El renacimiento del filosofar
Luis Enrique Alvizuri
Comentario al libro Filosofía
mitocrática y mitocratología del filósofo
Gustavo Flores Quelopana, miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía,
presentado en la Casa Museo Ricardo Palma, ciudad de Lima, el martes 25 de mayo
del 2010.
Lo que el filósofo peruano Gustavo Flores Quelopana nos plantea en su
libro Filosofía mitocrática y
mitocratología es algo que él ya ha venido sosteniendo en anteriores
publicaciones: que el filosofar no es privativo de una cultura, en este caso
Occidente, sino que es un hecho dado, propio de todo ser humano. Esto lo
atribuye al filosofare, un elemento
inherente a nuestra especie que nos impele a reflexionar sobre nuestro ser y su
circunstancia. Estamos entonces ante un renovado esfuerzo por democratizar la
más alta expresión del pensamiento, la filosofía, despojándola de ser solo el privilegio
de una cultura dominante.
De esto se desprenden muchas cosas
importantes y cruciales para la visión actual del ser humano en general y el
desarrollo de todas sus manifestaciones culturales particulares. Si todos los
hombres tienen la capacidad intrínseca de desenvolverse en el terreno
filosófico, con propiedad y con soltura, de más está decir que ello conlleva
una independencia de conciencia y de pensamiento, paso previo obligado a poseer
también autonomía en materia de criterio, juicio, ética y valores. Lo gravital
de esto es que lleva a que la autoridad de lo académico, dependiente siempre
del poder de turno, se vea menoscaba y puesta en cuestión, abriéndose la puerta
a pensamientos “políticamente incorrectos” —para expresarlo de una manera hoy
de moda— que a la larga serán el germen de futuros cambios profundos en la
concepción acerca de cómo debe ser la humanidad.
Es así que vemos que, con este aporte, la
filosofía recupera el papel que ella siempre tuvo: el de ser la generadora de
las ideas-madre que toda sociedad posee. Y decimos que recupera dicho rol en
vista que, como suele suceder, cuando un sistema es totalitario, hegemónico y
cerrado —como el actual capitalismo— éste no admite dudas y cuestionamientos a
sus principios básicos, ya que el hacerlo implicaría poner en entredicho su
veracidad absoluta. La filosofía, como muchas otras expresiones humanas, ha
estado sometida y supervigilada pudiendo así ser controlada, encauzando de este
modo todos sus productos, y creándose un engendro seudo filosófico cuya mayor
preocupación es el cómo adaptarse a la realidad y no morir en el intento.
Recordando a Thomas Kuhn y a su famoso
paradigma, se podría decir que en la filosofía contemporánea existe el
meticuloso cuidado de no producir transformaciones sustanciales; la filosofía
oficial solamente se ocupa de maquillar las expresiones lingüísticas y
revolotear sobre una superficie manoseada, aceptada y reconocida. Es por ello
que las últimas corrientes de pensamiento filosófico, gestadas al interior de la
cultura occidental, no han apuntado al meollo del problema, la esencia del ser
humano, sino que se han desviado hacia oficios vanos pero rentables,
principalmente, a analizar las formas del filosofar y sus herramientas para
hacerlo. De ahí que se ve hoy que las dos corrientes más importantes en este
terreno están dedicadas, la una, al análisis exhaustivo de las palabras, la
llamada filosofía analítica —suponiendo que allí se encuentra lo esencial del
acto filosófico— y la otra, la posmoderna, en darle vueltas al sinsentido de lo
ya filosofado, pero sin poder hacer otra cosa que deconstruir lo construido
para ver qué se puede hallar en medio del caos resultante.
