miércoles, 4 de enero de 2012

EL HOMBRE SIN ABSOLUTOS


LA HERMENÉUTICA POSMODERNA
DEL HOMBRE SIN ABSOLUTOS
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía

                No hay duda que la supervivencia y bienestar de grupos humanos cada vez más amplios están condicionados por el desarrollo de los medios técnicos, pero también es cierto que el mundo dominado por la máquina ha sustituido el culto de los valores del espíritu por el culto de los valores instrumentales y utilitarios. El hombre posmoderno aparece y se desarrolla en plena evolución de lo que llamo Hiperimperialismo, fase cualitativamente superior respecto del imperialismo. Esto condiciona el hecho de que el hombre posmoderno  sea un tecnólatra-cientista. El hombre de la era posmoderna necesita, en consecuencia, del pensamiento débil –cuya adquisición no requiere gran esfuerzo a diferencia de la razón- para hacer frente con el talante de la indiferencia a las miserias de la propia sociedad hiperimperialista, la cual necesita también de la lógica amoral del hombre posmoderno para imponer su desarrollo sin límites. El hombre de la modernidad todavía conservaba los ideales de Verdad, Justicia y Razón; pero el hombre anético de la posmodernidad tiene todo ello por metarrelatos. Pero sobretodo, el hombre es persona por un motivo fundamental: su trascendencia. En cambio, el hombre posmoderno no oscila, pues se queda como una cuasi-cosa en la simple individualidad psicofísica. Por ello, es por excelencia el hombre sin Absoluto. Sin la dirección del espíritu el hombre posmoderno se despersonaliza en un ímpetu demoníaco que orilla a la humanidad en la demencia. La barbarie posmoderna de hoy sostiene que el propósito del hombre no es trascender espiritualmente hacia valores absolutos, sino vivir en función del placer, el éxito material y el dinero

l. Técnica y pensamiento débil
            No hay duda que en la tardo-modernidad la supervivencia y bienestar de grupos humanos cada vez más amplios están condicionados por el desarrollo de los medios técnicos, pero también es cierto que el mundo dominado por la máquina ha sustituido el culto de los valores del espíritu por el culto de los valores instrumentales y utilitarios. Y la otrora exaltación baconiana de la técnica, que fue seguida por el entusiasmo del saintsimonismo y el positivismo, ha cedido su lugar al postmodernismo cabalístico de la inmanencia sin antagonismos de Occidente.
Sin embargo, ha proseguido el cambio del rol estratégico de la ciencia y la técnica junto a la prioridad de sus funciones que desempeñan en el proceso de desarrollo económico y social de los países industrialmente avanzados como de los países retrasados. Esto significa que, mientras en el siglo diecinueve la ciencia y la técnica seguían los pasos de la industria y sus necesidades tecnológicas, en cambio hoy cuando han periclitado las esperanzas reformadoras de la modernidad tienden a controlar la industria, al convertirse en la principal fuerza productiva de la sociedad del espectáculo y del simulacro, en una forma de inversión y en una fuente de bienes cognoscitivos valorables económicamente.
Pero esto no quiere decir que, la simple introducción de una tecnología cada vez más compleja y refinada constituya y determine el contexto institucional cultural condicionado, sino que lo hace en conjunto con la nueva estructura productiva. En este sentido, la actual tercera revolución industrial, basada en la robótica, informática, nano y biotecnología, no ocurre sino con la nueva estructura organizativa y productiva de la empresa capitalista de dimensiones globales, con el llamado Hiperimperialismo de las megacorporaciones privadas. Además, a las fases de mecanización  industrial y racionalización productiva, que producen una progresiva alineación y pérdida de contenido profesional del trabajo, le sucede la fase de automación, que sustituye la fuerza de trabajo humano y aumenta la necesidad de especialistas y gerentes. El resto de la sociedad es reducida a un conglomerado de telepolitas domésticos conectados con prótesis tecnológicas.

Estos constituyen el ejército de expertos, víctimas a su vez de los medios cibernéticos, responsables de la dirección de las empresas que se convierten en una aplicación tecnológica de la ciencia. Pero dado que el proceso de investigación científico-técnica se vuelve en instrumento de refuerzo de la hegemonía económica, entonces está ligado a la lógica imperialista de control del mundo. Se trata, así, de una nueva relación entre Estado y Economía, donde el primero financia un progreso tecnológico más intenso y garantiza un mercado de grandes dimensiones a los productos técnicamente avanzados. Y el segundo, lidera una nueva forma de soberanía pos-estatal a través de la expansión global de las grandes empresas multinacionales.
La inevitable sujeción de la ciencia y la técnica a una política de poder hace insostenible cualquier tesis sobre la neutralidad de la tecnología como fuerza innovadora. En la actual fase Hiperimperialista, de la dictadura amoral y psicopática del mercado megacorporativo, la organización y uso de la ciencia y de la técnica no son un simple ejercicio abstracto de la genialidad humana, sino fuerzas productivas innovadoras de un proceso institucionalmente determinado y vaciado de cualquier contenido ético. Y este proceso es el acontecimiento sociológico más importante de la posmodernidad.
En la posmodernidad se vive en una especie de presente perpetuo, donde la experiencia se deshistoriza en una vivencia del instantaneísmo temporal que produce una catástrofe de la memoria y el vacío de la historia. La temporalidad intensiva e instantánea de reducción a la nada anula la certidumbre de los hechos, “no hay hechos sino interpretaciones” dirá Vattimo, y en este amanecer posmetafísico planetario se produce el eclipse de toda profundidad junto a la liquidación total de toda Verdad objetiva. No sólo periclita el reformismo moderno sino también degenera la autoconciencia humana en el ascenso de la insignificancia y la instauración del mundo neutro moralmente. El espectáculo aburrido de una sociedad del presente discontinuo prolifera entre la bufonada posmoderna.
