ONTOLOGÍA DE LA ALTERIDAD (II)
Contra la racionalidad sin ética
Gustavo Flores Quelopana
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Ontología de la alteridad
La fenomenología de la alteridad de Levinas, que busca evitar el solipsismo, se ubica más allá de la fenomenología trascendental de Husserl y de la ontología fundamental de Heidegger. Pero de lo que se trata ahora es de saltar la valla fenomenológica para reconocer la estructura ontológica de la alteridad, centrada en el ser ético.
El existente siente el impulso ontológico de salir de la existencia,
inconforme y asediado de contradicciones irrumpe en lo Otro y en los Otros.
Pero en esta irrupción hacia la alteridad se da la otredad del sí mismo. La
otredad del sí mismo alude al misterio del propio yo para el existente. Sófocles
decía: “Nada hay más misterioso que el hombre”. Y Freud y luego Lacan ahondaron
en esta verdad. La conciencia moral no sólo se desconcierta ante la otredad del
mundo y la otredad del prójimo, sino también ante la otredad de sí mismo. Se percibe
a sí mismo como un logos insondable y profundo, lleno de misterios y enigmas,
frente al cual debe asumir y adaptarse. No se trata de ninguna división
esquizofrénica de la persona, se trata de los vericuetos insondables del alma,
que apenas afloran en el sueño nocturno, las fantasías conscientes, el dormir
sin soñar y el soñar despierto. Extendiendo las elaboraciones teóricas de Ernst
Bloch, en El Principio Esperanza, se podría decir que el hombre es una
utopía viviente. El principio esperanza es una ontología dinámica del ser y en
ese dinamismo entra la acción ética. Sólo que en ese dinamismo de la acción
ética se inscribe no en el horizonte blochiano de lo trascendente sin
trascendencia, sino en el de lo trascendente con trascendencia. El deseo de utopía
está presente no sólo en todas las edades del hombre, sino en el corazón mismo
de la razón ética, porque el deseo de bien finito es insostenible sin el Bien
absoluto.
Hay que afirmar que lo ético es irreductible a lo ontológico es negar la
particular naturaleza ontológica de la existencia humana. El hecho de existir
es algo bueno, si no lo fuera nos hundiríamos en la nada, pero esa bondad del
existir es común a todos los entes. Sin embargo, en el hombre cobra una
relevancia especial porque le da sentido a su ser. En el hombre la bondad del
existir se vuelve inversamente proporcional a la realización valorativa de su
existencia. A mayor realización valorativa menos importancia cobra su simple naturaleza
ética, porque lo importante en el hombre no es su estructura ética-ontológica,
sino la realización práctica de la misma. Y en esa realización práctica de la
estructura ética-ontológica del hombre está el sentido religioso de la unión
con el Bien Supremo. En otras palabras, de poco sirve emprender la realización
del sentido ético al margen de su unión con el sentido religioso. Y esto es así
porque el pináculo del sentido de las dimensiones éticas de la vida es el
sentido religioso de unión con el Absoluto. Es por ello por lo que la
secularización empobrece la realización plena del sentido ético de la vida,
porque al vaciar al hombre de la sed de Dios estrangula su vida ética en
vanagloria y narcisismo soberbio. El sentido religioso de lo ético no es sustitución
de la clave ética por la clave teológica, sino que es su cabal cumplimiento
porque se trata de elevarse hacia la Otredad suprema que es Dios. Dios es el
Otro absoluto, incognoscible, santo y puro, que nos remite a la identidad
completa del Bien con el Ser. Es por eso por lo que la existencia ética finita
humana tiene que ver no sólo con el valor, sino también con el bien y el ser. Es
más, el valor perdería peso y sentido sin éstos últimos.
