¿ES POSIBLE EL NUEVO HOMBRE
Y SU SALVACIÓN?
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
Vivir sin principios no es vivir, porque
vivir humanamente es un ejercicio ético
Actualmente vivimos bajo un sistema social que enajena el ser en el tener, produce seres egoístas, egotistas, posesivos, codiciosos y consumistas. Pero lejos de generar un creciente estado de insatisfacción hace que los individuos sufran como el mal del siglo: la indiferencia, el conformismo, el unanimismo, se dejan fagocitar por un régimen que devora sus voluntades, pensamientos, emociones y acciones por lo que decreta el mercado, los medios masivos de estupidización social, los manipuladores políticos y los avaros banqueros e industriales.
Pero lo curioso es que basta mirar a nuestro alrededor para advertir que casi nadie se siente infeliz, la clase media y la clase popular se han acostumbrado a la anestesia general de la existencia vacía del consumismo, a la poca responsabilidad personal, a su impotencia ciudadana, y que las decisiones políticas y económicas escapen de su control, y en su lugar un todopoderoso fascismo tecnocrático ejerza el poder.
Lo cual lleva a constatar que en el estado de alienación humana de una civilización en decadencia todavía hay una fase de descontento y protesta, seguida por otra fase de cosificación donde el individuo se siente cosa, mercancía, útil, vendible y en vez de apatía e impotencia participa alegremente de la indiferencia y más bien huye deliberadamente de cualquier toma de conciencia. Por ejemplo, al ejecutivo de éxito le estorban los sentimientos y sobrevalora el frío y glacial cálculo racional. El resultado es un la idolización de la persona sin amor, práctica y enriquecida. Y son estos tipos esquizoides los que manejan las políticas económicas, sociales, empresas y los destinos de las mayorías. No hay duda de que se trata de un estado más profundo de descomposición de una sociedad patogénica, patológica, y enferma.
Y la reacción ante los problemas es más retórica que real. Así a pesar de los peligros ecológicos, climatológicos, el riesgo de guerra nuclear, hambre, pestes desconocidas y agotamiento de los recursos naturales nadie, o casi nadie, están dispuestos a cambiar ni perder astronómicos beneficios económicos y su estilo de vida californiano, de modo que se aprieta cada vez con más fuerza el gatillo del arma del exterminio que está sobre la sien de la civilización actual.
La falta del sentido de la vida en la fase cosificada de la civilización decadente lejos de provocar depresión, infelicidad y vacío existencial, genera, más bien, un grado de deshumanización tan desquiciado que lo malo resulta bueno y lo bueno malo, y en ese voluntarismo alocado consiste la supuesta felicidad actual. “Todo vale” es la divisa. De ella tratan de exculparse tanto el existencialismo como la hermenéutica heideggeriana.
Así, cuando Sartre fue acusado de pesimista, nihilista y angustiante escribió su famosa respuesta El existencialismo es un humanismo (1946), donde enfatiza la responsabilidad moral que el hombre tiene sobre sí, porque al ser legislador de sí mismo está comprometido con la humanidad entera. Pero el camino estaba ya trazado, porque el hombre al estar condenado a ser libre encuentra que no hay ninguna moral que nos indique lo que hay que hacer. Sartre trató de retrucar afirmando que no hay individualidad sin intersubjetividad. No obstante ya pendía sobre la solidaridad humana una espada de Damocles.
Por su parte, la hermenéutica gadameriana –de la cual dijo Habermas que era la urbanización de una provincia heideggeriana- al hacer de la interpretación finita y temporal la piedra de toque de su filosofía, hallaba en el diálogo y en el consenso el camino para convivir en medio de la verdad relativa. Con su discurso de que no hay una única interpretación válida se esfumó la objetividad y se entronizó el relativismo, la verdad quedó bajo el horizonte del intérprete. Igual que en el caso de Kuhn, queda sobrando la teoría de la correspondencia de la verdad, y se asume la verdad como lenguaje. El mundo quedó reducido a una experiencia meramente lingüística y extramental, donde los elementos objetivos deben pasar por el tamiz del uso intersubjetivo del lenguaje.
En consecuencia, el carácter fundado del mundo se esfumó y el acontecimiento de la interpretación por parte del ser-ahí se entronizó. Es decir, lo que el existencialismo sartreano dejó a medias la hermenéutica gadameriana lo completó, a saber: el subjetivismo, relativismo y nihilismo.
