto implica pasar de la racionalidad instrumental a la racionalidad sapiencial; teológicamente, significa recuperar la vocación del ser humano como imagen de Dios, llamado a la comunión y a la esperanza. En este sentido, el fin del tipo humano burgués no es un ataque a la historia, sino una liberación de sus cadenas. La modernidad ha dado frutos valiosos, pero su respiración burguesa ha sofocado la dimensión espiritual y ha reducido la educación a técnica. El giro civilizatorio exige reencantar el saber, devolverle densidad ontológica y abrirlo a la trascendencia encarnada. Solo así la educación podrá formar personas capaces de habitar la historia con profundidad y de resistir el nihilismo estructural que amenaza con consumar la civilización de la utilidad.

Al pensar en el tipo humano burgués, me acompañan las voces de quienes lo han analizado con rigor. Marx lo describe como sujeto moldeado por la lógica del capital y la acumulación; Weber, en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, muestra cómo el cálculo y el culto al trabajo se convirtieron en signos de salvación secular; Sombart lo retrata como portador de una mentalidad económica que subordina todo a la utilidad; Lukács denuncia la cosificación que este tipo humano produce en la cultura. También resuenan diagnósticos contemporáneos: Bauman advierte que el burgués moderno se disuelve en el consumismo líquido, mientras Han señala la mutación hacia el “sujeto del rendimiento”, heredero directo del espíritu burgués de productividad y autoexplotación. En todos ellos aparece la misma advertencia: el hombre burgués encarna la reducción del ser humano a cálculo, eficiencia y utilidad. Desde esta lectura, se hace evidente que un verdadero giro civilizatorio no puede limitarse a perfeccionar el modelo burgués, sino que debe trascenderlo. La educación, el humanismo y la trascendencia encarnada ofrecen la posibilidad de superar esa figura y abrir paso a un nuevo tipo humano orientado a la plenitud.

El tipo humano que podría sustituir al hombre burgués no puede ser simplemente una variación de su figura, ni una adaptación más refinada de su lógica de cálculo, productividad y rendimiento. El hombre burgués ha encarnado la modernidad en su respiración más profunda: el culto al trabajo como fin en sí mismo, la obsesión por la utilidad, la reducción de la vida a mercancía. Superarlo exige un nuevo tipo humano que no se defina por la acumulación ni por la eficiencia, sino por la plenitud, la comunión y la apertura al misterio. Este nuevo hombre sería, ante todo, hombre contemplativo. No en el sentido de pasividad, sino en el sentido de recuperar la capacidad de mirar la realidad con asombro, de abrirse a lo que la técnica no puede dominar y de reconocer que la verdad no se agota en el cálculo. La contemplación es resistencia frente a la alienación y es también fuente de libertad, porque libera al ser humano de la tiranía de la utilidad inmediata. Sería también hombre relacional, consciente de que su identidad no se construye en el aislamiento ni en la competencia, sino en la comunión. Frente al individualismo burgués, este nuevo tipo humano reconoce que la vida se realiza en el encuentro, en el diálogo y en la solidaridad. Filosóficamente, esto significa superar la figura del individuo cerrado en sí mismo; teológicamente, significa vivir como imagen de Dios, que es comunión de personas.

Este hombre sería hombre esperanzado, capaz de habitar la historia no como un espacio vacío, sino como un camino hacia la plenitud. Frente al nihilismo estructural que amenaza con consumar la civilización de la técnica y el consumo, el hombre esperanzado sostiene que la vida tiene sentido y que el futuro puede ser habitado con confianza. La esperanza, como virtud, se convierte en fuerza civilizatoria. Sería también hombre integral, que conjuga lo inmanente y lo trascendente. Lo inmanente le permite responder a las necesidades concretas de la vida: trabajar, crear, transformar el mundo. Lo trascendente le recuerda que está llamado a lo absoluto, que su corazón busca más allá de la utilidad. Este equilibrio asegura que la educación no se reduzca a capacitación, sino que se convierta en camino hacia la plenitud. Este nuevo tipo humano sería hombre encarnado, que reconoce que la trascendencia no se opone a la historia, sino que la habita y la transfigura. La Encarnación del Verbo se convierte en principio pedagógico y cultural: el misterio se hace presente en lo concreto, y la vida cotidiana se convierte en espacio de comunión y de sentido.

En definitiva, el hombre que sustituya al hombre burgués será hombre sapiencial, capaz de integrar razón y afecto, técnica y ética, trabajo y contemplación, utilidad y trascendencia. No será esclavo del cálculo ni del rendimiento, sino buscador de plenitud. Este tipo humano es el que puede sostener el giro civilizatorio: un hombre que no respira el aire burgués de la modernidad, sino el aire nuevo de la esperanza y de la comunión.

Cuando leo a Harari y su idea del homo deus, veo la proyección de un ser humano que, gracias a la biotecnología y la inteligencia artificial, pretende convertirse en dios de sí mismo, dueño absoluto de la vida y del destino. Sin embargo, estoy convencido de que esa figura, lejos de superar el nihilismo, lo consuma: al absolutizar la técnica y el poder, clausura la apertura al misterio y reduce la trascendencia a ilusión. Es el hombre que se idolatra a sí mismo, pero que en realidad se vacía de sentido. También observo el surgimiento del homo digital, ese sujeto que vive inmerso en la virtualidad, reducido a dato, perfil y algoritmo. Su identidad se fragmenta en pantallas, su memoria se externaliza en dispositivos, y su horizonte se limita a la inmediatez de la conexión. Aunque parece hiperconectado, lo percibo profundamente aislado: sustituye la comunión por interacción, la contemplación por consumo de imágenes y la esperanza por entretenimiento.

