jueves, 10 de junio de 2021

FILOSOFÍA COMO ONTO-ÉTICA (II)

 FILOSOFÍA COMO ONTO-ÉTICA (II)

Gustavo Flores Quelopana

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Onto-ética y Metafísica Trascendentalista

 


 

El planteamiento de una estructura onto-ética se enmarca en una metafísica trascendentalista, donde la sustancia y la esencia de los seres finitos participan del Ser, no se enajenan. Dios es el Ser fundamental, que no enajena a sus criaturas, porque no está en el mismo nivel categorial. Todo ser compuesto es un ser causado y la causa creadora es el fundamento absoluto del ser. Esa causa creadora es Dios, el cual es trascendente e inmanente. Por eso, cuando decimos que el hombre es una trascendencia en la inmanencia y una inmanencia en la trascendencia estamos afirmando su semejanza con la Causa creadora, porque tiene una participación eminente en él, pero su infinita distancia se mantiene por ser un ser compuesto y causado. La estructura onto-ética en el hombre lo vuelve en una trascendencia en la inmanencia con capacidad creadora, pero en un sentido finito, falible, contingente, y en distancia inconmensurable a la causa infinita creadora que es Dios. Pero cuando el marxismo desde el materialismo mantiene el concepto de alienación hegeliano, el existencialismo desde el idealismo subjetivo convierte al hombre el creador de valor y de sentido, el posmodernismo de Vattimo desde el nihilismo declara que la realidad no es un dato sino mera operación interpretativa o el pragmatismo rortyano desde el escepticismo convierte al sujeto en un ironista que flota permanentemente en la contingencia social, entonces el mensaje final es que impera lo que Zygmunt Bauman (Tiempos líquidos) llama la “realidad líquida”, sin raíces en ninguna parte.

Esta disolución completa de lo cualitativo en lo cuantitativo, por el avance de la economía dineraria, es llamada por Georg Simmel “la tragedia y patología de la cultura” (Filosofía del dinero). Abandono que está en el origen de la ciencia moderna y del predominio del pensar funcional sobre el pensar substancial. Y precisamente porque en la Modernidad todo lo cualitativo quedó transformado en cantidad, aparece como trasnochado y anacrónico presentar en clave esencialista y trascendentalista la estructura onto-ética del hombre. La economía dineraria del capitalismo maduro ha cosificado lo social, su esencia metafísica es convertirse en energía pura que reduce lo sustancial a lo nominal, es indiferente a los fines y la acción humana queda contagiada de su propia impersonalidad, homogeneidad, atomización, desintegración, indiferencia y cuantificación. En ese proceso el hombre queda distanciado de su propio núcleo onto-ético, toda la lucha por el tener y el ser queda convertido en un acercarse y retirarse de los valores. Todo vale, todo es interpretación. La vida se torna prostibularia, inescrupulosa, infame. No se puede ignorar que el dinero tiene una repercusión metafísica profunda, que afecta la estructura onto-ética del hombre. Al quedar comprometido el hombre al valor presuroso y móvil del dinero, entonces su propia existencia corre de prisa sin dejarle tiempo para la realización de su esencia. Se constituye lo que el filósofo coreano Byung-Chul Han (La sociedad del cansancio) llama la sociedad del cansancio, donde la persona, llamada emprendedora, se autoexplota habiendo internalizado los cánones brutales de la sociedad del rendimiento. En ese proceso pierde el contacto profundo con las cosas y reproduce agitadamente lo ya existente en una manía de trabajar sin parar. Es una supresión del ocio y del aburrimiento, por considerárseles no productivas. Pero para Han es el arte y no la moral lo que nos rehumaniza. Cosa muy dudosa, dado que el arte también nos puede conducir hacia la insensibilidad moral. En realidad, la salvación de lo bello no garantiza la salvación de lo humano, porque lo bello y lo ético no necesariamente coinciden. Lo ético puede resguardar lo bello, pero lo bello ni siquiera cuando acontece como reencuentro y reconocimiento es garantía de lo ético. En cambio, para el filósofo ecuatoriano Bolívar Echevarría (La modernidad de lo barroco, 1998) es el capitalismo el que destruye el principio de placer y sofoca el mundo de la vida y lo humano es el retorno a la diversidad. Y recomienda salir del ethos realista del capitalismo oponiéndole el ethos de lo barroco, como modernidad alternativa no-capitalista. No obstante, resulta problemático salir del ethos del capitalismo sin recuperar la dinámica de lo trascendente con lo inmanente en la propia estructura onto-ética del hombre.

 

Si el hombre se ha convertido en una máquina de rendimiento del poder total, no es por haber perdido lo estético, sino por haber extraviado lo ético. Si el hombre se ha convertido en enemigo de sí mismo, si internalizó la disciplinariedad del otro, si el deber fue remplazado por el poder, si deprimidos y fracasados tomaron el lugar de los locos y criminales, si la maximización de la producción responde a la maximización de los beneficios económicos, si la dispersión aniquila la contemplación, si el panóptico digital tomó el lugar de las cadenas externas, si el sentido común es arrasado por la interpretación de la posverdad, si la positividad ha tomado el lugar de la negatividad, si el toque instantáneo toma el lugar del disfrute de la vida, si el hiperconsumo  se vuelve portátil y desplaza el contacto con el prójimo, si el poder se manifiesta sin límites, si un sistema manipula a las personas reprimiendo su espontaneidad, es porque en todo ello la permisividad es sinónimo de relajo y quiebra moral. Entonces, lo humano en ese alejamiento de su esencia onto-ética provoca que su inmanencia fagocite su misma trascendencia. Y esa es la nota distintiva de la modernidad occidental, a saber, una inmanencia que va devorando constantemente lo trascendente. La mesa queda servida para la barbarie civilizada, el emprendedor autoexplotado, el intelectual sin compromiso, el pensador sofístico, el técnico sin humanismo y el científico sin ética. Es cierto que sin salir del flujo del dinero no es posible volver a lo permanente y así el Ser mismo se torna relativo. Pero también se puede escapar del dinamismo dinerario sin volver a la recuperación de la trascendencia y manteniéndose en el horizonte de la mera inmanencia. Lo cual no soluciona la obliteración y ocultamiento de la esencia onto-ética humana, sino que lo profundiza. Es lo que sucede con el principio esperanza de Ernst Bloch (El principio esperanza) como ontología dinámica del ser. Al ser su esperanza un trascender sin trascendencia metafísica, se encuentra imposibilitado de provocar una verdadera revolución humana desde su propia esencia. Y todo el cambio que suscita se limita a lo sociológico e histórico, sin afectar la estructura ontológica permanente del hombre. Pues el ser humano no es esencialmente una tendencia hacia el placer, ni hacia la voluntad de placer, sino hacia lo ético. No es el placer ni la voluntad de placer lo que humaniza al hombre, sino su advocación hacia lo ético. Incluso la posibilidad de cuestionamiento de la costumbre y de la moral no puede supeditarse al placer, sino a lo bueno. No se trata de conseguir otra modernidad como alternativa civilizatoria. De lo que se trata hoy es que no hay modernidad ni civilización alternativa sin recuperar la estructura metafísica onto-ética, que devuelva al hombre su posibilidad de rehumanización. Por ello la verdadera revolución no consiste en lograr abundancia, emancipación y bienestar material para todos, sino que la real subversión del capitalismo consiste en atar el trascendentalismo con la trascendencia de la inmanencia humana. Sólo invirtiendo radicalmente la metafísica inmanentista de la modernidad se puede hallar el cambio profundo del hombre.