Ni la experiencia lingüística intersubjetiva salva al hombre de su solipsismo ontológico, por cuanto él representa la determinación existenciaria del mundo. Y así se pierde lo objetivo y lo existencial tiene la prioridad. En su defensa se ha dicho que tanto Heidegger como Gadamer son contextualistas antes que relativistas (véase Noé Héctor Esquivel, Trazos para una ética hermenéutica en la vida y obra de Hans G. Gadamer, IESU, México 2012, p. 299), porque no consideran que todos los contextos son igualmente apropiados. Pero resulta que el contextualismo es un relativismo restringido puesto que la verdad queda reducida al contexto particular.
Si el romanticismo dio al hombre consciencia de su naturaleza infinita, el existencialismo hizo sólida la consciencia de su naturaleza finita y el posmodernismo muestra el significado último de la filosofía contemporánea al dar al hombre consciencia de su naturaleza interpretativa. Por eso el posmodernismo es la crisis final y decisiva del romanticismo. Este clima filosófico se fue formando con Kierkegaard que concibió la existencia como posibilidad que puede no ser; el pragmatismo que acentuó el carácter incierto de la existencia humana en el mundo; el positivismo lógico que mostró la falibilidad esencial del conocimiento; el espiritualismo, neocriticismo y realismo que reveló la realidad como totalidad imperfecta; y el posmodernismo que señaló a la interpretación como parámetro de pensamiento.
La categoría fundamental que Kierkegaard aporta a todos estos movimientos es el de lo “posible”, que en el marxismo soviético el hombre queda reducido a relaciones sociales frente a las cuales no tiene libertad y en consecuencia se impone la categoría contraria de la “determinación”. Pero el derrotero de la filosofía contemporánea delinea fidedignamente el ocaso del romanticismo, y es abandonada su aspiración de lograr la verdad inmutable y permanente y la naturaleza infinita del hombre.
Posibilidad, finitud, falibilidad, totalidad imperfecta, perspectivismo, alteridad e interpretación son las nuevas categorías que corresponden al destino nihilista de la filosofía occidental. Es un clima cultural que incluye a todas las disciplinas, formas de conocimiento, ideas y creencias del hombre común. A ojos vistas el hombre de hoy es más encarnado e inmanente, pero no por ello más vigilante y avizor, porque no ha comprendido el sentido profundo de la categoría de “posibilidad”. Por el contrario, en su empeño por respetar la pluralidad de interpretaciones se ha vuelto más anodina y artificiosa. El opresivo primado del “hecho” de la herencia de la filosofía romántica, fue reducido a aspecto problemático, negado hasta el límite que aparece como la “nada”. Así, el posmodernismo defiende el debilitamiento de la realidad, de la subjetividad, de la objetividad metafísica y la interpretación.
Es decir, la herencia de kierkegaardiana se extravió en subjetivización solipsista de la actitud fundadora del hombre en el mundo. El rechazo del “hecho” derivó en disolución del principio de realidad y asunción tergiversada de la “posibilidad”, que resultó en multiplicidad de mónadas soberanas, en hemorragia del para-mí, que se deshace del ser por medio de una voluntad de poder convertida en voluntad de verdad.
En otras palabras, se ha caído en el hoyo profundo de la humanización de la identidad entre el sujeto y el objeto. El hombre exageró tanto su proceso de emancipación que ha terminado por quedarse solo. A esta soledad radical también contribuyó la visión protestante de Karl Barth y su descarte de una Revelación directa. Se trata de una soledad raigal, es decir respecto a la realidad, el mundo y a sí mismo. La filosofía contemporánea al rechazar con vehemencia la relación vertical entre Dios y el Hombre, olvidó que la verdadera relación es de horizontalidad Dios-Hombre. De modo, que la crisis de la modernidad y posmodernidad no se debe simplemente a la ruptura entre humanismo y religión, sino en advertir qué es lo que se encuentra roto en dicha relación y qué otra forma de vínculo reclama dicha ruptura.
Por ello, el desafío civilizatorio actual es cómo librarse de la pesada herencia del posmodernismo y su opresivo primado nihilista del “sujeto”. La negación del primado del “sujeto” significaría una vuelta al realismo metafísico en un nuevo equilibrio entre realismo e idealismo.
