lunes, 8 de mayo de 2023

RACIONALIDADES FILOSÓFICAS

 

RACIONALIDADES FILOSÓFICAS

La fundamentación final de lo mitocrático se cumple en tres etapas: 1º a través del establecimiento de los tres principios básicos del filosofar, 2º su aplicación en las otras formas ancestrales de la filosofía, donde nos preguntamos por el fundamento de su posibilidad, y 3º este fundamento nos conduce hacia la determinación total que pregunta por la lógica filosófica y la preguntabilidad del filosofar mismo. Todo lo cual desemboca en la demostración de la filosofía como situación del existir y una condición permanente de la existencia humana. Así, Grecia no es la medida de toda filosofía posible, sólo es una de las formas del filosofar en la civilización humana. Al filosofar logocrático le precedió el mitocrático y a éste el empiriocrático. Quizá en una síntesis futura esté la superación de la crisis del logos humano.

 

PRIMERA ETAPA: LOS ELEMENTOS ESENCIALES

Los elementos esenciales se trifurcan en tres principios: la universalidad, la multiformidad y la distinción entre forma y contenido de la filosofía.

 

§ 12. Universalidad de la filosofía

 

Como ya lo habíamos señalado antes, Lévy Bruhl terminaría sus días convencido de que no hay hombre prelógico y propuso la categoría de mentalidad participatoria, Lévi-Strauss recogió su legado y fue más lejos al proclamar la universalidad del mito, Gusdorf insistió en la lectura de los mitos como una metafísica primera, Mircea Eliade analizó la naturaleza arquetípica y de retorno periódico de las sociedades arcaicas e destacó en que lo sagrado constituye la experiencia fundamental del homo religiosus, y Jaspers, en contra de Hegel y de Heidegger, sostuvo que la filosofía está en todo tiempo, desde el comienzo de la historia, en los mitos, refranes y apotegmas. No hay forma de escapar de ella. Sin embargo, y a esto es lo que nosotros advertimos, no siempre está manifestada del mismo modo.

Por consiguiente, aprendí a seguir la pista de mi intuición, demasiado fuerte, a lo que podía llevarme hasta los presupuestos básicos y a dejar de lado todo lo demás, el cúmulo de cosas que invaden la mente y que alejan a uno de lo esencial. Pero se puede sospechar que la ingente labor de Jaspers no es una labor concluida. Así, por ejemplo, supuso la existencia de tres grandes tradiciones filosóficas: la India, la China y la Griega; pero si se extiende el principio básico jasperiano de la universalidad de la filosofía, es preferible completarlo añadiendo una cuarta y otra quinta tradición: la Andina y la Africana. La universalidad de la filosofía no puede excluir a ningún pueblo de la historia que se haya visto con mitos, refranes y apotegmas. Más aun, nos hemos visto obligados a ser consecuentes con la universalidad de dicho principio y extenderlo más allá de lo ancestral e ir hacia arcaico, hacia la misma Edad de Piedra. Esta consecuencia paradójica será la que nos llevará a analizar, en la determinación total de la fundamentación mitocrática, la cuestión de la lógica filosófica y la preguntabilidad de la filosofía. Es decir, si el pensamiento es el que crea la lógica o la lógica es el que da lugar al pensamiento, y si la pregunta de la filosofía tiene que ver con aquella prehistórica experiencia fundamental de la manifestación de una trascendencia ontológica que da lugar a la expresión de lo sagrado.

Sólo en este sentido los estudios de Miguel León Portilla sobre La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes (1956) y de Placide Tempels con su La filosofía bantú (1945) pueden encontrar plena justificación y fundamento. No basta con incluir otras tradiciones, como la africana y la andina, en la universalidad de la filosofía sin antes haber demostrado la posibilidad misma de la universalidad de la filosofía. Lo cual ni Portilla ni Tempels hacen. De modo que, de poco sirve precisar que al incluir estas dos tradiciones más uno no se me refiere a aquel periodo histórico de determinados pueblos que han “injertado en su tradición cultural” a la filosofía occidental, sino que ya poseían el pensamiento filosófico antes de su contacto con los europeos, aunque bajo una manifestación distinta a la griega, puesto que de lo que se trata es de analizar el fundamento de la posibilitación de la universalidad filosofar mismo.

La posibilidad de la filosofía en las culturas aborígenes no occidentales, nos remite a lo que se entiende por “filosofía”. Siendo muy distintas las características materiales, históricas y culturales de los diversos pueblos, resulta siendo bastante arbitrario tratar de hacer valer las notas de la filosofía griega como las únicas legítimas como tal. En realidad, también pierde todo sentido aquella distinción peyorativa entre “filosofía en sentido estricto” (griega y occidental) y “filosofía en sentido amplio” (Oriente). Esta incongruencia insiste en una seudo distinción desorientadora y eurocéntrica. Pues, cabe hacerse la pregunta: ¿si “filosofía en sentido amplio no es filosofía”, entonces, qué utilidad tiene esta distinción? Ninguna. En realidad, hubiese bastado decir que existe un pensamiento no-filosófico presentado como filosofía.

Y cuál sería este pensamiento no filosófico presentado como filosofía: el mito, responden. Y cuando hablan del mito se refieren a pueblos que no observan las reglas lógicas, no elaboran ideas complicadas y carecen de coherencia, pero todo ello en comparación con Occidente. Pues es inevitable que nos preguntemos: ¿Qué reglas lógicas no observan? ¿Ideas complicadas respecto a qué?, ¿de qué clase de coherencia carecen?, ¿qué tipo de ideas complicadas no elaboran? ¿Acaso no fueron lo suficientemente aptos para sobrevivir organizándose ordenadamente por miles de años? Pero ocurre que esto no es cierto, puesto que se tratan de opiniones hipotecadas al viejo paradigma del modelo etnológico monista naturalista diacrónico y que no acepta el pluralismo culturalista sincrónico. Felizmente todo el trabajo de la moderna    antropología    cultural    y    estructural    de   Lévy Bruhl, Marcel Mauss, Mircea Eliade y Lévi Strauss, así lo demuestra. Como se sabe el contenido tradicional de la etnología eran las sociedades pre-escriturales, pero hoy también se abarca las sociedades postindustriales, sobre todo cuando se advierte que la telemática conforma una civilización electronal donde predomina el homo videns, a decir de Sartori, en desmedro del homo grafos. No es que volvemos hacia la sociedad pre-escritural, sino que vamos hacia una sociedad post-escritural. Tema en el que no insistiremos aquí.

 

§ 13. Multiformidad de la filosofía

 

La consecuencia lógica es que la filosofía no siempre se manifestó del mismo modo en todos los tiempos, es multiforme. La filosofía se habría mostrado de varias formas y lo seguirá haciendo, porque en último término es una manifestación del logos humano, logos que oscila entre la ratio, el mito y lo concreto. Y aquí el término “formas” no alude a las formas doctrinales sino a las formas civilizacionales del saber filosófico, formas civilizacionales que condicionan el derrotero de las formas doctrinarias. Pues la racionalidad humana aun avanza sirviéndose de los senderos de la razón, la intuición y la percepción. En todos está presente el pensar filosófico, aunque con distinta lógica y distinto fondo metafísico.

La conceptualización de la filosofía mitocrática marca una profunda ruptura con la definición monocultural de la filosofía. Pero aquí no se trata repetir la consabida discusión ni negación de que la filosofía como término y concepto nace en Grecia. No vamos a discutir lo que es cierto, a saber, que la filosofía como concepto es creación del genio helénico, tal como defienden nuevamente Giovanni Reale y Darío Antiseri en Historia del Pensamiento filosófico y científico (1988). Estos han argumentado, desde el punto de vista tradicional y eurocéntrico, la imposibilidad de una procedencia oriental de la filosofía afirmando que: (a) ninguno de los filósofos griegos de la época clásica hacen la más mínima mención de un presunto origen oriental de la filosofía, (b) se ha demostrado históricamente que los pueblos orientales que entraron en contacto con los griegos tenían una sabiduría constituida por convicciones religiosas, (c) ninguna utilización griega de escritos orientales ha llegado hasta nosotros, y (c) si alguna idea de la sabiduría oriental penetró, los griegos le otorgaron una forma rigurosamente lógica. Ninguna de estas aseveraciones es falsa, pero sí son incompletas y unilaterales. Pues, toda la argumentación está basada en que la filosofía tanto en su forma y fondo es de origen griego. Y lo es ciertamente desde el paradigma de la filosofía logocrática, pero deja de serlo cuando consideramos la existencia de otro tipo de paradigma, a saber, la filosofía mitocrática. Entonces, se hace evidente que con los griegos nace una nueva forma de hacer filosofía, totalmente distinta y contrapuesta al saber oriental.

Mientras la filosofía mitocrática oriental es religiosa y regida por el principio de contradicción, la filosofía griega es racional o logocrática y regida por el principio de identidad. Obviamente que la vida espiritual griega le otorgó una nueva forma lógica a la filosofía. La sabiduría religiosa oriental estaba penetrada de filosofía en una forma diferente, pero el contenido era el mismo que el griego: afán de conocer los fundamentos últimos del mundo. En los orientales tal saber tiene una finalidad religiosa, buscar la salvación, en los griegos posee una finalidad teórica y científica, de ahí que permitió el nacimiento de la ciencia occidental. Pero hay que tener presente que cada cultura es una galaxia con vida propia. Por eso, tampoco se trata de echarnos a buscar en cada tradición cultural el equivalente homeomórfico del quehacer filosófico, como plantea el filósofo intercultural católico Raimundo Panikkar, en su libro La experiencia filosófica de la india (2007), y que en el Perú lo han hecho con buena intención Mario Mejía y Víctor Mazzi.

No obstante, su pluralismo intercultural cree posible superar la definición conceptolátrica de la filosofía a través del descubrimiento de los equivalentes homeomórficos en cada cultura, pero con ello caen atrapados en las redes del criterio comparativista con el modelo filosófico griego. Y de esta manera, es decir sin salir del patrón griego, no es posible demostrar coherentemente una forma de filosofar distinto al occidental.

 

§ 14. Forma y contenido de la filosofía

 

Pues, más allá del argumento de que la filosofía como “término” no es transcultural, subyace la profunda verdad de que existe un contenido que permite superar la definición occidental de la filosofía. Y esto es así porque a pesar de que la filosofía asume ciertos rasgos nacionales, según el lugar donde se le cultiva, ella es universal. El estereotipo de que el nombre y los problemas de la filosofía nacen en Grecia, no comprende   la   verdadera   universalidad   del   pensamiento filosófico, el cual trasciende pueblos y nacionalidades al incumbir a la condición propia del hombre.

Hegel decía que la filosofía es producto del Espíritu absoluto, y que ésta aparece cuando se alcanza un ciero grado de interioridad, cuando se logra la conciencia de la libertad, y se origina cuando el espíritu de un pueblo entra en decadencia, por ello ataca y niega el mundo existente, es la autoconciencia que viene a culminar lo inevitable. Según Hegel no hubo filosofía entre los pueblos que establecieron Estados naturales, como México y Perú, y que ésta recién aparece en los pueblos con Estados históricos o racionales. El valor del Estado reposa en la idea de la libertad. No tiene sentido criticar anacrónicamente a Hegel, pero sí lo tiene reprochar a quienes, como Sobrevilla (Repensando la tradición occidental, Amaru editores, p. 234, Lima 1986), critican su eurocentrismo, al no tomar en cuenta Africa ni América, pero al mismo tiempo niegan la existencia en sentido estricto de la filosofía no occidental. Pues, qué sentido tiene reprochar el etnocentrismo histórico de Hegel sin cuestionar su eurocentrismo filosófico. Pues ninguno. Cuestionar el valor del Estado racional en el sistema de Hegel nos conduce directamente a discrepar sobre su concepción del origen de la filosofía. Lo uno lleva a lo otro, de nada sirve evadir la cuestión o salir con alambicadas soluciones. De esto se deduce que, en los Estados teocráticos y despóticos orientales, donde por la religión la verdad es alcanzada por el sentimiento y la creencia, la filosofía existe y está presente no precisamente para atacar o negar el mundo existente, sino para llevar al mundo a su plenitud ontológica.

A esta consecuencia nos llevaría el negar el valor del Estado natural de Hegel, el no hacerlo sería una inconsistencia abrumadora de quienes predican la imitación rigurosa del racionalismo constructivo germano. Pues, rechazar el infravalor del Estado natural hegeliano nos llevaría a problematizar no sólo la idea de la Naturaleza, como el Espíritu fuera de sí o exterioridad, llevándonos a admitir un cierto nivel de interioridad del Espíritu en la Naturaleza, sino que sobre todo nos conduce a deliberar sobre el eje de la historia, que según Hegel es la idea de la libertad. Y cuestionar este sitio significa poner en puntos suspensivos la piedra de toque de toda la filosofía hegeliana, a saber, la libertad como la sustancia del Espíritu. Negar el enfoque eurocéntrico de los Estados naturales sin hacer lo mismo con el etnocentrismo filosófico es una inconsecuencia teórica o una jerigonza sofística que no comprende la verdadera universalidad de la filosofía.

Unido a este enfoque etnocéntrico del Estado natural está la idea estereotipada y muy extendida de que la democracia favorece el desarrollo de la filosofía. Esta idea podrá ser cierta, y no sin ciertas restricciones, dentro de la tradición del Estado moderno, pues ya vimos a los niveles de dogmatismo que descendió la filosofía en Rusia durante el sovietismo y el ostracismo y persecución que tuvo que afrontar en Alemania durante el nazismo, pero la joven democracia ateniense no fue menos amable con Anaxágoras, Protágoras, Sócrates, Ptolomeo Lago, Platón fue vendido como esclavo por el tirano de Siracusa, a la muerte de Alejandro (323) Aristóteles tuvo que huir para que los atenienses no pecaran por segunda vez contra la filosofía con el delito de impiedad y a Séneca el emperador Nerón le ordenó poner fin a su vida. Tampoco se puede olvidar el exilio que el rey Federico Guillermo I le impuso al filósofo Christian Wolff bajo pena de ahorcamiento. Ni la prohibición de Federico Guillermo II de abordar temas morales y religiosos a Immanuel Kant. Menos aún la estrecha vigilancia policial que Federico Guillermo III sometió la vida del hábil Hegel. Así que aquella versión edulcorada que dice que el hombre oriental se veía obligado a la obediencia ciega al poder religioso y político, mientras que en Grecia y Occidente se tenía una gran libertad respecto a la religión no es más que una mítica fábula romántica.

