LA TRANSFORMACIÓN DE LA SUBJETIVIDAD MODERNA EN EL PERÚ
Un comentario a la obra de Octavio Obando Morán
Por: Gustavo Flores Quelopana
INTROITO
Decía Dilthey que cada época tiene su afinidad interna.
Así, cuando los incas conquistaban un nuevo territorio imponían su sistema
administrativo y el culto de adoración al Sol, lo que implicaba el apego al
Inca y todo lo cual acarreaba la transformación, o al menos el intento de hacerlo,
de la subjetividad. Cuando los españoles conquistan el Tahuantinsuyo aplican el
sistema colonial y empieza la evangelización, es decir acaece otra metamorfosis
de la subjetividad, aunque esta vez más profunda y traumática. Cuando el Perú adviene a su vida
independiente y republicana, conservadores y liberales en el siglo XIX se
disputaban la hegemonía de la conciencia de los ciudadanos, y en el siglo XX un
tercer sector llamado “reformista” se sumó a matizar nuestra polarizada
subjetividad de las derechas y las izquierdas. No se piense por esto que en el
Perú le damos palo a la subjetividad como se le da de golpes a la piñata. Se
dice, a propósito, que los peruanos somos aguantadores al golpe hasta la
remaceta, pero todo tiene su límite y cuando estamos con la luna o se nos mete
el indio hay que echarse a correr. Lo sucedido en Ilave y Bagua son algunos
botones de muestra. Pero la cosa no es para alarmarse, porque así como cada día
trae sus propios afanes, de manera similar cada época procura su propio modo de
pensar y comportase, aunque no siempre sea la mejor.
En esta línea, el profesor Obando Morán, heredero de este
debate, se ha propuesto la transformación de la subjetividad moderna en el Perú,
con lo cual estamos de acuerdo. Y este objetivo resulta justificado y loable ante
el hervidero de nihilismo, relativismo, hedonismo y laicismo que asola la
normatividad de la conciencia actual. No obstante, él lo propone ante otros
problemas que considera más graves, entre ellos el estar sujetos a la creencia
en Dios y a la metafísica teológica, lo que a su entender impide el pensamiento
creador. Como se ve la trama es de altos quilates, lo controvertible radica en
el detalle con el que se zurcen las ideas centrales: la acerba crítica al
tomismo tridentino y su papel en el derrotero infecundo nacional. De la entraña
de este hervor está fundida su pluma y las sardónicas páginas que la acompañan.
Deseoso de quebrar las amarras del pensamiento teológico, y ansioso de respirar
aires más revolucionarios refuerza su argumentación proclamando la necesidad de
formar una conciencia atea y materialista. La cuenta final es que la conciencia
creyente queda zaherida y ensartada en venablos que pretenden demolerla a
plumazo limpio. Lima y el Perú gazmoño quedan así resarcidos de su interminable
discurrir clerical, orlando una nueva historia con una diadema de ateísmo que
endurece nuestro blando ánimo nacional.
Personalmente considero al profesor Octavio Obando,
nosotros lo llamábamos Johnny, un catedrático talentoso, esforzado, estudioso,
serio, algo orgulloso, de ideas interesantes, pero con un estilo de escritura
algo pesado y una expresión engorrosa. En él no hay los rebuscamientos de
Sobrevilla, ni le fiebre cientista de Baltodano, ni la seca terquedad
terminológica de Banda, ni el deliquio mental de Guillemot. Obando se deja
arrastrar por la pasión ideológica, el espíritu anticolonial y cierta blanda
mirada del pasado precolombino. Nada adicto a la Iglesia y sincero devoto de la
revolución proletaria. Con ojos huraños arruga el entrecejo para, desde su
cómodo cubilete, poner su filuda atención y mordaz pluma en contra del tomismo
tridentino, queriendo probar corrosivamente su responsabilidad en el bochinche
de nuestros malos hábitos imitativos. Recorre su pensamiento, a despecho de su
gramscianismo, el tufillo del tropicalismo comunista renuente a la democracia
representativa.
Tenía la mirada torva hasta que se le compuso tras casarse
en Brasil, país en el que desposó un doctorado y algo más. La cosa es que vino
más contento de allá, retornó por un tiempo a enseñar en su Alma Mater, pero
con las mismas se fue con la cara adusta, la jeta salida y el entrecejo
fruncido por lo encontrado en la filosofía peruana y especialmente sanmarquina.
Todavía recuerdo nuestras conversaciones en el patio de letras sanmarquinas
cuando en tono de lamentación decía: “ahora
no se hace filosofía sino arqueología filosófica”. Y no le faltaba razón,
pues, por aquellos años 80, la mayor parte de profesores hacía exégesis de
Marx, Lenin, Kant, Heidegger, Wittgenstein, Platón, presocráticos, etc., etc. y
los profesores de nombradía se habían apartado de un clima hiperideologizado. A
propósito él acaba de presentar una ladrillezca exégesis sobre Mariátegui (J. C. Mariátegui: La Revolución Socialista
en el Perú, URP, Lima 2009). Guardando las distancias, eso me recuerda lo
superlativo que éramos en tiempos de nuestros abuelos, aquellos hidalgos
personajes con capacidad de indignación y sangre en el rostro. Si nos robaban
la billetera decían: ¡Que renuncie el ministro del interior!; si nos
atropellaban, ¡que dimita el ministro de transportes!; si los libros no llegaban,
¡que resigne el ministro de cultura!; si e veían fantasmas, ¡que decline el
arzobispo! Ahora, en cambio, se puede caer el techo en nuestras narices y de
nadie es la culpa, que siga la zarabanda juglaresca, todo normal nomás, que
siga el rector y su caterva de secuaces. Por eso creo, que las quejas de mi
amigo sobre la abundancia de intérpretes y falta de pensadores estaban
justificadas, y aireaban el letargo del conformismo universitario.
