jueves, 25 de enero de 2024

DIMENSIÓN ONTOLÓGICA DEL FILOSOFAR

 

DIMENSIÓN ONTOLÓGICA DEL FILOSOFAR 

 


¿Por qué filosofamos? Aristóteles[1] afirmó que el origen del filosofar es el asombro. Pero ¿por qué el asombro es el origen del filosofar? ¿Qué hace que el asombro se vuelva constante en el origen del filosofar? Para que se presente de esta forma universal y permanente tiene que tratarse de algo que está más allá de lo psicológico (óntico) e histórico (temporal) tiene que ser transhistórico y existencial (ontológico). Tiene que ser un acontecimiento raigal de la condición humana. Pero ¿qué tiene de singular la esencia humana en su existir para que provoque el filosofar? La respuesta no puede ser otra que por ser capaces de intuir nuestro ser entre el Ser y la Nada. Todas las criaturas en su condición de contingentes están entre el ser y la nada, pero lo peculiar es que el hombre es la criatura que lo sabe. Y ese hecho óntico-ontológico es decisivo para el estallido del filosofar.

 

¿Pero de dónde nos viene este saber? ¿Qué es lo que tiene la criatura humana para que nos acontezca el filosofar? Lo que nos diferencia de los animales no es la inteligencia, ni la capacidad de elegir, sino aquella capacidad de objetivación de ideas y de intuición de esencias que es base de la desrealización. Aquella capacidad se llama “Espíritu”, como actualidad pura e inobjetivable que produce ideas a partir de la intuición de las esencias. El espíritu humano participa de las esencias (Platón) y por eso las descubre (Aristóteles). La conciencia del mundo, la conciencia de sí mismo y la conciencia teologal conforman la unidad ontológico espiritual de la posibilidad del filosofar. Lo divino al ser sentido antropológicamente por el hombre se compenetra crecientemente con el impulso cósmico de las esencias. Por el Espíritu lo humano es partícipe de lo divino y se convierte en coautor de su obra en su propia escala. Por ello, no es el hombre el que engendra lo divino, sino a la inversa[2]. Esa búsqueda de las primeras causas y principios que caracteriza el filosofar viene de aquella compenetración del Espíritu humano con el mundo suprasensible de las esencias.

Ahora bien, se objeta que, si el hombre filosofa por la condición ontológica de su espíritu, entonces por qué no todos lo hacen e, incluso, la filosofía moderna y posmoderna se caracteriza por ir contra todo supuesto metafísico y esencialista. A lo que se puede responder afirmando que, si bien el impulso a filosofar está presente en todo hombre, no obstante, su desarrollo requiere formación, educación y capacidad de replanteamiento. Eso, por un lado, y, por otro, el decurso antimetafísico y antiesencialista de la filosofía moderna y contemporánea testimonia que lo espiritual es una fuerza no determinante, sino condicionante que hay que actualizar. Y que incluso su actualización puede ir dirigida contra sí misma, negando su propia existencia, empobreciendo la realidad a lo meramente empírico y fáctico y degradando el filosofar a lo simplemente narrativo. Es por ello que el Espíritu no puede ser considerado como un factor infalible de la captación de las esencias, y es así porque la condición humana tiene una ambigüedad de orden ontológico, constituida por que el sujeto es hermenéutico por sí mismo y en consecuencia es afectado por una aporeticidad esencial. Es por ello que la concepción objetivista de las esencias encuentra la dificultad de enfrentar la ceguera hacia las mismas. Lo que lleva a sostener que no toda relación ontológica con las esencias es absoluta, sino contingente.

 

Cada esencia puede ser negada, cada conocimiento puede ser sustituido por otro. El carácter ontológico de las esencias no se convierte en un necesitarismo cósmico que suprime la libertad ni la condición contingente de la condición humana. No todo intento de declarar la validez de un logos supone la preadmisión de esencias declarados válidos para dicho logos. De modo que, aunque ontológicamente hay un sistema absoluto de logos, sin embargo, desde la ratio humana depende de una valoración previa de los entes (cosas o personas). Existe una relación intrínseca entre ser y valorar en el hombre. No es que sólo exista lo que se valora, ontológicamente las esencias existen independientemente del valor, pero la libertad crea nuestro ser no sólo con la captación de las esencias valoradas, sino, también, de las esencias inventadas. Esto es, la libertad crea nuestro ser con la sustancia irreal de la posibilidad, posibilidad que se da en dos mundos, a saber, el real y el posible. Así, el arte es la liberación de la libertad en el mundo de lo posible e irreal, de un mundo de totalidades acabadas pero inexistentes en la realidad. Y lo que impulsa a la libertad del Espíritu de la condición humana al mundo de las esencias es su apertura ontológica a lo posible, tanto en los entes reales e irreales.