Las condiciones socio-político-económicas obviamente que influyeron sobre la filosofía y fueron distintas en el mundo mitocrático oriental y en el conceptolátrico griego. Por lo demás, en el mundo oriental no estuvieron ausentes las revoluciones religiosas. Quizá la más famosa de ellas sea la que implementó el Faraón Amenofis IV, en la segunda mitad del segundo milenio a. C., quien cambió su nombre por el de Akhenatón, una de las figuras más controversiales de la historia de Egipto, debido a su intento de establecer el monoteísmo basado en el culto del disco solar, Atón, lo que llevó a algunos investigadores a establecer extraños paralelismos entre su figura y la de Moisés (Aldred, C., Akhenatón, el Faraón hereje, EDAF, 1988). Otro ejemplo de discrepancia religiosa en el mundo oriental, la encontramos en el Zend-Avesta del persa Zoroastro, hombre que ha llegado a una nueva visión de Dios y se siente obligado anunciarla al mundo. Actualmente se estima que vivió hacia el año mil a. C. o quizá un siglo después. También tenemos a los sistemas heterodoxos o materialistas (Nástika) de la India, en el siglo VI a. C., el charvaka, budismo y jainismo, los cuales no aceptan la autoridad de los Vedas. Entre los pueblos de la antigua América encontramos a Quetzalcóatl de toltecas y aztecas, Naylamp en los mochicas, Manco Cápac en los Incas, y Kukulcán en los Mayas, como dioses reyes enviados a la tierra con un plan civilizador. El rey de Texcoco, en México, al parecer había llegado ya al monoteísmo, pues hablaba de un dios invisible, que no podía representarse, “Aquel por quien todos viven” y al que daba el nombre de Tloque Nahuaque. El Inca Garcilaso, por su lado, al describir al dios Pachacamac como ánima del mundo-universo y no como Hacedor ni Creador, como sugería la palabra Pachayachachic del Padre Acosta, nos plantea con nitidez un monoteísmo incaico, de carácter dualista complementarista, es decir, un Dios Ordenador frente al Caos material (véanse mis libros Visión del Perú del Inca Garcilaso, Lima 2008, y El Inca Garcilaso como Filósofo, Lima 2008). Como vemos, pues, tampoco en las sociedades teocráticas faltaron los reformadores religiosos radicales que desafiaron los dogmas establecidos. Así que, aquello de la obediencia ciega al poder religioso en el mundo oriental no es más que otro estereotipo occidental que no diferencia entre forma y contenido de la filosofía y repetido acríticamente por el rutinario homo academicus.

Pero hay algo muchísimo más importante en este punto, que subyace como fondo metafísico diferenciador entre la filosofía mitocrática y la filosofía logocrática. Y es que mientras una piensa el ascenso de la conciencia hasta Dios, la otra aborda el acercamiento de Dios al hombre. Mientras una ve lo verdadero aprehendido en su pura idealidad, la otra ve lo verdadero como concreto. Aquí el giro clave se muestra en el concepto de Dios, en la idea de lo Absoluto. En tanto que una hace que los conceptos no paralizan lo real en una abstracción construida por el entendimiento, sino que hace inteligibles los procesos de la realidad natural mediante metáforas donde el ser entraña el no ser; en cambio, la otra desplaza el devenir como objeto primario de las preocupaciones teóricas y convierte, desde Aristóteles, a la abstracción inmutable del silogismo en el núcleo de la lógica identitaria. A la filosofía mitocrática le interesa llegar a la idea absoluta de Dios, la Sustancia independientemente de la existencia, de la experiencia y lo concreto. Por eso se consuma en una filosofía religiosa o en una religión filosófica que pretende alcanzar la idea de Dios o del Ser no reductible a idea, no es voluntarista sino contemplativa o meditativa. En ella hay éxtasis o elevación y transfiguración de la mente hacia Dios. Dicha transfiguración operada directamente por Dios, y que, según comprobó el psiquiatra francés Pierre Janet (De la angustia al éxtasis, 1928, p. 497), provoca un gran sentimiento de gozo, es el lenguaje del amor, de la deificación, como fase supraintelectual de la ascensión mística hacia Él.

El cese de la búsqueda y el paso a la comunión con lo divino también lo encontramos en Filón, Plotino y la mística occidental, verdadero ejemplo viviente de lo mitocrático como componente del logos humano. A propósito, llama la atención que alguien como Heidegger, que reclama recuperar al ser de su olvido metafísico occidental, se haya limitado a hablar del éxtasis solamente como determinaciones del tiempo, sin extraer mayor provecho metafísico a dicho concepto. Pues, el éxtasis como comunión con lo divino trasciende el tiempo ordinario y va hacia lo transtemporal y metafísico por excelencia, a un tiempo anterior al mundo, donde mora lo Absoluto en su eterna transtemporalidad. Todo lo cual indica que la pregunta por el ser no puede ser respondida satisfactoriamente cuando sólo se ve al Dasein instalado en el ámbito de la inmanencia y se le niega su pertenencia también al ámbito de la trascendencia. Por lo demás, una posible síntesis entre el logos del mito y el logos de la ratio implica un sistema que lleve hasta las últimas consecuencias el equilibrio armónico entre lo puramente racional y la fe, lo cual haría que el esfuerzo de racionalización sea más lúcido y completo.

En cambio, a la filosofía logocrática le interesa alcanzar la idea de Dios o del Ser como esencia, idea o concepto, que explique la realidad de la experiencia y de la historia. Y valga esto, a pesar de que Platón en la alegoría de la caverna defiende la idea de que la verdad total nunca será posesión del concepto. En este sentido, Heidegger tiene razón, no en el reproche de la metafísica platónica, sino en advertir que la metafísica occidental ha sumido al ser en el olvido nihilista al tomar al ser como esencia, idea o concepto. Y en esto consiste justamente el meollo metafísico de la filosofía logocrática. Eso por un lado, y por otro, es otro estereotipo considerar que Occidente es la única cultura, comparada con todas las demás, que ensaya modelos racionales desde el punto de vista social. Pues, desde el Código babilónico de Hammurabi hasta el decálogo de Moisés el Oriente también ha dado muestras de sobra de tratar de organizar su sociedad acorde a planes ideales.

El tema de la Ciudad Radiante es recurrente al utopismo y al milenarismo occidental, sin asumir el eterno presente de la visión cíclica de la historia. Occidente hereda la noción de progreso y libertad de la tradición semítica o judeocristiana; y recibe el racionalismo y la visión cíclica de la historia de la tradición indoeuropea. Otra cosa es que la razón es asumida con radicalidad por los filósofos griegos, mientras que en oriente la racionalidad es el lenguaje de los dioses asimilado en la tradición. Toda cultura ha perseguido la universalidad y necesidad de sus tesis. Y esto ha sido así porque sólo existe un solo, aunque complejo, logos humano, pero que se manifiesta de diversas maneras. La lógica universal, eterna, incambiable, válida siempre, con principios supratemporales, lícita para todos los tiempos y todos los espacios, es propio del ideal de la filosofía racionalista, pero ha caducado. Actualmente ya no hay un solo tipo de lógica, sino que hay una proliferación de lógicas diferentes. Esto ha dividido la opinión de los filósofos, en cuanto unos sostienen que no hay una razón universal suprahistórica, sino sólo capacidad convencional (Poincaré) o previsora de la razón (Peirce), tesis llevada al extremo por Wittgenstein en sus Investigaciones filosóficas (1953) al afirmar que todo lenguaje es “juego lingüístico”, y otros, como Francisco Miro Quesada (Lógica I, 1980) que piensan que hay profundas relaciones entre los diversos tipos de lógicas, sobre todo las lógicas heterodoxas, lo cual hace posible hablar de un proceso de racionalización teórica y material del mundo. Pero hace falta una teoría general de la razón que no se refiera únicamente al nivel lógico-matemático.

De forma que, la Razón se va descubriendo según se va construyendo y se va construyendo conforme se va descubriendo, o lo que decía Piaget, no es la lógica lo que forma al pensamiento sino el pensamiento lo que da forma a a la lógica. Lo cual supone asumir en lógica ni un planteamiento platónico-kantiano alejado de la práctica, ni un pragmatismo alejado de la ciencia. Nuestra visión busca conciliar esencia y existencia en la interpretación del logos. Y esto va conforme con la creencia actual de que nuestro conocimiento de la realidad es probable; en cambio en el apogeo del racionalismo, y después, se creía que la realidad era necesaria, pero actualmente ya no. Como se sabe ha sido Popper, y antes Leibniz, el que enfatizó que las leyes de las ciencias empíricas son leyes probabilísticas, y la única manera de llegar a tener algún conocimiento de ellas es de modo aproximativo. Nuestro conocimiento de la realidad es probable porque la realidad es contingente, funciona probabilísticamente, átomos, partículas, electrones, protones y mesones no se relacionan en forma necesaria. La concepción racionalista de la filosofía se la derrumbado. De manera que la filosofía sea solamente de origen griego, un pensar racional, crítico y esencial a Occidente, constituye una no verdad, que nunca podrá tropezar con él quien no advierta que la filosofía es cultural por su forma, pero es universal por su contenido.

O, dicho de otra forma, el sentido intercultural de la filosofía no reside en la existencia de un término homeomórfico equivalente, sino en la existencia de un contenido y de una actividad de carácter universal. La sociedad determina la forma, pero no la esencia de la filosofía, la cual es universal mientras su forma es temporal, perteneciente a cada civilización. En este sentido, fenomenológicamente hay que diferenciar la forma y la esencia de la filosofía. La primera es cultural, la segunda es transcultural. La forma racional de la filosofía es mérito y creación de los griegos, la forma religiosa fue propia de los orientales y de las culturas ancestrales. Ambas formas son formas contrapuestas de filosofar, pero el contenido de la filosofía no les pertenece a ninguna de las dos, trasciende a las dos porque es parte de la condición humana. Su esencia o eidos es más antigua que su morfología conceptual griega. El acto de filosofar o noesis no debe ser confundido con el contenido del filosofar o noema. Y adaptando la terminología, podría decirse que el acto de conciencia por el cual se filosofa es filosofiesis y que su contenido o aquello que se sostiene o piensa puede caracterizarse como filosofeuma. Quiere esto decir que la filosofía antes de convertirse, por su forma, en una creación cultural de los griegos, ya existía en su esencia bajo otros paradigmas de la mentalidad humana, como un esfuerzo de dar cuenta de los fenómenos que envuelven a nuestro ser. La importancia fundamental que tiene la filosofía a través de todas las épocas se debe, no a su afinidad con la cultura occidental, sino a su correlación con la misma naturaleza del hombre, a su esencia, a su logos. Lo que Grecia le dio a la filosofía fue su vigencia racionalista, pero ya antes de ella se dio en su forma mítica y mágica. Ciertamente que estas ideas, que constituyen una teoría de la filosofía, no son fáciles de asimilar porque imprimen una profunda ruptura con la noción del origen griego de la filosofía, el logocentrismo imperante y el ilustrado racionalismo conceptolátrico que de alguna manera se prolonga con el saber científico-tecnológico actual, son un formidable escollo para admitir otras formas de filosofar anteriores a la griega. Pero la filosofía en sí misma está llamada a mostrarse por completo como un pensar que resuelve la manifestación de su contenido en la galaxia de su propia cultura y edad. Y en consecuencia, más allá del galimatías   de    preferir   el   término “pensamiento” o del argumento de que la filosofía como “palabra” occidental no es transcultural, subyace la profunda verdad de que existe un contenido que permite superar la occidental definición conceptolátrica de la filosofía. Concepción que exige por sí misma una teoría de la razón o del logos humano, junto a una teoría de la esencia del filosofar.

Este contenido corresponde al hecho metafísico antropológico de que concurre una filosofía perenne, encarnada esencialmente en el propio quehacer humano con aquella dimensión en el que manifiesta una trascendencia ontológica bajo la forma de lo sagrado. Aquella experiencia de la realidad en la que florece la perfecta plenitud del ser no fue nunca privativa de los griegos ni de la cultura occidental, ni siquiera de los pueblos orientales, ancestrales o arcaicos, sino que pertenece a la radicalidad de nuestra existencia. De manera que la filosofía sea solamente de origen griego, un pensar racional, crítico y esencial a Occidente, constituye una limitación tan grande a la dimensión y hondura del problema del filosofar, que quien no esté abierto al principio jasperiano de la universalidad de la filosofía jamás lo entenderá, puesto que a pesar de la gran diversidad de ángulos y aspectos de la investigación mitocrática, en realidad ella sólo persigue un único objetivo: reencontrar el filosofar en su origen existencial. De modo que la Mitocratología sería una disciplina que se aplica al existente humano, no a las manifestaciones lingüísticas o culturales observables. En consecuencia, su tarea consiste esencialmente en descifrar este existir para sacar a la luz filosofías que no existen más que a título de representaciones.

 

SEGUNDA ETAPA: EL FUNDAMENTO

 DE LA POSIBILIDAD

En esta segunda etapa se pregunta por el fundamento de la posibilidad del pensar mitocrático y del pensar empiriocrático.

En el fondo se trata de establecer la relación tanto del mito y de la magia con la filosofía. La interrogante que trata de dar cuenta del principio de la universalidad de la filosofía adopta la siguiente forma: ¿qué y cómo fue la filosofía en tiempos remotos y de la cultura prehistórica? ¿Qué justifica la presencia de la filosofía en el pensar ancestral? ¿Qué es eso llamado filosofía?

 

§ 15. La teoría mitocrática

La teoría mitocrática si algo recoge aquí del estructuralismo es la necesidad de deconstruir para pensar de otra manera, yendo más allá del conceptolatrismo de la razón. Aquí cabe señalar que la exploración de otra forma de filosofar, en la identidad cultural no occidental, sería el auténtico desafío que se deriva de los presupuestos de la filosofía de la liberación –atascada en una analéctica infecunda, un historicismo inmanentista y un ontologismo ateo-, pero esta tarea sería el desafío de la generación nativista y mitocrática.

Bien visto, la teoría mitocrática de la filosofía es útil en un doble sentido: ayuda a comprender la existencia de la filosofía en orbes culturales míticos, premodernos, no occidentales y esclarece la importancia que tiene el logos mítico en la restitución del desmoronado equilibrio de la conciencia normativa actual. Pero existe una tercera razón, de radical importancia entre nosotros, y es que no es posible superar una filosofía de la dominación, refleja, ancilar, defectiva, carente de originalidad y dependiente, sin romper la definición monocultural de la filosofía impuesta por el dominante eurocentrismo occidental. Mi objetivo principal ha sido averiguar los fundamentos que demostraran en la medida de lo posible, la existencia de lo mitocrático en la filosofía del pasado y del presente.

La nueva comprensión del logos humano, como aquel que se debate entre el logos del mytho y el logos de la ratio, la lógica sobrenatural de la fe y la lógica natural de la razón, junto con el agotamiento del dominio de la filosofía occidentalizada y el carácter reflejo del filosofar periférico, van convenciendo paulatinamente a los escépticos, porque el fundamentalismo eurocéntrico no cambiará, que todavía son dominados por paradigmas occidentales, de lo erróneo de la noción monocultural de la filosofía y de la necesidad del reconocimiento de su carácter multívoco y multiforme. En mi opinión sólo hay una forma de conseguir que el público preste atención a una idea nueva: discutir y explicar, en un lenguaje asequible para todos, pero que no trivialice lo que de suyo es serio, los problemas y las soluciones que caracterizan a la investigación sobre el nuevo pensamiento. Esto sólo se puede hacer a partir de la comprensión creativa del material que se va a manejar. El hecho que recién se haya emprendido esta tarea, tiene como explicación la necesidad de recorrer una serie de hitos indispensables, que me han demostrado que Grecia no es la medida de toda filosofía posible, que es el punto de arranque del modo logocrático de filosofar y la irrealidad de su univocidad que estrecha su panorama y profundidad.

 

§ 16. El pensar mitocrático

 

La razón no sólo es universal, como dice Aristóteles, sino que, no es difícil advertir que antes de ser guiada por el principio de identidad estuvo regida por la armonía de los opuestos o el principio de contradicción, bajo la forma del mito. Y esto no implica que el hombre ancestral haya sido un ser prelógico, como en su primera etapa supuso erróneamente Lévy Bruhl, sino que los principios lógicos siempre son los mismos, lo que varía es su estructuración conforme a su etapa civilizatoria. Lejos de adoptar una postura platónica y ahistórica lo que aquí sostengo es que el logos humano se constituye a sí mismo en sus relaciones internas. La historicidad del logos humano no es tanto una búsqueda de sí mismo sino un despliegue de sus potencialidades en la historia. Así la filosofía no es otra cosa que el logos humano, pero el logos diferenciándose según la hegemonía y realización de los principios que la constituyen, el logos en el constante movimiento de autorrealización en el mundo, comenzando desde la aparición del hombre como criatura filosófica.

