IGUALDAD SIN LÁGRIMAS
Justicia como copertenencia (Final)
Gustavo Flores Quelopana
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Justicia y Globalización
“La extensión y gravedad de la pobreza global plantea hoy un enorme
desafío a toda persona que
albergue una sensibilidad moral”
Miriam Bouiali Brines, periodista que escribe sobre Thomas Pogge
La regla de la
Justicia como copertenencia es simple, a saber, los ricos deben dar más y los
pobres deben recibir más. Por ejemplo, resulta inmoral e inhumano que
multimillonarios como Richard Branson, Elon Musk y Jeff Bezos, compitan por
conquistar el frívolo turismo espacial, mientras que en el planeta mueren diez
mil niños al día por desnutrición, según cifras de la Unicef. La competencia
debiera ser por erradicar el hambre, la falta de viviendas, cultura, salud y
educación. Esta falta de conciencia social de la gran burguesía mundial refleja
la crisis de caridad en el capitalismo cibernético. El mismo fenómeno también
se ha visto reflejado en el uso geopolítico por parte de Occidente de las
vacunas contra la pandemia del Covid, y la negativa a ceder las patentes para
un combate más eficaz del flagelo. Si a esto le sumamos que ningún país del
mundo está cumpliendo a la fecha con los Acuerdos de París con respecto a la
crisis climática, entonces estamos condenando a nuestro hogar a un diagnóstico
terrorífico.
En vez de ello, el
objetivo inamovible debiera ser acabar con la desigualdad y la injusticia en
todos sus aspectos. Pero, entonces, aquí está en discusión qué modelo de
desarrollo ha de seguirse a nivel global. Los abundantes estudios
especializados sobre el tema han demostrado que la crisis ecológica vuelve
insostenible que las economías desarrolladas se extienden a nivel planetario. Y
la razón es sencilla: se necesitarían varios planetas Tierra para generalizar
su estilo de vida. El punto de equilibrio a establecer a nivel mundial debería
encontrarse entre las economías sostenibles pero subdesarrolladas y las
economías desarrolladas pero insostenibles. Se requiere de una economía
desarrollada pero sostenible. Se trata de evitar el estilo de vida de
carencias, pero también el estilo de vida californiano de abundancia. Si se
debe evitar la carencia junto a la abundancia, entonces qué estilo de vida ha
de preconizarse. Un estilo de vida austero y sobrio no sólo se asocia a la
posibilidad de superación del capitalismo consumista, sino al control de la
pasión humana por la riqueza y el lujo. Werner Sombart (Lujo y capitalismo,
1912) estudia cómo el triunfo del amor libre de la lady fomentó el lujo y abrió
las puertas al capitalismo exportador; pero en su otro gran libro (El burgués,
1913) demuestra que la esencia espiritual de la sociedad capitalista es la
racionalización de la vida en vistas a la ganancia. Este objetivo supremo de la
vida, que encuentra su exaltación en el capitalismo, sólo cambiará cuando se
deje atrás la civilización capitalista. En ese tránsito civilizatorio resuenan
como sendas maestras tres grandes líneas, ya señaladas por Romano Guardini (El
poder, 1957), como son: el triunfo de la ascesis, pues no ha habido ninguna
gran cultura que no haya comenzado con una nueva ascesis; el restablecimiento
de la relación con Dios, que dará marcha atrás a la prometeica deificación
humana; el respeto de la esencia de las cosas, que será un giro metafísico
respecto al nominalismo y al historicismo; y la realización de la actitud
contemplativa, dejando atrás el obsesivo activismo por el activismo de la
acelerada vida moderna. En una palabra, para el triunfo completo de un nuevo
sentido de la vida habrá que lograr una nueva imagen del mundo.
De forma insólita e
incongruente con el todo de su obra, John Rawls, en su libro El derecho de
gentes (1999), rechaza la justicia global. Su tratamiento de la justicia
internacional es decepcionante porque descarta la igualdad de oportunidades y
rechaza la justicia global. Excluye de la justicia global a las dictaduras (sin
consenso interno) pero no a los países autoritarios (con consenso interno). Esa
es su primera contradicción (admite la no tolerancia de la libertad
individual). La segunda gran contradicción es que supone que los pueblos
aceptan la política iliberal. De modo que su política internacional es
decepcionante al abandonar la igualdad y la libertad que fundamenta los
Derechos Humanos. Para Rawls los DDHH no son derechos de los pueblos, sino de
los individuos. En pocas palabras, Rawls se opone a la distribución global de
la riqueza. Deviene en un defensor de las grandes ganancias de los monopolios
transnacionales. Su derecho de gentes es conservador, reaccionario e
inauditamente injusto. Debido a ello ha merecido la crítica de comunitaristas,
igualitaristas, marxistas y cosmopolitas.