 

Que Dios sea trascendente e inmanente no significa que esté en todo, pues el acto de creación -que no es continuada ni temporal- y las criaturas son libres. O sea, la estructura onto-ética del hombre no es una comunicación de Dios de su existencia, sino que proporciona a cada criatura existencia propia. Dios no comunica su existencia, como supone Spinoza y Hegel. Por eso, aquí no se da el falso dilema sartreano de que la criatura se vuelve independiente de Dios o se reabsorbe en la subjetividad divina. Nuevamente hay que decir lo apuntado por Aristóteles, que Dios y sus criaturas no se oponen porque no están en el mismo nivel ontológico, pues el ser no es el género supremo. Sin embargo, el fenómeno empírico, por ejemplo, del ansia que tiene lo humano por Dios no puede provenir del tiempo, la historia, los genes ni de algún fundamento biológico, sino que constituye un signo poderoso que nuestra trascendencia en la inmanencia está arraigada en la trascendencia absoluta de Dios. Es decir, la estructura onto-ética de lo humano, que se prolonga hasta el remoto homo habilis, no sólo antepone lo estimativo a lo intelectivo, sino lo universal a lo estimativo mismo. Y dicha universalidad es de orden inteligible y no sensible. No es posible pensar la universalidad desde la propia naturaleza, de modo que su propia existencia no puede provenir de lo material por una suerte de continuidades y discontinuidades, ni tampoco puede proceder del propio pensar porque como proceso lógico no crea el proceso ontológico. Se puede pensar lo universal, pero no es posible pensar que lo universal no existe porque se puede pensar la cosa misma, o sea la universalidad. Por tanto, ésta en su existencia ha de provenir de un orden superior a lo meramente natural y a lo meramente pensable.

 

La inteligibilidad de lo universal y necesario es un indicativo poderoso que la inteligibilidad del Ser trascendental es la razón suficiente de la verdad. El pensamiento humano trasciende lo temporal-espacial y se eleva a lo espiritual. No sólo existe la unidad natural, sino que también existe la unidad trascendental en toda la realidad, que está más allá de la experiencia empírica. Por eso, la metafísica en general o del Ser se justifica. Por ende, la estructura onto-ética en el hombre no sólo es la base del contacto con lo universal, la experiencia mística y toda verdad metaempírica, sino también con Dios. Por ello, la razón alcanza un nuevo nivel a través del concepto y la fe. Dios no aliena a su criatura porque ésta es libre, pero no absolutamente. Pero el valor de la fe puede ser puesta en duda desde diversos ángulos. Lo han hecho Feuerbach, Marx, Sartre, Vattimo y Rorty. Para todos ellos Dios es una idea contradictoria y fantástica a la que hay que abandonar definitivamente. Vivimos la era de la apostasía, la increencia y la secularización. Estamos en el siglo sin Dios y, no obstante, la globalización posmoderna se encuentra fuertemente estremecida por los fundamentalismos religiosos. Habermas presta atención al fenómeno de la ortodoxia religiosa para rescatar de ella lo que considera lo mejor que contiene, a saber, su ética comunicativa. O sea, termina orillándose a un neopelagianismo ilustrado que insta a aceptar la razón secularizada como la verdadera senda histórica de Occidente. En otras palabras, el sesgo nihilista, antimetafísico y antiesencialista de la sociedad postmetafísica occidental sólo tiene oído para narrativas escritas en clave naturalista, secularista, posmoderna y pragmatista.

 

El nihilismo es la alienación contemporánea, donde se busca incluso poner al hombre más allá de la verdad y de la razón. El hombre ha quedado convertido en pequeño diosecillo, en un Homo in Terris, indiferente a Dios, la Verdad y la Razón. No obstante, la estructura onto-ética del hombre no responde al estancamiento espiritual del nihilismo, porque es una realidad objetiva que se impone ante la evidencia de lo universal. El mismo que no se explica por lo natural, lo lingüístico ni lo sensible, sino por lo inteligible que trasciende lo inmanente en el hombre. No se trata de que el hombre tenga ideas innatas, sino que innato es la estructura espiritual desde la cual efectúa juicios universales de índole moral y cognoscitivo. Así como es imposible el pensamiento sin la palabra pensada, del mismo modo es imposible la referencia a lo universal sin la existencia de lo inteligible. Aun cuando el hombre no se acuerde de lo universal, tiene a lo universal en la estructura de su alma. En última instancia lo universal existe no por los hechos ni por las ideas, ni por la estructura onto-ética del hombre, sino porque existe una Razón universal que es la trascendencia absoluta de Dios. Esto también significa que la estructura onto-ética del hombre existe no por obra de la naturaleza, la evolución, los genes, la materia o la historia, sino por obra del orden divino. Sin verdades universales y necesarias no hay naturaleza humana. Puede haber forma humana, pero vaciada de su propio contenido humano. En otras palabras, tendríamos hombres sin humanidad. Que esto no sea así es otra prueba de la existencia y realidad de los fundamentos metafísicos trascendentes. Lo universal en las ideas no se forma por inducción, ni por el carácter sintético del juicio existencial (agnosticismo kantiano), ni por la inseparabilidad entre la cosa y la existencia de la cosa (empirismo humeano), ni por el infinito actual como realidad positiva (panlogismo hegeliano), sino porque lo trascendente es la fuente misma de lo necesario y universal. El hombre es una criatura filosofante porque su ser está advocado a la intuición metasensible de lo inteligible. Esto lo señala como un ser metafísico, como una trascendencia en la inmanencia. Pero, además, indica que la misma filosofía nace de la estructura onto-ética como una condición existencial del hombre.

 

Pero el nihilismo es posthistoria, disolución de valores, imperio de la temporalidad, hipervaloración de la voluntad de poder, falta de sentido, estancamiento espiritual, malestar global de nuestro tiempo, que ha consagrado la ruptura entre teología y filosofía, pone el epitafio sobre la filosofía misma y sepulta en lo más hondo el sentido ontológico del ser. La filosofía desciende a algo menos que a un discurso edificante, porque la aspiración es ir más allá de la verdad y de la razón misma. La erosión e invalidación de los fundamentos metafísicos trascendentes pretender ser vista como el derrotero natural del logos, cuando en realidad es la expresión de la decadencia de la racionalidad burguesa. El nihilismo es un pensar el Ser desde la Nada, sometiendo todo a la transitoriedad del devenir, de lo contingente, es un ir de la nada a la nada. Pero, bien visto, en lo finito o ser subsistente, esencia y existencia son principios del ser. La sustancia es la cosa que deviene, donde la estructura de potencia y acto son correlativos y responden a la participación en el Ser. Por eso, el devenir no es -como supone el nihilismo- un ir del ser finito de la nada a la nada. La exagerada importancia que la cultura nihilista concede a la Nada es de raíz ideológica y no teórica. Esto es, la negatividad no puede dar cuenta del Ser absoluto, ni agotar el ser finito. El ser tiene un sentido unívoco en lo absoluto y un sentido multívoco en las cosas finitas. Pero el pathos nihilista es utopía inmanente, refractaria a una ontología fuerte y se dirige a su consumación, que en el fondo es la consumación de la racionalidad instrumental de la burguesía decadente y del capitalismo cibernético. Así, en el actual contexto desfundamentador escéptico, relativista y agnóstico del nihilismo contemporáneo, hablar del hombre como la trascendencia en la inmanencia y la inmanencia en la trascendencia se volvió irrelevante.