Ahora bien, se comprende de suyo que la verdad no puede quedar reducida a lo que es la esencia humana, una existencia interpretante, pues el fundamento ontológico de la verdad no es la existenciariedad del ser-ahí histórico y finito, sino el ser en sí, como el factum que provoca todo el proceso de interpretación del ser-ahí. De modo que no es cierto que “hay verdad porque interpreto”, sino “interpreto porque hay verdad”. Pero esta heurística requiere superar tanto el esquema dualista trascedente de ayer (material e inmaterial), como el esquema inmanente de hoy (signo y significado).
Esto significa que el desafío de la filosofía del presente es equilibrar la faceta en que el mundo modela la mente (realismo y positivismo) con la mente modela el mundo (racionalismo, convencionalismo, posmodernismo). Esto permitirá no caer en el relativismo (ontológico, gnoseológico y moral), equilibrar determinismo y moralismo y evitar el escepticismo. En una palabra hay que rehacer la síntesis de la mente y el mundo (idealismo, fenomenalismo, fenomenología) para reconocer que ambos son independientes pero con relaciones de interdependencia.
Pero así como el proyecto de la lógica moderna de reducir lo filosófico a la lógica fracasó, porque no hay lenguaje formal absolutamente claro y libre de ambigüedades; de la misma forma el proyecto posmoderno de reducir lo filosófico a metarrelato también fracasa, porque no hay metarrelato que pueda completamente desvincularse de lo real. Mientras tanto, sigue arreciendo entre nosotros el espíritu nihilista con la prometeica transvalorización nietzscheana de todos los valores sin sentido ético, por la voluntad omnipotente de un pequeño diocesillo o deus in terris, que resulta ser el prototipo antropológico del capitalismo industrial con su utopía terrenal de la Ciudad del Progreso.
No hay duda que Nietzsche es actualísimo porque vivimos el tiempo del nihilismo, la crisis de todos los valores. La metafísica y la ontología son remitidas al valor. Atrás han quedado las discusiones nietzscheanas sobre el carácter metafísico del devenir (Heidegger), su sesgo antisemita (Bataille), su carácter contradictorio (Masini), su desprecio al débil y culto al fuerte que justificó el nazismo (Adorno-Horkheimer), si quedó atrapado en la hermenéutica del lenguaje (Foucault), y más bien se ponen en primer plano su dialéctica nihilista (Deleuze) y la voluntad de poder (Glucksmann).
Efectivamente, en la Ciudad Terrenal del Progreso el protagonista es el hombre consumista y egoísta que todo lo puede y todo desea, no tiene límites más allá de su voluntad de poder, el sentido de la realidad se va debilitando conforme avanza la sociedad cibernética, no hay hechos, todo se vuelve interpretación, código (Baudrillard), hasta la subjetividad se vuelve presunta (Barthes), el capitalismo cibernético irrealizó lo real en espectro.
Nietzsche intentando revertir el platonismo puso en duda el significado, todo depende de la voluntad de poder, su oposición no es “lógica y existencia”, sino “lógica y lingüística”. Y con estas equivalencias la voluntad de poder se trocó en voluntad de verdad. Con ello sus enviciados corifeos fueron más allá del sujeto, abrieron las puertas del Averno para renunciar al sujeto mismo culpándolo del discurso del poder. De modo que las tranqueras apocalípticas de la posmodernidad quedan abiertas de par en par enunciando que no hay historia ni realidad, sino tan sólo microhistorias que se resuelven en la anodina felicidad del espectáculo consumista.
Si a la Ciudad Radiante de la Antigüedad le siguió la Ciudad de Dios del Medioevo, a ésta le sucedió la Ciudad terrenal del Progreso de la Modernidad, donde el hombre comparte ilusionado la utopía de la satisfacción ilimitada de sus deseos por obra de la ciencia, tecnología y la oligofrénica burocracia. Y actualmente, por más que la ideología del progreso ha naufragado la gente vive semihipnotizada en que la salvación llegará por obra y gracia del aparato industrial, el fascismo tecnológico y la ciencia. Todo ello es fiel reflejo de la ideología iconoclasta que rompe con el principio de realidad y coloca en su lugar el principio voluntarista del placer. Reconocer el poder del significante terminó pervirtiendo la realidad y anulando al propio sujeto. Entonces se comprende el carácter espurio y devastador del pragmatismo irónico de Rorty que niega la autoconciencia en su cruzada antirepresentacionalista por la realidad textual o discursiva.