Peter Singer es un
filósofo moral australiano que piensa que hay que ayudar sin distinción de
nacionalidad. En su libro Un solo mundo. La ética de la globalización (2003)
piensa, desde el punto de vista del utilitarismo hedonista, que, si el costo de
ayudar a extranjeros es bajo y el beneficio es alto, entonces no existe excusas
morales para insistir en la prioridad de los intereses nacionales. Pero resulta
que medir la ayuda bajo el parámetro económico de costo/beneficio equivale a
subsumir la moral a la economía, lo cual es inmoral. En cambio, distinta es la postura
de un igualitarista como Branko Milanovic, economista serbio-americano,
conocido por sus estudios sobre el ingreso y la desigualdad. En su libro
Desigualdad mundial, una nueva aproximación en la era de la globalización
(2016), muestra datos realmente escalofriantes: 830 millones de personas con
desnutrición crónica, habiendo suficiente alimento para toda la humanidad.
2,600 millones sin servicios sanitarios básicos. 2,000 millones sin acceso a
medicinas básicas. Esperanza de vida en países pobres que es la mitad de los
países ricos. 3,000 millones de personas que viven con un dólar al día. La
mitad de la población mundial posee el 1.1% de la riqueza, mientras que el 10%
más rico acumula el 85% de la riqueza mundial. La pobreza causó 18 millones de muertes
prematuras. A lo largo de cinco capítulos expone el futuro posible de la
desigualdad mundial. Explica cómo la desigualdad mundial ha cambiado a partir
de la Revolución Industrial y de la caída del Muro de Berlín. Realiza un
recuento histórico del surgimiento de la clase media y su antagonismo con los
súper ricos. Analiza algunos factores de la desigualdad nacional y reformula la
teoría de los ciclos de Kuznets. La desigualdad tiende primero a incrementarse
y luego a reducirse. Contrasta la desigualdad global a través del tiempo y
entre diferentes países. Efectúa la proyección de un posible escenario a futuro
de la desigualdad y de posibles alternativas a este problema. En otro libro
suyo, Mundos Aparte (2005), expone la disparidad de ingresos entre los
ciudadanos del mundo. Y en su obra más reciente, Capitalismo nada más: el
futuro del sistema que gobierna el mundo (2019), su conclusión es lapidaria: el
capitalismo tiene muchas fallas, pero ha llegado para quedarse. Nuestra tarea
es mejorarlo. Su triunfo se debe a que ofrece prosperidad, satisface los deseos
de autonomía humana y proporciona bienestar material. Es vulnerable a la
corrupción y a la injusticia, pero es un sistema perfectible. El enfoque
reformista del igualitarista liberal Milanovic cree que la justicia se puede
alcanzar sin salir del capitalismo, mientras tanto los desfavorecidos deben
esperar por generaciones el perfeccionamiento del sistema imperante. Además, no
repara en que el bienestar material que ofrece el capitalismo no es comparable
a la desintegración espiritual y moral que produce. Por ello, su diagnóstico no
sólo es inviable, sino inmoral y dañino para alcanzar la justicia social.
No obstante, es entre
los cosmopolitas donde más fructifica la idea de una justicia planetaria, un Estado
mundial y la ley global. Así, Oswaldo Guariglia, filósofo dedicado al tema de
la justicia global, en su libro En camino a una justicia global (2010), estudia
las formas de organización para el futuro gobierno universal, que se halla aún
en su etapa incipiente. Es, pues, una reflexión filosófica sobre el derecho
internacional o derecho de gentes. La renovación que produjo el libro póstumo
de John Rawls sobre la filosofía del derecho internacional reabrió viejos
dilemas, como los principios de una sociedad de los pueblos, y planteó otros
nuevos, que giran básicamente sobre los criterios de justicia en un mundo aún
no globalizado, pero sí en camino de un ordenamiento global. Guariglia deja
claro que una justicia global exige un Estado global Ya lo decía Hobbes:
"Donde no hay un poder común, no hay ley; y donde no hay ley, no hay
injusticia". El cosmopolitismo contemporáneo defiende algún tipo de
justicia global, afirmando que los individuos son la unidad moral última de la
ética; y que las obligaciones morales vinculan siempre a los individuos con
independencia del Estado, nación o cultura a la que pertenecen. Lo que no queda
claro en su planteamiento es si con un Estado mundial capitalista o no
capitalista es posible dicha justicia global. Si por lo visto el capitalismo es
incompatible con la justicia social, entonces el Estado global imperante tendrá
que ser no capitalista. De lo contrario el susodicho Estado Mundial será otra
Naciones Unidas impotente y neutralizada por un Consejo de Seguridad y un sistema
que hace depender su toma de decisiones del consenso de los países. Otro
pensador que sigue la línea liberal y capitalista es Thomas Nagel, filósofo de
la justicia estadounidense rawlsiano, quien en su obra Igualdad y parcialidad.