El hombre posmoderno aparece y se desarrolla en plena evolución de lo que llamo Hiperimperialismo, fase cualitativamente superior respecto del imperialismo. Esto condiciona el hecho de que el hombre posmoderno  sea un tecnólatra-cientista, lo cual configura una actitud humana que en vez de exaltar a la razón y a la ciencia –que es lo que caracteriza a la modernidad- lo que hace es sentir el bienestar material proporcionado por los avances de la tecnología, en una explosión hedonística de complacencia por la comodidad y goce material. Sujetos mediumnizados entre la estupefacción mediática viven, pues, de puro usufructúo. Si existe algún compromiso, es con su puntual especialización profesional pero desvinculada del todo social. Un Carpe Diem estetizante, cínico y ramplón preside el Apocalipsis del espacio egocentrado, donde masas babélicas indiferenciadas liquidan el principio de realidad o la realidad contextual a favor de la realidad discursiva o textual.
            La reivindicación de la libertad y espontaneidad, capilaramente extendida desde los adolescentes que experimentan con el sexo sin preocupaciones anticonceptivas, o los jóvenes gerentes llamados yuppies, fríos maniqueos y pragmáticos, hasta los magnates y dueños de las monstruosas megacorporaciones, que nadan desde sus campanas de cristal en poder, éxito, sexo y dinero, reivindican la libertad sin los límites morales que impone la razón práctica, y este esquema se convierte en el nuevo credo disolvente de la espontaneidad humana. La Libertad sin Justicia del espectáculo capitalista ha tomado el lugar de la Justicia sin Libertad del modernismo comunista.
El hombre de la era posmoderna necesita, en consecuencia, del pensamiento débil –cuya adquisición no requiere gran esfuerzo a diferencia de la razón- para hacer frente con el talante de la indiferencia a las miserias de la propia sociedad hiperimperialista, la cual necesita también de la lógica amoral del hombre posmoderno para imponer su desarrollo sin límites. Pues éste no es el hombre camuseano que renuncia a la trascendencia pero conserva la moral, porque trascendencia y moral van juntos al tacho colero de los metarrelatos. La falta de compromiso moral y social del hombre posmoderno es lo más conveniente a una totalidad social institucionalmente instalada en el proceso de desvinculación de la Libertad con la Justicia. Entonces, ¿qué puede haber ocurrido para que el progreso material de la civilización técnica haya podido colmar las aspiraciones  del hombre posmoderno? El hombre de la modernidad todavía conservaba los ideales de Verdad, Justicia y Razón; pero el hombre anético de la posmodernidad tiene todo ello por metarrelatos.
            En la era hermenéutica todos los contenidos son meras imágenes, según Vattimo la historicidad se disuelve en historias locales, ya no hay historia sino micro-historias individuales, se disuelve el principio de realidad y el sentido del ser, el pragmatismo irónico de R. Rorty niega la autoconciencia, R. Barthes habla de la subjetividad presunta, M. Foucault aborda la archivística como meros acontecimientos, se elimina al sujeto culpándolo de los discursos autoritarios del poder. Bien apunta Baudrillard que en el capitalismo cibernético lo virtual produce lo real anulándolo. Y es que la irrealidad de lo real en espectro encuentra su base material en un mundo real especulativo, donde según Noam Chomsky el 95% de las transacciones financieras son especulativas.
En el ideal aristotélico la técnica, al descargar al hombre de las necesidades que lo acucian,  hace posible el saber y el razonamiento.  Pero la técnica como fuerza innovadora no es neutral.  Está sujeta a una política de poder, la cual ha convertido al saber en un medio estratégico del desarrollo de las fuerzas productivas. Ha terminado subyugando al saber mismo a su imperio aplicativo y pragmático. De este modo, en un mundo donde el saber debe responder a las manipulaciones de una política del poder, las posibilidades de la auténtica sabiduría se van enturbiando y entorpeciendo por intereses subalternos.
En consecuencia, el ámbito del saber al perder su otrora nobleza se va degradando y va siendo roída por el acendrado sentido utilitario, por la interferencia de manipulaciones económicas y políticas, por la lógica de bienes valorables económicamente. Esta orientación inmanente hacia lo útil y el dominio, en desmedro hacia lo desinteresado y contemplativo, se relaciona con una concepción práctica-política del saber y un predominio crematístico de la vida, que tiene nervaduras acendradas con un contexto espiritual donde el ideal –ahora tomado por sombrío y tedioso- ya no es el hombre sabio, juicioso y prudente, sino el hombre de experiencia, el político, para el dominio del mundo primero, y luego, de experiencia hedonística y permisiva después.
A propósito, Vattimo habla de la disolución de la figura del filósofo consejero porque considera que la filosofía ya no es conocimientos de fundamentos y así la filosofía misma se convierte en un pensamiento intrínsecamente político. El predominio del pensamiento aplicado es una de las manifestaciones de la consumación nihilista del ser metafísico, donde es el ciudadano el que hace valer su propia opinión en el diálogo social sometiéndola al consenso de los demás. Para ello, busca asegurar el descrédito de la objetividad metafísica responsabilizándola de imponer el autoritarismo religioso y la violencia política, estableciendo como parámetro del pensamiento la vaporosa “interpretación” que debe garantizar la pluralidad y la libertad. Con esto el nihilismo hermenéutico se convierte en la cabalística de la inmanencia sin antagonismos, parecida a la interpretación esotérica y complicada que hiciesen los judíos medievales del Antiguo Testamento recurriendo al valor numérico de las letras hebreas. De modo idéntico, la transposición posmoderna pretende convertir la interpretación en vehículo de paz y libertad sobre la base de la sustitución de la Verdad por el respeto de las diferencias.