El giro civilizatorio que defiendo exige otro tipo humano: no el que se diviniza por la técnica ni el que se disuelve en lo digital, sino el hombre sapiencial y encarnado, capaz de integrar lo inmanente y lo trascendente, de vivir la comunión y de abrirse al misterio. Este nuevo hombre no busca dominar la vida ni perderse en la virtualidad, sino habitar la historia con profundidad, sostener la esperanza y transfigurar la existencia en plenitud. Por eso afirmo que el sustituto del hombre burgués no es el homo deus ni el homo digital, porque ambos son variaciones del mismo nihilismo técnico y consumista. El verdadero giro civilizatorio apunta hacia un hombre integral, que conjuga educación, humanismo y trascendencia encarnada, y que se convierte en principio de una nueva civilización fundada en la esperanza.

 

Humanismo: forma y resistencia

El humanismo es la forma que da cuerpo a la educación integral porque le otorga sentido y dirección. Sin humanismo, la educación corre el riesgo de convertirse en mera instrucción técnica o en capacitación funcional. Con él, en cambio, la educación se convierte en camino hacia la plenitud, pues recuerda que el saber no se reduce a utilidad, sino que se orienta a la dignidad irreductible de la persona.

Frente a la lógica del mercado, que mide todo en términos de productividad y rendimiento, el humanismo se erige como resistencia. El mercado convierte el conocimiento en mercancía y la universidad en empresa, pero el humanismo recuerda que el saber es don y que su finalidad última no es el lucro, sino la formación de seres humanos capaces de habitar la historia con profundidad. La fragmentación posmoderna, que disuelve la verdad en interpretaciones múltiples y relativiza todo horizonte, encuentra en el humanismo un límite. El humanismo no niega la pluralidad, pero la integra en una visión más amplia que reconoce la dignidad común de la persona. Así, devuelve unidad al saber y lo rescata de la dispersión que lo empobrece.

Humanismo significa integrar razón y afecto. La modernidad ha privilegiado la razón instrumental y ha relegado el afecto a lo privado, pero el humanismo recuerda que el conocimiento auténtico exige la conjunción de ambas dimensiones. La razón sin afecto se vuelve fría y alienante; el afecto sin razón se vuelve ciego. Solo su integración permite una educación verdaderamente humana. Humanismo significa también integrar ciencia y arte. La ciencia ofrece rigor y explicación, el arte ofrece belleza y sentido. Separadas, ambas se empobrecen; unidas, se enriquecen mutuamente. El humanismo reconoce que el ser humano necesita tanto comprender como contemplar, tanto analizar como crear. La educación integral debe abrir espacio para ambas dimensiones.

Humanismo significa integrar técnica y ética. La técnica, sin ética, se convierte en instrumento de dominación y alienación; la ética, sin técnica, corre el riesgo de quedarse en abstracción. El humanismo asegura que la técnica se ordene al bien y que la ética se encarne en la vida concreta. Solo así la educación puede formar personas capaces de transformar el mundo sin perder su humanidad. Ya en la tradición medieval, Tomás de Aquino defendió la centralidad de la persona como imagen de Dios. Para él, la persona no es mero individuo, sino ser relacional, abierto a la comunión y llamado a la plenitud. Esta visión antropológica es la base del humanismo cristiano, que reconoce en cada ser humano una dignidad irreductible que ninguna lógica de mercado puede reducir. Buenaventura, por su parte, mostró que el saber es itinerario hacia la comunión. El conocimiento no es acumulación de datos, sino camino hacia la unión con Dios y con los demás. Esta perspectiva convierte la educación en acto espiritual y comunitario, donde aprender significa entrar en relación y abrirse al misterio.

El humanismo, así entendido, es resistencia frente al empobrecimiento ontológico del saber. Cuando el conocimiento se reduce a técnica o a mercancía, pierde su densidad ontológica y se convierte en instrumento vacío. El humanismo devuelve al saber su profundidad, recordando que conocer es participar en la verdad y que la verdad se orienta siempre a la dignidad de la persona. En definitiva, el humanismo devuelve al conocimiento su densidad antropológica. No se trata de un lujo cultural ni de una retórica vacía, sino de la condición de posibilidad para que la educación sea integral. Solo un humanismo que integre razón y afecto, ciencia y arte, técnica y ética, puede sostener el giro civilizatorio que necesitamos: un giro que supere la lógica del mercado y la fragmentación posmoderna, y que abra la historia a la comunión y a la esperanza.

Mi propuesta de humanismo se diferencia claramente de otros modelos históricos. El humanismo de Protágoras, con su célebre afirmación de que “el hombre es la medida de todas las cosas”, redujo la verdad a relativismo y terminó por disolver la apertura al misterio en pura subjetividad. El humanismo del Renacimiento, aunque recuperó la dignidad del hombre y celebró su creatividad, se inclinó hacia un antropocentrismo que a menudo olvidó la trascendencia y absolutizó la autonomía. El humanismo de la Ilustración exaltó la razón como principio supremo, pero al hacerlo marginó la dimensión espiritual y redujo la educación a racionalidad instrumental. Finalmente, el humanismo ateo moderno, desde Feuerbach hasta Sartre, quiso liberar al hombre de Dios para afirmarlo en su autonomía radical, pero en esa ruptura terminó por vaciarlo de sentido y dejarlo expuesto al nihilismo. Frente a todos ellos, el humanismo que defiendo no se agota en la utilidad ni en la autonomía cerrada, sino que integra razón y afecto, ciencia y arte, técnica y ética, y reconoce en la persona su condición de imagen de Dios, llamada a la comunión y a la trascendencia encarnada.

