“LA DESFUNDAMENTACIÓN ANETICA DE LA EDUCACIÓN EN LA POSMODERNIDAD”
Gustavo Flores Quelopana
(Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía)
Educar no es informar sino formar, es decir es una tarea eminentemente humanística. Ser educador no es ser portador de un saber sino en primer lugar de una forma de ser. Pero la técnica, la globalización y la posmodernidad son factores externos que afectan la esencia de la educación y del educador mismo.
l.Técnica, Hiperimperialismo y Posmodernidad
No hay duda que la supervivencia y bienestar de grupos humanos cada vez más amplios están condicionados por el desarrollo de los medios técnicos, pero también es cierto que el mundo dominado por la máquina ha sustituido el culto de los valores del espíritu por el culto de los valores instrumentales y utilitarios. Y la otrora exaltación baconiana de la técnica, que fue seguida por el entusiasmo del saintsimonismo y el positivismo, ha cedido su lugar al espiritualismo profetizante de la decadencia de Occidente.
Y sin embargo, ha proseguido el cambio del rol estratégico de la ciencia y la técnica junto a la prioridad de sus funciones que desempeñan en el proceso de desarrollo económico y social de los países industrialmente avanzados como de los países retrasados. Esto significa que, mientras en el siglo diecinueve la ciencia y la técnica seguían los pasos de la industria y sus necesidades tecnológicas, hoy tienden a controlar la industria y la tecnología al convertirse en la principal fuerza productiva, en una forma de inversión y en una fuente de bienes cognoscitivos valorables económicamente.
Pero esto no quiere decir que, la simple introducción de una tecnología cada vez más compleja y refinada constituya y determine el contexto institucional cultural condicionado, sino que lo hace en conjunto con la nueva estructura productiva. En este sentido, la actual tercera revolución industrial, basada en la robótica, informática, nano y biotecnología, no ocurre sino con la nueva estructura organizativa y productiva de la empresa capitalista de dimensiones globales. Además, a las fases de mecanización industrial y racionalización productiva, que producen una progresiva alineación y pérdida de contenido profesional del trabajo, le sucede la fase de automación, que sustituye la fuerza de trabajo humano y aumenta la necesidad de especialistas y gerentes. Estos constituyen el ejército de expertos, víctimas a su vez de los medios cibernéticos, responsables de la dirección de las empresas que se convierten en una aplicación tecnológica de la ciencia. Pero dado que el proceso de investigación científico-técnica se vuelve en instrumento de refuerzo de la hegemonía económica, entonces está ligado a la lógica imperialista de control del mundo. Se trata, así, de una nueva relación entre Estado y Economía, donde el primero financia un progreso tecnológico más intenso y garantiza un mercado de grandes dimensiones a los productos técnicamente avanzados. Y el segundo, lidera una nueva forma de soberanía posestatal a través de la expansión global de las grandes empresas multinacionales.
La inevitable sujeción de la ciencia y la técnica a una política de poder hace insostenible cualquier tesis sobre la neutralidad de la tecnología como fuerza innovadora. En la actual fase Hiperimperialista, de la dictadura amoral y psicopática del mercado megacorporativo, la organización y uso de la ciencia y de la técnica no son un simple ejercicio abstracto de la genialidad humana, sino fuerzas productivas innovadoras de un proceso institucionalmente determinado y vaciado de cualquier contenido ético. Y este proceso es el acontecimiento sociológico más importante de la posmodernidad. El hombre posmoderno aparece y se desarrolla en plena evolución de lo que llamo Hiperimperialismo, fase cualitativamente superior respecto del imperialismo. Esto condiciona el hecho de que el hombre posmoderno sea un tecnólatra-cientista. Esto designa aquí una actitud humana que en vez de exaltar a la razón y a la ciencia –que es lo que caracteriza a la modernidad- lo que hace es sentir el bienestar material proporcionado por los avances de la tecnología, en una explosión hedonística de complacencia por la comodidad y goce material. Vive, pues, de puro usufructuo. Si existe algún compromiso, es con su puntual especialización profesional pero desvinculado del todo social.
