FENOMENOLOGÍA DE LA ANOMIA Y SIN SENTIDO
DE LA VIDA
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
Ahora bien, si la vida humana es un
continuo hacerse ¿por qué se ha vuelto problemático el sentido de la vida? ¿Qué
ha cambiado en la vida humana para que ese “continuo hacerse” se vuelva
insatisfactorio y avance pletóricamente el sin sentido? En el otrora sistema
comunista la falta de libertad hizo que la justicia misma terminara por
desplomarse. Y en el desaparecido capitalismo de bienestar la abundancia y la
prosperidad aceleraron el consumismo y menoscabó los valores humanos. En cambio
hoy ¿Es el sistema hipercapitalista el responsable de la concentración de
bienes materiales en un puñado de megarricos y de la penuria de bienes
espirituales?¿La globalización neoliberal de los últimos 30 años, y que hoy se
tambalea gravemente, al reducir el gasto social, eliminar el salario mínimo,
descartar el seguro de desempleo, incrementar la pobreza en el mundo, desmontar
el capitalismo de bienestar, multiplicar el trabajo precario bajo la línea de
pobreza, y aumentar la brecha entre ricos y pobres, no ha acelerado acaso el
sinsentido de la vida? ¿Una sociedad que se sigue rigiendo por patrones
cuantitativos, que pone lo económico sobre lo humano y social, que entroniza el
consumismo pero que acentúa la
desigualdad social, no genera acaso desesperanza, desilusión, y el achatamiento
de las aspiraciones humanas? ¿Acaso la crisis del sentido de la vida no se
traduce en una vulgar libertad para consumir, que se convierte en lo que
Castoriadis[1] llama el “avance de la insignificancia”, “la
crisis de las significaciones imaginarias”, “la necesidad de reorganizar las
instituciones sociales” y crear nuevas significaciones de índole humanista? ¿Es
el sinsentido de la vida una forma de anomia social e individual? ¿Es el sinsentido
de la vida un problema eminentemente sociológico antes que filosófico? ¿Agota
su manifestación fenomenológica todo su contenido esencial?
Berger y Luckmann [2] han
señalado que grupos civiles religiosos, ecologistas, de derechos humanos,
asistencialistas, etc., constituyen “depósitos sociales de sentido” que
permiten que las sociedades modernas sigan funcionando impidiendo la propagación pandémica de la crisis
de sentido. Esta visión optimista e ingenua ignora que estos grupos civiles son
más bien “amortiguadores del sinsentido”, que desprovistas de una visión de
cambio estructural son incapaces de promover un real cambio del sentido de la
vida y constituyen así un elemento “bisagra” en la consolidación del mundo
irracional. ¿Acaso las transgresiones morales de las iglesias, instituciones
caritativas y diversas ONGs, vistas generalmente como “reservas sociales de
sentido”, no minan también el sentido de la vida convirtiéndose en “depósitos
sociales del sinsentido”? ¿Es la modernidad occidental, al colocar la
subjetividad humana en el centro, la responsable del sinsentido de la vida?
¿Representa el escepticismo, el hedonismo y el nihilismo las expresiones
culturales más legítimas de una vida sin sentido? ¿Es el sentido de la vida
solamente una variante sociológico-antropológica o expresa algo más profundo? [3]. ¿Es es el
sinsentido de la vida lo mismo que la anomía? Si tomamos la anomia, como lo
sugirieron Durkheim y Merton[4], como la
desintegración cultural y social y como falta de integración grupal, local y
nacional, entonces habría una correlación entre anomía y sinsentido de la vida.