A propósito yo diría que hay tres tipos de pensadores. Los
primeros que saben detectar un problema y penetran con palabras agudas, dando
con soluciones sencillas. Los segundos que revelan el problema pero se quedan
en palabras superficiales y soluciones enrevesadas. Y los terceros que ni
siquiera pudiendo ver el problema se enredan en sus palabras y no hallan
solución alguna. Los primeros son los genios, los segundos son los hombres de
talento y los terceros son los confusionistas. El “escritor de raza”, que suele
darse en el primer y segundo caso, escribe por necesidad interna; el “escritor
de oficio” que se da en el segundo y tercer caso, compone libros como escalones para subir. En
nuestro caso, Obando ha sabido detectar el problema (el paradigma
intelectualista), ha dicho cosas interesantes y justas (nuestra filosofía debe
dejar de ser imitativa y emprender la senda creadora), pero ha asumido
conclusiones, y tiene todo el derecho de hacerlo, erróneas (impulsar un
ontologismo materialista-ateo que llevará a un filosofar auténtico). A
diferencia de Banda y Baltodano, Obando no es un escéptico metafísicamente
hablado, sino un dialéctico materialista, él no duda de lo “en sí”, sólo que lo
“en sí”, que no es divino, es alcanzable por el conocimiento y dominado a
través de las leyes de la ciencia. Si con Baltodano lo aproxima su rechazo de
lo Absoluto y de la metafísica teológica, incluso el ateísmo, sin embargo lo
distancia su epistemología nominalista-subjetivista. Algo no muy diferente
sucede respecto a Banda. Pues bien, Obando suscribiría el rechazo de hablar de
Dios pero repudiaría su sustitución de lo ontológico por lo lógico, como sucede
en Banda y Baltodano, y cualquier otra variedad epistemológica subjetivista, a
las que sin duda llamaría “berkeleyadas” descarriadas. Todavía en Obando persisten
fuertes los presupuestos de la metafísica realista, pero con la restricción
empírica del materialismo dialéctico. En este sentido su postura es bastante
más modernista que sus otros dos colegas, pues el aporte más característico de
la filosofía moderna no fue el racionalismo sino el empirismo.
I
El profesor J. O. Obando Morán, en su libro El ocaso de una impostura o el fracaso del
paradigma intelectualista en el Perú (Lima, 2003), como el más rudo de los
soldados de Gramsci, considera que la filosofía en el Perú, desde la Colonia
hasta la República, consiste casi en su totalidad en especulaciones
intelectualistas que justificaron un tipo de poder político y un modelo de
subjetividad semifeudal. El texto está dedicado sin vena adulatoria a los
profesores Rivara de Tuesta y a Sobrevilla, pero que deja ver los reflejos de
un trasnochado volterianismo histórico-inmanentista. Según su explicación,
sería la filosofía colonial, basada en el tomismo tridentino, la que impulsó el
paradigma intelectualista, el cual encontrará una excepcional interrupción en
Augusto Salazar Bondy. Pero la filosofía de la República persistió en el
encubrimiento del ser, propio del intelectualismo. Entonces, dice el profesor
Obando, nuestra filosofía sólo puede dejar de ser imitativa y emprender la
senda creadora rompiendo con el paradigma intelectualista, lo que implica, a su
parecer, reflexionar a partir del ser nacional. Y este reflexionar tiene su punto
de partida en el llamado ontologismo materialista-ateo, como respuesta legítima
y creadora –según él- desde el ser nacional. Y esta incredulidad en lo
trascendente es lo que él tiene en común con los profesores Víctor Baltodano y
Obdulio Banda. Toda esta zarabanda comparte, con su propio matiz, la misma
malquerencia antimetafísica.
En buena cuenta, el materialismo ateo viene a constituirse
en una metafísica contraria la metafísica de las esencias
platónico-aristotélica y a la metafísica teológica del cristianismo. En buen
cristiano, y utilizando sin atoro la jerga enteca y destejida del autor, la
explicitación del horizonte feudal del paradigma intelectualista lleva a
denunciar el tomismo tridentino y modernizar la subjetividad peruana con el
paradigma aplicado revolucionario ateo materialista del socialismo marxista. Y
sentencia, con broche de oropel, afirmando que es la política la que modela la
subjetividad cuando se sistematiza filosóficamente. Esta última prosaica idea marxistoide
la toma de Rivara quien piensa que “la filosofía es una forma de hacer
ideología” (sección 3, pp. 323-372), sobre cuya crítica no voy a insistir aquí
porque ya lo he analizado extensamente en otro lugar (Véase mi Miseria del Cientificismo) y me gané su
animadversión de por vida. Lo interesante es notar que aquí son legión los
adictos a la clerofobia, ante quienes no hay que abandonar el buen humor.
II
Su libro está dividido en tres grandes secciones, los
cuales no llevan título. En la primera sección, desempeña el papel estelar una
detallada exposición del tomismo tridentino o de la evangelización, para
diferenciarla del tomismo de Tomás de Aquino, y que acentuó la verticalidad de
lo sobrenatural en lo natural. Esto condujo, según el profesor Obando, hacia la
negación del alma intelectiva, de la voluntad y del libre albedrío del indio,
los cuales fueron vistos como subhumanos. En contraste menciona al jesuita José
de Acosta, como aquel que partía admitiendo la inteligencia de los naturales,
la necesidad de comprender sus costumbres y emplear la persuasión y no la
fuerza con ellos. Sobre la valiente defensa de los indios por parte del fraile
dominico Bartolomé de las Casas el profesor Obando guarda un silencio sepulcral
y creo que es porque resulta una prueba fáctica en contra de su argumento sobre
la acentuación de lo sobrenatural sobre lo natural. En el cristianismo católico
no hay tal separación porque se concibe a Dios como cercano y no inalcanzable.
En la segunda sección aborda la temática de la filosofía
andina y nuevamente del tomismo hispano, estudia la obra del alemán J.
Estermann, con el cual comparte la idea de que sí existió una filosofía andina
pero indica, repitiendo acríticamente a la profesora Rivara de Tuesta (Tres ensayos sobre la filosofía en el Perú,
p. 98), que la filosofía andina debe ser llamada “pensamiento y no filosofía”
(p. 339). Entonces ¿qué sentido tiene que admita que existió una “filosofía
andina” si prefiere llamarlo simplemente “pensamiento”? Esta inexplicable
inconsecuencia crítica creo que responde más a razones emotivas que racionales.