He concebido mi humanismo como teo‑cosmo‑antropocéntrico porque estoy convencido de que el hombre no puede comprenderse a sí mismo si se aísla de Dios y del cosmos. En mi libro El hombre sin humanidad he mostrado que el hombre contemporáneo ha extraviado la esencia moral de su ser y, al hacerlo, ha decapitado su propia humanidad. Frente a esa crisis, propongo una antropología filosófica que reconozca que el hombre es parte de Dios y de la naturaleza, y a la vez funcionario de ambos. Cuando hablo de la dimensión teológica, me refiero a que la persona es imagen de Dios y está llamada a la comunión con Él. No puedo aceptar un humanismo que clausure la trascendencia, porque hacerlo es mutilar la vocación más profunda del ser humano. La educación, desde esta perspectiva, no es mera capacitación, sino itinerario hacia lo absoluto, camino que abre la historia al misterio y a la esperanza.

La dimensión cósmica me recuerda que el hombre no es un individuo aislado ni un mero consumidor de recursos, sino parte de un universo que lo precede y lo sostiene. El cosmos no es escenario neutro, sino casa común, orden que refleja la sabiduría creadora. Por eso insisto en que el humanismo debe integrar ciencia y contemplación, técnica y cuidado, sabiduría y responsabilidad ecológica. El hombre sin humanidad es aquel que olvida esta pertenencia y convierte el mundo en objeto de explotación. La dimensión antropológica afirma la centralidad de la persona, pero no en clave burguesa ni individualista. La persona es ser relacional, abierto a la comunión y a la plenitud. En mi propuesta, la dignidad irreductible del ser humano es el núcleo que sostiene la educación, el humanismo y la trascendencia encarnada. No se trata de un individuo calculador, sino de un ser que integra razón y afecto, ética y técnica, memoria y esperanza.

Este humanismo teo‑cosmo‑antropocéntrico es también una forma de resistencia frente al nihilismo estructural que se infiltra por el consumismo y la técnica. El hombre burgués, el homo deus y el homo digital son variaciones de ese nihilismo: figuras que absolutizan la utilidad, la técnica o la virtualidad, pero que vacían de sentido la existencia. Mi propuesta, en cambio, devuelve densidad ontológica al saber y abre la historia a la comunión. Puedo decir que mi tarea es revertir la imagen inmanentista de la modernidad. No quiero un hombre sin humanidad, reducido a engranaje funcional o a dato digital. Quiero un hombre integral, que reconozca su pertenencia a Dios y al cosmos, y que viva su vocación como funcionario de ambos, como ser que custodia la creación y que se abre al misterio. Este humanismo no es mera teoría: es horizonte civilizatorio. Aspiro a que la educación lo encarne, que la cultura lo sostenga y que la sociedad lo viva. Solo así podremos superar la lógica del mercado y la fragmentación posmoderna, y abrir paso a una civilización fundada en la esperanza.

No puedo aceptar el “El existencialismo es un humanismo” de Sartre ni la “Carta sobre el humanismo” de Heidegger, porque ambos reducen la condición humana a horizontes que considero insuficientes y, en última instancia, nihilistas. Sartre, al afirmar que la existencia precede a la esencia, coloca al hombre en una libertad absoluta desligada de toda trascendencia, pero esa libertad termina siendo condena: el hombre queda solo frente a sí mismo, sin fundamento ontológico ni apertura al misterio. Heidegger, por su parte, aunque critica el humanismo clásico, lo sustituye por una ontología del ser que prescinde de la persona como imagen de Dios. Su propuesta desplaza la centralidad de la dignidad humana hacia una comprensión abstracta del ser, pero sin ofrecer un horizonte de plenitud. En ambos casos, el humanismo se vacía de densidad teológica y cósmica, y se convierte en un discurso que no puede sostener el giro civilizatorio que reclamo. Mi humanismo, en cambio, es teo‑cosmo‑antropocéntrico: reconoce la trascendencia, la pertenencia al cosmos y la dignidad irreductible de la persona, y por eso no puede aceptar reducciones que clausuren la esperanza y la comunión.

En efecto, el hombre puede custodiar, a lo sumo, el ser finito: puede abrirse a la verdad, puede acoger el misterio en la medida de su limitación, pero nunca puede pastorear el ser infinito. El ser infinito es Dios, y es Él quien pastorea al hombre, no al revés. Esto significa que la condición humana es siempre receptiva y dependiente: el hombre no es dueño del ser, sino criatura que lo recibe. Heidegger, al desplazar la centralidad hacia el ser en abstracto, deja al hombre en una función que parece absoluta, pero que en realidad es imposible. El hombre no puede custodiar lo que lo trasciende infinitamente; solo puede abrirse, acoger y dejarse guiar. Por ello mi propuesta de humanismo teo‑cosmo‑antropocéntrico se distancia de Heidegger: reconoce que el hombre participa del ser, pero no lo gobierna; que puede ser pastor en lo relativo, pero nunca en lo absoluto. El verdadero pastor es Dios, y el hombre es el pastoreado, el acompañado, el guiado. Esta inversión es fundamental, porque devuelve al hombre su lugar real: no como medida última, sino como imagen llamada a la comunión. En este sentido, el giro civilizatorio que propongo no se sostiene en la autonomía radical sartreana ni en la custodia del ser heideggeriana como si fuera propiedad humana, sino en la apertura humilde a la trascendencia. El hombre no es el pastor del ser infinito, sino el ser finito que se deja pastorear por la misericordia y gracia de Dios, y que en esa relación encuentra su dignidad y su plenitud.

En definitiva, mi humanismo teo‑cosmo‑antropocéntrico es una pedagogía de la esperanza. Reconoce a Dios como horizonte, al cosmos como casa común y a la persona como imagen divina llamada a la comunión. Es la forma que puede sostener el giro civilizatorio y transfigurar la historia en plenitud.