 

Es por ello que detrás de su afán de salvación está su intuición de lo que está fuera del tiempo, de un fundamento metasensible, eterno y transhistórico que lo ansía y libera. Es locura reciente del hombre el buscar la salvación en lo terrenal y la cultura, como producto de la hegemonía de imagen del mundo terrenalista e inmanentista de la modernidad. El afán de salvación es un sueño profundo en el Tiempo que va más allá de lo temporal, es una presentación de la Nada en el devenir, pero de una Nada con contenido, que es origen y fundamento de todo. El hombre es en este sentido la criatura que se desontologiza, porque su ser fluctúa entre el Ser y la Nada, su ser está más allá del ser contingente desde la contingencia. Su existencia es la conjunción del logos de la experiencia y el logos de la razón, pero tanto en la experiencia como en la razón el Ser transparenta su presencia como ens extramundanum. No siendo atemporales desocultan lo atemporal y esencial.

 

Desde el cartesianismo hasta la fenomenología, existencialismo, estructuralismo, neopositivismo hasta el posmodernismo se han visto variaciones de la misma melodía subjetivizante del giro inmanentista del hombre epistémico de la modernidad. Lo cual es prerrogativa de una época que cayó presa de lo cuantitativo, calculable y objetivable, es decir, es propio de una determinada imagen del mundo que consuma su propia esencia antimetafísica. Todo queda sujeto a la propia opinión subjetiva al asumirse que la verdad está definitivamente oculta, no existe, es mera invención o creencia humana. No es posible fundamentar el conocimiento ni la realidad, la búsqueda la verdad, la objetividad, la realidad, las esencias y la razón deben ser abandonadas. Hay que sustituir la verdad por las creencias convenientes. Ese el predicamento del último gurú del pensamiento filosófico moderno, a saber, Richard Rorty[3], quien proclama que la filosofía sin espejos es filosofía conversacional que no busca el arjé, y le parece insostenible la objetividad ligada a una trascendencia.

 

Todas las manifestaciones del pensamiento decadente están presentes en Rorty. Ya el abandono de la objetividad representacional está presente en el segundo Wittgenstein, el segundo Heidegger, Sellars, Quine y Davidson. Se desemboca así en el pensar que las cuestiones de hoy no son metafísicas ni teológicas, sino políticas. La erosión nihilista de la sociedad postmetafísica tenía que desembocar en un historicismo nominalista donde la teoría es sustituida por la narrativa. Ese era el desatinado destino de una imagen del mundo que relevó el Ser por el Pensar. Y se cumplió. Como lo humano es contingente y no determinista la condición ontológica del filosofar pudo presentar esta manifestación deforme y malsana. A esto lo llamó Gilles Lipovetsky la era del vacío, Zygmunt Bauman modernidad líquida, Byung-Chul Han sociedad del cansancio, por mi parte lo denomino sociedad anética[4].

 

Pero el hecho es que el hombre está abocado a filosofar por la estructura ontológica de su ser. Es una criatura que le resulta desconcertante percibirse como una finitud separada de las demás cosas del mundo, tiene conciencia del hiato que lo diferencia de los demás seres y a partir de aquella separación ontológica de su ser con los demás entes siente su religación con el Absoluto. Es decir, el hombre es el ser plantado ante lo Absoluto e infinito porque por su Espíritu capta la contingencia de su existencia. Los animales no tienen espíritu y por eso no lo captan. Es una doble condición ontológica que lo asedia y lo impulsa a filosofar, por un lado, la percepción de su finitud, de la nada en su ser, y, por otro, la conciencia de la infinitud y su religación con ella.

 

Es por ello que el problema metafísico y el problema teológico es permanente en el hombre, porque pertenece a su condición humana. Su experiencia social, individual e histórica está atravesada por ambas situaciones existenciales. Y, más bien, el intento de suprimirlas en el esquema inmanentista y secularizado de la modernidad le ha traído más daño que ventajas. No sólo le hizo extraviar el sentido de lo divino, sino también el sentido del ser, trayendo consigo la merma de la moral y de la piedad. El sentido de lo bueno y correcto resultó siendo dañado y lo normativo extraviado se tradujo en la malignización del bien y desmalignización del mal.