De lo contrario se habría justificado el punto. Yo me temo que Obando por seguir a Rivara
olvida la teoría aristotélica de la “definición”, pues la expresión
“pensamiento” resulta demasiado genérica, por no decir vaga. Ella contiene “el
género próximo”, pero no la “diferencia específica”, como podría serlo por
ejemplo la noción de “mito”. La vaguedad de la expresión “pensamiento” como lo
quiere Rivara, carece pues del complemento aristotélico al “género próximo”, cual
es la “diferencia específica”. Tal diferencia específica ha quedado
definitivamente explicitada por mí en virtud del doble adjetivo “filosofía mitocrático”
que añado a esa forma ancestral de hacer filosofía, adjetivo que excluye que
ese trate de una indefinida forma de pensamiento. Y sobre la cual Obando guarda
un silencio sepulcral. Es decir, Obando atrapado como está en los
linderos de las confusiones conceptuales de la profesora Rivara de Tuesta, considera
que los indios no fueron subhumanos porque aunque no tuvieron “filosofía” al
menos tuvieron “pensamiento”. Esto es un cumplido de mal gusto para el indio, y
tan ambiguo si consideramos que hasta nuestras mascotas piensan, pero en fin dejémoslas
a éstas tranquilas. Lo que no hace con Rivara lo hace con Estermann y así
Obando le reprocha no reconocer al marxismo las virtualidades interpretativas
sobre el filosofar andino; las cuales, sea dicho de paso, él tampoco señala y
deja en el mismísimo limbo al lector a qué se refiere. A propósito, el profesor
Obando nada dice sobre los intentos de Juvenal Pacheco Farfán para comprender
la filosofía inka desde la perspectiva ideológica marxista, salvo que su
interpretación es dogmática, pero no indica en qué lo es (La filosofía inca y su proyección al futuro, Cusco 1994).
En lo referente al tomismo tridentino, Obando sostiene,
sorprendentemente, que en la práctica eliminó la Gracia, lo cual le facilitó
asumir un voluntarismo verdaderamente criminal durante la evangelización. Esto
es confundir política y religión. El comportamiento de la Conquista fue a todas
luces censurable, lo cual es retratado descarnadamente por el valeroso Padre de
las Casas, las crónicas de Guamán Poma, quien
acariciaba la esperanza de que lo nombrasen protector de los indios, y
Hernando de Santillán, éste último fue visto como heresiarca antiespañolista
por denunciar la crueldad de los españoles, por lo cual discrepa rotundamente
de las informaciones del virrey Toledo y de los licenciados Ondegardo y
Matienzo; pero el juicio sumario de Obando hace perder de vista la innegable
diferencia que existe entre Conquista y Evangelización en el Perú, cuyos
excelsos frutos los hallamos en el innovador Santo Toribio de Mogrovejo, el
catequista Francisco Solano, el iluminado fray Juan de Alloza, el elocuente fray
Alonso de Messía, el contemplativo Francisco del Castillo, la mística Santa
Rosa de Lima, el taumatúrgico San Martín de Porres –sobre el que escribió tan
bien en 1837 nuestro místico poeta mulato y médico Juan Manuel Valdéz una
biografía con ocasión de haber llegado a Lima la bula pontificia que declaraba
beato a Fray Martín- y el milagroso San Juan Masías. En este punto, Obando
procede a hacer una injustificable identificación entre Conquista y
Evangelización, lo que de por sí es ya un error.
Y un error doble porque lleva, en contrapartida, a
reforzar la equivocada idea del embustero y simpático Mancio Sierra sobre la
existencia de un imperio incaico sin pobres ni menesterosos, pero esta versión
afortunadamente fue refutada por Raúl Porras Barrenechea al demostrar que había
pobres y ricos, hambrientos y dadivosos, así “guacchay” es “pobre varón o
mujer”, “yarecasca” es “hambriento”, “micuymanta guañusca” es “muerto de
hambre” y “uscanigui” es “pedir limosna”. Esta imagen idílica, mujeril y plañidera
del imperio incaico sólo sobrevive en la ingenuidad histórica de los
ultranacionalistas de última hora. Aunque también es verdad que esta visión se
fortalece con el Inca Garcilaso, interesado como estuvo en hacer de los
dominadores españoles amos dulces como sus parientes incas. En cambio, la Historia Índica de Sarmiento de Gamboa
es la versión masculina del imperio incaico, que en vez de verlos como los
conquistadores de casi toda América sin romper un plato, los vio como
imperialistas sin compasión, caridad ni miedo. Pero además, Obando tiene una
imagen tan negativa de la Colonia que induce al lector a un nuevo error, el
cual es pensar que ésta transcurrió entre rosarios, sermones, rezos, autos de
fe, anatemas, hostias, mojigangas y chismes. Menos mal que los trabajos del
erudito norteamericano Irving Leonard (Los
libros del conquistador, 1953) y el argentino José Torre Revello con la
monumental obra El libro, la imprenta y
el periodismo en la América durante la dominación española (1940) han
demostrado la dinámica vida cultural y desvaneció la leyenda negra del
oscurantismo español que tanto ha perdurado y con el que Obando coquetea sin
fatiga. Mi amigo, el historiador Teodoro Hampe Martínez, también ha contribuido
en este sentido con su libro Bibliotecas
privadas en el mundo colonial (1996). Las exageraciones en que incurre
contra la Colonia me hacen, más bien, recordar a la triste condición del indio
en la República; donde cura, gobernador y juez lo devoran vivo. Y de revelar
esto en gran estilo, se ha encargado sobre todo nuestra literatura con las
novelas de José Torres Lara (La trinidad
del indio, 1885) y Clorinda Matto de Turner (Aves sin Nido, 1889), quienes reciben el impacto de la prédica
social de Manuel González Prada.
Ya antes de todos ellos, nuestra linda parisina y primera
mujer socialista Flora Tristán, en los primeros años del Perú independiente,
había escrito, en sus Peregrinaciones de
una Paria, sorprendida no solamente sobre “lo pequeño del pie de las
mujeres que lucen zapatitos de muñeca” –algo sobre lo cual, también, escribió
asombrado en 1838 el lingüista e historiador suizo Juan Tschudi en su Testimonio del Perú-, sino que quedó
asombrada por “la enorme riqueza del clero”, así porque “el indio prefiere
matarse a ser soldado”. Cuenta don Ricardo Palma que su obra fue quemada por
los años 1837 a 1839 en el mismo proscenio en que en 1790 se entregó a las
llamas el libro satírico de Terralla, Lima
por dentro y por fuera, ambos fueron considerados por la clase alta como
libelos injuriosos. A propósito de la clase alta Flora Tristán dice: “He dicho
después de haberla conocido, que en el Perú la clase alta se halla
profundamente corrompida, que su egoísmo la empuja, con tal de satisfacer su
condición, su amor al poder y otras pasiones, a los intentos más
antisociales…”. Verdad ciertísima, que trágicamente se prolongará en la vida
política del Perú hasta bien entrado el siglo veinte, cuando la oligarquía se
alternaba el poder con el ejército para mantener sus privilegios, lo cual fue
dignamente interrumpido en el 68 con la Revolución nacionalista del General
Velasco Alvarado, y que tristemente se volvió a escuchar tales ladridos
reaccionarios cuando el nuevo comandante general del Ejército, nombrado por el
gobierno aprista de García y señalado por el escándalo de inteligencia de
Wikileads como protector del narcotráfico, amenazó con un golpe militar si
ganaba las elecciones la opción nacionalista de Ollanta.
