IGUALDAD SIN LÁGRIMAS
Justicia como copertenencia (I)
Gustavo Flores Quelopana
P R Ó L O G O
Justicia no sólo es
equidad sino también gratuidad. Lo que indica que la esencia de la justicia es
la copertenencia. La Onto-ética de la Justicia a diferencia de la metafísica
ontológica de la escolástica, que fundamenta los principios de la justicia en la
identidad de Bien y Ser; en contraste con el nominalismo de los liberales y
libertarios, que la fundan en propósitos humanos; y en discordancia con el
culturalismo comunitarista, que lo basa en la comunidad y la tradición; afirma
que la justicia se basa en la estructura onto-ética del hombre mismo como
copertenencia. Esto es, no hay que ir tan lejos como la metafísica escolástica
y antigua ascendiendo a las alturas del Ser para hallar el fundamento de la
Justicia, porque ésta mora en la misma esencia de la naturaleza humana. Si el
hombre busca la idea de justicia es porque su ser onto-ético lo inclina
naturalmente a ello. Otra cosa son las contingencias materiales e históricas
por las que se tiene que atravesar en la realización de dicha idea.
En el hombre lo
ontológico no se da por arriba ni por debajo de lo ético, sino que lo ético es
la instancia ontológica propia de la naturaleza humana, donde se revela la
justicia como copertenencia. Ética y ontología andan unidos en el hombre. Sin
lo primero estamos ante una criatura distinta al hombre, propio del reino de la
animalidad. Esto exige entender lo ético en su sentido primigenio, a saber,
como capacidad de intuir el valor. En esta capacidad reside la naturaleza
metafísica humana que lo predispone a descubrir el mundo metaempírico de las
ideas de Bien, Justicia, Verdad, Universalidad, Dios. La ética en segunda
instancia es estudio del bien y del mal, sus relaciones con la moral y el
comportamiento humano. Pero en primera instancia es condición de posibilidad del
valor. Y nada en el hombre llega al conocimiento si no es por intermedio de su
valoración previa. De manera que la onto-ética de la justicia no es ontología
de la justicia, menos aún es parte de las soluciones nominalistas e
historicistas en boga. En una palabra, la filosofía de la justicia basada en la
onto-ética de la justicia está en mejor posición para subsanar el
distanciamiento categórico entre ética y política, superar el formalismo que lo
limita a lo ético y político, reparar la separación entre ética privada y
derecho público, devolviendo al hombre un fundamento fuerte en el debate sobre
la Justicia. La filosofía de la justicia sostiene una idea muy simple y básica,
a saber, la perfección de la justicia es el fin de la ética, de la política y de
la ciencia jurídica. El hombre es un arquitecto imperfecto que busca llevar a
cabo una obra perfecta. Así, con la perfección de la justicia se contribuye a
la perfección del universo (perfectio universo). Pues el compromiso supremo de
la sabiduría es que la organización moral y social no quede rezagada ni
subordinada al avance de los conocimientos científicos y técnicos. Esto es, la
tarea de la teoría es enriquecer y potenciar la praxis para mejorar el mundo.
La teoría exige convertirse en práctica, porque la práctica no puede subsistir
y se degrada sin la teoría. El mandato universal de la razón es promocionar el
bienestar y la libertad de todos los seres humanos y preservar la paz
universal. Buscar la perfección de la justicia es el compromiso ético del imperio
de la razón. Y ello es así porque en el fondo la búsqueda de la perfección de
la justicia sólo es lícita si redunda en el bienestar común, para que todos los
seres humanos estén en condiciones de alcanzar la felicidad. Por eso, se trata
de una empresa ética que se esfuerza por la instauración de la Justicia
Universal. La misma que solamente puede expresarse en el mejoramiento de las
condiciones de vida de la humanidad, tanto en su vertiente material como
espiritual. Por ello, la justicia no puede ser perfeccionada si se excluye de
ella el perdón, la caridad. Pues, la caridad es la justica de la sabiduría.
Todo lo cual desemboca en el papel preponderante que tiene la ética de la
responsabilidad en el individuo, la comunidad y la libertad humana como pieza
angular de la justicia.
Especialmente el Perú
por su historia precolombina es sustancialmente sensible al tema de la justicia
social, porque plasmó con los Incas un imperio que desterró el hambre y otras
injusticias sociales; y porque bajo la República criolla, prolongando las
iniquidades atroces de la Colonia española, se sumió en la más venal injusticia
con el gamonalismo bárbaro que marcaba a fuego, cercenaba las manos a los
indios y violaba a las indias de sus haciendas. A lo cual se punto término en
el 68 con el Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada encabezado por el
General Velasco Alvarado. Pero lo que advino fue otra forma más moderna y
matizada de injusticia bajo el triunfo global del neoliberalismo en el planeta.
