Carta sobre la Metafísica
Gustavo Flores Quelopana
¿Es acaso posible
salir del olvido del ser y de su fagocitación por el ente, en medio de
un mundo capitalista donde todo ha sido convertido en existencia-mercancía?
¿No es evidente que el nihilismo que carcome nuestro tiempo se haya encaramado
medrando justamente en la conversión universal de la existencia-mercancía?
¿No son acaso, aquellas consignas relativistas posmodernas de “adiós a la
verdad” y “adiós a la razón”, el aborto ideológico capitalista de la
hegemonía del para-mí, de la voluntad de verdad y del olvido del ser? ¿No es
cierto, que en vez de salir de la metafísica se hace imprescindible salir
del capitalismo? ¿No es racional preguntarnos que, en vez de marchar más
allá de la metafísica, hay que indagar sobre su replanteamiento para
conservar el ser?, ¿Cómo es posible que el mundo se vaya desmoronando ante
nuestros ojos y no nos percatemos que hace falta erigir una nueva imagen del
mundo? ¿Es dable, acaso, que no advirtamos que la ruina moral y material de la civilización
actual no esté asociada al materialismo de la vida, al terrenalismo sin
trascendencia, a la apoteosis de la pura inmanencia? ¿Pero si es urgente una
nueva imagen del mundo, es porque la instaurada por el inmanentismo imperante
ha fracasado? ¿No será que ha llegado el momento de evaluar la necesidad de una
metafísica? ¿No será que llegó la hora de pensar en nuevos términos la relación
entre inmanencia y trascendencia? ¿Acaso el descalabro que ha causado el antropoceno
capitalista e instrumental, no nos está diciendo que debemos respetar la
esencia de las cosas? ¿No es, por casualidad, que esta soledad, desorientación y
orfandad dolorosa que atenaza al hombre de hoy se relaciona con el sentimiento
de haber perdido su casa cósmica y su relación con Dios? ¿Quizá, nos
preguntamos, no será que tras tantos siglos de ruido, maquinismo y activismo el
espíritu humano no requiere de retomar la contemplación y la ascesis?
No obstante, ante
el agotamiento de la imagen del mundo del inmanentismo moderno nos preguntamos
si será posible erigir otra, en el marco de una nueva metafísica que responda a
los desafíos del presente. Pero ¿Tiene algún sentido escribir una Carta
sobre la Metafísica en medio de un mundo profundamente antimetafísico? ¿Puede
el hombre sin Absoluto ser receptivo a la meditación sobre la trascendencia?
¿Está en condiciones la sociedad postmetafísica, cuya antropolatría se dilata
en nihilatría, mostrar disposición para cuestionar su inmanentismo? ¿Puede un
mundo caído en la contingencia y en el relativismo -desde el amplio arco de hermeneutas
y postestructuralistas hasta deconstructivistas, neopragmatistas y feministas
de la diferencia-, ser capaz de sobreponerse al olvido de la verdad y lo
universal?
Aparentemente
no, resultando todo esto una tarea inútil y estéril. Suena, más bien, al
espejismo de recuperar la supersticiosa verdad eterna de la filosofía. Menos
aún ahora, cuando se da por sentado que la filosofía no tiene que ver con la
verdad eterna (Habermas, El poder de la religión en la esfera pública), es
un metarrelato más (Lyotard, La condición posmoderna), hay que
deconstruir el imperio metafísico sobre la escritura (Derrida, La escritura
y la diferencia), no tiene que ver con la verdad (Vattimo, Adiós a la
Verdad), ni con la razón (Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad).
Habiendo sido degradada la filosofía a una mera forma de conversar y persuadir,
que no tiene ninguna relación con la objetividad, y que el lugar de Dios y la
Verdad ha sido ocupado hoy por la Confianza y la Tolerancia. Qué sentido tiene
una Carta sobre la Metafísica en un contexto donde todo ha sido reducido a mera
reflexión lingüística (Apel) y a razón comunicativa (Habermas). Ninguno. En un
mundo donde la verdad no tiene que ver con lo trascendente sino con la
inmanente comunicación democrática y libre, una Carta sobre la Metafísica está aparentemente
fuera del contexto histórico.
Y es justo aquí
donde debemos preguntarnos qué es el contexto histórico y qué lo determina. Si
el contexto histórico son las condiciones materiales y espirituales en que se
desenvuelve un determinado momento de la historia, entonces la pregunta que
surge es: ¿Con qué se relaciona el giro antimetafísico en la filosofía actual?
La respuesta no es esotérica, sino bastante banal y mundana. Se relaciona con
la idea de la autonomía del sujeto que prospera y reclama la lógica
instrumental de la era capitalista moderna. Todo el cacareo antimetafísico es
en parte justificado -en parte porque la metafísica tradicional omite el
constructivismo del pensar-, pero también tiene que ver con la sacralización
del sujeto en la modernidad, sujeto que termina siendo instrumentalizado por
las mismas fuerzas que le dieron origen. En otras palabras, en un contexto
donde el objetivo central de la lógica imperante es el crecimiento de una
fuerza impersonal y extraña al hombre, esto es, el capital, y que en un momento
determinado de su desarrollo necesita que los hombres sean jurídicamente libres
y autónomos -aunque en el fondo es para estar disponible a la fuerza
omnipotente del capital-, se tenía que caer en la ilusión del imperio absoluto de
lo inmanente y en la negación de toda trascendencia. Incluso la frase
foucaultiana El hombre ha muerto -legítima heredera de la nietzscheana Dios
ha muerto, frase que primero fue pronunciada por Hegel, luego por los nihilistas
literarios Dostoievski y Turgeniev- es parte de la etapa de madurez de la
lógica inmanente e instrumental del capitalismo.
Si la frase Dios
ha muerto en el siglo XIX representa la deslegitimación de todo fundamento
y sujeto absoluto, la locución El hombre ha muerto encarna la invalidez
del hombre ante la valorización completa del capital. Es curioso que Lyotard, Deleuze,
Foucault, Derrida y Vattimo se reclamen izquierdistas, postmetafísicos, nietzscheanos
y heideggerianos, cuando en el fondo fortalecen el relativismo y el inmanentismo
capitalista neoliberal. Pero la misma ambigüedad es propia de Nietzsche como
crítico de la cultura nihilista moderna y como ontólogo del Superhombre y del
eterno retorno. Vattimo (Diálogo con Nietzsche, Nihilismo y emancipación)
en vano intenta desontologizar a Nietzsche para presentarnos un superhombre
amable. De ahí que las consignas de decir adiós a la verdad -bajo el
pretexto de la defensa de la diferencia- junto a la razón -bajo la coartada de
la apología de la tolerancia- resultan siendo complementamente coherente con el
curso nominalista, formalista y deshumanizante de la racionalidad capitalista.
El neoliberalismo ha abierto su propia ontología de la temporalidad eterna inmanente
con la universalización de la desigualdad global. Y decir adiós a la verdad
es la mejor colaboración que recibe.
Evidenciar y
denunciar el íntimo vínculo ideológico existente entre las filosofías antimetafísicas
y antiesencialistas con la racionalidad burguesa imperante, justifica por demás
escribir la presente Carta sobre la Metafísica. Carta que obviamente no está dirigida
a los filósofos del hegemón imperante, ni a las masas que lucen plácidas y
satisfechas al demoler su mente diariamente en las redes sociales. ¿Lo habré escrito
para los intelectuales antisistema? Quizá, pero en realidad no lo sé. Por el
momento me consuelo con pensar que lo leerán algunos amigos y, también, enemigos.
Lo importante es advertir que se abre paso, desde la podredumbre cioraniana, la
necesidad de una Filosofía de la Integración, que de comienzo a una
nueva síntesis entre lo inmanente y lo trascendente. Lo cual demuestra que la
filosofía no se deja convertir en mero juego de escritura deconstructiva, ni
mera secularización del pensar débil, ni en mera facultad comunicativa, ni en
ironía y solidaridad. Una postura metafísica en un mundo antimetafísico no sólo
tiene sentido, sino que resulta imperioso al percatarse que lo inmanente sin lo
trascendente desemboca en superficialidad y trivialización. La apología del hombre
sin verdad, inmanente destructor de toda teoría en la modernidad refleja la decadencia
de la razón bajo la lógica hegemónica de la civilización burguesa. La
desobjetivación del mundo del hombre sin verdad equivale a hacer democracia votando
con las tripas que con el intelecto.
La convicción
nietzscheana que la verdad es una gran mentira, porque en el fondo no hay
hechos sino interpretaciones, se acopla perfectamente a la voluntad de poder de
los imperialismos de turno, a la barbarie de esta civilización materialista y
al credo relativista de los escaparates ideológicos. Por ello, hay que reparar
que lo Inmanente sin lo Trascendente está vacío y agoniza, y lo Trascendente
sin lo Inmanente está ciego y ocioso. De ahí que sea necesario arribar a
una síntesis entre ambos para superar el ingenuo realismo clásico y el suspicaz
idealismo moderno. El dilema tiene la apariencia de un problema teológico
filosófico, pero no es así porque sus implicancias son metafísicas y epistémicas.
No se trata sólo del problema de un mundo sin Dios y de un Dios sin mundo, sino
de lo que sea la verdad radical. Si la verdad es la cosa sin pensamiento
estamos en terreno cosmológico de la metafísica dogmática de la filosofía
clásica, y si sostenemos que el pensamiento es sin la cosa nos encerramos en la
antropológica jaula dorada del idealismo. Si la filosofía antigua y medieval
fue ontológica y trascendentalista, la filosofía moderna y contemporánea ha
sido gnoseológica e inmanentista. Pero, así como la primera vivió su crisis y colapso,
del mismo modo nos toca asistir a la crisis y colapso de la segunda.
La modernidad
filosóficamente ha sido sustancialmente la marcha de la negación del Ser que
funda todo ser -empirismo, racionalismo, criticismo, iluminismo, materialismo,
naturalismo, positivismo, existencialismo ateo, hermenéutica y todas las
variedades de postmodernismo-. La modernidad se consolida nominalistamente con
la hermenéutica posmoderna que pone entre paréntesis lo universal. Es el giro
hermenéutico nominalista y no realista lo que ha presidido la crítica
posmoderna. En su variante neopragmatista, Rorty preconiza hablar de metáforas
e imaginación, centrarse en lo ético y político, en vez de abordar la verdad,
la racionalidad y lo epistemológico. Otras corrientes contestatarias que buscaron
salir de esta orientación principal -idealismo alemán, fenomenología, existencialismo
no ateo, realismo crítico, personalismo, entre otros- tuvieron relativo éxito y
terminaron arrolladas por la lógica inmanentista de la racionalidad instrumental.
Tanto se ha calado en esta senda que se ha abierto una zanja profunda que constituye
la erosión nihilista de la sociedad postmetafísica. Ante esto se ha pensado en
la restauración del fundamento trascendente en el cuerpo enfermo de la
modernidad occidental. ¿Pero acaso es viable una postura metafísica en un mundo
raigalmente antimetafísica? La historia no es auspiciosa con las vueltas al
pasado, ni con los cambios profundos si antes no se han dado las condiciones
materiales y espirituales para dichas transformaciones.
En el presente
el principio de realidad lo constituye el capitalismo ilimitado, que impone su
canon relativista y la desigualdad escandalosa entre pobres y ricos, pero todo
es uniforme en cuanto al consumo. Ante este desafío la hermenéutica vattimiana
desemboca en la incoherencia extrema del relativismo de oponer la emancipación
estético-tecnológica, incapaz de revertir el capitalismo de consumo de la
época tecnológica-mediática. La hermenéutica posmoderna ha devenido en otro
metarrelato más, infecundo y estéril para cambiar el mundo. No fue sino otra
forma de teología política para explicar la metafísica de la historia. Para el
último Vattimo (Creer que se cree, Después de la cristiandad, El futuro de
la religión, Ecce comu) del giro kenótico-religioso abraza el criterio de
caridad, amor y solidaridad en un contexto que ahonda la secularización
moderna. Esa búsqueda secularista de superar la incoherencia interna de su
pensamiento, recurriendo a un cristianismo comunista hermenéutico, está
viciada desde la base al no recuperar la trascendencia en una nueva relación
con la inmanencia. Su religión sin dogmas, sin sumisión y sin superstición
después de la civilización cristiana, resulta ser un espejismo para oponer al
capitalismo de la inmanencia por descartar la posibilidad de una nueva
metafísica. Incluso su última búsqueda de apartamiento del relativismo mediante
la ontología interdialogal (Alrededores del ser) es infructuosa al
aferrase a la secularización inmanentista.
Si la filosofía
francesa intentó proseguir la lucha contra el capitalismo vinculando Nietzsche
con Marx y Freud, la filosofía italiana lo intentó enlazando Nietzsche con Marx
y Heidegger y la teología de la liberación latinoamericana lo buscó ligando
Marx con Cristo y San Agustín. Nuestro intento está más cercano a este último,
aunque sin omitir la problemática de Nietzsche, Heidegger y Freud, porque sacar
al ser de su olvido epocal se relaciona íntimamente con enterrar definitivamente
al inmanentista capitalismo libidinal con su voluntad de poder. El capitalismo
de consumo que entroniza la existencia-mercancía es el epítome que consolida el
lema “no hay hechos sino interpretaciones”, el abandono de la diferencia
ontológica y el olvido del ser. La ontología de la revolución aunada a
la metafísica que revindica lo inmanente junto a lo trascendente es el
camino real que puede dar enterramiento efectivo al capitalismo cosificante. Y
esto puede reventar en América Latina, continente donde aún se sueña y donde
los tecnócratas todavía no imperan.
Este
planteamiento que conecta la metafísica de la historia con la teología política
no representa construir el Paraíso en la tierra y sustituir la escatología
sobrenatural, porque el capitalismo podrá pasar, pero avanzar en el camino
de la caridad no hace que desaparezca en el hombre su proclividad y
debilidad ante el mal. La violencia reificadora del capitalismo alienante podrá
conocer su final, pero ello no será el Fin de la historia. La secularización
moderna y posmoderna de la historia del sentido del ser no podrá eliminada,
pero sí reconducida. Y su reconducción sólo será posible aunándola con la
asunción de la trascendencia. Heidegger en su última entrevista que dio a Der
Spiegel dijo “Sólo un Dios puede salvarnos”, y la frase es aceptable
salvo por un detalle, a saber, la verdadera salvación involucra lo temporal,
pero lo supera. Es por ello por lo que la moda posmodernista no ha demorado en
desinflarse. La disolución de las estructuras eternas del ser y de los primeros
principios racionales dio origen a una cháchara bufonesca, rica en metáforas y
pobrísima en una objetividad que permita orientarse actuando conforme al deber.
Más, ha provocado confusión, desorden y pérdida de referentes seguros, ha causado
que la democracia se ahogue en pura demagogia y se sepulte en la corrupción. Fue,
más bien, el caldo de cultivo de la sociedad del espectáculo y de la
estetización de la economía en casino especulativo global. La posmodernidad ha desvertebrado
el mundo y descoyuntó al hombre. En su búsqueda narcisista de posibilitar todas
las voces propuso una racionalidad lúdica y festiva que denuncia la
violencia del Poder y la Verdad de la racionalidad seria. Al final, su
relativista cháchara bufonesca expresa su obsesión ideológica por dejar ser
a la diferencia, promoviendo la alteridad pervertida. Martha
Nussbaum (Esconderse de la humanidad) ha intentado la defensa legal de
los homosexuales y las lesbianas rechazando el sentimiento de vergüenza y
repugnancia como criterio de justicia. Pero con ello sólo se carcome los
criterios morales que dan orientación objetiva a la conducta humana. Por ello
es falso que la desfundamentación posmoderna permita alcanzar una sociedad
igualitaria y libertaria, porque no toca lo fundamental: el enterramiento de la
estructura capitalista que está en el origen de la cosificación misma. Al contrario,
deviene fortaleciéndola porque deja a la humanidad sin referentes objetivos con
los cuales poder determinar lo bueno y acertado. Y ante su discurso hermenéutico
danza alegre la explotación capitalista con el todo vale y no hay
hechos sino interpretaciones.