 

Afirmar la existencia de una estructura esencial onto-ética que posibilita lo humano, es visto como sueño metafísico por la verdad eterna, que persigue espejismos, cuando hoy la filosofía es asumida como una simple forma de comunicación y no como espejo de la naturaleza. Esta crítica que proviene del neopragmatismo rortyano, en realidad, es heredera de la epistemología neopositivista (Frege, Tarski, Russell, Wittgenstein, Carnap, Ayer, Quine, Davidson) con su abandono de toda especulación metafísica. Pero sólo en este aspecto, porque también está enlazada al abandono del análisis lógico de las proposiciones científicas por la estructura histórica del descubrimiento científico (Lakatos, Kuhn, Feyerabend, Nagel, Hempel, Putnam, Hanson, Hintikka, Toulmin, Chomsky). Aunque en el abandono actual de la metafísica también cumple un papel destacado la tendencia antiepistemológica de la corriente hermenéutica (Heidegger, Ricoeur, Gadamer, Habermas, Oto-Apel y el propio Rorty). Se hizo común hablar que toda observación está cargada de teoría, que era mejor reemplazar la teoría verdadera por la teoría adecuada, la inconmensurabilidad de la teoría y que no existe paradigma único de racionalidad. La suerte de la razón quedó echada. Entonces no fue paradójico que toda esta corriente inmanentista, que insistió en el abandono de la metafísica, desembocara en el abandono de la Verdad y de la Razón, en la abolición de toda universalidad, quedando atrapado en un infructuoso idealismo subjetivo, el solipsismo y el escepticismo radical, donde reina a sus anchas el nihilismo de la decadente racionalidad burguesa, sin ética y sin valores. En realidad, los que se hallan atrapados en la telaraña de la nueva superstición son quienes se sienten poseedores de la visión privilegiada que abraza lo edificante, la persuasión, la narración, la confianza y la tolerancia como el nuevo fuego pálido de la sociedad postsecular, algo muy parecido al brillo tenue del infierno. El poder totalitario de la sociedad postsecular se asienta ya no en la biopolítica de Foucault -control de la vida y del cuerpo-, ni la psicopolítica de Chul Han -control de la mente y de las ideas-, sino en la tecnopolítica -control de los medios telemáticos-, donde lo digital, como instancia superior, dirige el mercado, el pensamiento y la vida. En la hiperrealidad digital las personas reales que existen pueden ser desaparecidas simplemente borrándolas de la red, y personas inexistentes pueden cobrar vida apareciendo en la red digital. La imagen ocupa el lugar de la realidad en la era digital. Este triunfo del simulacro y la apariencia acontece en desmedro del valor moral del hombre, porque implica la desaparición, de la verdad, el valor y la espiritualidad. La seducción se impone sobre la racionalidad dialéctica y preside la racionalidad sin ética de la sociedad de la postverdad. Baudrillard, en su obra Cultura y simulacro, llamó la atención en el reemplazo de la lógica de los hechos por la lógica de la simulación y subraya que las masas, que son inerciales, absorben el ocultamiento de la realidad sin resistencia. Pues bien, aquí hay que resaltar que el carácter inercial de las masas y la sustitución de los hechos por el simulacro responde a un distanciamiento previo que se ha operado en el hombre respecto con su propia esencia onto-ética, esencia que hace posible la verdad y la realidad. El resultado de esa alienación respecto a su propio contenido esencial es que la credibilidad racional se desplazó de lo ideológico a lo semiótico. La creencia se trasladó de lo interpretado a lo presentado, a la imagen. En el imperio de la hiperrealidad lo normativo pierde sustancia y se torna sustituible. Siendo la simulación lo que administra la realidad no existe la necesidad de lo ético ni de los valores. La estructura onto-ética del hombre ha sido sepultada por el totalitarismo de las imágenes digitales. La descomposición de la racionalidad sin ética de la burguesía decadente culmina extraviando el principio mismo de lo real, para poner en su lugar una hiperrealidad, un simulacro de realidad, que acelera a profundidad la alienación tecnopolítica del hombre.

Aquello paso de la biopolítica (Foucault) a lo psicopolítico (Chul Han), y de éste a lo tecnopolítico, no es más que el ahondamiento del idealismo moderno que ha desempeñado un rol protagónico en la crisis de la conciencia occidental que terminó clausurando la trascendencia para la razón.

 

De manera que la onto-ética se inscribe dentro de una metafísica trascendentalista, porque no sólo se parte de la constatación realista que el ser antecede al pensar, el ser no implica que el conocer sea la causa de su existencia, lo ontológico es el trasfondo de lo epistemológico, la evidencia primera es que las cosas son y no el pensar, el ser es lo previo e indemostrable para la razón, el ser no se encuentra en el pensamiento, el ser sobrepasa al pensar, sino que permite postular desde la existencia de las cosas a un ser supremo, que no es género supremo, está más allá del mundo, no es temporal, es Creador y eterno.

 

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Filosofía y onto-ética

 

 

Tradicionalmente la filosofía es vista como un saber y conjunto de reflexiones sobre los fundamentos del mundo. Estas reflexiones han sido descritas como una búsqueda de la verdad. Heidegger ya había señalado que el hombre es un “buscador” y añade que el movimiento hermenéutico de interpretación está determinado por el hecho de que la vida fáctica se da de un modo distorsionado, siempre está encubriéndose a sí mismo. Pero la ontología fundamental de Heidegger deja de lado que no basta que el Dasein esté abierto al mundo, sino que dicha existencia no es nada sin una previa esencia que la particulariza. José Ortega y Gasset solía decir, en una frase muy gráfica, que la tortuga no puede destortugarse, ni el tigre puede destigrarse, en cambio el hombre sí puede deshumanizarse.

 

En otras palabras, no es posible que la realidad fáctica se de encubierta, ni que el hombre sea un buscador, si previamente no está dado el horizonte metafísico de dicha búsqueda. Es más, si el hombre es un “buscador” y si la realidad se encubre es porque en el ser del hombre hay algo que lo limita y condiciona. El hombre es un buscador de la verdad porque su esencia misma está advocada a la verdad. Pero la filosofía no está asociada a una búsqueda cotidiana sino a otra esencial. La filosofía como búsqueda esencial es signo de una existencia problematizada desde y con su esencia. La filosofía como búsqueda de la verdad es un fenómeno empírico singular, porque señala una existencia asida por el movimiento de una trascendencia en la inmanencia. La verdad misma no es algo meramente inmanente, sino la mirada trascendente en la inmanencia. El animal carece de esa mirada trascendente en la inmanencia. Su interés es biológico y está en función de la supervivencia. En cambio, en el hombre está dominado por esa mirada trascendente en lo finito. Gobernado por el mundo de los fines es capaz de edificar cultura. Es un hombre es un buscador de la verdad porque su esencia onto-ética lo eleva a estar presidido por una mirada trascendente de sí mismo y de las cosas que lo impulsa hacia lo universal y valorativo. El hombre busca la verdad porque está dotado previamente para estimar la verdad. La estimación de la verdad es un bien del alma humana que se encuentra asociado a su destino preternatural. Y desde el fondo particular de su ser estima la verdad porque no es simplemente una inmanencia en la inmanencia, sino una trascendencia en la inmanencia. La estructura estimativa onto-ética de su ser lo vuelve capaz de ser un buscador de la verdad. Pero como señala Ortega, el hombre es capaz de deshumanizarse, pero dicha deshumanización no es una renuncia completa de su esencia onto-ética, sino un darle la espalda a la responsabilidad de asumir su propia humanidad. El hombre tiene la posibilidad de traicionar su propio destino ontológico porque su propia libertad señala ser una trascendencia en la inmanencia.

 

Es por ello por lo que su deshumanización nunca puede ser una animalización, sino en definitiva un dar la espalda a la realización libre de su propia esencia. El hombre jamás puede volver a su animalidad, cosa observada en los “niños salvajes”. En la literatura son ejemplificados con Enkidu en la Epopeya del Gilgamesh y Rómulo y Remo en el mito fundacional de la Antigua Roma. Los casos documentados de las niñas-lobo Amala y Kamala ha sido desacreditado como un fraude montado sobre casos reales de autismo. Sin abundar en más casuística el resultado de los estudios arroja que se produce una deficiencia intelectual severa, capacidad lingüística muy limitada y conducta extraña. Los niños sometidos a encierro y abuso presentan un desarrollo cerebral diferente al de las personas normales. Su lenguaje puede expresar ideas, pero sin desarrollo gramatical. Generalmente cuanto más largo ha sido el aislamiento y más tardío el hallazgo más difícil se hace su inserción social y su reeducación. Aunque se tiene bien documentado y estudiado el caso del niño ugandés John Ssabunnya, que vivió con un grupo de monos verdes en 1991, y tuvo una buena rehabilitación. Estos casos demuestran que el hombre no retorna a la animalidad, a lo sumo presenta una humanidad atrofiada. Cosa muy distinta a los casos de los monstruos morales, verdaderos bárbaros capaces de cometer los peores crímenes y abusos sin sentir empatía y mínimo sentido de culpa.