Con lo dicho tampoco quiero dar entender que la vida en la
Colonia, y la del indio en especial, fue todo color de rosas. Y no lo fue sólo por
negligencia de los gobernantes porque, como bien recuerda Hipólito Unánue, la
orden más importante impartida por el monarca en estos reinos era “la
conservación de los indios” y que en varias cédulas reales dispone a los
virreyes que “en vez de fundar monasterios, templos y beaterios inviertan sus
limosnas en hospitales”. Pero la indolencia era grande y para confirmarlo basta
traer a colación al marino y hombre de ciencia español Antonio de Ulloa que en
colaboración con Jorge Juan, vinieron al Perú en el siglo XVIII designados por
Carlos IV formando parte de una expedición científica, publicó Noticias secretas de América (inédita
hasta 1826, fecha de su edición en Londres)
y con su sólo nombre Noticias americanas
(1772) en donde se describe la tiranía y el sufrimiento indecible que padecen
los indios en los obrajes, y el castigo indescriptible de narrar, junto a la avaricia
de los gobernantes, la vida disoluta del clero, la disputa entre españoles y
criollos, el profundo desprecio al mestizo (negros, zambos, mulatos e indios), a
quienes se les prohibía ejercer comercio, el odio de las castas, la desaforada
admiración carnal por la mestiza, el inmoral amancebamiento de las mujeres y el
total relajamiento moral. Noticias
secretas de América era uno de los peores alegatos contra el gobierno
virreinal, un rudo, candente y amargo informe privado de crudeza espantosa encargado
por Fernando VI sobre la situación de la Colonia, y tuvo que esperarse hasta la
independencia de América para que, en manos extranjeras, fuese posible su
publicación. Si Fernando VI hubiese atendido el áspero Informe de Ulloa y Juan,
quizá habría dado el sesgo constitucionalista sugerido por Baquíjano y Carrillo,
en su memorable Elogio del Virrey
Jáuregui de 1781, monarquía constitucional que también seducía a Hipólito
Unánue, y se hubiese impedido la emancipación americana. Pero la historia tomó
otro rumbo, ya conocido por todos. No está demás decir que los sabios patriotas
plegados en la Sociedad Amantes del País y
en el Mercurio Peruano no eran ni muy
liberales ni muy conservadores, eran más dados a la reforma que a la
revolución.
El iniciador del folclor peruano, el alemán Adolfo
Vienrich, que se radicó desde 1895 en Tarma, también nos recuerda en sus
estudios que redimen al hermano aborigen cómo la autoridad colonial había
establecido la pena de 300 azotes más la irrisoria exhibición del penado a
horcajadas sobre una llama y vestido de camisa roja, contra todo indio que era
sorprendido tocando el tamboril vernáculo llamado “tinya”. Además, la historia
registra que fue el Padre jesuita Pedro
José de Arriaga, por encargo del príncipe de Esquilache, XVI Virrey del Perú,
el más conspicuo destructor de la idolatría entre los naturales, tal como lo
refiere en su obra Extirpación de la
idolatría de indios del Perú. Frente a la figura acometedora de Arriaga
destaca la mesura del buen pastor y juez ordinario del Santo Oficio, Pedro de
Villagómez, dado a compadecer, simpatizar y a no extremar la severidad de las
penas contra los indios que han faltado a la fe. El proceso de extirpación de
idolatrías fue el punto de encuentro entre la Conquista y la Evangelización,
pero sería absurdo reducir ambas a dicho proceso. Sobre el rumbo que tomó la
evangelización entre los quechuas del Cusco ha escrito en abundancia y con
acierto el Padre Manuel Marzal (El
sincretismo Iberoamericano, 1985), en el sentido que el catolicismo
impuesto por los misioneros en las altas culturas americanas acabaron aceptando
la nueva fe pero conservando muchos elementos de sus religiones originales que siguen
siendo un problema teórico para las ciencias sociales y un problema pastoral
para la Iglesia católica.
De manera que la Colonia también le hizo la vida bastante
difícil al indio, pero no tanto como en la República. Pero además no sólo se la
dificultó al indio sino también al criollo y el rechazo al sistema de
expoliación colonial conocido como Repartimientos fue el germen del descontento
que desembocaría en la guerra, tal como lo testimonia el jesuita Juan Vizcardo
y Guzmán, el cual siempre estuvo transido por el sueño de fraternidad universal
de pura cepa cristiana.
Dejando hasta ahí tal digresión y volviendo a lo nuestro,
podemos decir que al contrario de lo sostenido por el profesor Obando, es
sabido que el Concilio de Trento reafirmó la justificación por la Fe y la
Gracia justamente para contrarrestar la concepción de Dios como soberano
arbitrario de la teología nominalista de los protestantes, que ponía la
Voluntad divina sobre la Inteligencia divina. Y en campo pragmático, ya antes
de consumarse el derrocamiento de Atahualpa una real disposición de 1530 fijaba
que ningún oriundo podía ser esclavo, pues existía la convicción de que los
indios eran hombres libres y vasallos de la corona española. Luego de varias
décadas se fueron proveyendo cédulas para regular anomalías y desarrollando en
una legislación colonial un cuerpo de normas generales de buen tratamiento de
los indígenas. Aunque también es cierto que en la práctica no todo se cumplió (Véase
Manuel Vicente Villarán, Apuntes sobre la
realidad social de los indígenas del Perú ante las Leyes de Indias, Lima
1964).