Bases éticas para la teoría política (1996), considera que la desigualdad
global es una horrible desgracia, pero no está claro que se trate de una
injusticia. Las injusticias sociales competen a los Estados y no se pueden
extrapolar de las relaciones internacionales. O sea, repite el credo de Rawls
de que los derechos humanos son de los individuos, pero no de los pueblos.
Nagel reprocha a Rawls aspirar a corregir las desigualdades, pero no a
eliminarlas; y que el estado rawlsiano permite desigualdades intolerables. Pero
su punto de vista objetivo no lo extiende a las relaciones internacionales.
Simplemente concluye que es necesario crear nuevas categorías filosóficas para
atender la pobreza y la desigualdad global.
Thomas Pogge es un
filósofo alemán dedicado al tema de la justicia global. En su obra Hacer
justicia a la humanidad (2009), Considera que la desigualdad global es una de
las peores injusticias de nuestro tiempo y tenemos la obligación política y
moral de combatirla con todos los medios disponibles. Su obra atiende el tema
de las desigualdades globales, que la filosofía política había descuidado por
tan largo tiempo, hasta que aparece el derecho de gentes. Demuestra que
globalizar la economía se vuelve criminal y antihumano si no va acompañada de
la globalización de los derechos humanos, globalizar la justicia y la ética.
Sin embargo, la crítica cosmopolita le ha hecho saber que, si fundamos la ética
ciudadana en el principio de responsabilidad, y no en el principio de igualdad,
entonces no se ve el vínculo moral que une a los demás. Es decir, no se debe
hacer daño no sólo porque ello está mal, sino porque la víctima de la
injusticia es nuestro prójimo e igual a nosotros. La justicia es
fundamentalmente copertenencia, todos somos uno, y por eso la justicia debe ser
aplicada a individuos y a estados.
Como vemos, no tiene
sentido rechazar lo obvio, a saber, la necesidad de una justicia extendida a
las relaciones internacionales. Los derechos humanos no competen sólo a
individuos, sino también a los Estados. Y por ello, el derecho de gentes
incluye a los Estados, incluso dictatoriales y autoritarios. No es necesario
compartir el individualismo liberal de Occidente para hacer valer los derechos
naturales humanos por encima de otras creencias políticas y religiosas. Ni
siquiera otros países con diferentes tradiciones religiosas o políticas pueden
excluirse del respeto de los derechos humanos, y no pueden esperar que se
acepte su autoridad política interna si violan tales derechos. Sólo así se
puede evitar la contradicción rawlsiana que tolera a los países que no admiten
los derechos humanos. Y es así porque no se puede suponer que los ciudadanos de
esos estados rechacen derechos que los protegen. Al contrario, lo
contradictorio es suponer ligeramente -como lo hace equivocadamente Rawls- que
los ciudadanos aprueban la censura de los derechos del hombre por sus estados.
Si todos los pueblos del mundo son firmantes de la Carta de los Derechos
Humanos, entonces contraen obligaciones políticas a cumplir y respetar. Pero
esto significa también que los pueblos del mundo, especialmente los más ricos,
tienen el deber de asistir a otros pueblos que viven bajo condicionas penosas
para contribuir a su desarrollo y eliminación de la desigualdad social. El
compromiso contra las injusticias globales significa un compromiso moral por la
justicia mundial. La intromisión en la soberanía de los estados no sólo debe
estar dirigida para combatir los abusos flagrantes de los derechos humanos como
los genocidios, sino también el hambre, la miseria, el analfabetismo, la guerra
y compartir la riqueza mundial. La desigualdad social y material a nivel
internacional es el principal asunto en el derecho de gentes en la justicia
mundial, porque no es legítimo ni moral anteponer los derechos de propiedad a
la redistribución económica de la riqueza. Rawls, como Kant, se opone a la
redistribución global de la riqueza. Lo cual es un absurdo de la democracia
liberal que prioriza la libertad a la justicia. La redistribución global de la
riqueza es en sí mismo un acto de justicia de carácter supremo, porque
compartir a nivel internacional con el prójimo lo que uno legítimamente ha
ganado es el acto de solidaridad más moral, dado que es un dar sin recibir nada
a cambio. Es un elevado deber moral globalizar los beneficios económicos por
igual y según la necesidad de cada país. En una era global hay que globalizar
los beneficios económicos, la tecnología, las patentes y la ciencia en
beneficio de todos los seres humanos del planeta. El obstáculo para ello en la
hora presente es el orden político, militar y financiero que imponen sobre el
mundo los monopolios a través de los países ricos.