Efectivamente,
la historia no se hace sola, sino que las hacen los hombres. Pero Dios no es
ajena a ella. Existe una dialéctica entre hombre e historia que condiciona su mutua
determinación. Más nada de ello elimina a la Providencia. Lo subjetivo y lo
objetivo se interpenetra de continuo y dibujan las grandes tendencias de la
historia. Y es por ello por lo que ni el genial Aristóteles pensó en la
abolición del esclavismo, ni el excepcional Tomás de Aquino en la de la
servidumbre feudal. Esto significa que la lógica inmanentista de la racionalidad
instrumental que caracteriza a la modernidad capitalista no se irá por arte de
birlibirloque de un gran pensador, ni será vencida por las ecuaciones
silogísticas de algún filósofo genial. Y ya vimos que tampoco por el fervor de
un hábil revolucionario anticapitalista. A lo sumo será capaz de plantar una
señal en la senda del cambio, pero dicho cambio no es súbito sino procesual.
Como muestra hemos visto en el siglo veinte la duración y derrumbe del experimento
comunista, porque las condiciones históricas conspiraron contra su sostenibilidad
en el tiempo.
Esto significa
que si aquí se sostiene la posibilidad de una nueva síntesis entre lo inmanente
y lo trascendente es porque la podredumbre de la esencia instrumental de la
modernidad está bastante avanzada, aunque aún falta recorrer el último trayecto
para que sea terminal. Sin eufemismos abstractos se puede decir que, vivimos no
la crisis de la razón en general -como sostienen ciertos pensadores partidarios
del hombre abstracto-, sino de la razón burguesa en especial. Pero ante esto la
lógica instrumental imperante argumenta que todos los argumentos de un discurso
son inconmensurables y, por tanto, no tiene sentido la confrontación y el
conflicto. La despotenciación del carácter destructivo de lo negativo y de la
dialéctica sigue en marcha. Todo ello hace que la modernidad sea profundamente
antimetafísica, antiesencialista y nihilista, porque responde a la lógica de la
avanzada economía dineraria. Y el dinero, como lo explicó Simmel, resulta
siendo la negación de todo valor, la aplanadora de los valores cualitativos por
los valores cuantitativos es el disolvente universal de todos los valores. Todo
se subsume a la valorización del capital, incluso las ideas filosóficas que se
sienten tan lejanas a los toscos y groseros mecanismos de la vida real.
Es por ello, que
la metafísica de la inmanencia no será derrotada mientras permanezca incólume
el sistema que la sostiene desde arriba y desde abajo. Pero como en la historia
nada dura para siempre las esclusas del cambio ya se abrieron, y lo han hecho
desde las entrañas de la propia lógica instrumental. Me refiero al arribo del
capitalismo digital -para tomar el lugar del desgastado capitalismo neoliberal
del casino global- con su novedosa economía contributiva, su tendencia irreversible
de la sustitución del trabajo por las máquinas y con ello se emprende la marcha
de la extinción del valor de cambio en la fuerza de trabajo junto al mercado
laboral. El capitalismo liberal es la última mutación hiperimperialista del
capitalismo, administrado por las megacorporaciones digitales de las GAFAM
-Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft-, y que está llevando a su término
la última gran mutación de la lógica inmanentista de la racionalidad
instrumental bajo el capitalismo. No se tenga esta afirmación como una
justificación y apología del reformismo frente a la vía revolucionaria. Nada de
eso. Al contrario, la vía revolucionaria sigue abierta porque las condiciones objetivas
para ello están dadas, pero las condiciones subjetivas pueden pasar en
cualquier momento de un momento postrevolucionario -como el que vivimos- a otro
revolucionario. La ontología de la revolución es la recuperación de la
dialéctica en la historia, la reivindicación del momento negativo, necesario
para romper con la inercia social, la falsa tolerancia petrificante, el conformismo
del mercado y la cosificación avasallante de la existencia-mercancía.
No se debe
renunciar a reorientar la lucha política contra el capitalismo, sino las categorías
y conceptos deben iluminar el cambio vertiginoso del mundo contemporáneo. Las
vías de la historia son contingentes e imprevisibles por más que las grandes
tendencias estén señaladas. En realidad, se trata de pensar una nueva subjetividad
metafísica tras el ocaso de la subjetividad postmetafísica imperante. No es cierto
que las condiciones históricas están en ciernes, porque las tendencias en ese sentido
ya se manifiestan en el ecologismo, pacifismo, okupa, antiglobalización. No así
los movimientos del feminismo de la diferencia y el movimiento por los derechos
de género que ahonda el nihilismo que el sistema incubó desde el principio. En
definitiva, y dadas las nuevas condiciones históricas en desarrollo, el
inmanentismo marcha hacia su agostamiento y exige una reformulación de sus relaciones
con lo trascendente. Pero lejos de tratarse de limpiar la metafísica dogmática
para revestirla con ropa nueva, de lo que se trata es de impulsar un giro
metafísico de nuevo cuño. La controversia decisiva, y de la que depende un
mundo más humano, surge a partir del cuestionamiento que se hace del
inmanentismo para resolver no sólo los problemas existenciales y espirituales
del hombre, sino, también, incluso los materiales como la salvación
ambientalista del planeta, qué hacer ante la extinción del empleo y cómo superar
la lógica inhumana del capitalismo. El inmanentismo está perdiendo crecientemente
la capacidad de expresar con legitimidad las modificaciones culturales y
político-económicas que acaecen en plena de transición desde el capitalismo neoliberal
al capitalismo digital. Simplemente deja de ser capaz de encontrar los recursos
comprensivos y expresivos que permitan explicar la multitud de problemas que
salen de su entraña. El inmanentismo se va volviendo un corsé demasiado chato y
horizontal, ni siquiera su recurso en el reconocimiento de lo divergente y
plural puede disimular su obsolescencia y falta de miras superiores. El
capitalismo pervive, sale indemne y fortalecido precisamente en la recurrencia
de las crisis, sin embargo, lo hace en lo material pero no en lo espiritual y
cultural. La valoración del capital se restituye, pero lo humano disminuye. Ahora
se comprende por qué se consagra como algo bueno -no siéndolo- el pensamiento
flotante en los flujos energéticos libidinales, el deseo y la diferencia. Y así
ha terminado por instalarse como dueño de casa la barbarie libidinal del deseo.
La ontología de la revolución tiene el efecto de romper la doble
fetichización de la existencia-mercancía en lo objetivo -desafía las relaciones
mercantiles de la lógica capitalista- y lo subjetivo -produce desazón en el
fuero interno con la cosificación reinante-.
En otras palabras,
todo indica que la culminación del sistema imperante bajo el capitalismo
digital llevará hacia la reconfiguración de la relación entre lo inmanente y lo
trascendente. Muerto el perro, muerta la rabia, reza el dicho popular. Y así
es. Antes de su perecimiento podrán formularse síntesis nuevas entre lo
inmanente y lo trascendente, pero no encontrarán su hegemonía espiritual hasta
que el viejo mundo del capitalismo haya desaparecido. No nos engañemos, la
lógica de la civilización capitalista es sinónimo no sólo de consumismo,
individualismo, increencia, narcisismo, amoralismo y egoísmo exacerbados, sino
también de hedonismo, nihilismo, escepticismo, inmanentismo y espíritu antimetafísico.
Se trata del eclipse de toda profundidad, la liquidación total del pensar
substancial en favor del pensar funcional. La experiencia deshistorizada de
masas babélicas e indiferenciadas que habitan un mundo anético y moralmente
insostenible. La subjetividad presunta (Barthes), la sociedad del espectáculo (Debord)
y los sujetos mediumnizados (Baudrillard, La era del vacío) marcan la
pauta de un hiperimperialismo que transita de lo neoliberal hacia lo digital. Emerge
un kantismo desfigurado: “Obra de tal manera que las redes sociales, la web y
el internet, si conociera vuestros actos los aprobaría”. En la nueva época el hombre
ya no se reconoce sino como mercancía. Así se consagra la época del nihilismo
como desvalorización de todos los valores supremos.
Vivimos la
época en que la economía dineraria avanzada del capitalismo tardío ha cumplido
su propia esencia al convertir todos los valores en mercancías, lo cualitativo
fue disuelto en lo cuantitativo, el fetichismo de la mercancía desarrolla la
tragedia de la cultura y el perfecto olvido del ser. Este nuevo espíritu se expresa
ya en el monaquismo del arte gótico constructor de abadías, el cual incentivó
la idea de regularidad en la naturaleza. Es en los conventos de la baja Edad
Media donde avanza la organización económica eficaz de la sociedad. No es
casualidad que los primeros relojes, la instauración del tiempo artificial
sobre el tiempo natural, se hayan establecido en los centros monacales. En
otras palabras, del 900 a 1700 el capitalismo no tiene su fuente en el
industrialismo, sino en toda una estructura social y de propiedad que la
prepara. Lo que hará la revolución industrial es servirse del enorme ejército industrial
de reserva que fue fruto de la expropiación originaria del capital, reclutar su
fuerza de trabajo a cambio de un salario, imponer la universalización del valor
de cambio y, con ello, desarrollar al máximo la fetichización de la mercancía.
La sociedad
medieval cristiana central (1,100-1300) se caracterizó por la alta tensión
entre la cultura racionalista de los intelectuales y la cultura milagrosa de los
santos. cuyo fruto fue la visión de la Naturaleza que admite las leyes naturales
autónomas junto a la intervención directa de Dios. A las leyes naturales
autónomas sucedió la visión autónoma del hombre en el Renacimiento. De la renacentista
visión autónoma del hombre no hay más que un pequeño paso hacia la metafísica
de la subjetividad cartesiana que socavó la metafísica tradicional y la idea de
Dios. Lo que hizo que Descartes sea considerado el fundador de la era antropológica
de la modernidad. Y lo que viene con Maquiavelo es la separación categórica
entre ética y política. Rousseau responde con la teoría del pacto social como
origen del Estado y la voluntad general, para impedir que el más fuerte se
convierta en amo y señor sometiéndose al derecho y al deber. Esto desembocará
en la separación entre ética privada, sujeta al deber, y el derecho público,
sometido al derecho, con Kant. Con él se abre paso la metafísica de la subjetividad
hasta culminar en la filosofía crítica kantiana, con el concepto de autonomía
del espíritu que se dicta su propia ley y la idea de la libertad volvió imposible
el retorno a filosofía clásica en su forma tradicional. Kant consagró la
secularización inmanente del mundo, porque su recuperación de Dios no puede
desprenderse de su sabor sabeliano al concebir la religión como moralidad. O
sea, las bases para que la burguesía pasara del dominio económico al dominio
político estaban echadas, y ello se cumplió con el acontecimiento de la
Revolución Francesa en 1789. Brota así del mismo vientre del desarrollo
capitalista la doctrina de los derechos humanos y la teoría de la razón autónoma.
No será hasta
Marx que se tendrá clara conciencia que del fetichismo mercantil se deriva el
fetichismo jurídico y el fetichismo filosófico. Todos los cuales ocultan la
hegemonía del modelo económico capitalista. El capitalismo debe ser abolido
porque condena al hombre a una vida sin esencia, siendo una estructura al que
le es intrínseco la fetichización material y espiritual. Y lo es porque su
objetivo supremo no es el hombre sino la valorización del capital. Con ello se cumplió
lo que Heidegger llama “olvido de la diferencia ontológica entre ser y ente”.
Sin embargo, su consideración filosófica es fetichizada porque oculta la hegemonía
económica del capitalismo. El fetichismo de la mercancía ocasiona la tragedia
de la cultura, la primacía del ente y el nihilismo. Por eso es que Vattimo al
diluir nihilistamente todos los fundamentalismos termina haciendo el juego al
capitalismo de consumo. Su pluralismo hermenéutico termina multiplicando las
hermenéuticas en una hemorragia de subjetividades sin límite. Es por ello que
la posmodernidad en Vattimo culmina fragmentado al hombre solipsistamente y
fortaleciendo el olvido metafísico del ser. De modo que, si bien es cierto que
desde Kant se volvió imposible retornar a la metafísica clásica en su forma
tradicional, ello no significa que no haya otro modo de hacerlo. Sobre todo,
porque el modo tradicional fue afincarse en la trascendencia
subestimando la inmanencia, pero no ello no impide que la nueva síntesis
metafísica reivindique la trascendencia sin menoscabar lo inmanente. O sea,
estableciendo el enlace metafísico correspondiente, donde lo finito y
especialmente el hombre halle en la historia el lugar de encuentro con Dios. La
pauta ya lo fue dada por la teología de la liberación, no hay separación
ni divorcio absoluto entre lo temporal y lo eterno, lo histórico e infinito. Por
eso su naufragio exigirá una nueva síntesis metafísica, cada era histórica
tiene la suya. Entonces se arribará una filosofía de la integración, donde la
trascendente y lo inmanente sin mezclarse reconocerá su enlace profundo. No se
trata de defender una tesis de la coexistencia, similar a la onda-partícula del
electrón. La situación es que lo inmanente requiere de lo trascendente para ser
verdadero y real, sin que ello signifique que lo trascendente dependa de lo
inmanente, porque también se da su encuentro en la historicidad. Será el fin de
la era sin Dios y del eclipse de Dios. De ninguna manera significará un retorno
a la metafísica trascendental de la metafísica clásica que desestimó las condiciones
del pensar, pero tampoco se coagulará en la determinación de lo ontológico por
lo epistemológico.
Si la filosofía
clásica fue trascendentalista -no tomó en cuenta las condiciones del pensar-, la
modernidad ha sido inmanentista -subestimó la prevalencia del ser sobre el
pensar-. El giro copernicano de índole antropológica de la modernidad ya luce
agotado e infecundo, no sólo para afrontar problemas prácticos sino también
teóricos. Por tanto, se hace necesario ni retroceder a la metafísica dogmática de
lo trascendente, ni insistir en la metafísica inmanente de lo cognoscitivo.
Trascendencia e Inmanencia exigen una nueva síntesis filosófica. Nuestros tiempos
reclaman un nuevo giro copernicano. Pero esta vez deberá iluminar la síntesis
entre trascendencia e inmanencia, para evitar la esterilidad metafísica de la
modernidad y la ingenuidad gnoseológica de la filosofía clásica. Ello significa
que para recuperar el Ser no se debe prescindir del ente, pero tampoco
confundirlo con él.