La reivindicación de la libertad y espontaneidad, capilarmente extendida desde los adolescentes que experimentan con el sexo sin preocupaciones anticonceptivas, o los jóvenes gerentes llamados yuppies, fríos maniqueos y pragmáticos, hasta los magnates y dueños de las monstruosas megacorporaciones, que nadan desde sus campanas de cristal en poder, éxito, sexo y dinero, reivindican la libertad sin los límites morales que impone la razón práctica, y este esquema se convierte en el nuevo credo disolvente de la espontaneidad humana. El hombre de la era posmoderna necesita, en consecuencia, del pensamiento débil –cuya adquisición no requiere gran esfuerzo a diferencia de la razón- para hacer frente con el talante de la indiferencia a las miserias de la propia sociedad hiperimperialista, la cual necesita también de la lógica amoral del hombre posmoderno para imponer su desarrollo sin límites. Pues éste no es el hombre camuseano que renuncia a la trascendencia pero conserva la moral, porque Trascendencia y moral van juntos al tacho colero de los metarrelatos. La falta de compromiso moral y social del hombre posmoderno es lo más conveniente a una totalidad social institucionalmente instalada en el proceso de desvinculación de la Libertad con la Justicia. Entonces, ¿qué puede haber ocurrido para que el progreso material de la civilización técnica haya podido colmar las aspiraciones del hombre posmoderno? El hombre de la modernidad todavía conservaba los ideales de Verdad, Justicia y Razón; pero el hombre anético de la posmodernidad tiene todo ello por metarrelatos.
En el ideal aristotélico la técnica, al descargar al hombre de las necesidades que lo acucian, hace posible el saber y el razonamiento. Pero la técnica como fuerza innovadora no es neutral. Está sujeta a una política de poder, la cual ha convertido al saber en un medio estratégico del desarrollo de las fuerzas productivas. Ha terminado subyugando al saber mismo a su imperio aplicativo y pragmático. De este modo, en un mundo donde el saber debe responder a las manipulaciones de una política del poder, las posibilidades de la auténtica sabiduría se van enturbiando y entorpeciendo por intereses subalternos. En consecuencia, el ámbito del saber al perder su otrora nobleza se va degradando y va siendo roída por el acendrado sentido utilitario, por la interferencia de manipulaciones económicas y políticas, por la lógica de bienes valorables económicamente. Esta orientación inmanente hacia lo útil y el dominio, en desmedro hacia lo desinteresado y contemplativo, se relaciona con una concepción práctica del saber y un predominio crematístico de la vida, que tiene nervaduras acendradas con un contexto espiritual donde el ideal –ahora tomado por sombrío y tedioso- ya no es el hombre sabio, juicioso y prudente, sino el hombre de experiencia para el dominio del mundo primero, y luego, de experiencia hedonística y permisiva después.
El seudo sabio posmoderno cree disfrutar de la auténtica libertad, desligando su acción de la bondad, la solidaridad y el conocimiento. De resultas, se obtiene una humanidad despersonalizada sin relación armónica con su propio yo y el de los demás. El sujeto posmoderno está reducido a un individualismo atomista. Se concibe sumergido en la naturaleza, se manifiesta en un movimiento de pura exteriorización sin recogimiento alguno. Expone una libertad supuestamente incondicionada y sin compromiso, que en realidad hace infecunda su acción y lo reduce a la condición de cosa .La persona no es solamente un centro de actuaciones racionales, sino especialmente un haz de voliciones orientadas en la ley moral. Por ello, su estructura no es sólo de autorrelación sino también de heterorrelación. Scheler y Heidegger insistieron en definir a la Persona como relación con el mundo . Y esta relación presenta a la persona como individuo de carácter espiritual, concebido como agente moral, sujeto de derechos civiles y políticos, y miembro de un grupo social.
Pero sobretodo, el hombre es persona por un motivo fundamental: su trascendencia. La Persona no se rige, como el individuo por los límites de su propia subjetividad; por el contrario, su trascendencia puede referirse a varias instancias –a Dios, a los valores, a lo Absoluto-. Pero esta referencia es una oscilación permanente entre el simple individualidad psicofísica y la pura espiritualidad, y por ello la persona es algo que está siempre haciéndose. En cambio, el hombre posmoderno no oscila, pues se queda como una cuasicosa en la simple individualidad psicofísica. Ajeno a toda espiritualidad fuerte es incapaz de descubrir la dimensión de su trascendencia. De esta forma, no desea trascender hacia los valores, Dios o lo Absoluto. Por ello, es por excelencia el hombre sin Absoluto.