 

Pero la monstruosidad tampoco es un retorno a la animalidad, pero sí retrata la inhumanidad más representativa de la deshumanización. Es por ello por lo que la teratología del infierno está plagada de seres monstruosos y deformes, los demonios suelen estar representados por una morfología antinatural, como indicador del lugar descrito por Dante como fuego que arde para los condenados por sus grandes crímenes. Pero los condenados son otra cosa, y no corresponde a los humanos físicamente anormales sino moralmente anormales. Los santos que describieron sus visiones del infierno -Ana Catalina Emmerich, Sor Josefa Menéndez, Beata María Serafina Micheli, San Juan Bosco, María de Santa Cecilia romana, Santa Verónica Giuliani, San Alfonso María de Ligorio, entre otros- coinciden no sólo en el gran abismo oscuro con un horno ardiente, sino de seres que entre gritos hedores y tormentos se agitan por la ira y la violencia que allí cunde. Es decir, el hombre condenado no lo es por su animalización, sino por su deshumanización representada en la maldad. Incluso las almas condenadas pueden convertirse en bestias, tomar formas de animales, pero su castigo es sentir la penalidad como humanos. Tan fuerte es la presencia de la esencia humana, que no la pierden ni aun en el infierno, por más que puedan tomar formas bestiales. El bestiario horrible y repulsivo de los condenados en el infierno nunca pierde su alma humana. Pero el castigo de esta maldad es que ya no pueden conocer la muerte para escapar de los sufrimientos. Por eso, en Apocalipsis (9,6) se dice que “la muerte en esta vida es lo que más temen los pecadores, pero en el infierno será la cosa más deseada”. El réprobo no tiene escape. Y Santo Tomás de Aquino (I. 2. Q. 87) resalta que incluso en el juicio humano la pena no se mide según la duración del tiempo, sino según la cualidad del delito.

 

Pero, además, todas estas visiones teratológicas del infierno tienen un significado muy profundo para la filosofía como estimación de la verdad. Y sólo puede representar que, en el ser finito humano la verdad es un hacerse presente de lo eterno en lo finito. Edith Stein, en su obra Ser finito y ser eterno, había justamente destacado que comprender el ser finito sólo desde la temporalidad lleva hacia la muerte. Y ese fue el gran yerro de Heidegger. Por eso el ser finito exige ser comprendido desde la altura del ser eterno y no al revés. Lo cual significa que si hay tiempo y verdad humana es porque hay eternidad y verdad divina. Recién ahora se puede entender plenamente por qué el hombre es una trascendencia en la inmanencia. Y es porque su trascendencia es en definitiva un abrirse del ser finito al ser eterno. El designio de la trascendencia humana porta el designio de la trascendencia divina, pero su realización no es independiente de su ethos. Ethos que a su vez expresa su religación con la divinidad. Por eso, sólo se puede comprender cabalmente a la filosofía cuando se la entiende como la estimación de la búsqueda de la verdad que no se limita a la luz natural de la razón y que rebasa el mundo hacia la verdad revelada. El origen ontológico de la filosófica señala una dirección trascendente porque nace de la propia esencia humana que es trascendencia en la inmanencia. No en vano el sentido del ser humano es unir lo inmanente con lo trascendente. Y por eso también se comprende que la pregunta fundamental de la filosofía es la pregunta por el Ser, porque es el ser finito el que se percata que sólo en el Ser Primero coincide la esencia (ousía) y la existencia (on) mientras que el mundo finito, incluido él mismo, es una realidad contingente, no necesaria, donde la existencia es el acto de ser que tiene una primacía sobre la esencia. Cierto que esta formulación corresponde a Santo Tomás de Aquino, pero independientemente de ello el hombre es desde muy antiguo la criatura que intuye a Dios y a lo divino. En otras palabras, el homínido es el que siente la separación radical entre él con lo divino y el mundo. Situación existencial suficientemente fuerte para emprender la búsqueda filosófica de la verdad. Es por ello por lo que la filosofía está ínsita en la situación existencial humana. El hombre es criatura filosofante porque siente y estima la separación ontológica radical de su ser en el ser.    

 

Sin duda que la filosofía moderna se ha desprendido de la tradición que valora la verdad revelada y que se atiene al mundo de la experiencia y razón natural, pero con ello se abre un hiato del hombre consigo mismo, con su esencia onto-ética, hiato que posibilita los procesos de deshumanización. Es verdad que toda ciencia tiende hacia el ser verdadero, pero no es menos cierto que el ser verdadero se halla por encima de toda ciencia. No obstante, cuando se rechaza su comunicación se impide entonces la perfección completa del ideal de sabiduría. La sabiduría es la que pierde en perfección sin el horizonte de la creencia, que posibilita la fe. Es la propia base onto-ética del hombre en cuya valoración primigenia del ser requiere creer y confiar. El salto de lo estimativo a lo cognoscitivo se da incompleto sin la creencia, afectándose la vida moral y normativa. De manera que el hombre deshumanizado no es el monstruo físico, sino el monstruo moral. Georges Canguilhem (Lo normal y lo patológico), filósofo que subrayó la idea de que el hombre es un ser normativo, concibió al monstruo como el anormal, sólo cuantitativamente diferente al normal, y Michel Foucault (Vigilar y castigar) o hizo en sentido jurídico y abre las puertas a su consideración biopolítica. Sin duda que existe el monstruo biopolítico no sólo en la figura de los dictadores genocidas, pero también se da el monstruo tecnopolítico, como aquellas personas que sobreponen la realidad digital a lo real. Pero también en estos casos no hay retorno a la animalidad, sino que constituyen formas de deshumanización. Es por eso por lo que cuando Alexandre Kojéve (La dialéctica del amo y del esclavo en Hegel) habla del final de la historia como un retorno del hombre a la animalidad como era en el principio -desaparecerán las guerras, las revoluciones y la filosofía- lo hace en sentido figurado y no literal. Pero Kojéve, como buen hegeliano, pensaba que las repeticiones eran nefastas.

 

Los síntomas de la repetición histórica también los señala Bataille (Teoría de la religión): revival religioso, indiferencia ante la muerte, pérdida de valores, pasividad, entre otros. Sólo que aquí Bataille no repara en que dichos síntomas corresponden a la fatiga de la civilización burguesa. Por su parte, Giorgio Agamben, desde una perspectiva hegeliana, nos habla en su libro Lo abierto. El hombre y el animal, que el hombre al alcanzar su telos histórico, las sociedades se han despolitizados y ha vuelto a ser animal. Ante lo cual dice que sólo quedan dos alternativas: o dominar mediante la técnica nuestra animalidad o abandonarnos abiertamente a ella. El punto de vista naturalista, temporalista y cientista de Agamben le impide ver toda la dimensión metafísica de la propia humanidad. Y ello no lo deja ver que el hombre jamás puede volver a la animalidad, porque sencillamente nunca lo fue. Ni siquiera desde el ángulo evolucionista es posible dejar de advertir la gran diferencia existente entre el homínido y el animal. El tema va más allá del eslabón perdido y de las intrincadas circunvoluciones cerebrales de la mente humana. El apartamiento del hombre de la evolución orgánica ni siquiera puede resolverse con la hipótesis de la coevolución gene-cultura, que exponen E. O. Wilson y Charles J. Lumsden en su libro El Fuego de Prometeo. La sociobiología no puede explicar que la influencia de los genes es sólo tendencial y no sustituye el libre albedrío. Además, a pesar de que el genoma humano completo fue publicado en 2003, la genómica -que abre nuevas fronteras para la cura del cáncer, las enfermedades raras, test prenatales no invasivos, medicamentos a la carta y que la genómica se convierta en derecho constitucional para evitar la discriminación genética-, sigue desconcertando. Persisten un misterios desconcertantes -en 2019 se pudo penetrar en los centrómeros o el corazón oscuro del genoma y se descubrió un ADN de un ancestro desconocido de hace medio millón de años, donde también hallaron fragmentos de ADN neandertal, pero causó perplejidad hallar que la masa de los 46 cromosomas del genoma humano no coincide con el peso del cromosoma en el que está, pesa veinte veces más que el ADN que hay dentro de ellos, ante lo cual no hay explicación-. Menos aún lo explica el etólogo y biólogo evolutivo Richard Dawkins en su libro Evolución: el mayor espectáculo sobre la Tierra, quien no resuelve con éxito los intrincados problemas de la evolución biológica.