El sesgo
epistemológico de la modernidad, especialmente desde Kant, volvió imposible
retornar a la metafísica trascendente de la filosofía clásica. La metafísica
como conocimiento de lo suprasensible se volvió imposible porque la intuición
humana es empírica y no intelectual. Desde el giro copernicano de la filosofía crítica
-el objeto se supedita a la espontaneidad pura del pensamiento- se abrió un
profundo hiato entre conocer y creer. El resultado fue que lo inmanente desplazó
lo trascendente hasta tomar completamente su lugar en las filosofías
contemporáneas que se presentan como enemigas declaradas de la metafísica y del
esencialismo. En ese sentido, la contribución de la intuición eidética por
parte de la fenomenología husserliana fue un tímido aporte que abrió el mundo
de la idealidad sin romper con el inmanentismo de la conciencia. De resultas
que siguieron predominando las filosofías temporalistas de la finitud y de la
contingencia. En otras palabras, la idea kantiana del espíritu autónomo que se dicta
su propia ley prosperó a sus anchas en la modernidad secularizada e inmanente.
Lo cual fue decisivo para fortalecer la tendencia de destrascendentalización
del mundo y endiosamiento prometeico del hombre. No obstante, la objetividad no
es la realidad. El pensamiento de la cosa no es la cosa. El mar, una esfera, un
misil, un teorema no forman parte de mi conciencia, como tampoco lo conformaron
los miles de millones de años de evolución de la vida, ni de la existencia de
la Tierra, ni de las galaxias. El sujeto no hace al objeto, ni éste es una mera
representación mía. Las cosas son independientes de la conciencia. Son una materialidad
o una idealidad. En ese sentido el realismo tiene razón al afirmar que la cosa
no es el pensamiento. Y por eso ser en el mundo no es ser lingüísticamente. La
evidencia primaria es que las cosas son, lo ontológico es previo a lo
epistemológico. El ser rebasa el pensar. A su vez, el ser objetivado no es el objeto
trascendente, sino el objeto conocido. El objeto conocido es un objeto cuyo ser
se funda en la conciencia. De ahí el valor epistemológico del idealismo, al
subrayar que las cosas dependen gnoseológicamente del pensamiento. Esto es,
metafísicamente la primera certidumbre es realista: las cosas son independiente
del pensamiento. La segunda certidumbre es idealista: no lo son. De esto se
colige no sólo que el hombre es un ser metafísico, sino que no cabe soslayar el
papel del pensamiento en el conocer de las cosas -metafísica dogmática de la filosofía
clásica-, ni el papel de la realidad en la existencia de las cosas -inmanentismo
subjetivista de la filosofía idealista-. Las cosas existen y son reales sin que el
sujeto las conozca -realismo- y para existir no tienen que entrar en relación
con el sujeto, como contrariamente supone el idealismo.
El ser del
objeto conocido guarda una correlación asintótica con el ser del objeto trascendente.
Pero el ser del objeto trascendente no se funda en la conciencia. El ser del
objeto conocido no se funda en la conciencia. El eidos del objeto conocido no
es más que un aspecto del eidos del objeto trascendente. El sentido del ser gnoseológico
no es el sentido del ser ontológico. La conciencia funda lo primero, pero la
realidad funda lo segundo. Lo trascendente es cosa en sí, más allá del mundo
fenoménico, pero también es lo inteligible, lo que se halla más allá del mundo
sensible, en el mundo ideal. El ser real y el ser ideal son seres en sí. La diferencia
radica en que el primero está sujeto al devenir, mientras el segundo a la intemporalidad.
También es lo irracional, como lo que está más allá de la razón. Y en última instancia
es lo divino, como aquello que está más allá de la naturaleza. Lo trascendente
es ser del sentido y sentido del ser. La conciencia funda el sentido del ser
objetivado, pero no el sentido del ser trascendente en la realidad. El sentido
objetivo del ser no es el sentido del ser trascendente. Una cosa es el sentido
del ser en un plano ontológico, y otra cosa es el sentido del ser en un plano
gnoseológico. Lo ontológico y lo gnoseológico son dos planos categoriales
distintos. La correlación entre el sentido objetivo del ser y el sentido trascendente
del ser es isomórfica. Negar dicha correlación equivale a pensar que la
filosofía no puede decir nada del mundo y significa deslizarse hacia el logos
de la logística, que desemboca en la completa subjetivización inmanente del
mundo.
Por el
contrario, tomar en cuenta que lo ontológico y lo gnoseológico son dos planos
categoriales distintos permite ir más allá del prejuicio de que lo que se trata
es de poner límites lingüísticos a la expresión de los pensamientos. La estructura
del pensar no es idéntica a la estructura de lo real. El sentido del ser objetivo
no es el sentido ser trascendente. El sentido del ser establecido por la conciencia
no es el sentido del ser de la realidad. La vinculación entre el sentido del
ser objetivo y el ser del sentido real es el ser del sentido. El ser del
sentido es lo que hace posible la correspondencia entre el sentido del ser de
la conciencia y el sentido del ser del objeto trascendente. El ser del sentido
es un isomorfismo sistémico que posibilita la correspondencia entre dos modelos,
procesos o realidades distintas, pero afines en algo esencial, a saber, la
inteligibilidad. La objetividad no es la realidad, pero es la inteligibilidad
la que hace posible a ambas. Para los liberales antirreligiosos (Richard Dawkins,
El espejismo de Dios, Christopher Hitchens, Dios no es bueno) la
razón humana lo es todo y desdeñan la razón de la trascendencia. Ciertamente que
la filosofía moderna es hostil a las esencias y que resulta urgente que Occidente
recupere los fundamentos metafísicos para salvarse del nihilismo.
El giro antiesencialista
comenzó con el nominalismo de la escolástica tardía de Duns Scoto y Guillermo de
Occam, se extendió con el empirismo moderno de Locke y Hume, se fortalece con el
criticismo kantiano, cobra fuerza con Compte, Marx, Nietzsche, pero se
consolida con el postmodernismo. No obstante, lo sensato no sólo es reconocer la
esencia y existencia, sino principalmente recuperar junto al sentido ontológico
del ser el sentido de lo sagrado. Y esto no se puede hacer al margen de la
recuperación de la trascendencia. Se puede sacralizar lo inmanente, como
pretende el postmodernismo, pero eso no es más que un remedo distorsionado de
la verdadera trascendencia. Ciertamente que Dios no ve con buenos ojos una
adoración exclusiva a él, porque en buena cuenta eso es la negación de la
Encarnación, y sin ello no hay cristianismo. Cristo es el testimonio viviente
que no hay separación ética entre el cielo y la tierra, lo eterno y lo
temporal. Cristianismo es adorar a Dios en el prójimo, en su creación, tener
caridad en el alma para con el que siente frío, tiene hambre y sed (Mateo 25,
35-36). Por eso la caridad será siempre superior a la fe y a la esperanza (1
Corintios 13, 2). A todo lo demás Dios les dice: “Apartaos de mí, hijos del
demonio”. Por ello, en medio de los tiempos de sacrilegio generalizado,
donde se desmaligniza el mal y se maligniza el bien, donde se cierne
sobre nuestras cabezas un clima apocalíptico, se impone rescatar el carácter de
lo sagrado en la vida, donde el hombre resulta siendo un Homo Viator,
como lo destaca Gabriel Marcel. De nada sirve volver a un sentido del ser puro
cuando éste está vaciado de divinidad. Un ontologismo fundamental vaciado de Dios
-como el propuesto por Heidegger- equivale a un budismo filosófico inerte e
infecundo incardinado en la nada más que en el ser. No en vano el tudesco ha
sido reivindicado junto con Nietzsche por los nihilistas de la posmodernidad.
Hay quienes
pregonan una civilización del amor desde una perspectiva laica y secular,
pensando que es suficiente rescatar los valores del republicanismo y rechazar
el relativismo (Luc Ferry, La revolución del amor, Familia y amor, El amor:
una filosofía para el siglo veintiuno, La revolución transhumanista). Pedro
resulta un profundo error no salir de los marcos inmanentistas de la modernidad
para intentar salir de la crisis que engendra. La civilización del amor no se
edificará con las piedras del secularismo, la fe y de la esperanza sino de la
caridad. La ontología de la revolución no es necesariamente violencia,
porque revolución es amar en la praxis un mundo lleno de caridad y solidaridad.
Y ello no es
posible sin poner el último clavo en la tumba del capitalismo. Al capitalismo
no hay que reformarlo, hay que enterrarlo. Fue un engendro antihumano desde su
origen y lo será hasta su perecimiento. Por ello el capitalismo es cabalmente
la estructura del Anticristo, porque si Cristo es amor, el Anticristo es
odio, el mismo odio que inspira todo lo humano en vistas de la valorización
única del capital. Por lo demás no es ninguna exageración constatar que para el
capitalismo el hombre siempre ha sido un insumo, un costo, que debe ser
reducido en lo posible para que no afecte el plusvalor. Honoré de Balzac retrató
brillantemente la desvalorización de lo humano ante el amor al dinero en su
novela Eugenia Grandet, el protagonista Félix Grandet dedicado con gran
avaricia a acrecentar su fortuna haciendo pasar penalidades a su mujer e hija.
A contrapelo,
en nuestro tiempo nihilista brotan por doquier las iglesias de la prosperidad,
que prometen a sus fieles desesperados ser ricos con un poco de fe y don
financiero. O sea, no sólo el hombre vaciado de Dios estrangula la vida ética
con el todo vale posmoderno, sino que también el hombre religioso, que
en su desesperación no comprende que el verdadero amor es gratuito y no busca
recompensa, decapita la vida religiosa con los méritos y las recompensas.
El hombre debe practicar la justicia sin esperar retribución alguna y hacerlo
sólo por amor. Esa es la forma de hablar de Dios para el padre Gutiérrez (Hablar
de Dios desde el sufrimiento del inocente. Una reflexión sobre el libro de Job),
porque el amor de Dios es gratuito y no depende de méritos ni recompensas.
Esto es una
forma de no justificar la completa historización de la justicia, por ser ello
inmanentismo y negador de la dimensión escatológica de la justicia. Mientras
que el lenguaje profético nos hace entender la relación de Dios con los
pobres, el lenguaje contemplativo lleva hacia la gratuidad de la
justicia divina. Pero es el lenguaje escatológico lo que nos da a
entender que es injustificable la completa historización de la justicia. Es decir,
el Ser no sólo tiene una manifestación histórica sino también supratemporal.
Ahora se entiende por qué es un sentido la sacralización posmoderna de lo
temporal e inmanente, porque ello termina definiendo una sociedad amoral como
la actual. Oponerse al aborto, la anticoncepción, y la liberalidad sexual, en
medio de un contexto amoral, no puede ser calificado de autoritario y represivo.
Esto fue precisamente eso que hizo laxamente Hans Küng respecto al Evagelium
Vitae. También llama la atención que dándose cuenta algunos de la presente
amoralidad se opongan al ascetismo (Sloterdijk, Crítica de la razón cínica,
¿Un siglo religioso? Pero ¿será espiritual?), cuando el ascetismo
espiritual es la fuente de la regeneración de las culturas, nada grande se ha
logrado culturalmente sin ascetismo. Tal actitud sólo puede entenderse desde
las posiciones de insolencia y vergüenza del cinismo filosófico.
El mundo actual se ha vuelto cínico, con conciencia correcta obra
incorrectamente.
El hombre
nihilista es cínico, la fatigada sociedad capitalista es un estado de
conciencia cínica. Baudrillard (Cultura y simulacro) también lo nota
cuando señala que en el mundo posmoderno la ficción supera a la realidad, el
simulacro y la hiperrealidad imperan a sus anchas. Y Lipovetsky (La era del
vacío) señala con acierto que en la posmodernidad las masas se han
desubstancializado, son narcisistas, hedonistas, lúdicas, ególatras, energúmenas,
indiferentes, viven en la nada. No menos agudo es Bauman (La modernidad líquida,
Vidas desperdiciadas: la modernidad y sus parias, Ceguera moral, Generación
líquida: transformaciones en la era 3.0) al destacar que la época actual es
flexible y no es posible asirla, se derrite y luce maleable, todo se
individualiza y se deshecha, no hay identidad fija y todo luce intercambiable. Baudrillard,
Lipovetsky y Bauman resultan siendo tres valiosos críticos de la posmodernidad,
pero que no aciertan en advertir que sin salir del inmanentismo antimetafísico
no es posible recuperar el contenido ontológico del mundo. Ello se parece a los
intentos de recuperar el sentido ético de la vida poniendo demasiado énfasis en
Aristóteles, sin subrayar que la secularización hizo imposible la vida ética y
que es necesaria una revolución metafísica que recupere el sentido del ser y la
diferencia ontológica para ello (Leuridan, El sentido de las dimensiones
éticas de la vida). De esa forma no hay escape a la aventura inmanentista de
dejar ser a la diferencia alentando a la alteridad pervertida. Lejos de
encontrarnos en un amanecer postmetafísico planetario nos hallamos inmersos en
la noche más gris y sombrío del nihilismo crepuscular del capitalismo agónico.
¿Acaso para las tres cuartas partes de la humanidad es suficiente una estética
de la negatividad y de la disolución como destino del ser? Claro que no. La
cháchara bufonesca del relativismo posmoderno ya mostró sus límites más patéticos
y hondos, sin posibilidad de salir de la crisis en que la sume la propia
realidad de las cosas y del ser. Los únicos que se benefician del
debilitamiento de la razón son los capitanes del capitalismo tardío, que se ríe
a carcajadas e impúdicamente exhibiendo su grotesca e inmoral riqueza en medio
de un mundo devorado por la desigualdad y la injusticia. En este panorama Vattimo
se siente representante del nihilismo en ascenso, Sloterdijk denuncia que no
existe tal ascenso y sí, mas bien, un nihilismo difuso del extenuado
capitalismo tardío, sin esperanza y lleno de indiferencia. Lástima de ver que
en una sociedad desespiritualizada y de anemia interior se propongan éticas
mínimas, éticas sin moral (Adela Cortina), como una forma de salvar lo
insalvable. En realidad, la verdadera esperanza es de carácter radical porque
alude a la salvación ante la muerte. La esperanza radical es posibilidad
humana natural en la historia y posibilidad soteriológica sobrenatural
en el radical fin de la historia. Ahora se entiende por qué el hombre tiene dos
dimensiones (Pieper, La esperanza): una es estar siempre en camino
hasta la muerte y otra estar en plenitud en la salvación. Y es por ello
que los tiempos de la caridad nunca serán plenos en la historia, sino después
de la historia, porque precisamente el ser del hombre no sólo es histórico sino
también transhistórico.
En verdad, la
metafísica en sus argumentos últimos fracasa cuando busca tomar el lugar de la
religión. Cosa que quedó demostrado con el idealismo alemán de Fichte,
Schelling y Hegel. En realidad, la teología filosófica se descamina cuando
pretende sustituir a la teología histórica. Pero sí contribuye bastante cuando
antropológicamente permite comprender dos cosas. Primero, que el hombre es un
ser abierto al mundo y a Dios. Y, segundo, que la experiencia religiosa no es
alienación, engaño o ilusión -como sostuvieron Feuerbach, Marx, Nietzsche y Freud-,
sino auténtica dimensión de la existencia humana. Es una experiencia autónoma
que está más allá de lo ético-racional, como destaca Rudolf Otto. Lo cual no equivale
a negar que la religión pueda ser convertida en el “opio de los pueblos”. Cosa
que fue subsanada por la Teología de la liberación de Gustavo Gutiérrez,
al cristianizar el marxismo. A diferencia de la teología dialéctica o de la crisis
de Kierkegaard, Brunner y Barth -que insistió en la separación absoluta del
mundo y Dios, lo temporal y lo eterno-, la teología de la liberación aportó dos
ideas centrales: lo inmanente y lo trascendente no están separados, sino
enlazados, y la historia es el lugar de encuentro del hombre con Dios. Lo que
puede ser leído filosóficamente como que lo metafísico no es sólo lo
trascendente, sino también lo inmanente en su enlace con lo trascendente. Y es
que el hombre mismo no se agota en pura inmanencia, no es un simple fenómeno
del hominismo, porque su ser se extiende a lo trascendente, está involucrado en
ese plano ontológico y, por ello, se puede hablar de humanismo. Claro, no me
refiero al humanismo ateo, sino al humanismo que admite la trascendencia en su
entraña, porque advierte que el ser del hombre es una inmanencia plantada ante
la trascendencia. Lo que significa dos cosas, a saber, que Dios -como único ser
que está más allá de todo ser- crea libremente el mundo y no por una necesidad
de su naturaleza. No es un ser ciego, ni un fundamento impersonal. Y que también,
las cosas creadas son Chawpi, están enlazadas a él –“Chawpi” es “enlace” en
quechua- en una jerarquía ontológica definida, donde el hombre ocupa un lugar
central. Y por ello, Dios es inseparable del amor al prójimo, y la santidad es
lucha temporal en la lucha por un mundo más justo, en solidaridad con los
pobres, dentro de la perspectiva escatológica del Reino. El nexo entre ética,
ontología, escatología y praxis es irrenunciable como amor real al prójimo.