Así, cuando el multimillonario Warren
Buffett afirma con orgullo sobre la revolución de los ricos contra los pobres:
"Naturalmente que hay lucha de clases, lo que pasa que es la mía la que va
ganando", lo que se entiende es que no sólo se está faltando al sentido
ético con el prójimo sino también con la Otredad absoluta que es Dios. Ahora se
entiende por qué la izquierda se ha vuelto conservadora, logrando aliarse con
el sentido común. Lo que hoy pide el pueblo es conservar los derechos a
estudiar, a tener familia, a trabajar en su lugar de origen, a la sanidad, a la
pensión, a mantener sus derechos laborales. Pero todo eso fue arrasado por la
ofensiva salvaje del neoliberalismo y la oligarquía financiera. Entonces, ahora
se concibe que ser conservador se ha convertido en algo muy de izquierda. Ser
conservador se convirtió en la mejor forma de ser antisistema. Pero de poco
servirá ser de izquierda y antisistema si no se repara en que el sentido ético
se diluye en las manos del hombre cuando anda divorciado del sentido religioso
de lo ético.
La modernidad no se salvará en sus
principios fundamentales de Fraternidad, Igualdad y Solidaridad mientras que no
se alíe con el sentido religioso de lo ético. Mientras tanto seguirá
precipitándose en el abismo mortal de la disolución nihilista.
El hombre es un ser ambiguo, acosado de
contradicciones, su existencia es un valor condicional, el valor a su vez es
secreto y manifiesto, todo lo cual hace posible que rechace el valor. Lo que
nos hace éticos no es el encuentro en la otredad, sino el encuentro y la
realización libre de los valores. Lo ético ya es en sí metafísica porque revela
un trascendente en lo inmanente con la misión cósmica de enlazar la inmanencia
con la trascendencia. Y ello sólo es posible con los valores máximos del Amor y
el Bien. Pero parece que vivimos en una época postmoral, en el que bastan el Derecho
y la política. Como sostiene Adela Cortina, en su libro Ética sin moral,
la ética sin religión y sin metafísica ha sido vaciada de contenido, se ha
quedado sin objeto en nuestros tiempos. Utilitaristas y partidarios de la ética
discursiva han adelgazado tanto la ética que en las manos solamente queda el
Derecho y la política. El resultado es una ética sin moral. Su apuesta es por
la autonomía personal y la solidaridad social, capaz de llevar adelante la
ética moderna y legitimar la democracia auténtica. Es más, en otro libro suyo
titulado Ética mínima, sostiene que en tiempos en que nadie ambiciona
descubrir la verdad, el bien y la justicia, sino solamente pasarla bien, es
necesario que la cultura recupere su sentido respondiendo las preguntas por la
rectitud y la justicia. Por lo menos busca alumbrar una ética de mínimos con el
consenso y la autonomía humana como ejes centrales. No obstante, hay que
señalar que son justamente estos ejes acentuados al máximo los que están conduciendo
a la modernidad al gris nihilismo decadente y disolvente del sentido moral.
Los filósofos éticos que se aferran al
ídolo de la secularización, a saber, la razón autónoma, jamás entenderán que es
justamente ésta la que hay que derribar para dejar a una razón que reconozca las
verdades suprarracionales, O sea no se trata de sustituir la razón por la fe,
sino de reconocer a ambas como herramientas indispensables que tiene el hombre
para elevarse a la verdad. Al contrario, el insistir en la razón autónoma ha
llevado a la racionalidad sin ética hacia la negación de la razón y de la verdad.
Por ello, el camino no es salir de lo
ontológico para entrar en lo ético. Pues lo ético es una forma superior de la
ontología. Y en esta forma superior el ideal cumple un papel relevante. Lo humano
no es el ente que se supedita al ser real, porque opone el ideal a lo real. El
ideal se identifica con el atractor del valor, pero ya es el poder dinámico y
viviente de la idea persiguiendo al valor. Pero en esta oposición del ideal a
lo real se expresa la continuidad del acto de participación ontológica. Es una
oposición ética que no excluye lo ontológico. La relación ética no está más
allá de la ontología, no es extraontológica, porque el Yo es morada del ser
valorativo. Pero la aparición del Otro no impone responsabilidad al Yo, sino a
condición de determinados ideales y valores. Por ello la relación ética es asimétrica
en cuanto a la responsabilidad, pero simétrica en cuanto a la identidad
-reconocerse a sí mismo en el Otro-. La Conquista de América por el imperio español
se ilustra bien la relación ética asimétrica entre el español conquistador y
los autóctonos vencidos. Mientras que la relación ética simétrica se aprecia
cuando los autóctonos reparan que los invasores son humanos en vez dioses y pueden
ser destruidos.