            El seudo sabio posmoderno cree disfrutar de la auténtica libertad, desligando su acción de la bondad, la solidaridad y el conocimiento.  De resultas, se obtiene una humanidad despersonalizada sin relación armónica con su propio yo y el de los demás. El sujeto posmoderno está reducido a un individualismo atomista. Se concibe sumergido en la naturaleza, se manifiesta en un movimiento de pura exteriorización sin recogimiento alguno. Expone una libertad supuestamente incondicionada y sin compromiso, que en realidad hace infecunda su acción y lo reduce a la condición de cosa. Vattimo pretende superar este riesgo del pensamiento nihilista hermenéutico mediante la piedad o el amor, concebido como piedra de toque de la ética nihilista. Pero en realidad su ética nihilista del crepúsculo fracasa en toda la línea al estar desprovista de la acción realizadora de los valores. Con esto el pensamiento nihilista de la hermenéutica posmoderna se revela como un peligro para garantizar el respeto de las diferencias en la pluralidad de individuos. Con razón aprecia E. Dussel que la filosofía posmoderna es un efecto del aislamiento del Occidente respecto a la violencia y pobreza de los del Hemisferio Sur. Ciertamente que el destino de la nueva época es interpretar las cosas como mercancías, carentes de esencias y contenidos que se disuelven en la mera interpretación transaccional sin valores.
La persona no es solamente un centro de actuaciones racionales, sino especialmente un haz de voliciones orientadas en la ley moral. Por ello, su estructura no es sólo de auto-relación sino también de hetero-relación. Scheler y Heidegger insistieron en definir a la Persona como relación con el mundo. Y esta relación presenta a la persona como individuo de carácter espiritual, concebido como agente moral, sujeto de derechos civiles y políticos, y miembro de un grupo social. Pero en la nueva época de la interpretación se impone la inautenticidad del man, ser en el mundo será eminente ser siempre un ser lingüísticamente, todo se vuelve imagen del mundo, representatividad del ente en el olvido del ser. La actitud ontológica de la técnica confronta al hombre con el tiempo, todo se vuelve seguridad, planificación, imagen del mundo, innovación y voluntad de poder. Vivir en la época nietzscheana del Anticristo supone asistir a la transvaloración de todos los valores donde el ser se degrada en evento lingüístico de la razón instrumental. En buena cuenta, la ontología hermenéutica es la capitulación en toda la línea en el esfuerzo por pensar la Verdad del Ser.
            Sobretodo, el hombre es persona por un motivo fundamental: su trascendencia. La Persona no se rige, como el individuo por los límites de su propia subjetividad; por el contrario, su trascendencia puede referirse a varias instancias –a Dios, a los valores, a lo Absoluto-. Pero esta referencia es una oscilación permanente  entre la simple individualidad psicofísica y la pura espiritualidad, y por ello la persona es algo que está siempre haciéndose. Por ello, Levinas sostiene que el Otro aparece en relación con otros y no inmediatamente en relación con la universalidad de la ley. Esto es que la alteridad se descubre en las personas, incluso Dios. En cambio, el hombre posmoderno no oscila, pues sin hechos ni objetividad se queda como una cuasi-cosa en la simple individualidad psicofísica. Ajeno a toda espiritualidad fuerte es incapaz de descubrir la dimensión de su trascendencia. De esta forma, no desea trascender hacia los valores, Dios o lo Absoluto. Es por excelencia el hombre sin Absoluto que se restringe a la auto-relación y sólo acude a la hetero-relación mercantil.
            Sin la dirección del espíritu el hombre posmoderno se despersonaliza en un ímpetu demoníaco que orilla a la humanidad en la demencia. Si la demencia de la modernidad orilló al hombre en el solipsismo, la demencia de la posmodernidad lo convirtió en el soberano autista de la inmanencia. La barbarie posmoderna de hoy sostiene que el propósito del hombre no es trascender espiritualmente hacia valores absolutos, sino vivir en función del placer, el éxito material y el dinero. Este hombre hueco, vacío, sin referencias universales desconoce un orden objetivo de realidades y valores. Es perfectamente compatible con el imperante Hiperimperialismo, que quiere gobernar el mundo bajo el unívoco criterio del mercado destruyendo los valores morales.
Todo vale en un anarquismo interpretativo o hermenéutico. Sólo cuenta el metarrelato que renuncia con el segundo Wittgenstein al lenguaje lógico perfecto y se atiene con Heidegger a la imposibilidad del lenguaje positivo del ser. Y el yo portador de la ética sin trascendencia del nihilismo asume a los individuos como contenidos específicos de moral, pero este yo ético no está fuera del mundo ni contiene una mística como el todo limitado del mundo, no hay nada inexpresable en él, sino que es una diferencia narrativa en la pluralidad inmanente del mundo. La ética deja de ser el lugar de encuentro entre lo universal y lo particular para ser sustituida por una relación entre el individuo y el lenguaje. Lo que interese a la hermenéutica ontológica es el lector y la exégesis de la obra como disfrute egocentrado que destruye toda teoría. Y así el arte posmoderno se convierte en la negación del acaecer de la Verdad y, como tal, en la muerte del arte mismo. Abstraer la individualidad de la totalidad provoca la fractura de lo finito y lo mundano con el ser.
 A propósito Camus proclamó el absurdo, pero en el fondo buscó vencerlo por un esfuerzo moral. En cambio en la posmodernidad, el hombre anético se aferra a los metarrelatos como absurdos y engañosos cuentos consoladores de la humanidad que justifican su existencia. Es decir, aquí no hay esfuerzo moral alguno por superar el absurdo, sino al contrario, la aceptación pasiva de convivir con éste y sacar el máximo provecho posible a la situación de absurdidad, sobre todo moral. En el contexto posmoderno el Humanismo y la moral son metarrelatos que ya no cuentan. Y así, junto al pensamiento débil se ubica la espiritualidad débil y anémica, propia de una vida drásticamente desacralizada. La hermeneuta española Teresa Oñate sostiene una ontología del límite donde sea posible una hermenéutica espiritual en el descubrimiento del otro no sólo de las demás culturas sino del Otro radical que es Dios. A esto lo llama pluralismo hermenéutico no relativista sino de un pluralismo de la alteridad. Dicho intento, sin embargo, no llega a salir del régimen de la eternidad inmanente porque se atiene a que la verdad del consenso reemplaza a la verdad objetiva.