Fue precisamente ese capitalismo salvaje de la insolidaridad, el egoísmo, el
individualismo, la informática y la injusticia social global la que en
contrapartida ha puesto en primer plano la importancia imperiosa de
perfeccionar la justicia. No pueden seguir existiendo personas muy ricas del
hiperimperialismo de las megacorporaciones mundiales en medio de enormes masas
sumidas en la ignominiosa pobreza y miseria. Ello es injusto por ser inmoral y
es inmoral por ser injusto. Así, se trata de alcanzar el progreso espiritual
por medio de la aplicación del pensamiento racional al perfeccionamiento de la
justicia. El perfeccionamiento de la justica es la clave para la obtención de
la libertad, bienestar y felicidad. Por ende, los ideales del saber están
enlazados con la justicia global, para conseguir la unión universal en una
totalidad armónica. Todo lo cual no significa otra cosa que la filosofía de la
justicia tiene una fundamentación ético-política, porque un mundo de libertad
sin igualdad engendraría daño por estar reñido con el bien. Y ese desequilibrio
severo entre igualdad y justicia es justamente el impuesto desde los años
setenta del siglo veinte por la modernidad neoliberal, el mismo que ha inferido
un daño profundo a la Naturaleza y al Hombre mismo. Devolver al hombre un fundamento
fuerte en el debate sobre la Justicia es una exigencia de los actuales tiempos
globales, donde se requiere con urgencia un enfoque onto-ético para rectificar
el hiato entre ética y política, y unir la ética privada y el derecho público.
Lima 12 de julio 2021
1
Justicia y Bien
“La justicia en la vida y la conducta del Estado
sólo es posible cuando primero reside
en los corazones de los ciudadanos”
Platón
¿Es suficiente que
los principios de la justicia se deriven de los propósitos humanos formales,
sin que surja del mismo ser, donde Ser y Bien son idénticos?
La Justicia como
virtud subjetiva es una disposición de la voluntad que da a cada uno lo suyo,
ya sea de manera individual, social o grupal, de modo que es la virtud
principal de la vida moral de las personas. Bien se dice que no es justo quien
conoce, sino quien obra rectamente. Pero la justicia pierde su contenido
abstracto de valor ideal cuando se transforma en práctica concreta con el
Derecho. A partir de lo cual la justicia designa una práctica concreta de la
conformidad de un acto con el derecho positivo, el cual debe recoger lo que es
justo y bueno. Pero este concepto de justicia en el derecho romano no se
condice con la acepción griega de los Setenta, que ordena la convivencia de lo
jurídico y moral entre las personas. En cambio, el concepto cristiano de
justicia como sinceridad y fidelidad al pacto con Dios desborda el ámbito moral
y jurídico, profundizando en la relación religiosa que guarda el hombre con
Dios y los hombres entre sí. Es cierto que la concepción veterotestamentaria de
justicia es don gratuito de Dios para con los hombres como don de salvación,
con la salvedad de que con Jesucristo el concepto de justicia se ahonda más y
queda enlazado al entorno del amor. Si la justicia social es lo central en los
profetas, en el Mesías lo justo es andar en el amor. De modo que la Encarnación
es la misericordia de Dios que expresa la última ratio de la justicia divina.
Por su parte, el
aporte de la modernidad es la noción de justicia como equidad y tiene a su
mayor exponente en John Rawls. Reaccionando contra la definición de justicia
como virtud subjetiva dirá: “La justicia es la primera virtud de las
instituciones sociales, así como la verdad lo es de los sistemas de
pensamiento”. Y, por otra parte, no han faltado investigaciones neurológicas y
cerebrales que sostienen que las ideas de igualdad y justicia son de naturaleza
instintiva en la naturaleza y en la sociedad. De manera que, desde la
modernidad el concepto de justicia ha ido más allá de la idea antigua de “arte
de dar a cada uno lo suyo” y de la idea teológica como “don de salvación”, para
subrayarse como base para establecer la convivencia social, compensar y reparar
los daños, respetar los derechos humanos, prevenir las guerras y, más
recientemente, implantar una justicia global en lo jurídico, político y
económico.
¿Es la justicia una
virtud subjetiva o una virtud objetiva? Desde Platón hasta Rawls la justicia ha
sido concebida como una de las cualidades del buen orden político. O sea, el
fin de la política es el buen gobierno o tratar con justicia a sus ciudadanos,
como fue advertido en su momento por Guamán Poma de Ayala en su Nueva Crónica y
Buen Gobierno. Para el cronista indio el mundo está “al revés” porque la
justicia ha perdido su equilibrio en el mundo andino, por haberse extraviado el
principio de reciprocidad. Un buen gobierno se basaría en estructuras
económicas y políticas incas, tecnología occidental y la teología cristiana.
Martín de Murúa y el Inca Garcilaso de la Vega también destacaron que en el
imperio incaico se gobernaba con gran justicia. En todo ello es inevitable que
se unan dos mundos aparentemente incompatibles, a saber, la utopía y la
realidad. Así, pues, la tarea principal de la filosofía política es saber qué
es una sociedad justa en lo concreto y real. No en vano Justiniano ideó la
mejor definición general de justicia, como la voluntad constante y perpetua de
dar a cada uno lo que se merece. Esto supone evitar la tentación de identificar
la buena sociedad con la sociedad justa. O sea, un país puede ser próspero,
pero no necesariamente justo. Es comprensible, entonces, que debates ardorosos
se hayan encendido sobre cómo lograr una sociedad justa. Si la verdadera
política es la creación de sociedades justas, como supone Rawls, entonces cómo
hacer que se respete tanto la libertad como la igualdad de los ciudadanos. Por
lo menos, ese es el tema central de toda democracia. La respuesta de Rawls fue
una teoría moral de la justicia, que revitalizó la idea de igualdad, con una
primacía kantiana de lo justo sobre lo bueno y que niega que la propiedad
privada sea un derecho natural. El resultado fue que desde la izquierda se le
recriminó estar muy apegado al statu quo liberal y no ofrecer una teoría del
poder, que explique la apropiación de la riqueza por las élites económicas y
políticas; mientras que desde la derecha se le reprochó querer distribuir una
riqueza que tiene dueños con legítimos derechos de propiedad.