Por ello, el
Dios-Idea de la nueva metafísica no tiene que estar reñida necesariamente con
el Dios de la revelación y del corazón, ni con la dimensión inmanente de la
historia. Entonces, ¿Acaso se justifica pensar
el Ser sólo en cuanto ser? Esa es la pretensión de Heidegger. La tarea del
pensar nunca será la de un pensar el ser exclusivamente. Ello llevaría hacia
una desvalorización injustificable de la vida y del mundo, lo temporal y lo
finito, o a su ruptura de su vínculo metafísico con la trascendencia. Y daría
lugar al totalitarismo, el superhombre, el genocidio y los holocaustos. Esto ya
lo hemos visto. ¿Es pensable el ser desde el ente? Se puede pensar al ser desde
el ente, porque el ente es creación del ser y en él encuentra su fundamento. ¿Pero
es factible pensar el ser al margen de Dios? Es posible pensar el ser como ser,
pero ello es pensar a Dios. Negarlo fue el error más grueso de Heidegger. El
ser no puede estar más allá de Dios, porque ello supone separar a Dios de su
propia esencia. ¿Es posible secularizar el pensar del ser? Sí es posible, y esa
fue justamente la intención de Heidegger. Pero no advirtió que dicha
secularización lo subsume en lo más fundamental del proyecto moderno. Por ello,
en ese aspecto Heidegger no va más allá de la modernidad no sólo calculadora,
sino también secularizada. En otras palabras, tuvo el mérito indiscutible de
haber enfatizado en la diferencia ontológica entre ser y ente, pero a costa del
grave error de haberla secularizado, demostrando con ello compartir profundamente
el increencia nihilista de la modernidad. Y con ello no podía evitar el
desmoronamiento de la metafísica.
En realidad, no hay razón para no pensar que la
inteligibilidad es la mente cósmica o el pensamiento de Dios, operativa en
todas sus criaturas y en su creación. La conciencia y la realidad se corresponden
al tener el mismo origen en la mente divina. La objetividad es la manifestación
de la causa trascendente en la conciencia. Se dirá que se está recurriendo al
argumento de la trascendencia de la metafísica clásica. Y cierto, es así. Salvo
que, apelar a una filosofía del ser no representa la vuelta a la metafísica de
las esencias de los griegos, aunque sí a la metafísica trascendental de la
escolástica. Pero con una diferencia sustancial, a saber, no se omite el papel
constructor del pensar. Se trata de partir del valor y la idea fundamental de
la idea trascendental del ser para explicar el sentido del ser y el ser del
sentido, pensando que de dicha idea participan la sustancia y la esencia de los
seres finitos. Pero a su vez hay que reconocer que a nivel epistémico es el hombre
el que pone el ser a las cosas, sin que ello constituya impedimento para que
reconozca el nivel ontológico independiente del pensar. Por eso, el mundo verdadero
no sólo es el todo que se mueve, sino también lo permanente e invariable. En
otras palabras, la inteligibilidad del ser trascendental es la razón suficiente
del sentido del ser y del ser del sentido.
El hombre no puede soportar su propio absoluto. Se experimenta
como un ser finito en el mundo que puede salirse del mundo. El hombre es
un permanente salirse del mundo y por ello es una criatura metafísica. El
animal está subsumido al mundo, el hombre no. Lo trasciende constantemente. La
dimensión ontológica de la trascendencia no es un mero problema teórico para el
hombre sino su realidad cotidiana. La metafísica comienza para el hombre no
desde que comienza a pensar, sino desde que empieza a existir. Su existencia
misma es metafísica, porque la edificación humana del mundo es metafísica. Ello
de ninguna manera significa que la metafísica se reduce a una antropología
histórica. Al contrario, la antropología histórica es consecuencia de la realidad
metafísica del hombre. El hombre es un ser metafísico no porque quiera o se de
cuenta, sino que está arrojado a la existencia como tal. El hombre no es un
ser metafísico porque conoce, sino porque su esencia es existir trascendiendo
la realidad del mundo. El hombre es la finitud con vocación metafísica radical porque
su ser está advocado metafísicamente. Por ello para el hombre no sólo se
está en el mundo, sino que tiene y hay un mundo. De ahí que sea
distorsionante tanto el realismo ingenuo como el idealismo subjetivo tomando en
cuenta cada uno o sólo lo ontológico o lo epistemológico. Metafísicamente la
primera certidumbre es realista: las cosas y mi existencia son independientes
de mi pensamiento. La segunda certidumbre es idealista, o sea contraria: no lo
son. Ante esta dicotomía, que termina separando lo trascendente y o inmanente,
se impone una tercera certeza, propia de la nueva metafísica de la filosofía
de la síntesis: las cosas, mi existencia y mi pensamiento se relacionan en
dos planos, el metafísico y el epistémico; pero mi existencia y mi pensamiento constituyen
una inmanencia de cara y arraigada en la trascendencia. Y aquí no se trata
solamente de la trascendencia de la conciencia o del mundo externo, sino de la
trascendencia absoluta, que es Dios. Si el hombre es una criatura metafísica es
porque la realidad misma lo es. Es decir, lo inmanente encuentra su fundamento
y arraigo ontológico en lo trascendente. Pero este arraigo fundamental no anula
la importancia de lo histórico para la existencia humana. Al contrario, lo
destaca como lugar de encuentro donde se cruza lo inmanente y lo trascendente. El
hombre tiene historia no porque es temporal, sino que es temporal porque tiene
historia. O sea, no es un mero ser finito sino un ser histórico donde lo
temporal se llena de contenido histórico. Secuenciar hechos individuales y colectivos
sobrepasa el carácter meramente temporal, el cual queda como esqueleto de lo
histórico. La historia es la presencia de lo pasado por el interés del presente
hacia el futuro. Es decir, el recuento de la historia arrastra una carga valorativa
que rebasa el tiempo y se llena de contenido ideal. Por ejemplo, la crítica actual
al capitalismo exige rebasar el economicismo para abarcar la edificación de
formas alternativas de existencia desde la construcción de un nuevo tipo de subjetividad
no relativista, escéptica, hedonista, ni nihilista.
La intención de las filosofías del deseo de la
posmodernidad intenta impulsar una nueva subjetividad libidinal y lo han hecho
rechazando la objetividad y diluyendo la universalidad indiscutida de los saberes.
El saber, como poder que elimina la disidencia, se vuelve en estructura
carcelaria (Foucault, Vigilar y castigar). Eso es lo que hace justamente
el capitalismo al reducir la existencia al ciclo producción-consumo. Al final se
convirtió en la cruzada cultural reaccionaria, porque todo desembocó en el
rechazo irracionalista de la objetividad, la verdad y la razón. Terminó
haciendo el juego a la propia destrucción de la razón que propició el
capitalismo. Así desembocaron en teorizaciones chapuceras sin prueba empírica
alguna (Lacan), mal utilizaron las matemáticas para formalizar la poesía (Kristeva),
propusieron ciencia sin metodología que llevó al solipsismo (Feyerabend, Contra
el método, Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas), o postularon
la naturaleza sexuada de la ciencia (Lucy Irigaray). En suma, el posmodernismo
finiquitó en un relativismo epistémico y cultural, que Alan Sokal y Jean
Bricmont denominaron “imposturas intelectuales”. En el hombre la situación
única de su ser condiciona su sentido del ser. Pero su sentido del ser no es el
ser del sentido. El hombre es una criatura aprisionada entre dos absolutos: el
absoluto finito que él es, y el absoluto infinito al que siempre aspira y nunca
se extingue. Lo cual no puede ser tomado como objetividad indiscutida, como
pretende el posmodernismo, porque sencillamente se tratan de verdades asertóricas.
En medio de una época profundamente escéptica y arreligiosa el nuevo camino del
pensar no puede darse de espaldas a la religión, como supuso Heidegger. El olvido
del ser se acentúa con el olvido de lo sagrado. No en vano los presocráticos
fueron los iniciadores de la teología natural. Es cierto que el hombre en el
fondo de su ser abriga un escepticismo radical, porque no puede considerarse todopoderoso
en lo ético cuando sabe que no lo es en el orden del ser. En su desdoblamiento ontológico
tiene la experiencia metafísica que no está totalmente arraigado dentro del ser.
Ni siquiera puede consolarse con la idea de extinguirse en la Nada. Ni el más radical
naturalista ateo abriga esa convicción finalmente. El hombre no arraiga plenamente
ni en el ser ni en la nada. Esto llevó a Lyotard (Economía libidinal), Deleuze
y Guattari (Mil mesetas, Anti-Edipo capitalismo y esquizofrenia) a la
redefinición de la subjetividad, remitiéndola a la inmanencia del deseo en vez
de a la razón, junto a la denuncia del capitalismo como máquina deseante. Pero
al final su noción libidinal se descompone al tomar en cuenta solamente el
principio de placer y descuidar el principio de realidad. El hombre no puede
ser definido solamente en función de las fuerzas emotivas pulsionales. Pero he
aquí que se revela el sesgo irracionalista de los posmodernos.
Ciertamente, el sentido de lo humano expresa un
desarraigo ontológico profundo, porque atrapado en las redes de esta disyunción
metafísica percibe que su reintegración en el ser no es de orden lógico,
científico, filosófico, estético, ni libidinal, sino existencial y
mítico-religioso. Y en sus más elevadas consideraciones escatológicas resigna
sus fuerzas para comprender que ese mismo arraigo en el ser que busca tiene que
venir de Aquel que lo sobrepasa y es incondicionado. De modo que el sentimiento de poderío del hombre actual
no proviene sólo de la era científico-técnica de la modernidad, ni de echarse
en brazos de lo libidinal pulsional, sino que es mucho más antiguo y echa
raíces en su condición metafísica. Su sentido del ser se aquieta en aquello incondicionado
del ser del sentido que es de índole trascendente. Y las fuerzas emotivo-pulsionales lejos de aquietar
lo entregan a la deriva de un devenir voluntarista. Pero no sólo la conciencia es
productora de sentido, también lo es la realidad. Aquí el sentido de ambas es posibilitado
por el sentido de la inteligibilidad de la mente divina. La subjetividad es la
constitución fundamental de la objetividad, lo trascendente externo a la conciencia
es la constitución fundamental de la realidad, incluso del ego, y constitutivo tanto
del ego como de la realidad lo es la inteligibilidad de la razón cósmica o inteligencia
de la mente divina. Pero el constituir mismo es un transcurrir de lo finito en
el tiempo y en la historia. De modo que se puede advertir que mientras la posmoderna
refundamentación de la subjetividad en el deseo libidinal desemboca en la
justificación de la inconmensurabilidad de los estilos de vida, en cambio
asentarla en la trascendencia afecta a la noción y el alcance de la verdad. De
manera que la verdad lejos de ser profanada brinda una nueva imagen objetiva
del mundo basada en la presencia de lo inmanente y de lo trascendente en la
realidad y en el hombre. Ello tiene repercusiones ético-políticas importantes,
porque lejos de defender la multiplicidad relativista de los horizontes de
verdad se defiende la objetividad progresiva. Sin lo cual se incapacita al
hombre para decidir sobre lo que es válido o bueno. Es por ello por lo que la
abolición de la objetividad del saber que la posmodernidad preconiza sirve en
el fondo al poder de turno que manipula la realidad. Esto es, renunciar al
realismo objetivista lleva hacia el escepticismo, relativismo y al nihilismo. Y
la forma de evitarlo es reconociendo que no toda posición de conmensurabilidad
conduce al totalitarismo de una forma de racionalidad.
Por ello, al realismo objetivista no hay que renunciar,
sino hay que corregirlo. Pues la pretendida descripción de la realidad tal cual
es no es conclusa, sino abierta. Ello significa que no hay que perder la confianza
en la objetividad del saber, como suponen Lyotard, Deleuze, Derrida, Baudrillard,
Negri, Jameson, Rorty y Vattimo, sosteniendo erróneamente el fin de los grandes
relatos, sino que hay que entenderlo como el camino progresivo del conocimiento
humano. La objetividad del realismo ha resultado un tiro en la sien de la razón,
promoviendo la dislocación moderna del sujeto a favor del poder tecnocrático del
capitalismo. Una cosa es el mundo real y otra el mundo reducido
a puro fenómeno de la conciencia. Una cosa es el tiempo del mundo real y otra
cosa es el tiempo fenomenológico de la conciencia. Pero ambos tiempos son el
tiempo como forma de constitución de lo finito. El tiempo fenomenológico
permite la constitución del sentido del ser objetivo, pero el tiempo del mundo
real permite la constitución del sentido del ser independiente de la conciencia.
Y por ello mismo la realidad está en constante fluir y lo objetivo conocido también
va cambiando progresivamente.