Como no se da el camino de separación entre
ética y ontología tampoco es necesario ir hacia otro tipo de lenguaje distinto
de lo ontológico. En De otro modo de ser o más allá de la esencia,
Levinas se propone ir más allá del lenguaje conceptual para instalarse en el
corazón de la ética. A su modo de ver las cosas la comprensión del prójimo
exige instalarse lejos de la comodidad lógica de lo “dicho” para tender
campamento en lo “dicho”. El prójimo es prerreflexivo e invoca responsabilidad moral.
Pero ya hemos visto que todo este esfuerzo por la búsqueda de otro tipo de
lenguaje no ontológico se deriva de un malentendido de base: lo ético está más
allá de lo ontológico. Pues, la responsabilidad que exige el encuentro con el
prójimo no sólo plantea la primacía de la acción sobre la teoría, sino también
la asistencia de la teoría sobre la acción. En otras palabras, el prójimo será prerreflexivo
en cuanto a su existencia, pero no en tanto existente. Y por ello mismo plantea
el problema racional de la justicia.
La ontología de la alteridad es ética ontológica
porque ve el sujeto como ente en relación y como ente que se observa en sí
mismo dentro de un todo referencial que no se desentiende el Ser, sino que es
una forma particular del ser. Los hechos vitales y empíricos del amor, la indiferencia,
el gozo, el dolor, la muerte, la paternidad, la amistad, entre otros, son
atendidos justamente porque este ser en relación no puede sumirse en el solipsismo
del yo trascendental husserliano, ni en la incomunicación del Dasein heideggeriano,
ni en el divorcio ontológico de la alteridad levinasiana. En la ontología de la
alteridad la ética no se supedita al Ser, sino que es manifestación de la transformación
misma del ser. El ser ético no es una supeditación del ente al Ser, sino que es
una realización del ser en lo ético. El ser ético está irremisiblemente
arrojado a la relación con la otredad, no puede esquivarla, ni en las mayores
atrocidades que se pueden cometer contra el prójimo desaparece aquella condición
ontológica de ser ético, ya sea para asumirla o negarla. El ser ético es una
condición, no una determinación, y por ello mismo expresa la ambigüedad de la propia
condición humana siempre dependiente de su decisión libre.
Justamente por ello la adhesión de Heidegger
al nazismo no sólo fue de índole contingente y personal, no se trata de una simple
falta de coraje, sino de una decisión libre que no deja de estar acorde con sus
presupuestos filosóficos, como del Dasein abstracto y solitario, cuyo encuentro
fundamental no es con los otros sino con el Ser o su idea del hombre como ser
para la muerte. Ahí sí hay supeditación inhumana del hombre al Ser. Pero en la
ontología de la alteridad no lo puede haber, salvo deliberadamente por razones
ideológicas, porque el hombre es ese ser rodeado en el mundo de alteridades,
otredades, que no puede ignorar, porque incluso la indiferencia frente a ellos
ya es un tomarlo en cuenta. Por ello, cuando Gadamer (Verdad y método) afirma
que la “facticidad de la vida” no son las cosas sino las creencias, costumbres
y valores, o el ethos, olvida señalar lo fundamental a todo ello, a saber, el
vínculo ontológico-ético con los demás. Gadamer se limita al ethos-logos o
argumentativo intelectivo, pero lo anterior a ello es el ethos-pathos o lo
emocional prerreflexivo.