Sin la dirección del espíritu el hombre posmoderno se despersonaliza en un ímpetu demoníaco que orilla a la humanidad en la demencia. La barbarie posmoderna de hoy sostiene que el propósito del hombre no es trascender espiritualmente hacia valores absolutos, sino vivir en función del placer, el éxito material y el dinero. Este hombre hueco, vacío, sin referencias universales desconoce un orden objetivo de realidades y valores. Es compatible con el imperante Hiperimperialismo, que quiere gobernar el mundo bajo el unívoco criterio del mercado destruyendo los valores morales. Todo vale en un anarquismo interpretativo o hermenéutico. Sólo cuenta el metarrelato. A propósito Camus proclamó el absurdo, pero n el fondo buscó vencerlo por un esfuerzo moral. En cambio en la posmodernidad, el hombre anético se aferra a los metarrelatos como absurdos y engañosos cuentos consoladores de la humanidad que justifican su existencia. Es decir, aquí no hay esfuerzo moral alguno por superar el absurdo, sino al contrario, la aceptación pasiva de convivir con éste y sacar el máximo provecho posible a la situación de absurdidad, sobre todo moral. En el contexto posmoderno el Humanismo y la moral son metarrelatos que ya no cuentan. Y así, junto al pensamiento débil se ubica la espiritualidad débil y anémica, propia de una vida drásticamente desacralizada. Lo sagrado es el ámbito de lo divino y lo diabólico. En la sociedad posmoderna el hombre expresa su irreligiosidad rechazando lo divino pero aceptando lo demoníaco. De ahí, que no llame la atención la proliferación por el mundo de las sectas satánicas. Encuentra gran atractivo por los misterios y el ocultismo, pero las organizaciones esotéricas, como lo estudia Mircea Eliade, son de una deplorable pobreza espiritual, que en vez de espiritualizar acelera su destrucción. Esta forma de recuperar lo religioso es incapaz de proporcionar al hombre una espiritualidad fuerte, de autocontrol, autodisciplina y motivación interna.
Esto es, la técnica al servicio de una política de poder terminó despersonalizando al hombre en la era posmoderna, porque en vez de estar en función de la autorrealización de la persona humana se consagró febrilmente a la conquista del poder, el éxito, el bienestar material y el dinero. Estos terminaron ensombreciendo en su alma los valores absolutos en la era posmoderna. Su coincidencia diacrónica con la globalización del Hiperimperialismo no es por ello casual, sino esencial, especialmente por servir de basamento socioeconómico de un comportamiento anético de los hombres. Estos al conducirse como mónadas sin ventanas morales nos hacen retrotraer su resentimiento metafísico a motivaciones trágicas ocultas, como enseñó Kierkegaard, que probablemente tengan que ver en la sociedad actual con el desmañado papel de la mujer en su rol de madre y formadora de la empatía y de la intersubjetividad humana.
2.El hombre sin Absoluto
¿Pero qué es la posmodernidad considerada humanamente? No es una actitud eminentemente intelectual dirigida a las minorías, sino que es un postura primordialmente vital, que manifiesta una decidida tendencia a lo cismundano, privilegiando una visión del mundo presentista, en donde todo está en acto, como la vida participada por el Motor inmóvil aristotélico a la fysis que mueve. Más, el hombre posmoderno sin esperanzas en poder entrar en la vida perfecta transmundana cree hacerla en la cismundana. Contentándose con vivir la suya sin perturbadoras ideas metafísicas. La idea del alma está muy de sobra en este esquema mental posmoderno. Y tenía que ser así, por cuanto tener alma es tener memoria y en consecuencia historia; pero la historia es tiempo y el posmoderno en tanto que suprime la nostalgia y la esperanza también lo hace con el pasado y el futuro.
