El sinsentido de la vida y el mal
Desde una Hermenéutica mitizante
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
¿No es, acaso, la presencia del
“mal” en el mundo una de las más poderosas razones para la difusión del sin
sentido de la vida? El sinsentido de la vida se asocia, por lo general, con un
mal que se padece. Sólo cuando se declara que el vivir no tiene sentido y que
el hombre mismo crea sentido, entonces el sinsentido deja de estar
necesariamente ligado al mal. De todos modos, el problema del mal ha sido la
más poderosa incitación ha pensar y tiene que ver directamente con el problema
del sentido y sinsentido de la vida. Ahora bien, si el ser aparente aspira a la
posesión de la mayor dignidad metafísica del ser verdadero cabe preguntarse
entonces: ¿por qué existe y de dónde procede el mal, el no ser, la falsedad, el
desvalor y el sinsentido? Este es uno de los temas más espinosos de la misma
historia de la filosofía, de los mitos y de la religión.
Y en este punto es necesario
afirmar que el círculo hermenéutico exige creer
para comprender y comprender para
creer. La hermenéutica al desmitologizar revela la dimensión del símbolo como signo originario de lo
sagrado. La filosofía establece un campo de objetividad
para los símbolos, porque una ontología de lo finito requiere reconocer el
símbolo como lazo que une al hombre
con lo sagrado. La función ontológica del símbolo es que sitúa al
hombre en el corazón del ser. Todo hombre es un hermeneuta espontáneo pero otra
cosa es la hermenéutica filosófica. Esta ha llegado a un punto en que es
preciso abandonar el plano de la verdad sin fe, trampa del racionalismo ilustrado,
para comprender la dinámica del símbolo, lo que exige creer para comprender y
comprender para creer. Por lo demás, la filosofía tiene presupuestos míticos y
deber esclarecer sus presupuestos. Y esto no es caer en una apologética desde
el saber hasta la fe, sino elevar los símbolos como conceptos existenciales. Pues hay el mito filosofante, que estimula la
especulación, y la filosofía mitizante,
que especula con los mitos de origen. Prestar atención a una hermenéutica que
remitize para comprender la condición humana, a través de los símbolos de
culpabilidad y de los mitos, es eficaz para dar luces al problema del
sinsentido y sentido de la vida humana.
La filosofía objeta contra el mito
que ésta es incompatible con la racionalidad descubierta por los presocráticos,
por tanto el mito representa el simulacro de racionalidad. Pero el mito no es
un simulacro de racionalidad, al contrario, tiene su propia racionalidad de
índole simbólica. Es impreciso decir que el mito es ya logos, hay que decir más bien cuál es el logos del mito. De lo que
se trata es de distinguir el logos del
mito y el logos de la ratio. El logos
del mito tiene una cuádruple función: 1. universaliza la experiencia, 2. establece
una tensión entre principio y fin, 3. relaciona lo original con lo histórico y 4.
especula sobre el hiato entre lo ontológico y lo histórico. Por ello, el mito
no sólo da que pensar sino que es propiamente pensamiento, pero no es
pensamiento explicación sino
pensamiento símbolo. En suma, junto a
la hermenéutica desmitificadora de la
sospecha habría una hermenéutica
remitificadora, que busca el sentido a través del símbolo por la vía doble
de la sospecha y la escucha. Por supuesto que todo esto
implica que si bien no se puede revivir la ancestral percepción inmediata de la
conciencia, por lo menos se puede comulgar y superar el olvido de lo sagrado a través de la hermenéutica mitizante. Si el “atrévete a pensar” (Aude sapere) fue el lema de la
Ilustración, hoy, ante el maremágnum de empirismo y escepticismo galopante, el desafío consiste en “atrévete a creer” (Aude credo), pero se trata de una fe
unida al saber, muy lejos ya lejos del montanismo tertulianista.
En esta dirección, en lo que
concierne al origen del mal se presentan tres principales propuestas. 1. Si el
mal procede de Dios o de la Causa primera o, como dicen los mitos teogónicos
del caos y los mitos trágicos del dios malo, el mal es anterior al hombre,
entonces el sinsentido de la vida no procede del hombre y será una amenaza
constante en su vida. 2. Si el mal procede de la materia o, como dice el mito
del alma desterrada del orfismo y del gnosticismo, el mal procede del cuerpo
material, entonces el sinsentido de la vida no proviene del hombre sino de su
desconocimiento del origen divino del alma. 3. Pero si el mal tiene su origen
en el hombre o, como sostiene el mito antropológico adámico, en ciertas de sus
actividades, entonces el sinsentido será una prueba enviada por Dios al hombre
para acreditar su paciencia y ponerlo a prueba en la vía de la santidad.