 

Dawkins reduce la conducta a lo biológico y en reacción a su postura se contrapone otro enfoque que sostiene que la conducta dirige lo biológico. El reduccionismo biologista de Dawkins resulta insostenible ante la complejidad de los procesos selectivos no biológicos, uno de ellos es la dimensión objetiva de la cultura, desembocando así en graves reduccionismos ontológicos, metafísicos y epistemológicos. La postura sociobiológica, por su parte, insiste en que la conducta marca la pauta de la evolución, y la conducta se guía por el gusto. Pero convertir al gusto en la teleología operante de la evolución no es menos problemático porque supone el sentido estético como lo predominante en la Naturaleza, la cual devendría en una obra de arte en su totalidad. Lo que al final equivale a ver a la Naturaleza como una estructura material autosostenida. Cosa parecida a lo que ocurre en la segunda parte de la Crítica del Juicio de Kant, llamada Crítica del Juicio Teleológico. Lo que aquí está en discusión es el principio de finalidad interna, que en Kant se completa con la prueba ética del Creador moral del mundo, y lo que Hegel en su Lógica, cree verlo en la energía interna absoluta de la Razón. Pero en nuestro caso la esencia onto-ética de lo humano designa una teleología interna de índole ética, que corre paralela a la teleología física de lo corporal. El cuerpo, como la naturaleza, tiene un fin en sí, se hace subjetividad. En realidad, no hay impedimento para admitir la subjetividad en la propia naturaleza sin romper con la hipótesis teísta, o sea sin incurrir en el panteísmo de la razón universal hegeliana, la imaginación creadora schellingiana o la voluntad schopenhaueriana.

 

De modo que el acaecimiento de la verdad en el hombre es ontológicamente necesario, teórico-pragmáticamente posible y teleológicamente contingente. La estimación de la verdad está incrustada en el ser del hombre, pero su realización depende de su libertad y su finalidad responde a una Inteligencia Creadora. Por consiguiente, el acontecimiento de la verdad sobreviene sobre un ser que es sensible a la misma, que está destinado a tomar conciencia de esta. No es algo accidental ni coyuntural, sino algo esencial que incide sobre su destino. Para que la verdad sobrevenga a un ser su inmanencia tiene que ser sobrepasada por su propia trascendencia. Por eso sobreviene la verdad al hombre, porque es una trascendencia en la inmanencia y una inmanencia en la trascendencia. Esto es, la verdad no sólo es un término predicable al conocimiento y a la existencia, sino a una esencia particular, a saber, la humana. De manera que la esencia de la filosofía no es cognoscitiva o existencial, sino que es ontológica, metafísica y teleológica, porque está unida a su estructura onto-ética que está advocada a lo universal y verdadero. En el hombre la finalidad es interna y externa. Su finalidad interna responde a la necesidad de su esencia que le abre el horizonte de lo estimativo, y su finalidad externa surge de su libertad en la naturaleza. El horizonte de lo estimativo de la base onto-ética se abre de modo necesario pero su asunción depende de la libertad. El no hacerlo da comienzo a los diversos procesos de deshumanización. El malvado moral es el deshumanizado que puede haber perdido contacto con su núcleo onto-ético, pero no puede eliminarlo de su propia naturaleza. Por ello no deja de ser legal, moral y ontológicamente responsable de sus actos.

 

La verdad ontológica se define como la correspondencia de una cosa con su idea genuina. Ahora bien, esta correspondencia sólo puede darse en un ser que se plantea el valor de la verdad y, por consiguiente, la busca deliberadamente. Sin ese ser que se plantee el valor de la verdad no existe el problema de la verdad. El horizonte del valor de la verdad se da dentro de la esencia onto-ética del hombre. Es decir, el horizonte estimativo de la esencia onto-ética es la posibilidad misma del valor de la verdad y del subsiguiente planteamiento del problema de la verdad. Si el hombre es una criatura filosofante es porque el horizonte estimativo de su esencia onto-ética abre la posibilidad de lo universal y de lo verdadero. De manera que la esencia de la filosofía es el horizonte ontológico estimativo de la esencia onto-ética humana. La filosofía es búsqueda de la verdad porque su esencia es posibilitada por la estructura onto-ética humana, donde lo universal y lo verdadero se hace posible. La filosofía brota en una criatura cuya inmanencia es sobrepasada por su trascendencia. Trascendencia que lo delinea como un ser metafísico. La filosofía es metafísica no porque se cultiva ésta última como disciplina, sino porque emerge de un ser que es constitutivamente metafísico. En su constitución metafísica está el sentido ontológico del ser, el sentido de lo divino, el sentido de la verdad, el sentido de lo universal, o sea el contenido mismo de la filosofía. Nada impide que dicho contenido pueda ser velado, obliterado e incluso rechazado por diversas razones, entre ellas las culturales, pero el fenómeno básico está ahí y no puede ser negado. En consecuencia, la verdad ontológica como “correspondencia” es resultado de un ser que es ínsitamente filosófico y que puede intuir sin ser filósofo los problemas de la verdad, lo universal, el valor. La verdad como “correspondencia” requiere el fenómeno esencial estimativo de la verdad. Y es así porque la ontología porta la verdad, la tecnología hace el acceso a la verdad y la epistemología enuncia la verdad. El filósofo italiano Maurizio Ferraris, en su obra La Posverdad y otros enigmas, ante la hipoverdad de la hermenéutica y la hiperverdad de la filosofía analítica postula un realismo de la mesoverdad. En vez de decir “no hay hechos sino interpretaciones”, se deberá decir “hay hechos porque hay interpretaciones”. Ferraris exagera el papel de lo tecnológico, declarando que la verdad no es ontológica ni epistemológica, sino tecnológica, es algo fabricado por la voluntad de poder. A diferencia de ello hay que resaltar que lo que es importante en la concepción esencial de la filosofía no es su presencia encarnada, sino percibir su capacidad para representar el horizonte estimativo sobre el que se proyecta lo universal, el valor y la verdad.  

Como la filosofía nace en un ser trascendente en la inmanencia e inmanente en la trascendencia, entonces el filósofo tiene como papel alcanzar tanto el saber absoluto como el saber en devenir. Pues de poco le sirve al filósofo identificarse sólo con el devenir o sólo con el absoluto, en tanto que el hombre mismo es un ser que intercepta y une lo finito con lo infinito, lo contingente y lo necesario, el devenir y lo permanente. Ni sólo temporalismo ni sólo eternalismo, sino ambos, porque pertenece tanto al devenir como al Ser. El filósofo debe sumergirse en el mundo para descubrir la verdad, pero el mundo humano no sólo es el mundo del devenir, sino también el mundo de lo universal y permanente. Esto es así porque su ser pertenece tanto al mundo del devenir como al mundo del Ser. El filósofo no debe renunciar a su pretensión de saber del absoluto, de lo verdadero, universal y necesario. Ese es su rasgo distintivo, fundamental y decisivo. Sin ello la esencia de su ser permanece oculto, porque el ser del hombre es una advocación a la verdad. Advocación que puede ser traicionada pero no puede ser extirpada. La traición a la Verdad es la traición a la nuestra propia esencia. Traición que llena de culpa, ignorancia, injusticia y patologías espirituales diversas. Pero jamás dicha traición puede borrar la verdad que está impresa en la estructura de nuestro propio ser. El contenido onto-ético de la esencia humana no es compulsivo sino señalador de un camino a transitar libremente. El no recorrerlo casi siempre abre las puertas del escepticismo y las ventanas de la deshumanización. La pretensión filosófica de alcanzar el saber universal no lo aparta del ir y venir entre el saber y la ignorancia. Todo lo contrario, lo adentra aún más en la docta ignorancia del que hablaba Sócrates y el Cusano.