Ilusionándose con un presentismo fatuo de confort, al Tiempo no lo padece como el oriental, no lo piensa como en la Antigüedad, no lo diferencia como en la Edad Media, no lo calcula como en la Modernidad; sino que lo disfruta sin responsabilidad ni preocupación ni conciencia. La experiencia del tiempo para el hombre posmoderno está desprovista de utopías, de milenarismos, de escatologías; reduciéndose tan sólo a la experiencia anética de un presentismo de máximo goce y utilidad. En todas las épocas históricas ha habido tipos humanos así, desde Herodes, los Borgia, hasta los actuales megarricos, que sin espasmo alguno pueden señalar, como efectivamente lo hacen, rumbos económicos y manejos fiduciarios que provocan hambre, pobreza, enfermedades y muerte a escala planetaria. La diferencia es que hoy este tipo humano ocupa la hegemonía social sin freno alguno. El hombre posmoderno es la inversión de las fuentes en que nace Occidente: la actitud religiosa del hombre oriental(cristianismo) y la actitud racionalista del hombre griego. Sin Amor ni Conocimiento y tan sólo con voluntad egocéntrica, se inicia el imperio del hombre anético, símbolo de la desfundamentación del pensamiento, la voluntad y la acción , y de los valores absolutos. Y esta resistencia a los fundamentos es más pasiva que activa, como cuando el hombre se deja llevar por las inercias de su voluntad y de su libertad.
Nada más natural en el tránsito de la cultura cristiana moribunda a la cultura técnica avasallante a nivel global. La posmodernidad, en este sentido, representa el avance arrollador de la cultura de la increencia; increencia que esta vez no sólo abarca las cuestiones sacras sino incluso se extiende al mundo secular mismo. Por eso, no sólo afecta el meollo religioso de la cultura occidental (el cristianismo), sino incluso su acervo científico que nos viene del racionalismo griego. Esto podría hacernos pensar que también la ciencia junto al cristianismo están en peligro, pero no es así, por cuanto la ciencia es la fuente de donde brotan los prodigios tecnológicos que tanto fascinan al hombre posmoderno.
En este sentido, el grito de combate de los posmodernos podría ser: ¡Abajo los Absolutos!. Para eso justamente sirve la hermenéutica. Pues el posmoderno ha dejado ya de creer, incluso en la divinidad del hombre. Lo cual es muy distinto a continuar con el proceso, muy de la condición humana, de autodeificación. Efectivamente, puede parecer a primera vista contradictorio que alguien que no crea persiga autodeificarse, como el caso de los ateos. Pero la realidad supera siempre la lógica y nos demuestra que el hombre posmoderno, que no cree por convicción sino por desinterés e indiferencia, es la expresión más perfecta de autodeificación. Pues quien se siente en un presentismo e inmediatismo autosatisfecho, simula la placidez omnipotente de la divinidad. Sintiéndose diocesillo es la mejor manera de dejar de sentir nostalgia por lo divino. El hombre posmoderno, en consecuencia, realiza este prodigio cultural y engañoso de la culminación autodeificante. No admitiendo sino lo relativo y contingente le es fácil prescindir de alguna condición ontológica infinita y autosuficiente.
Fuera de sí mismo no hay sino un pavoroso vacío. Por tanto, el mundo de la diversión, el goce y el éxtasis es el principio y el final de una galopante sabiduría del cuerpo. Terapias, ejercicios, masajes, dietas y vitaminas son el verdadero abecedario y evangelio de la resurrección de la carne y de la muerte del espíritu. Se desemboca así en una cultura narcisísta, en donde lo más importante es cuidar la salud, prolongar la vida contingente, conservarse joven y cazar a como dé lugar mejores ingresos.
Sin capacidad para establecer lo incondicionado, absoluto y perenne, los posmodernos proclaman las miserias de la razón para entronizar en su lugar la tiranía de la sensibilidad y de la subjetividad humana. Lo paradójico del caso es que esta tiranía de la subjetividad va de la mano con una abolición ética y ontológica del sujeto. El sujeto posmoderno no es el sujeto de la modernidad, el portador de la iluminación racional, sino, todo lo contrario, de la oscuridad del pensamiento para penetrar verdaderamente en las esferas de la realidad. Pues en definitiva para el pensamiento posmoderno son los intereses de la voluntad interpretativa del hombre lo que va a determinar la deslegitimación del saber humano. Esta subjetividad débil de lo humano es lo único queda en las manos posmodernas. Y es precisamente ésta la que da sustento a su nihilismo integral, es decir, metafísico, gnoseológico y ético. Por ello, el hombre posmoderno es también un sujeto anético, escéptico e inmanentista. Y todo esto está implícito cuando se le concibe como el hombre sin absoluto.
