viernes, 11 de noviembre de 2022

ANTROPOLOGÍA SIN ANTROPOCENTRISMO (LIBRO)

 

Gustavo Flores Quelopana 

 



ANTROPOLOGÍA

SIN

ANTROPOCENTRISMO

El mundo como bondad y compasión

 

Fondo Editorial IIPCIAL

Lima 2022

 

 




 

LIBRO PRIMERO

El mundo como bondad

 

§ 1.

 

No hay mundo malo, hay malas acciones que equivocadamente se alejan de la virtud. Esta verdad no sólo tiene que ver con la realidad ética del mundo humano, sino también con la realidad óntica del mundo material. Y porque atañe de este modo no sólo al hacer sino también al ser, se trata de una verdad universal de un profundo sentido filosófico. Desde el punto de vista del hacer supone la existencia de un ser libre capaz de decidir por sus acciones y ser responsable de las mismas. Desde el punto de vista del ser implica que su manifestación como ente no está dominada por la nada, sino por la bondad de manifestarse fenoménicamente.

De manera que la realidad ética del mundo humano es lo que lo configura como tal, y que la realidad óntica del mundo material está penetrada de bondad ontológica. En realidad, si no existiera la bondad ontológica en todo lo existente la misma existencia de todos los entes sería imposible. Sin ello todo sería engullido por la Nada. Ello significaría el primado de la Nada sobre el Ser. Pero como la nada nada es y como el ser finito no puede ser origen ni causa de sí mismo, ello nos lleva a reconocer que la bondad ontológica tiene su fuente en un Ser infinito completamente bueno que hace posible la existencia misma.

Cuando un hombre conoce esta verdad estará para él claramente demostrado que no es ni el robot de Dios ni el autómata de las leyes de la materia. O sea, que es un ser libre responsable de sus actos y no se verá afectado por el determinismo científico de una filosofía secularizada. Para ello es necesario reconocer que la bondad ontológica no remite a una fuente metafísica concebida como sustancia infinita y eterna que determina el mundo a lo Spinoza. Todo lo contrario, alude a una deidad voluntarista, como en Descartes, pero cuya comprensión exige no sólo la dimensión de la razón sino también la dimensión de la fe, como exigía Pascal. De otra forma insistiríamos en la idolatría de la ciencia y de la razón, que ha llevado a la indiferencia religiosa y al rumbo prometeico del hombre moderno.

Eso, por un lado, pero por la otra dicha bondad ontológica tiene que ver con el hecho de que el ser prima sobre la nada. La pregunta sobre por qué existe el universo no se desvincula con este misterioso problema metafísico que conduce a una reflexión simultánea entre lo ontológico y lo ético. Y si todo lo que existe es posible por una bondad ínsita en el ser, en el hombre dicha bondad ontológica cobra un profundo sentido óntico porque al hombre le es dado ser consciente del papel crucial de sus actos para la conformación de su ser. Levinas acertó al ver al hombre como un ser metafísicamente moral, pero erró al pensar que lo ético está más allá de lo ontológico.

En este sentido hay dos niveles éticos en el ser: el óntico, relacionado con la posibilidad de que la existencia no se hunda definitivamente en la nada, y el ontológico, vinculado con la asunción consciente del bien en la práctica de la virtud. El ser de lo ético no se agota en el ente finito de naturaleza libre llamado hombre. Va más allá de él, Tanto hacia abajo como hacia arriba. Hacia abajo, en los demás seres finitos que existen con menor o nula conciencia. Y hacia arriba hasta llegar a la fuente infinita y eterna, en la cual lo Bueno no puede sino identificarse plenamente con el Ser. Lo cual hace que el mundo no sea malo ni en sí mismo ni por las acciones humanas desviadas del bien. No hay mundo malo, hay malas acciones que equivocadamente se alejan de la virtud.

Ahora bien, nuestra tesis de que no hay mundo malo, hay malas acciones que equivocadamente se alejan de la virtud, bien visto tiene un presupuesto metafísico de base que la posibilita, a saber, que el origen del ser no es la nada sino el Ser Supremo personal y providente. Si el punto de partida metafísico fuese otro -la naturaleza impersonal del Ser supremo del hinduismo o la Nada absoluta del budismo- nuestra tesis sería completamente insostenible, pues el mundo se torna ilusión o dolor y sufrimiento. Hay un fondo metafísico antitético entre Oriente y Occidente, que en su momento fue subrayado por Walter Schubart (Europa y el alma de Oriente), y que tiene que ver con la desvalorización o revalorización del cosmos, con un pesimismo u optimismo ético de distinta profundidad metafísica. El alma china es armónica, el alma hindú es ascética y el alma occidental es prometeica. El hombre de Occidente es antropocéntrico, el de Oriente es cosmocéntrico. Claro, vivimos actualmente un nuevo proceso de la globalización del mundo, aunque en marcos neoliberales, y ello renueva la pregunta: ¿Algún día dichas tradiciones antitéticas llegarán a sintetizarse? Quizá, pero ello significará una reconfiguración de las savias culturales milenarias y pasará por la decadencia de la modernidad occidental. La decadencia cultural y civilizatoria siempre fue requisito para nuevas reconfiguraciones culturales. Toynbee pensaba que nuestra civilización occidental no estaba destinada a morir porque sobrevaloraba sus elementos creativos, Spengler pensó un esquema organológico y biologista de las culturas, pero no es necesario coincidir con ellos para admitir la decadencia cultural fuera de esquemas organológicos. Este razonamiento no tiene relación alguna con la tesis neoliberal de Samuel Huntington sobre el choque de civilizaciones, según el cual el choque de ideologías sería sustituido por el choque de civilizaciones, culturas, religiones entre el Occidente democrático y las civilizaciones no occidentales. Tal manida argumentación neoliberal ha conocido su más completo y definitivo hundimiento en el conflicto en Ucrania, donde el Orden mundial unipolar está comprobando su más cumplido y definitivo fracaso ante el surgimiento del Orden mundial multipolar. Otro autor que se da la mano en una tesis similar es Francis Fukuyama, donde en su obra El fin de la historia y el último hombre (1992), sostiene que la lucha de ideologías ha terminado con el triunfo de la democracia liberal. Fukuyama y Huntington fueron, contra lo que sostienen, exponentes del triunfo de la ideología neoliberal en los años noventa y primera década del siglo veintiuno. Triunfo que desde la segunda década empezó de derrumbarse definitivamente en Occidente.

De manera que es cierto que la tesis del mundo como bondad pertenece a la tradición del mundo occidental, pero con la diferencia que ello no significa negarse a admitir que nuestra cultura moderna no está destinada a morir, pero para reformular palingenésicamente sus presupuestos metafísicos mismos. Y esto no puede significar otra cosa que romper con el sesgo inmanentista, secularizado y antimetafísico de la modernidad occidental. En este giro civilizatorio del propio Occidente se trata de que recupere su espiritualidad perdida por el imperio de lo profano, y que junto a Oriente se recupere la religiosidad para salvar al mundo de la oscuridad del nihilismo secularista.

 

§ 2.

 

El aserto del mundo como bondad es aparentemente contrafáctico, debido a que lo que la filosofía contemporánea afronta son problemas complejos que tienen que ver con un mundo que no luce como un dechado de bondad, sino lleno de maldad, peligro e incertidumbre. La filosofía en el mundo actual se debate en el esclarecimiento de las interrogantes en torno a la moral, la libertad, la ecología, la ciencia, la tecnología, el imperialismo, el armamentismo, la guerra, y la paz mundial. Debord lo describe como la sociedad del espectáculo, Lipovetsky como la era del vacío, Baudrillard como cultura del simulacro, Castoriadis como el avance de la insignificancia, Vattimo como tiempos del pensamiento débil, Bauman como modernidad líquida, Byung-Chul Han como la sociedad del cansancio, y, por mi parte, como el imperio del hombre anético. Es innegable que resulta chocante hablar del mundo como bondad cuando sin esfuerzo se respira una atmósfera sin valores absolutos y permanentes, la realidad se esfuma en la hiperrealidad de las redes sociales, la perplejidad existencial socava la vida con sentido, la democracia ya no protege al ciudadano, las urbes se vuelven guetos, la posverdad impera, la inmoralidad cunde, la corrupción campea, los medios de comunicación manipulan la mente humana y los hombres se atomizan y deprimen. Lo cual no nos debe llevar a una actitud maniquea ni discriminadora. Jesús mismo dijo no venir por justos sino por pecadores (Lucas 5:32), y comió en casa de Zaqueo, el publicano recaudador de impuestos, corrupto pero arrepentido (Lucas 19:1-10). Todos estos son síntomas de una profunda decadencia de la modernidad y capitalismo tardío, como totalidad que supura irracionalidad por todos los poros del sistema imperante. Toda la podredumbre de un mundo en declive actúa con fuerza sobre la subjetividad humana, y no permite ver la presencia ignorada de la bondad en el mundo.

Esta bondad es metafísica, física y moral, en el hombre no sólo luce como impulsividad inconsciente sino también como espiritualidad consciente. Pues, no sólo es el hombre el que experimenta la bondad, también es la bondad el que experimenta como hombre. Es más, el hombre es radicalmente bondad, pues sin su realidad ontológica pierde su humanidad. Pero si un hombre sin bondad no es hombre sino un monstruo, es así porque la bondad ontológica viene de la fuente del ser, que es Dios. El problema metafísico de un Dios sin bondad no es Dios, no es un problema teórico sino práctico, y su solución se dará en la historia. Lo cual no justifica la completa historización de la bondad divina. La gratuidad de la bondad divina se plasma en la realidad del ser. Lo que lleva a que el hombre debe practicar la bondad por amor al bien y sin esperar recompensa alguna. Ver el mundo como bondad es recuperar lo bueno en la realidad metafísica, física y moralmente determinante para la felicidad humana. Por ende, no es tema meramente ideatorio sino eminentemente práctico, que exige su historización, pero sin justificar su completa inmanencia.

El abordaje del mundo como bondad puede parecer ingenua, cándida o exagerada para la mentalidad incrédula, materialista, naturalista, cientificista, hedonista, nihilista y escéptica del hombre secularizado de hoy, que entroniza la ciencia y que extraviado el sentido de lo sagrado y del ser. Pero la Verdad no se sujeta a esquemas epocales relativistas y obra a su modo. La modernidad es al mismo tiempo un nihilismo que empobrece el espíritu espantosamente, y un nihilismo que muestra la vanidad del hombre, mostrando la posibilidad de practicar el bien, recuperar la bondad del mundo y volver hacia Dios, con toda la libertad del que dispone el hombre antropológico actual. La esencia del bien no es meramente humana, sino divina, es metafísica, ontológica, moral y religiosa. Está unida al goce del existir.

Pero a la modernidad le caracteriza un enfoque culturalista, donde todas las cosas son reducidas a su origen social y humano. Todo se vuelve en constructo de la praxis social. Ya no hay sexo sino género, ya no hay sujeto sino exilio del sujeto por el algoritmo cibernético. De manera que el hombre prometeico de la modernidad se empecina en negar la esencia de las cosas para sentirse en la criatura todopoderosa que determina el ser de lo real. La voluntad de poder ha carcomido las raíces de la voluntad de servir. O dicho con más precisión, el problema no es el poder sino el poder para dominar. La voluntad de servir también es poder, pero poder de darse a sí mismo por amor al prójimo. Lo satánico de la modernidad es que exacerbó la voluntad de querer lo bueno sólo para sí mismo. A eso se llama egoísmo, y fue de la mano con el desarrollo del capitalismo desde el siglo XIII y XIV, llegando a sus extremos paroxísticos en el actual decadente imperialismo neoliberal y cibernético. De manera que no es difícil comprender la importancia de ver el mundo como bondad en vistas de evitar el desastre. Desastre del enorme poder humano asistido por la ciencia y la tecnología. Recuperar la visión del mundo como bondad es la piedra de toque para lograr una nueva imagen del mundo. Nueva imagen del mundo que se hace urgente y perentoria en momentos de tránsito histórico desde el orbe imperialista unipolar hacia el orbe multipolar. El mundo como bondad exige basarse en una nueva ascesis cultural, respetar la esencia de las cosas, realizar la actitud contemplativa y reestablecer la relación con Dios. El mundo como bondad implica todo un giro metafísico en la imagen del mundo, desde la desontologización antimetafísica del culturalismo hacia la asunción ontológica tanto de lo inmanente como de lo trascendente.

Sólo así puede darse una antropología sin antropocentrismo. El antropocentrismo subjetivista de la modernidad desembocó en el atropello de la realidad natural y humana. Brotó amenazante la paradoja antrópica en un marco donde el hombre antimetafísico sin Dios destruye todo lo que toca por su visión objetivante y cosificadora. En realidad, no es el antropocentrismo mismo, sino aquel antropocentrismo moderno sin Dios, sin metafísica y sin trascendencia, el que se yergue como la principal causa de la destrucción del medio ambiente y que orilla las relaciones internacionales hacia la hecatombe nuclear. De manera que cuando aludimos a una antropología sin antropocentrismo nos referimos a esta clase de antropología destructiva, apocalíptica, demencial y antinatural, que se sume en el ateísmo, anticristianismo y el nihilismo después de Hegel.

Ya hemos afirmado más arriba que el alma de Occidente es antropocéntrica, porque su sentimiento metafísico es optimista y afirmador del mundo y de la vida. Por ello, cuando hablamos de una antropología sin antropocentrismo nos referimos al antropocentrismo sin Dios y ateo que viene con fuerza desde Hegel en adelante. En otras palabras, en la tradición de la racionalidad occidental el antropocentrismo no tiene que ser necesariamente negativo, sino que también puede estar presidido por el espíritu de caridad y justicia con todas las cosas y seres existentes. De esto justamente habla la teología de la ecología, reconciliada con Dios y su creación. De modo que el problema no es el antropocentrismo mismo, sino el antropocentrismo sin caridad, justamente el que preside la modernidad tecnologizada y cientificista. Pero alguien podría intentar refutarnos para decirnos: ¿Pero porqué un antropocentrismo con Dios y no sin Dios? Volvemos al tema de Dios y del ser. Mientras Oriente piensa lo increado y la nada pura antes de la creación, Occidente piensa a Dios creador y providente. Ante esto sólo cabe hacernos la siguiente disquisición: Si hay Dios tiene que ser el único ser necesario, pues los seres son contingentes y la Nada nada es. O sea, no hay Nada pura, pero sí se puede admitir la nada potencial del ser indeterminado, aquel estado donde el ser y la nada son lo mismo, porque están en la mente de Dios y aún no vienen al mundo. De algo parecido partía Hegel en su Lógica, pero era algo sólo parecido porque para él no había Dios trascendente. Su dialéctica es el despliegue de la contradicción en el plano inmanente. Ahora bien, también hay nada en la degradación del ser finito existente, y como ausencia. De modo que sólo hay nada relativa en relación con la propia existencia del ser finito, pero no del Ser infinito. Si hay Ser necesario ese ser necesario es Dios, de modo que no puede haber la Nada absoluta, como piensa el budismo, y si ese ser necesario es creador entonces no es de naturaleza impersonal, como sostienen el hinduismo. Sin duda que el devenir como paso del ser finito al no-ser y nuevamente al ser es presencia anonadante del ser categorial, pero nunca es la nada absoluta. Ni siquiera en la muerte ni en la entropía se hace presente, porque la temporalidad es sólo una parte de la historia de la Creación por el Ser infinito y providente.