Lo primero fue advertido por el vitalismo bergsoniano
y lo segundo por el historicismo diltheyano. Toda la orgullosa fanfarria del nominalismo y del idealismo subjetivo que
llega a límites escabrosos en el posmodernismo se derrumba. También toda la soberbia
del racionalismo cientificista se tornó ridícula, pues la razón debe permanecer
abierta a las verdades suprarracionales. Toda la realidad del mundo no
humanizado vuelve a emerger como una pesadilla durante la pandemia del Covid. La
violencia tecnológica ha sido derrotada. Y puede seguir siéndolo si se liberan
virus desconocidos de los glaciares, hoy en retroceso. Lejos de lograr aquel sueño
alquimista de la intimidad con las cosas, la naturaleza se subleva antes que
las máquinas se rebelen. Entonces, ¿Qué es aquello de la naturaleza que ha dado
de bruces a la orgullosa modernidad? ¿Qué es lo que nos aterra tanto del carácter
impredecible del ser físico? ¿Por qué temblamos ante el mundo de las cosas manipuladas,
pero nunca domesticadas? Es el sentido
del ser ontológico el que abofetea el orgullo subjetivista y solipsista del
sentido del ser gnoseológico en la modernidad tardía. Pero la unidad del tiempo
como forma de constitución de lo finito lleva hacia un fundamento que trasciende
la estructura temporal y que sólo puede tener su origen en el ser eterno. La temporalidad
hace posible el fluir de la conciencia y de las cosas independientes del ego, y
lo eterno hace posible el fluir de la temporalidad misma. No obstante, el
sentido de lo eterno se ha extraviado en la modernidad tardía. Esta modernidad
es reactiva al sentido de la eternidad porque rechaza la vejez. ¿Y qué es la vejez? Vejez es, en primer lugar, sentido de lo
eterno y, en segundo lugar, sinónimo de sabiduría. La modernidad finisecular es
tan hostil a la vejez porque es fugacidad, prisa, energía, enaltece la actividad
por la actividad, en cambio la vejez es tranquilidad, contemplación, oración,
sentido de lo eterno y sentido de la muerte. La modernidad esclerótica con su descreimiento
y efebolatría ha empobrecido la vida y ha olvidado la esencia de la vejez: la
cual es sed de eternidad, sabiduría y sensatez. Efectivamente, la modernidad es
necedad e insensatez porque ha postergado lo absoluto por lo finito, lo
trascendente por lo inmanente, es temporalidad, lo joven y ha arrastrado la historia
por la voluntad de poder de lo instantáneo. Ahora se explica por qué se reniega
de la vejez queriendo revertir su proceso. No en vano la última gran mutación
del hiperimperialismo, esto es, el capitalismo digital, invierte fortunas en el
proyecto de manipular el genoma humano para vencer la muerte y ofrecer a sus ricos
clientes el elíxir de la vida de la inmortalidad terrena. La modernidad ha
extraviado el sentido de la muerte o de la buena muerte, porque ha traspapelado
el sentido de la vida. Al identificar la muerte simplemente como la cesación de
la vida se ha dejado de comprender que tan importante como es temer morir lo es
también temer vivir. Así se busca la vida eterna por medios materialistas,
porque se suprimió el horizonte espiritual de la otra vida. La humanidad del
deseo de la modernidad periclitada se volvió inmadura. Nuestra concepción de la
muerte decide gran parte de las respuestas a las preguntas que la vida nos
hace. Cuando la muerte es despojada de su sentido espiritual, entonces la vida
queda impregnada de un valor económico-material. La vida queda reducida a un epifenómeno
de la materia. Y ello es suficiente para que la vida quede reducida a un nivel
de puro usufructo y pitanza. Con el argumento de aceptar las diferencias y
aumentar la capacidad para soportar lo inconmensurable, la vida quedó subyugada
al deseo del ego palabrero, narcisista, hedonista y anético. Es el sujeto débil
dotado de un supra poder bélico-técnico.
La temporalidad fenomenológica es la forma de la constitución
del objeto y del fluir de las vivencias del ego, como la temporalidad del mundo
real es la forma de constitución ontológica de las cosas y su fluir real. Por ende,
temporal es la forma de todo lo que se va constituyendo y tiene génesis e historia.
Pero la estructura temporal misma en la naturaleza y en el hombre no presenta
una motivación pasiva sino activa. Hay una unidad de motivación en la estructura
de la temporalidad que señala a lo eterno. Es decir, la unidad del sentido del
ser remite al origen del ser del sentido. Y siendo la unidad del sentido del
ser de carácter temporal, el ser del sentido es de carácter eterno y tiene que
ver con la motivación activa de la inteligencia divina. Hay mundo y objetos en
la estructura temporal porque se da el logos radical y universal en lo eterno.
Lo que significa que el radical logos constituyente no es el logos de la conciencia
ni el logos de la realidad, sino el logos de Dios. Sólo por éste se tiene mundo
y objetos, sentido del ser real y sentido del ser objetivo. La unidad de ambos
sentidos del ser es lo que se puede llamar Inteligibilidad o Razón Cósmica. Esto
resulta para la racionalidad posmoderna puro platonismo jerárquico, y contra él
dice que hay que defender la inconmensurabilidad, la diferencia, el modelo
abierto y el disenso. La alergia del posmodernismo a la jerarquía es contra
natura, pues la realidad y el alma humana hacen de la jerarquía un
requisito causal o una necesidad vital. La jerarquía, ya lo decía Simone Weil,
está constituida de cierta veneración. Y esto se lo hace pasar como un ir más allá
del consensualismo democrático liberal. En realidad, la ofensiva sistemática
contra la objetividad, por parte del posmodernismo, fortalece el terrorismo
estructural del capitalismo porque nihiliza al hombre, destruye el sentido de
la vida y pervierte la vida cultural.
Ahora se comprende que el problema de la corrupción,
por ejemplo, no es sólo un problema legal, político, ético y moral, sino
económico-cultural asentado en una determinada imagen del mundo. Si el ser
humano pierde una base firme para decidir lo que es bueno o válido, entonces no
es extraño que campee la corrupción. Si “todo vale” ¿cómo evitar que lo nefando
y perverso también valga? Por eso, en una filosofía de la integración de lo
inmanente y lo trascendente se puede admitir una razón cósmica como el punto de
constitución genético-temporal del mundo o de lo finito. No se trata aquí de la
razón racionalista de las evidencias conceptuales, ni de la razón de las
evidencias vivenciales, sino de la razón de lo trascendente inserto en la historia.
La metafísica clásica habló hasta la saciedad de lo trascendente y entendió que
trascender es ir de la realidad del mundo a una causa trascendente que lo
explique.
Ahora bien, esta causa trascendente
se manifiesta tanto en la realidad de las cosas como en la conciencia humana. Pero
aquí no se trata de explicar el mundo con esa causa, sino de tan sólo dejar
constancia de su presencia. No se busca arribar a una teología filosófica que
sustituya a la teología revelada e histórica, sino que ayude a comprender la
totalidad del hombre y del mundo. El sujeto no hace ontológicamente al objeto
externo, ni es éste una mera representación mía, la subjetividad es
constituyente de la manifestación fenoménica de las cosas en la conciencia, pero
el mundo no agota su realidad en la manifestación constituyente de la conciencia,
sino que la trasciende. La realidad independiente de la conciencia es
constituyente de la manifestación de las cosas en el tiempo. Pero la unidad
constitutiva del mundo y de la conciencia es el logos radical que no es finito ni
temporal sino eterno. Resulta siendo objetiva la jerarquía ontológica del mundo
Por ello, el problema radical de la filosofía no
puede limitarse a lo que aristotélicamente es el ente en cuanto tal, del cartesiano
yo pienso, la constitución kantiana del objeto, los datos científicos comteanos,
los bergsonianos datos inmediatos de la conciencia, la conformación husserliana
del ego, la orteguiana razón vital, el heideggeriano ser puro, ni el
contingentismo del deseo posmoderno, sino que en rigor tiene que llevar hacia una
visión totalizante y unitaria del mundo. O sea, el valor y objeto de la filosofía
es llevar hacia la constitución suprema realizada por la razón cósmica del ser
eterno en lo finito. Esta reconstitución es la suprema visión que ofrece la
filosofía como problema radical.
Por esto la filosofía no puede limitarse a ser vida
esencial, trascendental o vida científico-natural de lo inmanente, porque la
filosofía sólo es razón absoluta cuando evidencia en la unidad de la temporalidad
la presencia no sólo de lo racional sino también de la irracionalidad. Es decir,
el ser absoluto no es la conciencia pura, ni la realidad independiente de la conciencia,
sino la Razón eterna en que se funda la unidad del sentido del ser finito. Pero
hay una fuerza poderosa que contribuye al extravío del sentido del ser y es la
razón técnica bajo el capitalismo. La técnica no esclaviza al
hombre porque su esencia sea convertir toda la realidad en utilizable, sino que
lo esclaviza cuando convierte al creador de lo útil también en mercancía. Pero
¿Cómo puede esclavizar a un ser esencialmente libre? Haciendo que el hombre
deje de pensar y deponga sus decisiones en la técnica porque ya se siente
alienado frente a su creación. La técnica vuelve superflua el pensar subjetivo y
el conocimiento de sí mismo, no porque sea la condensación del pensar objetivo,
sino porque en dicha condensación va involucrado su enajenación respecto a su
creación. Marx, en el primer tomo de El Capital, explica bien el proceso
de enajenación del trabajo bajo el concepto de “acumulación originaria”, la
cual incluye la expropiación de los medios de producción, la formación de un ejército
de desocupados y la conversión de la mano de obra en trabajo asalariado. Esto
representa no sólo la hegemonía del valor de cambio sino la conversión del mismo
trabajador en mercancía enajenada.
O sea, la técnica trivializa el pensar personal no porque
otorga la prioridad al ente y no al ser. Ello es un extravío abstracto de
Heidegger. Sino que lo trivializa porque el artesano es sustituido por
proletario y éste es enajenado del producto de su trabajo. No es el poder de la
esencia de técnica lo que ha destruido la riqueza de la vida y del habla
cotidiana, lo que lo ha hecho es la estructura antihumana del capitalismo. Del
otrora bello y poético uso del lenguaje casi no queda casi nada porque bajo la
alienante estructura capitalista la vida se ha despoetizado, se volvió violenta
y ajena a la esencia creativa del hombre. Así, bajo el imperio del capitalismo
digital la semántica se degrada cada día en semiótica de emoticones. Los
grandes pensamientos ya no visitan al hombre, ya no llegan a nosotros porque la
embriaguez económica de lo técnico es un muro contra el buen hablar y el genio
idiomático. El instinto lógico del habla se está atrofiando porque la lengua,
la cultura y el saber han sido convertidos en mercancías por la valorización capitalista.
La socialización inesencial promovida por la manipulación
técnica del capitalismo ha matado la posibilidad de acercarnos a lo esencial. Es
más, promueve el pensamiento antiesencialista. No es la técnica la que nos ha
arrancado de la Tierra y como el mítico Anteo hemos perdido la fuerza al ser
desgarrados de ella. La técnica es una fuerza neutra, pero en manos del
capitalismo va desvinculando de sus raíces a la humanidad, ésta va muriendo
porque previamente la ha deshumanizado. El hombre de hoy ha sido entregado por
entero a esta manipulación de la técnica por parte del capitalismo y se transforma
en una megamáquina inmanejable. La estrechez urbana es el símbolo máximo de esa
vida artificial doblegada por la técnica. La década de la escolaridad consiste
en apartar al educando de la naturaleza, lo cual resulta nefasto para su
formación vital y espiritual. Pero la intelectualidad especializada del mundo
tecnocrático ya no llega a ver estas verdades. Y todo apego a la naturaleza y al
terruño lo tilda de folklorismo. De vivir tan abigarrados en las megalópolis
hemos olvidado el valor que tiene la soledad y la naturaleza. Y es que la soledad
y lo natural no responde a los intereses de la racionalidad funcional de la modernidad
tardía que extingue el sentido del ser en su frenética búsqueda de intensificar
la valorización del capital. ¿Puede la hegemónica cultura técnica en manos del capitalismo
salvar a la Cultura de su tragedia? No.
La cultura objetiva de la era técnica predomina,
enajena y empobrece constantemente la cultura subjetiva de los individuos. Y
justamente esto era lo que pensaba Simmel. La hegemonía de la cultura técnica patrocinada
por la estructura capitalista se da en la modernidad secularizada de Occidente.
Es decir, acontece con el ocaso de la metafísica, la filosofía y la religión. Y
esto no es casual, sino sustancial. No es fortuito que Lyotard (La
posmodernidad explicada a los niños) asocie la crisis de la filosofía
metafísica a la de los grandes relatos, con su creencia de que existe la Idea
objetiva y cuyo objetivo principal es la emancipación humana. Es decir,
posmodernismo es conservatismo dentro del horizonte de la diferencia.
La esencia de la técnica es el control y manipulación
del objeto, pero ello de por sí no tiene que enajenar al hombre. Entonces ¿será
posible esperar que el paso hacia la orgánica y finalista fase neotécnica de la
era técnica, pueda repotenciar a la alicaída cultura subjetiva? ¿La repotenciación
de la cultura, que otrora estuvo a cargo de la religión, puede ahora estar a
cargo de la cultura neotécnica? ¿Existe, acaso, en la esencia de la cultura
neotécnica algo que pueda satisfacer los más profundos anhelos humanos de
eternidad, absoluto y trascendencia? ¿La fase neotécnica representa una mutación
en la esencia de la técnica que de calculadora la vuelva finalista? ¿O al contrario
dicha fase será la profundización del inmanentismo y el olvido absoluto de toda
trascendencia? ¿Acaso no es el propio capitalismo el que impide la expansión de
todos los beneficios de la era neotécnica? Sí. Quizá sea temprano en la historia
para dar una respuesta convincente en todos los aspectos. Pero mientras se despeja
el horizonte de la técnica en su nueva mutación, seguirán siendo los valores absolutos,
eternos y religiosos los únicos capaces de sacar a la cultura de su tragedia y
ocaso. ¿Pero se está despejando el horizonte para que la religión sea una tabla
de salvación o al contrario se están cerrando todas las posibilidades en este
sentido? La avasalladora secularización de la tardía modernidad de la
civilización occidental parece confirmar lo último. Y con ello se estaría
consolidando la tragedia completa de la cultura en medio de la decadencia de la
civilización moderna bajo los marcos del galopante capitalismo. El pensamiento
moderno ha paralizado el pensamiento respecto al sentido de las cosas. Y ello
ocurre por responder hegemónicamente al saber científico-técnico, el cual no es
comprensión del mundo, sino manipulación efectiva de las cosas subsumida a la
lógica del capital.
Mientras tanto aparece el transhumanismo como el
afrodisíaco ideológico que destila la civilización tecnológica. Es el nuevo
opio de la tecnoutopía fomentado por el capitalismo digital. La creencia en que
el ser humano puede mejorar en lo psíquico, intelectual y lo físico por medio
de la tecnología, olvida que lo esencial del hombre no es su cuerpo sino su
espíritu. Y precisamente el espíritu arraiga más en el ser que en el ente. El nihilismo
y la negación del sentido del ser se condice muy bien con la era técnica bajo
el poder del capitalismo posmoderno, porque ésta atiende a la tranquilidad práctica
e indiferente frente al fundamento del mundo. En cambio, todo lo que remite al
fundamento absoluto experimenta un rechazo instintivo para el hombre tecnológico.
Ahora bien, la unidad de sentido del ser finito se quiebra
constantemente porque la vida luce asiduamente como un enigma entre el nacimiento
y la muerte. La filosofía y la religión no son un tipo de concepción del mundo,
aunque pueden serlo, para enfrentar el enigma de la vida. Las concepciones del
mundo llevan hacia la sabiduría, pero no hacia verdades universales. Mientras
la filosofía pone el énfasis en la razón, la religión en la creencia. Y tanto
con la razón o con la fe se acceden a verdades universales. Frente a esto
Vattimo (El futuro de la religión, Creer que se cree) bate palmas
afirmando que la secularización se ha vuelto en esencia del cristianismo. Cosa
que le reprochó Rorty (Una ética para laicos) por hacer uso de la
retórica postcristiana, en vez de asentar el amor en el respeto porque al amor
al prójimo es imposible.
Pero la filosofía no sólo es una forma de conocimiento
o ciencia, sino también se da como forma de vida -como en los cínicos, cirenaicos
e incluso estoicos- y como doctrina de la vida. No se puede encerrar a la
filosofía a una sola de sus formas, porque es todas sus formas, La filosofía es
unívoca sino multívoca. La filosofía no sólo es rigor conceptual y teoría,
porque puede tiene la profundidad de la sabiduría. La filosofía como ciencia
estricta es sólo uno de los modos de vivir la filosofía, pero no es la única ni
la exclusiva. De lo contrario Sócrates no sería considerado filósofo. Es más, en
cada época humana junto a la sabiduría se dio una forma de religión, ciencia y
filosofía. Y es así porque el hombre se halla constitutivamente en su vida
rodeado de lo invisible y en constante trato con lo invisible. El sentido del
ser brota del enigma de la vida. Por eso el problema filosófico puede tener una
expresión abstracta, pero surge de una situación raigal concreta. Pero la
modernidad tardía se ha revelado como el desarraigo y decadencia del sentido
del ser.