Desde nuestro punto
de vista, y, en primer lugar, la construcción de una sociedad justa no requiere
necesariamente de la primacía kantiana de lo justo sobre lo bueno. Es más, es
hasta dañino subsumir la justicia como virtud subjetiva por la justicia como
virtud objetiva, porque tiende a debilitar las responsabilidades personales
privadas. Al contrario, es la primacía de lo bueno sobre lo justo lo que hace
posible la construcción de una sociedad justa. Según la ley natural nada es
justo si no es bueno. En otras palabras, la construcción de una sociedad justa
hunde sus raíces en algo anterior a lo normativo y que lo posibilita, a saber,
lo bueno. Lo bueno es el fundamento de la norma y no la norma es el fundamento
de lo bueno. Es por eso por lo que la justicia es un concepto arraigado en la
filosofía moral y en la ética, considerado un bien común de las sociedades.
En realidad, la ética
kantiana no examina la justicia como virtud específica, y los Principios
metafísicos de la doctrina del derecho sólo tratan del derecho privado y
público, mas no de la justicia. Por ello, la filosofía crítica kantiana carece
de una teoría de la justicia, por lo que la interpretación de Rawls resulta
personal y algo forzada. Lo que sí se encuentra en Kant es una definición del
bien, como todo aquello que se corresponde con los mandamientos de la ley moral
o imperativo categórico, intrínseca a todo ser pensante, y que no depende las
condiciones de vida del hombre; y una definición del derecho, como limitación
de la libertad de cada uno a la condición de su concordancia con la libertad de
todos, en tanto que esta concordancia sea posible según una ley universal. Ante
esto la propuesta neoliberal y neocontractualista de Rawls se siente seducido
por la racionalidad normativa de Kant. Así, y prolongando a los sofistas, a
Hobbes, a Locke, Rousseau y Kant, pero distinto al liberalismo ideológico de
Montesquieu y al liberalismo político de Tocqueville, propone un
constructivismo ético donde las leyes serán justas para una sociedad
democrática. Su objetivo es construir un procedimiento obligatorio para generar
una singular ética normativa. Por eso su punto de partida no son los principios
morales supremos, no es lo bueno, ni unos principios específicos, que se
obtienen al final, sino ciertos juicios morales cotidianos y determinadas
condiciones de racionalidad. Por eso que el orden de justicia que sugiere no es
ni siquiera la justicia, sino la equidad. Es la equidad el único sentido
interpretativo que le da a la virtud de la justicia. Y así, el liberalismo
constructivista que expone la justicia como equidad reposa en tres principios:
principio de diferencia, principio de igualdad de oportunidades y principio de
igual libertad.
En esta concepción de
la justicia como equidad la prioridad lo tiene el aspecto normativo o
deontológico sobre el aspecto ético o axiológico (el Bien). Con ello la
justicia puede ser concebida como la primera virtud de las instituciones
sociales. A su modo de ver, fue exactamente lo que hizo el constructivismo
kantiano con lo normativo, presentándola como conciencia del Deber. Es por eso
por lo que el primer Rawls busca una justicia universal a partir de un orden de
libertades abstractas, y que el segundo Rawls adoptará la idea del consenso
tras las críticas de los comunitaristas. No obstante, la solución de Rawls
basada en el consenso ha sido criticada por Alain Touraine (Qué es la
democracia), pues la justicia no descansa en el consenso, sino en el compromiso
siempre revisado de los actores políticos o sociales a través de las
modificaciones del derecho. Juzga que la “posición original” de Rawls donde se
pone entre paréntesis intereses, valores y objetivos de los individuos, es una
ficción. Pues una teoría de la democracia y la justicia no puede estar separada
de las relaciones sociales y de la acción colectiva. Pero en definitiva Rawls
no altera su criterio de justicia como equidad. En La Justicia como equidad la
primacía de lo justo sobre el bien significa que son los principios de justicia
política los que imponen limitaciones a los estilos de vida permisibles. Su idea
central es que cada idea del Bien en política debe ser limitada, porque si se
deja crecer el liberalismo político se hace imposible.
Obsérvese bien que
siempre habla de la bondad como pura racionalidad, de las virtudes políticas y
del orden social, pero no del Bien como guía de la conducta pública y privada,
no habla del aspecto ético y axiológico del bien. Está convencido de que el
Estado debe ser neutral y no debe favorecer ninguna concepción filosófica o
religiosa, ni ninguna concepción del Bien a ellas vinculadas. Se trata de no
apelar a valor moral alguno con el fin de mantener una neutralidad que
favorezca la igualdad de oportunidades. Con ello deriva hacia un amoralismo que
busca el consenso de indiferentes y escépticos. En todo caso su constructivismo
liberal requiere de un moralismo de contenidos mínimos, donde la tolerancia, la
razonabilidad, el sentido de equidad y la disponibilidad hacia los demás, son
las melifluas virtudes que ocupan el primer lugar. En otras palabras, la
justicia como equidad puede corresponderse con la moral mínima que exige una
democracia liberal, pero no con la moral fuerte que representa una democracia
representativa.
Además, en una
democracia donde se ha superdesarrollado una independencia relativa del
ciudadano y relega a las instituciones y a las constituciones a un papel
secundario, la justicia ya no puede darse como virtud de las instituciones,
sino de los individuos. Por lo demás, la justicia como equidad, con una moral
mínima, no está en condiciones de sociales de imponerse donde el ideal
democrático ha fracasado como práctica para resolver los conflictos sociales.