La consecuencia de esta situación, inútil
para efectos prácticos, ha llevado a que se genere en el hombre común una
percepción de que la filosofía es una especulación intonsa, que da vueltas
sobre lo mismo, sin ninguna vinculación directa con el usuario principal: el
ser humano. Es vista entonces como un ente que se muerde la cola, que no sale
del encasillamiento de apelar siempre a Platón para cualquier cosa, sabiendo
que todo ello acabará en el acostumbrado relativismo e inacción por parte de
algún filósofo de turno. Las palabras de éste, por muy acomodadas que estén, se
las terminará llevando el viento, y no pasarán de ser un simple discurso con un
tufillo de maestro de escuela quien recomienda a sus alumnos portarse bien y
hacer caso a sus progenitores.
En medio de este panorama, aburrido de optar
por una verborrea con visos de alquimia secreta, se hace necesario que surjan
filósofos que no estén atrapados por la lógica del sistema —para el cual todo
ya está dicho y resuelto, siendo su preocupación solo una mera repetición de lo
mismo pero expresado en forma diferente. Ello pasa necesariamente por el
desligamiento de los principales derroteros que orientan al pensador a llegar a
esas conclusiones (algo similar a lo que ocurre en el arte contemporáneo en el
sentido que a las academias ingresan jóvenes habilidosos que luego salen
expertos en hacer obras absurdas, carentes de sentido y de belleza, denominadas
“instalaciones”, o sonidos disparatados y cacofónicos llamados pomposamente
“música contemporánea”). Un pensador que desee ejercer su oficio llevado por su
impulso natural a filosofar debe evitar ser obligado, mediante los fórceps
tradicionales, a convencerse que es necesario reprimirse y adaptarse al
sistema. Tiene más bien que huir de la carcelería de las aulas puesto que ellas
no representan ni remotamente la orientación original de la práctica filosófica
—la cual se da entre un maestro y un discípulo, y de forma libre y espontánea.
Difícilmente se verá por los pasillos universitarios a dichos personajes. Esto
porque ello es visto como un sinónimo de atraso, y es objeto de burla por parte
de las autoridades. Se impone así el criterio de lo sistemático, de lo
investigativo, como si la filosofía fuese una ciencia, cuando es en realidad
más un producto de la inspiración y de la observación personal de parte del
filósofo, tal como ocurre con el auténtico y sufrido artista.
Y se rechaza esto porque hoy se considera al
filosofar como una técnica mental, como si de un ejercicio físico se tratase
para desarrollar determinado músculo —cual un moderno “pilates” cerebral. Sin
embargo, el verdadero filosofar, que no reniega del conocimiento acumulado por
el hombre, no consiste en hurgar en el pasado ni en encontrar las
articulaciones de las palabras —cosa que es buena si se tratase de descubrir un
lenguaje desconocido. La filosofía es, fundamentalmente, un acto creativo a
cargo de un filósofo, es una innovación en la forma de pensar acerca de lo que
somos y de dónde venimos. Un rápido recuento de las más importantes obras de la
historia filosófica nos demuestra claramente que los grandes pensadores de todos
los tiempos son aquellos que, basados en su propia inspiración, conciben
esquemas y modos de entender la realidad hasta antes de ellos inimaginada. Muy
pocos sustentan sus elucubraciones apelando a las de otros, del mismo modo que
un poeta no suele escribir utilizando las palabras y los giros que los grandes
vates ya emplearon. Lo que la gente espera es siempre la versión personal del
poeta y no el copioso análisis de lo ya realizado. Igual ocurre con el
filósofo, donde su deber es dar a conocer lo que él ha pensado, descubierto o
creado, no así que discursee sobre lo mucho que sabe acerca de la obra de algún
colega; eso al receptor poco le interesa y solo sirve para demostrar una buena
memoria o cuánto tiempo se ha perdido en rebuscar en las bibliotecas intimidades
ajenas.