Pero no existe “la” filosofía sino “las” filosofías.
Esta problematicidad de la filosofía se presenta en tres formas: naturalismo (materialismo
antiguo y moderno, positivismo, neopositivismo, estructuralismo, postestructuralismo,
semiótica, postmarxismo, pragmatismo, postmodernismo), idealismo objetivo (Platón,
Aristóteles, estoicismo, filosofía helenístico-romana, especulación cristiana, Spinoza, Leibniz, Schelling, Hegel, Schopenhauer, Bolzano,
Dilthey, Bergson, Scheler) y finalmente el idealismo subjetivo (Descartes, Berkeley,
Kant, Fichte, Maine de Biran, Mach, Cassirer, Collingwood, Husserl, Heidegger).
Todo lo cual no niega que la filosofía sea siempre una y la misma todo el
tiempo. Y, es más, en vez de sumergirnos en el relativismo y el escepticismo se
trata de reconocer el aspecto de objetividad y verdad. En última instancia, a
la verdad se aspira y no se la posee. La filosofía de la filosofía en vez de
diluir la verdad en el relativismo escéptico ratifica el sentido del ser como necesidad
primaria incardinada en la realidad del espíritu. Si en la vida emergen
verdades objetivas es porque la búsqueda de un sentido del ser es irrenunciable
en la vida del espíritu. Esto no significa que la afirmación de la objetividad se
reduzca al hecho de la objetividad en vez de a la objetividad del hecho. Toda
verdad está sometida a la condición histórica de hecho, pero la verdad no
depende de la condicionalidad histórica. Y este fue el gran yerro de Gadamer,
que hizo de la tradición el cedazo por el cual se capta la verdad. Es decir, la
verdad depende de la tradición y así hasta el nazismo queda justificado. Con
ello derivó hacia un relativismo historicista.
La negación histórica de la verdad es un
contrasentido, pero esto no impide el valor objetivo ideal de la verdad. El
sentido del ser se da empíricamente en el espíritu, la historia y el tiempo,
pero su estructura pende de lo que sea esencialmente en cuanto tal. Pero cuando
se grita a los cuatro vientos que la caída de los grandes relatos es el fin de
la metafísica objetivista, con su inaceptable sistema universal y su historia
progresista y escatológica, lo que en verdad se entroniza es la autorrealización
de la diferencia en la pura inmanencia. Sin
embargo, cada desvelamiento del ser es un particularísimo oscurecimiento. La filosofía
prehistórica de lo numinocrático fue una metafísica de la presencia a costa del
ser como símbolo. La filosofía mitomórfica del paleolítico superior fue una
metafísica del símbolo a costa del ser como idea, La filosofía mitocrática del neolítico
fue una metafísica de la idea a costa del ser como concepto. La filosofía logocrática
de Grecia fue una metafísica del concepto a costa del ser como metáfora. La
filosofía teocrática del Medioevo fue una metafísica de la analogía a costa del
ser como ente. La filosofía nominalista de la modernidad occidental fue una metafísica
de los entes en desmedro del ser como absoluto. La filosofía nihilista de la posmodernidad
occidental es una metafísica inmanente de la diferencia, lo contingente y del
deseo, a costa del ser finito frente a lo absoluto. Esto no lleva a pensar que no hay verdadero comienzo del ser, sino que hay comienzos verdaderos del
ser, aunque parciales. A todo verdadero comienzo le cuesta efectuarse, porque
nunca es un despliegue con la verdad absoluta sino con la verdad finita y
parcial. Y por eso mismo nunca desfallece la luz de su inicialidad pura. Por eso
la filosofía del ser no es una metafísica de lo numinocrático, mitomórfico, esencias,
existencias, lo finito y la diferencia, sino una metafísica trascendental,
porque toda aparición epocal del ser es una participación de la sustancia y esencia
de los seres finitos en el valor trascendental del ser. De modo que el pueblo
andino y demás pueblos ancestrales pueden ser un nuevo comienzo del ser, que
con su religiosidad haga posible el nuevo arraigo en el ser, pero nunca serán
el único comienzo verdadero. Incluso el Occidente capitalista moderno con su
ateísmo y nihilismo es la humanidad que decidió olvidar el ser, pero en ese
olvido se encierra otro comienzo parcial del ser. Por ello, la razón técnica bajo
el capitalismo al entronizar la metafísica del ente y desarraigar la metafísica
del ser inauguró otra parcial revelación del ser. ¿Es posible que esta metafísica
del desarraigo, que tiene su fundamento en la razón técnica alienada, pueda devolvernos
a otro comienzo del ser? Sí, es posible.
La razón técnica al pasar de lo mecánico a lo orgánico, de lo inerte a
lo vital, abre una senda nueva en el corazón mismo de la era técnica y con ello
en el acceso al ser. No obstante, nunca dejará de ser otro acceso parcial de lo
finito y temporal en lo infinito y absoluto. Todo lo cual no es una negación
del acontecimiento decisivo del cristianismo, porque una cosa es el relativismo
sin absoluto (materialismo y nihilismo) y otra el relativismo con absoluto (lo
contingente sujeto a lo permanente). ¿Pero podrá el mito regenerar el sentido
del ser? Para Lyotard (La condición posmoderna) la ciencia necesita de
la metáfora y el mito para fundamentarse mejor, porque considera que la
universalidad ha sido liquidada. Incluso considera que el capitalismo es un
relato que ha dejado de tener validez, y lo dice sin darse cuenta de que el
mito del fin de los metarrelatos es la mejor coartada del capitalismo. Y en el
coro de ranas lo acompaña Vattimo al afirmar que “sólo la estética puede
salvarnos”. De hecho, cuando el posmodernismo afirma que no hay telos
posible ni dirección racional que organice la historia, está justificando la injusticia
de la primacía política de las clases adineradas.
Ahora bien, el mito no sólo es parte de la constitución esencial de la
conciencia, sino que se da con la realidad misma, se manifiesta en el ser. El
mito es el horizonte metafísico en que se manifiesta lo sagrado y adviene la revelación.
En el mito está lo divino, el ser del sentido, porque el ser mismo no está más
allá de Dios, sino que es El. El mito señala la misteriosa participación de
todo lo existente en la divinidad, en el ser. En el mismo horizonte metafísico
del mito se hacen posibles los antimitos (oposición entre ciencia y religión),
los pseudomitos (mitos con falsa trascendencia) y los mitoides (mitos
secularizados, el ser más allá de lo divino, el posmoderno “todo vale”). Cada desvelamiento
y oscurecimiento del ser se manifiesta en lo mítico. El mito expresa una verdad
mediante una imagen. Y el ser antes que palabra es imagen. Por eso la dinámica
metáfora poética siempre está más cerca del ser que el congelante concepto. El falso
camino del pensar es divorciarlo del mito. La pregunta por el ser implica
descubrir la presencia del mito en el mismo preguntar. Pero no se trata de superar
ni repetir la posición antimitológica, sino de profundizarla. Incluso la misma
técnica que entronizó la metafísica del ente sobre el ser, deviene en mito en la
medida que la misma técnica se torna más teleológica, vital y orgánica. ¿Es
posible que la humanidad esté marchando hacia una metafísica del desarraigo antimitológico
para asumir una metafísica del arraigo mitológico entre razón y fe, mito y
ciencia? ¿Es posible que se esté abriendo camino la utopía epistémica de la
síntesis entre razón y mito? ¿No será la crisis posmoderna del nihilismo el
horizonte metafísico del humanismo trascendental analógico del porvenir? Eso es
lo que se avizora en la lejanía.
El hombre nihilista de la era tecnológica capitalista puede vivir el desarraigo
del ser y su sentido, lo universal y lo absoluto, pero ello no significa que el
ser viva un propio desarraigo. Al contrario, castiga el desarraigo humano con
la naturaleza. La pandemia es sólo una de sus numerosas reacciones. El ser no es
el ente, no es la naturaleza, pero la envuelve como un capullo interminable y
consolida la unión de lo inmanente con lo trascendente, lo temporal y lo eterno.
La tecnología dominada por el capitalismo nunca podrá cerrar la brecha entre el
ente y el ser porque ella misma es un ente. La diferencia no sólo es de forma
sino también de fondo. Algo que sólo permite el control, el dominio y el cálculo
no puede dar cuenta de una fuente inconmensurable, incondicionada e intemporal
que determina el ser del sentido y condiciona el sentido del ser.
Ahora bien, el ser es algo distinto de la esencia,
la esencia es el ente no el ser, a esto se llama la diferencia ontológica. Pero,
por un lado, de aquí no se puede deducir que el sentido del ser no tenga que
ver con las esencias ónticas. El sentido del ser abarca no sólo el ser en cuanto
tal sino también el ser en cada caso. El ser no es una cosa o esencia más. Pero,
por otro lado, de aquí puede decirse que el ser no sea esencia o ente supremo,
pero no puede decirse que no sea el Ser supremo. El Ser supremo no es ente ni
esencia, simplemente es Ser del que pende todo ente y toda esencia en su
existencia. Por ende, el sentido del ser comprende no sólo lo óntico, sino que lo
ontológico se identifica con el Ser supremo porque no es ente. Justamente por ello
si bien el sentido del ser se constituye para el hombre en el tiempo, sin
embargo, trasciende la realidad antropológica y temporal. El significado último
del sentido del ser hunde su plenitud en lo eterno. Ni siquiera para la
constitución del ser ante nuestra mente conserva su unidad el ser y el tiempo,
porque el hombre percibe la unidad radical entre el ser y la eternidad. El
sentido del ser gnoseológico depende del hombre, el sentido del ser ontológico depende
de la realidad, pero la unidad temporal del sentido del ser tiene su base en el
ser del sentido del Ser supremo que no es ente. El sentido del ser halla su fundamento
en el ser del sentido, como condición de posibilidad transtemporal de lo ontológico.
La realidad es plural y compleja sin necesidad de recurrir, como los
posmodernos, a la negación de lo universal y absoluto, ni negar la razón
universal por las racionalidades locales, ni sustituir la validez universal por
la validez limitada, inestable y local. Lo plural no encierra la negación de lo
universal. En este sentido, Auschwitz y el totalitarismo del comunismo
soviético en vez de ser la negación de la razón universal es su confirmación,
porque siendo una negación del progreso y de la emancipación humana
ratifica a éstos como sentido de la historia. Y esto es tan cierto sin negar que
millares de microhistorias sigan tejiendo el entramado de la historia. Las
historias parciales e incompletas de la vida cotidiana no son ajenas al gran
curso histórico, se dan dentro de ella.
Ahora bien, la condición pre-ontológica no sólo
afecta al hombre al estar constitutivamente abierto a las cosas y a sí mismo,
sino que también es propio de los entes al estar abiertos al ser. La realidad
de Dios no es la realidad de los entes, incluido el hombre. Y si en el hombre el
ser se manifiesta de modo ascensional, en la materia lo hace de modo descendente.
En la realidad de los entes finitos se da una manifestación ascendente y descendente
del ser, porque todos los entes están abiertos al ser. En la razón inicial de
la evolución misma y en la entropía que se sumerge la materia está la realidad
de Dios. Es apertura del ser en ascenso o en descenso, creadora o repetitiva. Estar
abiertos al ser es el modo de ser todos los entes finitos, pero en el hombre tiene
la peculiaridad de presentarse como “comprensión del ser”. Esto hace que el ser
y su sentido esté presente al hombre de modo eminente, y es así porque su
propio ser está comprometido con su realización práctica. Pero el hombre no es
el ente en que le es presente el ser mismo, sino su apertura sería identidad y
no lo es. Al contrario, el hombre es el ente que le es presente sólo la patencia
del ser. Y hay una gran diferencia entre estar presente el ser o estar presente
su patencia, porque la patencia implica dos cosas, la presencia y el ocultamiento.
Precisamente es así como el ser aparece y se abre al hombre, como revelación y
ocultamiento, ser y nada. Y es así porque el mundo de lo finito sujeto a la
contradicción y el devenir se encuentra zarandeado entre el ser y la nada. Otra
cosa es que dicha patencia del ser en el hombre cobra un grado superlativo, que
provoca en él distintas actitudes (indiferencia, angustia, éxtasis). Dicho con
más precisión los entes finitos están abiertos a la patencia del ser en vez de
a su presencia completa. Es por ello por lo que debe entenderse al hombre no desde
el ser, sino sólo desde su patencia, porque el hombre vive con vistas a su
propia realización. El hombre es lo que es por y desde la patencia del ser, o sea
desde la dicotomía del ser y la nada. Ese algo desde el cual el hombre es, no
es el ser sino la patencia del ser.
Por eso la existencia humana es llegar a ser lo que
es desde el juego contradictorio e incesante del ser y la nada. Lo cual no
autoriza a negar su esencia para dejarlo en su pura existencia. El hombre se caracteriza
por ser una esencia que se realiza en su existencia. La realización de su
existencia real depende del modo cómo efectúa lo que es. En definitiva, el
hombre como ente es patencia del ser, que envuelve una toma de posición existencial
ante ello. Por esto la ontología fundamental no puede limitarse a un análisis ontológico
de la existencia humana, porque hace que el análisis del sentido del ser quede
atrapado en la antropología inmanentista y temporalista. En este sentido, ser “en
el mundo” no sólo es una posibilidad de ser del hombre, sino de la totalidad de
los entes finitos. Por ello la comprensión de la patencia del ser es una
comprensión del mundo como totalidad de cosas o entes. Es decir, desde la comprensión
de la patencia del ser se da la comprensión del sentido del ser. Pero la
patencia del ser no es la “verdad”, la verdad es sólo uno de los modos en que
se da la patencia del ser. Patencia, comprensión y verdad son momentos diferentes
del sentido del ser. No es que la mundanidad sea un momento de la existencia
humana-como afirma Heidegger-, al contrario, es la existencia humana un momento
de la mundanidad. Y esto es así porque la mundanidad del mundo precede a la
mundanidad de mi mundo. Este situarse más allá del antropomorfismo moderno
tiene un sentido realista. En cambio, tiene un sentido nominalista en Kant -al
diluir los conceptos universales-, en el segundo Wittgenstein -al entender el
lenguaje como juegos del lenguaje-, y en Lyotard -al sustituir la racionalidad
universal por las racionalidades locales-. A la comprensión ontológica del
mundo, por parte de la existencia humana, le antecede la patencia pre-ontológica
del mundo. La patencia pre-ontológica de lo óntico es la base de la comprensión
ontológica del hombre. El sentido del ser de la existencia humana y el sentido
del ser de los entes intramundanos se bosqueja desde la existencia de la patencia
misma del Ser en el mundo. Esto significa que el modo de existir de los entes y
del hombre se da en la posibilidad del devenir mismo. La futurización del ser
de la existencia encuentra su máxima expresión en la realidad humana, como la única
forma de ente intramundano que descubre que no sólo vive para lo temporal, sino
también para lo eterno, lo transhistórico y sobrenatural.
De ahí que el ser de la existencia humana encuentre
como propia posibilidad de existir el sentido del ser en términos supratemporales.
