domingo, 26 de septiembre de 2021

ÚLTIMA LECCIÓN DEL MAESTRO

 ÚLTIMA LECCIÓN DEL MAESTRO

Gustavo Flores Quelopana



Los grandes maestros lo son más fuera que dentro del aula. Son maestros de la vida. Y hacen comprender que el tiempo no es sino puente y paso hacia la eternidad. Esto lo constaté con el filósofo José Russo Delgado.

Por entonces yo era un atrevido alevín que se estrenaba como escritor. Érase un frío día del invierno limeño del año 1990 cuando me dirigía a donde vivía mi dilecto maestro sanmarquino José Antonio Russo Delgado. Recuerdo bien hasta ahora la dirección que me dio: Pasaje Ocharán, en Miraflores. Por entonces, él ya había dejado de ser profesor y yo de ser alumno de dicha casa de estudios. Previamente ya le había obsequiado algunos de mis libros y esperaba con emoción lo que me diría de ellos. Era una larga, distinguida y tranquila quinta miraflorina, ubicada frente a un umbroso parque de antiguos robles. Los trinos de los pájaros me anunciaban una sorpresa. Yo avanzaba a paso lento y emocionado. 

Era mi gran y admirado maestro. Temido por todos y venerado por mí. Su palabra sonaba como un trueno en el aula, su sabiduría iluminaba como un rayo en la obscuridad y su recia humanidad te recordaba la gran misión que uno tenía al venir a este mundo. Cuando me abrió la puerta de su departamento, vestía su severo terno y corbata negra. Nunca sonreía. Pero mis ojos atónitos debieron abrirse tanto, que él mismo me dijo: 

"Mire no tengo ni muebles para hacerlo pasar a sentarnos a conversar..."

Efectivamente, su casa lucía vacía, excepto de libros. Nada de sillones napoleónicos, espejos versallescos, lámparas belgas, ni talladas bibliotecas. Ni siquiera una mesa de comedor. Sin duda que era frugal. Nada de lujos y excesos. Al contrario, todo lucía como la celda de un contrito cenobita. La situación amenazaba con volverse incómoda, así que ambos abreviamos las palabras, recibí cumplidos de su parte y correspondiéndole me despedí. 

¿Cuál fue la última gran lección que me dio mi maestro fuera de las aulas? Su pobreza franciscana me impresionó tan hondamente que en los últimos treinta años no he dejado de pensar en ello. Recientemente leí sus gruesos volúmenes sobre "El logos: Heráclito" y "Lo que es" dedicado al gran Parménides. Y se acaba de cruzar por mis ojos este enorme pensamiento del gran ácrata H. D. Thoreau:

 "Cada uno de nosotros es rico en proporción al número de cosas que puede prescindir."

Ese fue su mensaje profundo que me dejó. El mismo que Cristo enseñó:

"No acumuléis tesoros en la Tierra donde el orín y la polilla corrompe, y donde ladrones penetran y hurtan, sino acumulaos tesoros en el Cielo".

Ahora que ya tengo sesenta y dos años, y transito cuesta abajo el trajinar de la vida, ahora que he salido indemne de la segunda ola del mortal covid, comprendo con más intensidad ese ejemplo que me dio el maestro José Antonio Russo Delgado. Él que escribió párrafos tan luminosos y verdaderos sobre los grandes maestros espirituales de la vida, Indudablemente él no era hombre pobre, sino muy rico espiritualmente. Y Dios lo debe estar premiando por tal ejemplo.

Vivimos tiempos nihilistas, por eso todo está teñido de decadencia. En medio de la recia tormenta de la presente civilización materialista y sin alma que nos asola, el ejemplo que nos legó es un reto y desafío para todos los hombres que no han perdido la fe y tenemos esperanza en un mundo espiritual antes que mendazmente ventral.

Russo tenía alma de profeta, de guía espiritual. Justo lo que hace falta hoy en día. Jamás fue un simple profesor, nunca un simple dispensador de conocimientos. Era una lámpara de Diógenes que refulgía donde se encontrara. Consciente de ello, siempre buscaba no llamar la atención, casi se ocultaba, eludía a los demás. No quería enceguecer. Mientras que los demás se arremolinaban buscando los necios aplausos, nadie como él había comprendido mejor la paz del silencio y de la soledad. El fuego de su espíritu lo consumía. Gran conocedor de Nietzsche, al que dedicó su luminoso libro "Nietzsche, la moral y la vida", jamás sucumbió a los argumentos de los defensores del ateísmo moderno y, al contrario, se esforzó en recuperar la fe en Dios. Siempre tuvo una fe inquebrantable en que el hombre podía conocer los valores absolutos.

Pero tú, que te llamas su discípulo, mírate al espejo y di cuánto te has alejado en lo esencial de tu maestro, escupiendo sobre el hombre colgado del madero como fruta silvestre por dar su vida por la humanidad. Russo no temió poner por escrito que Heráclito, San Juan y Justino hablan del mismo Logos -Cristo generado por el Padre Creador- y dirigir un ataque demoledor contra el nazi Heidegger por negar que el Dios-unidad de Heráclito es el mismo Dios-amor del cristianismo (El Logos, p. 62).

¡Descansa en paz, maestro Russo Delgado, que tu ejemplo vivirá entre nosotros inmarcesiblemente!


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