Hay quienes retienen la errónea
idea de que la santidad es retraimiento, quietud, renuncia y huída del mundo,
cuando, en realidad, es lucha por el bien temporal y espiritual de la humanidad
en unión ontológica con Dios. Pero sin humildad y sed de Dios no se puede
recuperar la fe y la gracia divina. Y esta es justamente la situación del
hombre moderno, que vive arrogante y satisfecho de sí mismo en su placentera
rutina, sin preocuparse por enriquecer su orden espiritual. Sin capacidad de
lucha interior no hay posibilidad de vida espiritual. Hay que ser capaz de
vivir una serie de muertes y resurrecciones, porque no nos “convertimos” una
sola vez en nuestra vida, sino que hay que vivir muchas conversiones y
revoluciones íntimas. Ahora se comprende la máxima del cardenal Newman:
“Santidad antes que paz”.
En la tercera alternativa se
presenta el acto de la Caída, que señala que el hombre es una criatura
destinada al bien pero inclinada al mal. Aquí el drama de la tentación no es el
deseo mismo, sino, el desbocamiento de los deseos. Esto es, la
libertad hace posible el mal pero el
mal viene no sólo de nuestra inclinación sino también del Maligno. Entonces la justificación cobra pleno sentido en los
símbolos escatológicos del fin. Esto es, que el mito adámico hace pensar que el
mal no es una categoría del ser pero conduce hacia un origen no humano. En
realidad la fe judía disolvió el mito teogónico
oriental del caos original y el mito trágico
griego del dios malo. Por ejemplo, en Platón Dios no es la causa de todo, ni de
la mayoría de las cosas existentes; en cambio en el judeocristianismo Dios es
causa universal de todo lo Bueno y el
hombre de todo lo vano. Rousseau
comprendió que el hombre era naturalmente bueno y la civilización lo corrompe,
y Kant vio con rigor admirable que el hombre está destinado al bien pero
inclinado al mal. A esta inclinación al
mal lo denomina Paul Ricoeur[1] labilidad, concepto que supone que la
posibilidad del mal está en la esencia de la realidad humana, esta labilidad es
siervo arbitrio o voluntad esclava y
a su comprensión ayuda el examen filosófico de los mitos y los símbolos.
Aquí la finitud se vuelve culpable por el pecado, porque su estructura
ontológica fundamental es ser imagen de Dios, aspirar a lo infinito bueno. En cambio, en el mito de la Caída se destaca el
ansia de infinitud pero no del ser ni
del conocer sino del deseo. En otras palabras, la Serpiente
despierta el infinito malo del deseo.
De aquí se extrae la observación fenomenológica de que el sinsentido de la
modernidad tardía es fruto de los deseos desorbitados
que han incrementado la injusticia en el mundo, pero esto no es sino la punta
del iceberg. Observar que el término plutócrata –rico que gobierna- proviene de
ploutos –riqueza- y que Plutón era el
príncipe de las tinieblas, es indicar que el mal se ceba en la riqueza. Pero de
lo que se trata aquí es de revelar su presupuesto metafísico, verdadera raíz
que le da su razón de ser. A la pregunta ¿por qué existe sinsentido de la vida
si el ser aparente aspira a la posesión de la mayor dignidad metafísica del ser
verdadero? Sólo cabe una reflexión ontológico-metafísica que recoja el valor de
lo simbólico. Aquí cabe indagar la respuesta a través de cinco prototipos
históricos del sentido del hombre, a saber, el hombre teogónico, el hombre
trágico, el hombre gnóstico, el hombre adámico y el hombre técnico.