Lo sagrado es el ámbito de lo divino  y lo diabólico. En la sociedad posmoderna el hombre expresa su irreligiosidad rechazando lo divino pero aceptando lo demoníaco. De ahí, que no llame la atención que la proliferación por el mundo de las sectas satánicas represente la reducción del ser a la nada. Encuentra la posmodernidad gran atractivo por los misterios y el ocultismo, pero las organizaciones esotéricas, como lo estudia Mircea Eliade,  son de una deplorable pobreza espiritual, que en vez de espiritualizar acelera su destrucción. Esta forma de recuperar lo religioso es incapaz de proporcionar al hombre una espiritualidad fuerte, de autocontrol, autodisciplina y motivación interna. Las masas indiferenciadas y babélicas de la escenografía del consumo masivo posmoderno viven el eclipse total de lo divino pero no de lo sagrado, queda aun el resto luciferino del disfrute deshistorizado de un presente seudo perpetuo.
Esto es, la técnica al servicio de una política de  poder terminó despersonalizando al hombre en la era posmoderna, porque en vez de estar en función de la autorrealización de la persona humana se consagró febrilmente a la conquista del poder, el éxito, el bienestar material y el dinero. Estos terminaron ensombreciendo en su alma los valores absolutos en la era posmoderna. Su coincidencia diacrónica con la globalización del Hiperimperialismo no es por ello casual, sino esencial, especialmente por servir de basamento socioeconómico de un comportamiento anético de los hombres.
Los hombres anéticos nos conducen a las mónadas sin ventanas morales y retrotraen su resentimiento metafísico a motivaciones trágicas ocultas, como enseñó Kierkegaard, que probablemente tengan que ver en la sociedad actual con el desmañado papel de la mujer en su rol de madre y formadora de la empatía y de la intersubjetividad humana. Lo cierto es que mientras que para el pensador de Copenhague los hombres se reconciliarán con Dios cuando renuncien a su compromiso con el mundo y el Estado, por su parte para los hombres de la posmodernidad la reconciliación con el mundo y la política implica que renuncien a su compromiso con Dios y todo imperativo absoluto.

2. El hombre sin Absoluto
            ¿Pero qué es la posmodernidad considerada humanamente? No es una actitud eminentemente intelectual dirigida a las minorías, sino que es un postura  primordialmente vital, que manifiesta una decidida tendencia a lo cismundano, privilegiando una visión del mundo presentista, en donde todo está en acto, como la vida participada por el Motor inmóvil aristotélico a la Physis que mueve. Más, el hombre posmoderno sin esperanzas en poder entrar en la vida perfecta transmundana cree hacerla en la cismundana. Contentándose  con vivir la suya sin perturbadoras ideas metafísicas. La idea del alma está muy de sobra en este esquema mental posmoderno. Y tenía que ser así, por cuanto tener alma es tener memoria y en consecuencia es tener historia; pero la historia es tiempo y el posmoderno en tanto que suprime la nostalgia y la esperanza también lo hace con el pasado y el futuro.

El hombre de la posmodernidad vive en una especie de presente perpetuo, en la temporalidad intensiva e instantánea, donde sus prótesis tecnológicas del mundo virtual le facilitan una experiencia deshistorizada, la anulación de la memoria y la catástrofe de los hechos. Baudrillard se refiere a éstos como sujetos mediumnizados en la estupefacción mediática, en un presente discontinuo y anómico de la sociedad del espectáculo. Debilitado el principio de realidad la historia universal se disuelve en multiplicidad de historias locales donde la felicidad es el consumo grosero bajo luces de neón. La eliminación del sujeto se completa mediante un pragmatismo irónico que convierte a la conciencia misma en espectro. La supuesta conciencia emancipada mediante la racionalidad hermenéutica de Dios, la Verdad, la Historia y el Ser a favor de los particularismos no es sino el spleen decadente de un Occidente que tras la experiencia aterradora del descomunal holocausto de la II  Guerra Mundial, llevó al extremo la ontología del límite y la racionalidad afirmativa de la finitud.
 Ilusionándose con un presentismo fatuo del ser como evento, del confort, al Tiempo el hombre posmoderno no lo padece como el hombre oriental, no lo piensa como el hombre de la Antigüedad, no lo diferencia como el de la Edad Media, no lo calcula como el de la Modernidad; sino que lo disfruta sin responsabilidad ni preocupación ni conciencia. La experiencia del tiempo para el hombre posmoderno está desprovista de utopías, de milenarismos, de escatologías; reduciéndose tan sólo a la experiencia anética de un presentismo de máximo goce y utilidad. Gadamer en su momento rechazó la reducción fenomenológica husserliana por dejar de lado lo cultural e histórico, es decir que se encaminaba hacia una hermenéutica realista y fenomenológica pero sus herederos nihilistas implosionaron la verdad, destruyeron toda teoría, demolieron la historia universal e instauran una hermenéutica relativista y pragmática. Se comprende de esta forma lo ilegítimo de la monopolización de la palabra “hermenéutica” por los posmodernistas, cuando por el contrario la hermenéutica como precomprensión del mundo es compatible con un significado objetivo, donde lo singular adquiere significación universal.
En todas las épocas históricas ha habido tipos humanos así, desde Herodes, los Borgia, hasta los actuales mega-ricos, que sin espasmo alguno pueden señalar, como efectivamente lo hacen, rumbos económicos y manejos fiduciarios que provocan sin remordimientos hambre, pobreza, enfermedades y muerte a escala planetaria. La diferencia es que hoy este tipo humano ocupa la hegemonía social sin freno alguno. El hombre posmoderno es la inversión de las fuentes en que nace Occidente: la actitud religiosa del hombre oriental (cristianismo) y la actitud racionalista del hombre griego. Sin Amor ni Conocimiento y tan sólo con voluntad egocéntrica, se inicia el imperio del hombre anético, símbolo de la desfundamentación del pensamiento, la voluntad y la acción, y de los valores absolutos. Y esta resistencia a los fundamentos es más pasiva que activa, como cuando el hombre se deja llevar por las inercias de su voluntad y de su libertad.