 

Por nuestra propia finitud el saber de lo absoluto no es un simple saber estático, sino dinámico, porque exige la realización práctica y un compromiso valorativo incesante y permanente. Dios es lo Absoluto y éste es el Ser, que está más allá de todo género supremo, participa de nosotros y nosotros participamos de él. Lo cual lleva de lo ético a lo cognoscitivo y de lo cognoscitivo a lo moral y de lo moral a lo teológico. La filosofía de la razón natural gana con la fe, porque se trata de una verdad que proviene del ser supremo. Por eso, la perfección completa de la filosofía se encuentra en la sabiduría divina. Por eso la perfección completa de la filosofía siempre aspira a la visión mística. Visión mística que es unión con Dios y operada por él en la esencia onto-ética del hombre. El hombre es un capax dei porque no sólo tiene la posibilidad inteligente de conocimiento teórico de Dios, sino que su propia esencia es capax dei. El hombre es capax dei antes que por su inteligencia por ser el ser sintiente de Dios. Su propia esencia es un irse poniendo en fe. Y tiene que serlo así porque al penetrar en la fe aumenta la tiniebla para el entendimiento. El homo capax dei en su mayor profundidad es oscurecimiento de la inteligencia por la penetración de la fe. Aquí ya no se está ante la verdad que se descubre y que es propia de la filosofía, sino que se está ante la verdad que sobrepasa, sobrecoge, es inexpresable, inefable y que es propia de la fe. Es la luz clara de Dios que hizo que a Santo Tomás de Aquino le pareciese paja todo lo que había escrito. En la luz oscura de la fe el hombre capta a Dios mismo sin ver, porque, como San Juan de la Cruz (Subida al Monte Carmelo) mismo explica, la fe es una oscuridad profunda frente a la claridad eterna de Dios.

 

Dentro de la pedagogía divina hay que considerar las religiones precristianas como el chamanismo y la gnosis ancestral, las cuales hablan sobre la luz interior, que existe como centro de nuestro ser y la cual hay que recuperar. Aquí se trata de la idea de la existencia de un yo, un mundo y un destino intemporal. Y por eso en sus meditaciones místicas y curaciones psíquico-milagrosas acuden a seres intemporales intermedios entre Dios y la humanidad -a diferencia de las curaciones de los santos cristianos que concurren directamente a Dios-. La obra de Mircea Eliade (Chamanismo: técnica arcaica del éxtasis místico) y de Henri-Charles Puech (En torno a la Gnosis) permiten advertir que el chamanismo y el gnosticismo, respectivamente, son un fenómeno general de la historia de las religiones, un tipo distinto de religiosidad con un tiempo quebrado, donde lo importante es lo intemporal. Todo lo cual no tiene nada que ver con la meditación trascendental fraudulenta, con ostentación de supuestos poderes paranormales, que se ha convertido en mercancía de los modernos gurús que trafican con la simple relajación mental y la autohipnosis. El capitalismo aumentó la ansiedad y disminuyó hasta límites pasmosos la insolidaridad humana, lo que provocó la abundancia de supuestos gurús y curanderos engañosos. No es casual que ante tal debilitamiento espiritual y el potencial incremento de las prácticas satánicas y ocultistas, se registre una emergencia pastoral ante el aumento de la demanda de exorcistas en el mundo y en la Iglesia Católica. Iluminadores sobre el tema son las obras de los demonólogos y exorcistas el Padre Emmanuel Milingo (Contra Satanás) y el Padre José Antonio Fortea (Exorcística, Memorias de un exorcista y Summa daemoniaca). El diagnóstico es certero: la pérdida de la fe va de la mano con el aumento con el aumento de dicho mal. En suma, en la esencial estructura onto-ética del hombre hay una luz particular, la llamada “chispa divina”, privativa de la humanidad. Luz que es luz oscura en la fe y que puede ser tocada por la luz clara de Dios. Pero que por desgracia dicha idea es actualmente pervertida y explotada por los gurús de la meditación en la luz y el sonido interno, por la gnosis, el esoterismo y el platillismo ufolátrico actual, que sostienen que somos seres que evolucionamos en diferentes mundos y dimensiones, experimentando supuestamente las diferentes regiones espirituales de conciencia. Se trata de toda una ofensiva de última hora de una retahíla de pseudo religiones de la era de la apostasía y de la increencia.

 

Por ello, no es la filosofía ni la teología la que se encuentra más cerca de la sabiduría divina, sino la fe. La esencia onto-ética humana está religada a Dios y por ello puede dar lugar al crecimiento de las virtudes. Bergson, como Hegel, representa al filósofo que aprehende el ser en su devenir, pero el devenir no agota el ser, pues éste trasciende el devenir en lo permanente y universal. El descubrir el sentido primario del ser evita que sólo nos hundamos en el devenir mediante la percepción sensible y que podamos ir más allá mediante la intuición trascendente. Ésta revela nuestra pertenencia al Ser. El filósofo, como cualquier hombre, debe sumergirse en el mundo, porque es en el mundo el lugar donde se ha de dar su unión ético, religiosa y pública con los Otros y con la Otredad divina.

 

No obstante, el hombre moderno habiendo extraviado el sentido del ser, de lo divino, de lo sagrado y de su voz interior, se sumerge en la alteridad prometeica de la luz pálida del inmanentismo autodeificante, donde impera el orgullo y la soberbia que lo aleja de la verdad tanto en la vida como en el pensamiento.

FILOSOFÍA COMO ONTO-ÉTICA (I)

 

FILOSOFÍA COMO ONTO-ÉTICA (I)

Gustavo Flores Quelopana

 


P R Ó L O G O

 

 

La filosofía no es un accidente que le ocurre

 a lo humano, es su acontecimiento decisivo.

La Filosofía no es un accidente que le ocurre a lo humano, es su acontecimiento decisivo. Y es decisivo porque interrogarse por el por qué de las cosas y de su acción personal, es el indicador más importante que señala que detrás de la búsqueda de sentido está una estructura propia de su ser que lo impulsa en la dirección del filosofar.

Lo humano filosofa porque su ser es una interrogación abierta. O sea, su ontología no es un simple estar abierto al mundo, sino es un estar abierto con “responsabilidad” en el mundo. El hombre es un ser cuyo conocer y hacer responde a su estructura ética-ontológica. Su estructura ontológica es ética, se da cuenta de su peculiaridad y de su dignidad, y sin ello retorna a la animalidad, a la naturaleza, a lo biológico y material. Cómo esta estructura ontológica que es ética, lo lleva a la reflexión filosófica. Y es que todo su conocer y hacer lleva una carga de asombro y desconcierto por su propio ser que siente su responsabilidad por lo que conoce y hace. Esta responsabilidad ontológica es el detonante del filosofar.

El hombre es una criatura que conoce y, además, sabe que conoce. Ese darse cuenta de su propio saber responde a la naturaleza onto-ética de su ser. No es que va a proceder conforme a valores y reglas que ella intuye, sino que antes de conformar su acción a su intuición ética su ser es capaz de intuir dicha esfera ideal, metaempírica, que sobrepasa el mundo externo, pero no su propio ser. Esto significa que el nivel prerreflexivo de lo humano no es meramente empírico, sino metafísico y transmundano. El fenómeno del “darse cuenta” de lo que sabe tiene su base en el prerreflexivo nivel metaempírico que lo caracteriza. Lo cual no significa que se trate de un fenómeno meramente subjetivo e ilusorio, sino, antes bien, de un fenómeno propio y objetivo de una criatura cuyo ser es estar en el mundo sobrepasando constantemente el mundo.  

Aquel estar constantemente sobrepasando el mundo desde el mundo es lo que es la esencia ética de su ser y que lo lleva hacia el filosofar. Descubrirse como una trascendencia en la inmanencia descubre la capa ética de su ser. Ir más allá de las cosas abre el horizonte irrenunciable de hacerme cargo de lo que se sobrepasa. Esto es, el hombre no es ético porque opta por algunos principios morales previos, sino porque antes de dicha opción su ser está advocado al horizonte del valor, de lo bueno y lo malo. Y desde dicho horizonte prerreflexivo despliega su conocer y hacer empírico.