La muerte es un hecho empírico y vital que
sacude al hombre desde los cimientos del ethos pathos hasta el ethos logos. La
muerte impacta y enlaza con la otredad de una manera muy especial. El “ya nunca
lo veré” o “lo veré en otro mundo” es un signo del fuerte vinculo prerreflexivo
y emocional que guarda el hombre con su prójimo. Al morir el otro la capa ética
más profunda, el ethos páthico, recibe el golpe de su ausencia de un modo
desconcertante, humillante y enigmática. Siente no sólo que se le ha quitado
algo, una compañía apreciada, y que no puede hacer nada, se siente impotente, sino
que, además, se le hace patente su propia mortalidad y desintegración en la muerte
del prójimo. La experimentación propia e intensa de la finitud por la pérdida
de un familiar o allegado lo llena de angustia y desesperación. Ama la vida y
se resiste a ser un ser para la muerte. Y la falta de sentido y la
incomprensibilidad del hecho pasa a ser asistido por el siguiente nivel de la
conciencia ética como es el ethos logos. De ahí saldrá la comprensión
valorativa, el consuelo y la esperanza moral para el hecho luctuoso. Las
reacciones de los niños ante la muerte son de lo más reveladores y
significativas de aquella capa prerreflexiva y emocional del ser humano. El niño
siente impresión, orfandad, tristeza, ansiedad, enojo, culpa. El pensamiento
concreto de los pequeños expresa con más claridad ese estrato profundo del
ethos pathos que ve la muerte como un viaje del que se ha de volver. La
valoración de la partida mortal como momentánea, no entiende su carácter
irrevocable, inevitable e irreversible. Esa limitación de la comprensión de la
muerte se encuentra fuertemente enlazada al estrato emocional que responde a
una percepción especial del tiempo. El niño de edad preescolar casi no siente
el transcurso del tiempo. Es similar a la sensación mágica que se cobija en el
alma del poeta. En su mundo mágico las fronteras del espacio y del tiempo aún
no han cobrado su rigidez posterior. Se experimenta el tiempo como un devenir
continuo donde apenas cambia el color del cielo. Así, de leve le parece la
muerte, apenas un ligero cambio del que luego se ha de volver. Esa percepción
está ligada más pronto a la capa del ethos pathos de la esfera valorativa, la
misma que imprime el sello de la imposibilidad de un no retorno en medio de la
sensación de la existencia como algo bueno.
El filósofo sudcoreano Byung Chul Han reflexiona sobre la muerte en su
obra Muerte y alteridad. Tomando en cuenta a Kant, Heidegger, Levinas y
Canetti, entre otros, afirmará que concebimos la muerte como la extinción sin
residuos del yo personal, como la imposición absoluta de lo totalmente
heterogéneo. La inminencia de la muerte puede despertar un amor heroico, en el
que el yo deja paso al otro y se promete una supervivencia. Así en torno a la
muerte surgen complejas líneas entrecruzadas de tensión entre el yo y el otro.
Una de ellas es tomar conciencia de la mortalidad para asumir la serenidad y la
afabilidad. En la explicación de Byung Chul Han sobre la muerte se puede
advertir nítidamente que el esfuerzo por tematizar la experiencia de la finitud
en la mortalidad pertenece a lo que hemos llamado el ethos logos, al ethos
discursivo, mientras que las reacciones prerreflexivas de énfasis del yo y el
amor heroico ante ésta tienen que ver con la capa del ethos páthico. Pero la
valoración páthica de la muerte no adelanta la conclusión de que somos un “ser
para la muerte” o “para la inmortalidad”, ello acaecerá luego con la valoración
del logos.
Ahora bien, el tema de la guerra es otro empírico y vital que corre parejo al de la
muerte. Pero es muy diferente una “guerra que se sufre” a una “guerra que se
emprende”. Una guerra que se padece asalta el estrato emocional más profundo de
la existencia, el ethos pathos, que está ligado a la supervivencia misma. El
deseo de no morir domina en ella. En cambio, en la guerra que se emprende
predomina el ethos logos, ligado a la asunción discursiva de determinados
valores justificatorios o condenatorios. El deseo de matar predomina en ella.