Vattimo nos quiere convencer que la condición posmoderna es la verdadera circunstancia para la paz y la libertad porque se trata de una paz y de una libertad que no se funda en la verdad sino en el respeto de las diferencias y multiplicidades. Condena el juego metafísico de los “principios” por culminar en una absolutización ideológica que impone la violencia de los valores absolutos. Pero esta prevalencia de la Estética sobre la Verdad objetiva olvida que la esencia de la acción humana también es esencialmente falible. La verdad hermenéutica como límite es acción lingüístico-racional que exige el reconocimiento de una experiencia de la vida política, de la philía y la pietas. Pero esta vida política también está sujeta a los vaivenes de nuestra impredecible voluntad humana. La racionalidad hermenéutica es historicismo extremo que reprocha a la teoría universal una visión del mundo desnuda de interpretación, pero que no advierte que incurre en una visión del mundo desnuda de hechos que existen por sí mismos. En su proclama que no es relevante saber cómo es el mundo en sí, Kant es sustituido por un relativismo que cierra los ojos al hecho que lo universal que sustenta la verdad tiene también un origen histórico.
            En estas condiciones nada suena más natural que el tránsito de la cultura cristiana moribunda a la cultura técnica avasallante a nivel global. La posmodernidad, en este sentido, representa el avance arrollador de la cultura de la increencia y de la antropolatría bajo cuerda; increencia que esta vez no sólo abarca  las cuestiones sacras sino incluso se extiende al mundo secular mismo. Por eso, no sólo afecta el meollo religioso de la cultura occidental (el cristianismo), sino incluso su acervo científico que nos viene del racionalismo griego. Esto podría hacernos pensar que también la ciencia junto al cristianismo están en peligro, pero no es así, por cuanto la ciencia es la fuente de donde brotan los prodigios tecnológicos que tanto fascinan al hombre posmoderno y que lo hacen soñar con la creación de una raza de superhumanos ciborgs sólo al alcance de los más ricos de la tierra. Por lo demás, Vattimo sostiene desde la visión de la hermenéutica relativista que el Occidente y el Cristianismo sólo podrán realizarse cuando asuman el proceso de disolución nihilista y el debilitamiento de toda pretensión de validez absoluta. En otros términos, al Cristianismo sólo le resta asumir el proyecto histórico nihilista, no hay Iglesia verdadera y la creencia religiosa no se puede fundar en la verdad sino en el respeto de las diferencias o multiplicidades.
            En este sentido, el grito de combate de los posmodernos efectivamente es: ¡Abajo los Absolutos!. Para eso justamente sirve la hermenéutica relativista de los posmodernos. Pues el posmoderno ha dejado ya de creer, incluso en la divinidad del hombre. Lo cual es muy distinto a continuar con el proceso, muy de la condición humana, de autodeificación. Efectivamente, puede parecer a primera vista contradictorio que alguien que no crea persiga auto deificarse, como el caso de los ateos. Pero la realidad supera siempre la lógica y nos demuestra que el hombre posmoderno, que no cree por convicción sino por desinterés e indiferencia, es la expresión más perfecta de la autodeificación. Pues quien se siente en un presentismo e inmediatismo autosatisfecho, simula la placidez omnipotente de la divinidad. Sintiéndose diocesillo es la mejor manera de dejar de sentir nostalgia por lo divino. El hombre posmoderno, en consecuencia, realiza este prodigio cultural y engañoso de la culminación auto deificante en una cabalística de la inmanencia sin antagonismos. No admitiendo sino lo relativo y contingente le es fácil prescindir de alguna condición ontológica infinita y autosuficiente de lo finito. La ontología del límite y la racionalidad afirmativa de la finitud es llevada al extremo sumergiendo el ser de lo humano en el evento instantáneo del presentismo perpetuo, lejos del hegelianismo que sumergía el ser de lo humano en el devenir, en el dios de la dialéctica, los posmodernos lo ahogan en el dios de la interpretación. Lo divino eliminado reaparece hecho ídolo en lo singular y lo particular, las diferencias y multiplicidades. Sólo apagando lo divino se podía iluminar completamente lo humano. Pero hecha la oscuridad en lo divino el hombre ya no espera ni razona, porque en definitiva asume la propia potencia de ser dios.
El hombre posmoderno ya no se enfrenta a Dios, ni pide razones a la historia, ya no es relevante saber cómo son las cosas en sí, ahora el lugar privilegiado lo ocupa la singular individualidad que desconecta lo temporal con lo universal. Fuera de sí mismo  no hay sino un pavoroso vacío. Por tanto, el mundo de la diversión, el goce y el éxtasis es el principio y el final de una galopante sabiduría del cuerpo. Terapias, ejercicios, masajes, dietas y vitaminas son el verdadero abecedario y evangelio de la resurrección de la carne y de la muerte del espíritu. Se desemboca así en una cultura narcisista, en donde lo más importante es cuidar la salud, prolongar la vida contingente, conservarse joven y cazar a como dé lugar mejores ingresos. La hermenéutica relativista ha efectuado el ocultamiento de las esencias universales quedándose con el conocimiento de la esencia de la acción humana pero despojándola de lo en sí universal. En los posmodernos la intersubjetividad se relaciona con la intuición de la esencia particular, descontextualizadas de lo universal pero contextualizadas en el mundo vital e histórico. Así la racionalidad hermenéutica funda el relativismo de la Verdad en la esencia de la acción humana dentro de un giro pragmático y fenomenista.
            Sin capacidad para establecer lo incondicionado, lo absoluto y lo perenne, los posmodernos proclaman las miserias de la razón para entronizar en su lugar la tiranía de la sensibilidad y de la subjetividad humana. Lo paradójico del caso es que esta tiranía de la subjetividad va de la mano con una abolición ética y ontológica del sujeto. El sujeto posmoderno no es el sujeto de la modernidad, el portador de la iluminación racional, sino, todo lo contrario, de la oscuridad del pensamiento para penetrar verdaderamente en las esferas de la realidad. Pues en definitiva para el pensamiento posmoderno son los intereses de la voluntad interpretativa del hombre lo que va a determinar la deslegitimación del saber humano. Esta subjetividad débil de lo humano es lo único queda en las manos posmodernas. Y es precisamente ésta la que da sustento a su nihilismo integral, es decir, metafísico, gnoseológico y ético. Por ello, el hombre posmoderno es también un sujeto anético, escéptico e inmanentista. Y todo esto está implícito cuando se le concibe como “el hombre sin absoluto”.