Por eso la filosofía nunca fue ni será ciencia rigurosa, como pretendió Husserl hasta la publicación de La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, nunca alcanzará una verdad definitiva, ni podrá enunciar algo sobre un ente en sí, definitiva e indudablemente cierto. Como se puede advertir, la filosofía antes que un sistema o doctrina explicativa, es pues un esfuerzo incesante de esclarecimiento que funde apropiadamente la comprensión del hombre y del mundo.

Pero el pensar mitocrático plantea la cuestión del mito y su relación con la filosofía. El mito no es lo antifilosófico por excelencia, como se popularizó de la Ilustración, por el contrario, las culturas no occidentales filosofaron míticamente, porque el mito basado en la metáfora, la analogía y la alegoría presupone un proceso de pensar no horizontal, como la metonimia, sino ascendente, que comprende la abstracción del concepto a partir de una situación empírica concreta. No hay mito sin abstraer un contenido intelectual a partir de una base empírica. Podemos preguntarnos si dicho contenido intelectual abstraído en la metáfora es un concepto, entendiendo por concepto aquella representación que hace el entendimiento de las propiedades (realismo) o impresiones (empirismo) comunes de las cosas, o dicho más sencillamente con Pfänder, los conceptos son los elementos últimos de todos pensamientos. Es inevitable, entonces, afirmar que la metáfora al trasladar el sentido propio de las palabras en otro sentido figurado, en virtud de una comparación tácita, está haciendo uso del concepto. Pues, no es posible dicha comparación en la metáfora sin el manejo del concepto, o mejor dicho, el sentido figurado de las palabras es imposible sin el manejo de los conceptos. No puedo metaforizar sobre la rosa, y así por el estilo. De modo que, si en el mito hay metáforas entonces hay conceptos.

Además, hay que tener presente que el concepto no sólo se puede dar en las palabras, sino también en los números, los signos, los símbolos, los actos de toda clase. Pues, el concepto es el órgano del conocimiento de la realidad y como tal tuvo que estar presente desde nuestra más temprana humanidad. Es más, la moderna etología no los excluye del mundo animal, lo cual universalizaría aún más su presencia. No en vano podemos recordar que quizá la más grandiosa extensión del papel del concepto esté dada en la tradición judeo-cristiana, precisamente en el Evangelio de San Juan 1:1. Pues allí, donde el concepto es el logos, que hace del cosmos el producto del concepto de Dios.

Ahora bien, podemos también interrogarnos por la clase de conceptos que están contenidos en los mitos. El profesor de filosofía de la Universidad Nacional de Trujillo Víctor Baltodano, tras escuchar mi ponencia en el XII Congreso Nacional de Filosofía, realizado en la Universidad Enrique Guzmán y Valle el pasado noviembre del 2009, me sugería recurrir a su propia clasificación conceptual: sensoriales, realizativos, ordenadores e inventivos. A los que vincula con las dimensiones del hombre: sensible, volitiva, intelectiva y afectiva. La ventaja de esta clasificación baltodaniana es que amplía la pregunta sobre las cuatro dimensiones del hombre relacionadas con el mito. No obstante, lo que la tradición eurocéntrica cuestiona es la existencia de conceptos en el pensamiento mítico. Por lo que a este aspecto nos centraremos. La clasificación ontológica y no meramente lógica del concepto se hace según a la clase de objetos a la que se refiere. Aquí nos guiaremos por los mitos cosmogónicos, que están relacionados con el misterio de la creación y son considerados acertadamente por Eliade de carácter más amplio y general que los mitos particulares de origen, que están subordinados a los cosmogónicos. Pues bien, en los mitos cosmogónicos, que explican la creación del mundo de manera amplia y general, no están presentes conceptos objetivos que tienen como correlato objetos propiamente dichos.

Más bien, se trata de conceptos funcionales, que relacionan diversos objetos bajo un concepto genérico, el del origen. Pero este saber, como bien lo señala Malinowski, reúne en uno sólo el impulso científico por conocer el mundo natural, y el saber sagrado, ritual y salvífico. Estos conceptos unen en uno sólo lo teórico, contemplativo y poético. Y en cuanto a los conceptos empleados por los filósofos griegos ¿cuál era su diferencia con los conceptos de los filósofos mitocráticos? En primer lugar, tenemos el rechazo del mito y lo religioso.  Ejemplo de ello lo encontramos en Jenófanes, quien se encoleriza con Homero y Hesíodo por atribuir a los dioses todo lo que es infamante y vergonzoso entre los hombres. Fue también el primero en romper con el antropomorfismo y politeísmo religioso griego, derivando hacia un monoteísmo y panteísmo filosófico. Con ello despersonaliza las leyes naturales, pero no las desdiviniza, pues continúan siendo leyes divinas. Sin embargo, su monoteísmo es un medio en la doctrina del ser, dándose comienzo a la doctrina del puro pensar.

En segundo lugar, encontramos que, en los conceptos de los filósofos griegos, especialmente desde Parménides, predomina el principio de identidad, lo que le permite a dicho filósofo dejar atrás las divagaciones teosóficas de su maestro Jenófanes y de los milesios otorgando prioridad al pensamiento lógico. Es el dominio de la lógica con el principio de identidad y no contradicción, de la dialéctica del pensar mismo. En contraste, en el filosofar mitocrático oriental y no occidental predomina una lógica que gira en torno a la armonía de los contrarios o principio de contradicción.   

La manera según la cual el pensamiento mitocrático relaciona el ser a la existencia, y recíprocamente, se sitúa en el origen de todo uso filosófico de la noción de ser es distinguiendo claramente, en una posición realista, entre la existencia real del objeto y el objeto existiendo como idea o concepto. Y aún más, en la cima de todos los seres existentes ubica a Dios, verdadero sostén ontológico de los seres múltiples, y el cual no es concebible por el pensamiento. Unidad y multiplicidad quedan compatibilizadas a través de la fe y la idea de infinito. Se trata de un camino hacia el ser donde religión y filosofía están unidas, y que en el pensamiento occidental estuvo presente últimamente en Maurice Blondel en su libro El ser y los seres. Ensayo de ontología concreta e integral (1935). Pero en esta posición realista de la filosofía mitocrática no se supone que lo humano sea asumido como subjectum, como lo será nítidamente desde la modernidad, sino que es objectum o parte de la armonía que debe mantenerse entre el cielo y la tierra. Sin subjectum no hay concepto de persona, idea que aparecerá al final de la etapa mitocrática con el cristianismo, sin embargo, el hombre es la cosa sintiente de lo divino o de la supremacía de lo no sensible sobre lo sensible. Lo humano se convierte en colaborador cósmico de la divinidad. De aquí parte la filosofía del desapego del Bhagavad Gita, el wu wei o doctrina de la inacción del taoísmo, la piedad impersonal del yogui y el código moral del incario. Muy diferente a la mística activa del cristianismo. Mientras que en las místicas de unas el Ser infinito está por encima del bien y del mal, por el contrario, en el cristianismo Dios y el Bien se identifican.

En cambio, con los griegos la metafísica de las esencias basada en el principio de identidad, margina la alteridad del devenir y postula la esencia como concepto. Con ello el ser en sí, el einai, se termina confundiendo con la esencia conceptual. De esta manera se echan las bases para el posterior naufragio nominalista y empirista de la trascendencia, la verdad y la razón. Heidegger responsabilizó a la metafísica de Platón de tomar el ser como esencia, idea o concepto, se sometió el ser al yugo de la idea y proclamó de la necesidad de destruir la metafísica del olvido del ser. Pero esta acusación es inexacta porque Platón nunca negó la posibilidad de buscar el ser en sí, más allá de toda esencia. Más bien el anatema contra la metafísica debe recaer en Parménides que consagró la identidad entre el ser y el pensar, confundiendo así el mundo del logos con el mundo de la realidad. No hay, pues, duda, de que con los griegos comienza una nueva forma de filosofar, cualitativamente tan distinta a la anterior que no sólo por la invención del término de “filosofía”, sino, también, por su tajante oposición con el pensar teosófico anterior se pensó que la esencia del filosofar se reducía a lo presentado a partir de Grecia.

En realidad, la forma de filosofar anterior no dejaba aun de filtrarse en ciertos filósofos griegos, como en los milesios, el taumatúrgico Empédocles, Heráclito con su devenir, y Pitágoras con el logos número. Como señala María Zambrano en su célebre libro El hombre y lo divino (1955), la condenación de los pitagóricos por Aristóteles se debe a que el logos número descubre la no identidad o armonía de los contrarios, en cambio el logos-palabra descubre la identidad, salva la naturaleza y al hombre, el cual se basta con su inteligencia. Claro que su libro tiene la intención de demostrar que el dios idea de los filósofos griegos fracasa porque no ama ni puede ser amado, no responde y sólo ofrece la visión de las esencias. Con el ser, como unidad descubierta por la inteligencia, comienza el delirio de la deificación humana. La piedad es la relación del hombre con lo divino, pero con el racionalismo quedó convertida en una virtud del ser humano. Lo sagrado es consustancial al hombre, dice Zambrano, y ser plenamente es recuperar el paraíso como simples hijos de Dios. Ante lo divino extraído de su propio pensamiento, el hombre queda reducido a su propia impotencia de ser Dios.

Lo que nos dice la ilustre discípula de Ortega y Gasset nos sirve para demostrar, entre otras cosas, que la filosofía mitocrática anterior a los griegos implicaba lo piadoso y no sustituía el dominio de lo sagrado por el dominio inapelable de la inteligencia humana. Pero, por otro lado, plantea otra cuestión decisiva. Cuando Heráclito, Platón y Aristóteles postulan la metafísica de las esencias no lo hacen para dar cuenta de la existencia de Dios, sino para salvar al mundo de las apariencias, comprendiendo el devenir. De este modo, la metafísica de las esencias no nace de la teología, como parece sugerirlo Zambrano, sino del problema del devenir. Y si las esencias no eran las ideas subjetivas de la mente humana, como lo es desde el nominalismo medieval y la modernidad, sino realidades del ser, entonces el principio de deificación humana, planteado por la filósofa española radicada en la América española, debe ser entendido como el protagonismo de la vía lógica para presidir develamiento el sentido del ser. Lo cual me parece cierto, sin olvidar que la filosofía mitocrática implica también una vía lógica, aunque distinta, pues aquí se supone que la razón no lo penetra todo. Al contrario, el hombre mitocrático vive rodeado de alteridad, pues lejos de reducir todo al principio de alteridad no sólo razona, sino, también espera y escucha el lenguaje contradictorio de lo real, ante su propia impotencia de ser dios.

El carácter teórico-contemplativo-místico-poético del mito, especialmente cosmogónico, indica que el pensamiento ancestral desarrolla en su deseo de conocer el origen del mundo una forma de reflexión filosófica. Se trata de un filosofar mitocrático, propio de un sistema lógico-analógico-metafórico que guía a la imaginación simbólica. Por ello, los mitos no son fantasías de pueblos primitivos, ni exclusivos de éstos, sino que está unido a la estructura misteriosa e inexplicable de la existencia humana. Es por ello que la moderna civilización los sigue produciendo, lo cual destaca su función social normativa y civilizatoria, muy al margen de que pervivan mitos de origen milenario. Su similitud estructural se explica también porque nacen de la naturaleza misma del hombre. En este sentido se confirma la universalidad del mito supuesto por Lévi-Strauss. El concepto del mito no se fundamenta en un causalismo experimental, como en la ciencia moderna, ni en un causalismo de la causa primera, como en la racional filosofía griega, sino que se basa en un causalismo trascendente, nouménico y sagrado. De ahí, que la explicación del mito sea también filosófica, pero de una filosofía unida a lo religioso y basada en la armonía de los contrarios, distinta al filosofar logocrático de occidente que gira en torno al principio de identidad. Pero a fin de cuentas ambas muestran que el hombre se debate entre el logos del mito y el logos de la ratio.   Se trata de una forma de pensamiento que actúa explicándose las cosas bajo causas sobrenaturales, la armonía de los contrarios y que informan un tipo diferente de filosofar respecto al griego. Hay filosofía en el mito porque el sistema metafórico y analógico de la imaginación simbólica permite la explicación amplia y general del mundo y de la vida. Fruto de ello son los mitos cosmogónicos. Es el sistema lógico analógico-metafórico de la imaginación simbólica la que permite al mito presentarse como una forma distinta de hacer filosofía.

En su momento Emilio Harth-terrè escribió sobre el carácter estético de la desaparecida lengua de la cultura Mochica en el Antiguo Perú (El vocabulario estético del Mochica, Ed. Mejía Baca, Lima 1976). Pues bien, soy de la opinión de que la filosofía mitocrática estaba imbuida de la dinámica creadora del verbo poético del artista ancestral. El suprema acto de la razón mitocrática es un acto estético, donde verdad y bondad se hermanan en la belleza. De ahí que la poesía y el filosofar poéticamente reciban su mayor dignidad, siendo maestra del género humano. No es casualidad que justamente el programa de los fundadores del idealismo alemán, especialmente Schelling y Hegel, haya previsto que la consumación de la circularidad histórica, de la última gran obra de la humanidad, se cumplirá cuando la filosofía aparezca emparentada con su más alta cumbre, a saber, la poesía. Filosofía y poesía nuevamente unidas como en el principio. Por eso, la susodicha y manida distinción entre sentido “estricto” y “amplio” en el seno de la filosofía, es a todas luces una pedante y artificiosa simplificación académica destinada a repetir irreflexiva y machaconamente el paradigma filosófico occidental.

 

§ 17. El pensar empiriocrático

 

El concepto de lo mitocrático no sólo profundiza en la forma de pensar filosófico de un periodo anterior a los griegos y muy propio de pueblos no occidentales, sino que a su vez tiene a la vez una función retrospectiva y proyectiva. Es decir, si admitimos que la filosofía es la condición indagadora del hombre en todos los tiempos y culturas, entonces nos lanza hacia la pregunta: ¿qué y cómo fue en tiempos remotos, propios de la cultura prehistórica?

El desafío es más grande aun cuando se considera, dentro del pensamiento logocrático, que la filosofía fue posible por la escritura fonética. Pero tal revolución es muy moderna, quizá no cuente con más de 3 mil años de antigüedad. La escritura analítica misma, que comprende la jeroglífica y la fonética, se retrotrae a no más de 5 mil años. No obstante, la tentación de asociar “filosofía con escritura” nos llevaría a pensar que solamente si consideramos una perspectiva lingüística más avanzada, que considera que hay que tomar en cuenta todas las etapas evolutivas de la escritura, es decir la escritura sintético-ideográfica, que comprende la rupestre, litográfica y geoglífica, entonces sería una alternativa para no dejar fuera de la filosofía la mayor parte de la vida de la humanidad. Pero hay que tener presente que la mayor parte de los idiomas conocidos no han sido escritos, pues, como ya se mencionó, el milagro de la escritura que permite fijar la expresión vocal es reciente. Pero esto indica que, si no hay escritura sin lenguaje, y puede haber lenguaje sin escritura, en cambio, no hay lenguaje sin pensamiento, aunque sí haya pensamiento sin escritura. De modo que el principio jasperiano de la universalidad de la filosofía, aplicada con todas sus consecuencias, nos llevaría a no caer en la trampa de asociar “filosofía con escritura”, pues como ha señalado la semiótica contemporánea toda cultura es una lucha de signos y símbolos para interpretar el mundo. Por ende, se puede suponer que en el filósofo prehistórico es central el lenguaje unido al pensamiento, pero no a la escritura; más aún tuvo que estar presente un gran dinamismo de pensamiento para producir un lenguaje.