De lo contrario cómo explicar la adhesión a la guerra de mentes lúcidas de
intelectuales como Spengler, Jünger, Schmitt, Jaspers, pero
también Max Weber y Thomas Mann, a la "ideología de la guerra". El
filósofo e historiador italiano Domenico Losurdo, en su obra La comunidad,
la muerte, occidente, examina dichas afecciones que calificaban a la guerra
como "grande y maravillosa". Primero estudia la configuración
filosófica centrada en la idea del ocaso de Occidente junto al tema de la
comunidad y la muerte en la guerra. De lo cual emergerá produce en Alemania la
ideología de "tierra y sangre" de la ideología nazi. Luego compara el
tema del destino occidental-alemán, frente a los opuestos
"mercantilismos" de las democracias y de la Unión Soviética. Pero el
propósito de todo este recorrido de Losurdo es explicar los elementos
ideológicos en la teoría filosófica de Heidegger y contextualizarlo sin
recurrir a apología ni a demonización. De su examen se extrae la conclusión de
que el “ser para la muerte” del Mago de Friburgo respondía al ethos del logos
como discurso predominante en el contexto social de la Alemania de
entreguerras. Lo interesante aquí es apreciar que Heidegger nunca supo procesar
los horrores del Holocausto como censurables. Su filosofía nunca tuvo oído para
la ética, sino tan sólo para el Ser abstracto. Ese divorcio profundo entre el
ethos del pathos y el ethos del logos en Heidegger es una característica de la
sociedad nihilista divorciada de los valores superiores, es un mal de nuestro
tiempo. Esa comunicación defectuosa entre la captación emocional del valor y su
efectuación práctica, hasta el límite de su negación, no tiene que ver con la
naturaleza humana, sino con la presión social y el deterioro cultural de la sociedad
imperante. Un sistema social que sustituye las auténticas necesidades humanas
por otras artificiales, como sucede en el capitalismo, termina aniquilando los
reales valores humanos e imponiendo una civilización material. Al trastocarse
los órdenes teleológicos lo cuantitativo termina sometiendo a lo cualitativo,
el valor se reduce a objeto, avanza arrolladoramente la tragedia de la cultura,
donde un ímpetu demoníaco orilla a la humanidad a una especie de demencia
social. La barbarie de la civilización materialista desemboca en la hegemonía
de lo técnico-científico, donde lo importante no es pensar seriamente, ni conocer
la verdad, ni valorar sustancialmente, sino vivir sin responsabilidad y actuar
con ironía lúdica.
3
Ethos páthico y Ethos
logos
La ontología de la alteridad parte de
esta diferencia entre ethos páthico y ethos como logos.
El primero atiende a la estructura ontológica de lo ético, como forma especial
de la naturaleza humana. El segundo a las manifestaciones discursas en la
historia de dicho fondo. El primero no es extratemporal, pero tampoco es
enteramente histórico, es esencia que depende la existencia para manifestarse.
En cambio, el segundo es temporal e histórico. Pero la estructura ontológica de
lo ético, el ethos-pathos, no obliga, sólo condiciona la obligación. Si
obligara dejaría de ser ético y se volvería en el algo determinado y no libre.
Es por ello por lo que el hombre es una existencia que marcha como existente. Y
en su marcha encuentra que la filosofía no es una opción sino una implicación
existencial.
Esto tiene que ver con la afirmación de
Heidegger en Interpretaciones fenomenológicas sobre Aristóteles, donde
indica que el hombre a pesar de su apertura permanece oculto. Pero lo oculto en
el hombre no es una determinación de su finitud ontológica sino una condición
de su ontología ética. Justamente lo oculto preserva su libertad y lo hacer ser
lo que es, a saber, un ser libre, capaz de amor y odio, de bien y mal. El
hombre como ser finito es un ser contingente y falible pero también libre. Esto
no significa que la ética precede a la metafísica por medio de una praxis
vital, sino que es ya una manifestación metafísica de la criatura humana que
está entre los Otros.