R. Rorty es un caso claro de este giro. En su caso el mundo actual exige una visión centrada en lo ético y político y no en lo epistemológico. Basándose en Quine, Davidson, Ryle, Kuhn, Wittgenstein, Heidegger y Dewey sostiene que la filosofía tradicional es prisionera de la idea que la mente es un espejo que contiene representaciones diversas que pueden estudiarse con métodos puros y no empíricos. Pero la Verdad no es la representación exacta de la realidad sino “lo que es más conveniente creer”, por ello lo más conveniente es representar imágenes en vez de representaciones, metáforas más que afirmaciones. Por ende, proclama que es inútil seguir la senda platónica de la Verdad, el mundo de hoy exige una visión ético-política antes que epistemológica. En buena cuenta, Rorty es la radicalización posmoderna del subjetivismo de la modernidad porque deja que cada ser humano se construya su propio mundo o paradigma, su propia práctica o juego lingüístico, no acepta la existencia a priori de fundamentos universales y sustituye lo objetivo por las normas de investigación.
Gadamer no fue tan lejos, pero estuvo en la misma senda cuando busca disolver la imagen tradicional del hombre como conocedor de esencias y lo convierte en conocedor de valores. Obviamente que Lyotard, Foucault y Deleuze centrándose en el tema del Nihilismo y Sujeto, y culpando del naufragio de la Ilustración a la racionalidad metafísica, y Vattimo empleando la hermenéutica para debilitar la violencia de la racionalidad del poder moderno, coinciden todos en la consigna que no hay hechos sino interpretaciones o valores. Pero aquí no se trata de una teoría del Valor que busca determinar las auténticas posibilidades de elección, es más bien preferencia personal sin vínculo alguno con la universalidad y la permanencia.
Precisamente el dominio de esta concepción posmoderna del valor se inscribe en el relativismo de los valores, o sea, en el seno del historicismo más radical. El relativismo de los valores se debe en buena medida a la obra de Nietzsche, a pesar de que su intento es más bien restablecer la tabla auténtica de los valores mediante la estrecha conexión del ser valor con el hombre, de ahí que los posmodernos produzcan un nietzscheanismo pervertido. En Dilthey y Simmel el relativismo de los valores es todavía más claro en relación con la fuerza productora de la historia y en Troeltsch con la formulación de la antítesis entre relativismo histórico y absolutidad de los valores. Pero lo que singulariza a los posmodernos es que profundizan la tesis empirista o subjetivista y ya no atribuyen al valor dos caracteres contrastables, a saber, el absolutismo y la relatividad, sino que la relatividad es el modo de ser del valor mismo y de la historia.
            El hombre posmoderno se queda, así, en la caverna de su propia subjetividad débil, sin advertir que no puede cumplir con la fascinadora promesa de acabar con la realidad, la verdad y lo absoluto. Lo único que logra en su solipsismo vital es que desaparezca el Amor: como potencia divina y como anhelo humano. Sin amor en el corazón, al hombre posmoderno le es fácil desterrar también la nostalgia y la esperanza. En efecto, Vattimo emplea la hermenéutica para señalar el límite del cristianismo no-dogmático en el amor racional comunitario, supuesto acervo espiritual olvidado por la razón metafísica secularizada. En parte esta concepción proviene de los griegos, quienes vieron en el Amor el fundamento del amor sexual, de la concordia política y de la amistad, pero los posmodernos eliminan el aspecto que la concibe como una fuerza armonizadora y unitaria del cosmos. Del cristianismo retienen una concepción del amor que debe extenderse a todos los prójimos, incluso los enemigos, creando en la tierra una comunidad que transforme a los hombres en hermanos, pero descartando que se trate del reino de Dios en la tierra y que exista una divinidad que responda al amor de los hombres. Del platonismo renacentista se queda con el valor y la dignidad del hombre como tal y suprime cualquier reciprocidad del amor entre Dios y el hombre. De Cartesio conserva la asunción del amor llevado a escala humana, pero su objeto principal ya no es Dios sino la patria o la comunidad.  Como los escritores de la Ilustración enfatiza el fundamento sensible del amor descartando cualquier vínculo con imperativos absolutos. Kant mismo decía que el amor no puede ser ordenado porque nadie puede amar a otro por precepto. Sin embargo, su distancia con el romanticismo es notorio por cuanto éste concebía el amor como unidad de lo finito y del infinito. Justo esta unidad es la que brilla por su ausencia en los posmodernos quienes elaboran una teoría del amor dirigida exclusivamente a criaturas finitas desprovistas de cualquier significado con lo infinito, pues el amor no se reduce a una fuerza única y total sino que se disgrega en una multiplicidad de diferencias y pluralidades. Como Marx, Freud y Nietzsche, llamados por P. Ricouer los “filósofos de la sospecha”, los posmodernos se adhieren a la crítica del amor universal con el argumento que el amor a lo próximo tiene más valor que el amor a lo lejano. Aquí el término amor resulta sinónimo con la unidad de los seres humanos, sin relacionarse a la unidad cósmica del concepto romántico. Se trata, en consecuencia, del mismo amor profano de Sartre como proyecto de realizar la unión del yo con el otro, pero con el contraste de servirse del medio dialógico y el respeto de las diferencias. Levinas en una defensa cerrada de la subjetividad y una crítica frontal a la totalidad sostiene que lo infinito se produce en una relación del yo con el otro y Dios es ese Otro que excede  al pensamiento. En cambio, el amor despojado del carácter de infinitud se da en R. Barthes quien se dirige hacia la subjetividad presunta, R. Rorty que niega la autoconciencia con un pragmatismo irónico y Vattimo al secularizar la razón metafísica arrancando a la subjetividad humana de cualquier relación con el Otro radical que es Dios. Aquí el amor ha dejado de ser un fenómeno cósmico para resultar un fenómeno humano, una aspiración que reafirma la realidad de las diferencias o pluralidad de los individuos.