 

Sin lugar a dudas esto sucede especialmente en el orbe de la cultura occidental moderna que lo promueve e impulsa a nivel global[5]. Su humanidad sin la dimensión de lo trascendente religioso y metafísico se sumergió en la oscura noche de la moral situacional, donde el relativismo y el nihilismo imperan y lo convierten en el monstruo que desmaligniza el mal y maligniza el bien. Al quebrarse la vida normativa se quiebra la misma esencia del hombre, porque su ser está intrínsecamente unido al bien y a la vida moral. De ahí que el hombre sin moral se deshumaniza porque se vuelve un monstruo.

 

En otras palabras, en el hombre ontología y ética se hallan entrelazados en una dimensión metafísica indesarraigable[6]. En la posmodernidad salió a flote la dimensión anética del hombre con todas sus consecuencias luciferinas de deshumanización posibles. Pero si tales dimensiones metafísica y religiosa son propias de la condición humana ¿cómo es posible que puedan ser negadas? Simplemente porque no se trata de algo innato mecánico, incluso el que dispone de piernas debe aprender a usarlas.

 

En otras palabras, dichas dimensiones son posibilidades que tienen que ser actualizadas por la libertad humana. Obviamente, se trata de una libertad condicionada sobremanera por el tamiz de la cultura. Y el cedazo de la modernidad fue el muro inmanentista para que tales dimensiones se empezaran a agostar. Esto ha mermado la potencia de la propia filosofía con su giro antiesencialista y desfundamentador en la filosofía posmoderna, haciéndola derivar hacia un culturalismo donde el existente se construye su ser a la carta. La plaga del constructivismo cultural despotenció al filosofar mismo. Al final lo que se tiene es la edificación de la barbarie civilizada. Al final de cuentas, el tema de ¿Por qué filosofamos? nos pone ante el problema decisivo de la Razón.

 

Después de haber visto ante nuestros ojos cómo se han sucedido el filosofar numinocrático, el filosofar mitomórfico, el filosofar mitocrático y el filosofar logocrático, lo que tenemos es lo que Hegel también vio, a saber, el despliegue de la Razón universal. En el Universo existe un orden, donde incluso la entropía juega un rol, y ese orden tiene todas las apariencias de ser la expresión de la existencia de una Razón universal. Ante ello la filosofía se condensa en el esfuerzo por comprender y explicar la manifestación de dicha razón cósmica. Naturalmente que la explicación de la Razón universal excede las páginas de este ensayo, ante lo cual sólo se pueden hacer breves trazos provisionales.

 

Lo insólito para nuestro tiempo tan ensimismado en lo subjetivo es que el tema de la Razón universal nos impulsa a sobrepasar los límites antropológicos para lanzarnos hacia la meditación cosmológica, metafísica y escatológica. El realismo metafísico vuelve a reclamar su espacio en una hora histórica muy singular de tránsito geopolítico.  Clarea en el horizonte la aurora de un nuevo brillo para el pensamiento. Una nueva imagen del mundo reclama su hora y las exequias de la envejecida modernidad exige su cadáver. Es todo lo que puedo decir por el momento. No sé si podré escribir un viejo sueño de juventud, una Crítica de la Razón Cósmica, como realización de la razón universal divina en el cosmos.

 

Pero bien vale la pena intentarlo. En suma, el enfoque sincrónico del filosofar nos muestra que está relacionado con la ontología de la finitud -percibe su incompletud metafísica- y la ontología teologal -percibe lo metasensible-. En buena cuenta, el filosofar nunca ha sido el paso del mito al logos, porque hay filosofía en el mito y la posición antimitológica de la filosofía no se sostiene en sentido amplio, sino, tan sólo en sentido restringido. Pero, además, el mito es revelación del horizonte de lo sagrado y expresa una verdad mediante una imagen. El mito es revelación natural, en ella está lo divino, pero no sobrepasa el límite de la razón natural. En lo mitomórfico y lo numinocrático adviene la revelación del ser como presencia presente, su verdad es la teofanía. En el filosofar reverbera un espíritu sensible a lo divino.

 

El error de dejar a la filosofía originada en el mero asombro es que lo lleva a carecer de un fundamento ontológico, y de limitarla como un acontecimiento en el ámbito de la conciencia. La filosofía no se puede quedar limitada a la persona, porque el fundamento de su quehacer es el Ser. Y por mayores esfuerzos que se ha hecho en la filosofía moderna y posmoderna por desontologizar a la filosofía, para relativizarla en el ser de la existencia humana, caen en el vacío. Lo que han logrado es bloquear momentáneamente el camino para llegar al ser trascendente, cayendo en el relativismo agnóstico y en el ateísmo. Así queda la existencia humana abandonada a su propia libertad. Sin fundamento ontológico la filosofía queda ciega. Pues, concebir la libertad humana como una pura libertad vacía de ser equivale a asumir una posición metafísica agnóstica, donde la libertad en vez de orientarse hacia la captación de las esencias y la realización de los valores éstos quedan como originados y determinados por la libertad.