La categoría mundanal de la vida, admitida
por Dilthey, Husserl, Heidegger, Ortega, Gadamer y Habermas, es el contexto del
ethos-logos donde se toma posición frente a los valores, pero previa a ella se
da la categoría a priori-trascendente de la vida, como el contexto del ethos-pathos
donde el sujeto está situado ante la Otredad y la dación de los valores. Es por
eso, que la ontología de la alteridad no es simplemente ética de la alteridad,
porque no se limita a ver que los sujetos son seres en relación, sino que,
además, señala que esa relación es posibilitada por una estructura
ontológico-ética como horizonte metafísico donde aparece la Otredad y se dan
los valores, mucho antes de la toma de posición ante ellos. Por eso, es un
horizonte prerreflexivo y prejudicativo, metafísico y ontológico, pero de
naturaleza ética. Por eso, no es el comprender lo propio del hombre sino, un
acto prerreflexivo previo, el recibir la dación del valor. Ciertamente que la
mera dación del valor es inoperante sin el comprender, pero la dupla “dación
del valor-comprender el valor” -con la primacía del primero- es lo propio de la
existencia humana.
Es por eso por lo que quienes afirman desde
una ética discursiva -Habermas, por ejemplo, en su obra Ética del discurso y
la cuestión de la verdad- que el mundo se funda en estructuras lingüísticas
intersubjetivamente compartidas, tienen razón sólo a nivel del ethos-logos,
pero no del ethos como pathos. El hombre no sólo es un ser que conversa
-Aristóteles decía que es el ser que tiene lenguaje-, porque si se abarcan
gestos estaríamos a nivel de los animales como las ballenas y los delfines. No
sólo somos diálogo y prudencia -como prefiere Gadamer-, sino que somos lenguaje
porque habitamos en un previo horizonte extralingüístico de índole ético-valorativo.
El Ser habla al hombre, pero también nos habla nuestro propio ser en clave
ético-valorativa. En realidad, el Ser habla al hombre bajo el tamiz de esta
clave. Todo el interés humano por las cosas del mundo pasa por el cernedero de
lo ético-valorativo. Hay otra forma de decir lo mismo: ninguna gran idea llega
al hombre sin antes haber estado en su corazón.
Quizá sea otra forma de leer la lógica
del corazón de Pascal. Pero Pascal con su cristianismo individualista del siglo
diecisiete sea ajeno al tiempo natural y en ello se aleje de nosotros, pero es
contemporáneo no por su tiempo de la gracia, sino por advertir -como
Dostoievski- que la cuestión de Dios es una cuestión decisiva del hombre, quizá
el asunto existencial más importante que condiciona nuestra relación con el
prójimo. El hombre será una nada frente al infinito, un todo ante la nada, pero
un medio para evitar con el prójimo la nada y elevarse juntos al infinito. La
ontología de la alteridad no reclama una actitud pascaliana, porque ya está
instalada en la ontología del bien y del mal que anida en el corazón del
hombre. Si cada uno encuentra lo que es en el fondo de su corazón, es porque no
todos venimos al mundo con la misma capacidad para percibir el ethos como
pathos y realizar el ethos como logos. De qué depende esa capacidad de nuestra
alma. No hay duda de que somos misterio para nosotros mismos. Y es mejor
reconocer que nuestra razón es tan poca cosa que es locura pretender tener
respuesta para todas las preguntas.
Por lo pronto lo más prudente será
acogernos al consejo de Pascal: Hay que cuidarnos de dos excesos, excluir la
razón y no admitir más que la razón. Sin duda que la comprensión e
interpretación de la ontología de la alteridad es temporal e histórica, porque
el hombre lo es. Pero de ello no se deriva necesariamente que no pueda
comprender ni interpretar lo intemporal y transhistórico. Incluso puede darse
que el Ser y el Valor no siempre converse con el hombre o que su conversación
no sea escuchada. La intersubjetividad del diálogo no se siempre y en todo momento
de la misma manera. De aquí estamos a un paso de sentirnos tentados a repetir
gadamerianamente que la hermenéutica no es un método sino el modo de ser del
hombre. Pero no es necesario reincidir en la ontología fundamental heideggeriana
porque la ontología de la alteridad pone énfasis en que antes que seres
interpretantes somo seres captadores de los valores. Los valores asedian al ser
del hombre porque su ontología es ética. Ni en la depravación y denigración el
hombre pierde su sentido ético, incluso puede perder la vergüenza, pero no el
sentido de lo malo y lo bueno. Esto es importante, porque señala el grado de
enlace que existe entre el ser y lo bueno. Como ya lo destacó la escolástica, el
acto de existir es algo bueno, ni el demonio puede desprenderse de ello. En
cambio, la realización del valor, la práctica del bien o del mal, depende del
desarrollo de los hábitos virtuosos o viciosos.