Para el ancestral hombre teogónico del drama de la
creación hay sinsentido en la vida porque el mal es original, esto es, anterior
a la creación, a los dioses y al hombre, cuyo sino es la purificación, la magia
y el rito. Para el hombre trágico hay
sinsentido en la vida porque el dios malo homérico y hesiódico se opone a
cualquier liberación del héroe humano, cuyo sino es el sufrimiento, el dolor y
la injusticia divina. Para el hombre
gnóstico el sinsentido de la vida es debido al desconocimiento del origen
divino del alma humana, cuyo sino es el destierro y la lucha para recuperar su
esencia divina a través del conocimiento. Y para el hombre adámico el sinsentido de la vida se origina porque el hombre
está destinado al bien pero inclinado al mal, cuyo sino es la tentación, el desbocamiento del deseo y la necesidad de
la gracia divina para recuperar el Paraíso perdido. Pero como el hombre no sólo
es una criatura racional sino profundamente mítico-religiosa, en la modernidad se
vive el mito de la técnica, en la
cual se imagina ser un pequeño Prometeo que puede edificar el Paraíso en la
tierra con ayuda de la razón, la ciencia y la tecnología, sin recurrir a Dios,
sin sentir pecado, tentación, y viviendo en la ilusión de ser él un pequeño
diocesillo que dictamina el ser, no-ser, bien y mal de las cosas. Este es el
prototipo histórico del hombre técnico
de la modernidad tardía.
En otras palabras, se da un
estrecho lazo entre el sinsentido de la vida dentro de los prototipos históricos de humanidad y el mal radical, porque no sólo
se experimenta una desorientación subjetiva, sino una merma objetiva en el ser
personal que rompe con Dios e infecta por contacto con el pecado. El pecado es
moralmente una transgresión pero ontológicamente representa una pérdida en el
grado de ser y valer. Así se comprende que el pecado del pecado es anhelo de muerte. Pues por muy radical
que sea el mal nunca será tan original como el bien. Y esto es muy importante
porque en el hombre se da una extraña combinación entre la esclavitud al mal y
la libre disposición al bien. El
hombre es la criatura que dispone ontológicamente de una libre disposición al
bien y esto es tan decisivo para su ser que incluso su condenación no lo vuelve
en otro ser, en un demonio, sino en un condenado,
esto es, en una criatura que sufrirá castigo y tormento por negarse a reconocer
y realizar su propia esencia. Si el hombre es un ser destinado al bien pero
inclinado al mal, el demonio es un ser entregado al mal por su propio arbitrio
y sin inclinación alguna al bien. Sin libre disposición al bien no es posible
hablar de humanidad, incluso en el humano más perverso hay presencia de una
gota de ella. Otra cosa, que no viene aquí a cuento, es abordar el misterioso
asunto del irreconciliable odio del inframundo hacia la humanidad. Cuestión en
gran parte esclarecido por la misión de Jesús e ilustrado en el pasaje de la
tentación en el desierto.
Volviendo al tema del mal se vive
así una disyuntiva entre el siervo
arbitrio (el mal que se pone viene de fuera e infecta) y el libre arbitrio (la capacidad de elegir
entre el bien y el mal). Pero este siervo arbitrio o libertad encadenada no
puede hacer que el hombre deje de ser hombre, no desintegra su ser; por eso puede condenarse, arrepentirse y ser
salvo. El pecado abarca: origen, tentación, intención, acto, consecuencias y
castigo; en cambio el perdón comprende: culpa, arrepentimiento, expiación y
retorno a Dios. Pero de cualquier forma, el sufrimiento del inocente, renueva en el misterio de la
iniquidad el antiguo misterio del caos. Lo cual señala el límite de cualquier
filosofía de la voluntad, hace que el Dios ético pueda mantener su carácter de
Dios absconditus y que el hombre
aparezca digno tanto de ira como de compasión. La ira de Dios ante los hombres
no es la ira ante los ángeles rebeldes, porque la transgresión ontológica del
hombre acontece por ignorancia o por vicio mientras en el Maligno por cultivo
del mal mismo. Por eso que la compasión divina está abierto al arrepentimiento
sincero del hombre más pecador. Dicho de otro modo, el siervo arbitrio puede
infectar el libre arbitrio pero no lo puede eliminar, es ineliminable en esta
vida aunque sea intrascendente en la condenación. Cómo es posible que esto sea
así. Sólo cabe pensar que mientras en la humanidad caída el libre arbitrio es decisivo, en la humanidad condenada deja de serlo por una
significativa merma del ser personal.