Trascendencia: horizonte de plenitud

La trascendencia es el horizonte que orienta tanto la educación como el humanismo. Sin ella, ambos se vacían de sentido: la educación se reduce a adiestramiento técnico y el humanismo se convierte en mera retórica cultural. La trascendencia es la dimensión que abre la vida humana hacia lo absoluto y que impide que el saber se encierre en la utilidad inmediata.

Cuando la educación olvida la trascendencia, se transforma en capacitación funcional. Forma trabajadores, pero no personas; produce técnicos, pero no ciudadanos capaces de discernir y dialogar. La trascendencia devuelve a la educación su vocación originaria: acompañar existencias, sembrar esperanza y abrir horizontes de plenitud. De igual modo, cuando el humanismo se desconecta de la trascendencia, corre el riesgo de convertirse en discurso vacío. Puede hablar de dignidad y de valores, pero sin fundamento último. La trascendencia asegura que el humanismo no sea mera retórica, sino reconocimiento de la persona como imagen de Dios y como ser llamado a la comunión.

San Agustín lo expresó con claridad: el corazón humano está inquieto hasta descansar en Dios. Esa inquietud es la marca de la trascendencia en la vida humana. La educación que ignora esta inquietud mutila la vocación más profunda del hombre; la que la reconoce, en cambio, acompaña al ser humano en su búsqueda de sentido. Tomás de Aquino sistematizó esta intuición al mostrar que la razón se orienta naturalmente hacia lo absoluto. La inteligencia humana no se satisface con verdades parciales, sino que busca el fundamento último. Educar en la trascendencia significa, entonces, educar la razón para que no se conforme con lo relativo, sino que se abra a la verdad plena.

Educar en la trascendencia es acompañar a cada persona en su vocación hacia lo eterno. No se trata de imponer creencias, sino de reconocer que toda vida humana está marcada por el deseo de plenitud. La educación se convierte en mediación: ayuda a cada uno a descubrir su camino hacia lo absoluto y a vivirlo en libertad. La trascendencia sostiene la esperanza en medio del nihilismo. En un tiempo donde la técnica y el consumo parecen clausurar todo horizonte, la educación en la trascendencia recuerda que la vida tiene sentido y que el futuro puede ser habitado con confianza. La esperanza no es ingenuidad, sino virtud que resiste la desesperanza cultural. Educar en la trascendencia significa también ofrecer una pedagogía del amor. El amor es la forma más alta de conocimiento, porque une sin reducir, acoge sin dominar y transfigura sin destruir. Una educación que se funda en el amor convierte la vida cotidiana en espacio de comunión y de plenitud. La trascendencia, así entendida, devuelve densidad ontológica al saber. Frente al empobrecimiento que produce el nihilismo, la trascendencia recuerda que conocer es participar en la verdad y que la verdad se orienta siempre a la dignidad de la persona. La educación deja de ser técnica y se convierte en camino sapiencial.

Los grandes pensadores que intentaron dar respuesta al vacío de la modernidad se quedaron cortos al abordar la trascendencia en su sentido pleno. Max Scheler, con su fenomenología de los valores, abrió un horizonte fecundo para comprender la jerarquía axiológica, pero nunca dio el paso hacia el reconocimiento de un Dios personal que fundamenta y sostiene esos valores. Su propuesta quedó en el plano de lo ideal, sin anclaje en la comunión trascendente. Nicolai Hartmann, por su parte, elaboró una ontología rigurosa, pero circunscrita a lo inmanente. Su análisis del ser se detuvo en las estructuras de la realidad finita, sin abrirse al misterio del ser infinito. Al limitarse a lo inmanente, su ontología se convirtió en un mapa preciso, pero incapaz de señalar el horizonte último. Martin Heidegger habló del ser, pero lo pensó únicamente en su horizonte temporal. Su Sein und Zeit mostró la finitud y la historicidad del Dasein, pero nunca alcanzó la trascendencia como comunión con el Dios vivo. Al reducir el ser a temporalidad, dejó al hombre en la intemperie, sin fundamento absoluto. En todos estos casos, el intento de superar el nihilismo terminó por extraviar la auténtica trascendencia. Se habló de valores, de ontología, de ser, pero se evitó nombrar al Dios personal que es fundamento y horizonte. Por eso, aunque sus aportes son valiosos, no bastan para sostener un giro civilizatorio. La trascendencia auténtica no es idea, ni estructura, ni temporalidad: es comunión con el Dios infinito que pastorea al hombre y lo llama a plenitud.

En contraste con Scheler, Hartmann o Heidegger, hubo pensadores que sí reconocieron explícitamente la trascendencia divina como fundamento del humanismo. Jacques Maritain, desde el personalismo cristiano, defendió que la persona humana es imagen de Dios y que la educación debe orientarse a su vocación trascendente. Edith Stein, filósofa y mística, mostró que la fenomenología solo alcanza su plenitud cuando se abre a la comunión con el Dios vivo, y su vida misma fue testimonio de esa trascendencia. Podemos mencionar también a Emmanuel Mounier, quien en su personalismo comunitario subrayó que la persona no se agota en la inmanencia, sino que se realiza en apertura a Dios y en relación con los demás. Henri de Lubac insistió en que el hombre tiene una vocación sobrenatural inscrita en su naturaleza, y que cualquier humanismo que ignore esta dimensión queda incompleto. Hans Urs von Balthasar desarrolló una teología estética que mostró cómo la gloria de Dios se revela en la historia y orienta la existencia humana hacia la plenitud trascendente. Todos ellos coinciden en que el humanismo auténtico no puede prescindir de la trascendencia divina. Reconocen que la persona humana no se basta a sí misma, que el cosmos no es solo escenario, y que la historia no se explica sin apertura al misterio. Frente a los humanismos reducidos a valores, ontologías inmanentes o temporalidades finitas, estos pensadores devolvieron al humanismo su densidad teológica y su vocación hacia lo eterno.