Fue lo que sucedió, por ejemplo, cuando se impusieron condiciones de
explotación o de esclavitud en el derruido contexto social andino, cuando el
equilibrio premoderno incaico se vio sustituido por la nueva cultura española
conquistadora. Imperó el sinsentido de la vida, las enfermedades,
fallecimientos y suicidios fueron masivos y lo que sucedió fue una verdadera
hecatombe del mundo andino premoderno. Lo singular es que este tipo de anomia
puede ser considerada como una fase de destrucción de lo viejo (mundo andino
premoderno) y desarrollo de lo nuevo (mundo andino moderno) que va desde la ruptura
de una determinada solidaridad cultural (ayllu) hasta la asimilación de una
nueva cultura (competitiva) por parte de la población dominada. A este tipo de
anomia correlacionada con el sinsentido de la vida podemos llamarla anomia o
sinsentido de la vida de tránsito
histórico. Ya los análisis freudianos[5] habían
sugerido lo determinante de la relación entre libido y cultura, en el sentido
de que al aceptar los límites que impone la sociedad a la expansión espontánea
de la libido es condición esencial para poder construir la civilización, la
moral y la religión. En otras palabras, los complejos procesos psicológicos
entrañados son consecuencia de la causación social del malestar cultural. Quizá la raíz socio-psicológica más profunda del
sentido de la vida esté en la rapidez del
cambio del sistema económico y en las crisis
de sentido que provienen de la anarquía que produce tal sector. En efecto, la
aparición de inestabilidad familiar y profesional, la violencia, la
criminalidad, la conducta irregular evidencian signos de anomia y sinsentido de
la vida a nivel psicológico cuyo origen está en el origen social del proceso.
Lo cual nos conduce a la afirmación de que el sinsentido de la vida, aun cuando
no se identifique exactamente con el fenómeno de la anomia, sin embargo está latente en la estructura misma de toda sociedad e individuo, como fenómeno transitorio y sintomático que amenaza en cobrar dinamismo y desarrollo en
aquellas sociedades que carecen de instituciones
mediadoras de solidaridad social. Si el sinsentido de la vida crece
desorbitadamente en la globalización neoliberal actual es porque muestra que no
se trata de un fenómeno coyuntural sino estructural de la dinámica de las
sociedades competitivas estratificadas.
Y es aquí que podemos advertir con más claridad la
mayor amplitud del sinsentido de la vida respecto al fenómeno de la anomia.
Pues la anomia entendida como desviación no podría surgir en sociedades autoritarias, ni sociedades solidarias, sino tan sólo en sociedades competitivas donde la desigualdad de
oportunidades sea la nota característica. No obstante, también hay formas de
sinsentido de la vida en las sociedades autoritarias y en sociedades
solidarias, aunque en menor escala social. Por ejemplo, si Gorbachov no hubiese
puesto en marcha la Perestroika y el Glasnost en su país –el cual era una
sociedad autoritaria a pesar de sus mecanismos de solidaridad social- difícilmente
se hubiera derrumbado la Unión Soviética y se hubiese puesto fin al sistema
burocrático muy organizado,pero el
descontento social si bien no tenía formas políticas ni ideológicas de escape
sin embargo conseguía hacerlo a través de un altísimo índice de alcoholismo,
entre otras desviaciones existentes. Y en las sociedades solidarias, como las
escandinavas, la amenaza de las conductas desviadas y del sinsentido de la vida
no deja de estar presentes siquiera en mucha menor escala, tanto social como
individual. Por ejemplo, suicidas hay por todas partes pero no todo suicida es
anómico o ha perdido el sentido de la vida. Si nos atenemos a las tres formas
de suicidio durkheimianas: egoísta, altruista y anómico, sólo el primero y el
último es susceptible de ser calificado de sinsentido de la vida. El suicida
altruista (el héroe, el mártir) no carece de sentido de la vida ni es anómico.
Esto es, se dan manifestaciones autodestructivas que no implican sinsentido de
la vida porque ponen su muerte al servicio de una causa noble y humanitaria.
Aquí el sentido de la vida implica el sacrificio de la propia vida. Nuevamente
hay que subrayar que el sinsentido de la vida y la anomia coinciden al ser a la
vez una característica latente de los
sistemas sociales y un estado de los
individuos, pero no coinciden al comprobar que no todo sinsentido de la vida es
conducta desviada o anómica. Por ejemplo
las clases inferiores son presa fácil de la anomia o conducta desviada,
pero existen otras formas de desviación y desorientación de las clases medias y
de las clases superiores que presentan procesos distintos al de la anomia. En
otros términos, si la anomia es desviación, no toda desviación es anómica. Así
las desviaciones de desorientación,
frecuentes en las clases medias y superiores, sin ser anómicas implican un
sinsentido de la vida. En otras palabras, tanto la anomia como el sinsentido de
la vida tienen una raíz distinta según sea la sociedad imperante (autoritaria,
solidaria, competitiva). En la sociedad competitiva surgirá de la desigualdad de oportunidades, en la
sociedad autoritaria de la falta de
oportunidades, y en la sociedad solidaria de la latencia inevitable en los individuos y disfunciones sociales
estructurales. Tampoco se puede subestimar las motivaciones ideológicas en el fenómeno del sinsentido y de la
anomia. Así, cuando el consumismo mercantilista de las clases medias y
superiores determinan el contenido de la cultura, entonces las metas de éxito,
eficiencia, promoción social se convierten en moral social, lo cual crea las
condiciones artificiales para la condena de los fracasados o los rebeldes,
como proyecto punitivo para marginar a los inconformistas.