Demócratas igualitaristas como Rousseau y Macpherson han insistido en el papel
de la igualdad y de la justicia social en la democracia, considerando la propiedad
pública y los bienes colectivos como la base sobre la que descansa la
democracia. Por su parte, los demócratas liberales desde Locke, Hayek y
Friedman han insistido en el papel de la libertad y de la libre elección de la
democracia, viendo en el contractualismo del libre mercado capitalista el
modelo y requisito para la democracia. A estas alturas vendría bien no perder
de vista lo que los economistas clásicos y los marxistas percibieron como la
estrecha relación que existe entre los modelos de dominación de clase y las
formas de gobierno, los modos de producción y las formas de gobernar.
La justicia como
equidad de Rawls se adecúa a las condiciones de la democracia liberal, pero no
con otras formas de democracia. Es más, la primacía de lo justo sobre lo bueno
es en el fondo un retorno al republicanismo clásico y al humanismo cívico de
los antiguos, dejando de lado el sistema de virtudes y de dones de la
consideración teológica-filosófico-axiológica del Bien. Con ello se desemboca
en la idea de una razón pública, la cual dice que no tienen las iglesias, las
universidades, las sociedades civiles, los regímenes aristocráticos y
autocráticos modernos. Pero al afirmar que la razón pública es la razón de los
ciudadanos y que el objeto de su razón es el bien público, deriva hacia un
esencialismo constitucional elitista, donde la razón pública es la razón de su
tribunal supremo. Es decir, un Tribunal Supremo de Jueces encarna la razón
pública.
De modo que Platón
tenía razón al sostener que la justicia no puede ser la primera virtud de las
instituciones sociales si antes no está en los corazones de los ciudadanos,
como un bien y una virtud subjetiva. Lo cual significa que el Estado no puede
permanecer neutral ante los valores morales, permitiendo a todos manifestarse
sin filtro. La igualdad de oportunidades no puede significar neutralidad de
propósitos. Es necesario hablar del Bien como guía de la conducta pública y
privada, en vez de reducirlas a meras virtudes políticas y del orden social. La
bondad no es pura racionalidad, sino que es una virtud axiológica de la
voluntad. Si el Bien es guía de la conducta privada entonces los principios de
la justicia política no tienen que primar sobre el Bien. En este punto tienen
razón los comunitaristas al criticarlo por mantener la moralidad pública
separada de la moralidad privada. Es la misma situación esquizofrénica que
mantiene Bernard Mandeville en La Fábula de las abejas, donde los vicios
privados hacen la moralidad pública. La diferencia estriba en que Mandeville es
el representante típico de la burguesía en ascenso y revolucionaria del siglo
dieciocho, aunque sus tintes de nihilismo moral desvinculaban radicalmente la
economía de la ética; mientras que Rawls es el exponente prototípico de la
reformista burguesía decadente del capitalismo en su fase tardía
hiperimperialista, de fines del siglo veinte y comienzos del veintiuno, aunque
busca retornar al republicanismo clásico y al humanismo cívico. A diferencia
del escandaloso Mandeville, que defiende el egoísmo, la lujuria y la ausencia
de códigos divinos y humanos, Rawls se aleja de toda metafísica para buscar una
concepción moral de la justicia adecuada para la democracia liberal. Si en
Mandeville el relativismo moral es la consecuencia y la justificación del
beneficio personal es el colofón; en Rawls la normatividad moral es la
consecuencia y la justificación para no excluir a nadie de los beneficios del
bienestar. Esa es su conclusión. Rawls es un defensor de la justicia social
asegurando la libertad individual, pero no se basa en la idea de la necesidad
de igualdad, ni en la noción del mérito. La justicia social implica ajustar los
modelos de distribución social a los principios de la justicia.
Para ello Rawls
desarrolló una teoría alternativa, basado en el principio de desigualdad en el
reparto de los bienes, lo cual se permite sólo si actúa en beneficio de los
miembros menos favorecidos de la sociedad. Pero su teoría también permite
distanciarse de la igualdad cuando ello genera mayor producción de bienes para
su redistribución entre los menos favorecidos. Sus críticos neoliberales como
Hayek (Derecho, legislación y libertad) y Nozick (Anarquía, Estado y Utopía)
han rechazado el criterio de la justicia social para defender el retorno a la
concepción tradicional de justicia como respeto a la ley y al derecho
establecido. Su rechazo de la justicia social se basa en tres argumentos:
primero, supone un agente responsable de la distribución, cuando en los hechos
esa distribución es resultado de muchos agentes que no están coordinados ni
persiguen un resultado general; segundo, implica la sustitución de la economía
de mercado por una burocracia ineficaz; y tercero, interfiere con la libertad
personal, impidiendo a las personas hacer su voluntad. O sea, la justicia es
una propiedad de los procesos más que de los resultados. Esto es tanto como
decir que la mano invisible del mercado es la que regula la justicia social.
Pero la verdad es que noción de la justicia social ni implica que todos los
recursos deban repartirse por medio de una burocracia central, ni presupone la
extinción espontánea de muchos beneficios sociales a través del mercado. De
forma que la distribución se adecuara a los principios generales de la
necesidad y el mérito. El hecho es que los valores de la justicia y de la
libertad contrastan en Rawls y Nozick.
Pero el liberalismo
constructivista de ambos en su intento de reformular la metafísica, la
epistemología, la ética y la ciencia política es sumamente débil, porque no
ofrecen el más mínimo fundamento ontológico. Y es que el problema de los
principios de la justicia no tiene una solución meramente política y normativa,
sino que pertenece al ámbito de la metafísica y la ontología. Para comprender
el problema de la justicia no basta partir de la razón, como en Kant, sino que
hay que partir del ser. Desde la perspectiva del ser es notoria su
característica de lo bueno y lo bueno es la base ontológica de la justicia.