Es decir, el pensar tenía que ser la guía vigilante del sentido común de la primitiva humanidad, no había alternativa, de lo contrario el enigma de la muerte sobrevenía. O, dicho de otro modo, la filosofía no depende de la existencia de la escritura, porque es un hecho más básico y fundamental que tiene que ver con la condición de la existencia humana. De ahí que, si bien es cierto que en el caso de los incas existía una escritura ideográfica aglutinante en quipus y pictogramas, sin embargo el peso de la demostración de que tuvieron “filosofía” no puede residir en la presencia de escritura, ni siquiera en la existencia de ideas filosóficas propias, sino en el establecimiento de un nuevo concepto para entender la filosofía en términos no occidentales; porque demostrar que los incas tenían reflexión filosófica a través de la presencia de palabras como “Cay, Pacha, Yachay y Sullull” equivalentes a “Ser, Universo, Conocimiento y Verdad”, intento ya ensayado por Mejía Huamán en su primera etapa (El concepto de sabiduría y verdad en el pensamiento andino, Conferencia en la Semana Internacional de la Filosofía Cristiana, UNIFE, Lima 1988), nos llevaría a pensar en la existencia de un sistema lógico coincidente, en este caso regido por el principio de identidad eurocéntrico, y que sólo se diferenciaría por el elemento idiomático. Lo cual no es cierto. Y la primera demostración es que mientras los incas reflexionaban filosóficamente unidos a la religión, los griegos lo hacían en confrontación con ella, lo cual no es posible sin la variación de la hegemonía del principio de identidad en lugar del de armonía de los contrarios. Además, las demostraciones lingüísticas vía traducción de términos llevan siempre el riesgo de superponerle una experiencia mental distinta. En otras palabras, dichas ideas en quechua pudieron no salir nunca del ámbito poético-mítico sin significar que existió un pensar filosófico En todo caso el idioma, religión y la educación podrían constituir indicios indirectos, pero no una prueba de la existencia de un pensar filosófico en el incario. En consecuencia, el sistema conceptual en uno y otro son diferentes porque la revolución es de índole lógico-ontológica. Es decir, sólo un concepto distinto de “filosofía” puede explicar la existencia de la filosofía entre los incas y otras civilizaciones no-occidentales, más no el criterio de traducibilidad y comparabilidad porque son limitados e insuficientes. Esto nos llevaría a repetir el intento de Panikkar por encontrar en otras lenguas los equivalentes homeomórficos a los términos filosóficos occidentales en otros orbes culturales.

Y este párrafo que inserto en el presente escrito, lo hago bajo la impresión que me dejó, recientemente, escuchar y luego leer el Resumen ejecutivo de tesis de Víctor Mazzi, para optar el grado de doctor en ciencias de la Educación, en la Escuela de Posgrado de la Universidad Nacional “Educación Enrique Guzmán y Valle”. Su meritoria, esforzada, extensa y bien documentada tesis de doctorado, que a la brevedad debe aparecer en un voluminoso libro, se denomina Fronteras metafilosóficas en el pensamiento filosófico incaico durante los siglos XIII-XVI: inconmensurabilidad, traducibilidad, y comparabilidad, y es una contribución indiscutible a la discusión de la filosofía inca. Utilizando el método hermenéutico-interpretativo, o combinando originalmente a Kuhn, Popper y Gadamer, Mazzi cree haber encontrado en la traducción del pensamiento inca, en quipus, tocapus, keros, observatorios astronómicos y crónicas –que por lo demás es un mérito indiscutible que Mazzi haya realizado una hermenéutica exhaustiva de todos los cronistas-, “elementos comparables con el modelo filosófico occidental”. Lo que a su entender lo hace superar el “pensamiento mítico” o “pensamiento salvaje”. Es evidente que Mazzi ha avanzado, de su otrora “nativismo individualizador” (Véase mi libro Búsquedas actuales de la filosofía andina, IIPCIAL, 2007, pp.21-29) hacia un nativismo de nuevo cuño que denominaré “nativismo hermenéutico”, que denota esfuerzo, dedicación, empeño y seriedad como investigador. He ahí su innegable mérito. Pero he aquí también, en la delimitación de su tarea, donde percibo su mayor dependencia y no superación del enfoque eurocéntrico, a saber: en el encasillamiento del Mytho como lo opuesto a lo filosófico, como efectivamente resulta ser en términos occidentales.

Pero los elementos para la superación de dicho criterio peyorativo están ya presentes en la antropología cultural y estructural, con Lévy Bruhl, Lévi Strauss y Mircea Eliade, especialmente, y que no percibo que los haya tomado en cuenta. Es más, la valiosa tesis me deja la impresión de que Mazzi sólo ha perfeccionado y corregido con métodos hermenéuticos el proyecto del 88 de Mejía Huamán que pretendía una demostración lingüística de la filosofía inca, con la salvedad de que mientras Mejía se aproximaba a una solución comparándolo con el pensamiento oriental, Mazzi retrocede para hacerlo con el pensamiento occidental. Otra cosa es el proyecto de Mejía de casi una década después, periodo que coincide con su acercamiento a Rivara de Tuesta y sus esfuerzos por doctorarse, cuando renuncia a departir de “filosofía” para diltheyanamente hablar de “cosmovisión” (La cosmovisión andina prehispánica, Lima 1997).

Pero Mazzi, lejos de un derrotero sinuoso, no es lo suficientemente revolucionario para replantear el problema, no ha ido hasta las últimas consecuencias categoriales en la aplicación del criterio de inconmensurabilidad. Pues, de haberlo hecho no tendría que inquirir elementos de “traducibilidad” y “comparabilidad” con el “modelo filosófico occidental”. Guardo la impresión de que Mazzi no fue todo lo radical que se requería para el caso, pues cuando había que extirpar el tumor eurocéntrico se limitó a inyectarle células sanas, que al cabo terminarían sucumbiendo. Si tan sólo hubiese prescindido de la muletilla de la comparabilidad con el modelo filosófico occidental se le habría presentado con necesidad apremiante la urgencia de inventar una nueva categoría para entender otra forma de hacer filosofía en un orbe cultural distinto. Para el caso, ello exigiría flexibilizar la metodología hermenéutica a favor de lo interpretativo y analizar la filosofía inca como un caso especial de una forma de filosofar distinta y poco comparable a la occidental.

En suma, para Mazzi la filosofía inca no es “cosmovisión”, como sostiene Mejía, ni “mito” como piensa Sobrevilla, porque contiene ideas comparables con el “modelo filosófico occidental”. Esta opinión suya se mantiene en su obra del 2016 Inkas y filósofos, pero justamente aquí reside el problema. Para Sobrevilla el mito es algo no filosófico e inferior, y esta idea ilustrada está detrás de no ver la racionalidad del mito y negarse a admitir su capacidad para filosofar bajo otras categorías. En otras palabras, aún predomina el prejuicio conceptualista sobre el mito, negándosele su capacidad para filosofar. Contra esto hay que decir que no sólo existe la racionalidad conceptual, sino también existe la racionalidad mítica, y en ambas es posible el filosofar bajo distinta forma.

Cada cultura es inconmensurable y no admite comparación absoluta, sino relativa. Creo que esta es la limitación central, el talón de Aquiles de los enfoques etnofilosóficos e interculturales, a saber, tratar de encontrar las equivalencias con la filosofía occidental y esto es justamente lo que reprochan con razón los eurocéntricos a los nativistas. Es más, me parece que es necesario reparar en el carácter anatópico de compararse con el “modelo filosófico occidental”. Sin salir de este esquema no se puede impugnar la reducción eurocéntrica del pensamiento no-occidental a “pensamiento mítico”. Situación parecida ya la vimos con Estermann, quien en su Filosofía andina termina patéticamente creando una terminología híbrida entre quechua y griego (Apusofía, Ruwasofía, Runasofía y Pachasofía) e identificando “filosofía” con “cosmovisión”. Felizmente este no es el caso de Mazzi, que es quechuahablantes, sin embargo, reincide en el error comparativo con la filosofía occidental, aplica un concepto a priori de filosofía, y es este punto el que resiente todo su interesantísimo estudio enjundioso. Pues si su estudio se basaba en la convicción que en cualquier cultura antigua compleja se puede encontrar todas las manifestaciones del espíritu humano, entonces qué sentido tiene tratar de validar la existencia de una filosofía inca a través de su comparación con el modelo filosófico occidental. Ninguno. O, mejor dicho, es un contrasentido que sólo se basa en tomar como canónico la filosofía occidental.

Este caso llega a su más extrema expresión con Juvenal Pacheco Farfán (Filosofía inka y su proyección al futuro, Cusco 1994), a cuya postura denominé “nativismo dialéctico” (Cf. Búsquedas actuales de la filosofía andina, IIPCIAL, 2007, pp. 15-20) cuando quiere probar la existencia de la filosofía inca a través del materialismo dialéctico del marxismo. Un caso peculiar en este aspecto lo constituye el profesor, hoy en Brasil, J. Octavio Morán, en su polémico e interesante libro Ocaso de una impostura. El fracaso del paradigma intelectualista de la filosofía en el Perú (2003). El tema central que su título anuncia ya lo he analizado en otras partes (Cf. El placer del mal, 2009; El ilusorio paradigma filosófico intelectualista, 2009), ahora me limitaré a comentar la primera parte de la segunda sección que se dedica al análisis de la filosofía andina desde la perspectiva intercultural. En su minucioso estudio sobre Estermann desde su perspectiva marxista gramsciana, afirma que sí existió la filosofía andina (Cf. p. 229) y que, quizá esto sea lo más importante, “es mucho más creativo que ubicarlo únicamente en el modelo occidental de filosofía” (Cf. Pp. 231). Yo creo que el marxismo peruano ha dado con Obando un paso adelante, e incluso superior al de Mariátegui, después de tantos pasos hacia atrás, en el reconocimiento de la necesidad de trascender el modelo filosófico occidental. Su postura en este acápite es muy distinta a la de Pacheco Farfán, a quien lo tilda de dogmático, y además reclama el derecho de analizar la filosofía andina desde el marxismo. Pero además añade algo muy importante: la ontología andina ha perdido su fundamento original, se ha secularizado, y –aquí insurge el Obando ideólogo- cree que es el momento de reformularlo desde un contexto materialista y ateo.

Aquí habla el filósofo gramsciano que considera gravitante y decisiva la lucha ideológica y cultural. Aquí sería bueno recordar el libro de André Glucksmann Los maestros pensadores (Anagrama, 1978), en el que ve a Fichte, Hegel, Marx y Nietzsche, como los que condujeron a la conciencia europea por el camino de los campos de exterminio. Más preocupado Obando en el lado práctico revolucionario, no nos dice qué otro modelo habría frente al de la filosofía occidental. No se pronuncia sobre mi propuesta “mitocrática”, aunque recoge mi preocupación por romper con el canon filosófico europeo. Me pregunto si tendrá esto que ver con su gramscismo. No lo creo. Veamos. Gramsci reservaba la “batalla de ideas” para los países del capitalismo avanzado, y sin embargo Obando la propone, sin justificar lo suficientemente, en una sociedad como la peruana a la que considera semifeudal. Su gramscismo atípico queda pendiente de fundamentación, así como un tratamiento más exhaustivo de un “canon no occidental” para la filosofía, hacia la cual sería interesante aplicar la teoría de la hegemonía.

Por tanto, su limitación para abordar lo “mitocrático”, que es profundamente religioso, tiene que ver más bien con el sociologismo marxista hacia la religión, el empirismo epistemológico y su intelectualismo racionalista. Además, sobre él influye también toda una época caracterizada por el clima intelectual cientificista. Libro característico en este sentido es el de Bertrand Russel Religión y ciencia (1935), en el que sostiene que la ciencia siempre ha estado en guerra contra la religión y es la mentalidad científica la única que puede luchar eficazmente contra los fanatismos que la religión engendra. Sin ser Obando ajeno, tampoco, al espíritu del Freud de El porvenir de una ilusión (1927), en donde la religiosidad no sólo queda convertida en una función consoladora, sino en compañera patológica de la neurosis obsesiva. Aquí es pertinente traer a colación a Claude Lévi-Strauss en El totemismo en la actualidad (1962), donde afirma que en el totemismo nos encontramos ante un pensamiento lógico, y no, como afirma Freud en Tótem y tabú, ante un pensamiento neurótico o enfermo. Por su parte, ya Husserl en su Filosofía como ciencia estricta había demostrado la contradicción insalvable de la epistemología naturalista que prescinde de todo análisis de sus fundamentos. Y la microfísica junto a la microbiología refutan la dialéctica, al demostrar que la probabilidad prevalece sobre la categoría de la necesidad.

Cierto que Althusser aportó a la epistemología marxista la categoría de la “contradicción sobredeterminada”, pero las objeciones que le dirigieron los propios marxólogos terminaron por oscurecer su contribución. Esto es importante señalar, porque el abordamiento de lo mitocrático requiere de sensibilidad para la vivencia religiosa y la realidad trascendente, que escapa a lo conceptual pero no a lo existencial y se justifica como conciencia de amor y de unidad. Lo cual es pedir demasiado a un marxista dependiente de una epistemología naturalista. Incluso en mejor pie estarían los seguidores de Dilthey, para quienes las ciencias del Derecho, de la religión, del Estado, han nacido del señorío de la metafísica, y distinguen dos etapas metafísicas, la primera en los pueblos antiguos, y la segunda en los pueblos europeos.

Nos preguntamos, excluyendo a Obando, ¿si no es esto anatopismo? Por supuesto. Pero es una concesión a todas luces rectificable. Es necesario dar el otro paso, crear otra categoría que explique una forma de filosofar distinto. Sin una categoría nueva, como la “mitocrática”, no es posible evitar las comparaciones anatópicas con la racionalista filosofía occidental. En el modelo de la filosofía mitocrática no-occidental prima el irracionalismo, por cuanto la alegoría, la metáfora y el símbolo indican al Ser como independiente del Pensar, y se concibe la filosofía logocrática occidental bajo la égida de la Razón o el principio de identidad, en cuanto se concibe el Ser como dependiente del Pensar. En el primero no es que el Ser no sea lógico, sino que no se somete a la explicación de la lógica identitaria parmenídeo-aristotélica, pero puede muy bien condecirse con las lógicas heterodoxas o no clásicas.

Esto es ya un deslinde con la Etnofilosofía que insiste en el sesgo no lógico del filosofar no-occidental. Pero tal cosa no es así, porque incluso el homo religiosus tiene su lógica, no está fuera de lo lógico. Para el discurso religioso hay enunciados, significación y comunicación, por tanto, puede aplicarse la lógica al discurso religioso. Como lo reconoce J.M. Bochenski (La lógica de la religión, Paidós, 1967), es muy probable que requiera de otro tipo de lógica no bivalente, como la modal o multivalente. Aunque siempre la verificación que requiera será de índole sobrenatural y es probable que su justificación esté basada en el principio de autoridad. Como en el caso de las reflexiones filosóficas basadas en los Libros Sagrados, donde la palabra primordial no sólo es símbolo sino también signo de la realidad, y no un flatus vocis nominalista. En suma, el discurso religioso-filosófico es susceptible de aplicación de las leyes lógico-semánticas. Valga la digresión para subrayar que la propuesta de la filosofía mitocrática no es comparativista, no cree que la filosofía sea un “tópico griego” y la Metafilosofía un “tópico intercultural”, no se afana en indagar homeomorfismos lingüísticos, ni busca encontrar respuestas parecidas con el modelo filosófico occidental. Va por otro camino y recorre otro modelo de filosofar, que no está contrapuesto al mito ni a la religión, sino que su forma peculiar es darse unida a éstos. Lo cual no supone postular un pensamiento prelógico, por el contrario, se reconoce que el hombre es lógico en todas las edades, lo único que cambia es la hegemonía de los principios lógicos en la polaridad tripartita del logos Participativo, el logos del Mytho y el logos de la Ratio. Pero lo decisivo en el pensar empiriocrático es el pensar del hombre primitivo, el cual tenía que absorber con gran avidez el material del mundo sensible, cuya mayor amenaza era la muerte y la enfermedad, para poder hacer frente a los terribles embates de la naturaleza.