Una mirada más atenta al fenómeno
de la inconformidad permite apreciar sutiles variaciones según la relación
entre fines y medios: el conformista
es el que acepta los fines y medios que la sociedad le ofrece; el inconformista ritualista es que acepta
los medios aunque rechaza los fines; el inconformista
renunciante es el que no acepta ni los medios ni los fines pero modo
pasivo; el inconformista rebelde es
el que no acepta ni los medios ni los fines de modo activo y propugna otro
orden social; el inconformista innovador
es el que acepta los medios pero no los fines, buscando nuevos fines; y el inconformista creador es el que es el
que no acepta ni los medios ni los fines y propone nuevos fines y medios. Esto
lleva a distinguir entre grados de
sinsentido de la vida: la simple, que
refleja un estado de confusión de un individuo, un grupo o una sociedad que
viven sometidos a conflictos entre sistemas de valor, y se manifiesta como
inquietud o como sentimiento de inseguridad y hasta desesperación; y la aguda, que refleja deterioro y hasta
desintegración de sistemas de valores y que se experimenta con una angustia
notable. En este último caso se ubica al hombre auténtico de Heidegger, el cual
repara en las estructuras inauténticas de la cotidianidad para descubrir nuevas
estructuras existenciales posibilitadas por la angustia. Lo cual implica que en
el fenómeno de la inconformidad hay presencia del sinsentido de la vida y según
el grado de manifestación puede jugar su presencia un rol positivo o negativo. La
tipología del inconformismo describe
conductas desviadas no sólo de personas sino también de instituciones, pero tal
desviación puede ser positiva o negativa, así, no todo sinsentido de la vida es negativo y no todo sentido de la vida es positivo. Elijamos, por ejemplo el caso de
las universidades que optan por ofrecer una formación técnico empresarial con
total descuido de la formación humanística. No es difícil darse cuenta aquí de
la orientación economicista y mercantilista que la promueve dando la espalda al
espíritu de formación integral que es consubstancial a la universidad. No es
muy diferente el caso de un profesor de filosofía que se supone que ha seguido
dicha carrera por amor a la sabiduría y sin afanes subalternos, pero a mitad de
su carrera universitaria cambia de objetivos y mercantiliza su profesión para
sólo conseguir comodidad material y placeres efímeros. Aquí estamos ante un inconformismo regresivo, ritualista, que
acepta los medios (el saber como una forma de erudición) pero rechaza los fines (el saber como una
forma de ser) [6]. Por eso,
el arte de vivir en su auténtico sentido subordina siempre los medios a los
fines, mientras que toda vida inauténtica supedita los fines a los medios.
Ahora bien, el sinsentido de la vida aguda puede, así, tener dos
manifestaciones centrales: la patológica,
de carácter negativo, que señala un estado avanzado de alienación social,
personal y mental, y que puede degenerar en neurosis, misoneísmo, fanatismo y
consumismo sin freno; y la creativa, de
carácter positivo, que implica renunciaciones valorativas muchas veces
sucesivas que implican un avance ético, mental y volitivo notable, que se
traduce generalmente como autorrealización personal y descubrimiento de un
nuevo sentido de la vida. La que caracteriza a la crisis de Occidente es la
patológica o la alienación cosificante.
Aquí ya no se trata de un sentimiento de desesperación, de abandono y
consternación, propio del capitalismo en su fase de acumulación originaria de
los siglos XVI-XIX; ni de un sentimiento de rechazo de los objetivos que
prescribe la cultura de consumo, propio del hippismo
de los años sesenta de la guerra fría; sino de la sensación de que los líderes,
el orden social, las metas, los roles, las relaciones interpersonales, son ficticios, narrativos, voluntaristas, propio
de la nueva fase cultural posmoderna y de la económica del capitalismo global y
cibernético llamado hiperimperialista[7] de las megacorporaciones privadas. Esta sensación
ficcionalde la realidad
social y personal aumenta la ilusión de que todo
es posible, el “cielo es el límite”, propio de un proceso de desorientación
personal donde el vaciamiento interior va acompañado de un injustificado
sentimiento de omnipotencia de la voluntad individual. En esta fase de
desarrollo de la sociedad competitiva la anomia, la desviación y el sinsentido
de la vida pertenecen tanto a las clases inferiores, clases medias y
superiores, esto es, son parte orgánica
de una civilización enferma. Esto es que de coyuntural
se ha vuelto en fenómeno estructural.