La modernidad materialista y escéptica consagró a pensadores como Scheler, Hartmann o Heidegger porque su discurso se ajustaba a la imagen inmanentista del mundo que dominaba el horizonte cultural. Al hablar de valores sin Dios personal, de ontología reducida a lo finito o de ser limitado al tiempo, ofrecieron categorías que podían ser asimiladas por una época que desconfiaba de la trascendencia y prefería clausurar el misterio. Por eso se hicieron célebres: respondían a la sensibilidad moderna que buscaba fundamentos dentro del mundo mismo, sin abrirse al absoluto. En cambio, quienes sí reconocieron la trascendencia divina —Maritain, Stein, Mounier, de Lubac, Balthasar y otros— fueron marginados. No compartían la imagen inmanentista del mundo y se atrevieron a afirmar que el hombre no se basta a sí mismo, que el cosmos no es solo escenario y que la historia no se explica sin Dios. La modernidad los relegó porque su propuesta desbordaba los límites del racionalismo y del materialismo, y porque recordaban que la dignidad humana solo se sostiene en la apertura al misterio.

Ahora que el hombre prometeico de la modernidad naufraga en el nihilismo, se vuelve perentorio recuperar la trascendencia encarnada. La figura prometeica, que quiso robar el fuego de los dioses para absolutizar la técnica y la autonomía, ha terminado por vaciarse de sentido: el poder sin horizonte se convierte en vacío, la libertad sin fundamento se transforma en condena, y la razón sin misterio se reduce a cálculo. El resultado es un hombre agotado, atrapado en la lógica del rendimiento y del consumo, incapaz de sostener la esperanza.

Por eso insisto en que la salida no está en perfeccionar el modelo prometeico ni en multiplicar sus artificios, sino en abrirnos nuevamente a la trascendencia que se hace carne, que habita la historia y que transfigura la existencia. La trascendencia encarnada recuerda que el hombre no es dios de sí mismo, sino criatura llamada a la comunión; que el cosmos no es objeto de explotación, sino casa común; y que la educación no es adiestramiento, sino itinerario hacia lo absoluto.

Recuperar la trascendencia encarnada significa devolver densidad ontológica al saber, esperanza a la cultura y plenitud a la vida cotidiana. Es reconocer que el misterio no se opone a la historia, sino que la habita; que la verdad no se reduce a utilidad, sino que se orienta a la dignidad irreductible de la persona; y que el amor es la forma más alta de conocimiento. En este tiempo de naufragio, la trascendencia encarnada se convierte en la única brújula capaz de orientar un giro civilizatorio. Sin ella, seguiremos atrapados en el círculo del nihilismo; con ella, podremos abrir horizontes de comunión y de plenitud que transfiguren la historia.

De este modo, la modernidad celebró a los primeros como representantes de un humanismo secularizado y dejó en la periferia a los segundos, que insistían en la trascendencia. Pero es precisamente en estos últimos donde se encuentra la clave para superar el nihilismo contemporáneo: un humanismo que no se agota en la utilidad ni en la temporalidad, sino que reconoce la vocación del hombre hacia lo eterno.

En definitiva, la trascendencia es el horizonte que permite que la educación y el humanismo sean verdaderamente integrales. Sin ella, se convierten en instrumentos vacíos; con ella, se transforman en caminos hacia la plenitud. Educar en la trascendencia es custodiar la memoria, sembrar esperanza y abrir horizontes de comunión, ofreciendo una pedagogía del amor que transfigure la historia.

 

Encarnación: principio articulador

La Encarnación es el principio que articula toda esta propuesta y la hace posible. No se trata de un concepto abstracto, sino de un acontecimiento histórico y ontológico: el Verbo hecho carne. En Él, la trascendencia se une a la historia sin destruirla, y la historia se abre a la trascendencia sin perder su concreción. El Verbo hecho carne asegura que la trascendencia no se opone a la historia, sino que la habita y la transfigura. La Encarnación es la respuesta definitiva al dilema moderno entre lo absoluto y lo relativo: muestra que lo eterno puede entrar en el tiempo, y que lo finito puede ser elevado sin dejar de ser finito.

En la educación, la Encarnación se convierte en principio pedagógico. Educar no es transmitir abstracciones, sino acompañar vidas concretas. El misterio se hace presente en el aula, en la relación entre maestro y discípulo, en el acto de aprender como comunión. La educación encarnada es siempre personal, nunca meramente técnica. En el humanismo, la Encarnación devuelve densidad antropológica. El hombre no es solo individuo ni mero engranaje social: es imagen de Dios, elevada y transfigurada por el Verbo que asumió nuestra carne. El humanismo encarnado reconoce la dignidad irreductible de la persona y la orienta hacia la comunión. En la cultura, la Encarnación se manifiesta como principio creador. El arte, la literatura, la música y la filosofía encuentran en ella su horizonte último: la belleza que se hace carne, la verdad que se hace historia, el bien que se hace vida. La cultura encarnada no es evasión, sino transfiguración de lo cotidiano. En la técnica, la Encarnación recuerda que el hacer humano no es mero dominio, sino participación en la creación. La técnica encarnada se ordena al servicio de la vida y de la comunión, evitando convertirse en instrumento de alienación. El misterio se hace presente incluso en la obra técnica, cuando esta se orienta al bien.