Además, no se puede soslayar aquí, llevado simplemente por el prurito racionalista, sobre el desconcierto que produciría sobre el hombre primitivo el espectar de forma espontánea fantasmas y espíritus, es decir sin uso de alucinógenos. Situación que lo llevaría luego, quizá desde el paleolítico medio, a pensar en la vida después de la muerte, creencia, por lo demás, de la abrumadora mayoría de la humanidad. Ya muchísimo después, en medio del desarrollo del pensamiento mitocrático, el zoroastrismo, judaísmo, cristianismo e islamismo sostienen que el hombre sólo vive una vida, muerto se desencarna, espera el Juicio Final para ir al Cielo o al Infierno; mientras que el hinduismo sostiene que las reencarnaciones siguen a escala cósmica, y para los budistas las reencarnaciones cesan con el Nirvana. Pero contra lo que se cree la religión india no se ha ocupado del más allá, sino de la vida terrena, y para darle sentido surgió la idea de la trasmigración, la reencarnación, la ética, el karma, y la salvación, como la última virtud y no la primera, mientras que la individualidad era lo que se perdía en la eternidad, pero en ella el alma conserva la conciencia. Los Upanisads tratan de la noción de ser, de la connaturalidad del ego personal o atmán y del Sí-mismo universal o Brahma.

Es decir, existe una identidad de naturaleza del ser íntimo y del ser del universo. Pues la naturaleza “material” es ilusión o maya. Por su lado, mayas, incas y aztecas creían que la vida y la muerte eran momentos de la existencia. En el Perú había una religión politeísta y animista para el pueblo y otra más culta para la élite, en cuya cima había una deidad única, abstracta. Según Cieza de León creían en un paraíso y en Infierno. Mientras que las religiones del Africa negra siguen creyendo en la sangre sagrada de la Gran Madre Tierra en sus ceremonias chamánicas, tal como el hombre de hace 40 mil años. En el medio de la filosofía logocrática, que al final secularizó la muerte, la extinción de la personalidad con el fallecimiento será sostenida por el estoicismo y Lucrecio, y hoy se difunde esta creencia bajo la sombra del saber científico.

Bueno, presenciar tales acontecimientos espirituales no le produciría al hombre primitivo todavía la idea de lo ultraterreno, por el contrario, aún carente de esta idea lo asume como parte de la naturaleza. Recién, según los vestigios arqueológicos, con el Neandertal, es decir hace 80 mil años, se constata la creencia de que los fantasmas, los muertos y los sueños pertenecen a otro mundo y no a éste. Lo que resulta más insólito y escandaloso para el dogma eurocéntrico –digno de las caricaturas del siglo XIX que mostraban a Darwin como simio- es que con la categoría de lo mitocrático la  filosofía no sólo pertenece a las altas culturas no occidentales, sino que resulta siendo una capacidad inherente a la condición humana de todos los tiempos, y por tanto, también del hombre de las cavernas, al hombre que pintó en las cuevas de Altamira y Lascaux las figuras paleolíticas de animales, talló en piedra la Venus prehistórica y fue responsable de la arquitectura megalítica. La filosofía mitocrática nos pone ante el desafío de dar cuenta de un tipo o forma de filosofía anterior a ella.

Así, las bellas hachas de piedra encontradas entre los australopitécidos hacen pensar en que la capacidad cerebral de los pitecantrópidos produjo un lenguaje y un pensamiento muchísimo más complejo al rudimentario lenguaje inarticulado que los animales poseen en algún grado. Cabe entonces pensar que la especie humana desde el comienzo tuvo esa sutileza que le permitió elevarse de lo rudimentario y construir sistemas de lenguaje y pensamiento articulados, aunque sensibles y con fonética primitiva. Sin esta base suficientemente compleja no hubiese sido posible la gran riqueza artística del paleolítico superior. Claro que se puede preguntar si en los pigmeos, bosquimanos y fueguinos, por ejemplo, hallamos algo que podríamos denominar como filosofía empiriocrática. Aun cuando en estos pueblos arcaicos, que pertenecen más bien al paleolítico superior, los etnólogos han comprobado que poseen lenguajes complicados, vocabularios muy ricos y gramáticas elaboradas, se puede sostener que su filosofía es su magia y mitología, y que, por ende, sólo pueden ser interpretados como tal dentro de la perspectiva de la Mitocratología. De resultas tenemos que sobre el paleolítico inferior y medio sólo se puede teorizar sobre cómo y qué sería el pensar filosófico en la remota Edad de Piedra.

Pero muchas luces han arrojado las investigaciones de Marcel Mauss sobre el pensamiento arcaico. En su Bosquejo de una teoría general de la magia (1903) aborda la magia como una función social, como una creencia que se articula en torno a la noción de mana, término difícil de definir que remite a la idea de un “valor de las cosas y de las gentes”. Para nosotros esta idea de mana es sumamente valiosa porque nos permite vislumbrar la formación de dos ideas: la idea de valor y la idea de lo sagrado. Se puede afirmar que las dos ideas están unidas desde el principio, y es a través de ellas que lo profano adquiere justificación y sentido. Más aun, la idea de valor nos indica el gran papel que lo emocional cumple en la generación de las ideas de la humanidad. La sede primaria del valor son las emociones y el individuo se vuelve persona a través de la realización del valor. Es decir, la enorme importancia que cumple la emoción en el despertar de la conciencia humana es verdaderamente crucial, porque no sólo permite la apertura del ámbito axiológico sino porque el propio ámbito axiológico es la apertura del ámbito ontológico. El ser es lo valioso y lo valioso es. Todo esta está contenido en la remotísima idea de mana, idea que Mauss la desarrolla en su estudio Naturaleza y función del sacrificio (1909) la cual incluye el sacrificio expiatorio o propiciatorio como consagración y promoción de lo profano al nivel de lo sagrado, porque incluso la destrucción erige la renuncia en modelo.

Este mana o valor de las cosas y de las gentes nos remite a un ámbito onto-axiológico muy humanamente remoto y primitivo, se diría primordial, que trasciende la experiencia del Tener del cuerpo, puesto que yo puedo perderlo sin cesar en la muerte, la ansiedad, el sufrimiento y la subyugación, y va más allá de la pura inmanencia a través del descubrimiento del ámbito trascendente de lo sagrado, y no solamente de la sublimación de la creación personal como afirma Marcel en Ser y tener (1970). Esto es, que el hombre inicia su camino hacia el Ser desde el comienzo mismo de su aventura humana y se traduce en una tensión permanente e inevitable entre lo finito y lo infinito. La existencia humana se define por la relación al Ser que lo asedia, amenaza, asombra, increpa y fascina. La inquietud metafísica por el Ser es la manera decisiva del existir humano en todos los tiempos, es su lógica substancial que está detrás de cualquier tipo de lógica funcional, su ausencia es una alienación propia de una vida mutilada y de ahí proviene el sentido polisémico del logos humano, porque el ser que soy no se limita a mi cuerpo ni a mi mente, sino que resulta formando parte de la multiplicidad existencial de un Ser transpersonal, sobrenatural y numinoso que los trasciende y los abarca.

Posteriormente Mauss escribió Ensayo sobre el Don (1923-24), que muestra su tesis epistemológica de la noción de “hecho total social”. Su concepción de un hombre total, que corrige y completa la visión de A. Comte de la primacía de la sociología sobre la biología, lo lleva a mostrar que los fenómenos económicos son indisociables de los otros aspectos de la vida social. Todos los intercambios sociales llevan la obligación de donar y articular vastos sistemas de prestaciones recíprocas entre clanes y tribus en los cuales se manifiesta un lazo mágico entre personas y objetos. Estos intercambios incluyen prestaciones de bienes, mujeres y nombres que potencian el principio del mana con un simbolismo del rito y la plegaria. Mientras que Durkheim y Mauss ven en el mana una fuerza numinosa inmanente, Georges Gurtvich la ve como una fuerza numinosa trascendente, impersonal y sobrenatural. Pues bien, mientras que el don, potlatch u otro sistema de intercambio (Ayni, minka, etc. entre los peruanos) ha sido visto, económicamente, como una forma de concentrar riqueza, y, sociológicamente, como una forma de concentrar soberanía; nosotros vemos que filosóficamente revela algo más profundo, como un complicado ballet de éxtasis ontológico que a través del tabú y lo mágico, es decir de lo numinoso, va revelando el sentido polisémico del logos humano, su lógica substancial detrás de su lógica funcional, que a través de la alegoría y el símbolo va develando el ser de los entes. Es decir, se trata de toda una metafísica arcaica en donde lo filosófico no está mezclado con lo mágico, sino que es lo mágico y sólo cuando lo numinoso adquiera una connotación trascendente y se separe de la magia, entonces lo filosófico se separa de la magia para vivir su nueva fase unida y no mezclada con la religión. Cómo procede entonces el filósofo arcaico del paleolítico, objetivamente según el contenido y subjetivamente según el estado de civilización de su época. Pero en aquellos tiempos arte, religión y filosofía no están mezclados, sino que son uno solo. De ahí la importancia de atender al significado de las danzas rituales como ceremonias agonísticas donde la imagen y la música juegan un papel central. Lejos de cualquier conciencia inmediata hegeliana que no piensa y apenas es conciencia, el hombre primitivo experimenta que la música no es un ser imaginario, sino que es un objeto percibido, de suerte que su plenitud resulta inaccesible. Incluso los motivos de su arte textil no son asumidos como su propia invención, sino sugeridos en sueños por el espíritu de las plantas del bosque.

El hombre del paleolítico y de la sociedad agraria en su estrecho contacto con la naturaleza vive una parusía sin revelación, una adecuación total de sí consigo mismo y con el mundo que lo hace vivir la esencia de la manifestación ontológica misma. Como nadie experimentan que el hombre no es dueño del orden del significante, que el sentido no da totalmente cuenta del ser y la armonía estriba en aceptar que lo real siempre trasciende el sentido. Esto no significa que en el mundo prehistórico no exista ninguna lucha por el sentido, como piensa Jean Patocka (Ensayos heréticos sobre la historia de la filosofía, 1975), sino que la problematicidad con el mundo se establece a un nivel más vital que teórico, esto es, la lógica reintegradora mágica-simbólica es coherente y bien articulada, pero está en función del arte de la vida. Hay amor a la sabiduría en el sentido de preservar y reintegrarse a la avenencia universal. El pensamiento arcaico no está pues únicamente motivado por sus necesidades materiales, porque sus necesidades de trascendencia empiezan con el hombre mismo. Se trata de una filosofía de la armonía donde se sabe obedecer a la Madre Naturaleza y en el sometimiento a ese orden estriba su felicidad. Nuestro sentimiento primitivo es la alegría sólo interrumpida por el sentimiento de tristeza ante el acontecimiento fatal de la muerte, la enfermedad y la desesperación. No es aún la desesperación en su verdadero significado, puesto en evidencia por Kierkegaard como la sabiduría del cristiano de conocer que la muerte física no es la verdadera muerte, sino en tanto que nos remite al ámbito de la ausencia de ser. Dicho de otra forma, aquella filosofía primitiva no sólo piensa coherente y articuladamente, sino que baila, canta, simboliza y juega con las imágenes recibidas desde un ser cuya integridad de sentido sabe que es inaccesible y sagrado.

François Dragonet, en su Filosofía de la imagen (1984), ha rescatado a la imagen de su infravaloración filosófica, juzgada como engañosa y peligrosa. En ello influye el verdadero despliegue de la imagen gracias a la tecnología y, con el plagio y el trucaje, las fronteras entre lo verdadero y lo falso se difuminan. Dragonet define la imagen como aquello que permite la manifestación de lo no visto, ya sea en la medicina, la estética, la geomorfía y la sociología. Pero la imagen es abordada desde su representación, repetitividad indefinida y nuestra mirada. Todo lo cual lleva hacia la distinción entre imagen objetiva, proporcionada por el espectáculo, y la imagen subjetiva, la nuestra propia, que nos ve mejor a nosotros mismos de lo que nos ve el exterior. Estos aportes de Dragonet aplicados a nuestro tema nos permiten advertir que la idea arcaica, en este caso de lo numinoso, simbolizada en el baile ritual permite captar mejor la imagen de la promoción de lo profano hacia lo sagrado. Es decir, lejos de ser engañosa y peligrosa la imagen permite ver mejor la verdad, al convertirse en vehículo de corporeización de la sacralización del mundo y revelación del ser. O parafraseando a Theodor Adorno en su Filosofía de la nueva música (1969), podemos decir que la danza ritual arcaica es el despliegue expresionista de disonancias que nos sobrecogen en nuestro ser más profundo, pero la imagen que contiene y expresa tranquiliza al sujeto finito en una consagración reintegradora. Se trata del acceso a un mundo prohibido y oculto al cual se ingresa a contrapelo de ritos mágicos con lo numinoso. Se trata de tiempos pre-cosmogónicos y pre-teogónicos, es decir pre-míticos. Es la magia el origen del mito, la religión y el arte, como lo que permite al hombre conducirse en función de representaciones que no están dadas, sino constituidas por la conciencia. Y la magia, que originalmente significaba “sabiduría”, forja ya la idea de causa en la idea de actuar sobre algo mediante ritos, sustancias o invocaciones.

Por tanto, es más antigua que el mito, el cual supone una organización espacial en las cosmogonías y temporal cíclica en las teogonías. Para Cassirer (Filosofía de las formas simbólicas, tomo I, 1929), el mito configura el mundo, para nosotros es la magia el que lo hace, porque la magia expresa una pre-totalidad del ser natural y social que hay que invocar para conseguir la ayuda de lo numinoso. Será necesario una dialéctica de la conciencia mágica para que surja la conciencia mítica, la cual va más allá de distinguir entre el yo y el no-yo, espiritual y sensible, para desplegar de modo más complejo los límites de los objetos. Así, podríamos combinar las ideas de Sir J. G. Frazer y profundizar la tesis de Lévi Strauss afirmando: el universalismo de la magia, que el mito y la ciencia no pueden evitar por completo ser mágicas, y que ambas son sus transformaciones. La idea de mana de la incipiente humanidad revela un concepto que está más allá de todo valor empírico y remite a la idea de que el hombre es una criatura filosófica desde un comienzo, porque no puede vérselas solamente con el puro datum de la percepción, sino que vive en medio de un indesarraigable “hambre de conceptos” en su trágico existir.

Por el momento, no encuentro mejor modo de expresar la existencia de tres formas de filosofar en la historia de la humanidad, sino que, sirviéndome, en algo, de la diferenciación hegeliana, y descartando su teleologismo, entre certidumbre sensible, percepción, entendimiento, y razón. Propongo, para entender las formas del filosofar, un esquema tripartito: para el hombre animista de la Edad de Piedra la categoría de la filosofía empiriocrática o participativa, bajo el imperio de la certidumbre sensible; para el hombre mítico la categoría de la filosofía mitocrática, bajo el imperio del mito y del entendimiento; y desde los griegos la filosofía logocrática, bajo el imperio de la razón. Estas serían las tres grandes formas civilizatorias del saber filosófico, formas que no son una teoría sintética de su evolución. Pues la filosofía en sus grandes temas siempre es la misma, sólo en sus respuestas y en la forma de su tratamiento difiere.