Es por ello que decimos que la obra de
Flores Quelopana se encauza más por este sendero: por el de la libertad de
pensar y de crear al filosofar, y no por el de demostrar una erudición
petulante y ociosa, más aún en una época donde la Internet ofrece casi toda la
información, resumida y contrastada, en cuestión de segundos y al alcance del
lego. La gran mayoría de los que se dice que son filósofos caben dentro de este
esquema, puesto que, en vez de ser creadores, son especialistas en lo que otros
crearon, sin darse cuenta que así le hacen el juego al sistema al no cambiar
nada de lo que ya está revisado y aprobado.
Flores Quelopana nos lleva a cuestionar
profundamente nuestra idea acerca de que la filosofía es un invento de los
griegos y que solo la cultura occidental es la gestora y guardiana de la pureza
del filosofar, atribuyéndose ella ser la única capaz de realizarlo
correctamente. En su libro el autor nos explica que todo esto parte
principalmente del prejuicio y de la incapacidad de ver las cosas desde una
altura mayor que nos permita descubrir el verdadero mapa del lugar, de tal
manera que se pueda entender que las cosas no son como parecen ser desde la
plaza del pueblo. Si bien los griegos pueden haber desarrollado una forma de filosofar,
decir que solo ellos lo hicieron y que su modo de efectuarla es el único
posible resulta tan absurdo como afirmar que, porque la palabra arquitectura es
de origen griego, entonces son ellos los inventores del arte de la
construcción. El hecho que la alocución ‘filosofía’ sea de raíz griega no nos
debe llevar a pensar que es una potestad exclusiva de tal pueblo, como si el
uso de la palabra baranda significara que los indios fueron los creadores de
tal agarradera para bajar las escaleras.
Entonces, si se quiere saber qué es la
filosofía en toda su amplitud, no se puede constreñir su definición y
desarrollo a solo un punto de vista cultural: tiene que ser entendida como una
acción humana y universal. En este libro encontramos esa perspectiva —lo cual
no es ajeno a su contexto, pues los seres humanos no podemos escapar a ser un
producto de nuestro tiempo. Vivimos hoy en un momento coyuntural de la
sociedad. Por un lado, numerosas posiciones políticas que antes nos daban la
impresión de tener resuelto el mundo han sido dejadas de lado para dar paso a
una visión pragmatista y economicista de la existencia, en la cual solo
interesa la supervivencia del individuo de la mejor manera posible, sin
perspectivas mayores que la satisfacción de las necesidades. Las anteriores
ideas que nos remitían a una dimensión compleja, como la de ver la vida más
allá de lo terrenal, están hoy por hoy menoscabadas por una estructura de
pensamiento híper realista, sujeto a la inmediatez, y que exige, antes de creer
en algo, que se presente la prueba tangible y concreta de lo que se dice (con
lo cual desaparece el concepto fe del vocabulario pues se vuelve obsoleto e
innecesario dado que no es demostrable).
Por otro lado, este mismo sistema
omnipotente, denominado como sociedad de mercado, vive en constantes instancias
de crisis, lo cual lleva al hombre común a pensar que es imposible alcanzar sus
verdaderos anhelos de claridad y paz dentro de la batahola frenética de las
compras y ventas en un sistema mercantilista. A esto se suma una novedosa
visión, resultado de la Modernidad, que es la posibilidad de que el ser humano
sea el responsable de su propia destrucción —y con ello la de la naturaleza— lo
cual establece una incertidumbre e inseguridad antes nunca vista a lo largo de
nuestra historia. La Modernidad recién nos está mostrando su otra cara y con
ello el ser humano empieza a verla tal como ella realmente es: como una
devoradora de la materia, una explotadora del recurso natural, una maquinaria
de destrucción sin medida ni control.