Habiendo desarraigado de su alma el sentido de lo divino, deja de experimentarse como criatura, como Hijo del Padre, haciendo innecesario recuperar la esperanza por un Paraíso Perdido. Y al dejar de preocuparse en ser igual a los dioses, no se desgañita ni desvela por la nostalgia de la Edad de Oro. En su lugar, podría pensarse que deposita su confianza en las maravillas de la revolución tecnológica, que le traen bienestar y comodidad. Y es así. Confianza en vez de esperanza y nostalgia es lo que encierra su solipsismo vital. Una confianza distinta a la sentida en la época moderna, pues ésta no estaba carente de voluntad de emancipación política ni del sentido del progreso; por ello se trata ahora de una confianza en lo inmediatamente útil, aplicativo y rendidor, en una inmanencia virtual y especulativa sin antagonismos.

3. La misión del filósofo en la era posmoderna
No es raro, de este modo, que el hombre posmoderno con su proverbial indiferencia crea haber llegado a esa vida perfecta de la naturaleza. Se ilusiona con vivir enteramente en una vida donde su refrán favorito es: “Sólo se vive una vez”.                            
            La razón técnica, que reduce la realidad a lo manipulable, aplicativo y eficaz, ha producido una distorsión existencial que afecta el núcleo de la personalidad humana. Lo anestesió ante cualquier conflicto entre principios morales distintos, el relativismo desempeña aquí una importante función. El libre ejercicio de las facultades espirituales superiores de la inteligencia y la voluntad han perdido la dinámica consciente. Su libertad débil y light no siente el arrastre de ningún principio moral, lo único que le impulsa es su interés particular. Y el hombre que actúa así para satisfacer  un impulso fariseo no es capaz de solucionar ni dar vuelco a ninguna crisis moral. Y ello es debido a que la inserción del imperativo moral en su vida se ve obstaculizado por un horizonte nihilista que desvaloriza cualquier absoluto.
Una existencia finita sin exigencias espirituales de moralidad, conocimiento y realidad –porque su nihilismo es integral- no está en capacidad de ofrecer un ethos, un pathos, ni una physis, ni una philía, a no ser de modo unilateral y restringido. Lo que hace inferir, implícitamente, que la voluntad interviene siempre pero en la posmodernidad la libertad del hombre está debilitado por el rechazo de los valores superiores y absolutos. Sólo la pulsión inconsciente del instinto lo empuja hacia la satisfacción de sus necesidades biológicas (saciedad, descanso, abrigo y desahogo) y psico-sociales (seguridad, comunicación, posesión, pertenencia), pero la ausencia de un sentido superior del mundo, la vida y la existencia va en desmedro del reconocimiento de sus necesidades espirituales (autodominio, educación, justicia y trascendencia). Sobretodo la necesidad de trascendencia es la más afectada en un clima intelectual en el que reina el agnosticismo, el escepticismo, la indiferencia religiosa y el culto al éxito material. Esta clasificación de las necesidades humanas pertenece a mi amigo el embajador Antonio Belaunde Moreyra, y se presta bastante bien para ilustrar la vacuidad espiritual del hombre posmoderno. Por lo tanto, será necesario tener presente esta diversidad de las necesidades humanas en la consideración de la posibilidad de superación de la presente era postmetafísica, nihilista y hermenéutica. Si el destino de la nueva época es interpretar las cosas como mercancías, se impone la recuperación del sentido del ser como requisito para devolverle al hombre su sentido espiritual. Sin reorientar la actitud ontológica de la técnica no será posible acabar con la destrucción de toda teoría universal. Hay que llevar a cabo la hermenéutica de la hermenéutica, para demostrar que la posmodernidad está basada en una hermenéutica relativista y pragmática y atrapada en una visión del mundo de la interpretación que existe por sí misma. La hermenéutica historicista llevó a un divorcio completo entre realismo, historicismo y verdad. Pues la verdad que se sustenta en lo universal tiene también un origen histórico y así la interpretación del mundo es compatible con un significado objetivo del mismo.
  La dimensión utópica de una inmanencia sin antagonismos que la posmodernidad inaugura comprende  un nominalismo vital, en la que se considera que nosotros lejos de descubrir el sentido de nuestra existencia, la inventamos, es una fábula y un sueño calderoniano más. Y esto es posible vitalmente precisamente porque el nivel espiritual de la existencia humana ha sido suprimido y violentado. Pero resulta que esta liberación respecto de los valores absolutos y de los imperativos morales sume al hombre en una vida homeostática, sin tensiones, sin dolor, ni sufrimiento. Lejos de cualquier autarquía cirenaica –del dominio de sí mismo- y de cualquier ataraxia –quietud absoluta del alma-, el hombre posmoderno proclama que la felicidad es el placer corporal, sensual, sibarita, muelle y en frenesí, una vida-disco, de descanso y relajamiento.