Es por eso por lo que se puede
desconfiar de la ética cuando no se promueve la virtud y se extiende la cultura
de la vulgaridad. En este sentido la ontología de la alteridad no es ninguna
garantía para el triunfo del bien y la edificación de una sociedad y
civilización ética, sino tan sólo la indicación que lo ético no se desentiende
del ser, ni es su opuesto ni se subsume ni le es superior. Simplemente en la
jerarquía de los seres lo ético es la forma correspondiente al ser del hombre.
Su desarrollo no depende de esta base, ni de la toma de conciencia intelectiva respecto
a ella, sino del desarrollo de virtudes que hagan posible la realización
efectiva del bien y del valor superior del amor. Es por ello que la ontología
de la alteridad no puede limitarse a una interpretación y comprensión temporalista
del ser, el bien, la verdad, la historia, porque el hombre no es sólo temporal,
hay en él algo de lo eterno e infinito. No se trata de caer en un nuevo nominalismo
y relativismo proclamando que el hecho supremo es la interpretación, porque no
es el lenguaje el que constituye la conciencia sino lo moral, lo ético y el valor.
Pero a pesar de que es el horizonte ético el que constituye la conciencia, ello
no significa siquiera que tener conciencia moral implique la consecuente
práctica de los valores. Existe una conocida anécdota sobre Max Scheler al
respecto: un alumno le preguntó porqué no vivía los valores con la misma pasión
con la que los exponía, sólo atinó a responder que el poste indicador del
camino no necesariamente se mueve en ese sentido. El peligro de tal actitud lo
hemos visto en el desarrollo subsiguiente de la filosofía en la línea
posmoderna y en el neopragmatismo donde incluso el poste indicador ha sido
arrancado para sólo quedarse con la actitud interpretante. En la racionalidad
práctica discursiva se cruzan la ética y la hermenéutica en un contexto donde no
hay normas universales, sino solamente modos de vida. El resultado es un
relativismo inevitable.
Todo indica que la verdad, el bien y el
valor no pueden quedar bajo el horizonte del intérprete. Ello está basado en
una errónea comprensión de la esencia humana, como existencia interpretante en vez
de existencia sintiente del valor. Pues el fundamento ontológico del valor y
del bien no es la existencialidad del ser humano interpretante. No es que haya
verdad porque lo interpreto, sino que interpreto porque hay verdad. De la misma
forma no hay bien y valor porque existo, sino que existo porque hay bien y
valor. Lo afirmado también colisiona frontalmente con la ética discursiva habermasiana
que sostiene que ni la tradición ni el diálogo son garante del libre acuerdo,
porque son distorsionadas por fuerzas que violentan la relación intersubjetiva.
Por lo cual, únicamente el “consenso” garantiza la verdad. Sin embargo, hacer como
los habermasianos que el conocimiento de la realidad sea una construcción lingüística
no supera la valla del subjetivismo y del historicismo. En este sentido, la ontología
de la alteridad al hacer comprender que el hombre es una criatura ética, que no
crea el valor ni el bien, sino que lo capta en su capa primordial ética del pathos
y que pugna por expresarlo en la capa ético del logos, evita caer en la trampa
del subjetivismo, el historicismo y el relativismo moral.