Ahora bien, el tipo secularizado de antropocentrismo antropológico tiene su expresión nítida en la filosofía kantiana. El hombre pone el ser a las cosas como fenómenos. La idea del hombre como sujeto activo del cosmos que sólo conoce los fenómenos y no las cosas en sí, se traduce en la idea de Libertad. Ese fue el legado kantiano conocido como giro copernicano. Con ello partió el mundo filosófico en dos. Por un lado, Platón con las esencias trascendentes, y Aristóteles con las esencias inmanentes. Y por otro, Kant con el ser racional autónomo y libre como fundamento del mundo. Su racionalismo crítico sistematizó el espíritu autárquico de la modernidad. La gran paradoja es que el hombre no se suele comportar de modo racional ni ético, y las guerras mundiales junto a otras catástrofes que acomete a menudo, hacen meditar hacia dónde ha ido a parar el gran legado kantiano. El hombre como centro activo del cosmos señala una responsabilidad moral tan elevada como incumplida. La desmitificación fenoménica del mundo junto al énfasis en una ética del deber inmanente, ha desembocado en los caminos extraños del endiosamiento nihilista y prometeico del hombre. El concepto de autonomía del espíritu que se dicta su propia ley hace que la idea de la Libertad sea el punto inicial y final de su filosofía. Pero el hombre concreto de la modernidad fracasa constantemente con tanto poder en sus manos y se muestra como una amenaza para sus semejantes y para la Naturaleza. La libertad humana se muestra incapaz de regirse solamente por la Razón. Kant se olvidó del amor y de lo espiritual, el hombre también es capaz de hacer el bien por amor y de sentir a Dios en su corazón. En ese sentido Rousseau vio más profundamente la naturaleza humana al percatarse de la importancia de los sentimientos y del corazón. Meditar críticamente la cumbre kantiana es urgente ante los peligros hedonistas, narcisistas y nihilistas del endiosamiento humano en que ha desembocado la actual civilización atea de la antropología antropocéntrica.

 

§ 3.

 

Naturalmente que al hacer tal afirmación -el mundo como bondad- estamos colisionando con importantes interpretaciones que afirman lo contrario. Entre ellas resalta el budismo con su consideración del mundo como sufrimiento y dolor, el discurso mítico con el origen cósmico del mal, a Leibniz con su apreciación de que el mal y el bien son necesarios para la armonía del mundo, a Kant con su planteamiento de que el mal pertenece al dominio del deber ser, a Hegel con su idea de que el mal está en todos los dominios del ser, a los teólogos Karl Barth y Paul Tillich que piensan que el mal pertenece al lado colérico o demoníaco de Dios, o a Hannah Arendt que piensa que el mal es una realidad banal. Y naturalmente que también se colisiona frontalmente con el predicamento narcisista, relativista, hedonista y nihilista de la filosofía posmoderna. Esto, por un lado, y por el otro aparentemente se estaría reproduciendo lo que pensaba San Agustín que consideraba que el mal no es sustancia ontológica sino resultado posible y ético de nuestra libertad; e igualmente a Santo Tomàs de Aquino, estipulando que el bien es algo propio del ser.

En realidad, la postura de Tillich, como la de Bultmann, es presentación del ateísmo en lenguaje teológico, y la de Barth acaba negando la Revelación al afirmar que Dios sólo es cognoscible por la gracia y misericordia, y no por la razón. Barth y Tillich forman parte de la controvertida teología protestante contemporánea de Brunner, Bultmann, Bonhoffer, el obispo Robinson y T. J. J. Altizer, que contradicen en el plano doctrinario al dogma defendiendo confusos sincretismos que ponen en duda la revelación y niegan que por la razón natural se pueda conocer a Dios. Se tratan de desviaciones teológicas que difícilmente se concilian con el testimonio de las Escrituras y descaminan su verdadera comprensión.

§ 4.

 

Al respecto quisiera empezar por lo último, para sostener que el mal no es sustancia prima sino sustancia secunda. Y como sustancia secunda es totalmente contingente, tiene término, es dependiente y su tiempo de vigencia no es indefinido. La muerte y la entropía, sólo por dar dos ejemplos, son manifestaciones de la tendencia del ser hacia la nada sólo relativamente en el orden del tiempo, pero no en el orden de la eternidad, la cual es el orden de la bondad ontológica de Dios. De manera que el aserto de San Agustín es completamente exacto, aunque incompleto, pues el mal no es sustancia prima pero sí sustancia secunda.

De ahí que siempre para la mente occidental no dejará de llamar la atención la apología de la nada que se encuentra en diversos credos y filosofías. Así, tenemos que en la mística del budismo se alcanzan sin duda virtudes sublimes -abstinencia, autocontrol, silencio, desprendimiento, moderación, entre otras-, pero mientras en la celda del monje cristiano está Dios personal y providente en la del monje budista está la Nada, el nirvana y el todo indiferenciado. Mientras que la pregunta de la filosofía occidental es ¿por qué hay ser en vez de nada?, la de la filosofía oriental, especialmente budista, es ¿por qué hay nada en vez de ser? No estamos cuestionando el derecho de otras tradiciones culturales a existir, sino sólo tratamos de atender la lógica interna de su racionalidad. Que existan otros contextos culturales pueden explicar otros tipos de racionalidad, pero esto no lleva a pensar que la verdad sea inconmensurable. Ciertamente que la racionalidad occidental es solo una posibilidad, no una necesidad, la racionalidad y la experiencia no son neutras, pero esto no nos debe llevar al anarquismo epistemológico que sostiene que la verdad no interesa sino la felicidad. No, todo lo contrario, la verdad es lo que interesa, y esto vale por más que se reconozca que no hay hechos escuetos, sino que están atravesados de teoría y del paradigma dominante. Otros tipos de racionalidad son otras maneras de acercarse o alejarse de la verdad. Cuando se afirma que hace falta la ampliación de la racionalidad no se está afirmando que todas las racionalidades son irrefutables, sino que junto a la razón está la fe, y ambas deben ser tomadas en cuenta en el afán del conocimiento humano. Así, en el budismo chino actual de Nishida, Tanabe y Nishilani, la nada mantiene la primacía sobre el ser. Se piensa la nada antes de la creación o del ser categorial. El origen del ser no es el no-ser, y de esa forma se rechaza la idea de la trascendencia divina. Rescatan la unidad entre filosofía y teología, el logos de la ratio y el logos del mytho, y subrayan que la filosofía no es griega, sino que pertenece a la condición humana. En suma, la tradición oriental budista -a la que se adhirió Schopenhauer- piensa la Nada antes de la creación, porque no piensa a Dios mismo antes de la Nada de la creación. Ese es el punto de inflexión: pensar la Nada antes de la creación equivale a no pensar a Dios antes de la nada de la creación. En la otra gran tradición de la tradición oriental, la hindú, el universo creado no es producto de la Nada, sino que es resultado de la naturaleza impersonal del Ser supremo. La naturaleza material es ilusión, es maya, pero no es la Nada. Si el budismo piensa la Nada absoluta, el hinduismo piensa el ser absoluto divino de modo impersonal, pero en ambos hay un rechazo del mundo real. De ahí que Albert Schweitzer, en su obra El pensamiento de la India, tenga razón al afirmar que las religiones occidentales son afirmadoras del mundo y de la vida, mientras las orientales son negadoras. De manera que sostener la afirmación del mundo como bondad resulta insostenible dentro de la lógica oriental.

Valga esta acotación para afirmar que tampoco nuestra idea de que el bien es algo propio de todo ser que existe es nuestra, sino que fue planteada por Santo Tomás de Aquino, el cual añadía una observación ontológica clave, a saber, que el mal es algo que se aleja del bien y, por tanto, del ser. Ante el agudo apunte del Aquinate sólo añadimos que tal alejamiento ontológico del mal como sustancia secunda, permanecerá en el orden final de la bondad ontológica -el Juicio- no porque el Bien Supremo así lo desee, sino porque habrá seres que no soporten su luz, viéndose impelidos a la oscuridad de la sustancia secunda. De manera que nuestra contribución es pequeña pero necesaria. Los teólogos Barth y Tillich yerran y cometen un exceso al pensar que existe un lado demoníaco de Dios. Porque, por un lado, reconociendo que el mal no es sustancia prima sino sustancia secunda, y por el otro, añadiendo que siendo el mal algo que se aleja del bien, sin embargo, no deja de existir, de manera que el mal también es algo propio de un modo particular de ser, pero no de Dios sino del que se aparte de él.  

 

§ 5.

 

Que exista el mal como sustancia secunda más allá del tiempo sería una refutación a nuestra tesis de que no hay mundo malo, sino acciones malas. Y esto nos haría pensar en las afirmaciones de los teólogos Karl Barth, protestante calvinista, y Paul Tillich, existencialista cristiano. Mientras Barth hace alusión al mal como la cólera de Dios, Tillich repara en el lado demoníaco de Dios. Lo que tienen en común ambos es que terminan identificando el mal con la sustancia divina. Naturalmente que no se trata de un mal guiado por la injusticia, sino por la justicia como castigo incurrido. No puede ser de otro modo, y diversos versículos de la Biblia aluden al castigo divino como correctivo dado a los que ama (Proverbios 3:11-12; Lucas 12:48; Apocalipsis 3:19; Romanos 2:12; Hebreos 12: 11, etc.). Pero bien visto el correctivo por amor tiene poco que ver con el mal y no soporta verse identificado como el lado demoníaco de Dios. No obstante, la existencia de un lugar de castigo eterno, llamado infierno, puede aparentemente verse como su lado demoníaco. Pero no es así realmente. Dios aborrece el pecado, pero no al pecador. Y aunque la frase no está en la Biblia refleja cabalmente la prédica de la Cristo.

Eterna felicidad o eterno sufrimiento son las antípodas escatológicas de la geografía y topología divina. El mal es un misterio divino, no obstante pensar en un lugar de tormento por el fuego corpóreo eterno corresponde a una separación de los elementos morales. Así, los malos que se arrepentirán no por odio al mal sino al dolor del castigo físico -pena de fuego- y espiritual -pena de daño- dan lugar al castigo eterno en aquel lugar denominado infierno. Lo que se trata en el fondo es del remordimiento de conciencia que aflige punzando sin cesar y sin remedio alguno. El malvado huye de la luz principalmente porque se avergüenza de los horrores de sus faltas que ofenden la majestad de la pureza de la bondad divina. Por ende, hay eterno sufrimiento en la topología divina.

Pero el lugar de suplicio y de castigo eterno no se da porque Dios tenga un lado demoníaco, sino porque la culpa, la ofensa, y el odio a Dios es permanente y no da lugar a arrepentimiento. El castigo es equivalente al suplicio que dura eternamente. Es decir, el que persevera en el mal es responsable de alejarse lo más posible del bien. Si en el orden del tiempo lo que es el mundo depende de nuestras acciones, en el orden de la eternidad existe un mundo bueno -el Cielo- y un mundo malo -el infierno- por siempre. Pero si existe este mundo malo no es porque Dios, que es el Sumo Bien, lo ha querido, sino por la mala voluntad de seres racionales perseverantes en el mal. Es por ello que fue rechazada la doctrina de la apocatástasis -ilustrada originariamente por Orígenes y Clemente de Alejandría- o enseñanza que todas las criaturas libres compartirán la gracia de la salvación, incluso los demonios y las almas de los réprobos. Pero esta doctrina de la salvación universal está más vinculada al necesitarismo platónico de la gracia y al esquema puramente natural de la justicia divina, como lo señala San Agustín. Al mismo tiempo se puede sostener que la existencia del mundo mal es sustancia secunda y no sustancia prima.

Pero hay algo más importante respecto al lugar tenebroso donde van los réprobos. Y se refiere al envío del Hijo Unigénito por el Padre al mundo para poner fin al reino lóbrego de Satanás sobre los hombres. No hay que olvidar que en las religiones antiguas se practicaba el sacrificio humano y de animales, y esto cambió radicalmente con Cristo, “…que se entregó como ofrenda y sacrificio flagrante para Dios (Efesios 5:2), y que quedó instituido en la Eucaristía. El Evangelio nos informa del poder extraordinario que Jesús demostró en la expulsión de los demonios y que entre las potestades que quiso transmitir a los apóstoles y a sus sucesores fue el de expulsarlos de los cuerpos poseídos (Mt. 10: 8; Mc. 3:15; Lc. 9:1). También Dios ha dotado de poderes sacramentales para efectuar el llamado exorcismo y ha elegido como antídoto permanente a la Santísima Virgen. Lo grave del asunto es que existen teólogos, que siguen a la cultura secularizada, propensos a subestimar la existencia e influjo de los ángeles rebeldes sobre las cosas humanas considerándolos como cosas ilusorias o pertenecientes a las patologías psíquicas. Pero Satanás no es una idea abstracta del mal, ni una idea delirante de psicóticos o neuróticos, es un ser espiritual dotado de inteligencia, voluntad, libertad e iniciativa, pero es el príncipe de la mentira y del mal. Fue creado bueno por Dios, pero se volvió diablo con su corte por su propia culpa. Así es descrito en la Biblia como Acusador (Ap. 12.10), Enemigo (1 P 5.8), Serpiente antigua (Ap. 12.9), el Gran dragón (Ap. 12.9), el dios de este siglo (2 Co. 4.4), Príncipe de la potestad del aire (Ef. 2.2), Tentador (Mt. 4.3).

Bien subraya Concilio Vaticano II que “toda la historia humana está penetrada de una tremenda lucha contra las potencias de las tinieblas, lucha iniciada en los orígenes del mundo” (Gaudium et Spes 37).

Felizmente que el diagnóstico de la demonopatía tiene sintomatología propia y está fuera de toda duda (refractario a fármacos y desaparecen con socorros religiosos). Un poseso puede hablar lenguas muertas, tener conocimiento de sucesos personales ajenos, expulsar por la boca materializando ranas, clavos, tornillos y tijeras, deslizarse como serpiente por el piso, mostrar fuerza extraordinaria, hacer contorsiones imposibles, etc., sin explicación psicológica y científica posible. Simplemente no responde a causas naturales, sino sobrenaturales. De entre todos los estudiosos son los filósofos modernos, con su idolatría a la razón supuestamente autónoma, el que desestima la realidad de tales fenómenos. A ellos hay que invitarlos a hacer frente a lo que un exorcista ve y hace. Estoy seguro que no sólo recuperarán la fe, sino que su visión de la realidad cambiará radicalmente. Aquí cabe la salvedad que un demonólogo no es precisamente un exorcista, el primero es más teórico y el segundo le añade la práctica. Los estudios más reconocidos son cuatro: El diablo (1988) de monseñor Balducci, La plegaria de liberación (1985) del padre Mateo La Grua, Cronista en el Infierno (1990) de Renzo Allegri, Habla un exorcista (1990) de Gabriele Amorth, y Memorias de un exorcista (2008) del padre Fortea.