La Encarnación garantiza que el misterio no se quede en abstracción. No es idea ni concepto, sino presencia viva. El misterio se hace carne, habita entre nosotros y transforma la historia desde dentro. Por eso la Encarnación es principio pedagógico y cultural: convierte la vida cotidiana en espacio de comunión con lo absoluto. La pedagogía que nace de la Encarnación es una pedagogía del amor. El amor no se queda en palabras, sino que se hace gesto, presencia, carne. Educar desde la Encarnación significa enseñar con la vida, acompañar con ternura, abrir horizontes de esperanza en medio del nihilismo. La cultura que se funda en la Encarnación es resistencia frente al vacío. Frente a la abstracción posmoderna y al materialismo técnico, la Encarnación devuelve densidad ontológica: recuerda que la verdad no es idea, sino persona; que la belleza no es apariencia, sino gloria; que el bien no es norma, sino comunión.

En definitiva, la Encarnación es el principio que sostiene el giro civilizatorio. Sin ella, la educación se convierte en adiestramiento, el humanismo en retórica y la cultura en espectáculo. Con ella, todo se transfigura: la historia se abre al misterio, la persona se eleva a la comunión y la vida cotidiana se convierte en espacio de plenitud.

La Encarnación es el principio decisivo que sostiene la posibilidad de un giro civilizatorio, tanto en esta vida como en la otra. Sin ella, todo intento de superar el nihilismo moderno queda incompleto, porque se reduce a valores, a ontologías inmanentes o a discursos sobre el ser que nunca alcanzan la plenitud del misterio.

En esta vida, sin la Encarnación, la educación se convierte en adiestramiento técnico, el humanismo en retórica cultural y la cultura en espectáculo vacío. La Encarnación asegura que la trascendencia no se quede en abstracción, sino que se haga carne y habite la historia. Solo así la educación puede ser integral, el humanismo puede ser auténtico y la cultura puede ser creadora. El Verbo hecho carne transfigura lo cotidiano y convierte la vida en espacio de comunión. En la otra vida, sin la Encarnación, no hay horizonte de plenitud. La promesa de eternidad se desvanece si Dios no entra en la historia para abrirnos el camino. La Encarnación garantiza que la trascendencia no sea un ideal lejano, sino una realidad que nos alcanza y nos transforma. Cristo, al hacerse hombre, une lo finito y lo infinito, y abre la posibilidad de participar en la vida eterna.

Por eso digo que sin Encarnación no hay giro civilizatorio: porque el hombre no puede salvarse a sí mismo ni en el plano cultural ni en el plano espiritual. La modernidad prometeica lo intentó y naufragó en el nihilismo. Solo la Encarnación asegura que la historia tenga sentido y que la eternidad sea posible. El giro civilizatorio que necesitamos no es solo social o cultural, sino ontológico y espiritual. La Encarnación es el acontecimiento que articula ambos niveles: transforma la historia desde dentro y abre la vida hacia lo eterno. Lo temporal y lo eterno se abrazan. Sin ella, el hombre queda atrapado en la inmanencia; con ella, se abre a la plenitud y al infinito. En definitiva, sin Encarnación no hay futuro ni esperanza. Con la Encarnación, la historia se convierte en camino hacia la comunión y la eternidad se convierte en promesa cumplida. Es el único principio capaz de sostener un giro civilizatorio que abarque esta vida y la otra, porque une lo temporal y lo eterno, lo humano y lo divino, lo finito y lo infinito.

Es muy importante subrayarlo: sin la Encarnación no hay posibilidad de un giro civilizatorio auténtico, ni en esta vida ni en la otra. Y aquí se comprende por qué el budismo y otras religiones, aunque ofrecen caminos espirituales valiosos, no pueden ser el motor de ese giro.

El budismo, por ejemplo, propone la liberación del sufrimiento mediante la extinción del deseo y la disolución del yo en el nirvana. Es una vía de interioridad y disciplina, pero carece de la afirmación de un Dios personal que entra en la historia para transfigurarla. Su horizonte es la disolución, no la comunión. Por eso, aunque puede ofrecer serenidad y ética, no puede sostener un proyecto civilizatorio que integre trascendencia encarnada, historia y esperanza. Otras religiones, como el hinduismo, el taoísmo, la ciclicidad naturalista andina o incluso ciertas formas de religiosidad moderna, se quedan en la circularidad cósmica o en la armonía natural. Reconocen lo sagrado, pero no la irrupción del Verbo hecho carne. Sin Encarnación, la trascendencia permanece abstracta, distante, o se diluye en fuerzas impersonales.

El giro civilizatorio que reclamo exige un principio que una lo eterno y lo temporal, lo divino y lo humano, lo absoluto y lo histórico. Ese principio es la Encarnación: Dios que se hace hombre, que habita la historia y que abre la eternidad. Ninguna religión que no reconozca este acontecimiento puede ofrecer un fundamento suficiente para transformar la cultura, la educación y la técnica en camino de plenitud. Por eso, aunque respeto la riqueza espiritual de otras tradiciones, afirmo que solo la Encarnación puede ser motor de un giro civilizatorio. Porque solo ella garantiza que la trascendencia no se quede en abstracción, sino que se haga carne y transfigure la vida cotidiana.

 

Pedagogía de la esperanza

Solo una educación que integre educación, humanismo y trascendencia encarnada puede responder a las necesidades primordiales del ser humano. No basta con transmitir información ni con formar competencias técnicas: lo que está en juego es la plenitud de la persona, su vocación hacia lo absoluto y su capacidad de comunión.

Frente al neopragmatismo de Rorty, que disuelve la verdad en consenso y reduce el conocimiento a utilidad social, mi propuesta insiste en que la verdad no es construcción arbitraria, sino horizonte que libera. La educación no puede contentarse con formar ciudadanos funcionales; debe acompañar personas que buscan sentido y que se abren al misterio.