La revolución filosófica de la ética de
la alteridad levinasiana es concebida como una ética que surge autónomamente
respecto a la ontología, en la que el Otro es una alteridad radical y trascendente
a la que denomina infinito. Considera que la ontología occidental ha estado
dominada por el concepto de totalidad, la cual ha promovido la libertad egoísta
y la dominación del Otro. Con lo cual la ontología impide la relación con el
otro basado en la justicia. El Otro no es una idea sino un rostro que evoca
conversar, pero que también cuestiona la conciencia. El rostro es el primer
discurso que interpela. Es la presencia del Otro lo que provoca la corriente
ética de la conciencia. El deseo es infinito, pero el deseo de ser más allá de
la esencia es acción humilde que va a lo infinito del Otro. Lo Otro cuyo
término no es el ser sino Dios. Es decir, la Otredad de Dios que se encuentra
más allá del ser y de la ontología.
Lo que aquí propongo como ontología de
la alteridad es que es un error concebir la ética más allá de la ontología. La
ética no está subsumida ni más acá pero tampoco más allá de lo ontológico. Lo que
hemos afirmado es que la ética es un modo particular de lo ontológico. La ética
es una ontología de la persona, diferente a la ontología de las cosas. La ética
es la ontología de un ser dotado de libertad, capaz de captar el valor y de
llevarlo a la práctica. No es la ontología y el concepto de totalidad lo que
lleva necesariamente a la dominación del Otro e impide la justicia y el diálogo
con el Otro, sino que son los vicios y pasiones desenfrenadas. No será concebir
al Otro como un infinito lo que promoverá el diálogo justo con él, sino atenerse
a las virtudes. Por otro lado, poner a Dios por encima del ser como bondad suprema
resulta sumamente controvertible.
Más coherente resulta Hans Jonas, en su
libro El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización
tecnológica, al afirmar que imponerse sobre la ética antropocéntrica que se
basa en el obrar tecnológico significa una nueva metafísica que rescate el ser
sin antropocentrismos y coloque la vida como finalidad propia y bien ontológico.
El principio de responsabilidad se plasma en una ética ecológica que subsume la
tecnociencia a una ética que ve con claridad que el futuro de la naturaleza es
una responsabilidad metafísica.
Otro autor que se empeña en una ética
sin sustento en una metafísica del ser es Vattimo. Desde una ética débil, en su
libro Ética de la interpretación, rechaza la postura de Levinas que
considera que el respeto al otro se funda en la absoluta alteridad del otro, porque
también el otro ha perdido su alteridad absoluta por la occidentalización del
mundo y la cultura de masas. También considera la ética como la época del final
de la metafísica. Busca fundar su ética hermenéutica en el horizonte de la
ontología nihilista, sin valores supremos, donde sólo queda la devoción por lo
limitado y lo efímero. Piensa que ello conduce a la solidaridad y el respeto.
Pero en realidad su cóctel de esteticismo schopenhaueriano, superhombre
nietzscheano y estética negativa de Adorno, resulta un poderoso vomitivo de los
principios orientadores para quedar purgado de toda moral.
Por último, la ética pragmática del liberal Richard Rorty, en su libro ¿Esperanza o conocimiento?, y en su empeño por avanzar hacia una segunda Ilustración que supere el sueño por lo universal de la razón, asegura que llegó la hora de que los hombres dejen de buscar ideales universales y se conformen en resolver problemas específicos que nos separan. La ética en vez de servirse de la ficticia razón universal debe servirse de la real imaginación. No existe fundamento universal de los derechos humanos, todo es cuestión de ampliar la simpatía. La moral empieza donde el autointerés termina. Lo que en buena cuenta hace Rorty es sustituir lo que llama el egoísmo patológico universalista por el egoísmo patológico individualista. Su triste pragmatismo moral concluye concibiendo a la misma como un simple ajuste biológico de la especie. Si Levinas se las emprende contra la ontología occidental, la ceguera metafísica es un mal generalizado de la presente época nihilista que señala el rumbo de pensadores como Vattimo y Rorty, los cuales resuelven todo el debate ético a nivel del discursivo ethos logos sin fundamentos fuertes y universales.
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