Estos delirios suicidas han sido retroalimentados y potenciados, en primer lugar, por la era del predominio de la globalización neoliberal, que en realidad es la tiranía de la codicia, la ambición y el lucro de las megacorporaciones privadas que conforman el Hiperimperialismo, y, en segundo lugar, por la cultura nihilista de la posmodernidad, que en buen cristiano es la dictadura del hombre anético. La primera desmontó hace casi cuatro lustros, con la primer ministra británica Margaret Tatcher –recientemente fallecida-, el otrora capitalismo de bienestar bajo el evangelio de Milton Friedman, ahondando en el presente la miseria universal en el seno de los propios países industrializados y excavando las diferencias económicas y tecnológicas entre países ricos y pobres. La segunda fue la flor del pantano de la sociedad que maximizó los beneficios empresariales privados, y dio lugar a la extensión de una humanidad pragmática, positivista y nihilista, hedonista, narcisista y sin sentido de lo trascendente.
Entonces, a la religión industrial de la acumulación le sucedió como nuevo objeto de devoción la religión postindustrial de ser lo máximamente útil para poder vivir una vida de gozo material constante. En la sociedad cibernética las cosas no están hechas para permanecer, sino que son transitorias, efímeras, hay que renovarlas constantemente, el relativismo como ideología triunfa y lo absoluto experimenta su más hondo extravío.
Esto tiene un efecto nefasto sobre el hombre, que no sólo interioriza la idolización de la máquina, sino que lo prepara desde lo más profundo de su ser para convertirse sin cascabelear en una pieza intercambiable y útil de la megamáquina social. El hombre se rinde y acepta desde su ser ha capitular que no es un fin en sí mismo y es tan sólo un medio para un fin externo. Es el kantismo pervertido y travesti: “Obra de tal manera que el mercado aprobara vuestros actos”.
El resultado es el triunfo psicológico, ideológico, social y material de la sociedad antihumanista, donde el exponente máximo es el dinero, la riqueza, el capital, cuya esencia verdadera es la negación de todo valor. Y este es el objeto máximo de devoción a la que se dirige todos los impulsos religiosos en la sociedad secularista, de cultura horizontal sin trascendencia. La barbarización de la cultura es la nota que orilla las ideas en la blasfemia y la irracionalidad. El arte sin belleza hace añicos el sentido estético y la devaluada realidad humana se siente con más fuerza a cosificarse si quiere ser por lo menos algo en esta realidad mercantilizada. El sexo sin amor, pornográfico, promiscuo, obsceno, animalesco, instintivo se convierte en la válvula de escape de un mundo que ha triturado lo espiritual y alquimísticamente lo ha vuelto en un valor de cambio, en puro interés, sin dignidad ni decencia flamea orgulloso cuanta más riqueza pueda lucir.
Este es el resorte más íntimo del infierno que los hombres han abierto en la Ciudad terrenal del Progreso: la negación de todo valor. Curioso destino de la axiología, pues la previa reducción de la metafísica y la ontología a su ámbito aparentó una repotenciación del valor. No obstante, ocurrió todo lo contrario, a saber, el valor se denigró, se desvalorizó. Lo cual demuestra que el valor sin referente objetivo se convierte en la piñata de la voluntad de poder enloquecida.
Así, si el hombre es de escaso o nulo valor el trono no puede quedar vacío, colocándose en su lugar la codicia, la lujuria y el poder. En la sociedad donde supuestamente debían crecer la mentalidad científico-técnica, la voluntad emancipatoria, la tolerancia y la libre empresa, es, por el contrario, el lugar desde donde emerge el predominio de las tendencias tanáticas y autodestructivas más sádicas del ser humano.
Por eso, la Paz Mundial no puede preservarse dentro de una sociedad regida por el dinero, el lucro, la ambición, el lujo y la avaricia. El estado de actual anarquía internacional no tiene su origen en que estamos en un mundo apolar, unipolar, bipolar o multipolar, sino en que ninguna potencia ni mente brillante propone un cambio radical de nuestra civilización. Mientras tanto seguirán surgiendo más Coreas del Norte que amenacen a la humanidad con encender la hoguera del exterminio nuclear.