En otros términos, en el abuso de los indios no había base
teológica ni legal, sino económico-social. Y a esto nos remite Benedicto XVI
cuando reconoce “cómo los pueblos explotados y saqueados de África nos
conciernen…Un aspecto de esto es sobre todo el daño espiritual que hemos
causado. En lugar de darles a Dios, el Dios cercano a nosotros en Cristo, y
aceptar de sus propias tradiciones lo que tiene valor y grandeza y
perfeccionarlo, les hemos llevado al cinismo de un mundo sin Dios, en el que
sólo importa el poder y las ganancias; hemos destruido los criterios morales,
con lo que la corrupción y la falta de escrúpulos en el poder se han convertido
en algo natural. Y esto no sólo ocurre con África” (Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret, p. 239, Planeta 2007).
Evidentemente, esto también ocurrió en América con la extirpación de idolatrías
del siglo XVI y XVII y no fueron precisamente por las razones que el profesor
Obando señala.
La tercera sección comienza afirmando taxativamente que no
hay filosofía neutral y que la filosofía es lo implícito de la política (Sobre
este enfoque ideologizado de la filosofía puede verse mi crítica Ideología no es filosofía, Lima 2008).
Después considera a González Prada como el comienzo del positivismo
materialista, sin parar mientes sobre otras interpretaciones de este pensador. Para
mí hay en el ático pensador ácrata una fuerte dosis positivista, pero sería
injusto no reconocer que, como lo demuestra Augusto Castro en su valioso libro La Filosofía entre Nosotros, nuestro
positivismo fue profundamente espiritualista, religioso y escolástico,
profundamente artístico. Es por eso que el espiritualismo fue la mejor síntesis
filosófica en el Perú y reflejó con nitidez nuestra vieja tradición filosófica
idealista, aspecto que hasta el día de hoy se prolonga en la búsqueda
humanística por buscar el nuevo ideal de formación humana.
A continuación, Obando coloca como requisito del análisis
de la subjetividad el partir con el ser de las emociones. Lo cual no lo
desarrolla y deja gravemente en entredicho todas sus afirmaciones que vienen
después sobre la subjetividad. Trata de sacudirse de una frecuente acusación,
afirmando que su intención con el paradigma aplicado no es hacer “filosofía de
lo popular”, sino que procura dar a entender que la subjetividad liberal no es
capaz de modernizar la subjetividad de las masas en el Perú, pues sólo la
subjetividad materialista y atea puede superar cualitativamente la subjetividad
semifeudal (Véase mi trabajo La Filosofía
frente al “paradigma aplicado”, Lima 2009).
A estas alturas resulta un verdadero rompecabezas entender
por qué cree el profesor Obando que “modernización” es equivalente a
“subjetividad materialista y atea”. Un desmentido histórico de su afirmación lo
hallamos en los llamados Tigres del Asia, los cuales pasaron a la modernidad
sin recurrir a semejante modernización (Véase Yosif Humala, Los tigres del Asia, Lima 1994). Y lo
mismo está sucediendo con América Latina, cuya alta tasa de crecimiento
económico en los últimos diez años ha catapultado el ritmo de crecimiento y
modernización (Raúl Ferro, Macroeconomía
de países emergentes ha provocado una revolución corporativa, diario la
Razón, Lima, lunes 24 de marzo 2008, nº 2507, Año VII, P. 11). En otros
términos, tanto en los marcos de la cultura tradicional asiática, como dentro
de los cauces de la economía de libre mercado de los países emergentes, avanza
la subjetividad materialista y un ateísmo práctico, primer peldaño del ateísmo
teórico, sin necesidad de asumir una ontología materialista revolucionaria.
Otro aspecto muy controversial, para un marxista como él,
que ha vivido el derrumbe del socialismo real, es que no discute el concepto
mismo de “modernización”, que en los países ex comunistas fue sinónimo de
contaminación, en los capitalistas de explotación y que ha convertido el
planeta en un vertedero a punto de colapsar climáticamente (Sobre este punto
resulta muy instructivo consultar el libro del peruano Oswaldo de Rivero, El mito del desarrollo, FCE 2001). Creo
que Obando incurre en una fe ingenua en la modernidad y en este sentido se
queda desarmado frente a los filosos colmillos de los posmodernos. A todas
luces, es claro que el profesor Obando al hablar de “ateísmo” no se está
refiriendo al ateísmo práctico del creyente tibio, sino al ateísmo teórico y
doctrinario, convicto y confeso, en su renuncia a toda dimensión de salvación
trascendente. En consecuencia, se deduce que dicha “modernización” propiamente
significa la asunción más completa de la autonomía del hombre dentro de un
horizonte ateo. Es decir sueña él con el imperio utópico del deus in terris, pero no a través de la
erosión nihilista de la sociedad postmetafísica, sino por medio de la transformación revolucionaria de
la subjetividad moderna. Pero ¿tenemos ante nosotros en el Perú a una
subjetividad moderna? Hay quienes se inclinarían a pensar que somos posmodernos
en la costa, modernos en la sierra y ancestrales en la selva. Otros, menos
esquemáticos, se inclinarían hacia una lectura transversal y no estrictamente
geográfica.
Esto, naturalmente, resulta de por sí una afirmación
bastante fuerte en medio de una época desideologizada, donde impera el hombre
sin teoría, nihilista y hedonista. Me pregunto por qué creería el profesor
Obando que dicha generación estaría interesada en abrazar un materialismo ateo
doctrinario. El, al parecer, no considera que la mayor parte de la población
peruana es urbana y que está dentro de la mentalidad consumista y exitista del
capitalismo. Da la impresión que en su mente el Perú se hubiera detenido en el
país agrario de Mariátegui. Su discurso adolece de inactualidad, está desfasado
temporalmente, y por eso no se preocupa por justificar previamente su alicaída
ideología marxista.
El libro remata con seis conclusiones, que se pueden
resumir como sigue: 1. El paradigma de la subjetividad contemplativa ha
fracasado; 2. Este fracaso se asocia al fracaso de la “república de blancos”;
3. Es la hora de la demolición y erigir el paradigma de la subjetividad activa,
nacional, práctica y revolucionaria; 4. Dicha subjetividad será inclusiva con
la “república de indios”; 5. La modernización de la subjetividad sólo es posible
desde la subjetividad materialista-atea; y 6. El discurso filosófico debe
recogerse en un programa político, porque es la política la que modela la
subjetividad.