Se tratan de verdades reveladas, contenidas en la Biblia, ahondadas por la teología, enseñadas por la Iglesia y realidad constatada por el exorcista. Sólo resta decir que la expulsión de los demonios es parte del restablecimiento del plan divino, echado a perder por la rebelión de una parte de los ángeles y el pecado de los progenitores. Ahora se entiende lo dicho por Pablo: “nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino… contra los espíritus del mal que están en las alturas” (Ef. 6:12). Pero en la comprensión del mundo como bondad debe entenderse que el mal, el dolor, la muerte y el infierno, no son obra de Dios, y que todo el plan unitario de la creación estaba orientado a Cristo. Y el demonio sabiéndose derrotado, y que “le queda poco tiempo” (Ap. 12:12) intenta atraer hacia él a cuanta gente pueda. Derrotado por Cristo, el demonio combate contra sus seguidores. Y la vida terrenal humana se convierte en un estado de lucha contra él. Al llegar al fin del mundo se sabrá quién comparte la vida o la condena eterna. O sea, todo ha sido hecho por Cristo y para él. El sentido cristocéntrico de la creación es incuestionable.

 

§ 6.

 

Interesante de considerar es la opinión de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal, sobre todo porque se refiere a la existencia de un mundo malo en lo terrenal o inmanencia. En su obra Eichmann en Jerusalén no describe a dicho criminal de guerra como un psicópata, ni un malvado, sino como una persona vulgar, incapaz de pensar por sí mismo, muy próximo al hombre masa que tiene la cabeza llena de eslogans y verdades consabidas. Sus descripciones son muy próximas al célebre libro El hombre mediocre de José Ingenieros y al hombre masa de Ortega y Gasset.

Su libro fue repudiado no sólo por señalar la mediocridad de Eichmann, sino porque destacó el papel activo de los Consejos judíos en los guetos nazis y su corresponsabilidad en el exterminio. Ellos eran los que hacían cumplir las órdenes de los nazis, fueron sus colaboradores eficaces. Por hacer estas revelaciones los colegas en la universidad ni le hablaban, la gente se mostraba irritada y furiosa por evidenciar la propia traición de prominentes judíos. Y para colmo reclamó un tribunal penal internacional y no judío.

El punto que nos concierne es que nuestra filósofa abordó un mundo malvado existente en el tiempo histórico, aquí en la tierra. Lo cual es incuestionable si revisamos lo que sucedió en Treblinka, Sobibor, Auschwitz y demás campos de exterminio nazis. Aquí la pregunta es: ¿el campo crea al criminal o el criminal crea el campo? Si es lo primero, entonces el mundo malo preexiste al mal moral, pero si es lo segundo es el mal moral lo que crea el mundo malo. También se puede dar una opción intermedia que considere la conjunción de factores externos e internos.

Así, el sobreviviente judío italiano Primo Levi, autor de su Trilogía de Auschwitz, subraya que las víctimas reducidas a la bestialidad y a la demencia tienden a volverse en un monstruo moral. O sea, antes de ir al crematorio ya es previamente deshumanizado. Y lo más inquietante es su afirmación de que los salvados fueron los peores, los más egoístas, porque los hundidos fueron los mejores, los que tuvieron el valor de enfrentarse al opresor, y por ello murieron. Y esto lo dice sin excluir al pueblo alemán de cargar la culpa de haber seguido hasta el final al gran histrión de Hitler.

Valga esta acotación para volver a Arendt y su análisis de ese hombre que viajó por toda Europa para detener y deportar judíos a las cámaras de gas, dentro de un régimen monstruoso que hizo colapsar la conciencia moral de los alemanes en el Tercer Reich. Sin duda que el antisemitismo no fue un invento nazi y era una fobia muy extendida por toda Europa desde hacía un buen tiempo. La propia Arendt constata este hecho en su obra Los orígenes del totalitarismo (1951), diciendo que el antisemitismo, el imperialismo y el racismo conducen al totalitarismo. Sin duda, un Estado criminal y un orden jurídico criminal genera criminales entre la gente normal. Es el mismo racismo que sobrevive en nuestros días y constituye la perversión de la condición humana contra la humanidad. Esa confluencia de factores es lo que señala Arendt y que crea un nuevo tipo de delincuente que comete actos malvados sin percibirlos.

Una nueva revisión del tema por el filósofo italiano Giorgio Agamben tiene lugar en su libro Homo sacer, neologismo con el que alude al poder soberano del Estado que se extiende sobre la vida de las personas que considera que pueden ser eliminadas con impunidad, tal como ocurre actualmente con los refugiados. Pero retornando a Arendt nos recuerda que la defensa del criminal de guerra Eichmann aludió al cumplimiento de su deber y por ello procedió como un fidedigno kantiano. En realidad, la postura del mismo Kant es ambigua, porque a pesar tener máximas de indudable valor moral -rescata a la persona como fin en sí mismo y nunca como medio-, no obstante, nunca autorizó la rebelión ni la oposición al poder, sino la obediencia y la sumisión. Sus ideas de obediencia al soberano que siguió a pie juntillas constituyen un fuerte contraste y un retroceso ante un Tomás de Aquino y la neoescolástica española del barroco que con el Padre Mariana justifican el regicidio.

Por este motivo Michel Onfray, en El sueño de Eichmann, le reprocha a Arendt no entender a Eichmann. En realidad, es a la luz de la Metafísica de las costumbres del propio Kant que se puede comprender que se puede cumplir con el deber jurídico sin cumplir con el deber moral. Y es que en el fondo estamos ante el cumplimiento de la separación inmanentista entre ética y política que comenzó con Maquiavelo y que Kant lleva a una nueva cúspide. Este sesgo formalista de la filosofía kantiana fue advertido lúcidamente por Max Scheler en su Ética, al concebir la existencia de valores objetivos y no únicamente formales. La gran conclusión de Scheler es que no es el valor sino el amor y el odio los que descubren el valor ético.

En realidad, la gran paradoja de la ética kantiana reside en que Sólo es moral cuando se actúa por deber, esa es la máxima de la ética kantiana. Si lo hace por deseo o amor no tiene calificación ética. Esto equivale a pensar que el hombre carece de inclinaciones hacia lo virtuoso. Es como decir que sólo los malvados, depravados, desalmados y perversos, son capaces de acción moral porque lo hacen llevados por la idea del deber. El propio Kant trató de resolver este absurdo afirmando que sólo es moral lo que no se hace por satisfacción. Pero su respuesta es totalmente insatisfactoria, porque niega que el hombre puede alcanzar un desarrollo ético superior que lo haga coincidir con lo moral al margen de la idea del deber. En otras palabras, la voluntad estará dentro de la moral no sólo acatando el mandato de la razón sino también el del corazón. Y esto es así porque la buena voluntad no sólo actúa por deber sino también por amor al bien.

Algo no muy diferente nos dice Marx al denunciar al capitalismo como una estructura que debe ser abolida porque condena al hombre a una vida sin esencia humana. Lo que nos lleva a constatar que el mundo social puede ser malo sin que ello comprometa otras dimensiones del mundo, incluso sin que se vuelva malo todos los ámbitos del mundo social. Cosa por el estilo se observa actualmente en el terremoto geopolítico entre el declinante orden unipolar presidido por el imperio norteamericano y el ascendente orden multipolar encabezado por China y Rusia. Pero al fin y al cabo el mundo social es hechura de las acciones humanas. Y acciones guiadas por la avaricia, el afán de poder, la ambición, entre otras, son decisiones de un ser libre. No hay duda que la adicción más aberrante es la adicción al lucro y la ganancia. Esa es la lepra que carcome a la civilización capitalista y que enmohece el corazón del hombre desde tiempos antiguos.

Elocuentes resultan las palabras del Evangelio al decir: “¡Vamos ahora, ricos! Llorad y aullad por las miserias que os vendrán. Vuestras riquezas están podridas, y vuestras ropas están comidas de polilla. Vuestro oro y plata están enmohecidos; y su moho testificará contra vosotros, y devorará del todo vuestras carnes como fuego. Habéis acumulado tesoros para los días postreros. He aquí, clama el jornal de los obreros que han cosechado vuestras tierras, el cual por engaño no les ha sido pagado por vosotros; y los clamores de los que habían segado han entrado en los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido en deleites sobre la tierra, y sido disolutos; habéis engordado vuestros corazones como en día de matanza. Habéis condenado y dado muerte al justo, y él no os hace resistencia.” (Santiago 5:1-6).

Esto es, el origen de aquel mundo social malo o bueno es de índole moral o decisiones libres que se distancian o aproximan a la práctica del bien y la virtud. El totalitarismo conduce a la sociedad totalitaria, al implante del terror y la aniquilación. En consecuencia, el orden social conforma un mundo a partir de las decisiones morales de la voluntad libre. Y por ello, su bondad o maldad depende de la realización en la historia de la justicia y la caridad, sin las cuales la vida política se pervierte y la vida social se degrada. El mundo malo en la tierra existe y es real, pero tiene un origen moral, nace en el corazón pervertido por las malas pasiones exacerbadas por un mecanismo social inhumano.

 

§ 7.

 

Hegel es un caso aparte al considerar que el mal está en todos los niveles del ser, donde coincide lo lógico y lo trágico. Por lo demás, está en todos los niveles del ser porque la negatividad de la dialéctica se despliega en la inmanencia, no hay trascendencia. Todo deviene en la inmanencia. Naturaleza y Espíritu son puramente fenoménicos, finitos y perecederos en el devenir de la Idea. Así como en Spinoza la idea de Dios sobra y es superfluo en un mundo donde la necesidad lo rige todo, del mismo modo en Hegel la idea de Dios sobra en un mundo donde la contradicción dialéctica lo rige todo. Todo lo que existe merecer perecer y renacer enriquecido, incluso el Absoluto. Se trata de una reflexión dialéctica que discurre en el nivel cósmico como en el antropológico, y por ello el mal es visto como parte necesaria y estructural tanto de la Aufhebung como de la sociedad humana.

La dialéctica hegeliana consiste en el proceso de negación de una realidad para dar lugar a otra, donde se guarda dentro de sí algo negativo. Lo suprimido es conservado. Por ello Hegel no propone una moral alternativa a la kantiana. Su teoría de la eticidad concibe el deseo como el principal constructor de la sociedad humana, y jamás una determinada conciencia moral. Su concepción historicista y genética de la moral humana considera indispensable la necesidad del mal y lo lleva a la rotunda afirmación: “No existe realidad moral efectiva alguna” (Fenomenología del Espíritu).

Esta y otras consideraciones hegelianas fueron las que llevaron, por ejemplo, a Marx a valorar la Fenomenología por su método y rechazarla por su sistema, donde se confunde objetivación y enajenación. El hombre no existe sin objetivarse, pero Hegel creía que toda objetivación era enajenación, siendo las circunstancias históricas las responsables de esta confusión. Así objetivación y enajenación resultan inseparables de hecho. Como lo señala Lukács, con esta confusión Hegel se ve empujado al ridículo resultado gnóstico de considerar el espacio y la materia como una enajenación del espíritu. La solución que propone es una reconciliación de las enajenaciones en el Saber Absoluto, donde se resuelven todas las contradicciones. Para Marx justamente esta reconciliación a través del pensamiento es ficticia, conservadora e ilusoria, pues considera que las contradicciones en el mundo sólo podrán resolverse mediante la Revolución. Y para Kierkegaard el historicismo dialéctico hegeliano es denunciado por olvidar el individuo y priorizar el proceso abstracto del pensamiento de la Idea Absoluta.

Por más que la publicación de los Escritos de Juventud por Nohl sea considerado como una demostración que el sistema de Hegel no es una catedral de conceptos, sino el camino del individuo humano, persiste la convicción de que sea trata de una filosofía que glorifica la realidad. En realidad, la disolución de la efectividad ética en Hegel nace del reduccionismo de la realidad al mecanismo dialéctico de lo finito, y esto se da a tal punto que el Absoluto sólo se encuentra completo al final del proceso dialéctico.

La circularidad del ser en la Ciencia de la Lógica afirma que el Absoluto es esencialmente resultado. Lo cual no es más que una consecuencia de su concepción unívoca del ser, panteísta, junto a una deidad inmanente, que conduce al concepto del hombre que se desaliena cuando se reconoce como absoluto, negando a Dios. Bien se advierte que su sistema es una teodicea donde al mismo tiempo que se niega el mal mismo, se le reconoce en todos los niveles del ser. Con ello el hegelianismo quedó unida a una realidad antropológica que conquista el mundo, pero se pierde a sí misma. La astucia de la razón no puede dar el salto más allá del delirio prometeico de la modernidad porque su naturalismo panteísta está atado en el horizonte inmanente del devenir universal. Su ubicuidad del mal resulta inmoral e insostenible.

 

§ 8.

 

Para Leibniz el bien y el mal son necesarios para la armonía del mundo y corresponde a él la creación del término Teodicea, título de una de sus obras, a fin de demostrar la justicia divina. Desde él la teodicea es considerada parte fundamental de la teología natural. Sus consideraciones son una respuesta a los planteamientos de Bayle expuestas en su Diccionario (1697). La solución de Leibniz es la tradicional: el mal no existe y su responsabilidad no es imputable a Dios. Y sobre la libertad rechaza el determinismo teológico del protestantismo de su tiempo, reivindicando para el hombre la libertad como autodeterminación. La libertad humana es inclinación de Dios sin necesidad, y no es indeterminación absoluta. Pero para Leibniz lo real es un orden racional y sólo puede ser comprendido a partir de un sistema de principios racionales, pero nunca llegó tan lejos como Hegel. Por eso el orden racional de lo real se expresa en el hombre de forma confusa y limitada (Monadología § 61).

El dios leibniziano no crea arbitrariamente las leyes de la lógica, sino que se somete a ellas. Se trata de una filosofía basada en tres principios: el principio de contradicción, que da cuenta de las esencias de la matemática; el principio de razón suficiente, que explica las existencias físicas; y para dar el paso de la física a la metafísica se echa mano del principio de perfección, fundamental en su complejo sistema. Del segundo principio había recurrido en su Teodicea para explicar que los acontecimientos futuros tienen un motivo para ser de una determinada manera. En su Discurso de Metafísica (§ 13) precisa que las verdades de hecho dependen del principio de razón, pero estas verdades contingentes dependen, en definitiva, de la voluntad divina de crear el mundo, el cual encarna el principio de perfección. De esta manera, si el principio de identidad o no contradicción fundamenta las verdades necesarias, el principio de razón suficiente fundamenta las verdades contingentes, pero no puede demostrarlas porque son indemostrables. La razón por la cual existe algo en vez que nada tienen su fundamento último en un ser que existe que existe necesariamente y que es su causa (Teodicea § 7), y que expresa el principio de perfección. De modo que el principio de contradicción (lógico), de razón (ontológico) y de perfección (metafísico) convergen en todo su pensamiento. Estos principios tienen una validez lógico-ontológica, porque lógica y metafísica están íntimamente ligadas en su filosofía. Su afán es poner una piedra basal común a la realidad y al conocimiento, tal como escribe a la princesa palatina Isabel en 1678. El principio de no contradicción explica las verdades necesarias de las esencias, el principio de razón las verdades contingentes de las existencias, y el principio de perfección la verdad absoluta del Ser perfecto e increado, causa de sí, creador y que existe necesariamente. El principio de perfección es la corona del principio de razón, por la cual Dios es la primera razón de las cosas, explica sus elecciones y sus fines. Se trata de una razón moral para realizar lo mejor.