Por eso el verdadero horror económico no es el desempleo (Forrester), la crisis ecológica, ni su conexión con la crisis socioeconómica (economistas y politicólogos), ni la necesidad de una macroética de la corresponsabilidad (Otto Apel, Hans Küng), sino la permanencia de un sistema cuya razón de ser estriba en generar materialismo, manipulación cerebral, avaricia, uso máximo de máquinas y consumismo. Ese es el verdadero horror económico porque al final termina destruyendo la realidad humana. Y la destruye tanto en el centro como en la periferia de la Modernidad, afecta tanto al Norte como al Sur, pues el capitalismo tardío o mejor llamado hiperimperialismo, no excluye ningún rincón del planeta en su soberanía transnacional.
En este sentido, ha sido Enrique Dussel quien ha considerado el neocolonialismo como la otra cara de la violencia occidental dominadora, proclamando que los periféricos pueden beneficiarse del debilitamiento de la razón, pero para ello –afirma- hace falta una ética de la liberación que supere el pensar ontológico griego para avanzar hacia una relación práctica con el otro y reconozca la alteridad negada (Posmodernidad occidental y transmodernidad latinoamericana).
Pero el discurso dusseliano de lograr la transmodernidad para reconocer la alteridad negada, comparte la misma tramposa aberración vattimiana contra la metafísica, reproduce la alienante razón estratégico-instrumental y se queda con el ilusorio ejercicio de una mera acción ética. Cuando de lo que se trata es de apuntar directamente hacia el corazón pervertido de todo el edificio ideológico que se cobija en un sistema basado en el egoísmo, la avaricia y el lucro. El nuevo hombre y la nueva sociedad no van a surgir de meros discursos éticos, pues es necesario abordar la enfermedad de todo el organismo y enfrentarlo con soluciones holísticas que permitan el cambio radical desde la raíz que se pudre. Se trata de un cambio de toda la estructura social y no de meras asunciones de una razón estratégico-instrumental. Por eso es que Dussel no supera el horizonte pragmático al que conduce la hermenéutica heideggeriana de la finitud.
En este sentido al filosofar latinoamericano no sólo le hace falta sublevarse contra el magisterio eurocéntrico, sino que abandonando el monólogo anatópico debe emprender la remitización del mundo y principiar la reconstrucción de una nueva utopía histórica. Reutopizar la vida y el mundo es el auténtico ejercicio de la razón ética, porque significa reafirmar la realidad del hombre y del mundo en su unidad. El horizonte de la liberación tampoco equivale a permanecer centrado en la realidad humana, porque la naturaleza y lo divino lo enfrentan en cada vericueto de su existencia.
De manera que la verdadera realización de su autonomía implica que la terraquización del hombre –tan exaltada por la técnica moderna- involucra el reconocimiento valiente de la omnipotencia de Dios. Se trata así de una nueva hermenéutica metafísica, ética, utópica y remitizante, que lejos de ver el Cielo como una amenaza a su libertad lo asume como una muestra del ser en su plenitud. De modo que la verdadera filosofía de la praxis no consiste en el abandono de la contemplación, sino en su ejercicio sin enclaustramiento académico.
Nuestra civilización es un contrasentido, y el Premio Nobel de la Paz concedido a la Unión Europea por no provocar otra guerra mundial no es más que una parodia mal montada para eludir lo más esencial: que una civilización que se fundamenta en el lucro y la avaricia tarde o temprano se destruirá así misma.
Por tanto, no se trata de reivindicar la cultura popular, aunque se olvide su opresión sufrida, como ocurre con Scannone y Rodolfo Kusch, ni se trata de superar el eurocentrismo ontológico, como acontece con Vattimo, Rorty y Dussel. De lo que se trata es de abandonar la autonomía de la economía respecto a la ética, porque ha demostrado hasta la saciedad atentar contra la naturaleza y el hombre mismo. Mientras siga en pie este sistema anético no será posible la reconstrucción de la razón ni de la libertad humana.