El predominio del
interés común sobre el beneficio personal es la idea central de una economía
basada en la justicia por varias razones: 1. Constituye un dique de contención
contra la destrucción del medio ambiente en nombre del progreso, 2. Preconiza
una economía no consumista donde lo importante no sea la producción, sino la
distribución y el arte de vivir, 3. La idea por mejorar la sociedad lo lleva
hacia un socialismo reformista donde se elimine la pobreza extrema y la
distribución injusta de los productos del trabajo, 4. Incentiva que la
producción esté en manos de cooperativas de trabajadores, 5. Abroga por limitar
el derecho particular de propiedad para el bien público, 6. Considera
imprescindible poner un límite a lo que una persona puede recibir como
herencia, puesto que en ella no han intervenido sus facultades, y 7. Une la
mayor libertad de acción con la propiedad común de todas las materias primas
del mundo y una igual participación en todos los beneficios producidos por el
trabajo conjunto.
En conclusión, una
economía no consumista que no destruye el medio ambiente, donde lo importante
no sea la producción, sino la distribución y el arte de vivir a nivel global,
es la pauta principal de una justicia global. En una palabra, hay que reconocer
que hace falta una revolución mental, mediante la educación, para superar el
egoísmo y abrazar el bienestar general en dimensión planetaria. Lo importante
no es la riqueza, sino el arte de vivir de los seres humanos. Por último, una
justicia global en la redistribución de la riqueza impediría que los países más
ricos impongan su voluntad política y económica al resto. Esto no significa
impedir que los pueblos elijan libremente la importancia que dan a su nivel de
riqueza, porque nada hay de injusto en compartir la riqueza con las naciones
menos favorecidas y azotadas por la pobreza. Así como las personas no son
responsables de nacer en una familia rica o pobre, tampoco lo son de nacer en
un país pobre. De ahí que justicia global y la redistribución de la riqueza a
nivel mundial sea un imperativo moral y político impostergable. Hoy, que las
fronteras de la soberanía son mucho más difusas, la justicia global es más
posible e improrrogable.
6
Justicia y Perdón
“La última y definitiva justicia es el perdón”
Miguel de Unamuno
La suprema Justicia
es el Perdón. El fenómeno del “perdón” es empírico y al mismo tiempo
prerreflexivo. Se trata de la actualización existencial de un contenido
esencial. Y por eso mismo abre un horizonte base sobre que el ser se redime de
su culpa por el arrepentimiento. Pero la capacidad humana para el perdón no es
ilimitada, ni debe serlo, sencillamente por su condición de criatura. De ahí
que la humanidad haya establecido en el Estatuto de Roma la existencia de
delitos imprescriptibles, como el genocidio o los ataques generalizados y
sistemáticos contra la población civil, los cuales conforman un tipo especial
del derecho penal, no prescriben, no pueden ser amnistiados, ni indultados.
Los Juicios de
Nuremberg y el Tribunal de Tokio, que no estuvieron exentos de controversias,
sentaron el precedente y el inicio de una “Justicia internacional” y en ese
sentido condenó a los principales jerarcas nazis y japoneses por sus crímenes
de lesa humanidad. La tipificación de estos crímenes constituyó un avance
jurídico que sería por las Naciones Unidas en el desarrollo de una
jurisprudencia internacional específica en materia de guerras de agresión,
crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad, conspiración contra la paz y
para la constitución en 1998 del Tribunal Penal Internacional. La Declaración
Universal de los Derechos Humanos se redactaba al término de los juicios de
Nuremberg y por eso no fue alcanzado por la prohibición de leyes retroactivas
que se establecía en su estatuto. Por ello, los juicios de Nuremberg no fueron
ilegales, ni se trató de la justicia del vencedor; antes bien, se pudo
concretar conceptos de delitos anteriormente ausentes o difusamente definidos.