El dios de Leibniz elige lo mejor, por ello no es el dios voluntarista de Descartes que actúa arbitrariamente, ni el dios determinista de Spinoza que está sujeto a la necesidad natural. Su solución es un esfuerzo por salvar, a la vez, la libertad, la omnipotencia y la bondad divina, cosa que carecen la solución cartesiana y spinosista. Al distinguir el ámbito lógico, metafísico y moral, coloca la razón moral como el ápice por la cual Dios toma sus decisiones, porque es imposible que no escoja lo mejor. El dios leibniziano no puede dejar de elegir lo mejor, y no hace nada sin una razón suficiente eligiendo lo mejor después de haber comparado todos los mundos posibles (Teodicea § 52 y 124). Refiriéndose a la posibilidad de las cosas expresa que la esencia tiende a la existencia, pero quien decide su existencia es Dios, a través de su voluntad y sabiduría divinas. Las esencias no son un torrente incontenible, son posibles que no son autosuficientes, y por ello dependen de la voluntad divina de crear. Y esto lo dice contra Spinoza, en quien el excesivo dinamismo de las esencias vuelve el acto creador en innecesario; y también contra Platón porque ahora son las ideas las que exigen materializar su ser como existentes. En suma, es la bondad divina la que permite el paso de lo posible a lo actual, del no-ser al ser. El entendimiento divino es lugar de las esencias, y la voluntad divina es fuente de las existencias, pero toda la realidad del mundo es resultado de la bondad divina. Así Leibniz conjura la necesidad absoluta de Spinoza y la arbitrariedad voluntarista de Descartes. Toda la realidad es resultado de un entendimiento divino determinado moralmente por la voluntad de crear lo mejor.

Algunos de sus críticos han puesto atención a su proximidad con Plotino, puesto que habla de emanación en vez de creación (Sobre el origen último de las cosas, W. 350; Monadología, 47, W. 542, 42, W. 541; Discurso de metafísica, XIV, W. 309; Carta a Samuel Clarke, W. 239) resultando una teología natural que pone a Dios dependiente de su propia esencia.

Dejaremos ese punto crítico -no sin alguna observación- para los exégetas de su pensamiento. No se puede obviar que Leibniz sólo publicó Teodicea y varios artículos, todo los demás es póstumo. Su heredero Christian Wolff no lo trasmitió fielmente. Kant y Hegel lo tergiversaron. Diderot, Lessing y Herder lo revaloraron. Socarronamente y con humor Voltarie ridiculizó su optimismo metafísico en Cándido y en su Diccionario (“…De modo que ser expulsado del paraíso, es vivir en el mejor de los mundos posibles…”). Se trata de la misma cáustica sonrisa que pudieran exhibir nuestros críticos ante nuestra tesis: “No hay mundo malo, sino…”.

En todo caso lo que nos interesa aquí es que para Leibniz el mal se divide en tres dimensiones: metafísico, físico y moral, siendo el primero, fuente del que se derivan los otros males. El mal es permitido por Dios, no es un obstáculo para su bondad y está en función del libre arbitrio, o sea es una prueba para el ser finito libre. Ahora bien, cuando más arriba hemos hablado de la bondad ontológica ésta se puede vincular a la razón moral divina para realizar lo mejor. ¿Pero cómo podemos afirmar que “no hay mundo malo” si se admite tres dimensiones del mal? En primer lugar, admitimos esas tres dimensiones del mal -pues un terremoto, una pandemia, las guerras o nacer con un defecto físico no son precisamente un bien-, pero, en segundo lugar, lo que tenemos que añadir es la dimensión moral de lo metafísico, que también lo señala Leibniz, aunque sin demasiado énfasis. En otras palabras, el mal y el bien son necesarios no tanto para la armonía del mundo, sino como prueba para la virtud de nuestra libertad y como demostración de que ser es bueno porque la bondad se identifica con el ser.

Un mordaz razonamiento volteriano diría que pongamos a ese ser todos los males posibles para ver si es bueno como afirmamos. Y podemos no sólo responder con una frase del propio Voltaire (“Lo perfecto es enemigo de lo bueno”), sino también señalar que lo imperfecto en el mundo hace posible el avance del sentido moral. Suprimida la perspectiva de lo imperfecto, los actos del hombre pierden sentido y significación, puesto que carecen de consecuencias y de relevancia.

La vida humana perfecta sería irrelevante. Sería equivalente a una muerte en vida, todos se abandonarían a la inactividad por ser perfectos. Los humanos perfectos vivirían en perfecta quietud. La perfección de su ser llevaría a la pérdida del sentido moral por innecesaria. Pero a lo finito le es intrínseco lo imperfecto, por ello es susceptible al ser racional finito, que es el hombre, de dar libremente un sentido moral a su ser. La perfección ontológica y moral sólo pueden coincidir en el ser infinito que es Dios, porque es autosuficiente y perfecto. Por ello, cuando el Evangelio afirma que seamos perfectos como nuestro Padre (Mateo 5:48), no se refiere a su perfección absoluta, sino a que seamos cada día mejor, poniéndonos en camino para que el Espíritu disponga un corazón libre y dispuesto a amar.

 

§ 9.

 

El mundo como bondad afronta actualmente una amenaza muy grave y que es un obstáculo para asumir el mundo como bondad, es el llamado “nihilismo”. Ese pensar el ser desde la nada, sometiendo todo a la transitoriedad del devenir, sólo un impulsa un movimiento de la nada a la nada, nunca hacia el bien. Pero nada viene de la nada, y no como piensa Hawking, en un contrasentido evidente, que el Universo vino espontáneamente de la nada. Erosionando e invalidando los fundamentos metafísicos trascendentes y dejando la inmanencia suspendida de la propia arbitrariedad del deseo individual, lo único que consigue es vaciar el mundo de sentido, disolver los valores, abrir el imperio de lo relativo, temporal y descartable. Se trata de una utopía inmanente que disuelve la vida normativa con pretexto de dejar ser a la diferencia, y con ello sólo logra promover una alteridad pervertida, estancada espiritualmente. Nietzsche diría que este es el nihilismo del “último hombre” pero no del superhombre. A lo que le responderíamos que su superhombre también encarna la negatividad de la inmanencia desatada, enloquecida y sin freno. Si para Hegel la verdad es lo absoluto en lo finito, para Nietzsche la verdad es interpretación (“no hay hechos sino interpretaciones”).

¿El triunfo total de la voluntad de poder equivale al final de la verdad y la razón? Al parecer sí. La verdad será sustituida por la certeza, porque será vista como creación humana, Ahora con el transhumanismo, la tecnociencia, y la ingeniería genética, la ciencia se enrumba hacia la creación de superhumanos, con técnicas de edición de ADN. Y no se podrá resistir la tentación de crear al superhombre, una raza de seres que se diseñan a sí mismos y con una perfección mayor. Modificar genes dañinos y agregar nuevos creará problemas muy serios a la convivencia humana, generando una lucha de todos contra todos por ser los mejores. Si el sistema capitalista se prolonga la creación de superhumanos será una prerrogativa de los adinerados, y el clasismo llevará al exterminio eugenésico de los seres aparentemente inferiores. El exterminio masivo de pueblos enteros mediante virus salidos de laboratorios biológicos secretos será una moda. Esta posibilidad del surgimiento del superhombre a través de la creación de superhumanos también se asocia al perfeccionamiento de la inteligencia artificial, el cual puede tornarse incontrolable por la humanidad, condenándola a su exterminio. O sea, no sólo los superhumanos amenazando a humanos, sino también la inteligencia artificial incontrolable amenazando a los superhumanos.

El hombre superior del nihilismo termina en la cháchara bufonesca de la apoteosis del instinto y del deseo. Ni Freud ni Marcuse están lejos de este mensaje en su búsqueda de una vida sin barreras represivas. Nietzsche odiaba a los antisemitas, pero la mancha nazi lo alcanza por el repudio del humanismo, la caridad, la compasión, la piedad, el desprecio al débil, y el culto del fuerte, la voluntad de poderío, y lo señorial. Nietzsche remite la ontología al valor, pero en sentido peyorativo, porque lo que preside la dialéctica de la diferencia es la voluntad de poder. Y por ello en todo su predicamento se resiente el mundo como bondad, porque no comprende que el verdadero poder no reside en dominar sino en servir y amar. Pero todo este movimiento nihilista arranca de Hegel, porque identificar lo absoluto con la naturaleza lleva al panteísmo, ateísmo y nihilismo. Este nihilismo es la base del antropologismo antropocéntrico, y símbolo de su rotundo fracaso fue Auschwitz y la desigualdad sin precedentes ocasionado por la globalización neoliberal. El nihilismo es el principio aniquilador del mundo, encarnado en Zaratustra como contrafigura de Cristo.

El neonietzscheanismo levanta cabeza en la filosofía contemporánea a través de los temas del deseo, el poder, la interpretación, lo antimetafísico, el relativismo individualista, la alteridad y la diferencia en la hermenéutica, el postestructuralismo, la deconstrucción, el neopragmatismo y el feminismo y el posmodernismo. Así Lyotard afirmará que no hay narraciones totalizantes, los discursos son inconmensurables, promueve el diferendo, la heterogeneidad, no hay objetividad ni ley del pensamiento, el criterio es el placer estetizante, el sentimiento. Y su otro pensador referente, Gianni Vattimo, sostendrá que la opción es la ontología débil, proclama el adiós a la verdad, aunque en su última etapa procura escapar infructuosamente del relativismo mediante la piedad. Al final no puede evitar dejar la impresión que su ontología débil le hizo el juego al libertino capitalismo de consumo y tecnológico. Por eso no deja de ser significativo que ya provecto afirmara que su propuesta era vigente para los años setenta y ochenta, pero no para nuestros días de derrumbe del mundo unipolar. No obstante, su “adiós a la verdad” guarda un profundo vínculo pragmático con el segundo Wittgenstein de Investigaciones filosóficas (1949). Se trata del mismo inmanentismo relativista que sostiene que “no hay verdad” sino juegos ficcionales del lenguaje.

Lo que pende sobre nuestras cabezas hoy no es sólo la amenaza de un conflicto termonuclear, sino algo más profundo que le da origen, a saber, el nihilismo. Si el terremoto geopolítico que nos sacude logra sofocar el peligro de un enfrentamiento nuclear aún quedará como espada de Damocles la fuente desde la cual nace, a saber, el nihilismo. Veamos. Nuestra encrucijada tiene un nombre preciso, y es: NIHILISMO. Ahora bien, el nihilismo pensado en su esencia no es la historia fundamental de Occidente -como cierto prestigioso pensador afirmó-, sino el movimiento fundamental de la civilización misma. La civilización humana se inicia como un poderoso movimiento de voluntad de poderío a través del ropaje de las monarquías divinizadas. La lucha de clases es su consecuencia, no su origen.

Esto no significa satanización alguna del proceso civilizatorio mismo, pues ésta puede tomar otro cariz bajo presupuestos distintos. De lo que se trata es de ver con claridad que el nihilismo como voluntad de poder, como negación y comienzo de la erosión del ser, tiene un principio acelerado con la invención de la civilización. La civilización humana ha sido desde su comienzo remoto hasta la actualidad, voluntad de poder en vez de voluntad de servir. Voluntad es deseo, pero el deseo no tiene que ser necesariamente vorágine sin término de acrecentamiento del dominio sobre los hombres, la naturaleza y las cosas, como ha venido siendo. También la Voluntad puede ser acrecentamiento del servir, dar y amar, como no lo ha sido sino en personajes excepcionales (santos, héroes y profetas).

No obstante, nuestra encrucijada tiene perfiles singulares desde que está atravesada e identificada con la técnica moderna. Bien se ha señalado por Heidegger que la técnica es el predominio del ente y el olvido del ser. Su reflexión sobre la técnica fue su mayor éxito en los años cincuenta. Con esto toma parte de un debate en curso con Huxley, Anders, Jünger, Weber y Bense. Pero Heidegger concibe erróneamente la esencia de la técnica de manera estática -como también erróneamente sustituyó el problema del significado del ser por el problema del sentido del ser, como si todos los seres finitos tuvieran comprensión del ser-, y, de este modo, no pudo advertir lo que Lewis Mumford (Técnica y civilización) hizo notar, a saber, que la técnica va dejando atrás su fase paleotécnica e ingresa a su fase neotécnica, donde es más orgánica, teleológica y finalística. Sin embargo, la médula de la técnica es el imperio nihilista del devenir. Si la cosa técnica es la tachadura del ser, si es el ámbito donde el ser se vuelve nada, ¿significa ello que el pathos de la técnica no pueda salir nunca de la ontología débil del nihilismo? Ello es dudoso. Si nihilismo es falta de sentido, decadencia civilizatoria, disolución de valores, imperio de la temporalidad, poder de la nada, poshistoria, secularización, utopía inmanente y estancamiento espiritual, ello no significa que el sentido unívoco del ser -el de las cosas finitas- tenga que imperar para siempre. Al parecer el problema de la técnica no es que convierta a todos los seres en objetos, sino que sin el contrapeso cultural de lo religioso conforme una imagen del mundo desespiritualizada y materialista. O sea, no es que se trata de retroceder a lo pre-técnico, sino de sobreponerle otra forma de pensar que no agote el ser en la inmanencia y admita la trascendencia de Dios. Ese sería el camino para superar la dualidad objeto-sujeto, salir del olvido del ser y rescatar el sentido de lo sagrado. Sólo rompiendo el encierro en la pura inmanencia puede contrapesarse el influjo de la técnica en la imagen del mundo.

Además, el devenir tampoco tiene que ser exclusivamente un ir del ser finito hacia el no-ser. Como la negatividad no puede consistir en un ir de la nada a la nada, entonces ni agota el ser finito ni niega definitivamente el ser absoluto. Ciertamente que el nihilismo es el malestar global de nuestro tiempo y el pensamiento científico-técnico es su factor acelerador, pero ello no significa que terminemos negando la posibilidad de la ontología positiva, pues partir del reconocimiento de la interrupción ontológica del tiempo lleva también al reconocimiento del ser infinito y eterno. Sin ello no hay posibilidad ni de salir del nihilismo, ni de poner término a la identificación entre ser y ente finito, ni de reconducir la técnica por la senda de una nueva historia de la metafísica. El paso temerario dado por la Modernidad de adentrarse en el abismo de lo finito está llegando a su término, y para evitar un desenlace catastrófico hay que ver que el problema de fondo es de naturaleza metafísica. Nuestra actualidad es nihilista, lo es la historia, por eso mismo es metafísica, pero no es la única metafísica posible -como no lo ha sido nunca-.

 

§ 10.