Pero así como el tipo de sociedad condiciona el mayor o menor desarrollo del
sinsentido de la vida, de modo similar el tipo de personalidad básica también
desempeña un papel importante. Etnólogos, sociólogos y psicólogos, cuyos
representantes más destacados son Ralph Linton y Abram Kardiner, hablan de la
personalidad básica. Se trata de captar de qué modo se influyen mutuamente
individuo y sociedad. Desde este punto de vista se establece una distinción
entre instituciones primarias, que forman la personalidad básica, disciplinan
las necesidades fundamentales y las necesidades sociales, produciendo
frustración (educación, economía, etc.), y las instituciones secundarias, que
se forman por las reacciones de la personalidad básica como mecanismos de
defensa y seguridad (mitos, tabúes, etc.). El resultado son sistemas que
determinan el grado de integración del individuo con su cultura. Con la
globalización actual se experimenta una homogeneidad de la cultura de consumo,
esto es, que las instituciones primarias y las instituciones secundarias
desembocan hacia una integración del individuo en la sociedad competitiva. Pero
las bases de esta integración son en sí misma frágiles, por cuanto en vez de
tomar en cuenta las necesidades profundas del individuo antepone las necesidades
de la economía y del mercado. La consecuencia es el aumento de la frustración
personal y la pérdida creciente del sentido de la vida. La alienación económica
se lleva a su pináculo, se vive para trabajar, se trabaja para gastar y se
gasta para olvidar que ahora lo importante es el dinero, la fama y el éxito y
ya no la autorrealización personal. La cosificación
humana galopa como caballo desbocado en la sociedad de consumo, la cual
reduce al mínimo la fuerza laboral humana en el sector industrial
sustituyéndola por robots, pero también mediante la telemática va disminuyendo
la fuerza de trabajo del hombre incluso en el sector terciario o de servicios.
Esto es, que el hombre en el capitalismo cibernético se va experimentando como
sustituible, prescindible y no indispensable. Y lejos de constituir la sociedad
del conocimiento lo que se forma es una sociedad de la cosificación, donde el
hombre es una cosa entre las demás cosas. Su experiencia de sujeto se
pervierte, su subjetividad se oblitera y el sentido de la vida se extravía. La
robótica en vez de estar puesta al servicio de la liberación del hombre, está
al servicio de los egoístas intereses corporativos y a favor de la destrucción
espiritual humana. Para que el hombre se sienta cosa entre las demás cosas se
tiene que haber operado el vaciamiento de su realidad interior, y esto se hace
con gran eficacia a través de los medios de comunicación social que dictan al
hombre lo que debe pensar, sentir y soñar. La despersonalización del hombre va
de la mano con su cosificación, ser una pieza de un gigantesco mecanismo social
que lo manipula externa e internamente es la culminación del totalitarismo
intrademocrático en los mercados de occidente. La cosificación humana llega a
su verdadera cumbre yendo más allá de lo que previó el marxismo, por cuanto el
hombre ya deja de ser una mercancía del aparato productivo y se vuelve en mero
reproductor del sistema de consumo. Y la manifestación más perversa de este
proceso de cosificación del hombre se encuentra en el tráfico de drogas,
señalada como el negocio más lucrativo del mundo y muy lejos de la industria
turística y de armamentos. La industria de las drogas inutiliza al hombre
productor, al homo faber, y lo reduce
a ser un hombre consumidor, claro está, de su propia autodestrucción. La
división del trabajo internacional del narcotráfico funciona concentrando al
alto consumo en los países del llamado Primer Mundo y la alta productividad en
los países en desarrollo. Es en estos últimos donde se constituye el
narcopoder, que corrompe las instituciones del Estado y la moral de la sociedad
en su conjunto. El Occidente de la modernidad tardía está culminando con más de
un tercio de su población adicta, sumida en la corrupción, con el desbocamiento
del sistema de los deseos humanos y la perversión de la vida misma. Y todo este
desquiciamiento acontece teniendo como telón de fondo al hiperimperialismo,
como fase superior del capitalismo megacorporativo privado, donde el capital
diluye todo valor y toda humanidad. En este mefistofélico triunfo del tener sobre el ser se yergue toda una pavorosa realidad humana y social donde el
prójimo se torna en enemigo y el amigo en cómplice. Dinero, poder y placer son
los nuevos ídolos que tiranizan en una subjetividad hecha jirones. La
mediocridad triunfa y las élites desertan de su misión directriz. La chatura
mental y moral es la norma.