Existe un plano ontológico como fundamento del plano óntico de la justicia.
Platón (La República) el otro. La justicia ontológica es la virtud entera, como
potencialidad o hábito que puede ser usada consigo mismo y con los demás.
Ontológicamente la justicia aristotélica es el ejercicio de la virtud para con
el prójimo.
Pero si la justicia
ontológica es la virtud potencial, entonces no puede ser confundido con su
ejercicio con el prójimo. El ejercicio de la justicia como virtud para con el
prójimo es más bien el plano óntico, mientras que el plano ontológico
corresponde a aquel núcleo onto-ético que caracteriza al hombre y que
corresponde a la justicia potencial. La estructura onto-ética de lo humano es
el plano ontológico que posibilita el plano óntico de la justicia como virtud
para con el prójimo. Es decir, no se puede hablar simplemente de la ontología
de la justicia porque el hombre no es un mero ser ontológico, sino que es una
estructura onto-ética. Esa es su peculiaridad teleológica. La justicia como
virtud subjetiva y como virtud objetiva encuentra su base en la estructura
onto-ética del hombre. La estructura onto-ética es el horizonte de la finitud
humana que hace posible la valoración misma. Esto es, la valoración de la
verdad, el mundo, las personas, lo universal y lo necesario. No es un fondo
meramente ontológico, porque en el hombre lo ontológico se fusiona con la
dimensión ética. Ética entendida como el plano propio del ser humano. No hay
hombre sin ética, hay hombre negador de lo ético, el hombre anético. El hombre
anético tiene gradaciones, que va desde la indiferente moral hasta el perverso
destructivo. En todo caso se trata de una pendiente de deshumanización, pero no
de animalización. El tirano cruel en su monstruosidad moral no es una bestia,
no se animaliza, porque su ser lo que le permite es la deshumanización más no
la animalización. En este sentido, la estructura onto-ética del hombre es un
bien, no sólo porque Bien y Ser son idénticos, sino porque deja planteado el
horizonte de la acción moral y la vida buena. Y por ello la justicia no sólo es
normativa, sino también virtud subjetiva. La justicia está intrínsicamente
unida al bien moral y al horizonte de su posibilidad que es la estructura
finita onto-ética humana. El fundamento onto-ético de la justicia no sólo niega
el relativismo moral, sino que exige que la solución político-normativa de la
justicia encuentre su más sólido asidero en el amor ciudadano por la justicia.
Y por lo que resulta inaceptable el rechazo de la justicia social.
En buena cuenta, si
la justicia se deriva de los propósitos formales humanos, entonces resulta
imposible eliminar la desigualdad social por más agresiva que sea la forma de
redistribución hacia los más desfavorecidos. Y será así porque la libertad
individual será siempre un freno para repartir con equidad las oportunidades y
redistribuir la riqueza. Se requiere de un fundamento más sólido de lo
meramente formal y normativo. Esto es, se necesita un enfoque onto-ético de la
justicia, que asiente la justicia en el ser mismo, porque Ser y Bien son
idénticos y no es posible separarlos, salvo en el enfoque nominalista e
historicista. Tanto el fundamento agnóstico kantiano en el que se basa Rawls,
como el suelo empirista sobre el que se funda el neoliberalismo, resultan
complemente insuficientes para alcanzar un enfoque adecuado al problema de la
justicia dado que tienden al formalismo antropológico y al relativismo moral.
En cambio, el enfoque metafísico realista onto-ético de la justicia permite
entender que el respeto a las diferencias tiene sus límites, que la igualdad es
superior no sólo al derecho de propiedad sino también a la libertad individual
y que no se trata de mitigar la pobreza sino de eliminarla. Lo cual sólo es
plausible dentro de un nuevo sentido de la vida no capitalista, porque el
capitalismo con su estilo consumista de la vida resulta insostenible en un
planeta cuyos recursos son agotables. Lo que en el fondo significa que no sólo
se trata de redistribuir riqueza material, sino primordialmente riqueza
espiritual.
2
Justicia y Felicidad
“La verdadera felicidad consiste en hacer el bien”
Aristóteles
¿Qué sentido tiene
una política que hace desgraciado al justo y feliz al injusto?
Justamente Hans
Kelsen (Qué es la justicia) contradiciendo a Platón, se niega a identificar la
justicia con la felicidad y sostiene que la justicia es una característica
posible pero no necesaria de un orden social. Y es que Kelsen ya pertenece al
ámbito del distanciamiento categórico de la ética con la política inaugurado
por Maquiavelo. Pues, para el hombre virtuoso la justicia le causa felicidad,
mientras al hombre vicioso le provoca infelicidad. Pero cuando en el escenario
social la hegemonía la tiene el hombre sin principios, meramente calculador y
dominado por intereses, entonces se deja de creer en el bien y en el mal, lo
justo y lo injusto, no se reconoce ningún derecho inviolable, ningún deber
absoluto, se somete la moral a la política y se subsume los derechos del hombre
a las razones de Estado. Entonces la justicia se vuelve contingente y no
necesaria en el orden social. El maquiavelismo se condensa en la máxima “el fin
justifica los medios”, y con ello el razonamiento del hombre político puede
prescindir de la Moral y de la Religión. Aquella base moral que sostiene la
acción personal y social en Platón, Aristóteles y Santo Tomás de Aquino
desaparece. Ahora en el centro está el individuo con su obsesiva búsqueda del
poder por el poder. Desde entonces la justicia deja de identificarse con la
felicidad y la felicidad misma ya no consiste en hacer el bien. Con este
divorcio entre ética y política el camino para el liberalismo político y
económico estaba allanado. Locke, Montesquieu, Adam Smith y Voltaire echarían
las bases para privilegiar la libertad individual sin interferencia del Estado.