Al “hombre unidimensional” de Marcuse, que aspiraba a mejorar su condición dentro del sistema, y al “hombre del tener” de Fromm, que se diluía en la rapacidad de la posesión, le ha venido a suceder el “hombre anético”, que lejos de negar la alienación capitalista se fusiona con él en un frenesí sin límite ni freno ético. Pero si hay algo que nos vuelve humanos es la ética, sin ella el humanismo se vuelve hominismo naturalista, y la ética no es cualquier quiquiriquí mañanero dentro de la inmanencia, sino que es el verdadero camino para que el antropocentrismo se sienta vinculado a la trascendencia. La ética es la síntesis del encuentro entre lo universal y lo particular, la relación entre el individuo y los principios universales.
De ahí que en el hombre hay algo más que el hombre, cada uno es único e irremplazable, el hombre es el buscador de Dios, de lo Absoluto, y ser libres, autónomos y racionales es la vía regia para adentrarse en la unidad de lo inmanente con lo trascedente.
Pero la filosofía actual es predominantemente desmitizante y antirreligiosa. Desde la Ilustración se combatió a Dios con el argumento de que no es posible esperar una fe común y en su lugar están los Derechos Humanos que sí son universales. También en el tratamiento de los universales es donde mejor se revela su condumio con la luciferinización del mundo. La descalificación de los universales por las corrientes analíticas y posmodernas son las que mejor ilustran la represión de la realidad a favor de la experiencia individual, el pensamiento conformista y acrítico.
Paralelamente la corriente del humanismo secularista cree devolverle al hombre su capacidad de reencontrar su ser mediante una religiosidad atea sin Dios. Con ello fortalecen el narcisismo egolátrico de la voluntad emancipatoria humana sin horizonte trascendente. Pero lo único que se constata es que el impulso religioso en el hombre secularizado no desaparece, simplemente que se ha dirigido a los ídolos del dinero, el poder y el placer.
Ante ello hay que plantear una relación horizontal entre Dios-Hombre, como la forma idónea de restablecer el nexo entre lo humano y lo divino. Pues la relación con Dios no solamente es de encuentro (koinonía), como afirma equivocadamente Barth, sino también de participación (méthesis). En realidad, el luteranismo es antihumanismo porque rebaja las virtudes naturales del hombre. Así, hay que insistir que todo hombre tiene una relación directa e inmediata con Dios.
Las ciencias naturales deben y pueden ayudar a la forja de un nuevo humanismo y de una nueva sociedad, no sólo porque percibe que las sociedades son menos estables que la naturaleza, sino porque puede admitir con Spinoza que la sustancia puede tener otras modalidades distintas al espíritu y a la materia. Esa es la forma en que la ciencia nos deje de amenazar con la parálisis moral. Por su parte, economía, política y técnica han ahogado la vida espiritual en el nihilismo, requiriéndose cambios radicales en estos terrenos. Estas han creído que el hombre se basta a sí mismo, y no han comprendido que su libertad se halla ligada a la trascendencia. Hay que recordar con Jaspers que mediante la libertad y la trascendencia la realidad humana se presenta como única. Y con Aristóteles hay que destacar que proponer al hombre sólo lo humano es traicionar al hombre. Lo importante es el hombre unido al ser, reconocer la dimensión metafísica del humanismo, lo cual posibilita superar el nihilismo y recuperar la racionalidad humana. De manera que el verdadero humanismo tiene componentes sobrehumanos.
Por eso el humanismo sin Dios es inhumano, no sólo porque sólo sabe darnos un ser abstracto, sino, especialmente, porque confunden a Dios con dominación y no advierten la necesidad de una nueva imagen de Dios. El verdadero humanismo reconoce a un Dios que nos quiere libres, autónomos y racionales, porque su libertad no colisiona con la nuestra. No nos quiere robots ni sometidos a su ciega voluntad, como desea el siervo arbitrio protestante. Todo lo contrario, nos requiere libres y lúcidos en la medida de lo posible.
Así, el nuevo hombre y la nueva sociedad demandan esta nueva imagen de Dios, un Dios de la libertad y no de la dominación. Menudo nudo gordiano le toca afrontar al presente Papa Francisco, expulsar del Templo a los mercaderes y no podrá hacerlo sin enfrentarse con los poderos políticos y económicos imperantes.