Lo cual no niega omisiones clamorosas, como que el principal juez soviético
Nikítchenko encabezó las farsas judiciales de Stalin durante la Gran Purga de
1936 a 1938, donde fueron detenidas casi 700 mil personas acusadas de crímenes
de estado y ejecutadas 900 diariamente. Por su parte, los aliados eran
responsables de lanzar la bomba atómica y de efectuar bombardeo indiscriminado
sobre la población civil alemana de sus principales ciudades. A pesar de todo,
los procesos de Nuremberg y Tokio fueron decisivos para establecer la
Convención contra el Genocidio (1948), la Declaración Universal de los Derechos
Humanos (1948) y las Convenciones de Ginebra (1949 y sus protocolos de 1977).
En la lucha contra los delitos imprescriptibles las naciones del mundo han
firmado la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción (2003).
En derecho lo
imprescriptible es lo que no puede perder vigencia o validez. Es decir, no
puede ser objeto de perdón ni prescripción. Esto quiere decir que el marco
legal considera que la grave violación de los derechos humanos es imperdonable.
Esto es, la humanidad se pone un límite en su capacidad de perdón. Cuando
Cristo le dice a María: “Vete y no peques más”, es porque su pecado ha sido
contra el honor. Ahora bien, Jesús en la Cruz ama y perdona hasta el límite.
Coherente con lo predicado en su vida, su muerte reconcilia al género humano
con el Creador. En el Evangelio de Lucas se relata que Cristo durante la
crucifixión, dijo al “buen ladrón” llamado Dimas, que antes de que acabara el
día, estará con él en el Paraíso porque se arrepintió de sus pecados y lo
reconoció como el Hijo de Dios. Incluso en la cruz Jesús perdonó a sus verdugos
y pronunció la famosa frase: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”
(Lc. 23-24). Perdonó todos los pecados, salvo contra el Espíritu Santo, que
significa perseverar en el mal. En la propia Biblia se considera que un pecado
es imperdonable cuando la mala acción va acompañada de una actitud que hace
imposible el perdón. Dios perdona al pecador arrepentido, pero el pecador
endurecido que no cambia de conducta es considerado como persona de “corazón
inicuo”. Entonces ese corazón que perdió la capacidad de ser moldeado es
culpable de pecado imperdonable. En otras palabras, odiar de todo corazón el
pecado cometido hace al hombre susceptible de perdón. Pero las Escrituras
expresan que el pecado mortal que Dios no perdona es el pecado contra el
Espíritu Santo. El pecado mortal tiene de peculiar el hecho que extingue la
caridad en el corazón del hombre, porque persiste en el pecado. Lo cual es
sumamente preocupante en relación con un tiempo descreído y hedonista como el
nuestro, donde se ha obliterado y extraviado el sentido de lo sagrado y de lo
divino. No obstante, la Iglesia advierte que son pecados imperdonables el
asesinato, la violación, el incesto, el adulterio, el aborto, el suicidio.
Ahora bien, en la teología moral católica el pecado venial deja que la caridad
siga existiendo en el hombre, a pesar de ser un desorden moral, relacionado con
la falta de amor, incredulidad, violencia, burla y ruptura de la Alianza con
Dios. La misericordia es el trato amable o perdonador de alguien que podría ser
tratado con dureza, mientras que el perdón es dejar la ira y el resentimiento
contra una persona. Por último, Cristo confió a la iglesia el don de vencer el
pecado y otorgar en su nombre el perdón a la persona arrepentida. Sus críticos
argumentan que dicho don perdonador debe ser revisado ante la ola de denuncias
de sacerdotes pedófilos y violadores en serie en el seno de la iglesia. La
catástrofe de abusos sexuales cometidos por la iglesia provocó la dimisión del
arzobispo de Múnich y el propio Papa Francisco I, en su empeño por acabar con
la política de encubrimiento, incluyó como delito dentro de la ley canónica el
abuso sexual. Pero la lluvia de denuncias no cesa de llegar desde Polonia,
Australia, Estados Unidos, Chile y otros países. Además, la oscura historia de
los internados indígenas en Canadá, donde abusaron de miles de niños y fueron
hallados más de mil cadáveres, provocó que una serie de iglesias católicas
fueran incendiadas en comunidades indígenas de Canadá y que el primer ministro
de ese país, Justin Trudeau, pidiera perdón en suelo canadiense al Papa por los
crímenes cometidos. Posteriormente el Papa expresó su dolor, pero no ofreció
disculpas. Igualmente, expertos de la ONU piden al Papa prevenir abusos
sexuales de menores, y el organismo europeo de control financiero insta al
Vaticano a facilitar el enjuiciamiento de sus altos clérigos. El Papa respondió
nombrando nuevos líderes en el Banco Vaticano, hablando de la existencia de una
casta pecadora que debe ser erradicada y declarando que no se puede servir a
dos señores: a Dios y al dinero. En suma, el líder católico da muestras firmes
que la reestructuración está en marcha.