Así, pues, la filosofía empiriocrática representa el despertar de la conciencia ante la naturaleza y se constituye en saber vital, la filosofía mitocrática es la captación del misterio en el mundo y se traduce en saber de salvación, y la filosofía logocrática se encarna en el descubrimiento de la subjetividad conceptual y se manifiesta en un saber teórico. Las formas civilizatorias del saber filosófico son las condiciones ontológicas, lógicas y antropológicas que condicionan sincrónica y diacrónicamente el pensar humano en una determinada visión del mundo. Más que un espíritu de época es una Era de varios espíritus culturales. Esto no supone caer en un historicismo, un psicologismo o un sociologismo porque no se afirma necesariamente que la verdad se inventa, sino que se descubre. Se trata de un concepto parecido al paradigma de Kuhn, porque puede ser visto como una estructura que condiciona la posibilidad del saber filosófico, salvo por la diferencia de que en nuestro caso el interés no es la explicación de la estructura de las revoluciones científicas, sino de las filosóficas, a partir de una teoría del logos humano que explica que dichas formas no son completamente incomparables entre sí. De esta manera, los conocidos periodos históricos de la filosofía occidental –antigua, medieval, moderna y contemporánea- sólo corresponderían a la forma civilizacional de la filosofía logocrática, a lo largo de dos milenios y medio.

La filosofía de la antigua India, de la antigua China, Babilonia, Egipto, África y América precolombina corresponderían a la forma civilizacional de la filosofía mitocrática, a través de tres milenios antes. Y los periodos protohistóricos de la Edad de Piedra correspondería a la forma civilizacional de la filosofía empiriocrática o participativa, que se extiende en la pasmosa noche de los tiempos. Se trata de la odisea de la mente humana a través de dos millones de años, en el que se activa el exclusivo mecanismo humano de la coevolución de genes y cultura. Sabemos que desde el historicismo relativista de Spengler la noción de civilización, basada en una determinada jerarquía de valores, entró en crisis. Así, Toynbee usó el nombre de civilización en plural, pero todavía la opone al de “sociedad primitiva”, restringida en cuanto a la población, geografía y duración. Hasta que la diferencia se borra con R. Linton (Estudio del hombre, 1961), que define la civilización como el aspecto tecnológico-simbólico de una cultura determinada. Lo que hace posible que el término pueda ser aplicado a los pueblos y a los grupos humanos más disímiles. Ahora bien, las posibilidades de éxito de lo tecnológico-simbólico que constituyen una determinada civilización dependen de la capacidad de autocorrección del logos que la preside. Un logos empiriocrático, un logos mitocrático y un logos logocrático responden de modo diferente a los desafíos de conservación y progreso de cada cultura. Esto quiere decir que las posibilidades de éxito del tipo de logos civilizacional dependen esencialmente de las reglas metodológicas que prescriben en cada ocasión, estructurando la realidad con el fin de mantener una relación de veneración, salvación o de dominio del mundo. Estas tres formas civilizacionales explicarían las fases de la filosofía y las concepciones del mundo a lo largo de la historia de la humanidad. El supuesto antropológico común a todas estas formas es que el hombre es una criatura filosófica desde el comienzo de su humanización o más bien que la humanización es un proceso filosófico porque atañe a la radicalidad misma de su existencia. La filosofía viene a ser experimentada, antes que un problema o una teoría, como la vivencia radical del misterio que somos en medio del mega misterio del mundo. Así, al contrario del estímulo-respuesta de la animalidad, el proceso interrogativo nacido del asombro radical preside su humanización.

 

TERCERA ETAPA: LA DETERMINACIÓN TOTAL

En esta tercera etapa de la fundamentación final de la filosofía y lo mitocrático se emprende la determinación total de la Mitocratología y de la filosofía mitocrática a través de la respuesta a dos preguntas: ¿Qué forma lógica corresponde al pensar no-occidental que no es objetivador ni identitario?, y ¿Qué forma asume la pregunta filosófica en un pensar abierto al Mito y a la Magia? ¿Qué es el preguntar filosófico mismo?

 

§ 18. Lógica filosófica y configuración

 de los principios lógicos

 

No hay cultura humana prelógica, los hombres de todos los tiempos han sido lógicos. Pero cabe preguntarnos si el aparato lógico ¿siempre ha funcionado del mismo modo? La antropología cultural y estructural ha subrayado la existencia de una verdadera lógica en el pensamiento salvaje, un saber mágico y simbólico que es un modo de conocimiento bien articulado y coherente. En este sentido es plausible plantearse la pregunta por la existencia de un modo de pensar no basado en   la   lógica formal clásica formulada por Aristóteles; un pensar que no se haya desenvuelto bajo el patrocinio de la lógica de la identidad, y sin embargo, no fue obstáculo para sostener toda una inmensa gama de pensamientos y aforismos sobre los fundamentos del mundo, formulados antes de los griegos por otros pueblos no occidentales. Como Popper apuntó, el conocimiento no es un estado de la mente (state of mind), sino más bien, en sentido objetivo, es “un sistema de proposiciones”. Efectivamente, el conocimiento como conjunto de proposiciones forman parte de una forma de lógica definida, cualquiera que ésta sea debe tener una expresión lógica. De manera que es lícito que nos preguntemos por la forma lógica en que están insertos los pensamientos de una forma de filosofar distinta a la occidental. Puede servir en nuestro auxilio la llamada lógica filosófica.

Cuando advertí, a contrapelo de la crítica al paradigma “conceptolátrico” de Occidente, de los pensadores postestructuralistas, que se podía formular el término de lo “mitocrático”, como un filosofar unido al mito y a la religión, fue entonces que se me presentó en toda su significación una forma de filosofar arcaica que plantea sus desafíos a la lógica filosófica. La lógica filosófica moderna se perfila con los problemas filosóficos planteados por el desarrollo matemático de la lógica y el descubrimiento de las paradojas. Con los trabajos de Gödel, Tarski, Church y Quine comienza a tomar impulso como disciplina. Su campo temático es enorme y complejo: la noción clásica de verdad, estructura y función de los lenguajes formales, la evidencia de principios lógicos y matemáticos evidentes, la lógica de los lenguajes naturales, la relación del conocimiento lógico con la razón, etc. Sin embargo, hay un tema sumamente importante que no ha sido tratado en forma sistemática: la relación de la racionalidad lógica con las épocas de la humanidad. En otras palabras, ¿en qué forma lógica se relacionó el hombre primitivo, el hombre antiguo y el hombre occidental con la realidad? Debe existir algún tipo de racionalidad lógica que los explique.

Las primeras discusiones sobre el tema vienen del campo de la antropología cultural y del estructuralismo. Pero además existe otro punto y es que podemos preguntarnos sobre ¿Cuál es la forma lógica de estilos de pensar tan diferentes como la magia, el mito y la religión? ¿Se mantienen aquí las leyes de la lógica formal? En el antiguo racionalismo clásico se pensaba que el hombre primitivo era prelógico. Este era el parecer de Lévy Bruhl, en Las Funciones mentales en las sociedades inferiores de 1910. Allí pretendía demostrar que la mentalidad primitiva sustituye los fundamentos de la lógica por potencias irracionales y mágicas. En 1922 publica La mentalidad primitiva, en donde sostiene que los primitivos tienen un modo de pensar que difiere absolutamente del racionalismo, el mismo que podría ser considerado de prelógico y que se ordena en torno al principio de participación. Sólo en su vejez y en sus famosas Cartas abandonaría la radical heterogeneidad de las mentalidades primitiva y moderna, considerando al hombre de todos los tiempos como un ser lógico. Este punto de vista peyorativo sería superado por Claude Lévi Strauss. En su famoso texto El pensamiento salvaje (1962) defiende la existencia de una verdadera lógica en el pensamiento salvaje, que el pensamiento de esas gentes que nosotros llamamos primitivos tiene un saber mágico y simbólico que es un modo de conocimiento “bien articulado y coherente”, es un saber sistemático que no está orientado exclusivamente hacia un saber práctico. De allí saca una conclusión de largo alcance, a saber, no hay jerarquías de sociedades y culturas.

Un segundo frente que contribuye a la dilucidación de la relación del hombre antiguo no occidental con la realidad, viene de las contribuciones de la semiótica. Umberto Eco que enfatiza que la vida social y cultural es compleja red de códigos y subcódigos abiertos y dinámicos, Ferdinand de Saussure al demostrar que el lenguaje es el que forma a los individuos, Louis Hjelmslev al subrayar que el lenguaje es una totalidad abierta y autónoma, Roland Barthes y su teoría del mito como un producto del habla, Charles Sanders Peirce al destacar con su teoría del signo que el hombre piensa en signos, y Julia Kristeva con su teoría de la poesía como lo no formalizable, heterogéneo y que interrumpe el significado. Pero aquí nos vamos a limitar a discutir las implicancias de dicha relación desde el terreno de la lógica filosófica y de la lógica formal. Y se puede decir que el filosofar logocrático de Occidente está presidido por la lógica la identidad, que fue fundado por Parménides, deriva especialmente de Aristóteles y que, en palabras de Bertrand Russell, comprende como rasgos esenciales la Ley de la identidad: lo que es, es; la Ley de la contradicción: Nada puede ser y, al mismo tiempo, no ser; y la Ley del medio excluido: Todo debe ser o no ser. Leyes del pensamiento que presuponen no sólo coherencia lógica, sino que están relacionadas con el hecho de que existen en la realidad esencial algo al que están referidas dichas leyes. Los marxistas con el materialismo dialéctico también han sostenido que las leyes de la lógica formal no son puras convenciones, ni formas a priori del pensamiento, sino que están enraizadas en la realidad objetiva. En verdad esta es la clásica concepción aristotélica, que piensa que los principios lógicos expresan conexiones necesarias que responden a relaciones reales. Como sabemos, la concepción empirista argumenta que la lógica es mera generalización de relaciones empíricas obtenidas de un proceso de abstracción total. Las otras concepciones sobre el problema de la relación entre lógica y realidad son la concepción lingüística, que afirma que los principios lógicos son reglas del lenguaje; la concepción kantiana, según la cual las normas lógicas son imposiciones del sujeto trascendental; y la concepción wittgensteniana, donde las fórmulas lógicas son tautologías vacías.

Al respecto considero que la realidad no necesita ser lógica para ser susceptible de manejo lógico. La frase de Spinoza según la cual el orden y la conexión de las ideas son las mismas que el orden y la conexión de las cosas, es justa si interpretamos adecuadamente los términos ordo y conexio. La lógica describe las ordenaciones de la realidad en forma simbólica, no copia ni escudriña la esencia inteligible de lo ontológico y sin embargo es un modo de ordenación de la realidad que se manifiesta en el lenguaje informativo de la ciencia. Dicho de otra forma, aun cuando la lógica se pueda construir sin tener en cuenta consideraciones extralógicas, ni depender de una metafísica, sin embargo, tampoco está divorciado de la ontología y por eso puede ordenar y decir algo sobre lo real.

En suma, se puede establecer dos cosas: la relación entre lógica y realidad no es una relación entre “cosas”, y el tipo de relación puede ser reproductivo, analógico o simbólico. Sin embargo, como indica Derrida, dichas leyes de la lógica formal implican la exclusión de ciertas características, a saber: la complejidad, la mediación y la diferencia, es decir, rasgos que aluden lo complejo, paradójico, absurdo e impuro de la realidad. Dicho de otra forma, la realidad no necesita ser enteramente lógica para ser real, en ella también cabe lo irracional e irreal. Para Derrida este proceso de exclusión acontece sobre todo en el plano metafísico y definirá el desarrollo del pensamiento occidental con Parménides, con su proposición irrebatible: “El Ser es, y es imposible que no sea”, es la expresión del principio lógico de identidad; y Aristóteles, fundador de la lógica clásica.

En el fondo de la discusión se trata del problema del tipo de correspondencia que existe entre la realidad y su representación. Esto nos plantea el problema del isomorfismo -noción que viene de la química y de la matemática- entre el lenguaje y la realidad. En química son isomorfos los cuerpos de diferente composición, pero de igual forma; y en matemática es desarrollada en la teoría de los grupos, en la cual cada uno de los términos de un grupo es sustituido por cada uno de los términos de otro grupo dado. La noción filosófica de isomorfismo considera el problema de representar una entidad por medios distintos de la representación de esta entidad. Es decir, aborda la discusión si hay una correspondencia isomorfa entre el lenguaje y la realidad descrita o representada mediante el lenguaje. Según una posición, no existe isomorfismo porque el lenguaje falsea la realidad; y según otra, representada por Wittgenstein, el lenguaje sí describe la realidad porque la relación entre ambos es algo inmediatamente dado, pues es objeto de observación y no de formulación.

El famoso apotegma del Tractatus: “Lo que puede ser mostrado, no puede ser enunciado”, fue recogido por Carnap en su obra sobre la estructura lógica del mundo. Por lo menos la concepción lingüística isomórfica permite evitar que el análisis formal del lenguaje se convierta en un juego vacío con símbolos. Pero en el seno mismo de la modernidad con el principio de incertidumbre estalló en el rostro de la racionalidad científica objetivista una situación lógica incomprensible que se resume en que la imagen de la física actual todavía se debate en la crisis de la concepción mecanístico-materialista del Universo y la asunción de las leyes de la probabilidad. Tan sólo pensemos en el doble comportamiento de la luz como onda-partícula, cuya comprensión es un desafío que rebasa la conformidad a las tres leyes de la lógica clásica. Lo que encontramos aquí es la armonía de los contrarios, la contradicción misma enrostrada a la ciencia moderna.  El caso de la física atómica a través de la teoría de los cuantas se ha ido alejando del determinismo causal para asumir la regularidad estadística. El propio Werner Heisenberg llegó a afirmar que en la física actual lo que tenemos no es una imagen de la naturaleza, sino la imagen de nuestra relación con la naturaleza (La imagen física de la naturaleza en la física actual, Seix Barral 1957). Y recientemente el celebrado físico matemático Roger Penrose ha sostenido que el camino matemático griego hacia la realidad nos ha servido de mucho, pero no hemos encontrado todavía el verdadero camino hacia la realidad. Quizá necesitemos un cambio sutil de perspectiva, algo que todavía todos hemos pasado por alto (El camino de la realidad. Una guía completa de las leyes del universo. Debate, México 2008, pp. 1398).

A lo que vamos, es que estas situaciones paradójicas son lo común en la magia, el mito y la religión, como formas de pensamiento en las que se impone la comprensión metafórica y alegórica, pero que a la luz de la lógica clásica revisten un comportamiento arbitrario, insostenible y contradictorio. Aquí la realidad no necesita ser enteramente lógica para ser real, en ella cabe lo irracional, el misterio y el enigma. Se trata de un tipo de pensar que muestra una estructura isomorfa mediante la aplicación de un principio que podemos llamar “principio de traducción multívoca”. Mientras la lógica formal es el alma de un tipo de pensar que se maneja con el “principio de traducción unívoca”, por otro lado existe una lógica heterogénea que preside el tipo de pensar mitocrático que se maneja con el “principio de traducción multívoca”. Según este principio existe un orden representativo de carácter abierto, de múltiples significados, que posee relaciones de ordenación iguales a las que posee el hecho misterioso expresado. A estas alturas se impone la pregunta ¿A qué estructura lógica corresponde esta forma de pensamiento tan comúnmente entendidas por el racionalismo occidental como aberraciones lógicas? ¿Cuál es la lógica de lo sagrado?