En realidad, la exageración de la antinomia de la libertad, donde se recarga la providencia y la omnipotencia divina, no es de origen cristiano-protestante, sino que hunde su colmillo en la metafísica voluntarista de la mística alemana y en el paganismo extático del Uno de Plotino –el cual se alistó en la expedición del emperador Gordiano para conocer la filosofía de los persas y de los hindúes-, que acentúa la absoluta trascendencia de Dios.
La secularización sigue siendo un dogma de fe del posmodernismo y la sociedad posindustrial. A ello también contribuyó el marxismo, el cual fue la profundización secular del cristianismo. Pero el verdadero campanazo del “humanismo prometeico” (igualación con los dioses) no lo dio sino el capitalismo industrial, y del “humanismo luciferino” (negación de Dios, Razón y Progreso) acontece por el capitalismo cibernético. La conciencia emancipada de Dios, la Verdad, la Historia y el Ser a favor de los particularismos fue el grosero grito orgiástico del spleen decadente de la posmodernidad y del hiperimperialismo.
Ahora pensar debe ser escuchar los mensajes de los otros, pero además deben ser escuchados con supersticiosa piedad devota. Con ello se impone la inautenticidad del man, la nada, el vacío existencial. Todo se vuelve imagen, técnica, representatividad del ente en el olvido del ser. Estamos envueltos en el destino nefasto de interpretar todas las cosas del mundo como mercancías. Toda definición del ser cae en el estrato del ente. Ya el segundo Wittgenstein había renunciado al “lenguaje lógico perfecto”, aceptado como Heidegger y la teología negativa la imposibilidad del lenguaje positivo del ser. Tan sólo interesa la “exégesis como disfrute”. La hermenéutica que fue originariamente el momento de la razón universal ha devenido en desciframiento de los discursos microindividuales.
Vivimos la época del mayor divorcio entre lo apolíneo y lo dionisíaco, a favor de éste último. Y lo dionisíaco se regodea en su oposición a la verdad única, enlodando los fenómenos en la charca del frenesí lingüístico. La voluntad de poder culmina así en una voluntad de verdad, que en realidad es la máscara ideológica de un sistema que deshumaniza y pervierte al hombre. La presente hora apocalíptica arroja sus vestiduras para dejar ver un cuerpo llagoso donde el último móvil es el placer instintivo egoísta.
Aquí se entrecruzan, como asaltantes de caminos, Nietzsche, Heidegger, Gadamer, Derrida, Vattimo y compañía, para disolver toda forma y jerarquía, disgregar la unidad de la verdad, desfundamentar la realidad y levantar el telón de un crepúsculo donde las categorías dibujan una ontología despotenciada, pálida, rutinaria, frívola y retórica. Incluso superar la metafísica desde la ética, como lo pretendió Levinas, es incompleto en tanto que resulta siendo olvido de la misericordia ínsita en el acto de existir.
El fin de la metafísica como disolución del principio de realidad es en realidad una racionalización engañosa de un sistema inhumano que defiende la fría y abstracta rentabilidad de la ganancia al margen de cualquier otra consideración y parámetro de pensamiento. Este “adiós” a la verdad no es más que una estratagema instrumental de un sistema que vive la libertad divorciándola de la justicia y la solidaridad. Y todo esto se implementa bajo el pretexto de respetar la pluralidad de interpretaciones y la libertad.
Sin embargo, entre estos negros nubarrones y sin afán de extender más estas líneas es posible ser optimista y atisbar una oportunidad razonable de cambio si reparamos en el hecho de que el núcleo duro que representa la sociedad de la avaricia, la manipulación, el egoísmo y el egotismo está en un extremo de la balanza y en el otro extremo están los humanistas radicales, pues en el medio está inmensa mayoría que se acopla a la estructura social imperante. Además, el hombre nihilista de nuestro tiempo tiene menos temor al cambio debido a que está acostumbrado a amalgamar su conducta a las exigencias externas del mercado capitalista.
De esta manera es posible plantear una nueva utopía, en vez de infecundas reformas parciales, para que a la Ciudad terrenal del Progreso Material le suceda la Ciudad Humanista del Espíritu. Esto, por lo demás, es una muestra que entre el Gobierno y el pueblo está la tercera potencia de los escritores.