La teoría contractualista que nace con Rousseau tampoco sellaría la brecha
abierta entre ética y política.
Para el paladín del
iusnaturalismo racionalista y defensor del pacto social como origen del Estado,
la base de la política no será la ética sino el contrato social voluntario, que
tiene como preocupación el bien común, el mismo que se consigue por medio de
las instituciones estatales y el gobierno ejecutivo, legislativo y judicial.
Con Kant vendría la cisura entre la ética privada y el Derecho público, junto a
los deberes éticos existen los deberes jurídicos. Los deberes éticos se imponen
por la vía interna, mientras que los deberes jurídicos lo hacen por la vía
externa. Moralidad es proceder con máximas de universal observancia, y Derecho
es compatibilizar el libre albedrío con el de todos según una ley general.
Siendo diferente el derecho privado del derecho público, éste último norma la
vida asociada de los individuos en comunidad. O sea, la moralidad es cuestión de
principios a priori que se expresan en imperativos categóricos, que implican
deber, los cuales vienen del sujeto mismo, que produce autonomía y se vuelven
en ley universal (Crítica de la razón práctica, 1787); en cambio la vida
pública se rige por el derecho, desde la voluntad del objeto, lo cual produce
heteronomía, no depende directamente del sujeto, sino de la ley que regula la
vida pública, y se vuelve en ley positiva (Principios metafísicos de la
doctrina del derecho). Esta separación entre ética privada y derecho público
fue lo que no fue bien entendida por Hanna Arendt al escribir su libro Eichmann
en Jerusalén. Sencillamente Eichmann no podía trasladar los imperativos
categóricos del deber ético al terreno de los deberes jurídicos. Además, el
propio Kant lo prohíbe, instando a la obediencia y la sumisión ante la ley
positiva y el poder estatal (Qué es la Ilustración, 1784). Nunca autorizó la
rebelión ni la oposición al poder (Metafísica de las costumbres, 1797). Fue un
retroceso jurídico respecto a santo Tomás de Aquino y al Padre Juan de Mariana,
los cuales justifican la revolución y la doctrina del tiranicidio, la ejecución
de un rey por el pueblo si es un tirano.
El criminal de guerra
nazi Eichmann se defiende y dice no ser culpable aduciendo que obró como un
estricto kantiano, o sea, cumplió con su deber. Sólo que se le olvidó precisar
que cumplía con su deber jurídico, pero no con su deber moral. ¿Cómo es posible
esto? Es posible sobre la base de la separación entre ética privada y derecho
público. Este detalle crucial tampoco lo aclara Michael Onfray en su libro El
sueño de Eichmann (2008), libro que desnuda la filosofía kantiana especialmente
su moral, derecho y política frente a la incomprensión de Arendt. Es decir,
Eichmann no malinterpretó a Kant como sostiene Arendt (Eichmann en Jerusalén,
1963), ni lo comprendió a la perfección como sugiere Onfray, simplemente que
Kant y Eichmann ya respiraban la atmósfera formalista que era común en la
Modernidad. Nos preguntamos cómo podía un individuo sentirse feliz cumpliendo
con un deber jurídico que colisionaba con el deber moral. Sólo dentro del marco
de una esquizofrenia social aceptada puede darse tal anomalía, y parece ser ese
el caso de la sociedad moderna. Kant era ambiguo. Por un lado, tenía la firme
convicción de que la moralidad y la política deben estar unidos (La paz
perpetua, 1795). Pero, por otro lado, distinguió estrictamente los motivos
morales y los legales (Principios metafísicos de la doctrina del derecho,
1797). Para Kant la moralidad puede dar forma a la política, sin llegar a
convertirse en el motivo de la política (El conflicto de las facultades, 1798).
La ambigüedad del pensamiento kantiano no es una excepción sino la regla de la
conciencia burguesía durante su ascenso revolucionario en el siglo dieciocho,
pero desde el siglo veinte dichas ambigüedades evolucionarán hacia el anetismo
o el acto de sentirse más allá del bien y del mal. Es la conciencia de la
burguesía imperialista que padece un serio desequilibrio mental al desarraigar
al hombre de sus auténticas necesidades humanas e imponiéndole otras
artificiales. No llama la atención entonces que el consumismo capitalista no
satisface las auténticas necesidades del hombre, sino que hace al hombre más
infeliz y predispuesto a la injusticia. Esto es hablar de un contexto donde los
imperativos categóricos kantianos han sido abolidos, olvidados, ya no laten
poderosos en el sujeto ni en la voluntad, y en donde el hombre olvida lo más
esencial que tiene, a saber, su dignidad, y en su lugar se conforma con tener
precio. En un mundo así lo común es que la política haga desgraciado al justo y
feliz al injusto. En otras palabras, Eichmann puede apelar que actuó como todo
un kantiano cumpliendo con su deber, porque sencillamente en Kant la ética
privada y el derecho público están separados por un hiato profundo. De lo cual
ni Arendt ni Onfray reparan adecuadamente.