El pensamiento ancestral hizo filosofía bajo el imperio del mito y la religión, el paradigma dominante era lo mitocrático, el hombre ancestral como el hombre arcaico no occidental y de todos los tiempos eran lógicos, no eran prelógicos, sólo que los principios lógicos se configuraban bajo otra estructura ideatoria, haciendo que en vez que se rigiera por el principio de identidad, lo hiciera por el principio de contradicción. Lo que variaba era la configuración diacrónica y no los sincrónicos principios lógicos mismos. Saussure había demostrado que el lenguaje, en su forma más general, podía entenderse como un sistema de diferencias, sin términos positivos. Derrida valoró la idea de la “diferencia” sin términos positivos, como aquello que no puede conceptualizarse. Nosotros decimos que la “diferencia” se convierte en el prototipo de lo que está aún fuera del alcance del pensamiento metafísico en cada forma de filosofar. La “diferencia” anunciada por Saussure que no puede ser conceptualizada tiene que ver con las distintas formas de relacionarse con la trascendencia, experiencia que es muy humana, pertenece a la estructura del existir y que, sin embargo, no siempre reviste la misma forma. Toda filosofía incluye presupuesto, hipótesis y una “diferencia”, en el sentido de aquello no conceptualizable, que es parte cultural de toda tradición. Pero este es un primer sentido de la “diferencia”, pues existe otro nivel de la “diferencia”, no visto por Derrida, que ya no alude a lo no conceptualizable en toda tradición, sino que hace referencia a la búsqueda y persecución deliberada de lo no conceptualizable como tal, esto es, la existencia de una “lógica de la diferencia”, en el sentido de buscar la experiencia en su propio ser de la armonía y unión mística con la totalidad universal inexpresable e innombrable.

Esto significa que el hombre pudo avanzar a través de milenios sin regirse por la lógica de identidad y ayudado por la “lógica de la diferencia”, y al hacerlo demostró que al pensamiento humano le es más esencial una lógica no clásica, que la lógica de la identidad. Es más, no ha sido la “lógica de la diferencia” sino la “lógica de la identidad”, la que rigió Occidente durante 2,500 años, la que ha hecho desembocar a la humanidad en la racionalidad cientificista y objetivador, que manipula y asegura la explotación de la naturaleza y del hombre. Pero afirmar esto es sorprendente, porque supone que las condiciones necesarias de la logicidad no son las tres notas clásicas, o no lo fueron por mucho tiempo para la humanidad. Sin embargo, F. Miró Quesada afirma que, cuando los sistemas lógicos heterodoxos se analizan son condiciones necesarias la naturaleza deductiva y el carácter apodíctico de la deducción. Es decir, todas incluyen axiomas y reglas de inferencia. Toda la inmensa gama de sistemas heterodoxos no es sino, una variación de una misma melodía. La razón lógica es más flexible de lo que se pensó que fuese, puede funcionar de diferentes maneras (Cf. Las lógicas heterodoxas y el problema de la unidad de la lógica, en: Lógica. Aspectos formales y filosóficos, PUCP 1978, pp. 13-44).

En cambio, Piscoya Hermoza insiste en la necesidad de no confundir la lógica matemática con otras formas de lógicas, como del pensamiento oriental indio y chino, por diferir sustancialmente del racionalismo occidental (Lógica general, UNMSM 2007, pp. 313-314). Aquí es bueno recordarle a Piscoya que el sentido de la lógica, como lo demostró Saussure, se deriva del habla común y no de la matemática. Y su crítica a la pretensión miroquesadiana de descubrir principios universales y necesariamente verdaderos que justifiquen el pensamiento racional son considerados por Piscoya como un retroceso de la discusión al ámbito metafísico (véase Los trabajos sobre Lógica de FMC., en: Lógica, razón y humanismo, Universidad de Lima, 1992, pp.25-39). Sin embargo, contra esto último se puede afirmar que es falso afirmar que una teoría que exige necesidad y universalidad sea metafísica, pues hay hasta metafísica probabilista; además, la necesidad y la universalidad se da en los diferentes sectores de la realidad y la experiencia. En este sentido es plausible suponer que aun cuando el filosofar mitocrático no se haya desenvuelto bajo el patrocinio de la lógica de la identidad, sin embargo, no hay obstáculo para sostener que toda la inmensa gama de pensamientos y aforismos sobre los fundamentos del mundo, formulados antes de los griegos por otros pueblos no occidentales, pudiendo suprimir el principio de no contradicción y funcionar  armonizando los contrarios, ninguno de ellos deja de ser por ello coherente ni significativo. Suprimir el principio de no contradicción no significa caer en un sistema completamente contradictorio, porque el logos humano no se puede permitir que todas sus tesis sean contradictorias.

Es necesario rehabilitar por medio de la lógica filosófica el concepto de la totalidad del logos humano a lo largo de toda su historia, desde la remota Edad de Piedra hasta la Edad Contemporánea. Sólo así se puede justificar no sólo que hubo razón desde los griegos, sino que siempre la razón humana operó, pero bajo otras formas lógicas, desde otro funcionamiento de la razón lógica, o mejor desde los mismos principios lógicos, pero con distinta interrelacionalidad entre los principios lógicos. ¿Qué significa que el sistema de la razón opere con una tipología distinta a la lógica clásica? Significa que existen formas de racionalidad a las cuales les falta por lo menos una de los tres principios clásicos. Estas son conocidas como lógicas heterodoxas de primera especie, las cuales se subdividen: Alolingüística y Anómica. No obstante, se dan lógicas heterodoxas de segunda especie, a las que les faltan dos notas clásicas, que se dividen en Thética y Athética; y lógicas heterodoxas de tercera especie que carecen de las tres notas, como las llamadas lógicas libres. Además, existen las lógicas cuasi-heterodoxas: Combinatorias y Parciales.

Pero en todas las lógicas heterodoxas, como hemos indicado, incluyen axiomas y reglas de inferencia, con lo cual devienen evidentes. Con lo cual se puede sostener que el criterio de evidencia es la condición suficiente de logicidad, por cuanto sin ella sería imposible razonar algunas inferencias como válidas y otras como inválidas. Las condiciones heterodoxas son siempre evidentes, por ello el fundamento último de la consecuencia lógica es la naturaleza estructural de las proposiciones. Esto no significa proponer una lógica nuclear a partir de la cual todas las demás serían complementarias, pues cada lógica se relaciona con un sector de la realidad. De ahí que el mayor mérito de F. Miró Quesada haya sido insistir en que la razón tiene una estructura básica que se manifiesta en sus diversos dinamismos. Lógica y ontología se imbrican mutuamente, en tanto que cuando la razón capta una nueva región de objetos, capta el tipo de lógica que debe utilizar para estudiar teóricamente dicha región. Pero hay algo más. Él señala que la lógica jurídica no es clásica sino paraconsistente y que incluso la lógica del sentido común no es un calco sobre la lógica clásica, sino que es desconcertante porque salta de un sistema ortodoxo a otro heterodoxo y viceversa. Sin lugar a dudas uno de los grandes desafíos de la lógica filosófica es encontrar a partir de la existencia de patrones invariantes en los sistemas clásicos y heterodoxos un criterio para definir entre la evidencia genuina y la evidencia provenida del hábito. Y obviamente esto no es posible lograrlo con los criterios de la filosofía lingüística o filosofía analítica, la cual conduce a la eutanasia de la filosofía con su reducción de la problemática filosófica a malentendidos y sinsentidos lingüísticos. Esta filosofía que invita a respetar los límites del lenguaje fáctico para no caer en el sinsentido, se debate en el formalismo vacío y en el solipsismo de mi experiencia.

Por su parte, Ernst Tugendhat sostiene en sus Lecciones introductorias a la filosofía analítica (1976) que la filosofía como semántica formal es superior a la filosofía como metafísica y como teoría trascendental de la experiencia, pues toda referencia al ser o a los objetos implica una mediación lingüística; y por ello la semántica formal es la base tanto de una filosofía teórica como práctica, porque la pregunta por la posibilidad de la razón halla respuesta en una semántica de las proposiciones asertóricas. Pues bien, contra la opinión de los analistas del lenguaje, Popper había afirmado que la filosofía era capaz de plantear genuinos problemas sobre cosas, no sólo dentro del campo de la ciencia positiva empírica, sino también fuera de él (La lógica de la investigación científica, Tecnos, 1992, p. 15).

En resumen, no hay cultura humana prelógica, los hombres de todos los tiempos han sido lógicos, nuestro aparato lógico no siempre ha funcionado del mismo modo, lo que ha variado es la distinta configuración diacrónica de unos principios lógicos sincrónicos en la relación de la humanidad con la realidad. Esto muestra la extrañeza del espíritu del tiempo para que el ser, que se oculta y desoculta, vaya suscitando las distintas formas del logos humano, las cuales constituyen las grandes épocas de la historia de la humanidad, como aquello que al espaciarse se han vuelto incomprensibles. Sin embargo, ello no es óbice para ignorar que el logos humano es parte del logos silencioso de la realidad, la cual nos involucra de modo sui géneris y que nos constituye como el ente parlante que habla sobre un fondo de silencio. La forma lógica del pensar filosófico mitocrático en el mito y la religión rebasan la hegemonía del principio de identidad y van hacia la armonía de los contrarios. La existencia de una verdadera lógica en el pensamiento salvaje, y en el pensamiento mítico hacen que exista un saber mágico y un saber metafórico que es un modo de conocimiento bien articulado y coherente. Ni la metáfora ni la alegoría son un obstáculo para el pensar filosófico, por lo que la filosofía se expresó arcaicamente bajo estas formas. Se deduce así la existencia de otros tipos de filosofía no basados en la lógica clásica identitaria aristotélica, sino en un pensar que no se haya desenvuelto bajo el patrocinio de la lógica de la identidad, y que no fue obstáculo para favorecer toda una inmensa gama de pensamientos bien articulados y coherentes sobre los fundamentos del mundo, formulados antes de los griegos por otros pueblos ancestrales no occidentales. La lógica filosófica nos muestra las distintas configuraciones de los principios lógicos en las distintas edades del hombre, pero nos la señala en el sentido de ser lógicas funcionales, sin embargo, hay algo más profundo que ella, y que también nace de la lógica de lo real, me refiero a la lógica substancial subyacente en el preguntar filosófico mismo.

 

§ 19. La pregunta mitocrática y la

Preguntabilidad filosófica

 

Pero qué forma asume la pregunta de la filosofía mitocrática del neolítico y de la filosofía empiriocrática del paleolítico, y qué nos puede decir sobre la estructura de la preguntabilidad filosófica misma.

Si la arcaica filosofía empiriocrática del paleolítico es mágica, totémica, manica, axiológica, consagracional, sacrificial y mistérica; la ancestral filosofía mitocrática es cosmogónica, teogónica, iniciática, elitista, profética, esotérica y apocalíptica. La primera está obsedida por la pregunta “¿Cómo promover lo profano al nivel de lo sagrado?”; mientras que la segunda por la interrogante: “¿Cuándo se acabará el tiempo o el mundo?”. El acmé de la filosofía arcaica es: “¿Cómo operar los poderes mágicos para mantener el equilibrio con lo numinoso?”; y de la filosofía ancestral es: “¿Cuándo vendrá el Ordenador del cosmos?”. En las filosofías ancestrales, salvo la civilización judía que introduce la idea de lo trascendente, creación y de revelación de Dios, todas las demás filosofías paleo americanas, hindúes, chinas, egipcias, mesopotámicas, e incluso la griega, que obviamente no son iguales, coinciden en la inmanencia de lo divino y en la raíz última de la preocupación humana: la salvación del alma. En todas ellas el santo o el sabio alcanzan por meditación, reflexión o virtud personal el conocimiento último de los principios del universo. Las altas culturas del neolítico superior expresan esta preocupación a través de una filosofía cosmogónica, donde el hombre pertenece a la tierra y la tierra pertenece al cosmos de los dioses. El cosmos mítico es legítima reflexión filosófica con categorías preconceptuales, intuitivas, porque su inteligibilidad radical reside en el establecimiento del principio de una realidad ejemplar que la conducta humana debe repetir. Aquellos filósofos asumían sus conocimientos como dones sapienciales de orden sobrenatural, los mismos que les permitían acceder a verdades divinas. Los sabios mitocráticos eran a la vez místicos, religiosos y contemplativos, ejercían un tipo de “clarividencia astral” o forma de iluminación recibida de algún tipo de conexión espiritual que le permitía asumir el conocimiento como sagrado. Dicha clarividencia astral se adquiriría a través de alucinógenos, ofrendas, ritos, ejercicios de concentración y meditación, accediendo al mundo de los dioses, obtener profecías y realizar rituales oraculares. En nuestro tiempo, esta mezcla de religión, ciencia y filosofía en una especie de sabiduría divina se llama teosofía, Pero lejos de confundir el contenido de la teosofía con la filosofía mitocrática de los sabios prehispánicos y filósofos no occidentales arcaicos, sin embargo, ésta brinda luces a través de su línea esencial: el carácter esotérico de la filosofía del mundo ancestral pre-griego.

De allí que permanezca la misma estructura de la pregunta metafísica. Postular la categoría de lo mitocrático y el tipo característica de su pregunta metafísica me puso en la senda que en ella debía estar la clave para llegar a una comprensión más profunda del logos humano. Es decir, mientras Occidente ha filosofado, sobre todo, aunque no exclusivamente, bajo la égida del logos de la ratio, las culturas no occidentales lo hicieron bajo el logos del mito. Pero los intrincados secretos se vuelven a poner de manifiesto cuando se advierte que junto al logos de la ratio y al logos de la fe, subyace perdurando muy profundamente, un extraño “logos de la estupidez”, alimentado por los vicios e inercias humanas, que utiliza el instrumento de la razón, de la fe y del sentido, con todo el resto de las pasividades humanas, para hacer lo necio y ruinoso, verdadera epidemia destructiva y devastadora en la historia de la misteriosa humanidad. Por todo lo expuesto, mi filosofía en este punto, que tiene rasgos peculiares y no permiten reducirla a un conjunto final y bien dispuesto, puede ser denominada como “Mitocratología” o filosofía Mitocratológica, y cuyo principio metodológico fundamental consiste en plantear lo siguiente: que la filosofía está presente con el hombre mismo de todas las edades, por cuanto no es simple necesidad teórica o racional, sino primordialmente una imperiosa e inevitable necesidad existencial -lo cual no quiere decir que siempre todos los hombres han sido filósofos, sino que siempre los ha habido- y que en este sentido hubo una etapa en que la preguntabilidad filosófica se presenta no mezclado con el mito, sino que él mismo es mito.

Esto es, lenguaje cifrado que busca dar cuenta de una Realidad ante el cual el pensar fracasa, porque no es interpretable racionalmente, pero es sentida como su destino profundo por nuestra Existencialidad. La hermenéutica gadameriana sostiene que la interpretación es la base de toda experiencia humana, todo entender y comprender consistirá siempre en un interpretar (Verdad y método, 1960). Y es un mérito indudable que haya señalado que la “comprensión” no es un método que puede disputar con la explicación, sino un modo fundamental de ser el hombre en el mundo. Sin embargo, y esto sería una limitación fundamental en el punto de vista de Gadamer, la “interpretación” misma tiene como base un tipo de experiencia humana radical que atraviesa toda su existencia y que implica toda interpretación. Pues se trata de la condición metafísica de vivenciar la “diferencia ontológica”, como aquel ser que puede hablar de los entes y de su ser a partir del experimentar su paradójico ser en el mundo como un oscilar entre el ser y la nada.