Pues bien, para coadyuvar a la transformación interior del hombre es necesario implementar los siguientes cambios:
º Introducir el salario ciudadano. Garantizar vivienda básica, un mínimo de alimentos, más salud y educación gratuita a todo nivel, bastaría para librarnos del contingente de burócratas que insumen los recursos del pueblo, se libraría a las personas de la extorsión por hambre, educación y vivienda y aseguraría una libertad e independencia real respecto a los poderes externos. La excusa capitalista de que la gente es ociosa es falsa y sólo ha servido para racionalizar la opresión sobre el prójimo. Otra ventaja sustancial de la medida sería que el trabajo que se realiza ya no encuentra su impulso en el vil lucro sino en la realización personal. Entonces, realmente la humanidad habrá pasado del Reino de la Necesidad al Reino de la Libertad, porque el reino de la libertad jamás podrá consistir en la alienante satisfacción de consumir sin límite. Además, el salario ciudadano será la verdadera base material para poder subordinar la producción a la educación e incrementar la conversión de la riqueza material en riqueza cultural.
º Suprimir la publicidad y todos los métodos de manipulación mental política y comercial. Descontaminaría la urbe permitiendo disfrutar de la ecología natural y mental, pero sobre todo eliminaría una droga embrutecedora del consumismo que crea necesidades artificiales y suprime el sentido crítico con métodos sugestionadores. Por eso, en una economía no competitiva será más importante la fiscalización organizada de los consumidores.
º Destrucción completa de las armas nucleares, biológicas y de destrucción masiva, junto con el control estricto en la comercialización de las armas convencionales. Lo cual permitiría poner fin al dominio militar de unas naciones sobre otras, dilapidar recursos y acabar con el recelo entre países. Suprimiendo las máquinas de la muerte se habrá dado un paso sin retorno para que el hombre avance en dirección de ser un pastor del ser y no un pastor de las máquinas.
º Limitar drásticamente el derecho de los accionistas para determinar la producción y las finanzas. Ello permitiría no basar la producción industrial ni la banca en la ganancia, sino en las reales necesidades sociales de la gente. Esto permite pensar en un sistema económico diferente tanto del capitalismo, que nunca respetó el libre mercado y manipuló precios amasando exorbitantes beneficios privados; y del comunismo burocrático, que no atendió la demanda de los consumidores. Esto conlleva que la educación dejará de estar distorsionada desde la base económica porque en vez de subordinarse a la producción ahora lo hace a los conocimientos mismos. En realidad, cuando el objetivo de la actividad económica ya no sean los beneficios entonces ésta se humanizará. Por ello, se requiere con suma urgencia una economía de las necesidades que sustituya a la economía adquisitiva y lucrativa del capitalismo. La explotación de las máquinas es la alternativa a la explotación del hombre.
º Robustecer la autonomía de la comunidad descentralizando el poder. Pues al madurar la vida social disminuirá el control del Estado, el poder de los monopolios y el crecimiento de la máquina. Con un cambio de ideales estos tiranos volverán a ser nuestros servidores. El paro social del Estado, los monopolios y la máquina será inversamente proporcional a la realización de los valores humanistas. En una palabra, en la medida en que madura la vida social estas megamáquinas (Estado, monopolios y tecnología) tenderán a desaparecer en su protagonismo tan señalado y serán como ríos subterráneos que existen pero que ya no estorban.
En una palabra, estamos ante una cuestión crucial para lograr una nueva sociedad y un nuevo hombre, lo cual sólo será posible si se sustituye como estímulos al lucro, la ambición, la avaricia, el poder, el consumismo, el egoísmo y el egotismo, para poner en su lugar la solidaridad, el ser, el dar, el amar, la autonomía, el espíritu crítico y la piedad. Sin poner fin a la sociedad del tener y de la apariencia sólo nos quedaremos con una máscara que al final será nuestro sudario mortuorio.
En esto último consiste la realización de la autonomía radical del hombre y no en el engañoso humanismo sin Dios. La economía dineraria estorba al humanismo y por eso se requiere una economía, una política y una ciencia ética, capaz de crear las condiciones para el surgimiento de un nuevo hombre y de una nueva sociedad, donde la utopía humana dirija a la utopía técnica y no a la inversa. Pues, sin verdaderos valores humanistas y sin cambio de actitud la enajenación nos llevará a una catástrofe inminente e inevitable.
Lima, Salamanca 13 de Abril 2013
Muito bom Gustavo, parabéns pelo texto!!!!
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