El ser del hombre descubre un sentido del ser que no es un ser para la muerte,
sino como futurición para la vida eterna. El ser de la existencia humana es un
ser para la vida eterna. Lo eterno es un momento posterior del tiempo inscrito
como momento del ser de la existencia futura misma. El futuro es la dimensión
por la que la eternidad ingresa en el tiempo y tiene la virtud de destacar el
primado ontológico del todo sobre las partes. El hombre no es en el futuro porque
esboza proyecto y vive en la posibilidad, sino que en su posibilidad está
ínsito un modo de ser en la futurización transtemporal. Pero la futurición de
su existencia desborda la propia posibilidad de su proyecto de ser, porque su
línea del tiempo es histórica y en ella es un hito y no sólo la semilla del logos,
sino su revelación histórica con Cristo. Con lo cual la existencia cobra un carácter
escatológico que lo trasciende y lo determina. En buena cuenta, el hombre puede
depender de su proyecto existencial para vivir, pero su vida transtemporal
pende del propio fundamento del sentido del ser, a saber, el Ser supremo. Lo
escatológico es otra forma en que se manifiesta la imbricación de lo inmanente
y lo trascendente, lo temporal y lo eterno.
Por ello, no es la futurición lo que determina el
presente actual, sino que es lo patentizado como Revelación en el presente
histórico lo que determina la futurición del existente. Ahora se comprende por
qué una teologización filosófica no debe sustituir a la teología revelada e
histórica, sino, al contrario, tomarla en cuenta para esclarecer el destino del
hombre. El sentido del ser se esclarece y enriquece cuando se asume que la
religión no es alienación, sino auténtica dimensión de la existencia humana. De
manera que nuestra existencia no es solamente temporalidad, sino también
eternidad. Por esto, el sentido del ser de nuestro existir es temporalidad y
eternidad, o, mejor dicho, eternidad desde la temporalidad. La unidad del ser
en el que existimos se resuelve como finitud plantada ante lo Absoluto. El hombre
siente el llamado de lo eterno porque su ser no se agota en lo temporal finito.
Esto fue lo que percibió Edith Stein al distinguir el ser finito y el ser
eterno dentro de una ascensión al sentido del ser. Comprender al ser finito
sólo desde la temporalidad lleva hacia muerte, por ello el ser exige ser
entendido desde el ser eterno. Lo cual revela que el sentido del ser humano es
que él lo inmanente y lo trascendente deben unirse. La plena comprensión del
hombre aflora en un abrirse de lo finito a lo infinito, de lo particular a lo
universal.
La existencia humana no sólo trasciende porque su
existencia es temporal, sino porque está llamado a la eternidad. Lo que hace posible
la diferencia ontológica -es decir, la comprensión del ser y no sólo la comprensión
del ente- es porque mi ser no sólo es temporal, sino también transtemporal. Esto
significa que el sentido de ser de mi existencia es a la vez temporal y
transtemporal, un horizonte desde el que se comprende el ser que no es
ningún ente, a saber, el Ser supremo. De modo que el tiempo no es el horizonte
del ser, sino sólo de los seres finitos. Pero aquella intersección entre tiempo
y eternidad es el horizonte del sentido del ser para el hombre. La diferencia
ontológica se funda en una trascendencia que está más allá de lo temporal y que
constituye el sentido del ser. Y esta trascendencia no sólo tiene estructura
temporal, sino también transtemporal. Esta peculiar trascendencia y comprensión
del sentido del ser pertenecen a la existencia humana. Esclarecer esta trascendencia
es el asunto decisivo del existir humano. La patencia del ser y de la nada se
da a todos los hombres, pero se da no sólo por la temporalidad sino también por
la transtemporalidad. Entre los entes intramundanos es el hombre el que capta
lo transtemporal en lo inteligible, lo que va más allá de lo empírico, con carácter
necesario y universal. La filosofía no es un mantenerse en la nada para
patentizar el ser, esta es sólo una de sus posibilidades. La filosofía es una
posibilidad incardinada en la estructura de nuestra existencia, que no sólo es
posible como temporalidad, sino también como transtemporalidad.
Por eso, la filosofía no es mera tematización de la
trascendencia de la existencia, sino que es el llamado de una existencia instalada
en el tiempo, pero cuyo ser está advocado hacia lo eterno. La filosofía no surge
por un acto de reducción fenomenológica, ni por un acto de tematización de la
estructura ontológica de la existencia, en realidad no surge, sino insurge como
posibilidad incardinada del existir. Por ello, el sentido del ser es mucho más
vasto de lo que hasta ahora había parecido. El sentido del ser no es sólo el carácter
de las cosas que están ahí en sus diversas manifestaciones. Ni gira especialmente
en torno al hombre. El ser es “como la luz”, decía Aristóteles, pero que no
sólo ilumina los entes, sino también a sí mismo. La consideración del ser como aquello
que no es un ente no implica el divorcio del ser respecto del ser supremo, sencillamente
porque el ser supremo no es un ente, sino plenamente el Ser. Pero la
consideración del ser en y por sí mismo no es tampoco divorciar la metafísica
de la ontología. Se puede hacer metafísica del ser en cuanto tal. De modo que el
objeto de la filosofía no es sólo el ser en cuanto tal, sino también el ser en
cuanto ente. En cambio, en la deconstrucción derridiana encontramos el intento
de evaporar el sentido del ser en el signo lógico gramatical. Siendo el signo
un ente, se comprende la falacia de afirmar que el signo crea el sentido porque
el sentido no es antes del signo. La deconstrucción es la sacralización del texto
sin el contexto. De modo que, mutilando el contacto con la realidad exterior no
es difícil decir que el sentido no pertenece a la cosa sino al signo. Así, el
sentido del ser queda transformado en un juego de la escritura. La deconstrucción
de Derrida es la fenomenología husserliana enloquecida. En realidad, es la
razón desquiciada de la burguesía tardía. Llevando al extremo el principio de
Saussure, según el cual “lo que carece de significado es lo que permite que
exista el significado”, desarma los campos significativos para trastocar el principio
de identidad introduciendo la alteridad y permitiendo cualquier definición. Evaporada
la realidad en la diferencia, relativo e indecible se acorta el camino para
negar el concepto metafísico de verdad. La verdad queda atrapada en el juego de
la escritura. La deconstrucción derridiana poseída por una patológica aversión por
lo definido nunca comprendió que la certeza, así como puede destruir también
puede liberar. Por ello, su ataque al logocentrismo y eurocentrismo queda viciado
desde la raíz. La deconstrucción siempre queda arrastrada por necesidad
nihilista de demoler, por eso permite que el signo determine el sentido y no a
la inversa. No menos distante se halla el pensamiento débil de Vattimo (Nihilismo
y emancipación) con su desvalorización de la objetividad, la verdad única,
el abandono de la fundamentación y los valores supremos. Estos apologetas del nihilismo
son pensadores crepusculares del capitalismo tardío.
No es argumento pensar que la pregunta por el
sentido del ser no tiene sentido porque el sentido sólo existe para nosotros y
no en sí. Esto es como decir que las leyes científicas no tienen sentido porque
sólo existen para nosotros y no en sí. Lo cual es erróneo. Este razonamiento
nominalista lo que en el fondo hace es encerrar el conocimiento de lo finito dentro
de sí mismo o de la subjetividad. El sentido del ser es un problema legítimo y
central, que se relaciona con la posibilidad de elevarse a una comprensión
verdaderamente global del mundo y del hombre. Es más, el sentido del ser ofrece
la oportunidad a la filosofía de retroceder hasta el fundamento absoluto, sin
necesidad de repetir aquella teología filosófica que busca reemplazar a la
religión, ni ofrecer en su lugar una teología filosófica puramente racional. Después
del revolcón y giro antropológico que acontece en la filosofía a partir de la
muerte de Hegel, y que ha sumido al hombre en una autodeificación prometeica
destructiva de sí mismo y de la naturaleza, ya se cuenta con la perspectiva indispensable
y necesaria para asumir que la filosofía necesita de la teología y la teología
de la filosofía para resignificar el mundo y ofrecer una comprensión totalizadora
de la realidad. Simplemente ocurre que Dios concebido como simple idea humana y
el hombre puesto como fundamento del mundo, ha sufrido un profundo y estrepitoso
fracaso que vuelve urgente corregir para evitar el desastre inminente si se
sigue sumiendo en el nihilismo de los posmodernos.
El humanismo ateo, antimetafísico y antiesencialista
de la modernidad tardía ha terminado volcándose contra el hombre mismo,
amenazándolo de manera mortal. Siendo el hombre una criatura inmanente y trascendente
a la vez, la mutilación metafísica y atea de su propio ser ha terminado por
dañarlo espiritualmente de modo profundo. Por eso, asumir la reflexión sobre el
sentido del ser se vuelve imperiosa, cuando no urgente, y ello con vistas a responder
a los desafíos del presente que, con sus nubes grises y siniestras, reclaman
esclarecimientos que puedan revertir el viraje antropológico que nos agobia. El extravío del sentido del ser es también nihilismo.
El nihilismo no es consecuencia de la muerte de Dios, como pensaba Nietzsche,
ni es consecuencia de que el mundo suprasensible haya perdido fuerza activa
siendo ese el destino de la metafísica del platonismo, como sostiene Heidegger,
ni renunciar a buscar un fundamento último como piensa Vattimo (Más allá de
la interpretación), sino que es efecto de la hegemonía de la racionalidad instrumental
del capitalismo, que domina incluso a la racionalidad científico-técnica, y que
con la secularización sustituyó lo trascendente por lo inmanente. La revuelta o giro
antropológico acontecido desde la muerte de Hegel culminó sumiendo a la
filosofía y al espíritu de nuestra época de la modernidad tardía en el ateísmo,
el anticristianismo y el nihilismo. Para el posmodernismo de Vattimo (Comunismo
hermenéutico) no se trata de sustituir la violencia de los absolutos por
una violencia de lo contingente, sino de profundizar la secularización del
mundo. O sea, se trata en el contexto occidental se descristianizar a Occidente
hasta el límite de secularizarlo. Este naturalismo arrasador eliminó la temática
religiosa y el fundamento metafísico del mundo, para poner al hombre deseante e
inmanente como piedra basal de su propio ser y del cosmos en lugar de Dios.
Dios quedó reducido a mera idea subjetiva, que ya no tiene origen en la
autoconciencia (Fichte), la totalidad de lo finito (Schleiermacher) ni es la
Idea Absoluta (Hegel), sino que nace de la neurosis religiosa (Nietzsche,
Freud) o del totalitarismo de los absolutos (posmodernismo). Desde entonces la
liberación es concebida a partir del ateísmo. Pero este giro antropológico no sólo conocería su
fracaso, sino su mayor desastre en el Holocausto y los genocidios que se han
sucedido. Suceso del cual aún no se repone nuestro tiempo y, por el contrario,
va pautando nuestra época.
Efectivamente, Auschwitz no sólo representa el mayor
fracaso del giro antropológico de la filosofía contemporánea, sino la demostración
palmaria del desastre al que conduce convertir al hombre en el soberano absoluto,
incluso bajo lo contingente. No obstante, cuando la burguesía
estaba en ascenso histórico ni Descartes, Spinoza,
Leibniz, Locke, Kant, Fichte, Schelling ni Hegel fueron ateos, ni extraviaron el
sentido del ser, ni pretendieron nunca destronar a Dios para poner al ser
humano en su lugar. El ateísmo como clima espiritual histórico es propio de la
modernidad tardía o después de la muerte de Hegel. Y encuentra a sus héroes en
cinco pensadores: Feuerbach, Stirner, Nietzsche, Marx y Freud. Estos son los pensadores
de la finitud humana. Por ello resulta excesivo el juicio de Heidegger e impreciso
el de Nietzsche. Particularmente éste último nunca puso su desconfianza en los
argumentos y condicionamientos sociales de los maestros del ateísmo moderno
(Feuerbach, David F. Strauss, Schopenhauer). En su lugar se creó un sustituto
de la inmortalidad con la idea del eterno retorno de lo mismo. Y en lo que concierne a
Heidegger (Carta sobre el humanismo) se defendió de su inclusión por
Sartre en el grupo de los existencialistas ateos, y afirmar en su conferencia
pronunciada en 1927-1928, aunque publicada en 1969, "Fenomenología y
teología", que la filosofía no es teísta ni atea, y caracterizar a la
teología como "enemigo mortal" de la filosofía por oponerse a la
"autoasunción libre del ser-ahí total", no obstante su deslinde de las
cuestiones ontológicas de la idea de Dios es un planteamiento esencialmente ateo,
producto del giro antropológico de la filosofía posthegeliana en la gnoseología
neokantiana y la fenomenología de Husserl. No por casualidad el método
fenomenológico husserliano y el de Heidegger descartaban desde un principio la
pregunta por el ser de Dios.
Dios no ha muerto sino la fe en él, y la metafísica
perdió vigencia ante el avance arrollador y hegemonía cultural de la racionalidad
instrumental y calculadora del capitalismo y su predominio en lo científico-técnica,
ante la cual está sucumbiendo la propia realidad humana. Esto ha llevado a su
epítome a la racionalidad instrumental con la aterradora consecuencia de la
hegemonía imperial del nihilismo. Pavorosa porque en definitiva el nihilismo es
sólo una cosa: la desmalignización del mal y la malignización del bien. Todo
vale, no hay referente objetivo para lo bueno y lo válido. Pero cómo ha ocurrido
semejante desvarío. En parte, el mismo Heidegger había señalado que la técnica
es un saber del ente y un olvido del ser. Lo cual es una verdad distorsionada.
Porque no es el ente por sí mismo, sino el ente mercantilizado, no en el valor
de uso y sí en el valor de cambio, lo que enajena al ser. Y si a esto le
añadimos la lógica dineraria -tan bien descrita por Simmel (Filosofía del
dinero)-, que convierte los valores en mercancías y disuelve lo cualitativo
en lo cuantitativo, entonces lo que obtenemos es el cóctel letal del desarrollo
práctico del nihilismo en todos los planos de la vida. Es cierto que el
abandono de lo cualitativo está en la base y en origen de la ciencia moderna,
determinando el avance arrollador del pensar funcional sobre el pensar substancial.
En una palabra, el ser y el valor ha sido reducido a objeto, sin alma, sin
espíritu, sin profundidad. Así quedaron asfaltadas las anchas avenidas luciferinas
para el nihilista práctico. La tardía modernidad contemporánea ha
consumado su esencia postmetafisica al configurar una crisis nihilista estructural.
La crisis nihilista estructural tiene cuatro características sustanciales: el
extravío del sentido del ser, la pérdida del sentido de lo sagrado, la sustitución
de los fines por los medios y la disolución de los valores por lo contingente.