El sinsentido de la vida en la
modernidad tardía es como el pecado un paso hacia la Nada pero no precisamente un paso hacia la culpa, porque el nihilismo que la cobija excluye su interpelación
hacia un absoluto trascendente. Mientras que con el pecado Dios se vuelve en el
Otro inabordable y el hombre en conciencia desdichada, con el sinsentido
nihilista de la vida lo divino desaparece y el hombre se torna en conciencia
auto exterminadora. El hombre vuelto contra sí mismo es el resultado nefasto de
su falso endiosamiento. El deus in terris
sucumbe a su propia fragilidad ontológica y desorientación ética. Rota la
dialéctica entre el mandamiento finito y la exigencia infinita se pasa
fácilmente a la disolución de la propia existencia finita. La opción de creer
sólo en el hombre bajo el criterio de la univocidad
del ser termina en el inminente triunfo del sinsentido de la vida, como
consumación del nihilismo occidental. Y así como el hombre entró al mundo ético
no por amor sino por temor a la mancha infecciosa del pecado, de modo similar
sale del mundo ético no por perfecto sino por sentirse libre de Dios. Su
indesarraigable deseo de bien se ha degradado,
experimentando el mal como algo relativo e insubstancial. El nihilismo
posmoderno concluye potenciando la humana labilidad y el sinsentido de la vida.
Es más, se puede apreciar el
estrecho lazo que se presenta entre la idea del hombre, el sentido de la vida y
la idea del mal en la civilización occidental. Así, la idea judeo-cristiana del hombre lo concibe
como una criatura creada por un Dios personal, a su imagen y semejanza,
seducido por el ángel caído, y redimido por el Dios-hombre que restablece la
unión y el sentido filial con Dios. La idea griega
del hombre como mens, ratio, logos,
razón, como el agente divino específico del hombre, que da forma y sentido al
mundo, con poder y fuerza, siempre y cuando no se deje dominar por los
instintos y la sensibilidad, como entradas del mal. La idea positivista del homo faber, concebido como un ser vital que se construye, entre
otras cosas, la razón, pero el cual es básicamente un ser instintivo, y de cuya
canalización depende su felicidad y el sentido de su existencia, en el que
predomina lo económico (Marx), lo sexual (Freud) o el instinto de supervivencia
(Darwin). La idea del hombre como ser decadente
(Lessing, Schopenhauer, Klages), de una incurable incapacidad de evolución
biológica, es un animal enfermo, un monstruo, una vía muerte, plaga del mundo,
enfermedad de la vida, todo lo creado por él es mero sucedáneo, el mal es el
espíritu, que es un parásito metafísico que se introduce en la vida y en el
alma para destruirlo, la historia es un proceso de extinción, el sentido de la
vida es la muerte de la realidad humana. La idea del hombre como superhombre (Nietzsche, N. Hartmann),
que exige un ateísmo postulativo, el mal es la idea de Dios que nos libra de
nuestra misión, no existe Dios alguno que sirva de escudo a la libertad, la
responsabilidad, al sentido moral de la existencia humana, los predicados de
Dios (predeterminación y providencia) deben ser referidos al hombre.
La idea del hombre como estructura (M. Bajtin, M. Merleau Ponty,
J. Cavaillés, L. Althusser, N. Chomsky, R. Jakobson, M. Serres, F. Braudel) no
tiene esencia, su ser es producto de su práctica material o lingüística y el
sentido de su vida es elaborar su propia historia. La idea del hombre postestructuralista (Bataille, Deleuze,
Derrida, Foucault, Levinas), en la historia occidental ha sido un ser dominado
por la lógica de la identidad, pero lo esencial del conocimiento es la ceguera,
lo visto es escorzo, lo que ha imperado es la perspectiva del presente, hace
falta iluminar la diferencia, la alteridad, el pensamiento no figurativo que le
devuelve al hombre el sentido de la vida. La idea semiótica del hombre (Barthes, Eco, Greimas, Hjelmslev, Kristeva,
Peirce, Saussure, Todorov), la vida humana es una lucha de signos y
significados porque el hombre es una criatura semiótica, pues es el lenguaje el
que forma a los individuos, el lenguaje es una totalidad abierta y autónoma, la
vida humana encuentra su sentido en la compleja red de códigos y subcódigos, la
falta de diálogo es la raíz del mal y la incomprensión de la alteridad humana.