Sobre estas conclusiones, sólo haré un breve comentario
sobre lo aun no evaluado. Así, por ejemplo, el profesor Obando, cuando dice que
la subjetividad contemplativa ha fracasado, no sólo nos recuerda el libro VI
del Discurso del Método, donde
Descartes sostiene que el fin del conocimiento es “investir a los hombres como
señores y poseedores de la naturaleza” y no como sostenía Aristóteles, el sólo
regocijo de la actividad intelectual, sino que, además de suscribirse a una
filosofía de la ciencia, como Bacon, Comte y Marx, parece no darse cuenta de
los tremendos efectos destructivos actuales que ha mostrado tener la
racionalidad instrumental, basada en la voluntad de poder de la tecnología. No
solamente no dice nada de los argumentos de los frankfurtianos y heideggegianos
contra la razón moderna y la tecnología, sino que desde la urna de cristal
ideológica, desde la que juzga, posa tonante como un Zeus intemporal que nada
tiene que ver con la grave crisis ecológica actual. El profesor Obando da la
impresión de estar atrapado dentro de la industria ideológica de la pasada conciencia
de la guerra fría, que sólo le permite estar obsesionado con la edificación de
una sociedad revolucionaria. El nuevo lenguaje de la revolución es la
democracia y su profundización social. La democracia necesita ser revolucionada
para desterrar el abuso. Sin esto pierde de vista muchos fenómenos nuevos. Lo
cual no sólo es penoso, es lamentable. Lo cual, por lo demás, no es un defecto
exclusivamente suyo, sino generalizado en toda la izquierda peruana, la cual
desde la muerte de Mariátegui languidece en un dramático infradesarrollo
teórico y de verdad imitativo.
III
Lo primero que llama la atención en el desarrollo del
profesor Obando es su enfoque en claroscuro de la Filosofía de la Colonia. Ya
el mexicano Silvio Zavala en su momento llamó la atención sobre cómo nuestro pensamiento
ilustrado debe la idea de liberalismo e independencia a una simple imitación de
Occidente, porque dicha doctrina política tiene su antecedente en la filosofía
de la conquista, con sus ideas cristianas de libertad, derechos humanos,
comunidad política y convivencia de las naciones (Filosofía política en la conquista de América, FCE 1947). Pero al
poner el acento en una comprensión muy peculiar del tomismo tridentino, el
profesor Obando deriva hacia una visión maniquea de la filosofía colonial. Por
el contrario, la filosofía de la conquista se debatió políticamente entre los
partidarios de la teoría de la servidumbre natural de los indios y los
partidarios de la teoría de la igualdad cristiana.
Le preguntaríamos al profesor Obando si acaso le parece
que el pensamiento del Inca Garcilaso, Vitoria, Acosta, las Casas, Fray Domingo
de Santo Tomás, Avendaño, Pérez de Menacho, entre otros estaban simplemente al
servicio de forjar una “conciencia absolutista y teocrática”, como sostiene de
manera sumaria y errónea A. Salazar Bondy (La
Filosofía en el Perú, p.17, Studium, 1984). ¿Acaso la orientación tomista
del teólogo Diego de Avendaño no le permitió escribir su Thesaurus indicus?, notable
documento de teología moral aplicado a la realidad americana
y al problema de la condición de los indios y los negros. La filosofía
escolástica colonial, contra lo que afirma el profesor Obando, no fue neutral
ni encubridora de la condición humana del indio, no fue anatópica ni
eurocéntrica, pues consideró como tema central lo nativo. Por esto mismo, es
muy cuestionable también afirmar, como lo hace nuestro autor, que la filosofía
de lo nacional empiece con A. Salazar Bondy. Asimismo, aplicar la categoría de
“paradigma intelectualista” a la filosofía colonial resulta muy esquemático y
forzado, puesto que estuvo bastante lejos de consistir en mera imitación
teórica y más bien sí fue una verdadera adecuación del tomismo a la realidad
social americana. El profesor Obando omite la verdad, según la cual la
escolástica liberal igualitaria se expresó valerosamente, en medio de las
autoridades coloniales, a favor de la libertad humana de los naturales, detuvo
la servidumbre del indio en el siglo XVII y la esclavitud del negro, al
fusionarse con la filosofía de las Luces, en el siglo XVIII.
Al lado de esta visión parcializada de la filosofía de la
conquista, el profesor Obando suma una incompleta exposición del tomismo
tridentino, el cual en su versión esclavista no sólo se apoyó en una
deformación del aristotelismo tomista, como en Sepúlveda en el siglo XVI –no
hay que olvidar que Vitoria y Carranza se opusieron a las tesis imperialistas
de Sepúlveda y que sus escritos donde no se defiende la guerra contra los
indios no pasó la censura de Salamanca y Alcalá, ni pudo publicarse entonces
(Johannes Hirschberger, Historia
de la Filosofía, tomo I, p. 592, Herder)-, sino también en un “romanticismo
racial”, que afirmaba la supuesta superioridad del blanco, y en la “ideología
del progreso”, que lidera la ciencia occidental. Pero sobre este incremento
moderno de la posición esclavista, el profesor Obando nada dice. Es como si sus
simpatías por el naturalismo, laicismo y anticlericalismo de la modernidad
ilustrada le obliteraran la perspectiva histórica, impidiéndole no sólo no distinguir
dos corrientes en el seno de la filosofía colonial, sino además apreciar cómo
la modernidad racionalista fortaleció aun más la versión esclavista.
Que la filosofía escolástica colonial no cuestionara la
dominación española es un hecho que bien vale ponerlo en duda, y nuestro
profesor no duda, dado que hay que considerar, en primer lugar, que lo más
fecundo de la escolástica española, frente a las utopías de Maquiavelo, Moro y
Campanella, fue crear el sistema clásico del derecho, válido hasta nuestros
días, y que echan las bases del derecho internacional moderno. Efectivamente,
la escolástica española fue decisiva por los motivos siguientes: 1. Influyó en
las filosofías sistemáticas del siglo XVI y XVII; 2. Manejó mejor las fuentes
antiguas; 3. Creó con Bellarmino, Vitoria, Suárez (†1617) y Mariana (†1623) el
sistema clásico del derecho; 4. Estos jesuitas de la nueva escolástica fundaron
el movimiento contra el absolutismo, la idea de soberanía del pueblo, el
derecho natural y el derecho de resistencia, sin lo cual es imposible
comprender bien la Revolución francesa y la
Ilustración; 5. Abordó la libertad humana en un esquema teocéntrico
(Ibíd., p. 512 y 600). Cierto que estos desarrollos de la escolástica española
fueron posibles porque el nominalismo imperante en París durante el siglo XV no
dominó en las universidades españolas. Recién a fines del siglo XV en Alcalá
hay cátedras “terministas”, pero su presencia es efímera. Durante el siglo XVI,
siglo nominalista, Salamanca consentirá su tradicional línea tomista de la cual
saldría su restauración.