Pero el utilitarismo
sería el sistema de pensamiento que vendría después del kantismo haciendo de la
utilidad del principio de todo valor. Conforme al utilitarismo la justicia
social excluye la concepción de mérito y de necesidad. En su lugar la cuestión
del reparto justo es esencialmente un reparto que produzca la mayor felicidad
posible. Bentham (Fragmento sobre el gobierno) y John Stuart Mill (El
utilitarismo) sistematizaron esta doctrina que piensa que la utilidad o dicha
mayor es el fundamento de la moral. Una acción es buena si aumenta la dicha y
mala si tiende a producir su efecto contrario. Pero al reducir el concepto de
bien al concepto de utilidad lo que se produce es un reduccionismo moral. Por
más que Mill afirme tres grados de utilitarismo: egoísta, altruista y
combinado, el bienestar social será dependiente de la utilidad general. El
combinado es el que representa al utilitarismo, según Mill, porque se muestra
imparcial, benévolo y desinteresado. Como doctrina de la utilidad individual o
privada termina subsumiendo personas y cosas a los intereses del individuo. Se
vuelve así en un sistema que identifica el bien con el placer, pero su
verdadera entraña es el interés. O sea, las acciones buenas son aquellas que
tienden a aumentar la medida total del placer. Conforme a la racionalidad
calculadora lo que interesa no es lo cualitativo, sino el número de personas
afectadas por el placer o el dolor. Las personas son tratadas como cifras,
estadística, cosas entregadas al placer. El único camino que asegura la mayor
felicidad del mayor número posible es el criterio moral, de gobierno y de
legislación. Para Mill la idea de justicia supone dos cosas: una regla de
conducta y un sentimiento que sanciona la regla. O sea, el único fundamento de
la civilización es coaccionar al individuo para que no haga daño a los demás.
Esto significa que el fin moral es insuficiente y es necesario el castigo para
impedir el daño. Pero para definir cuál es el límite para que una conducta sea
perjudicial a los demás Mill acepta el principio de Humboldt de que el fin del
hombre es el desarrollo más armonioso de sus capacidades y así aumenta la
felicidad común. En otras palabras, nada debe obstaculizar a la libertad
privada, ni la comunidad, el derecho natural, la metafísica, ni la autoridad.
Sólo son importantes los sentimientos de placer y de dolor de los seres
humanos. Al sostener que todo tipo de acción debe juzgarse no en función de las
virtudes sino en función de las consecuencias que se le puede atribuir, el
utilitarismo queda convertido en una doctrina consecuencialista.
Este
consecuencialismo se observa en Peter Singer, un filósofo moral australiano que
en su libro Un mundo solo. La ética de la globalización (2002) piensa que,
desde el punto de vista del utilitarismo hedonista, si el costo de ayudar a
extranjeros es bajo y el beneficio es alto, entonces no existe excusas morales
para insistir en la prioridad de los intereses nacionales. O sea, al inmigrante
no se lo valora como persona, sino desde el punto de vista de la utilidad, como
costo/beneficio. Lo que confirma que el utilitarismo es individualista, porque
lo colectivo queda reducido a intereses individuales, pero también es
antiindividualista porque prevalece siempre el interés colectivo sobre el
particular de cada uno. Esto fue lo que advirtió John Rawls, en su Teoría de la
Justicia, contra el utilitarismo al rechazarlo, porque somete al individuo al
bienestar general. Para Rawls el utilitarismo es una forma de bienestarismo que
pasa por alto la individualidad. El utilitarismo antepondría los derechos
globales a los derechos individuales, y por eso los individuos no son valiosos
en sí mismos sino relación con el bienestar general. En otras palabras, para
Rawls el utilitarismo sería encubridor de una mayor desigualdad. Ese sería el
problema ético del utilitarismo, simplemente viola la individualidad porque su
criterio de utilidad para hacer comparaciones interpersonales y cálculos
distributivos con independencia de los individuos no diferencia quiénes deben
recibir la utilidad distribuida. El utilitarismo no toma en cuenta la
distinción moral entre las personas y con ello termina quebrando más hondamente
la relación de la justicia con la felicidad. En realidad, la teoría
utilitarismo no es individualista, sino un simple distribuidor utilitarista del
mayor número posible. Por eso, su ausencia de separabilidad entre las personas
desemboca en la violación de los derechos individuales. No hay más derechos
para el utilitarismo que los derechos de igualdad de utilidades o de bienestar.
Lo cual no garantiza la unidad moral del individuo. El valor moral del
individuo no puede estar sujeto al bienestar colectivo. Esa fue la denuncia que
también hacía en los años sesenta el sociólogo norteamericano Daniel Riesman en
su obra Abundancia ¿para qué? (1964). El capitalismo de bienestar de la
posguerra estuvo insuflado de ese espíritu utilitarista que al final terminó en
un mendaz materialismo vulgar que desvigorizó la moral ciudadana e hizo más
infeliz a los seres humanos.
Un autor liberal e
igualitarista como Ronald Dorwkin, en su libro Virtud soberana. La teoría y la
práctica de la igualdad (2000), sostiene que hay que distinguir entre
preferencias personales y preferencias para otros. Si se ignora esta distinción
el resultado es discriminatorio hacia los demás. Si bajo la argumentación
utilitarista basta sumar las preferencias de los individuos sin tomar en cuenta
los intereses que socavan los intereses legítimos de otras personas moralmente
iguales, entonces no existe un mecanismo público de prevención contra las
preferencias externas. Esto es, el utilitarismo con su intención de respetar
las preferencias en vez de las personas da lugar a una mayor desigualdad y
discriminación. Al enzarzarse el utilitarismo en la irresoluble discusión sobre
la comparabilidad entre bienestar y felicidad de los individuos como base de la
justicia, no puede construir una teoría de la justicia coherente en torno a los
bienes sociales básicos y que sirva para comparar situaciones de desigualdad.