Porque el ser de lo humano tiene un horizonte ontológico prerreflexivo de carácter ético y, por consiguiente, metaempírico, se convierte en una criatura metafísica destinada a filosofar desde el fondo de su ser. Esto significa que la interrogante sobre el “por qué” es posible sólo porque surge en una criatura que es una trascendencia en la inmanencia. El “por qué” es inconcebible en criaturas inmanentes en la inmanencia. Los animales pueden resolver problemas complejos, mostrar inteligencia asombrosa e incluso enseñar a sus congéneres, pero no pueden crear cultura, ni fundar escuelas, ni graduar maestros. Carecen del horizonte ontológico de la responsabilidad ética. O sea, no son trascendencias en la inmanencia.

Sólo seres que son trascendentes en la inmanencia pueden filosofar. Porque tener el deseo de saber es previamente valorar lo que se quiere saber. Se conoce lo que se aprecia. Pero lo humano conoce incluso lo inútil, mientras el animal conoce lo que le es útil. Y es así porque la estructura trascendente de la inmanencia humana habita el horizonte de lo universal y permanente, atisba siempre más allá de lo contingente. Justamente por ello su impulso filosófico es irrenunciable e ineludible.

 

Lima, 01 de julio 2021  

 

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Trascendencia en la inmanencia

 

El hombre es una criatura filosofante porque es una trascendencia en la inmanencia. Esto lo señala como un ser metafísico, entregado desde el principio a la intuición metasensible de lo inteligible. También se puede afirmar que el hombre es lo inteligible en lo sensible, porque siendo finito y contingente su ser va más allá de temporal y relativo. Filosofa porque su ser está en el horizonte ontológico del filosofar. No sólo vive en el mundo, se da cuenta que está en el mundo. Su llamado a la filosofía es ontológico, porque su ser es ética. El “darse cuenta” de que está en el mundo le abre la puerta al fenómeno ético de la responsabilidad. En el fenómeno del “darse cuenta” que está en el mundo, el acto cognoscitivo y el acto ético se dan unidos. Su separación no se da en el nivel páthico-espiritual, sino en el nivel logocrático narrativo explicativo.

 

El fenómeno del “darse cuenta” es empírico y al mismo tiempo prerreflexivo. Se trata de la actualización existencial de un contenido esencial. Y por eso mismo abre un horizonte base sobre el que se elaboran contenidos cognoscitivos y morales. Es una estructura trascendente incrustada dentro de otra estructura inmanente. Onto-ética es la estructura misma de la naturaleza, a la vez, trascendente e inmanente del hombre. Por ello, el hombre es una trascendencia en la inmanencia y también una inmanencia en la trascendencia. De tal modo que cuando decimos filosofía como onto-ética aludimos a aquel horizonte metafísico que hace posible el fenómeno del filosofar en el hombre. Pero ese horizonte metafísico no lo vuelve un ser hermenéutico, sino, antes bien, un ser estimativo. El hombre para ser una criatura hermenéutica necesita primero ser una criatura estimativa. Se interpreta lo que se valora importante. Primero es la estimación valorativa, luego es la interpretación. De ahí que sea más primigeniamente valorado el amor, la amistad, el liderazgo, el lenguaje universal de la música, que el conocimiento, y que más importante que el tiempo cronológico sea el tiempo estimativo. Antes que seres hermenéuticos somos seres estimativos. O sea, el hombre no siente el llamado a filosofar por casualidad, azar o formación académica, ni por razones intelectuales, sino porque su ser tiene la advocación irrenunciable para el filosofar, el hombre filosofa por un impulso existencial.

 

El hombre es un ser filosofante porque es una criatura metafísica. Pero ser una criatura metafísica no significa ser enteramente trascendente, sino que el hombre es una conjunción singular entre lo trascendente y lo inmanente. Así como en ningún momento deja de ser inmanente, del mismo modo no deja de ser trascendente. Esa es su condición especial que lleva hacia la transformación de la ontología meramente natural por la ontología moral. La dimensión ética no es contrapuesta, ni está por encima ni por debajo de lo ontológico, sino que en el hombre es lo particular de su ser. Es su propio ser onto-ético el que lo convierte en criatura filosofante, porque es una condición ontológica abierta, libre, consciente y responsable al mundo.

 

El hombre sin ética no tiene humanidad, sólo conserva la forma humana pero no el contenido humano. Lo propiamente humano se identifica con lo ético y lo moral, carecer de ello es carecer de humanidad. El desalmado es un inhumano, precisamente, porque es la persona que comete acciones bárbaras, crueles, sin pena ni compasión, sin empatía alguna, pero se da cuenta de sus acciones. Tiene la conciencia moral atrofiada a tal punto que no le impide hacer el mal y es llevado a rechazar el bien. El desalmado es perverso, canalla, pérfido, inhumano y sanguinario. Por eso la inteligencia no asegura la humanidad, sino la funcionalidad social. Aquella frase heideggeriana que “un gran pensador se equivoca en grande”, no es más que el ejemplo más claro de luminosidad intelectual acompañada de oscuridad moral. Por lo cual la ontología humana se completa y realiza a través de su esencia ética, no de la esencia intelectual. Es en su esencia ética donde realiza su humanidad, donde se efectúa la peculiaridad de su ser. El hombre puede optar libremente por ser anético, transgredir su esencia ético-moral, pero no puede desprenderse de su ontos de índole ética. La dignidad de su ser es de índole ética y desde esa base se despliega todo su mundo cultural y material.

 

El ámbito de la ética es el campo de la libertad, lo que significa que su ontología depende de su libertad finita. El hombre no es una criatura ética porque es libre, sino que es un ser libre porque es esencialmente una criatura ética. Y con ello me refiero a un nivel fundamental de la ética, a saber, el ontológico humano. Si no lo fuera respondería a los condicionamientos de su ser biológico. Como no es el caso, el ser del hombre es onto-ética. Esto quiere decir que su ser está advocado a cumplirse dentro de la esfera ética. Pero tal cumplimiento de su ser onto-ético es su efectuación como ser pensante y juicioso. No obstante, su ser onto-ético tiene dos niveles, el primero responde al ethos como pathos o la advocación, y el segundo al ethos como logos o la vocación.

 

En otras palabras, el ser del hombre es un ser ambiguo, lábil, falible, porque tiene la posibilidad de incumplir el destino de la realización de su esencia advocativa, llevando la efectuación existencial de su ser hacia el abismo de su deshumanización. Su base estimativa es la más fundamental, pero a la vez la más frágil de incumplirla por depender de su libertad. Pero a pesar de la anomalía el proceso de humanización ha continuado. Lo que significa que, a pesar de las tendencias regresivas, su ser ha seguido cumpliéndose como una trascendencia en la inmanencia y una inmanencia en la trascendencia. Tal cumplimiento no garantiza nada, su salvación como especie no depende de sí mismo, porque porta en sí mismo algo que lo sobrepasa y señala lo infinito, del cual depende, en definitiva. Sin embargo, siendo el hombre una criatura tendida entre el abismo de la materia y el abismo del espíritu, experimenta un decurso histórico en el que su realización ontológica depende de su cumplimiento ético. Es por ello por lo que su avance técnico le puede brindar dominio sobre el mundo, pero no le garantiza dominio sobre sí mismo. En otras palabras, puede ser perfectamente un bárbaro tecnológico civilizado y, a la vez, decadente moral. La decadencia de las grandes civilizaciones es testimonio de ello y cuenta la tragedia de Sísifo en la odisea prometeica humana.