El resultado de todo ello es la
consolidación de la anética racionalidad funcional sobre la racionalidad substancial,
la misma que se manifiesta en el abandono de lo cualitativo y su reemplazo por
lo cualitativo. En ese marco en que el hombre y el valor se reduce a objeto y
se profundiza la tragedia de la cultura, se extiende la dictadura del fetichismo
de la mercancía, el totalitarismo del relativismo y la agonía del humanismo. El
horizonte postmetafisico en realidad se abrió en la Alta Edad Media del siglo
XV, cuando el nominalismo de Occam niega las esencias y las declara meras
abstracciones mentales. Pero cobra impulso cuando la metafísica de las esencias
es abandonada en el siglo XVI y XVII con el desarrollo del racionalismo y del
empirismo. Paul Hazard (La crisis de la conciencia europea) llama a ese
periodo el de la consolidación del diosecillo terrestre mediante el Reino del
Hombre -Regnum hominis-. Empirismo, racionalismo e Ilustración destruyeron
el orden espiritual de las verdades trascendentes y ello, en realidad, deja sin
posibilidad de reconstruir una nueva civilización. Pero lo que nosotros advertimos
es que, desde el posthegelianismo, o sea desde 1830, se consolidará el horizonte
ateo que impulsará el nihilismo posmoderno como clima espiritual dominante de
nuestro tiempo. Bajo el clima nihilista imperante el hombre se
desprecia a sí mismo, toma partido por la cultura de la muerte, exalta la nada,
y desespera escépticamente del conocimiento y los valores. La siniestra y
tanática agenda global de la élite mundial o Cuarto Reich Bilderberg -cultura
posmoderna, posverdad, ataque a la razón, eutanasia, aborto, ideología de
género, lenguaje inclusivo, matrimonio igualitario, empoderamiento de la mujer,
volver punitiva la masculinidad, promover la procreación genética y artificial
de la humanidad, libre consumo de drogas, destrucción la familia tradicional,
guerra contra la población-, es de profundo espíritu nihilista e inspiración
posmoderna, que se corresponde con el desgaste profundo del mismo capitalismo.
Es el diseño de un mundo perverso en beneficio del gran capital imperial.
No es difícil advertir quién promueve y a quién
beneficia la ideología del nihilismo, si no es a otro sector como el de la
luciferina, egoísta y avara gran burguesía planetaria. Y a este sector le hacen
el juego la legión de filósofos e intelectuales, que como "tontos
útiles" se suman a la danza dionisíaca y disolvente del nihilismo. ¡Nunca
como en ninguna otra etapa de la historia, ha sido tan evidente y vergonzosa la
traición de los intelectuales! Contra el poder de la nada, la secularización, el
extravío del sentido del ser, el inmanentismo y el estancamiento espiritual
propios del nihilismo no hay más que un sólo camino, a saber, hallar lo
trascendente en la historia, sin que ello signifique confundir el plano de lo temporal
y lo eterno. El nihilismo es la nueva neurosis espiritual mortal de nuestro
tiempo y la liberación sólo es posible a través de la superación del inmanentismo
sin trascendencia. La peor manifestación del nihilismo es la falta de misericordia.
El posmodernismo supone que no hay mayor demostración de caridad en la defensa
del diferendo. ¿Pero realmente se defiende lo diferente sin brindar ningún
referente objetivo? No. Por ello no hay misericordia sin amor a Dios, presente
en el prójimo y en la naturaleza, instituido en la historia. Cuando el alma se
ciega por la ignorancia, la soberbia o la vanidad, la falsedad no le parece falsedad
y lo malo no le parece malo. Al contrario, las tinieblas le parecen luz y la
luz le semejan tinieblas. Y de ahí viene a dar en mil disparates acerca de lo
natural y de la moral. Y es que ha puesto sus ojos más en el deleite de las cosas
que en el amor. Y esto nos acontece hoy con mayor violencia por haber puesto a
las cosas por delante de Dios. Al primar las criaturas sobre el Creador, entonces
toda el alma es cautiva de las pasiones, y no puede lograr la paz ni la tranquilidad.
Prima el egoísmo y agoniza la misericordia. De tanto vivir en el tener, hemos
olvidado la importancia de vivir en el ser. Pero vivir en el ser no es vivir en
lo trasmundano, sino vivir con caridad en la propia creación inmanente.
El tener
enarboló las banderas del egoísmo solipsista y decadente de una civilización
que se hunde de puro narcisismo y hedonismo. La crisis nihilista
de la modernidad postmetafisica es la negación del Ser que funda todo ser, y
por ello degrada al ente. Pero en esta civilización no es posible restaurar el
fundamento trascendente que enfermó el cuerpo de la cultura, porque esto implica
la titánica tarea de revertirla como un guante. La tardía modernidad de
multiplicidad de mónadas voluntaristas no será salvada y deberá sucumbir. Deberá
cumplir su ciclo cultural, como todas las demás civilizaciones y en su curva
decadente fenecerá. Si ese derrumbe no es apocalíptico, entonces habrá un nuevo
capítulo de la historia humana. El Final de la historia no es la de un sistema
ideológico, sino que corresponde a una imagen del mundo, un clima espiritual y
a un desarraigo del ser que amenaza con extinguir a la especie humana.
La posmodernidad es la claudicación más radical del origen griego de
Occidente. Del lecho platónico-aristotélico de la lógica de la Esencia no queda
nada, del lecho presocrático-pitagórico de la lógica del Ser menos aún queda, y
del lecho cartesiano-hegeliano de la lógica del Concepto resta puro humo. En su
lugar se propone una lógica esteticista, donde prima el placer que siente el
sujeto y donde el concepto es sustituido por el sentimiento (Lyotard, Leçons sur l'analyse du sublime). El Occidente moderno ha descartado una nueva identificación con lo
universal, para entronizar en su lugar lo particular, lo contingente, el
evento. Lo universal es una noción que requirió millares de años para penetrar
en la conciencia de la humanidad. No obstante, lo posmoderno puede ser visto como
la radicalización efectiva y victoriosa de la sofística griega. Lo posmoderno
ha irrumpido como el último clavo en el ataúd de la metafísica. Pero se trata
de algo más. Cómo puede una filosofía sin conciencia histórica y concebida como
metarrelato erigir el fin de la fe en Dios, la Razón y el Progreso. Ello parece
tanto más cuestionable cuanto que el decadente siglo XX y XXI, abandona lo universal
como ejemplo de alienación extrema en lo individual y contingente. En todo caso
parece haberse pasado hacia otro tipo de alienación del yo más agresiva, profunda
y nociva por su carácter lúdico, disolvente y nihilista. Lo posmoderno es así
la extrapolación más profunda del olvido del ser al abandonar todo proyecto de
saber humano y dejar sin marcos normativos la autoconciencia de la libertad.
En la hora presente de apoteosis del nihilismo disolvente
y del decadente último hombre, la modernidad tardía desnuda su verdadero rostro
finisecular de una auténtica barbarie civilizada. No es el ideal de la libertad
humana la que se debe abolir, sino su asunción dentro de un chato y estrecho marco
inmanentista. El hombre de hoy sólo podrá realizar su auténtica mayoría de
edad aunando inmanencia y trascendencia como nueva imagen del mundo dentro de una
nueva propuesta metafísica de la filosofía de la síntesis. No se
trata solamente de repetir el lema: ¡Sapere aude! o ¡Atrévete a saber!,
sino de enlazarlo con el otro lema indispensable: ¡Atrévete a creer! Pues,
el derrotero moderno es la demostración más elocuente del fracaso de una razón
que se niega a reconocer las verdades suprarracionales que rodean al hombre y
al mundo. El giro antropológico de la modernidad se ha convertido
en un profundo fracaso. Pensar como los posmodernos que el único consenso
que nos debe preocupar es el que alienta la heterogeneidad y el disenso
no es realista, al dejar a los hombres sin puntos de acuerdos constructivos
ni referentes objetivos. Eso sólo es posible en el terreno de la filosofía, lugar
donde todos se entienden, pero nadie concuerda. En el plano social el consenso
debe ser dialéctico, promover tanto la heterogeneidad como la homogeneidad.
Democracia es precisamente eso, hallar consenso en medio del disenso. Parte
del disenso es asumir la unidad perdida entre inmanencia y trascendencia, la fe
en Dios, la profundidad metafísica, la esencia de las cosas, reconciliarnos con
la naturaleza y tomar un nuevo ascetismo contemplativo.
Ello es así porque la conciencia productora de
sentido se da en un contexto de relaciones histórico-sociales. De ahí que el
ser del sentido tiene un condicionamiento histórico-social. Esto significa que
el ser del sentido señala hacia una ontología de la praxis donde la propia
razón responde a las necesidades de la praxis histórica. Si el eidos del objeto conocido no es más que un
aspecto del eidos del objeto trascendente, lo es porque se da en un contexto de
revelación histórica, dentro de una praxis. El sentido del ser gnoseológico
no es el sentido del ser ontológico, porque es la ontología de la praxis
el contexto dentro del cual se da el ser del sentido. Esto no es relativismo
historicista, porque la actividad teórica, objetivándose, y la actividad
práctica estriba va sobre el carácter real del mundo en que se actúa. Sin esta
acción real no hay praxis. La praxis no sólo crea verdades, sino también
las descubre. La dinámica de la verdad revela la necesidad de tomar en
cuenta lo inmanente y lo trascendente. Si la idea de la razón autónoma y libre responde a
las necesidades del capitalismo, ello no significa que se reduzca completamente
a ella.
Hay un contenido histórico y suprahistórico en la
razón, las propias leyes lógicas son el despliegue de lo universal en lo temporal.
La razón se hace en la historia, la historia revela su contenido y es revelación
de lo universal. Pero no será por el historicismo de Croce o de Ranke, que considera
toda la realidad como producto del acontecer histórico, ni por la dialéctica de
Hegel, que al final todo se reduce al despliegue de la Idea absoluta, ni por la
dialéctica del materialismo histórico de Marx, ni por la hybris (orgullo)
deseante del hombre posmoderno, que desvincula todo lo inmanente de lo
trascendente, sino que será por un historicismo de la síntesis que se comprenda
que es el hombre colectivo e individual el que hace la historia, engendrando
fuerzas históricas en las que interactúa lo singular con lo universal, lo temporal
y lo eterno. La historia concebida como praxis sobredeterminada evita caer tanto
en un historicismo como en un ahistoricismo. La conciencia desde un trasfondo
histórico funda el sentido del ser objetivado en la historia, pero no funda el
sentido del ser trascendente en la realidad, aunque sí el ser del sentido. El
sentido objetivo del ser no es el sentido del ser trascendente, pero es el ser del
sentido del ser inmanente. La acción teórica por sí misma no transforma nada
real, no cambia el mundo. La filosofía apenas transforma la concepción del mundo,
pero no transforma el mundo mismo. Una filosofía puede tener consecuencias prácticas
cuando prende en las masas, cuando se vuelve ideología en una nueva imagen del
mundo.
En rigor no puede hablarse de praxis filosófica sin
distinguir la praxis cognoscitiva y la praxis material. Y la praxis del
hombre asido por la inmanencia del poder y del deseo, amenaza con beberse todo
el mar hasta borrar el horizonte, y convertir la tierra en un desierto que
crece. El sistema capitalista instrumental desde la modernidad ha
impuesto una historia nihilista óntica y cosificadora que culmina en lo posmoderno.
La superación no está en ir más allá de la metafísica, sino profundizar en
sus nuevos retos. Se trata de ir más allá del capitalismo, aquella
estructura que explota consume y desecha sólo para acrecentar el plusvalor. Donde
todo, incluso el hombre, queda convertido en objeto de consumo, tenía que ocultarse
la verdad. Esta retracción y diferición de la verdad en el tiempo histórico capitalista,
se interpreta por la conciencia fetichizada como adiós a la verdad. En
el propio corazón del acontecer (Ereignis) capitalista se efectúa la expropiación
de la diferencia ontológica. La verdad se retira, se sustrae, propiciando una ontología
de la explotación. No hay ni puede haber alétheia (desvelamiento, desocultación)
de la verdad en el mundo histórico capitalista, porque mantiene el ser expropiado
en el ente. La insurgencia del hombre posmoderno es el ser para la
muerte, un no-ser, una nada, que baila dionisíacamente sobre el
cementerio ontológico de las mercancías.
El capitalismo es ser para la muerte para el hombre
y para el ser. Doble efecto óntico-ontológico. El último Heidegger
(Tiempo y ser) se subleva denunciando el sistema Metafísica-Ciencia-Técnica,
creyendo que es la razón y no la racionalidad capitalista lo que reduce el ser
al ente. Creyó que la violencia estructural está en la razón y no en el
capitalismo. Confundió la razón con la razón burguesa moderna. La historia
nihilista del olvido del ser no proviene de la esencia de la razón, sino de la
esencia cuantitativa, instrumental y calculadora de la razón capitalista.
Sobre tan confusa base no se puede ser con consecuencia de izquierda,
anticapitalista y contraburgués. Para que la historia del ser se dé
en el tiempo y como historia no hay que superar a la metafísica, sino al
capitalismo. No se trata -como cree Heidegger- de un ser abstracto que se
retira para que haya la expropiación ontológica del capitalismo, sino que es la
concreta praxis histórica del capitalismo la que ejecuta el desafuero de la
diferencia ontológica. De poco vale decir que nada de ello sucede sin el
lenguaje (logos-enlace), cuando en realidad nada de ello sucede sin la praxis
revolucionaria. A la ontología de la explotación y expropiación del
capitalismo hay que oponer una ontología liberadora de la revolución.
¿Acaso tiene sentido que persista el ser en un mundo donde todo existe
como existencia-mercancía?
Por dos mil quinientos años la historia del
pensamiento ha estado marcado, primero, por el derrotero del ontologismo de la esencia
(Platón), de la sustancia (Aristóteles), o de los trascendentales (escolástica),
y luego por el gnoseologismo inmanente del pensar (modernidad) o desear (posmodernidad).
Lo primero, siendo realista, cargó el tintero sobre lo trascendente, y lo segundo,
siendo nominalista, lo hizo en lo inmanente. Circunstancias históricas y del
pensar ponen a la humanidad en el momento de vislumbrar la superación de ambos
extremos por medio de una filosofía de la síntesis que reconcilie de
modo particular la inmanencia con la trascendencia. Aquí no se trata de problemas
de palabras sino de hechos. del destino particular de la humanidad en la civilización
capitalista de la racionalidad burguesa, enloquecida voluntad de poder y de
riqueza. Mefistofélico no es el poder en sí mismo, sino el uso sin caridad de
este. Es el inmanentismo sin límite ni freno que destruye la naturaleza, la
sociedad y el sentido de la vida. En cambio, una filosofía de la síntesis
con el enlace metafísico entre lo inmanente y lo trascendente abre las puertas para
cumplir el sentido de la justicia en el mundo, porque es en lo histórico el
ámbito donde el hombre se reconcilia con Dios. Es un giro metafísico de hondas repercusiones
ético-políticas, en medio de la grave encrucijada presente con visos
apocalípticos. Evitar el desastre del capitalismo finisecular no exige retorcer
-como Vattimo- la nietzscheana voluntad de poder del Superhombre, encarnada en
la elite mundial, para verlo abrazar la razón de los débiles. Eso es falso. Aquella
voluntad que rige en Occidente capitalista y posmoderno impele a la
conquista del más acá. Tan dañino ha sido la bendición de la trascendencia a
costa de la inmanencia, como la bendición de la inmanencia a costa de la
maldición de la trascendencia. La tarea de edificar una nueva imagen del
mundo, basada en la síntesis metafísica entre lo inmanente y lo trascendente -y
que restablece la diferencia ontológica-, es una empresa
onto-revolucionaria, entendida como racionalidad situada y recuperadora de
la historia del ser. Insertarnos en la apertura de un nuevo sentido histórico
de reapropiación metafísica es el mensaje epocal que se avizora sobre
las ruinas de nuestro tiempo. Se abre otra epocalidad atenta al enlace de lo
inmanente y lo trascendente, superando la historia nihilista óntica y
cosificadora de la tierra del ocaso. La crisis actual es metafísica -lo
metafísico implica lo inmanente y trascendente- pero su unidad luce descoyuntada
en la modernidad finisecular y el desafío es asumir una nueva síntesis.
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