 Pero esto lejos de ser una reivindicación legítima y creativa del derecho al ocio, resulta siendo una entrega pasiva y disolvente a vicios destructivos de la personalidad humana. Desconoce así, que lo que el hombre realmente necesita no es vivir sin tensiones, sino esforzarse y luchar por ideales, que den significación a su vida, y no sólo por metas contingentes. El propio Vattimo estima que el dolor permite pasar de la apariencia a la realidad, aunque hace la salvedad que no abraza una idea metafísica del dolor en la muerte, no hay ser trascendente, la finitud es un estar con el otro. Pero en realidad, ni siquiera requiere eliminar esa tensión debido a que el ambiente cultural ha suprimido el sentir la llamada de un sentido superior trascendente. Este es el caso de R. Rorty, quien opone a los filósofos sistemáticos los llamados filósofos edificantes, como Dewey, Wittgenstein y Heidegger, los cuales rechazan la epistemología y la metafísica como disciplinas posibles. Para Rorty la tradición filosófica occidental asume la nueva tarea de establecer como paradigma principal el proyecto de conmensuración universal o tener creencias verdaderas. Esa tensión inherente al ser humano es indispensable para la salud espiritual de la civilización occidental, la cual se sigue hundiendo en el sopor de una vida sin significación. En este proceso desempeña un lugar preponderante el influjo arrollador de la razón técnica, con sus valores maquinales de eficacia, automatización y productividad, lo cual no constituye una alusión tecnofóbica sino un señalamiento del debilitamiento del acervo humanístico de la cultura.
La misión del filósofo en un presente desvaído, sin realidades fundantes y sin proyecto, es comprender la situación del hombre de la posmodernidad, para reencontrar el sentido de su actividad a partir de su propia historicidad, de modo que los latinoamericanos no tenemos por qué asumir miméticamente la creatividad dionisíaca que se opone a la Verdad objetiva, no tenemos por qué adherirnos al anquilosamiento lingüístico occidental, la mala máscara es también el sistema interpretativo que culmina con una voluntad de multiplicidad y pluralidad, la hermenéutica latinoamericana no tiene por qué resolverse en la afirmación de la apariencia plural y en la condenación de la máscara apolínea de la ratio, , más bien puede asumir una hermenéutica realista abierta a lo prejudicativo, pues la cultura es unión de la individualidad personal con la universalidad. Hay que contrarrestar  la tendencia autodestructiva del individuo y la sociedad, aprender de nuevo a pensar los primeros principios del mundo, restituir al sujeto sintiente y pensante, reestablecer la preeminencia de la verdad y la historia, enseñar a situarse en el momento actual para desenmascarar las posturas formalistas y sofísticas que prescinden del hombre y de la justicia, radiografiar la era en conflicto en escandalosa inmoralidad y pérdida de la visión de Dios, para devolver a la cultura su esencial rol de humanización.
¿Podrá un filosofar fundativo de nuevo cuño ser un dique de contención a la racionalización creciente que deshumaniza la vida? Frente a esta especie de locura cultural y moral propia de una personalidad colectiva esquizoide y psicopática que la hace insensible a los más palpables valores humanos, negando la solidaridad humana de base y que propugna solamente un comercium pero no un convivium, ¿será posible morigerar el sentido logocrático de Occidente? Es posible mediante el reconocimiento del sentido mitocrático de la racionalidad suprajudicativa (arte, mito, religión, moral, acción y retórica). Pero en todo caso, es mejor optar por la rebelión de la filosofía que vivir sus exequias posmodernas. Este saber superior a toda ciencia particular vive un momento crítico, dramático, casi postfilosófico. Pues, cada vez es más imperioso filosofar la filosofía, como modo de reencontrar su sentido, salvarla de un naufragio cultural y justificarla como una condición indesarraigable del hombre radical.

Basta analizar el mundo para recrearlo. Esta es, según la modernidad, la misión del hombre –o de algunos hombres-, se trata de vivir una vida teórica en función de la acción, desdeñoso de cuanto no fuese aplicado –a diferencia del platónico que se proponía crear desde la contemplación-. Pues bien, para el posmoderno tanto la acción como la contemplación son invalidados, exigen mucho esfuerzo para el temple moral del hombre anético, en su lugar se decide por el disfrute. Vivir una existencia sin teoría y sin ilusiones de cambiar la sociedad o mi propia interioridad equivale a sostener que mi ser no se agota en mí pensar ni en mí actuar, soy antes que nada mi libertad. Esto nos podría retrotraer a Max Stirner, el hegeliano de izquierda que elaboró un individualismo extremado que encontró en el Yo, en cuanto único, el fundamento de toda relación. Pero el Único de Stirner es resistencia  frente a toda exterioridad y voluntad irreductible de autoafirmación del yo. Mientras que, para el posmoderno la imagen que el yo se hace de sí mismo es ficcional, y por lo tanto mi libertad es en realidad imagen de nosotros mismos que los otros nos trasmiten.
De esta manera, mi libertad no encuentra en el Yo una interioridad sustancial sino una fantasmagoría social de las prótesis virtuales y tecnológicas. Sin sentido sustancial de la conciencia, de la vida, del hombre y de la historia, la posmodernidad se recuesta plácidamente en el lecho del placentero disfrute. Y lo que aparece como concentración de todos los esfuerzos en la superación personal no es, sino, vivida como otro sueño más. La idolatría de la sociedad de masas ha llevado a creer que las interpretaciones son múltiples y que hay que mantenerse en el nihilismo sin buscar un fundamento último. Este horizonte retórico de la Verdad lleva a Occidente a vivir hasta el fondo de su debilidad, en la cual amanece una planetaria era postmetafísica donde lo vigente es la rutina, la información y el ser como valor de cambio.  La  misión  del  filósofo  en  la  era  anética  de la posmodernidad es oponerse al ficcionalismo escéptico de la realidad y de los valores, refundamentando la misma no sólo metafísicamente sino en el sentido mitocrático de la racionalidad suprajudicativa, la cual permite recuperar el diálogo con lo Absoluto, y cuya pérdida es causa primordial del desvarío subjetivizante de la cultura occidental.

BIBLIOGRAFIA
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1 comentario:

  1. El hombre reducido a "razón técnica", que ha dejado de creer en lo divino pero no en lo sagrado luciferino, en un presente pseudo-perpetuo. El hombre separado de los demás pero habitante de un mismo reino de los instintos inducidos.
    Reflexión exahustiva que responde a la gran pregunta de la actualidad: ¿Por qué el hombre ha dejado de creer en si mismo y en los demás sino es en clave de beneficio material a toda costa? ¿Por qué la realidad histórica se ha convertido en meta-relatos? ¿Pueden construirse un presente y un futuro sin fe en la Humanidad?

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