Pues bien, resulta absurdo pensar que todos estos avances
de vanguardia de la nueva escolástica española, incluida sus ideas contra el
absolutismo, no tuvieran eco en la filosofía escolástica de las colonias
americanas. Vitoria, por ejemplo, hace propaganda de su doctrina completamente
ajena a los intereses de la Corona en plena época en que se realiza la
conquista del Perú y se establece el virreinato de Lima, esto es entre 1526 a
1546. No obstante combatir y condenar la invasión de América, acabó
reconociendo que los indios no eran aptos para gobernarse, lo cual justificó la
tutela hispana. Entonces bajo el pretexto de adoctrinarlos y de encomendarlos
la Iglesia y el Estado español se apropiaban de las propiedades de los
indígenas. Esta contradicción se deja ver en toda su crudeza en el licenciado
Juan de Ondegardo, muy apreciado por el virrey Toledo, cuyos sentimientos se
pusieron a tono con el dolor del aborigen peruano –incluso de opuso tenazmente
a la injustificable ejecución del Inca Túpac Amaru-, pero sus deberes de
funcionario español terminaron justificando los abusos del régimen colonial.
Las nuevas ideas de la nueva escolástica española no sólo
ayudaron a cuestionar el abuso del dominio colonial, sino que también lo
morigeró y cuestionó. Para Suárez, por ejemplo, queda descartado el que un
hombre, de suyo, tenga poder sobre otro, sea quien sea, sin excluir a Adán,
porque todos los hombres nacen libres por naturaleza (ibíd., p. 517). Por su
parte, Vitoria sostiene en De iure belli que
para los cristianos no es motivo suficiente para hacer la guerra la diversidad
de religión. El liberalismo cristiano concedió un valor político a la igualdad
natural del indio. De modo que, la existencia de la escolástica liberal
cristiana es el mayor mentís al supuesto carácter intelectualista y anatópico
del la filosofía colonial del profesor Obando. Más bien, el paradigma
intelectualista del profesor Obando resulta siendo el verdaderamente
intelectualista y anatópico porque
se atiene no a la historia, sino a su imaginación. Y todo esto le sucede
por sobrevalorar sus ideas sobre los hechos concretos.
Pero el profesor Obando sigue adelante en su crítica al
intelectualismo de la filosofía peruana, no quedando parroquiano con hueso sano.
“Termocéfalo” fue por un tiempo un término bastante frecuente entre los
comentaristas políticos de nuestro periodismo, ahora en nuestro caso le viene
bastante bien al profesor Obando por sus interpretaciones inexactas dirigidas a
justificar un fin político-revolucionario. En estos tiempos de reacción
neoliberal, resulta haciéndole poco favor a la causa de la Revolución una
interpretación tan sesgada. No hay duda
que la “termocefalea” resultó siendo un mal bastante común en las filosofías ideologizadas.
Debería tomarse en cuenta que en Latinoamérica la izquierda ya es democrática
en Chile, Brasil, Uruguay y que la democracia liberal si bien insuficiente es
perfectible.
Sería bueno preguntarnos, también, si realmente no
incorporan a su reflexión la temática de la realidad peruana dentro de lo que
llamaríamos “nacionalismo continental”, figuras de la Emancipación y la
República, como los ilustrados Rodríguez de Mendoza, Baquíjano, Llano Zapata, el
padre jesuita Vizcardo y Guzmán, Unanue, Cosme Bueno, los positivistas Carrión,
H. Cornejo, Capelo, Wiesse, Villarán, J. Prado, J. Polar, los espiritualistas
V. A. Belaunde, Orrego, Riva Agûero, Haya, Zulen, hasta los filósofos actuales
como F. Miró Quesada, Ibáñez, Gustavo Gutiérrez, entre otros. Además, nos
preguntamos si no resulta un prejuicio pensar que sólo es digna de ser
filosofía la que sólo aborde temas nacionales. La filosofía es universal, todos
los temas de la realidad son abordados por ella y limitarla resulta un
contrasentido antifilosófico.
El profesor Obando resulta así practicando una
antifilosofía falsa, por dejarse arrastrar por un revolucionarismo estrecho, un
cientificismo engañoso y una instrumentalización del filosofar. Como Calicles y
Papini declara que la filosofía contemplativa es un saber inservible, conservador,
antirrevolucionario, intelectualista, ocioso, vacuo y engañoso. Este tipo de
filosofía está para él asociada a la ontología abstracta de las esencias o a la
metafísica teológica. Este punto de vista está demasiado hipotecado a los
prejuicios antirreligiosos y antimetafísicos de la conciencia renacentista y
enciclopedista. Su sueño marxistoide por modernizar la subjetividad de las
masas mediante el “materialismo ateo” no se condice con la milenaria
religiosidad popular de los peruanos, ni el estrepitoso fracaso del comunismo
mundial, ni la medianía a la que transporta el consumismo capitalista.
La verdad es que resulta harto difícil admitir una fórmula
para transformar la subjetividad moderna en el Perú, viéndolo con las
anteojeras de un modelo ideológico que experimentó un estrepitoso fracaso y
recomendando un ateísmo que el propio capitalismo laicista se encarga de hacer
prosperar. Nuestra actualidad requiere una nueva lectura. De lo contrario nos
pareceremos al confuso diálogo de un doctor con su paciente:
-No pego pestaña toda la noche.
-¿De derrepente Usted es sonámbulo?
-¿Y qué tiene que ver la religión?
-¿Cuál religión?
-No será Ud. otro matasanos de esos.
-No se sulfure…sólo preguntaba.
-Más le vale, y entonces, qué es lo que tengo.
-“Sonambulitis”.
-¡Y dale con la religión, válgame Dios! hoy me pierdo,
¡aguárdate gallinazo de morgue! Pillo ¡no corras…!