El hombre posmoderno se queda, así, en la caverna de su propia subjetividad débil, sin advertir que no puede cumplir con la fascinadora promesa de acabar con la realidad, la verdad y lo absoluto. Lo único que logra en su solipsismo vital es que desaparezca el Amor: como potencia divina y como anhelo humano. Sin amor en el corazón, al hombre posmoderno le es fácil desterrar también la nostalgia y la esperanza. Habiendo desarraigado de su alma el sentido de lo divino, deja de experimentarse como criatura, como Hijo del Padre, haciendo innecesario recuperar la esperanza por un Paraíso Perdido. Y al dejar de preocuparse en ser igual a los dioses, no se desgañita ni desvela por la nostalgia de la Edad de Oro. En su lugar, podría pensarse que deposita su confianza en las maravillas de la revolución tecnológica, que le traen bienestar y comodidad. Y es así. Confianza en vez de esperanza y nostalgia es lo que encierra su solipsismo vital. Una confianza distinta a la sentida en la época moderna moderna, pues ésta no estaba carente de voluntad de emancipación política ni del sentido del progreso; por ello se trata ahora de una confianza en lo inmediatamente útil, aplicativo y rendidor.
3.La misión del filósofo en la era posmoderna
No es raro, de este modo, que el hombre posmoderno con su proverbial indiferencia crea haber llegado a esa vida perfecta de la naturaleza. Se ilusiona con vivir enteramente en una vida donde su refrán favorito es: “Sólo se vive una vez”.
La razón técnica, que reduce la realidad a lo manipulable, aplicativo y eficaz, ha producido una distorsión existencial que afecta el núcleo de la personalidad humana. Lo anestesió ante cualquier conflicto entre principios morales distintos, el relativismo desempeña aquí una importante función. El libre ejercicio de las facultades espirituales superiores de la inteligencia y la voluntad han perdido la dinámica consciente. Su libertad débil y ligth no siente el arrastre de ningún principio moral, lo único que le impulsa es su interés particular. Y el hombre que actúa así para satisfacer un impulso fariseo no es capaz de solucionar ni dar vuelco a ninguna crisis moral. Y ello es debido a que la inserción del imperativo moral en su vida se ve obstaculizado por un horizonte nihilista que desvaloriza cualquier absoluto.
Una existencia finita sin exigencias espirituales de moralidad, conocimiento y realidad –porque su nihilismo es integral- no está en capacidad de ofrecer un ethos, un pathos ni una physis, a no ser de modo unilateral y restringido. Lo que hace inferir implícitamente que la voluntad interviene siempre, pero en la posmodernidad la libertad del hombre está debilitada por el rechazo de los valores superiores y absolutos. Sólo la pulsión inconsciente del instinto lo empuja hacia la satisfacción de sus necesidades biológicas (saciedad, descanso, abrigo y desahogo) y psico-sociales (seguridad, comunicación, posesión, pertenencia), pero la ausencia de un sentido superior del mundo, la vida y la existencia va en desmedro del reconocimiento de sus necesidades espirituales (autodominio, educación, justicia y trascendencia). Sobretodo la necesidad de trascendencia es la más afectada en un clima intelectual en el que reina el agnosticismo, la indiferencia religiosa y el culto al éxito material. Esta clasificación de las necesidades humanas pertenece a mi amigo el embajador Antonio Belaunde Moreyra (De lo ávido y lo grávido, inédito), y creo que se presta bastante bien para ilustrar la vacuidad espiritual del hombre posmoderno.
La posmodernidad inaugura un nominalismo vital, en la que se considera que nosotros lejos de descubrir el sentido de nuestra existencia, la inventamos, es una fábula y un sueño calderoniano más. Y esto es posible vitalmente precisamente porque el nivel espiritual de la existencia humana ha sido suprimida y violentada. Pero resulta que esta liberación respecto de los valores absolutos y de los imperativos morales sume al hombre en una vida homeostática, sin tensiones, sin dolor, ni sufrimiento.Lejos de cualquier autarquía cirenaica –del dominio de sí mismo- y de cualquier ataraxia –quietud absoluta del alma-, el hombre posmoderno proclama que la felicidad es el placer corporal, sensual, sibarita, muelle y en frenesí, una vida-disco de descanso y relajamiento.