La universalización de la sociedad
de consumo, donde se extiende como plaga el sinsentido de la vida, se da en la
comunidad global. La comunidad global es un producto tardío de la comunidad misma.
A la comunidad tribal le siguió la comunidad campesina, a ésta la comunidad
urbana y luego vino la comunidad global. Las naciones crean sus tipos
nacionales, aun cuando el nacionalismo es ya un particularismo para el hombre
de la comunidad mundial. Y desde el seno mismo de la comunidad mundial surge un
tipo único de hombre, interiormente vacio, superficial, consumista, descreído,
pragmático, anético[8],
desespiritualizado, hedonista y nihilista. Y así como el carácter nacional es
un sistema típico de conductas que influye sobre el tipo de personalidad de un
Estado-nación (por ejemplo se considera que Alemania es excesivamente teórica y
emocional, Inglaterra es práctica y sin complicaciones teóricas, Francia es
racionalista y a la vez romántica, España es pura pasión, Italia es humanista y
erótica,. Rusia es mística y autoritaria, Norteamérica es práctico, moralista y
organizado, Latinoamérica es vital, impulsivo e intuitivo, etc.), del mismo
modo el carácter global es un sistema típico de conductas que influye sobre el
tipo de personalidad de un Estado que se globaliza. Esto es, que el individuo
de la modernidad tardía se encuentra actualmente presionado en sus conductas,
actitudes y pensamientos tanto por la personalidad atávica del Estado-nación
como por la personalidad que impone el
Estado-global, lo que incide indudablemente en su desorientación vital. El
sentido de la vida nacional se va disolviendo paulatinamente. Pero la nueva
autoconciencia global prosigue su avance secundado por la economía, la
política, los medios de comunicación y la contribución filosófica de los
posmodernos (Lyotard, Baudrillard, Lipovetsky, Vattimo y compañía) y
pragmáticos (R. Rorty) se va consolidando la síntesis cultural del mundo de
masas mundial. En la autoconciencia global mundial vuelve a representarse el
drama del hombre de Occidente, a saber, responder a las necesidades simultáneas
de expresión y razón, sólo que en la presente hora histórica el hombre
prometeico occidental pone dionisíacamente la teoría al servicio de la práctica
y con ello se quiebra la tensión entre las necesidades teóricas y prácticas.
¿Acaso esto significa que el sugestivo tema weberiano del “desencantamiento del
mundo” se ha detenido? No, por el contrario, prosigue pero en clave irracional.
O mejor dicho, las pautas racionales y no racionales que exhibe la sociedad
global siguen el constante impulso de desencantar el mundo hasta en los
aspectos fascinantes de lo irracional, los medios normativos se debilitan y lo
único importante es el placer, el poder y el éxito, sin importar los medios
institucionales ya disminuidos.