Mientras que para
Platón, Aristóteles y santo Tomás de Aquino la moral está en la base de la
justicia y por ello produce felicidad, la modernidad desde el Renacimiento se
encaminó por el camino contrario, desvinculando la política de la ética y
volviendo la felicidad en algo artificial que no tiene que ver con la
realización de la vida moral. Pero para Aristóteles (Política) la ciencia
política se ocupa de lo bueno y lo justo, y la felicidad que se relaciona con
la vida política es el honor. El verdadero hombre de Estado ha de ocuparse de
la virtud, más que de alguna otra cosa. Y el compendio de toda virtud es la
justicia, porque es practicar la virtud con los demás. La justicia es la única
de las virtudes que es un bien ajeno, porque es para otro. Lo justo sólo existe
entre hombres cuyas relaciones están gobernadas por ley. La justicia rige la
vida de la ciudad, y se ofrece a nuestros ojos como una comunidad suprema que
comprende a todas las demás comunidades. Por ello, dice el Estagirita, la
comunidad política tiene por causa la práctica de las buenas acciones y no
simplemente la convivencia. O sea, la comunidad política es un gran ejemplo de
moralidad antes que de legalidad. Pues, la auténtica tarea del Estado no es el
bienestar material, sino el logro de la vida buena y perfecta, esto es el ideal
de la humanidad moralmente realizada. Siendo la felicidad la finalidad última
del hombre su ética es teleológica. Enorme contraste con la ciencia política de
la modernidad que pone en su centro a un individuo emancipado de toda instancia
superior, que se desentiende del bien común y que busca afanosamente el poder
por el poder.
Pero la defensa de la
virtud no ha muerto. La filósofa política norteamericana Martha Nussbaum que
forma parte de la corriente naturalista neo-aristotélica, enfatiza que el
concepto moral primario es la virtud, propiedad de las personas buenas, y en su
libro La tradición cosmopolita. Un noble e imperfecto ideal (2019), defiende la
idea de una justicia global, donde la nacionalidad es moralmente irrelevante,
desde el punto de vista de la justicia, incluida la justicia social. Otro
neo-aristotélico y neo-tomista es Alasdair MacIntyre, quien, en su obra Tras la
virtud (1981), pone como aspecto central de la ética los hábitos, las virtudes,
la importancia del bien moral y el telos de la práctica social. La ética
teleológica vuelve al primer plano. Pero fue Santo Tomás (Tratado de la justicia)
el que distingue tres elementos en el acto justo: alteridad, exigencia objetiva
y el debitum o algo debido a otro y que puede reclamar como suyo. El hombre
necesita del derecho para frenarse a sí mismo. La ley positiva es
interpretación de la ley natural. El derecho natural implica un orden de
validez universal e intemporal, cuya determinación es una tarea siempre nueva
para el hombre. Afirma conforme a la teoría del derecho natural -legado del
estoicismo de la antigüedad- que no es ley la ley que no sea justa y que por lo
tanto de la ley natural, que es la primera regla de la razón, debe derivarse
toda ley humana. Distingue cuatro tipos de leyes: eterna, natural, humana y
divina. El Estado no puede encaminar a los hombres a gozar de Dios, que es su
fin último, pero sí los puede encaminar hacia la virtud. La superioridad de la
Iglesia frente al Estado no implica un poder absoluto, sino sólo en lo que toca
en relación con el orden sobrenatural. Incluye el derecho de gentes basado en
el orden de la razón. La justicia general se orienta hacia el bien común, es
una especie de virtud suprema y nada se opone tanto a la justicia general como
la frustración de tantos proyectos de vida que no han podido desarrollarse por
falta de medios. Por eso también hay una justicia particular referida a las
personas, y la justicia debe tener en cuenta la diferencia de las personas, de
ahí que la justicia no se mueve por igualdad aritmética sino en
proporcionalidad geométrica. El concepto tomista de justicia general resulta
siendo muy potente para el logro de la felicidad y contrarrestar la inmensa
injusticia imperante.
Una política que hace
desgraciado al justo y feliz al injusto señala a una sociedad que ha perdido la
virtud y la capacidad para edificar una vida buena. El divorcio entre ética y
política puede hacer que se alcance el bienestar material, pero al precio de
distanciar categóricamente la justicia con la felicidad humana. Para que la
justicia realice la felicidad humana es necesario no sólo asumir la ética de
las virtudes, relacionarla con el bien común, unir la ética privada con el
derecho público, y fundar la política en la ética, sino basar todo ello en la
estructura onto-ética de la existencia humana. Es decir, la ecuación
justicia/felicidad debe partir de la realización de la vocación ética de la
estructura humana. Porque el hombre es en su esencia un ser advocado al bien y
al valor, teniendo como posibilidad existencial edificar una estructura social
que enlace la justicia con la felicidad. Si los principios de justicia se
derivan de los propósitos humanos es porque su ideal está inscrito en su
naturaleza. Si para el empirismo a partir de lo sensible la abstracción crea lo
general, para el realismo a partir de lo sensible la abstracción descubre lo
general o las formas eternas ínsitas en nuestro ser. De modo que el principio
de la justicia no es creado por el hombre, sino descubierto por él.
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