 

Aunque de la exposición hecha resulta que el mundo como bondad es algo así como un desiderátum, pues la verdad es que no lo es. Y no lo es por tres razones: metafísica, ontológica y moral. Metafísica, porque la fuente del ser es la bondad misma del principio absolutamente bueno que es Dios. Ontológica, porque el ser es un bien y la existencia es la manifestación de dicha tendencia ontológica. Y moral, porque todo espíritu racional tiende a lo bueno no sólo como aspiración a la conservación y realización de su propio ser, sino por su tendencia a unirse al bien superior. La principal demostración que estas no son palabras sin sentido es que la nada se no engulle al ser y no prime en el universo. De lo contrario éste nunca hubiese surgido. Sin duda, existe la enfermedad, la muerte, el mal, la magnitud termodinámica de la entropía por la cual un sistema tiende al desorden, la periódica precipitación destructiva de un asteroide que cause extinciones, los rayos letales que disparan las supernovas a través del espacio, los choques entre sí de las galaxias y los agujeros negros, pero que así sea en el tiempo no significa que sea por siempre. Estos fenómenos hacen que el mundo como bondad no suene verídico y real, sino la alucinación de una mente extraviada en ideales y fantasías. Pero no es así. Veamos.  

Es verdad que la estructura del espacio tiempo está ligada a la irreversibilidad, pero no existe sólo el tiempo como irreversibilidad, devenir y evolución sino también lo eterno. No se trata de afirmar como Ylia Prigogine que el tiempo preexiste en el vacío fluctuante como tiempo potencial, no, eso no. El tiempo potencial simplemente no es tiempo. Por consiguiente, no tiene sentido decir que el tiempo precede a la existencia, porque la existencia misma es tiempo. Y todo lo que se da como existencia en el tiempo es ser finito. Cosas, hechos y relaciones son eventos de la existencia temporal del ser finito. El sentido común de eternidad es el de tiempo infinito, pero ello es incorrecto. Pues el sentido filosófico de lo eterno como lo que trasciende el tiempo refleja cabalmente su contenido. Platón atribuye a las Ideas duración a través de todo el tiempo, Aristóteles habla de infinita duración, Plotino del ser estable y pleno cerca de lo Uno y Proclo de lo que es siempre. Desde San Agustín cambia el sentido como aquello que es propio de Dios, Boecio habla de lo sempiterno, como aquello que transcurre en el tiempo, y lo eterno, fuera del tiempo. Santo Tomás diferencia entre tiempo (sucesivo), eviterno (duración propia de las almas y los espíritus puros) y eterno (simultáneo). En la modernidad sufre otro cambio. Así Bruno piensa la eternidad del mundo, Spinoza habla de la existencia de la cosa eterna, Locke y Condillac de la idea del tiempo perdurable, y Hegel de la intemporalidad absoluta del Espíritu. La filosofía contemporánea es eminentemente temporalista por acentuar el inmanentismo de la modernidad, pero no han faltado reflexiones sobre lo eterno, como es el caso de Rougés que lo concibe como temporalidad sin tiempo, Alquié habla que no pertenece al individuo, y Lavelle que lo aborda como hontanar creador del tiempo. Hawking, por su parte, afirma que en las profundidades de un agujero negro no existe el tiempo. Nosotros añadimos que tampoco en el agujero negro existe la eternidad.

¿Pero se puede predecir el futuro, viajar al pasado, en suma, se puede transitar por el tiempo? Los estoicos y el mundo antiguo pensaban que eso se hacía a través de la mántica, como facultad de ver signos mediante los cuales los dioses manifiestan su voluntad a los hombres. La religión católica distingue entre profecía, como anuncio de recompensas o castigos divinos por voluntad de Dios, y videncia, como anuncio de cosas por suceder por voluntad de dominaciones celestiales o principados de las tinieblas. Los profetas son hombres santos y gran espíritu religioso que interpretan la voluntad de Dios, como Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel, etc. Y los videntes son los brujos, magos, sibilas, nigromantes o chamanes que interpretan la voluntad de entidades no celestiales. La Iglesia reconoce que el demonio puede seducir con subterfugios sobrenaturales, por ello es muy prudente para evitar el profetismo equívoco. Esa cautela se extrema en las llamadas apariciones marianas, habiendo reconocido sólo nueve de las cuarenta y tres apariciones. Y el reconocimiento se realiza bajo el criterio de que las apariciones reconocidas recuerdan la misión de cristo Redentor, no se opone a la fe ni a la moral, y son hechas en función de que Revelación se cerró, pero la historia de la Salvación continúa. En el mundo moderno es la parapsicología moderna, que investiga los fenómenos mentales y la percepción extrasensorial, la que ha intentado explicar la precognición, retrocognición y la clarividencia como anuncio de sucesos del futuro o del pasado, la bilocación como presencia física de una persona al mismo tiempo en diferentes lugares, y otros prodigios que se asocian con fenómenos que trascienden el tiempo y el espacio. Por su parte, la ciencia moderna admite que las leyes naturales permiten predecir el futuro de ciertos eventos, resultando muy difícil hacerlo a nivel cuántico. Sobre el viaje al futuro se admite su posibilidad y se enfatiza que hace falta la tecnología adecuada, y respecto al viaje al pasado implica que el espacio y el tiempo pueden curvarse, es todavía una simple posibilidad teórica. Si algún día ello se lograse se podría cambiar la historia, y se abriría un debate moral al respecto. ¿Se podría viajar al pasado para evitar todos los grandes males de la historia? Eso equivaldría a dirigir el destino humano y adquirir poderes sobrehumanos. En todo caso esto pertenece a un ámbito de caso límite, sin olvidar que jugar con el pasado puede estropear funestamente el futuro.

No obstante, San Agustín señalaba que no tiene sentido preguntarse qué había antes del tiempo. Pues con la creación empieza el tiempo y el espacio. Y ello no precisamente porque estaría la Nada, pues la nada nada es. Sino porque estamos hablando de otro orden del ser, a saber, del ser infinito y eterno, que es Dios. Las tres concepciones fundamentales del tiempo -como orden mensurable en Aristóteles, devenir en Hegel y posibilidad en Heidegger- se unen en una sola: el tiempo como existencia de lo finito. Pero lo finito no sólo es temporal, sino también eviterno, como aquella entidad que comienza en el tiempo pero que no tiene fin temporal, por ende, media entre lo temporal y lo eterno. Las almas de los mortales racionales y los ángeles son dichos entes eviternos. Hawking burlonamente negó la existencia del alma asociándola a cuentos de hadas de gente que le tiene miedo a la oscuridad. Dijo que si el cerebro es una computadora y no hay inmortalidad para las computadoras que dejan de funcionar, entonces tampoco existe alma inmortal. Para él somos simple seres biológicos, y nada más. Pero lo contradice otro connotado científico, Roger Penrose (La mente nueva del emperador), para quien la mente humana no es la encarnación de un algoritmo complejo, sino que se basa en el libre albedrío capaz de ver las verdades necesarias porque puede conectarse con el mundo trascendente. En realidad, podemos añadir que el alma siempre es transparente, son los ojos entenebrecidos los que impiden descubrirla. Además, espacio y tiempo son uno con la cosa finita. Por ello, la ciencia podrá prorrogar la muerte y prolongar la vida, pero jamás alcanzar la inmortalidad.

Pero el hombre de la cultura técnica está afectado de irracionalismo mental, no ejercita la lógica por tres fuerzas colosales: el robot, el eslogan y la masa. Esos elementos sustituyen el elemento lógico. La lógica de la religión requiere un tipo de lógica no bivalente, distinta a la científica. Y con esa atingencia necesaria se comprende cómo en la presente época de la vida acelerada la antropotecnia impone su decadencia lógica.

 A lo que vamos es que el mundo como bondad exige ver la existencia en su plenitud finita e infinita, temporal, eviterna, y eterna. El orden metafísico conduce a la existencia eterna de la fuente del bien que es el Ser infinito, el orden ontológico da cuenta de la existencia temporal del ser finito, y el orden moral atañe a la existencia eviterna de la realidad espiritual.

¿Pero porqué Dios permite el mal en el mundo? Por la argumentación de nuestra exposición no cabe una respuesta subjetivista que considera el mal meramente como objeto negativo del deseo o del juicio de valoración. Cabe una respuesta metafísica, que tampoco desestima el factor subjetivo, porque la práctica de la virtud en definitiva implica un acto valorativo. La respuesta tradicional ha sido que Dios permite el mal y la adversidad en el mundo porque ello fortalece la virtud en el hombre y pone a prueba su libertad. Son pruebas de la Providencia para conocerse a sí mismo. El mal es apariencia, en el sentido de no-ser, porque todo lo que sucede en el mundo va dentro del orden recto de la Providencia. Al final Dios establece la recompensa a las acciones humanas.

Ello implica el supuesto que la obra divina no tenga que ser entendida plenamente por la inteligencia humana. Esto se relaciona con el profundo mensaje del libro del sabio hebreo Job, perteneciente a la etapa helenística, el cual expresa que incluso la confianza en Dios proviene de él, de su iniciativa y revelación. En este sentido sentirse religado y religión no sería comprender, sino confiar. Esa es la respuesta particular al sufrimiento del justo. Ahora se comprende cuando afirma: “El temor del Señor es la sabiduría, y el apartarse del mal, la inteligencia” (Job 28:28). En un sentido similar, Bossuet, que creía en la causalidad natural en vez de explicaciones sobrenaturales, en su Discurso sobre la historia universal (1681) sostiene que Dios no es ignorante, por tanto, no hay azar, fortuna o contingencia, hay finalidad inmanente al devenir histórico, astucia dé la razón, pero no como en Hegel, sino de la Providencia.

Esto tiene que ver con la urgencia de la ampliación de la razón, verdad que se ha hecho tan evidente en los tiempos actuales de destrucción ecológica. Es ingenuo seguir pensando que la ciencia es objetiva y racional, cuando está sometida al interés económico y a la función del poder. La ciencia no es nunca un conocimiento neutro, cierto e indudable. Más bien, será inevitablemente el mito de mañana. Con esto no se está alentado ningún irracionalismo o anarquía epistemológica a lo Feyerabend. No, lo que se denuncia es la tendencia autoritaria y dogmática de la ciencia que no tiene una real justificación. No es racional, no tiene método infalible y debe respetar los límites con otras formas de conocimiento. Ni la experiencia ni la razón son más fiables uno que el otro. La experiencia ni la racionalidad son nunca neutras, sino ricas en contenidos irracionales. Por ende, la noción de racionalidad debe ser ampliada para comprender los diversos tipos de conocimiento.

En este sentido la actitud de Job es de fe y confianza en una razón superior a la humana. El agnosticismo considera inaccesible para la razón humana la noción de absoluto y todo lo que no puede ser experimentado o demostrado por la ciencia. Con esto sigue el predicamento del nominalista franciscano Guillermo de Occam, que consideraba que la religión no es un asunto de razón, sino de fe. El agnosticismo podría suscribir sin problemas el presupuesto básico del nominalismo, a saber, nada universal existe fuera de la mente. Algo parecido se experimenta en la teología protestante del siglo veinte, donde la negación del conocimiento natural de Dios llevó al escepticismo religioso. Por ende, el agnosticismo es una doctrina que no considera la fe como fuente de conocimiento, desestima el conocimiento natural de Dios y sobrevalora el conocimiento empírico-científico. Por lo demás, el escepticismo y agnosticismo basado en la ciencia y filosofía moderna responde a la fragmentación del saber, a la desestructuración de las humanidades y a su separación de la verdad revelada. En realidad, la oposición entre ciencia y fe no es real, sino filosófica. Pero el camino científico es inapropiado para llegar a Dios, pues cada tipo de conocimiento tiene su propio terreno ontológico, epistémico y ético. La universidad secularizada ha dejado de ser una babel intelectual, ya no integra los saberes, al contrario, los desintegra, no pone fin a la ignorancia del científico por la filosofía y la teología, fracasa al crear solamente especialistas y técnicos, personas sin saber universal, no comprende que el saber técnico necesita ser complementado por su saber con sentido y finalidad.

Es cierto que por parte de la teología también hubo errores, así los teólogos se equivocaron al interpretar el alcance de las Sagradas Escrituras y Galileo acertaba afirmando que las verdades de la Biblia son de otro orden. No obstante, eminentes estudiosos han dejado en claro que el cristianismo al concebir a Dios como racional y encarnado fue la base de la ciencia moderna. Monasterios, escuelas catedralicias y universidades se sumaron al esfuerzo. Ni la Iglesia se opone a la ciencia ni todos los científicos son ateos o agnósticos. Sobre el propio origen del Universo hay tres explicaciones -religiosa, filosófica y científica- y en la explicación científica la teoría del Big Bang no niega la Creación de Dios, salvo Hawking que sin evidencia empírica propone el Universo autocontenido. En lo que respecta a la teoría de la evolución darwinista, que nación en oposición a la fe particularmente en el origen del hombre, no se ha llegado a precisar cuándo surgió el primer hombre con alma espiritual y como persona, ni dónde ni cómo surgió. Tampoco hay acuerdo sobre las características humanas (bipedismo, encefalización, herramientas y lenguaje). Menos aún coinciden a quién lo pueden remontar (habilis, erectus, neandertal, sapiens). Pero son las querellas entre evolucionistas y creacionistas los que han presentado falsamente que la religión y la ciencia son incompatibles. La Escritura es un libro de fe y no de ciencia, y la única afirmación tajante, no refutada por la ciencia, es que el alma no es producto evolutivo. Desde aquí no es difícil identificar los temas que escapan a la ciencia, como son: Creación, Providencia, alma espiritual y los milagros. Y es así porque la ciencia sólo puede explicar comportamientos, pero no adoptar posiciones fundantes o últimas. La metafísica es el territorio donde se hacen afirmaciones de carácter último. La filosofía posmoderna en su postura rabiosamente antimetafísica imita erróneamente a la ciencia moderna en este punto. Pero hay posturas metafísicas en la ciencia, por ejemplo, cuando propone el diseño inteligente o el principio antrópico. Sin embargo, con la inteligencia artificial, la manipulación genética, la neurofisiología y la mecánica cuántica aumenta la interacción entre Razón, Fe y Ciencia.

En realidad, la fe ayuda a la razón en el rescate de la verdad, tan relativizada por la posmodernidad. Y la razón ayuda a la fe en el rescate de la actitud crítica, tan olvidada por el fundamentalismo y el fanatismo religioso. El cientificismo al absolutizar el conocimiento científico lo que hace es ideología. Pero la ciencia necesita ser complementada por otro tipo de conocimiento. Cuando el ideólogo interfiere en la ciencia surge la pseudociencia (gen egoísta, gen homosexual, memoria del agua, clonación humana, raza superior, ciencia comunista, ciencia liberal, ideología de género, etc.). Ahí tenemos a tres personajes que dominan el discurso antirreligioso y ateo a comienzos del siglo veintiuno: Dawkins (memes culturales), Hawking (universo autocontenido) y Dennet (dawkiano a ultranza). Ciencia, Filosofía y Religión son tres saberes distintos y con metodología propia. Pero la Verdad es única. El camino hacia Dios no es la ciencia sino la filosofía y la teología. Y es así porque lo que la revelación nos comunica no es simplemente algo incompresible, sino algo comprensible que no puede ser probado ni percibido por los hechos naturales. No obstante, a pesa de ser algo inconmensurable es algo comprensible en sí y para nosotros.