Frente a la ontología débil de Vattimo, que mutila la esperanza al relativizar todo fundamento, mi propuesta ofrece densidad ontológica. La esperanza no es ilusión, sino virtud que sostiene la historia. Una educación sin esperanza se convierte en adiestramiento; una educación fundada en la trascendencia encarnada abre horizontes de plenitud.

El naturalismo reduce al hombre a engranaje biológico, como si fuera mero producto de la evolución sin vocación trascendente. El escepticismo lo encierra en la duda permanente, incapaz de afirmar la verdad. El ateísmo lo priva de horizonte absoluto y lo condena a la inmanencia. Frente a todo ello, mi propuesta reconoce que el hombre es imagen de Dios y que su vocación es absoluta.

La educación auténtica no es mera instrucción. Instruir es transmitir datos, entrenar habilidades, preparar para tareas. Educar, en cambio, es acompañar existencias, sembrar esperanza y abrir caminos de comunión. La educación auténtica es acto de transfiguración: convierte lo cotidiano en espacio de plenitud. El humanismo encarnado devuelve densidad antropológica al saber. No se trata de hablar de valores en abstracto, sino de reconocer la dignidad irreductible de la persona en su relación con Dios y con el cosmos. La educación que se funda en este humanismo no produce individuos aislados, sino personas capaces de comunión.

La trascendencia encarnada asegura que el misterio no se quede en abstracción. El Verbo hecho carne habita la historia y la transfigura. Por eso la educación, el humanismo y la cultura encuentran en la Encarnación su principio articulador: la verdad se hace presencia, la esperanza se hace camino, el amor se hace pedagogía. Devolver al saber su densidad ontológica significa rescatarlo del nihilismo. El conocimiento no es mercancía ni herramienta, sino participación en la verdad. La educación auténtica enseña que conocer es entrar en comunión con lo real y que esa comunión abre a la libertad. Convertir el saber en camino hacia la verdad que libera es la tarea de la educación integral. La verdad no oprime, sino que libera; no clausura, sino que abre. Educar en la verdad es educar en la esperanza, en la comunión y en la plenitud.

La Encarnación es, en efecto, la verdadera esperanza ante el nihilismo, porque allí se revela que la trascendencia no abandona la historia, sino que la habita y la transfigura. El nihilismo moderno ha vaciado de sentido la existencia: ha reducido la verdad a consenso, la libertad a autonomía sin fundamento y la esperanza a ilusión. Frente a ese vacío, la Encarnación proclama que el Verbo se hizo carne, que Dios entró en el tiempo y que la eternidad se abrió camino en lo finito. El nihilismo dice que todo carece de sentido; la Encarnación responde que la vida tiene un sentido absoluto porque Dios mismo la asumió. El nihilismo afirma que la historia es absurda; la Encarnación muestra que la historia es lugar de comunión. El nihilismo condena al hombre a la desesperanza; la Encarnación le ofrece la certeza de que el misterio se hace presencia y que la plenitud es posible.

Por eso la Encarnación no es solo un dogma teológico, sino el principio civilizatorio capaz de sostener un giro cultural y educativo. En ella, la educación se convierte en acto de comunión, el humanismo recupera su densidad ontológica y la cultura se abre a la esperanza. Allí donde el nihilismo clausura, la Encarnación abre; allí donde el nihilismo destruye, la Encarnación transfigura. La Encarnación es la única respuesta suficiente al nihilismo, porque une lo eterno y lo temporal, lo divino y lo humano, lo absoluto y lo histórico. Es la esperanza que no decepciona, porque no se funda en abstracciones, sino en la presencia viva de Dios en la carne de la historia.

En definitiva, mi propuesta ofrece un horizonte de plenitud frente a las reducciones modernas. Solo una educación que integre educación, humanismo y trascendencia encarnada puede sostener el giro civilizatorio que necesitamos: un giro que supere el nihilismo, que devuelva densidad al saber y que transfigure la historia en camino hacia la verdad que libera.

 

 

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Scheler, Max. El formalismo en la ética y la ética material de los valores. Madrid: Caparrós Editores, 2001.

Sombart, Werner. El burgués. Madrid: Alianza Editorial, 1972.

Sombart, Werner. Lujo y capitalismo. Madrid: Alianza Editorial, 1979.

Stein, Edith. Ser finito y eterno. Madrid: Trotta, 2002.

Stein, Edith. La estructura de la persona humana. Madrid: Trotta, 2005.

Tomás de Aquino, Santo. Suma teológica (selección). Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2012.

Vattimo, Gianni. El pensamiento débil. Madrid: Cátedra, 1988.

Vattimo, Gianni. La sociedad transparente. Barcelona: Paidós, 1990.

Weber, Max. Economía y sociedad. México: Fondo de Cultura Económica, 1944.

Weber, Max. La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Madrid: Alianza Editorial, 2012.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Conclusión

 

 

En este libro, Educación y giro civilizatorio, he querido mostrar que el hombre contemporáneo vive una crisis radical de sentido, fruto de una modernidad que absolutizó la técnica y la autonomía hasta vaciar la existencia de densidad ontológica y conducirla al nihilismo. Desde el inicio se señaló que el hombre sin humanidad es el resultado de una cultura que ha olvidado la trascendencia, reduciendo la educación a mero adiestramiento y el humanismo a retórica vacía. Se confrontaron los modelos de humanismo que marcaron la historia, desde Protágoras hasta Sartre y Heidegger, evidenciando que, aunque aportaron intuiciones valiosas, todos se extraviaron al clausurar la trascendencia y absolutizar la inmanencia, cayendo en relativismo, racionalismo o nihilismo.

