jueves, 10 de mayo de 2012

SENTIDO DE LA VIDA Y UNIVOCIDAD DEL SER


SENTIDO DE LA VIDA Y UNIVOCIDAD DEL SER 
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía

Ahora bien, podemos preguntarnos si ¿se puede coincidir con el nihilismo en su rechazo del absoluto que trasciende la vida misma, y discrepar con él para ubicar lo sagrado en lo inmanente?

Esta solución secular del culto a la humanidad y a la naturaleza tiene su precedente en el panteísmo. No es, claro está, la postura de Confucio, quien deposita su confianza solamente en el buen gobierno y en el amor al prójimo, razones por las cuales se ganó el reproche de Lao Tsé por no fundarse en el tao. Tampoco es la de Buda, quien confía en la liberación por el abandono del mundo desde el mundo y quien jamás cedió a las preocupaciones metafísicas de su discípulo Ananda. Menos aun son las posiciones asumidas por Sócrates y Jesús. Por lo demás, la profunda importancia de lo inmanente, y no precisamente su sacralización, es lo característico de la filosofía china. Ni siquiera en la filosofía india el panteísmo es la tendencia predominante, donde el motivo principal de su pensamiento es elevarse sobre el mundo para lograr la quietud de lo real verdadero.

En cambio en el pensamiento occidental el panteísmo ha tenido una gran importancia y especialmente desde la modernidad, más precisamente con Spinoza y Schelling. ¿Por qué? Al respecto, no se puede decir [1] que Oriente y Occidente comparten la misma metafísica dualista entre lo material y lo inmaterial, dualismo que es ahora en occidente entre “significado” y “mundo sígnico”, porque dualismo no es toda contraposición entre dos tendencias irreductibles entre sí, sino la explicación del universo desde dos principios o realidades irreductibles. Así, se puede asumir una posición dualista en el problema de la relación alma-cuerpo, sin serlo en la explicación del universo. No obstante, sí se puede aseverar que en el tercer milenio el pensar filosófico occidental marcha hacia la afirmación de la “supervivencia genética y cultural” de la persona, más cercana al taoísmo y al confucianismo de la filosofía china.

Es decir, en el nihilismo de  la modernidad tardía se reafirma un inmanentismo de la realidad finita estrechamente ligado a la pérdida de sentido de la vida. Pero esto ya no es un dualismo sino un monismo inmanentista, distinto al monismo místico de Plotino, al monismo cristiano y al monismo panteísta de Spinoza y Schelling.

Ahora bien, existe una diferencia entre un panteísmo acosmista y un panteísmo ateísta, según se coloque el acento sobre Dios o sobre el mundo. Este último puede estar de acuerdo, incluso, en mundanizar lo sagrado para elevar al hombre, en vez de sacarlo de la vida hacia un paraíso teológico o laico. Pero en realidad no sólo el primado de la Naturaleza está en su base, sino que el principio profundo que la rige está en el concepto de alienación. Esta establece una oposición irreconciliable entre la existencia de Dios y la del hombre. Por eso reclama mirar nuestra existencia humana antes que creer en reinos o ideales que le den sentido. Más aun sostiene que lo eterno es ajeno a lo humano porque se basa en el desprecio del hombre mismo. Afirmar a Dios es degradar al hombre como cosa u objeto.

Esta es precisamente la tradicional idea que se le ha atribuido a Hegel de que el hombre se aliena mientras no se reconoce como absoluto, autónomo y autárquico. Pero dicho supuesto parte del equívoco de la univocidad del ser, esencia misma del panteísmo, que no comprende la existencia de Dios y coloca las dos existencias en el mismo orden. Para el panteísta no podemos pensar el sentido de la vida sin mirar a la vida misma, y esto es comprensible dentro de su criterio unívoco del ser, pero la realidad es que el ser tiene un criterio multívoco y jerárquico, en cuya cúspide está un Dios trascendente que no aliena a su criatura, la cual es libre pero no absolutamente.

De modo que la realidad finita humana es sierva no sólo de Dios sino de muchas cosas, es un ser dependiente e independiente a la vez. La existencia humana es una posibilidad de no ser dentro de facticidades que la limitan. Pero esto no significa que sea una imposibilidad radical, como afirmaron Heidegger, Jaspers, Barth y Sartre. Es decir, la libertad humana no coincide con la necesidad y por tanto se no anula a sí misma, esto es, no se revive el fantasma hegeliano de la reducción de la realidad finita a la realidad infinita.  

En otras palabras, por el criterio multívoco del ser la realidad humana es libre pero no absolutamente, su existencia no está en el mismo orden que la de Dios y por tanto la libertad del hombre -aunque sierva de Dios- es libre ante Dios, y no colisiona con la libertad divina porque no es lo mismo la determinación finalista y la determinación causal física. Afirmar lo contrario equivale a exagerar la omnipotencia y providencia de Dios, como lo hace el pensamiento protestante. En este sentido, no es extraño leer a un autor como Ortega[2]  -que tiene un escaso sentido para los valores religiosos trascendentales- al decir que la esencia humana es” estar radicalmente desorientado”, vivir es “proyectar lo que vamos a ser” y frases por el estilo, que nos retrotraen a la divinización autárquica hegeliana de la naturaleza humana.