Ahora bien, en el
acto del perdón no se efectúa una renuncia a la justicia, al contrario, es el
acto definitivo de la justicia, porque en vez del olvido se impone el
reconocimiento en el arrepentido de la verdadera aversión e insistencia en el
mal o el pecado. Por eso, Jesucristo tiene razón al insistir que debemos
perdonar siempre y cuantas veces sea necesario, porque el perdón es una
enseñanza de caridad por el arrepentimiento y la conversión del corazón. El
perdón no está avocado al pasado, sino que desde el presente atisba reinicio de
un nuevo comienzo hacia el futuro. Por eso, el perdón es progresista y
humanista, revolucionario y justo. El perdón no destruye al hombre en su error,
sino que reconstruye la vida en la esperanza. El pasado es inmodificable, el
presente es oportunidad y el futuro es reconstrucción de una vida buena. El
perdón es el reconocimiento de que la realidad es reconstruíble. El perdón toca
la fibra ontológica como dinamismo creativo del ser como algo moralmente bueno.
El perdonar puede poner fin a la violencia, pero no pone fin al daño. El trauma
en la víctima no se borra, ni la víctima desaparecida vuelve a la vida. Ese es
el aspecto metafísico del perdón, como acontecimiento onto-ético del hombre. El
perdón se opone a la muerte porque es la justicia de la posibilidad misma del
bien. El perdón deja atrás la venganza, porque se inspira en el amor y no en el
odio. Hay niños soldados que han preferido la muerte a matar, no han permitido
que la guerra inmoral e inhumana los prive de su humanidad y conciencia moral.
Pero hay muchos que mataron para salvar sus vidas. Y por ello el perdón no es
olvido, porque no se puede escapar al estrado moral de la conciencia. Pero una
cosa es ver el perdón en la víctima, y otra cosa es verla en el victimario. El
victimario puede estar convencido que le asisten razones justificadas, por lo
cual cree que no tiene nada de qué arrepentirse ni pedir perdón. En cambio, la
víctima siente y reclama la vivencia de una injusticia que merece el pedir
perdón. En los procesos de Reconciliación por la Paz, que han vivido muchos
países que pasaron por violencia interna y violación de derechos humanos de
diversa índole, la justicia ha pasado por el diálogo del perdón. Cómo perdonar
al responsable de tortura y ejecuciones extrajudiciales. En ese caso el perdón
moral no sustituye a la justicia penal. Y en el caso del victimario, cómo
perdonarse si no se arrepiente sinceramente de las maldades cometidas. Los familiares
de la víctima desaparecida pueden ser capaces del acto de perdón hacia el
victimario, pero se da el caso de que el victimario no está dispuesto al
arrepentimiento ni al perdón. Y viceversa, se da el caso de arrepentimiento del
victimario, pero sin la disposición al perdón de la víctima o de los familiares
de ésta. De ahí que el acto del perdón implique una relación de comunidad con
el Otro, con el prójimo. De la comunión en el acto del perdón nace la
reconciliación. Pero hay reconciliación sin perdón. Mientras que la tolerancia
es la reconciliación sin perdón, y en eso se parece la tolerancia a la
misericordia, el arrepentimiento es la reconciliación con el bien, y por eso
merece la justicia del perdón. También se puede reconstruir el futuro en un contexto
de reconciliación sin perdón, pero sus bases no serán tan sólidas como hacerlo
sobre el fundamento del perdón.