Flores Quelopana se desenvuelve en esta
realidad, subsiste dentro de este maremagno de angustia y de temor, de
inseguridad total acerca de lo que el hombre contemporáneo hace, y por eso sale
a responderle con filosofía. Pero él no está solo en el intento; su alimento es
también sus propios contemporáneos más cercanos, quienes contribuyen de alguna
manera a que geste las ideas que él expresa. Se encuentra acompañado por otros
que también comparten esa visión liberadora de la filosofía, que no creen en la
preeminencia de Occidente para ser la medida de todas las cosas y que también
piensan que el filosofar es universal y no un hecho cultural —aunque cada
cultura le imprime su propia esencia y estilo. No dudamos que el autor ha
sabido recoger todos estos aportes provenientes de quienes avanzan por el mismo
camino. El mérito de nuestro filósofo está en que no se duerme sobre el
pesimismo de la falta de apoyo o de recursos; todo lo contrario, cual informal
peruano sale adelante, sin miedo, y gesta su propia editorial con lo que posee
en el bolsillo, y sin mayor empacho se exhibe abiertamente ante la mirada
impávida del mundo académico, que no acierta a entender cómo alguien puede hacer
tanta bulla con tan poco papel.
Este rompimiento con el esquema tradicional
de la filosofía es, a nuestro entender, la principal virtud del libro de Flores
Quelopana. De ahí en adelante todo puede pasar pues, como dijimos al comienzo,
una vez que se encuentra la llave que abre todas las puertas, el cielo es el
límite, y todo se puede replantear desde el punto de vista creativo. A partir
de ello es posible reescribir la historia de la filosofía, como efectivamente
lo hace, e incluso enmendarle la plana a los más famosos filósofos académicos,
quienes no pudieron escapar a la ceguera de su entorno y de su tiempo. De ahí
que es comprensible que él pueda proponernos, no solo un esquema personal de
qué es la filosofía, sino también dónde ella está, cómo se da y, de paso, cómo
puede ser la que le pertenece a los mundos no occidentales, como es el caso del
mundo andino.
Flores Quelopana nos invita a conocer una
manera de filosofar que él denomina mitocrática, la cual se opone —o yo diría
se complementa— con la que llama logocrática, que vendría a ser la que
normalmente se piensa que es la única filosofía posible. Creo que lo importante
no es ver qué tan cierto es o no esto, puesto que ya mencionamos que, al no ser
una ciencia, la filosofía es esencialmente un acto creativo que surge de una
nada previa, de modo que no se puede encontrar antecedentes a lo que antes no
existía. Si esta forma de entender las cosas nos agrada, nos parece correcta o
explica bien nuestra realidad, será un asunto propio de nuestro criterio selectivo.
La idea que la filosofía es la búsqueda de la verdad, una total y absoluta,
como si ella fuera algo realmente existente en algún lado, no es lo que
actualmente prima en el pensamiento contemporáneo, pues ello nos haría
agotarnos en el intento de demostrar, primero, la existencia de dicha verdad, y
eso nos puede tomar una eternidad. Lo que hoy necesitamos son más bien
filosofías frescas, esperanzadoras, revitalizantes y reconstituyentes, que
renueven la fe en la vida y no la destruyan para que, supuestamente, permitan
que el hombre viva, pues ello no es más que un contradictorio y paradigmático
sinsentido.
Pienso que la propuesta filosófica de
Gustavo Flores Quelopana, al igual que la que practican muchos de sus más
cercanos, va en ese sentido; en el de la renovación y del cambio, en el de las
nuevas iniciativas y los nuevos horizontes. Es una filosofía liberadora, que
nos da a entender que los no occidentales no somos dependientes sino creadores
de nuestro propio destino. Este es el nuevo rumbo que hoy nos sugiere el
filósofo limeño: el renacimiento del filosofar, liberado ya de la carga del
convencionalismo y del dominio del poder. Lo que pueda pasar a partir de ahora
pertenece al misterio, en el cual él fervorosamente cree. Se ha abierto aquí una
caja de Pandora y, a partir de este momento, el mundo podrá ser nuevamente
entendido y redibujado, devolviéndonos con ello el entusiasmo por vivir y por
soñar con utopías aún posibles, aún mejores.