 

Es la realización modernista del homo mensura protagórico, que consagra como pequeño diosecillo al deus in terris de la voluntad de poder y de la voluntad de verdad. De este modo el hombre se coloca más allá del bien y del mal, surge el hombre anético que desmaligniza el mal y maligniza el bien. Esa es la raíz irracionalista que estaba encerrada en el giro inmanentista y terrenalista del pensamiento moderno. El fundamento nihilista de la doctrina posmoderna no da lugar a una verdadera libertad y el hecho de que coloque la actividad humana en el plano de lo cultural conduce al relativismo integral.

 

El reconocimiento de la dimensión ontológica del filosofar supone superar la metafísica agnóstica de la imagen del mundo de la modernidad, que lleva al antiesencialismo, la postmetafísica, el nihilismo e impone un pragmatismo hasta sus últimas consecuencias amorales y maquiavélicas. Pero enfrentar la dimensión ontológica nos lleva hacia la constatación de que el filosofar no es razonamiento puro, sino un razonar desde la existencia. Por eso no es una disciplina meramente racional, sino multiforme y multívoca, nunca plena en medio de lo pleno, es tener plantado la propia finitud ante lo Absoluto.

 

Fue Nietzsche en El nacimiento de la tragedia el que advirtió que es en el arte, y no en la moral, donde se presenta la actividad genuinamente metafísica del hombre. Lo importante aquí no es que lo que Nietzsche llame arte no haya sido tal cosa para el hombre de la prehistoria, y al parecer fue algo más que arte, sino que lo trascendente es advertir que en dicha actividad del espíritu humano se manifiesta la primera experiencia verdaderamente metafísica del hombre.

 

Lo que para nosotros es arte rupestre, canto, danza, para el hombre de la prehistoria eran formas arcaicas del filosofar. La danza giratoria del sufismo para ponerse en contacto con lo divino, es un vestigio de lo que afirmamos. Lo que significa que lo humano tiene una vocación metafísica irrenunciable que nace de su propio ser y que lo predispone para el filosofar. En el arte el hombre expresa su concepción del mundo y de la vida, siendo el lenguaje silencioso del contacto con el Ser. El sentido del mundo no sólo se puede expresar mediante conceptos y argumentos, sino también mediante formas, colores y sonidos, o lo que Kant llamó “ideas sin concepto”.

 

En este sentido, el arte sería la forma más arcaica del filosofar y dar sentido al mundo. Lo cual significa que la filosofía y el arte jamás estuvieron tan unidas como en la prehistoria, y no es posible descartar que en un mañana próximo se vuelvan a reencontrar.

 

En su grave desorientación espiritual el mundo moderno cae en la trampa del llamado culto a la naturaleza y divinización de los objetos naturales. Y dentro de las anormalidades que se desarrollan en la modernidad está a atracción sexual hacia los árboles y las plantas (dendrofilia), la ideología animalista que atribuye los mismos derechos que un ser humano a todos los animales. Savater[7] considera excesivo homologar éticamente a los animales con los humanos y dotarlos de los mismos derechos. Los animales no son meras cosas, pero hay que tratarlos según su propia naturaleza.



[1] Aristóteles. Metafísica, 983, 11.

[2] En este punto hay que recordar que mientras Max Scheler plantea panteístamente que el hombre engendra a Dios (El puesto del hombre en cosmos, Losada, Buenos Aires, 1974,) para nosotros es el hombre el que colabora con el impulso divino, más no lo engendra.

[3] Richard Rorty. La filosofía y el espejo de la naturaleza. Cátedra, Madrid, 1989.

[4] Gilles Lipovetsky, La era del vacío, Anagrama, 2003; Zygmunt Bauman, La modernidad líquida, FCE, 2004; Byung-Chul Han, La sociedad del cansancio, Herder, 2012; G. Flores Quelopana, Imperio posmoderno de la sociedad anética, Iipcial, Lima, 2005.

[5] Véase mis libros El sentido metafísico del mundo multipolar (2022), La modernidad envejecida (2022), Apocalipsis de la razón burguesa (2022).

[6] Véase mi ensayo Filosofía como onto-ética (2021)

[7] Fernando Savater. “Animalismo no es humanismo”. En: Revista Notario del Siglo XXI, n°34, noviembre-diciembre 2010