Pero esto lejos de ser una reivindicación legítima y creativa del derecho al ocio, resulta siendo una entrega pasiva y disolvente a vicios destructivos de la personalidad humana. Desconoce, así, que lo que el hombre realmente necesita no es vivir sin tensiones, sino esforzarse y luchar por ideales, que den significación a su vida, y no sólo por metas contingentes. Pero en realidad, ni siquiera requiere eliminar esa tensión debido a que el ambiente cultural ha suprimido el sentir la llamada de un sentido superior. Esa tensión inherente al ser humano es indispensable para la salud espiritual de la civilización occidental, la cual se sigue hundiendo en el sopor de una vida sin significación. En este proceso desempeña un lugar preponderante el influjo arrollador de la razón técnica, con sus valores maquinales de eficacia, automatización y productividad, lo cual no constituye una alusión tecnofóbica sino un señalamiento del debilitamiento del acervo humanístico de la cultura.
La misión del filósofo en un presente desvaído, sin realidades fundantes y sin proyecto, es comprender la situación del hombre de la posmodernidad para reencontrar el sentido de su actividad, contrarrestar la tendencia autodestructiva del individuo y la sociedad, aprender de nuevo a pensar los primeros principios del mundo, restituir al sujeto sintiente y pensante, reestablecer la preeminencia de la verdad y la historia, enseñar a situarse en el momento actual para desenmascarar las posturas formalistas y sofísticas que prescinden del hombre y de la justicia, radiografiar la era en conflicto en escandalosa inmoralidad y pérdida de la visión de Dios, para devolver a la cultura su esencial rol de humanización.
¿Podrá un filosofar fundativo ser un dique de contención a la racionalización creciente que deshumaniza la vida? Frente a esta especie de locura cultural y moral propia de una personalidad colectiva esquizoide y psicopática que la hace insensible a los más palpables valores humanos, negando la solidaridad humana de base y que propugna solamente un comercium pero no un convivium, ¿será posible morigerar el sentido logocrático de Occidente? No lo sabemos. Pero s mejor optar por la rebelión de la filosofía que vivir sus exequias posmodernas. Este saber superior a toda ciencia particular vive un momento crítico, dramático, casi pos-filosófico. Pues, cada vez es más imperioso filosofar la filosofía, como modo de reencontrar su sentido, salvarla de un naufragio cultural y justificarla como una condición indesarraigable del hombre radical.
Basta analizar el mundo para recrearlo. Esta es, según la modernidad, la misión del hombre –o de algunos hombres-, se trata de vivir una vida teórica en función de la acción, desdeñoso de cuanto no fuese aplicado –a diferencia del platónico que se proponía crear desde la contemplación- . Pues bien, para el posmoderno tanto la acción como la contemplación son invalidados, exigen mucho esfuerzo para el temple moral del hombre anético, en su lugar se decide por el disfrute. Vivir una existencia sin teoría y sin ilusiones de cambiar la sociedad o mi propia interioridad equivale a sostener que mi ser no se agota en mi pensar ni en mi actuar, soy antes que nada mi libertad. Esto nos podría retrotraer a Max Stirner, el hegeliano de izquierda que elaboró un individualismo extremado que encontró en el Yo, en cuanto único, el fundamento de toda relación. Pero el Unico de Stirner es resistencia frente a toda exterioridad y voluntad irreductible de autoafirmación del yo. Mientras que, para el posmoderno la imagen que el yo se hace de sí mismo es ficcional, y por lo tanto mi libertad es en realidad imagen de nosotros mismos que los otros nos trasmiten.
De esta manera, mi libertad no encuentra en el Yo una interioridad sustancial sino una fantasmagoría social. Sin sentido sustancial de la conciencia, de la vida, del hombre y de la historia la posmodernidad se recuesta plácidamente en el lecho del placentero disfrute. Y lo que aparece como concentración de todos los esfuerzos en la superación personal no es sino vivida como otro sueño más. La misión del filósofo en la era anética de la posmodernidad es oponerse al ficcionalismo escéptico de la realidad y de los valores refundamentando la mismo no sólo metafísicamente sino abriendo hacia el diálogo con lo Absoluto, como causa primordial del desvarío subjetivizante de la cultura occidental.
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