Entre las instituciones arrugadas está la Iglesia
católica. Su otrora enorme fuerza espiritual y moral se ha visto mellada, no
tanto por sus escándalos financieros, de pederastia y homosexualismo, que
obviamente son graves, sino por un proceso de secularización creciente, que no
ha sido enfrentado con resolución porque se ha percibido nítidamente que en el
fondo es un reclamo, de imprevisibles consecuencias políticas, por una nueva imagen de Dios, menos
lejano, inmutable, trascendente, y más humano, sufriente e histórico, que sólo
puede salir de un nuevo concilio ecuménico. Desde Nicea hasta Vaticano I y II
esta imagen no se ha modificado y refleja un retraso grave para responder a los
desafíos de los nuevos tiempos. Se ha cedido la iniciativa a los movimientos
carismáticos por todo el mundo, pero éstos por su misma estructura, fines y
objetivos son incapaces de resolver el asunto a nivel teológico, el cual es el decisivo
pensar crítico ante la parte dogmática. No hay duda que fuerzas políticas
conservadoras también hacen su tarea para que estos cambios en la Iglesia no
prosperen, sobre todo por los indeseables efectos sociales, económicos y
culturales que traería consigo sentir a Jesús andando junto al oprimido en la
lucha por un orden social sin opresión ni explotación. ¿Hasta cuándo, por
ejemplo, seguiremos viendo insensiblemente un Primer Mundo en que los niños
revientan de obesidad mientras que en el Africa negra millares de esqueléticas
criaturas dejan de respirar por la falta de un exiguo alimento? ¿Por qué nunca
hubo un Plan Marshall para tal subregión, en medio de astronómicos y
demenciales presupuestos militares hegemónicos de la primera potencia del
mundo? Al mundo cristiano, y no creyente también, le urge escuchar una condena de
la Iglesia a estos desquiciados gastos militares improductivos que deberían ser
destinados a los pobres de la Tierra. No hay que tener mucha clarividencia para
darse cuenta que toda esta situación injusta socava la moral, la fe y el
sentido de la vida. O en otros términos, sentirse bien en una sociedad
profundamente oprobiosa es ya estar afectado por el mal imperante. Y todo esto
es demasiado en un mundo globalizado donde las dos terceras partes de la
riqueza mundial se concentran en manos de menos de 1% de la población mundial.
Esta afrentosa situación anticristiana ya ha sido señalada por las teologías de
la praxis[9]: procesal,
de la liberación, de la esperanza, de la política, del mundo, de la
reconciliación, etc. y constituyen el pensar crítico que pugna por una nueva
imagen de Dios, como Dios liberador interesado profundamente por las cuestiones
vivas de la tierra y la historia. Cristo no vino a construir un reino terrenal
en sustitución del reino celestial, pero tampoco fue indiferente a las
injusticias del poderosos y a los sufrimientos del pobre y oprimido. Un enorme
gentío que percibe que en vez de que se imponga el mensaje de amor y
solidaridad de Cristo ve, por el contrario, que la Iglesia se alió muchas veces
con el absolutismo político y la desigualdad social, olvidó en la práctica al
hombre de las sandalias, que despreció reinos y tesoros mundanales, observa triunfar
a las fuerzas que toleran, promueven y fomentan el mal, la injusticia y la
opresión, tenía casi por fuerza que dejar de ser cristiana, perder su fe, dejar
amortiguar el sentimiento de lo sagrado, desembocar en el sinsentido de la
vida. Y lo que es peor, que los opresores en Occidente han utilizado la imagen
del Dios tradicional, jerárquico, inmutable, lejano al hombre, unidos con una
curia reaccionaria, para defender un orden social profundamente irracional y
anticristiano. ¿Deberíamos entonces sorprendernos por la profunda
desespiritualización y descristianización que acontece en la civilización
occidental, cuna del cristianismo? ¿No es acaso la propia institución religiosa
romana responsable y cómplice del descalabro espiritual de Occidente? ¿No fue
su afán por aferrarse al poder temporal lo que acabó descalabrando su poder
espiritual? El hombre común, que no puede olvidar la inmensa compasión del Hijo
de Dios, su encarnación, crucifixión y resurrección, aun percibe que la institución romana no
respalda en la práctica al Hijo del Hombre encarnado del amor divino o que es
muy tibia en sus intentos por hacerlo. Entonces, no llama la atención que una
muchedumbre sin esperanza pierda la fe y deje abrir las puertas de sus
corazones al gélido y luciferino nihilismo, cuando no al fanatismo sectario. En
estas horas dramáticas para la civilización occidental, en el orden humano y
espiritual, es ineludible vincular el sinsentido de la vida conel hondo deterioro de una de sus
instituciones clave. Sin duda que ella ha influido en el derrotero de la
conciencia occidental de los últimos cinco siglos de forma decisiva, la ha
preformado, le dio objetivos, una promesa y una sinuosa conducta que alejó a
sus fieles. Esta conducta tiene sus raíces en una determinada lectura teológica
sobre la doctrina de Dios, demasiado trascendente, lejano, absoluto, jerárquico
y desconectado de la historia humana. Versión que en su momento fue necesaria
en la lucha contra las herejías cristológicas pero cuya actualización goza de
un retraso considerable.