Bien visto se puede decir que la filosofía no es pura ni autónoma, sino que está en dependencia con la fe y la teología como condiciones externas. Así, los presocráticos y especialmente Platón y Aristóteles son considerados como padres de la teología natural ante la desintegración de la teología mítica, y Jaeger trata de la teología de los primeros filósofos griegos. De modo que la filosofía se consuma por la teología y no como teología. Desde la modernidad dicha teología natural griega y la teología revelada medieval, será reemplazada por la teología secularizada en la razón. Y actualmente, tras el desgaste del posmodernismo, asistimos a una nueva síntesis entre las tres (natural, revelada y secularizada). En realidad, el ideal hacia el cual tiende la filosofía en su perfección es la sabiduría divina. Pero no se puede tener fe en Dios sin creer en Dios. La fe es una gracia que nos permite tener la percepción de Dios. Pero la fe exige de Dios más que verdades particulares, ella quiere a Dios mismo, busca “captar sin ver”, como la noche de San Juan de la Cruz. La fe está más cerca de la sabiduría divina que toda filosofía y teología. “Si no os volvéis y haced como niños, no entraréis al reino de los cielos. Así que cualquiera que se humille como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos” (Mateo 18:3-4). Esa es la tiniebla que Job vio en el entendimiento humano. Pero aún así, es un paso adelante del propio entendimiento. Por eso, la filosofía cristiana aun cuando busca ir a la simple aprehensión de la verdad única, superando los conceptos particulares, sin embargo, reconoce que la filosofía es preparación de la razón natural en el camino de la fe.

La razón científica ha impuesto una racionalidad sujeta a lo empírico, al factum, ocasionando con ello un reduccionismo empobrecedor de la realidad. Pero los conceptos de las teorías científicas no son todo lo cognoscible. Así se puede reconocer que la puerta de entrada a la Metafísica no es necesariamente conceptual, sino intuitiva. Esto permite el acceso a la esencia íntima del mundo. La cosa arroja sombra por la luz. Muy significado resulta reconocer que la gran paradoja de nuestro tiempo es que la misma ciencia que negó a Dios ahora lo confirma al reconocer la naturaleza sobrenatural de sus manifestaciones (Virgen de Lourdes, Virgen de Fátima, Garabandal, y otros). Aquí es donde con más nitidez se muestra la religión como un tipo de racionalidad no instrumental, y la ciencia tiene de reconocer la realidad de otro ámbito de lo real al que no tiene acceso. Lo cual significa reconocer que lo fáctico no es lo único válido y que hay que admitir las verdades eternas, inmutables y trascendente de la metafísica. El hombre sin fe, verdad y razón se asentó en la modernidad en la perspectiva de la filosofía nominalista, empirista y racionalista, todas las cuales comulgaban en el naufragio de la trascendencia y el olvido del ser. En ese contexto el mundo como bondad no tiene cabida, y en su lugar impera lo situacional, como glorificación del relativismo y subjetivismo. Así reinan las falsificaciones del fariseo sin misericordia, del auto justo que se glorifica, el timorato con amor servil, el pecador sin fuerza para corregirse. El vicio y el pecado degeneran moralmente, y suprimen la obligatoriedad y el carácter general de la norma moral. Esta perspectiva cobró fuerza inusitada desde el existencialismo sartreano y llegó a su cúspide con el posmodernismo de Vattimo y Rorty. La ilimitada libertad del hombre sin jerarquía de valores llevó al paroxismo difuso del “todo vale” de la sociedad dionisíaca nietzscheana. Detractores de la razón, de la moral y de la trascendencia forman una misma tropa entregados al desenfreno de los instintos, la adoración idolátrica y el sexo pornográfico. La sociedad secularizada se enfermó de inmoralidad, rompió la visión unitaria del hombre entre sentimiento, pensamiento y voluntad. Así entra en decadencia y engendra su propia destrucción. La salida es recuperar lo trascedente e insertarlo en la historia. Tal como lo preconizó, por ejemplo, la teología de la liberación enfatizando la opción preferencial por los pobres en medio de un mundo sin solidaridad, egoísta e injusto. La separación absoluta entre Dios y el mundo, lo temporal y lo eterno, resulta inconcebible.

Por ello, la metafísica es el lugar de la mirada indisociable de la conexión entre los dos mundos: el empírico y el metaempírico. La filosofía moderna deslumbrada por el avance de la ciencia quiso convertirse en ancilla de la ciencia, pero los desastres guerreristas conocidos en el siglo veinte y el ambiental del siglo veintiuno ha producido un profundo desencanto. Se vuelve a tomar conciencia que la filosofía debe recuperar su fuero perdido y repudiado: la Metafísica. La filosofía es metafísica porque es descubrimiento de la esencia íntima de lo real. La filosofía comienza donde acaba la ciencia, lo causal y objetivo. El plano metafísico es una imposibilidad epistemológica, pero una posibilidad ontológica, porque es posible vivirla antes que conocerla. El hombre tiene acceso a dos mundos: material -sujeto empírico-, y espiritual -sujeto metaempírico-. El pensar intuitivo sin el concepto es incomunicable. Salvo a través del amor. La realidad se conoce por la intuición y se expresa por el concepto o el afecto. En ese paso de la intuición al afecto hay menos pérdida de realidad que lo que hay en el concepto.

De manera que filosofar sobre el mundo como bondad requiere ver que la filosofía antes que conocimiento abstracto es conocimiento intuitivo. De lo contrario se vuelve un repetir ideas prestadas. La materia prima de la filosofía no son los conceptos, sino la visión personal del mundo. El filósofo trabaja con ideas abstractas, pero que tienen su origen en una visión intuitiva de la realidad. Filósofo no es aquel que repite ideas librescas, sino el que tiene disponibilidad para captar la naturaleza extraña de la realidad. Por ello, la filosofía libresca es falsa, la auténtica no proviene de los libros. Filósofo es el siente asombro ante el existir y vértigo ante el morir. En el plano metafísico no es el sujeto espiritual el que ilumina, sino el que resulta iluminado. El hombre empírico tiene el amor, la fe y la intuición para recibir la iluminación metafísica. La esencia íntima de lo real no es la materia, el pensar o el querer, sino lo que posibilita el ser finito, o sea Dios. El Ser absoluto, es decir Dios, es inmanente y trascendente. Pero el hombre es también bidimensional, porque es el ser finito que vive en la inmanencia la trascendencia. En este sentido se puede decir: Soy realista porque acepto la materialidad del mundo, idealista porque el sujeto determina el ente de razón, y metafísico debido a que la esencia no se deriva de lo conceptual, sino de la visión directa de lo real. Lo cual es posible porque el conocimiento intuitivo no es puro pensar, es contacto con otro nivel de realidad, no causal, transobjetivo y metaempírico.

De todo lo expuesto se deduce que el mundo como bondad depende en su dimensión moral de nuestra voluntad y libre albedrío, en su dimensión ontológica del designio de la Providencia divina, y en su dimensión metafísica de la existencia infinitamente buena de Dios. Nuestra relación con el mundo es ético-ontológica porque en el hombre lo ético y lo ontológico van unidos. No podemos decir que la verdadera relación con el ser sea ética antes que ontológica -como cree Levinas-, dado que la sustancia misma del ser del hombre es de índole ética. Lo cual no nos hace filósofos de lo ético ni de lo ontológico, porque ambas dimensiones están entrelazadas en lo humano. Jean Baudrillard en su texto sobre De la seducción (1979) afirmaba que la simulación generalizada es la muerte de todos los esencialismos, la hiperrealidad borra la diferencia entre lo real y lo imaginario. Esta es la seducción que prioriza el objeto sobre el sujeto. Pero hay otra forma de seducción, y la que prioriza el sujeto sobre el objeto. O como dice el Evangelio: “El sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Mateo 2:27). Efectivamente, el papel activo del sujeto a través de la virtud o de la libertad responsable, caritativa y solidaria destruye no sólo la estrategia fatal del conformismo, sino que construye la asunción del hombre como bondad.

Contra el existencialismo ateo de Sartre (El ser y la nada) hay que sostener que el hombre no es el ser supremo para el hombre, y su ser no se resuelve en la pura inmanencia. Contra el anti existencialismo nihilista de Cioran (Historia y utopía) se puede afirmar que la naturaleza humana no es el mal, sino el bien, y que las utopías no sólo nacen de lo malo sino también de lo bueno. Y contra el neopragmatismo ateo de Rorty (La filosofía y el espejo de la naturaleza) hay que aseverar que a pesar de lo relativo hay absolutos, y que el respeto al prójimo (Contingencia, ironía y solidaridad) jamás tendrá la profundidad y el alcance que el amor al prójimo. Decir que no estamos obligados a ser solidarios, que incluso se puede ayudar sin solidaridad, y que la solidaridad no tiene que basarse en la moral virtuosa, ni en la política, ni en lo antropológico, ni en la razón, sino simplemente en la tolerancia, equivale a fundar la justicia en el interés y no en la justicia. Esta reconceptualización John Rawls y de los comunitaristas como Taylor y McIntyre sobre la solidaridad, representa el corazón de un mundo sin corazón. Rortysmo es reducir el mundo a interés del lucro privado.

Richard Rorty, como seguidor del antiuniversalismo de Hume, llevó al secularismo lo más lejos que se podía llevar, representa el absoluto inmanentismo no sólo de los derechos humanos, sino de todo lo real. Y al final se puede constatar que por más que sostuvo que para un liberal lo más repugnante es el sufrimiento y la crueldad, aspirando a minimizarla, en la práctica portó el ideario subjetivista, egolátrico, y prepotente del colonialismo liberal occidental, que se hunde con el mundo unipolar. Jamás se distanció del idealismo subjetivista de Williams James y Sanders Pierce.

En suma, el mundo como bondad es resultado reactivo del triste espectáculo de un mundo enclavado en un antropologismo sin Dios, enjaulado de inmanentismo. Nace del rechazo al luciferino estancamiento espiritual. Es una ruptura con el antropocentrismo inmanente, brota en plena decadencia moral de un mundo sin caridad ni compasión, y está lleno de deseo por justicia y amor. Esto no es idealismo subjetivo porque rechaza que sólo existan las mentes o contenidos mentales. De manera que se niega que la única realidad sea inmanente. Tampoco es idealismo objetivo, dado que niega que las ideas existan por sí mismas y que sólo podemos descubrirlas por la experiencia. De forma que no se admite que la única realidad sea trascendente. Se trata de un realismo metafísico teísta que concibe la existencia del mundo independiente del sujeto que lo concibe, pero que junto al ser finito admite la existencia del ser infinito, personal y providente. La filosofía transforma el mundo transformando el corazón del hombre.

 

 

 

 

LIBRO SEGUNDO

El mundo como compasión

 

§ 11.

 

La compasión es el amor al prójimo en acción. Por ello, es superior y más intensa que la empatía. Compasión es acción de misericordia y solidaridad para aliviar el sufrimiento ajeno. Resulta siendo el principal signo de la índole moral de la criatura humana. El ser de lo ético es compasión que lleva a una existencia a salir de sí para realizarse en el otro. Por eso, es más grande y de repercusiones más hondas que la responsabilidad. Mientras que la responsabilidad puede ser formal, la compasión es material y ontológica. Mediante la compasión se devuelve al ser moral al estrato superior al que pertenece. El hombre es un ser moral no por la responsabilidad, sino por la compasión. Si la compasión no moviliza a la responsabilidad, ésta última se pervierte en mera obligación moral. La compasión moviliza el mundo del amor, la obligación sólo se limita al mundo del deber. Y como el amor es mayor que la fe y la esperanza, cuán mayor no ha de ser al deber. La compasión es tener a Dios en el corazón, vivir su amor por toda la creación, y luchar a brazo partido por el bien y la bondad en el mundo. Compasión no sólo es aliviar el sufrimiento del prójimo, también es trabajar para que el sufrimiento no exista. Compasión es santidad, porque en vez de retraimiento o huida del mundo es lucha por el bien temporal y espiritual de la humanidad. De manera que compasión es amabilidad y paciencia (Colosenses 3:12) para compartir alegrías y tristezas con el que sufre (Romanos 12:15). La compasión no maquina el mal en su corazón, ni de los unos contra los otros (Zacarías 7:9,10). La compasión no puede ser egoísta, porque siente el impulso de compartir sus propios bienes con el más necesitado (1 Juan 3:17).

 

§ 12.

 

La compasión no tolera la división entre ética y ontología, porque es unión ontológica con Dios y su creación. Es posible que una madre olvide a su hijo, pero el Creador nunca lo olvida (Isaías 49: 15-16). La justicia de Dios es la compasión, la piedad, y no el castigo (Isaías 30:18). Compasión no sólo es caridad, sino, también, justicia, en la solidaridad ontológica de darnos a nosotros mismos por el bien de todo lo creado. Por ello, no hay compasión sin humildad y sed de Dios, porque el sentido del ser va acompañado del sentido de lo sagrado. El hombre moderno para recuperar la fe necesita, más que justicia, compasión. Sin compasión la propia justicia social pierde su más rico contenido que la liga con todo lo existente. Pero la compasión del creador no tiene comparación con la compasión del hombre. Pueden cambiar las montañas y tambalearse las colinas, pero el amor del Creador a su criatura no se moverá (Isaías 54:10).

Por ello, el problema principal de la filosofía no es el problema del ser, sino por qué es el ser el problema. O sea, es el problema de la compasión del creador por su criatura. Pues siendo su ser lo increado, de suyo se desprende que en el ser infinito lo bueno es inseparable del ser.

Y ello ya tiene una connotación ética. Si el propio ser es un problema es porque su existir tiene una justificación que está más allá de la pasividad de su presencia, y que alcanza la justificación de su existencia. De modo que la interrogante de porqué hay ser en vez de nada, se retruca en cómo se justifica que en vez de nada haya ser. En otras palabras, el problema del ser es de índole ética, el propio ser es de naturaleza ética. Si no fuese bueno existir no habría ser. El ser y el bien andan juntos. De lo contrario hablaríamos de un necesitarismo del ser, donde la acción y el propio Dios queda sobrando. Es más, ese maridaje es un acto de compasión, compasión del creador por lo existente.

La compasión es el cordón umbilical que une creador y criaturas. Y como su sustancia es el amor, dicho cordón umbilical nunca desaparece. Ni el mal lo daña, sólo lo suprime para su propio haber. De manera que es comprensible decir que sin caridad y compasión no hay sabiduría, sino jactancia y conocimiento externo. El ser ético de Dios hace posible el ser finito, y el ser ético del hombre hacer posible la preservación del ser ajeno en la solidaridad y misericordia universal. Pero la compasión no es abstenerse de decir la verdad ante los hechos históricos. Así lo testimonia la expulsión de los mercaderes del templo por el propio Jesucristo (Juan 2: 13-25). Es decir, sólo enlazando lo ontológico con lo axiológico se resuelve la oposición entre el ser y la apariencia, el problema del mal, y el ser como devenir.

Es la compasión lo que contiene la llave de la comprensión de la oposición entre el ser infinito y el ser finito, lo eterno y lo temporal, creador y criaturas, empíreo y mundo, necesidad y contingencia, libertad divina y libertad humana. La compasión es el enlace entre lo ontológico y lo axiológico. Si el ser finito compasivo mediante el valor penetra intelectivamente en la interioridad del ser, mediante la virtud la hace parte de su propio ser. No es este el lugar para tratar el nexo entre el ser, lo bueno, lo bello y la verdad, pero de suyo se comprende la relación intrínseca que guardan como realidades trascendentales en el ser infinito. Sólo una breve atingencia sobre la verdad.