Es el experimentar la alteridad radical y la negatividad sin síntesis; esto es, ser afectado por un momento afirmativo de la realidad que se excluye del carácter dialéctico de la realidad total. Esto conduce a otro modo no dialéctico de identificación del pensar con el ser verdadero, una relación de oposición sin conciliación, donde se permanece estáticamente en la oposición misma. Es esta experiencia fundamental, que llamaré experiencia del filosofare, la que produce la base de su ser interpretante y no a la inversa. De lo contrario se confundiría la experiencia histórico-lingüística como la única experiencia radical del hombre. Dicho de otra manera, la “comprensión” es un modo fundamental de ser el hombre en el mundo, porque ella misma de la experiencia única del filosofare. Pero este aserto tiene todavía una consecuencia fundamental de largo alcance y es la siguiente: si el filosofare es un preguntar radical que posibilita al mismo tiempo el preguntar radical y la interpretación misma, entonces nos debería llevar a reconocer que no es ni con el arte ni con la filosofía con lo que la historia humana comienza, sino que fue la condición ontológica del filosofare lo que hizo que ese homínido diera el salto metafísico que designa el inicio de la historia en general. O dicho en una formulación más fuerte: la fuerza motriz que llevó a la especie humana a ser tal no fue ni el sexo, la guerra, el clima, la caza, la agricultura, el juego, ni una forma especial de evolución o coevolución de gene-cultura, sino la condición metafísica del filosofare, como posibilidad experiencial radical de vivir su desgarramiento existencial.

Así lo decisivo en la historia universal es el filosofare universal. Pero para Hegel la historia empieza con la negatividad, que, junto con la alteridad, se opone a la conciencia; es el cara a cara de la conciencia y de su otro, del sujeto y del objeto lo que constituye el movimiento de la dialéctica: es negándose como se determina y como adquiere el propio contenido positivo. Así, la historia progresa a través de la célebre estructura ternaria por la cual el elemento primero es negado por su opuesto, ambos luego se reencuentran finalmente superados y reconciliados en el tercer momento que es la verdad de ambos. Sin embargo, la preguntabilidad de la filosofía nos muestra que antes de la contradicción con síntesis hallase la oposición sin conciliación o la experiencia esencial no reside en la síntesis, sino en la relación con la Otredad absoluta, o el cara a cara con lo sagrado. La experiencia por excelencia no será la relación intersubjetiva, será la relación con la Infinitud. En estos tiempos primordiales la verdadera relación originaria no será ética, como piensa Levinas, sino ontológica, porque lo ontológico es la dimensión en que aparece el Otro radical, que es un Infinito que nos sustenta. Y esto es importante porque da cuenta que sin aquello inasimilable al movimiento de la dialéctica no hay dialéctica.

Es más, en ese algo divino que hay en el hombre, que es la virtud amorosa, se destruye toda posibilidad de fusión completa con el ser amado. El existir filosófico está continua y duraderamente allí, para mí, dado a mí existir en su más radical originalidad, porque mi existencia posee una propiedad fundamental, el filosofare, mejor dicho, nuestra existencia es filosofar, consistente en llevar consigo la conciencia de la tragedia del existir, sin posibilidad de superación dialéctica. Dicho aspecto trágico no estaría presente si la existencia humana sólo estaría abierta a los entes y no al ser. Heidegger nos habla del ser-ahí (Dasein) como apertura en un estado de ánimo (Stimmung), el cual es un encontrarse (Befindlichkeit) como abandonado a sí mismo para ser. Pero, dicha apertura heideggeriana no es posible sin pensar la previa experimentación de nuestro desgarramiento existencial. He aquí nuestra distancia con Heidegger, su tragedia es este estado desgarrado de abandono (Geworfenheit), que hace posible no sólo que el ser-ahí pueda dirigirse al ente como ente, sino que posibilita el horizonte mismo del preguntar filosófico, es decir, el preguntar por el ser del ente. El primer filósofo se pone frente a la pregunta precisamente al experimentar lo amenazante de su ser en el mundo, por eso el primer preguntar por lo que el ente es, equivale por lo que ese ente me puede hacer en mi frágil existir. Esa pregunta se devela como physis o naturaleza, como totalidad de entes que aparecen amenazantes ante mí. De ahí que el inicial desocultamiento del ente ante mi existencia comience con la historia misma del hombre y no con la historia occidental. En el pensar arcaico del hombre originario, el cual estaba muy lejos de ser absorbido por su diario quehacer y dedicarse a la mera sobrevivencia, se pone en obra la verdad del ente, o, dicho de otro modo, el hombre comienza a participar en el dejar ser de la verdad. Y esto es posible porque la totalidad de los entes del mundo al estar lejos todavía de ser reducidos a mero un útil manipulable, le permiten la distancia contemplativa del preguntarse por el propio ser del ente. El filosofare es la manera más íntima y profunda del existir, porque en esa oposición sin conciliación el hombre se siente partícipe del misterio del mundo. Esto es, la totalidad de los entes que aparecen amenazantes ante mí existir, y se desvela como physis, implica a mi propio ser que se pregunta por el ser mismo. En el horizonte de la pregunta se revela el carácter de religación del hombre con el ser del mundo.

Por eso desde un principio el hombre fue religioso y también filósofo, las cuales se imbrican en la experiencia originaria del preguntar filosófico y lo cual nos hace pensar que en  el  filosofar  empiriocrático  del  paleolítico  no  había separación entre filosofía, magia y religión, ni la religión era aquello que mata la fuente de la preguntabilidad, ni había posibilidad de que la filosofía se convirtiera en ancilla theologiae. La relación dialéctica entre filosofía y religión va de la unidad, a la separación y de ésta a la contraposición. Son tres momentos distintos, donde primero ambas aparecen en unidad de forma y contenido, y hablan indistintamente en imágenes sensibles (filosofar empiriocrático); luego acontece la separación en la forma pero no en el contenido, pero la filosofía aún se basa en imágenes de lo suprasensible, aprovecha las imágenes de la religión (filosofar mitocrático); para sobrevenir luego, con el filosofar logocrático, la contraposición en forma y contenido, en la que la filosofía se basa en conceptos racionales, y es ahora la teología la que aprovecha los conceptos de la filosofía griega. Así, las ideas griegas recogidas por el cristianismo fueron: crítica contra el politeísmo (escépticos), metafísica de la voluntad (Plotino), mundo ideal, escatología, pureza ética, desprecio del mundo, preferencia por lo suprasensible (Platón, Filón), ley eterna, razones seminales, cuidad de Dios (estoicos).

Serán milenios más tarde, en lo que llamo el filosofar mitocrático, cuando el horizonte del preguntar filosófico se modifica, como resultado de un mayor dominio del mundo a través de la revolución agrícola, que la pregunta por el ser del ente se devela con la oposición del espíritu a la physis, con lo cual la trascendencia que en un primer momento se desvela como totalidad, ahora se muestra como principio superior y organizador de la naturaleza. Recién entonces madura la diferenciación entre filosofía y religión, pero no en el sentido de una incomunicación ni una relación vaga y sinuosa, sino como horizonte originario del filosofar, como trasfondo necesario de la preguntabilidad filosófica, y origen de la eterna verdad. Será sólo en el nuevo horizonte del filosofar logocrático occidental que la preguntabilidad filosófica se perfila en plena lucha contra la religión, se independiza y contrapone del nivel de la religión, para experimentar la trascendencia como idea, esencia o principio racional. En este cambio la filosofía ya no necesita de la religión para formularse la pregunta por el ser de los entes, pero en el cambio, así como está contenido un nuevo alcance del mismo modo está signado por una renuncia y limitación intrínseca. El dios idea de los filósofos, como ya lo destacó María Zambrano, fracasa porque no ama, ni puede ser amado, no responde y sólo ofrece la visión de las esencias. Con el Ser o la Unidad descubierta por la inteligencia, comienza el delirio de deificación humana. La piedad que era antiguamente la relación del hombre con lo divino, quedó convertida con el racionalismo en una virtud del ser humano. Lo sagrado es consustancial al hombre y ser enteramente humano es recuperar el Paraíso como simples hijos de Dios.

Constatación parecida a la que llega el último Heidegger en su conferencia La cosa (trad. De R. Gutiérrez Girardot, en: Ideas y valores. Bogotá, nº 7 y 8, 1953). El desocultar que deja la cosa como cosa es la alternativa al desocultar de la técnica, que trata del dominio de la naturaleza y de los demás. Se trata de alcanzar un nuevo modo de pensar opuesto al pensar cientificista objetivador, y cuya superación permite descubrir el cuarteto de: cielo, tierra, mortales y dioses, que se unifican en el ser de la cosa. El existir humano se entiende también fuera del propio ser mortal, y diferente del ser cielo y tierra, es un modo de ser que se revela como digno de culto y ofrenda, es el modo de ser inmortal de los dioses. El gran peligro intrínseco a la especulación heideggeriana, puesta en evidencia en la empresa de la desmitologización de Rudolf Bultmann, se refiere a tratar los temas existenciales como si fuesen objetos del mundo. Más fecunda, en este sentido, es la idea jasperiana de la trascención formal, cuyo principio básico, es: “es evidente que existe lo que no es evidente”. La trascención formal consiste, precisamente, en llegar al límite del pensamiento en donde se experimenta el fracaso del pensar. De modo que de la trascendencia sabemos que es, pero no sabemos qué es.

Por tanto, el sentido de nuestro ser como ser trágico es el fundamento de nuestro existir filosofare. ¿Y si nuestra existencia no fuese trágica sino feliz y beatífica, persistiría el rasgo del filosofar? Pienso que sí, que no depende de una vivencia psicológica y posee un carácter apodíctico del fenómeno del existir. Querer aprehender el universo del ser verdadero como algo de lo que se participa, no carece de sentido. Al contrario, así como en esta temporalidad es la conciencia de la tragedia del existir lo que impele a filosofar, en la eternidad no se descarta que la extrema felicidad de la unión beatífica nos lleve a lo mismo. Porque en una u otra la filosofía siempre consistirá en la búsqueda de sentido del ser. Así, se reconoce con facilidad que en todo hombre hay un filósofo natural o un innatismo filosófico, también llamada actitud filosófica, pero casi nunca se ha intentado explicar por qué existe tal condición, que obviamente es distinta a la aptitud para filosofar. Yo lo explico radicándolo en la naturaleza de nuestra propia existencia. Tanto la tragedia como la felicidad perfecta nos devuelven a la auténtica experiencia del Ser, pues a pesar de la diferencia de naturaleza entre el ser finito y el ser infinito hay una verdadera sed metafísica por devolvernos a lo Absoluto. Sed que, por lo demás, no sólo está presente en los seres conscientes sino en toda la multiplicidad existencial dentro de una procesión que ni la muerte ni la entropía la estropean.

Sin embargo, aun cuando sea el hombre empírico de todas las edades el que tenga la actitud filosófica, ello no quiere decir que haya sido éste el encargado de sacar adelante la filosofía, sino que siempre ha habido entre la grey humana individuos con mayor conciencia de sí, voluntad, ethos y pathos para llevar adelante esta responsabilidad superior. Es decir, individuos capaces de convertirse en personas por la cualidad de su vida ascendente y justamente entre aquellos han estado siempre los filósofos, o los que demostraron la capacidad de elevar la aptitud a actitud para filosofar.

En otros términos, la filosofía nace en el espíritu personal y se objetiva en el espíritu objetivo, que está por encima de la vida y muerte de los hombres, pero su origen está latente en la aptitud y se actualiza en la actitud para el filosofar. Obviamente que sin la aptitud no existiría la actitud, pero desde la oscura prehistoria sólo el espíritu personal es el que ha sido capaz de desarrollar la aptitud filosofante. A la pregunta ¿si en todos los hombres existe la aptitud por qué no todos no desarrollan la aptitud por la filosofía? Sólo cabe responder a través de la caracterología de los tipos humanos, aunque Eduardo Spranger preferiría hablar de Formas de vida. ¿Qué es la actitud filosofante?

Diríamos en jerga heideggeriana, que es el existir humano que se hace cargo de la desocultación del ente y de la ocultación del ser. Dicho de otra manera, el hombre es esencialmente filósofo, como criatura que siempre aspira, pero nunca alcanza a consumar su conciencia espiritual, así su manifestación sólo ha sido posible por aquellos que han sentido en grado máximo el choque del conflicto entre lo real y lo ideal. Por eso es que todo hombre experimenta la tendencia a filosofar, pero no todo hombre es filósofo. Ninguno que sea humano de verdad, y lo más sorprendente es que acontece desde niño, puede vivir sin filosofar, sin plantearse alguna vez las preguntas límites y fundamentales, pero sólo algunos son los que no pueden a lo largo de su vida sustraerse a ellas, y éstos son los filósofos, como aquella élite poseída por la propensión irresistible de dar sentido y llenar de significación vigorosa a la propia existencia. El existir humano es un estar abierto al ser y es allí donde el filósofo se aboca a la tarea de su comprensión. 

Filósofo es aquel que desde siempre ha sentido el llamado de los cuatro reinos de la realidad, y no tres como supone la clasificación de la ontología hartmanniana, a saber: el ser real (deviene, espacial, temporal, individual), el ser ideal (objetivo, inespacial, autónomo, intemporal, y general), el ser irreal (inespacial, intemporal, dependientes) y el Ser Eterno. En este sentido, el filósofo es aquel que ha sido sensible al reino de lo transreal, entendido como aquel paraje ontológico cuya trascendencia se configura en la posibilidad óntica de la realidad misma y que en último término es incognoscible e inobjetivable. Según la filosofía de N. Hartmann, las capas superiores del ser dependen materialmente de las inferiores; la única excepción es la determinación final de la voluntad libre regida por valores. En nuestro caso hablar de lo transreal significa distanciarse de la fenomenista ontología hipotética hartmanniana, admitiendo que lo transreal o la Divinidad es la capa superior suprema del ser que determina las inferiores por su libertad absoluta, y no relativa como es el caso del hombre. Es el único que puede llevar la Creación al grado máximo como ¡Fiat! Fundamento último de todos los reinos de lo real, sustancia, causa del mundo o persona divina. La filosofía mitocrática atenta al llamado de lo transreal, dio origen a las grandes tradiciones religiosas en el mundo.

En suma, no existe una figura del filósofo universalmente válido, hay una diversidad de formas en que los filósofos y la filosofía han existido. El filosofar humano, su más eminente privilegio, es también su más profunda y misteriosa condición existencial. La explicación de la filosofía mitocrática culmina en el análisis de la idea de la filosofía como condición del existir. Esto es que la comprensión de la filosofía no se efectúa a través de su historia, porque su historia constituye otros tantos momentos y perspectivas que sólo esclarecen su desarrollo, pero la médula de su problemática se encuentra contenida como un acontecimiento ontológico radical del existir humano. La condición del filosofare permanece a través de los tiempos, es una condición a priori, una estructura ontológica fundamental del hombre, un contenido invariable y sólo es su forma la que ha cambiado en decurso de cada civilización.

En síntesis, en la base de la existencia humana está el filosofar como aquel substrato substancial que posibilita los sistemas filosóficos funcionales. Dichos sistemas filosóficos funcionales son: el filosofar conceptolátrico de la racionalidad conceptual a partir de Grecia; el filosofar mítico de la racionalidad mitocrática del mundo ancestral; el filosofar mitomórfico del chamanismo de los pueblos del paleolítico superior; y el filosofar numinocrático del mundo prehistórico del paleolítico inferior. Y la base de todo ello es la naturaleza filosófica de la condición humana. Lo cual está expuesto en mi Teoría general de la filosofía. Más aquí, me he limitado a la fundamentación y justificación de la filosofía mítica.

Nuestra concepción de que la filosofía está en relación con la supuesta naturaleza de la condición humana lleva implícita la idea de esencia. La idea de esencia es rechazada desde el existencialismo hasta la filosofía analítica, el posmodernismo y el pragmatismo. El argumento de fondo es que una objetividad esencial ligada a una trascendencia les resulta insostenible dentro de su dogma del constructivismo social. Estas corrientes consideran que la verdad es intersubjetividad o solidaridad o no son nada. Reducida la verdad a creencia útil las cuestiones de hoy ya no son metafísicas o teológicas, sino políticas. Pero este historicismo nominalista se revela cada vez más como la narrativa del occidente liberal que se hunde en el escepticismo, la decadencia moral y humanística.