[1] Las teologías de la praxis eclosionan
después de la Revolución cubana y de Concilio Vaticano II y una de sus últimas
expresiones es la teología procesal. Estas teologías fueron activa y
sistemáticamente combatidas bajo el pontificado de Juan Pablo II –quien opuso
su personal teología de la cruz- por ser dudosas de marxismo y porque la Santa
Sede estaba activamente interesada en la liberación del comunismo de los países
del Este. Otras versiones son: la Teología
de la esperanza de Moltmann (Sígueme, Salamanca, 1974); Hacia una teología de la acción (1964), Teología de la Revolución de Comblin
(París, 1970); Teología Política
(1969) y Teología del mundo (1970) de
Metz; Marxismo y cristianismo
(Taurus, Madrid, 1968), Amor cristiano y
violencia revolucionaria (1971) de Girardi; The Theology of Revolution de Mc Cormik (1968); Misión de la Iglesia en el mundo
contemporáneo (1967) de Chenu; Jalones
para una teología del laicado (1965) y La
Iglesia en el mundo de hoy (1970) de Congar; Los cristianos en la revolución de América Latina (1966) de E. Pin;
Cristianismo y sentido de la historia
(1966) de M. Ossa; Teología de la
renovación (1972) de K. Rahner. La teología de la liberación fue un fruto
auténtico de América Latina. Leonardo Boff, Gustavo Gutiérrez, Jon Sobrino e
Ignacio Ellacuría denunciaron las injusticias estructurales del capitalismo a
la luz de una nueva lectura del evangelio. Pero el temor anticomunista del Papa
polaco determinó su condena radical y persecución global. Fue un grave error
que debe ser rectificado, porque el verdadero pecado es la injusticia. La
Iglesia contribuyó a derribar al comunismo, ¿contribuirá a derribar al
capitalismo? El escepticismo natural no debe cerrar las puertas a dicha
posibilidad.
[2] El anetismo es el acto moral por el
cual la mentalidad moderna convierte al hombre en una criatura sin absoluto,
haciendo que se pierda el nexo ontológico entre Dios y la criatura. Esto no
afecta la capacidad humana de sentir lo
divino sino su voluntad hacia lo
divino. Por ello, no se trata de la muerte
de Dios sino de la muerte del hombre
hacia Dios. El anetismo también señala el tránsito de la cultura de la
increencia a la cultura del nihilismo integral, donde ser, verdad y valores son
relativizados. En una palabra el anetismo se centra en la finitud cismundano
obviando lo transmundano.
[3] Max Scheler en su magnífica
conferencia El saber y la cultura
(Siglo Veinte, Bs. AS. 1975) dice: “La cultura no es erudición, no es una forma
de saber, es una forma de ser”.
[4] La fase hiperimperialista del
capitalismo global es cualitativamente distinta (desterritorializado,
descentrado, soberanía corporativa, especulativo) al del imperialismo descrito
por Lenin (alianza del capital bancario con el capital industrial,
centralizado, territorializado) en su obra Imperialismo
fase superior del capitalismo (1917).
[5] Sobre el impacto de la globalización
en la vida social y cultural véase: David Riesman, Abundancia ¿para qué?, FCE, 1965; E. Rojas, El hombre light, 1999; G. Flores Quelopana, La globalización del hiperimperialismo, IIPCIAL, 2009; S. Amin, El
capitalismo en la era de la globalización, Paidós, 2001; U. Beck, ¿Qué es la globalización?, Paidós, 2000;
G.A. Cohen, Si eres igualitarista ¿cómo
eres tan rico?, Paidós, 2000; N. Chomsky, Estados Canallas, Paidós, 2001; V.
Forrester, El Horror económico, FCE,
2007; C. Furtado, El capitalismo Global,
México, FCE, 2001; H. Küng, Una ética mundial para
la economía y la política, FCE, 1997; Martin, H; Schumann H. La trampa de la globalización, Taurus,
1998; Negri, A. y Hardt, M. Imperio,
Paidós, 2000; Strange, S. Dinero loco,
Paidós, 2001; Soros, G. La crisis del
capitalismo global, Plaza Janés, 1999.
[6] Sobre el concepto de anomia Durkheim
lo elaboró en dos obras fundamentales: La
división social del trabajo (1893), Shapire, Bs. As. 1967, y El suicidio (1897), Shapire, Bs. As.
1965. La concepción mertoniana se explaya en Teoría y estructura social (1957), FCE, México, 1964.
[7] Cf. S. Freud, El malestar en la cultura, Alianza, Madrid, 1973.
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