En los últimos tiempos del neoliberalismo ha surgido la versión de la posverdad, como la privatización en favor de los intereses de las megacorporaciones del hiperimperialismo mundial. En términos sencillos, se difunde la falsa opinión de que lo bueno es vivir en la burbuja privada de la verdad individual. El resultado es una hemorragia de subjetividad y la multiplicidad de mónadas particulares, que suprimen la verdad universal. Se trata del aparente triunfo del para-mí y el olvido del ser acompañado del extravío del sentido de lo sagrado. Es casi el perfecto plan luciferino de la satanocrática élite capitalista mundial, a saber, arrojar al fondo del mar la verdad universal. El constructivismo filosófico, con su mito culturalista, se ha impuesto en la teoría de la posverdad. Como todo es un constructo social y personal, la verdad queda incluida en ella. El resultado es la negación nihilista de la verdad, que tiene que ver más con la voluntad de poder que con la voluntad de verdad. Es un intento cínico de hacer pasar que la verdad no es ontológica ni epistémica, sino tecnológica. La verdad sería algo que se hace. Contra lo que sostiene Maurizio Ferraris (Posverdad y otros enigmas, 2017) la posverdad no es legítimo del yo individual, sino, todo lo contrario, es narcisismo y vanidad en la enfermante era del exhibicionismo digital. Ya Feyerabend había publicado Adiós a la razón (1987), en el sentido de la necesidad de ampliar la razón misma. Y Richard Rorty con su característico neopragmatismo publica Para qué sirve la verdad (2005). Luego, Vattimo con su ontología nihilista hace lo mismo con su Adiós a la verdad (2009). Toda esta cantinela sofística y escéptica se agota con Ferraris cuando dice que en vez decir: “no hay hechos sino interpretaciones”, hay que sustituirlo por: “no hay hechos porque hay interpretaciones”. Ferraris lleva al extremo el hombre como ser hermenéutico de Heidegger y Gadamer. Y hay que responderle que la tecnología no hace la verdad, así como la partera que lo trajo al mundo no lo hizo a él. La verdad ontológica reside en la realidad, la verdad epistémica en su conocimiento, y lo tecnológico es un mero instrumento que ni hace, ni fabrica la verdad.

Este sobredimensionamiento de lo tecnológico es consecuencia del industrialismo que canceló la libertad individual del hombre, manipulándolo en todos los terrenos, sobre todo en el pensamiento. La cibernética abre para el hombre nuevas posibilidades a su libertad, pero en el contexto del capitalismo digital lo que se disparó vertiginosamente es la superficialidad de la mente y la debilitación del pensamiento profundo. La restauración del cerebro, dice por ejemplo Nicholas Carr en su sugestiva obra Superficiales ¿qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (2010), pasa por volvernos a contactarnos con la naturaleza, probar motores de búsqueda más inteligentes, reducir al mínimo el uso del internet, y sacarlo de la escuela y la universidad. Sólo así se recuperará la atención, la concentración y la creatividad. No hay duda que con mentes superficiales es inviable un mundo de bondad y compasión, porque lo primero que se ve afectado es la empatía y la solidaridad. Al mismo tiempo las redes sociales y el internet no sólo han dañado la mente humana, sino también han deteriorado la realidad del mundo. Así, bien destaca James Bridle en su estudio La nueva edad oscura. La tecnología y el fin del futuro (2020), que la tecnología computacional es oscura y opaca, y a pesar de la abundancia de información tiene la propiedad de simular lo real. Efectivamente, es conocido el hecho de que, en las campañas electorales, de un mundo que se torna más posdemocrático, son contratadas empresas cibernéticas para simular ciudadanía con bots. El objetivo es manipular la opinión pública con falsos ciudadanos, que en realidad son robots. De esta forma se vuelve indistinguible lo real de lo virtual.

Además, y quizá sea lo más grave, el pensar computacional asfixia el pensar creativo, debilita lo cognitivo, acentúa el avasallamiento del individuo, el pensar se tecnologiza, se degrada la reflexión, y lo real se vuelve falsificable. El resultado es que el mundo moderno antimetafísico desde la raíz acentúa lo inmanente hasta límites inimaginables. Para los tecnófobos la solución reside en el abandono pre-técnico de la técnica (Heidegger), para los tecnófilos (McLuhan, Toffler) hay que dejar que la técnica evolucione por su cuenta, para los humanistas modernistas (Reich) hay que profundizar el concepto nuevo de individuo, y para el humanismo metafísico hay que preconizar una nueva imagen del mundo recuperando la trascendencia en la inmanencia, sin confundir a ambos. En esta última solución no habrá verdadera revolución de la conciencia, ni cambio de metas del tener al ser, ni surgirá una nueva forma de vivir, sin que se dé una nueva metafísica que supere el inmanentismo de la modernidad. Se seguirá bajo el oprobio mientras no se cambie la base exclusivamente inmanente del actual proceso civilizatorio.

Hay quienes temen que la asunción de un humanismo trascendente signifique el anclarse hacia una quietista metafísica abstracta de las esencias, y por eso prefieren el fenomenalismo crítico de la identidad abstracta de la razón, que exalta la energía interna de la razón. Esta sospecha conservadora de los modernistas hay que disiparla sosteniendo que el humanismo metafísico no es un retroceso hacia la metafísica esencialista conservadora, pero que el fenomenalismo tampoco es la solución al quedarse encerrado en el inmanentismo. Se trata, por consiguiente, de una metafísica concreta, en el sentido en que lo trascendente y lo inmanente son indesligables, manteniendo su diferencia, donde la acción transformadora del mundo es consustancial e insoslayable en el sentido de la bondad y de la compasión. No caben soluciones regresivas hacia el pasado, ni siquiera respecto a la técnica. Y si algo ha de sobrevivir de la modernidad es el descubrimiento de la energía interna de la razón y de la praxis humana, sólo que debe dársele una nueva orientación que enlace lo inmanente con lo trascendente. Y ese enlace es la bondad y la compasión, donde la razón y la fe están permanentemente presentes y enlazadas. Así se librará el hombre de las cadenas del cientismo.  

Pero en un mundo enajenado y manipulado no se siente la necesidad de un nuevo estilo de vida, ni de la revolución de la conciencia. Por el contrario, lo único que se dispara vertiginosamente es el hedonismo, la desocialización, almas desubstancializadas, nihilistas, narcisistas, egoístas, indiferentes, consumistas que no toman en serio ni su propio ego, pero que se corresponden con la violencia primitiva y energúmena de la decadente sociedad de masas. Si en los años 40 del siglo diecinueve insurgen las masas con un franco cariz revolucionario, que se incrementa hasta la segunda mitad del siglo veinte, en cambio desde la caída del muro de Berlín, la disolución de la Unión Soviética y el triunfo global del neoliberalismo las masas giran hacia el conservadurismo anestesiante, individualista y nihilista. Una auténtica barbarie civilizada.

 Lo que está quedando demostrado en el actual conflicto en Ucrania, con líderes políticos europeos que se comportan como verdaderos vasallos del imperio anglosajón, aún a costa de quebrar su economía provocar inflación, devaluación y carestía energética, mientras que sus masas apenas vuelven a reclamos salariales, pero sin energía revolucionaria. En realidad, el poder omnímodo del Estado ha crecido y se ha perfeccionado a tal punto con las nuevas tecnologías de control ciudadano que el mundo se está llenado de positividad y vaciando de negatividad. Ni siquiera el mundo multipolar, en su advertible triunfo sobre el mundo unipolar, augura un cambio de espíritu en las masas. Lo cual es peligroso, porque cuando los cambios no llegan desde abajo sino desde arriba, ello significa que la decadencia civilizatoria no ha terminado, y simplemente entra a una nueva fase de vacío e incertidumbre existencial edulcorado de nuevo bienestar, restitución de la tradición y crecimiento extensivo de la tecnología. El mundo como bondad y compasión no pierde de vista que, si el Estado y la tecnología no se ponen al servicio del hombre, y no al revés, entonces la curva decadente de la civilización proseguirá sin freno, aunque con nueva forma.

 

§ 13.

 

El mundo como compasión también es la clave para restablecer el equilibrio y armonía con la naturaleza. Es el quid de la antropología sin antropocentrismo ateo. Y es que el antropocentrismo ateo trata todas las cosas como entes manipulables, objetos a disposición, negando su rica esencia fenoménica y transfenoménica. Lo cual en el fondo es una negación del significado del ser. Por el contrario, el antropologismo teísta tiene un punto de partida diametralmente opuesto. Arranca de que Dios no es una voluntad cósmica enloquecida que engulle a sus criaturas, sino ser perfecto, bueno, personal, racional, espíritu puro y que ama. Admite que Dios es un término original, que no procede la facultad lingüística, emocional, ni cognoscitiva, sino de la cosa misma llamada Dios. Por eso no se trata de una mera idea subjetiva, sino de una idea que no proviene de la mente, pero sí de su propia realidad. En ese sentido, San Anselmo (Proslogion, II) tenía razón cuando defendía su argumento ontológico afirmando que la idea de Dios no es una idea cualquiera, sino que la idea del ser perfecto es la más eminente de todas. San Agustín no tenía este problema, no contraponía pensamiento y ser, pero era más propenso a poner en duda su propia existencia que la de Dios (Conf. VIII, 10, 16). Pero sí puntualiza que Dios es más verdadero en su existencia que en cuanto es pensado. Aporta lo que llama la prueba noológica de la existencia de Dios: si la razón encuentra la verdad absoluta, entonces existe el ser eterno e inmutable, es decir, Dios. Pero si Dios es la verdad, abarca no sólo el pensamiento sino también la realidad. Lo lógico y lo ontológico proceden de Dios. Y como Dios supera el pensamiento humano, entonces lo que el hombre conoce no es Dios. En suma, su prueba noológica identifica la verdad absoluta con Dios. Pero a pesar de las diferencias, tanto en San Agustín como en San Anselmo el pensamiento de Dios está ligado a nuestra conciencia, pero también existe objetivamente.

Pero Kant rechazó tajantemente el argumento anselmiano porque partía de la premisa de que la unidad de ser y el pensar es lo más perfecto. Para el filósofo criticista la existencia no tiene sentido fuera de la sensibilidad, y el mero concepto de un objeto puede probar su posibilidad, pero jamás su existencia real. Ser es la posición de una cosa, no un predicado real o un concepto que pueda añadirse al concepto de una cosa (CRP, A 592/B 620-A 602/B 630). No obstante, para Hegel las objeciones dirigidas contra el argumento ontológico anselmiano no tienen valor porque se trata de una noción con valor lógico y ontológico a la vez (Lógica, III, C, CXCIII, γ). O sea, la genialidad de San Anselmo es advertir que “el ser no entra en contradicción con el concepto” (Lecciones…, III, 126). De manera que lo verdadero, dirá Hegel, no es solamente pensamiento, sino también ser. Mientras para Kant las ideas de razón son solamente regulativas, no constitutivas, funcionan en el vacío, son directrices de la investigación hasta lo infinito, no son leyes de la realidad y permite que se planteen problemas y soluciones; para Hegel, mientras la primera relación del pensamiento es la metafísica tradicional, que se queda en la representación de la identidad abstracta, que supone al objeto como un objeto acabado, en la segunda relación se busca lo verdadero en la experiencia en la fenomenalidad externa e interna. Ese es el momento de la filosofía crítica de Kant, cuyo mérito, afirma, es señalar la contradicción en la esencia misma del pensamiento, y cuyo yerro fue reducir a pura identidad abstracta a la razón.

Así, Kant queda reducido a un momento dialéctico de la filosofía, la misma que no se detiene en el mismo. No hay que olvidar que mientras la Fenomenología mantiene un matiz existencialista, la Lógica y la Enciclopedia tienen un tono esencialista. Por lo demás, Hegel en su intento de presentar el despliegue dialéctico de la omnipresencia presente de lo absoluto encallará en el panlogismo, donde todo lo real es racional. Schelling le objetó que desplegar las ideas de Dios antes de creación equivale a una contradicción, porque disuelve todo en una síntesis de devenir permanente. Y Marx advirtió que la doctrina del desarrollo de la dialéctica hegeliana reconoce el derecho infinito del hombre a cambiar el mundo, de modo que potenció su relación práctico revolucionaria y la utopía social.

El punto es que la antropología teísta es también filosofía, pero no gira en torno a lo gnoseológico, como en el constructivismo crítico de Kant, sino que antepone lo ontológico a lo gnoseológico, el ser es primero que el pensar, asume como evidencia primaria que las cosas son, y no el pensar. Lo cual, en vez de retroceder hacia una metafísica abstracta del quietismo, o engolfarse en el fenomenalismo inmanentista, asume la energía interna de la razón y de la acción humana para lograr un mundo con bondad y compasión. Tiene en el realismo metafísico el basamento de que el ser es lo previo e indemostrable para la razón, pues el ser no se encuentra en el pensamiento. Por ello, sólo el realismo metafísico le permite al pensamiento moderno superar su esterilidad metafísica en cuanto reconoce que el ser sobrepasa al pensar, y postula desde la existencia de las cosas a un ser supremo que está más allá de lo temporal, es creador y eterno. En una palabra, este realismo puede ayudar al hombre moderno a superar la trampa del cientismo, escepticismo, el increencia, y el nihilismo, asumiendo una metafísica trascendente.

Por ello, el antropocentrismo teísta no tiene problema en basarse en la revelación. Así, concibe que la imperfección del mundo no niega a Dios, sino que describe la historia misma de la salvación. Llama a la humildad y al servicio con toda la creación, porque entiende que a un corazón vanidoso, soberbio y orgulloso no se acerca Dios. De tal forma que se hace nítido que en el panteísmo sobra la idea de Dios, porque la necesidad de la ley natural lo rige todo. Estas consecuencias que implica el antropologismo teísta predisponen a una relación de caridad y justicia con el prójimo y con la naturaleza. A estas alturas hay que reconocer que es mejor proceder a la demostración racional de la fe con los no creyentes, pero con los creyentes el punto de partida es la fe, porque teología y filosofía se fusionan. Demostración filosófica para los primeros, teológica para los segundos. Pero en ambos resalta la energía interna de la razón y de la praxis para la transformación del mundo en la dirección de la bondad y compasión.  

 

§ 14.

 

Cuando en 1961 Adorno polemiza con Popper, quien negaba que las ciencias humanas tengan un carácter científico por apoyarse en la categoría de totalidad, le responde que la totalidad no es un hecho social sino un concepto necesario para combatir el carácter totalitario de la sociedad de masas. Efectivamente, la sociedad de masas del capitalismo tardío se caracteriza por su superficialidad, consumismo, materialismo, hedonismo y exhibicionismo narcisista. En ella la edificación de la luciferina sociedad sin compasión exige eliminar en la mujer el rol de madre. Pues, una madre ausente del hogar engendra una casa carente de amor y compasión. No es extraño así, que, habiendo sacado a la mujer del hogar, introducida en el aparato industrial, gozando de mayor libertad sexual, pero manteniéndola el aparato económico como mujer-objeto, se hayan proliferado en las principales megalópolis del mundo un mundo despiadado, inmisericorde y sin valores. No sólo asedian las bandas criminales, sino que los jóvenes pasan más tiempo en pandillas que en familia. La descomposición del tejido social es consecuencia de la descomposición de la familia, y ésta es resultado de una estructura económica donde lo principal no es el hombre sino la ganancia económica de un aparto perverso y destructor de lo humano.