La lógica de la
justica como perdón exige dar prioridad a los derechos humanos en vez de a los
derechos económicos o el mercado. Lo prioritario no puede ser la libertad, sino
la justicia, porque un corazón arrepentido es la mejor alabanza al bien y al
amor. La justicia como perdón es la verdad en acción, porque implica una acción
personal basada en un sentimiento de caridad. La víctima generalmente no se
siente reparada en el acto de amnistía con el victimario arrepentido, pero
posibilitar el diálogo un camino de paz y reconciliación. Lo ideal sería la
prevención de la violencia y el sufrimiento, pero una vez ocurrido se debe
buscar un proceso de curación dando a conocer el precedente para que no vuelva
a acontecer. Muchas veces la abominación y atrocidad de los crímenes son tan
grandes que los victimarios no lo confiesan y muchas veces tienen éxito
sepultándolo en su conciencia. Muchos criminales de guerra nazi escaparon de la
justicia, pero también del perdón. O por ser sus crímenes tan imperdonables
jamás clamaron la justicia del perdón. La Alemania de la posguerra tuvo que
reconstruirse materialmente sin el indispensable arrepentimiento y perdón que
sería la base de su reconstrucción moral. Y la república sudafricana del post
apartheid buscó sanar sus heridas sobre la base de un proceso de la Verdad y la
Reconciliación. No obstante, es el paro y la pobreza lo que actualmente genera
la violencia xenófoba en dicho país. Lo mismo se observa en otros países como
Colombia, cuya violencia no tiene que ver tanto con la estrategia de transición
desde el conflicto armado a la paz, sino con las desigualdades económicas y
sociales imperantes bajo el neoliberalismo. Es decir, cómo perdonar a
gobernantes que no se sienten culpables ni responsables de mantener un sistema
basado en la injusticia social. Eso quiere decir que, para lograr la paz no
bastan enfoques sociales y humanísticos de los conflictos armados si se
mantiene una estructura socioeconómica que genera injusticia.
Hannah Arendt, en su
obra La condición humana (1958), habla del perdón como él único antídoto contra
la irreversibilidad de la historia. Es decir, la posibilidad de nuestro vinculo
está en la posibilidad de perdonar y prometer, recomenzar y garantizar no recaer
en los mismos errores. Por eso, dice, que el perdón tiene un gran potencial de
transformación social. Pero en lo fundamental, Arendt sostiene que, a pesar de
la importancia del perdón en la vida humana, es poco realista y hasta
inadmisible considerarlo en el ámbito político. Pero para el investigador judío
y cazador de nazis Simon Wiesenthal, el acto de perdonar tiene un límite que no
sabemos si somos capaces de superarlo. En su obra Los límites del perdón:
dilemas éticos y racionales de una decisión (1969), sostiene que hay
situaciones que son humanamente imperdonables. Entre ellos están los crímenes
de lesa humanidad. Ante estos horrorosos crímenes lo peor es pedir perdón,
porque se atenta contra el principio de humanidad. Se puede entender al agresor
como víctima del sistema político, pero no hay perdón humano para su crimen,
sólo Dios lo puede perdonar. En cambio, para el filósofo francés Jacques
Derrida el perdón puro supone perdonar lo imperdonable. En su libro Perdonar lo
imperdonable y lo imprescriptible (2015), supone que el perdón sin condiciones
es lo más importante. Esto nos plantea el dilema de la posibilidad de lo
imposible. Perdonar lo imperdonable no es ético, es abominable, y atenta contra
el principio de humanidad. Lo imperdonable atañe a los límites de la humanidad,
y no aceptarlos es un galimatías para hacerlo sentir como un pequeño diosecillo
capaz de hacer de hacer lo imposible. La vida sin perdón es imposible, pero la
vida perdonando lo imperdonable es autodestructiva. Tenemos el deber de
perdonar, pero no de perdonar lo imperdonable. El perdón no supone que lo
imperdonable no exista, al contrario, lo afirma. Perdonar lo humanamente
imperdonable es el desquiciamiento del perdón. Solamente una sociedad del
descarte, del usar y tirar, podría admitir lo imperdonable porque el gran
crimen sería descartado. Por eso, el perdón pierde sentido en la sociedad de
consumo. En la globalización neoliberal del capitalismo cibernético el perdón
no es esencial, lo básico es el derroche y la disipación. Falta la conciencia
de culpa y sobra la anarquía moral. El perdón ha devenido en algo anacrónico y
retrógrado. El darvinismo social consagra la ley del más fuerte, el abuso, la
discriminación y la tolerancia de las desigualdades. El “amor al prójimo” ha
sido reemplazado por el “competir con el prójimo”. El imperativo práctico
kantiano ha quedado totalmente trastocado, porque la relación con la humanidad
es guiarse con las personas como si fuesen medios y nunca fines en sí mismos.