Frente a esas insuficiencias, se propuso un humanismo teo‑cosmo‑antropocéntrico, capaz de integrar la dimensión teológica, cósmica y antropológica, evitando las reducciones modernas y devolviendo densidad ontológica al saber. La dimensión teológica recuerda que el hombre es imagen de Dios y que su vocación es la comunión; la dimensión cósmica subraya que el hombre pertenece al universo y debe custodiarlo como casa común; la dimensión antropológica afirma la dignidad irreductible de la persona como ser relacional. Este humanismo no se agota en la utilidad ni en la autonomía cerrada, sino que abre la historia al misterio y a la plenitud. El principio articulador de esta propuesta es la Encarnación. El Verbo hecho carne asegura que la trascendencia no se opone a la historia, sino que la habita y la transfigura. La Encarnación convierte la educación en acto de comunión, el humanismo en reconocimiento de la dignidad y la cultura en espacio de plenitud. Sin ella, todo se reduce a abstracción; con ella, todo se convierte en presencia viva. La Encarnación es principio pedagógico y cultural, porque convierte la vida cotidiana en espacio de comunión y transfigura la historia desde dentro.

El nihilismo contemporáneo, expresado en el neopragmatismo de Rorty, la ontología débil de Vattimo y el naturalismo escéptico, ha mostrado sus límites: el hombre prometeico naufraga en la desesperanza. Solo la trascendencia encarnada puede sostener la esperanza, porque une lo eterno y lo temporal, lo divino y lo humano. La educación auténtica no es mera instrucción, sino transfiguración; educar significa acompañar existencias, sembrar esperanza y abrir caminos hacia la verdad que libera. El humanismo encarnado devuelve densidad antropológica al saber, reconociendo que el hombre no es engranaje funcional ni individuo aislado, sino imagen de Dios llamada a la comunión. La cultura fundada en la Encarnación es resistencia frente al vacío, porque frente al espectáculo posmoderno y al materialismo técnico, la Encarnación devuelve sentido, belleza y verdad. Este libro ha querido mostrar que el hombre no es pastor del ser infinito, sino criatura pastoreada por Dios, y reconocer esta verdad es condición para recuperar la esperanza y superar el nihilismo. La propuesta teo‑cosmo‑antropocéntrica no es mera teoría, sino horizonte civilizatorio que aspira a transformar la educación, la cultura y la técnica en caminos hacia la plenitud. Frente al hombre burgués, al homo deus y al homo digital, este humanismo propone un nuevo tipo humano: sapiencial, relacional, encarnado, capaz de habitar la historia con profundidad y de abrirse al misterio. En definitiva, la conclusión es clara: Educación y giro civilizatorio sostiene que solo una educación que integre educación, humanismo y trascendencia encarnada puede responder a las necesidades primordiales del ser humano y sostener el giro civilizatorio que necesitamos. La Encarnación es la verdadera esperanza ante el nihilismo, y el hombre, al reconocerse imagen de Dios, puede transfigurar la historia en camino hacia la comunión y la eternidad.

La crisis de sentido que atraviesa el hombre contemporáneo no se resolverá con reformas superficiales ni con paliativos técnicos. El vacío ontológico que ha dejado la modernidad exige un giro radical, capaz de desmontar la hegemonía del mercado y de la técnica como fines en sí mismos. La educación, si ha de ser reconstruida, no puede limitarse a preparar individuos para sobrevivir en un sistema agotado; debe convertirse en el espacio donde se restituya la tensión fecunda entre inmanencia y trascendencia, entre lo concreto de la vida y lo eterno que la habita. El humanismo teo‑cosmo‑antropocéntrico aquí propuesto no es un añadido decorativo a la modernidad, sino su superación. La Encarnación, como principio articulador, recuerda que la historia no está condenada al nihilismo: lo divino se hace presente en lo humano, y lo humano se abre a lo divino. Esta verdad transforma la educación en comunión, la cultura en plenitud y la técnica en servicio. Allí donde la modernidad absolutizó la autonomía y la utilidad, la Encarnación devuelve densidad ontológica, sentido y esperanza.

El giro civilizatorio no consiste en perfeccionar el capitalismo —sea privado o estatal—, sino en trascenderlo. Mientras el hombre siga reducido a consumidor y la educación a adiestramiento, el nihilismo estructural seguirá avanzando. Solo una economía tecnologizada liberada del imperio del mercado, orientada hacia la comunión y la plenitud, podrá abrir un horizonte distinto. La educación será entonces el lugar donde se gesten nuevas formas de humanidad, capaces de resistir la tiranía del dinero y de recuperar lo sagrado como fundamento de la existencia. En última instancia, este libro sostiene que el futuro de la civilización depende de la capacidad de reconocer que el hombre no es dueño absoluto de sí mismo ni del mundo, sino criatura llamada a la comunión. La educación, cuando se funda en esta verdad, deja de ser un mecanismo de domesticación y se convierte en camino de transfiguración. Frente al avance del nihilismo, la Encarnación no es solo un principio teológico, sino la clave para reconstruir la cultura y abrir la historia hacia la eternidad. En definitiva, sin trascendencia encarnada no hay educación liberadora, sin educación liberadora no hay giro civilizatorio, y sin giro civilizatorio el hombre contemporáneo seguirá naufragando en el vacío. La esperanza consiste en que este giro es posible: la educación puede volver a ser el lugar donde la humanidad recupere su sentido, su dignidad y su destino de plenitud.

 

 

Índice

 

 

 

 

 

 

 

Introducción

 

Capítulo I

La educación como campo de disputa

 

Capítulo II

Modelos de capitalismo y educación digital

 

Capítulo III

Genealogías de la educación: de la Paideia a la tecnopolítica, con Oriente en diálogo

 

Capítulo IV

Reconstruir la educación: entre la técnica

 y la trascendencia

 

Capítulo V

Educación y giro civilizatorio

 

 

Conclusión

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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