La transformación de la subjetividad moderna requiere de
una lectura sin anteojeras ideológicas, que sin declinar una posición
beligerante en lo social y lo político no melle los fines esencialmente
científicos y humanísticos. En su tiempo el polígrafo aprista L. A. Sánchez
dijo que su generación no tuvo maestros porque los vio a todos claudicar, ahora
en cambio no tenemos siquiera a maestros claudicantes, sino maestros de la
claudicación.
Es más, hay que subrayar un hecho sumamente alarmante y
muy propio de la subjetividad posmoderna, y ésta es su “indiferencia y el todo
vale”, o como dicen los jóvenes de hoy “normal nomás”. Esto me hace recordar un
penetrante libro de José Ferrater Mora, El
Hombre en la encrucijada, en el que apunta que el hombre afrontó el final
del mundo antiguo con el “desprecio” de la filosofía cínica, la “resistencia”
de los estoicos, la “huída” de los platónicos, la “esperanza” de los hebreos,
el “poder” de los políticos y la “redención” de los cristianos. Y añade que los
hombres afrontan la crisis del mundo moderno y contemporáneo ampliando el
voluntarismo, el individualismo y el intelectualismo. Ferrater no llegaría a
conocer al hombre sin absolutos de la posmodernidad, pero nosotros sí, y por
eso sabemos lo difícil que es recuperar el anhelo armonioso de los Absolutos
(absoluto-naturaleza en los griegos, absoluto-Dios en el Medioevo, absoluto-hombre
de la modernidad y absoluto-social de la contemporaneidad). El hombre
posmoderno rechaza todo tipo de absolutos, toda metafísica, toda normatividad
incondicional, se queda con una subjetividad blanda, muelle, superficial,
cómoda, sin compromiso y presta a ceder a sus instintos más egoístas. Todo es
relativizado en novela, cuento y relato. Si el primer emperador de la China se
enterró junto a ocho mil guerreros de terracota para que lo defendieran en la
otra vida de las crueldades hechas en esta; al hombre posmoderno le basta haber
vivido esta vida a su regalada gana, porque no hay cuentas que dar ni en este
ni en el otro mundo. Sería aconsejable no perder de vista este nihilista
panorama al plantearnos el problema de la transformación de la subjetividad en
el Perú y, por qué no, en el mundo.
Sin embargo, y en honor a la justicia y la verdad, es
necesario reconocer que los nobles ideales filosóficos del amigo profesor
Octavio Obando Morán, constituyen una prolongación de la vieja tradición de
corte idealista, nunca desaparecida ni siquiera en liberales, socialistas y
positivistas, de luchar por la concepción de un mundo más humano, bueno y probo,
aunque en nuestro caso buscamos una síntesis mestiza que es lo mismo que decir
universal, porque el Perú, como expresaba Arguedas, es “todas las sangres” y,
al decir de Orrego, todo un “Pueblo Continente”. No sería extraño que en
nuestro preconizable Humanismo Americano se resuelva el destino rehumanizador
del orbe.
A propósito del ateísmo recuerdo una anécdota baladí sobre
el ateísmo. Se cuenta sobre la visita de la Princesa de Bélgica a la Hungría
comunista, que apercibida su alteza que era seguida por un soplón, opta por
meterse a una bonita iglesia de Budapest, entonces al ver que el antipático
sujeto también tomaba asiento, fue resoluta a encararlo y le dijo:
-¿Ud. en la Iglesia?
-Soy creyente pero no practicante
-¡Pero es un comunista ateo!
-Soy practicante pero no creyente.
Vale la pena recordar que los fieles rusos retornaron a
las iglesias tras la caída de la Unión Soviética, mientras que en Europa
Occidental éstas están vacías. Es decir, lo que no logró la propaganda
comunista con el ateísmo, lo consiguió la vieja Europa liberal con el influjo
continuado de la Ilustración marcada por el pensamiento de Voltaire y Kant. A
esta profunda secularización contribuyó la “desmitificación” bíblica del
teólogo protestante alemán Rudolf Bultmann y Karl Barth con su frase “Dios es
el completamente Otro”. Como afirmó Lyotard en su Economía libidinal, el socialismo es mucho menos revolucionario que
la realidad capitalista, pues ésta es cínica, no cree en nada y destruye
globalmente todas las creencias. Mientras el final de la pretensión monoteísta
galopa en el Viejo Mundo al ritmo de las utopías técnico-científicas y el sueño
de clonar a una nueva humanidad inmortal, los evangélicos fundamentalistas
tienen éxito en América Latina, igual que el protestantismo estadounidense y el
fundamentalismo islámico.
Las confesiones religiosas fundamentalistas se han
revitalizado y la visión objetivista posmetafísica se ha estancado. De manera
que las creencias que se defienden asumen un cariz agresivo, anticapitalista y
antioccidental. La destrucción global emprendida por la conciencia cínica se ve
enfrentada con lo más reacio y persistente de la conciencia subjetiva, a saber,
la creencia religiosa; y ésta, que ha sabido sobrevivir a través de milenios,
se ve amenazada y corroída en sus entrañas por el ateísmo práctico del
creyente. Se trata de una lucha encarnizada y mortal de dos formas de
conciencia contrapuestas y poco dadas al compromiso incondicional. Ayer
naufragó la verdad de la teoría revolucionaria,
hoy el embate es contra la verdad de
la creencia religiosa. Todo es rebajado al nivel de valores e ideales
subjetivos, no hay hechos sino interpretaciones. Y la ley de igualdad religiosa
del gobierno aprista de García, que hace voluntario llevar el curso de
religión, fortalece la ubicua dirección secularista.
Mi amigo Octavio Obando tenía razón en un punto: la
transformación de la conciencia actual está en marcha y se encamina hacia el
ateísmo, o lo que en lenguaje bíblico apocalíptico se llama “apostasía general”;
pero se equivocaba en otros tres aspectos: tal cambio no era hacia el ateísmo
teórico sino hacia el ateísmo práctico; la conciencia actual no es moderna sino
posmoderna, y la fuerza impulsora de ello no era el socialismo sino el
capitalismo del final de los tiempos.
Y nos despedimos con un epigrama espigado en mi caletre:
Maravillosa admiración
cada conciencia es,
blanca en su reputación
reina y no gobierna.
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