Los seres humanos son vistos y asumidos bajo el capitalismo como una mercancía
más entre las demás mercancías, totalmente intercambiable y sustituible. El
perdón es un estorbo para el sentido de la vida capitalista, que no tiene
miramientos para escrúpulos morales. Todo es perdonable si contribuye a la
ganancia, lo único imperdonable es no producir dividendos. Por eso la
reconstrucción del perdón atraviesa por la recuperación de los valores
universales que precisamente son rechazados bajo el capitalismo. Filósofos como
Derrida, Vattimo, Rorty, representan los caminos de ese perdón pálido de la
nihilatría sin absoluto, y del triunfo del tener sobre el ser. En medio de la
enorme perdida de las certezas morales e intelectuales el perdón se ha
trivializado y devaluado hasta el límite de perdonar lo imperdonable. En la
sociedad sin sanciones divinas, el único intérprete del universo es la absoluta
libertad del hombre. Entonces, ya no se trata de las auténticas posibilidades
de la elección humana, sino de la preferencia personal sin pretensión de
universalidad ni permanencia. Al perderse los valores fundamentales de la vida,
se pierde también el sentido del perdón y de la existencia.
Es paradójico que la
doctrina de los derechos humanos haya alumbrado en la modernidad subjetivista.
En realidad, la modernidad tiene las dos caras de Jano, a saber, una
progresista, de la libertad, la igualdad y la fraternidad, y otra oscura y
mefistofélica, de la racionalidad instrumental y totalitaria. Bajo la hegemonía
mundial del capitalismo calculador, cuantitativo y consumista, la modernidad
vive el eclipse de toda profundidad, la liquidación de las masas babélicas
indiferenciadas, el simulacro de la infinitud y la eternidad, el predominio del
mundo neutro moralmente, la periclitación de las esperanzas reformadoras, la
anulación de la certidumbre de los hechos, la deshistorización de la
experiencia, la escenografía posmoderna del consumo ansioso, la apocalipsis de
lo virtual que anula la conciencia humana, la multiplicación de telepolitas
domésticos conectados con prótesis tecnológicas, la catástrofe de la memoria,
el dominio del espacio egocentrado, un carpe diem estetizante, cínico y
ramplón, sujetos mediumnizados en la estupefacción mediática, la sociedad zombi
de la risa ante la náusea de lo absurdo, la globalización de la discontinuidad
y de la anomia, la biotecnología que borra las fronteras entre lo natural y lo
artificial, la disolución de la dicotomía entre naturaleza y cultura, la
confusión entre igualdad de las personas con la negación de la diferencia de
los sexos, la imposición del consumidor universal, la disolución del sentido
del ser, una economía financiera basada en el bandidaje financiero, es decir
atravesamos la caverna oscuro del lado demoníaco de la modernidad.
El triunfo del perdón
como acto supremo de la justicia no es sencillo en la modernidad. Justamente el
siglo veinte fue el comienzo de los tiempos más inhumanos que encontraron su
epítome en Auschwitz y el Holocausto, pero que se prolonga en el totalitarismo
cibernético del capitalismo. Jankélévitch en su libro El perdón (1967),
sostiene que el perdón es el imperativo mismo del amor, pero el genocidio es
imprescriptible y nunca podrá cancelarse. El perdón pleno aconteció una única
vez con Jesucristo. La justicia como perdón encuentra su situación límite
precisamente en el Holocausto, ante el cual la situación de no perdonar es una
modalidad política de la política y una posibilidad finita de la conciencia
humana. El trauma de lo acontecido ha sido tan profundo que la modernidad aparece
desquiciada en su manifestación posmoderna, la cual prefiere la disolución del
sentido del ser, la anulación de lo real por lo virtual, refugiarse en una
conciencia emancipada de Dios, la Verdad, la Historia, la Razón, a favor de los
particularismos, suprime la historia por las microhistorias particulares, y se
guarece en la subjetividad presunta. Todavía vivimos bajo las consecuencias
traumáticas de las dos guerras mundiales. De poco sirve la educación para la
paz si se vive en un contexto hecho para la explotación del hombre y las
injusticias sociales. Para que impere el perdón en el corazón del hombre hay
que empezar por cambiar el mundo por un orden más justo, igualitario y
pacífico. La modernidad ha sido el aumento ilimitado del poder humano mediante el
progreso técnico basado en la ciencia. Ahora este poder se muestra destructivo,
amenazante y falso. De lo que se trata, entonces, es de resolver el aumento del
poder mediante el incremento de la justicia inmanente y trascendente. El hombre
es una criatura para la Tierra y para el Cielo. De esta forma el poder
recuperará su dominio y control, la justicia no será un mero marco normativo,
se cerrará la brecha entre ética y política, y se restablecerá la unión entre
la ética privada con el derecho pública. La justicia como copertenencia
contribuye a superar los fundamentos formalistas de la justica y la mera
ontología teleológica de la misma, a partir de la concepción onto-ética del
hombre.
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