No hay duda que con Hegel cobra vigor el pensamiento metafísico, pero la imagen tradicional de él le atribuía que al borrar la distinción entre Dios y Mundo también hace naufragar la realidad trascendente. Lo cual es equívoco. Y en este punto se puede ver nítidamente que hasta el momento la modernidad tardía no ha realizado la completa inversión del hegelianismo, ni lo hará, sometida como está al dictado del reconocimiento del hombre como deus in terris o diocesillo terrestre[3] porque dicho principio hegeliano de alienación se sigue reproduciendo mal comprendido. Aquí hay que decir lo siguiente. La aportación más importante a la concepción filosófica del cristianismo de la doctrina de Dios y de la Trinidad proviene de Hegel. La Iglesia en el Concilio Vaticano I (1870) en su énfasis por refutar el tradicionalismo y el racionalismo, asoció a Hegel apresuradamente con el panteísmo, pero la realidad es otra y más matizada.

Hegel no ve a Dios como un ser abstracto, que existe más allá del mundo concreto y de la autoconciencia humana, sino que toda la realidad está determinado por el Espíritu que es Dios. Lo específico del Espíritu de Dios es estar en el otro, lo cual no niega la trascendencia de Dios en sí, es decir, antes de la creación del mundo y de los hombres, pero aquí sólo sería Dios un concepto absoluto y por ende insuficientemente definido. Dios va más allá de la generalidad de la pura idea y en su vitalidad da lugar al proceso de su manifestación objetiva. Así, de la generalidad de su primera forma del “reino del Padre” pasa a la objetividad de su segunda forma del “reino del Hijo”, que involucra la creación del mundo y la encarnación, con lo cual el “Hijo de Dios” no se circunscribe a Jesús de Nazaret, sino que designa toda la “dimensión de la finitud”. Pero en la muerte de Jesús culmina la “finalización de la conciencia” y en la Resurrección se realiza el salto de la finitud en infinitud. Así la idea divina se cumple en la realidad en el “Espíritu existente” de la “comunidad cristiana”.

En otras palabras, el Dios de Hegel no es una fuerza impersonal panteística, sino un Dios personal que encuentra su autocumplimiento en la autoconciencia que sintetiza la “universalidad” y la “particularidad”. Y este aporte hegeliano no ha sido recogido adecuadamente por la Iglesia, que aun en Concilio Vaticano I y Concilio Vaticano II se mantiene aferrada a la visión teísta, trascendente, lejana e imparticipada  de Dios, lo cual no responde a la historia concreta de la revelación de Dios y que omite su entroncamiento con el destino humano.

De manera que no hace falta otro Dios, sino esclarecer al mismo Dios en una nueva imagen que haga ver la estrecha conexión entre la trascendencia e inmanencia de Dios y su íntimo nexo con el destino humano. La consecuencia de esta nueva imagen sería de inmediato devolverle al hombre el protagonismo de su propia historia, haciéndolo rechazar toda pasividad ante la autoridad y potenciando su lucha por un orden social justo. Orden que brilla por su ausencia en la presente crisis desatada en Europa y Estados Unidos por la megacorporaciones financieras, y cuyo peso de una posible solución se hace recaer sobre los hombros de los inocentes ciudadanos. Esta pobreza que nace del abuso no sólo debe pagarla el capital y no los trabajadores, sino que será siempre recurrente dentro de un sistema cuyo valor máximo no es la persona sino la ganancia.

Entonces, si lo más profundo del problema del sentido de la vida es su dimensión metafísica en consecuencia se puede afirmar que recuperar el sentido de la vida atraviesa por la recuperación de la metafísica; pero recuperar la metafísica equivale a romper con el dios inmanente, del idealismo panteísta, y con el criterio de univocidad del ser, que está detrás de este concepto. Todo lo cual significa que la recuperación del sentido de la vida en la modernidad tardía, exige a ésta dejar atrás su supuesto fundamental: la autarquía absoluta de la realidad humana. Pero junto a ésta superación se debe dar la reafirmación de la trascendencia, la cual devuelve a Dios y a la criatura a sus respectivos órdenes (eternidad-temporalidad).

Pero esta reafirmación de la trascendencia carece completamente de sentido sin enfatizar la manifestación inmanente de Dios, lo que ennoblece la lucha humana por divinizar la vida en la tierra. La trascendencia del paganismo es alienante porque desestima el mundo de la inmanencia. En cambio la trascendencia del cristianismo lejos de alienar a su criatura que es libre, hace posible un humanismo con Dios, porque es una trascendencia que encuentra en la inmanencia un lugar especial, a saber, el de la muerte y resurrección de Dios mismo. De entre todos los entes, es el hombre la única criatura que se plantea el problema de Dios, y es así porque él mismo tiene también, a semejanza de su Creador, una dimensión inmanente y trascendente. Es parte de los dos mundos y debe vivir ambos en conexión. Recortarlos es no sólo regresionar al panteísmo unívoco, sino, desconocer que su vida sólo tiene pleno sentido como finitud plantada en lo absoluto.

Si Dios es una infinitud enraizada en lo finito, el hombre es una finitud arraigada en lo infinito. Aquel que sólo ve a Dios en el topos uranus no ve a Dios, porque Dios está especialmente en su creación y en el prójimo. No se puede amar a Dios sin amar a sus criaturas, de lo contrario se incurre en escapismo gnóstico o en la horizontalidad inmanente de la modernidad unívoca. La modernidad aspirando a reivindicar lo terrenal ha negado su contenido trascendental y el resultado ha sido la relativización y trivialización de lo inmanente en una vida sin sentido.


[1] Como lo hace Rom Harré en su libro 1000 años de filosofía, Santillana, Madrid, 2008.
[2] Ibid, 29, 44.
[3] Véase mi libro: Nihilización del deus in terris, IIPCIAL, Lima, 2008. 

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