La idea feminista del hombre (Lucy
Irigaray, Michele Le Doeuff, Carole Pateman), según la cual la humanización de
la humanidad depende de la incorporación de la mujer a la vida civil,
intelectual, espiritual y acabar con el simbolismo fálico de la alteridad. La
idea del hombre del postmarxismo
(Adorno, Arendt, Habermas, Laclau, Touraine), lo concibe como un ser que
requiere de una estructura social no cerrada, sino contingente, que rechace el
totalitarismo, que opte por la defensa de la democracia radical, advierta no
sólo el lado autodestructivo de la modernidad y sí, más bien, la capacidad de
autocrítica, sólo así puede triunfar la acción comunicativa, como sentido de la
vida que conduce a la emancipación humana. La idea moderna del hombre (Benjamín, Blanchot, Simmel, Sollers), que
concibe a la modernidad no sólo como industrialización sino también como
valoración de la conciencia, se sabe autónoma, el arte es irreductible,
indeterminado, desafía la imaginación, supera la realidad y la percepción, y el
sentido de la vida consiste en reparar en que ésta no es identidad sino
diferencia. Por último, la idea postmoderna
del hombre (Baudrillard, Duras, Lyotard, Lipovetsky, Vattimo), que conciben al
hombre como un ser narrativo, la realidad misma no tiene como origen en la
naturaleza sino en el código, las narrativas ya no son creíbles, el diferendo
supera la realidad, el sentido de la vida es aceptar una ontología débil,
propia de la sociedad transparente y la era del vacío, hay que agotar la
sociedad nihilista y sin Dios.
El estrecho lazo que se presenta
entre la idea del hombre, el sentido de la vida y la idea del mal en la
civilización occidental revela que el hombre, su esencia y su estructura
esencial se han hecho problemáticas en medida creciente. Es más, refleja que no
sólo es un problema nóetico-antropológico-vital, sino que, incluso, el
derrotero metafísico que la civilización occidental dibuja, desde su cúspide la
cultura griega clásica, pasando por el alcázar del Medioevo cristiano, hasta
llegar a la ciudadela inmanente de la descreída modernidad tardía, una idea del
hombre que primero lo encumbra por encima de todos los demás seres con un
sentimiento metacósmico, para
concluir estrechándolo y rebajándolo como un ser inesencial, efímero y
contingente, dentro de un sentimiento intracósmico.
¿Significa este proceso el
itinerario en que el hombre concibe cada vez con mayor profundidad y verdad su
posición objetiva y su lugar en el conjunto de lo real?, o ¿significa el
extravío y la desilusión creciente de una civilización que muestra síntomas de
una creciente enfermedad? Aun más, ¿no es el humanismo
lo que muere en Occidente?, ¿no es Occidente por su ciencia y técnica una
civilización global?, ¿incluso culturas tan elevadas como la China y la India,
basadas en un indudable sentimiento cósmico de armonía y unidad entre el hombre
y todo lo viviente, no sucumben ante la racionalidad objetivista y técnica de
Occidente, justo ante aquella racionalidad que aniquila el humanismo?, ni qué decir de las llamadas sociedades americanas
sincréticas, como la quechua, aimara, negros de Bahía, mayas, diversas etnias
amazónicas, que son asimilados aceleradamente por la civilización occidental en
su fase terminal, es decir, posthumanística,
descristianizada e hipertecnificada[2]. No hay
duda que Occidente también influye sobre otras culturas con valores positivos,
como los derechos humanos, la democracia, etc., pero la interculturalidad no
debe convertirse en imposición transcultural, por la cual se torna en nuevo
fundamentalismo que agrede el multiculturalismo. El multiculturalismo no es necesariamente interculturalidad, ni la
interculturalidad es forzosamente transculturalidad. Diferencias que Occidente
muchas veces ha escarnecido sin derecho.
[1]
Cf. Paul Ricoeur, Finitud y culpabilidad,
Taurus, Madrid, 1960.
[2]
No obstante, hay autores recientes que sostienen que la cultura andina no sólo
está viva sino que constituye la esperanza civilizatoria ante el declive y
desquiciamiento de Occidente. Véase: Luis Enrique Alvizuri, La resurgencia de las naciones andinas,
IIPCIAL, Lima, 2004; Pachacuti. El modelo
de desarrollo andino, Bellido Ediciones, Lima 2007. Desde un punto más
sociológico, económico y político tenemos: Gerardo Ramos, Una visión alternativa del Perú, URP. Lima 2001; José Mendívil, La otra libertad, URP, Lima 2005. Un
antecedente cuyo punto de vista es del mestizaje constituye la obra de Antenor
Orrego, Hacia un humanismo americano,
Mejía Baca, Lima, 1966. Sobre el sincretismo americano véase los libros del
Padre Manuel Marzal, El sincretismo
iberoamericano de Manuel Marzal, PUCP, 1985 y Tierra encantada, Ed. Trotta, 2002.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.