 

La capacidad natural para juzgar rectamente, con acierto, la llamada sindéresis es antes que un juicio intelectivo un juicio estimativo. Por eso, brota directamente de la estructura onto-ética del hombre. La sindéresis es sin duda una capacidad racional que permite ver como moralmente buena la acción que preserva nuestra existencia. Pero es una capacidad racional que tiene por base y va unida a la capacidad valorativa. Es por ello por lo que la razón cobra nuevo brillo, hondura y vuelo en la particular estructura humana. Es la base onto-ética la que permite a la razón elevarse hacia lo universal y necesario del conocimiento y de lo moral. Es esta base lo que permite a la razón trascender el orden de lo sensible y elevarse al orden de lo inteligible. Ahora se comprende por qué ningún animal es moral. Es decir, no es capaz de examinar sus motivaciones y acciones porque carece de esa capacidad racional de autoexamen que surge de la estructura onto-ética. Ónticamente el hombre es una criatura ética que lo diferencia del resto de las criaturas.

 

Ciertamente que una cosa es la capacidad valorativa y otra son los valores. La capacidad valorativa está ínsita en la estructura onto-ética humana, mientras que los valores siendo objetivos y teniendo polaridad -según la axiología de Max Scheler (Ética. El formalismo en la moral y ética material de los valores)- son actualizados por las relaciones sociales. No obstante, hay valores universales y básicos, como el amor, la amistad, la libertad, la justicia. Conocida es la concepción de John Rawls (Teoría de la justicia) de la persona como libre y desvinculada de un contexto ético particular. A esto los comunitaristas han objetado que la persona moral rawlsiana es un fantasma, incurre en un formalismo abstracto porque no hay persona que sea independiente de los valores de una comunidad determinada. Los filósofos comunitaristas como Michael Sandel, en su libro El liberalismo y los límites de la justicia, Alasdair MacIntyre (Justicia y racionalidad) y Charles Taylor (Las fuentes del yo), han dirigido sus críticas en ese sentido: los valores no son independientes de la comunidad que los crea. Por un lado, es cierto que hay valores que son propios de un contexto ético comunitario particular, pero, por otro lado, también no es menos cierto que hay valores que trascienden el origen comunitario y que son de carácter universal, estando presentes en todos los hombres. Es más, la persona en su condición óntica de libertad puede optar por valores contrarios a los de su comunidad y así puede desvincularse de su contexto ético particular. Pero en todo caso, dada la polaridad del valor, la persona libre no puede permanecer indiferente ante el valor, aun asumiendo su polaridad negativa. Cosa que acontece en la actual cultura nihilista posmoderna.

 

De modo que aceptar la existencia de valores universales e independientes del contexto ético comunitario no es incurrir en formalismo abstracto ni en interpretación deficiente de los fenómenos morales. El punto es que el nominalismo e historicismo implícito en el determinismo ético-sociológico del comunitarismo, no puede explicar satisfactoriamente el origen, naturaleza y estructura de los valores. Se podría pensar que ese no es el tema del comunitarismo, sino establecer si el valor de la justicia, la libertad personal y la igualdad social es independiente del contexto ético comunitario. Y su respuesta es que no lo es. Pero de ahí a pasar a sostener que los valores no son independientes de la comunidad que los crea, hay una enorme distancia, que nos coloca en el dilema del realismo axiológico o del subjetivismo moral.

 

Ahora bien, los animales pueden tener un sentido del bien y del mal, pero ninguno es capaz de formular principios abstractos para juzgar el bien y el mal. Los animales expresan emociones de amor, sacrificio, bondad y compasión, pero sus sentimientos de simpatía y empatía se mantienen arraigados a su biología, que los vuelve incapaces de convertirlos en norma de la conducta para su especie. De modo que lo que se observa es un comportamiento proto-moral. Partidario de esta opinión es el primatólogo, etólogo y psicólogo holandés Frans de Waal en su libro Primates y filósofos. La evolución de la moral (2006). Aunque cree que hemos heredado mucho de los primates y que existe una evolución de la moral, no atribuye a los animales pensamiento moral, sino protomoral. Reconoce que no existe entre los animales una preocupación explícita por definir un sentido del bien y del mal. Para De Waal la moral sería consecuencia de tendencias cooperativas dentro de la estrategia de supervivencia. Lo cual parece plausible, aunque no del todo satisfactorio. La neurología, por su parte, ha demostrado, que la toma de decisiones morales activa centros emocionales muy antiguos en el cerebro. Pero de ahí atribuirlos a meras conexiones neuronales existe una gran distancia. La moral podrá tener algunos fundamentos biológicos, naturales, materiales e históricos, pero su validación universal no proviene de ello.

 

No es necesario afirmar que los animales tienen moral para sentir obligaciones morales hacia ellos, como erróneamente sostiene el profesor de filosofía de la Universidad de Miami, Mark Rowlands en su libro ¿Pueden tener moral los animales? (Oxford University Press, 2012). Se puede sentir obligación moral hacia los animales llevados por el sentimiento de caridad y justicia hacia la otredad de la naturaleza, sin que necesariamente éstos sean agentes morales. Además, que ciertos mamíferos pueden elegir entre el bien y el mal tampoco los hace seres morales. Sus códigos sociales ligados a un nivel de reflexión siguen en el umbral de los instintos biológicos. Y el hecho de que haya personas que sean morales sin mediación reflexiva, no pone a la especie humana en las mismas condiciones de los animales. Pues, ni aun así su acción deja de tener un estatus moral, mientras que el animal no actúa moralmente. La acción moral no sólo implica la capacidad de pensar en lo que hacemos, sino de valorarlo como norma universal. Y esa capacidad no puede provenir de la naturaleza biológica, como piensan los empiristas y evolucionistas, sino de la naturaleza espiritual. Efectivamente, a esa naturaleza espiritual particular en el hombre la hemos llamado estructura onto-ética. De manera que nuestra moral no está asentada ni en la biología ni en el intelecto, sino en la diferente estructura ontológica que singulariza al hombre y que permite trascender lo meramente inmanente y ser lo inmanente en lo trascendente. No es que el hombre nace con una prescripción moral en la mente ni en los genes, pero sí con una predisposición hacia lo universal en el alma. Lo cual es suficiente para edificar conocimiento, ciencia y moral. O sea, el hombre nace con una estructura ontológica innata y flexible que sobrepasa los fundamentos biológicos y que permite la validación universal. Una reconstrucción evolutiva del comportamiento moral es indudablemente valiosa, pero esto no significa que todo en el ser sea una concatenación de causas y efectos, azares y contingencias.

 

Este inevitable reduccionismo temporalista y naturalista es propio de la racionalidad historicista de la ciencia, pero el saber excede a la ciencia y abre el campo a consideraciones de tipo eternalista, donde sea la razón universal de Dios la que crea un orden inteligible superior al orden sensible. La Naturaleza no es la expresión máxima ni fundamental de la realidad, al contrario, la realidad sobrepasa a la naturaleza, la cual viene a ser sólo una de sus manifestaciones. Para Hegel el ser es dialéctico, dinámico, está sujeto a la contradicción. Pero en realidad la contradicción, el devenir, no tiene por qué ser la vía regia del ser. Hegel no salta del orden temporalista y del marco histórico, y en él el problema del ser sólo conoce el cauce del devenir. Por más que Hegel afirme que Dios es esencia, anterior a todo desarrollo, siempre queda colocado en un tiempo anterior al tiempo histórico. Y esto hasta tal punto es cierto, que en Hegel Dios es la racionalidad, es el ser posible del mundo. Su ontología es una teología especulativa, donde Dios se oculta desde que aparecen los seres del mundo. Sólo así se entiende que la frase “Dios ha muerto” sea de Hegel antes que de Nietzsche. El error del hegelianismo es poner a Dios y a sus criaturas en el mismo nivel ontológico -argumento clásico del panteísmo-. Ya Aristóteles argumentaba contra Parménides que el Ser no puede ser planteado como género supremo. Dios no es esencia, es el Ser fundamental del cual participan la sustancia y la esencia de los seres finitos. Partir de una metafísica de las esencias y no de una metasica trascendental es el error del panlogismo panteísta hegeliano, donde lo existente es la absoluta enajenación de la Esencia. Por eso, en Hegel cuando aparecen los seres del mundo Dios se eclipsa. En este sentido Hegel es más tributario de la metafísica de las esencias de los griegos que de la metafísica trascendental del cristianismo. La filosofía cristiana se atiene a la crítica peripatética de Parménides.