En realidad, la sociedad de masas es el epítome de la Ilustración, porque con su meta última del “dominio” trató de convertir al hombre en amo y terminó transformándolo en esclavo. Esta alienación y reificación humana es descrita por Adorno y Horkheimer en su Dialéctica de la Ilustración (1944). Y allí Auschwitz es presentado como el sumario de ese movimiento cultural, pero bien visto, es el alma misma de la sociedad de masas. Incluso bajo los regímenes comunistas de los llamados países del socialismo real, las ideas de liberación condujeron a lo opuesto. Adorno (Dialéctica negativa) y Marcuse (El hombre unidimensional) subrayaron que la historia no sólo hay que construirla sino también negarla. De resultas lo que se tiene es una razón instrumental sin la fuerza de la negatividad, y así avanza la tendencia totalitaria en la entraña misma de la historia moderna. Pero esta meta del dominio es fortalecida mediante la técnica, la que encarna una dialéctica inmanente sin negatividad. De manera que la autodestrucción del iluminismo estaba implícita no sólo en el propio pensamiento iluminista, sino también en la técnica como potenciadora de la teoría del progreso. Todo lo cual confluyó en el incremento de la voluntad de poder y el declive de la caridad.

Que siendo la razón un poder subversivo haya desembocado en la peor opresión imaginable, desconcierta muchísimo más que los horrores del Holocausto judío y los campos de concentración nazis. Pero bajo los tiempos de la fe también se cometieron atrocidades inimaginables. Quizá el defecto no sea de la razón ni de la de fe misma, sino, mas bien, de la falta de un contrapeso que de espacio a la dialéctica negativa. De forma que, más que la razón o la fe, fue una inmanencia o una trascendencia sin contrapeso, omnímoda y prepotente la que provocó las degeneraciones en la razón y la fe. La pura trascendencia sin inmanencia, como la pura inmanencia sin trascendencia tienden a degenerarse en sociedades totalitarias. Es decir, no se trata solamente de no cerrar el ciclo de la razón dialéctica, sino de complementarla con la razón eterna. Si esto es así, entonces para que el individuo desarrolle su esencia universal es necesario un marco espiritual y material donde inmanencia y trascendencia estén vinculados. No basta descubrir la negatividad como fuerza que garantiza la liberación, es necesario también reconocer la positividad de la razón eterna como fundamento de toda la realidad. Esto no es una fórmula ni el recetario para extirpar el mal en el mundo e instaurar el reino de la bondad y la compasión, pero puede ser un poderoso estímulo atemperar el corazón del hombre, siempre traído en vaivén entre el vicio y la virtud. Se puede pensar que la propuesta es meramente ilusoria porque tan pronto establecido el nuevo paradigma cultural el hombre vertería todo su potencial totalitario sobre los inmanentistas puros y trascendentalistas puros. O sea, el circulo de violencia no cesaría. Pero esta visión pesimista no debería impedir pensar en un nuevo paradigma civilizatorio. También podría pensarse que el humanismo teísta es una negación de la historia moderna, y una repetición de la historia medieval. No obstante, no es así porque se rescata de la modernidad la energía activa de la razón y de la praxis. De manera que resulta siendo una realización más completa del propio cristianismo. Y ese es el sentido profundo de estas palabras del Evangelio: “Misericordia quiero y no sacrificio” (Mt. 9, 13).

§ 15.

 

Ama a Dios quien siente la necesidad de socorrer al necesitado. Quien da la espalda a un pobre, da la espalda a Dios. En un mundo donde la desigualdad social se ha disparado bajo la globalización neoliberal del orden unipolar es imperativo abrazar la caridad y la compasión para aliviar el sufrimiento humano. El aumento de la injusticia está en razón inversa a la disminución del amor al prójimo. Bien se afirma que, debido al aumento de la iniquidad, el amor de muchos se enfriará (Mt. 24:12). Y es que la iniquidad es maldad e injusticia grande, por consiguiente, una ofensa muy grave contra Dios.

No falta razón al ver que los multimillonarios del planeta se preocupan de viajes turísticos al espacio en vez de aliviar el hambre en el mundo. Jeff Bezos gastó 28 millones de dólares para ir al espacio. Richard Branson lo hizo antes, estando cuatro minutos fuera de la Tierra. Elon Musk, Jared Isaacman, entre otros, se sumaron a la lista de despilfarro. Sólo en un mundo donde se vive una profunda crisis de caridad puede celebrar tal exhibicionismo egocéntrico de frivolidad. Ahora se entiende mejor cuando se sostiene que de los pobres es el Reino de los Cielos (Mt. 5:3), porque careciendo de lo material tendrán abundancia de lo espiritual.

Otra demostración obscena de la profunda crisis de caridad que se vive en el mundo contemporáneo es la ayuda militar a Ucrania que asciende a 50 mil millones de dólares en menos de un año, la mitad de esa cifra corresponde al país promotor de los conflictos mundiales y centro del imperialismo guerrerista: los Estados Unidos de Norteamérica. Mientras que la ONU tiene que mendigar a los países ricos para que cumplan la promesa de proporcionar 100 mil millones de dólares al año para enfrentar el cambio climático desde el 2020. Esta verdad ominosa se agrava cuando se difunde que sólo el 0,36% del patrimonio de los multimillonarios acabaría con la hambruna mundial. La única verdad es que cerca de 42 millones de personas están al borde de la inanición.

Pero la irresponsable danza sin preocupaciones de gastos superfluos prosigue sin pausa. Se deja de gastar en enseñanza, salud, educación, pensiones, salarios, vivienda social, hospitales, escuelas, alimentación, para dar prioridad al egoísmo, la avaricia, lo superfluo y el mal. A propósito, es pertinente la siguiente historia. Se cuenta que en una localidad de la Toscana se celebraban solemnemente los funerales de un hombre muy rico. San Antonio de Padua estaba presente en tal acto, y movido por una inspiración se pone a gritar que dicho difunto no puede ser enterrado en lugar consagrado, porque tal hombre no tenía corazón. Turbados los presentes llaman a los médicos, los cuales abren la caja toráxica y, efectivamente, no estaba el corazón. El cual fue encontrado en la caja fuerte donde el avaro guardaba su fortuna. “Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (Lc. 12, 34).

En verdad, la caridad humilde no ofende, consuela. En cambio, la caridad arrogante es cínica, humillante por ostentosa, y sólo busca prestigiar el ego. Pero el amor a la pobreza se hace sensible a las necesidades del prójimo. De ahí que la verdadera libertad es servir y nunca dominar. Es más grande el que sirve, que el es servido. “El Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir” (Mt. 20. 28). Las paradojas del Evangelio son verdades tan profundas que desafían el razonamiento común. Así, se dice que Cristo “siendo rico se hizo pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza” (2Co 8, 9). Los excéntricos y derrochadores multimillonarios actuales siendo ricos materialmente, sin embargo, están arruinados espiritualmente porque al no estar con la caridad y la justicia no están con Dios. De suyo se entiende por qué la élite global del Reich Bilderberg incluye en su agenda el anticristianismo junto a la ideología de género, la eutanasia, la eugenesia, la liberación del consumo de drogas, el aborto, la iglesia del diablo, la manipulación genética, y otras abominaciones.

 El corazón soberbio se yergue sobre la absoluta bancarrota espiritual y el apartamiento radical de Dios. Pero poco importa si tu vida espiritual fue un túnel de obscuridad, si al final un corazón arrepentido lo encuentra a Dios. No obstante, el réprobo se contenta con adaptarse y ser agradable al mundo, en vez de renovar el entendimiento y el corazón. El necio en su arrogancia supone que el reino de Dios es una propiedad para ser reclamada o asegurada, cuando en realidad es un regalo a ser apreciado. El amor es gratuidad, y Jesús mismo se convierte a sí mismo en rechazado, ignorado y crucificado como fruta colgada. Se ama a Dios sin condición porque se trata de la suma bondad. Esta condición de gratuidad del amor mismo luce obscurecida en los corazones de los avaros. A muchas mentes corrientes les sorprende que personas tan emprendedoras y exitosas no puedan ver su miseria espiritual. Que una gran inteligencia tenga un corazón egoísta no llama la atención, cuando se ve que justifica la codicia ilimitada del rico y el abuso del pobre. Es que el tesoro del corazón no es el oro, sino la piedad. Dios está en tu corazón, escucha tu corazón y seguirás su consejo. Pero para encontrar a Dios se necesita paz interior y calma exterior.

 

§ 16.

 

Muchos son los malos que quieren ser buenos, porque la maldad es un lastre insoportable. Entonces para no sentir la angustia se sumen en una vorágine de guerra interior y de rapidez exterior. Diluyen su ser en el tener y así nunca se encuentran a sí mismos. Es cierto que no basta creer en Dios, también hay que creer en sí mismo. Pero el malo no cree en sí mismo, ha perdido la fe en sí mismo. Así se va sumiendo en el egoísmo insaciable, que lleva a la crueldad a la tiranía y a la injusticia. Muchos se vuelven orientalistas, tranquilizando su conciencia en la supuesta experiencia de la Nada. Pero aspirar a la calma de la Nada no es ético ni santo, pues santidad no es huida, sino lucha por el bien temporal y espiritual de la humanidad. La injusticia es una actitud espiritual, en el que prima un corazón egoísta. Entonces adopta una moral de situación, relativista y farisea, y se parapeta en valores morales desvinculados de las virtudes teologales. Así es más fácil llevar una vida que implementa el mensaje de Bernard Mandeville en La fábula de las abejas, o sea, los vicios privados hacen la prosperidad pública. Cuando, en realidad, sin la caridad ninguna virtud moral supera la vanagloria.

En realidad, los multimillonarios no son culpables, pero sí son responsables por la crisis de caridad, porque pudiendo aliviar el sufrimiento no lo hacen. Culpables son los dirigentes políticos que pudiendo gravar con impuestos especiales la fortuna de los ricos, no lo hacen. Así como el totalitarismo violento del fascismo creó multitud de burócratas a lo Eichmann, de modo similar el totalitarismo de las posdemocracias crea sociedades que plasman con banalidad el mal. Es el mismo mal sin motivación personal del que nos describe Arendt. De manera que una sociedad banal que celebra las exoticidades de los multimillonarios son testigos indiferentes del conformismo social que cierra los ojos a todo el mal que engendra la crisis de caridad. Se trata de una violencia instalada de forma cotidiana y rutinaria que tiene su raíz en la pérdida del sentido de lo sagrado y la pérdida del sentido del ser. O sea, en la enfermedad cultural del nihilismo. Sin duda, la contundencia en que la crisis de caridad se manifiesta en el mundo contemporáneo llevan a pensar que estos son tiempos más oscuros que los de Auschwitz porque se trata de un mal que se ha normalizado.

Esto tiene que ver con el polémico tema sobre cómo es posible hacer política. Las revoluciones nacen desde abajo y terminan siendo asesinadas desde arriba, cuando los partidos despojan del poder a los consejos populares. Este argumento es el analizado por Arendt en su obra Sobre la Revolución (1963), y concluye pensando en la democracia directa y la autogestión. Pero el problema se vuelve más grave cuando se identifica el poder político con la violencia, la cual no es solamente una idea marxista. Arendt también meditó en sus últimos años sobre cómo evitar la degradación de la política, y concluyó que sí es posible separar el poder de la violencia. Mientras el poder se basa en el consenso y en el grupo, la violencia lo hace en el autoritarismo de las élites o vanguardias. Lo cual no es fenómeno exclusivo del comunismo.

Así, por ejemplo, la globalización neoliberal fue en realidad la dictadura de clase de los ricos contra los pobres en los últimos cincuenta años. A esto lo llamé el Hiperimperialismo de las megacorporaciones privadas, con soberanía propia (La globalización del Hiperimperialismo, 2009; Hiperimperialismo global en llamas, 2020). Pero han sido tres mujeres intelectuales las que han puesto el dedo en la llaga de esta forma de poder perverso en el seno de la democracia occidental: Naomi Klein (La doctrina del shock, 2007), Naomi Wolf (El fin de América, 2007) y Shoshana Zuboff (La era del capitalismo de la vigilancia, 2019). Las tres han puesto en evidencia toda la violencia contenida e implementada con furor y rigor por las oligarquías mundiales en esas funestas décadas para los intereses populares. Se trató de un plan muy completo, que abarcó lo ideológico y no sólo lo económico político. La teología de la liberación perseguida y anatemizada, las ideologías fueron declaradas cosas caducas, mientras que cínicamente se hacía amplia propaganda a la ideología neoliberal, no faltó ni la tortura, el genocidio y las dictaduras fascistas, como las del Cono Sur latinoamericano. En una palabra, se desató la violencia en toda la línea porque la élite capitalista mundial quedó sin contrapeso geopolítico tras el derrumbe de la Unión Soviética. Fue una violencia sistemática y organizada que degradó la política de la democracia occidental al someter el poder a la violencia de clase. Actualmente, con Rusia, China y los Brics ha surgido un contrapeso que se catapultó con la guerra en Ucrania, y bajo un modelo nacionalista y basado en la tradición cultural propia, ha declarado el fin de la hegemonía del orden mundial unipolar y el nacimiento de otro multipolar.

No hay que hacerse ilusiones que bajo un orden mundial multipolar se tiene asegurado el ejercicio del poder sin violencia. Sobre todo, porque el fenómeno del poder genera violencia y no sólo consenso. Y el problema, al parecer, no es sólo pensar en cómo hacer para que el poder sólo produzca uno sin el otro. Habermas con su Teoría de la acción comunicativa (1981) trató de fundamentar la democracia deliberativa en el consenso, pero ya hemos visto cómo fue arrasada ésta por el poder del neoliberalismo. Joseph Stiglitz en su libro El malestar en la globalización (2015) describió con claridad que el capitalismo de libre mercado desmontaba impunemente el capitalismo social de mercado europeo basado en el consenso. Pero fueron Hardt y Negri, en su obra Imperio (2002), quienes demostraron que cuando la soberanía estatal es subyugada por la soberanía transnacional de las megacorporaciones privadas, entonces lo que se tiene es un Leviathán cuyo poder genera violencia.

A este poder de las empresas transnacionales las llamé Hiperimperialismo, para diferenciarlo del imperialismo de la época de Lenin basado en la soberanía de los Estados nación. Con ello la violencia se ha vuelto más sutil, pero no menos ominoso e indesligable del poder político imperante. El resultado es un mentís a la teoría económica del liberal Hayek, porque el abandono de la planificación económica y su sustitución por la iniciativa y conocimiento tácito de todos los individuos, también puede generar otro camino de servidumbre: la servidumbre consumista del mercado dictada por las megacorporaciones. Un Estado que minimiza la coerción, para supuestamente brindar una red segura de bienestar, demostró en los hechos dejar la coerción a manos de las propias transnacionales privadas. El mundo comandado por las megacorporaciones privadas hizo trizas el sentimiento básico de decencia y justicia social, se centró en la atención de los poderosos y se marginó más a los pobres. El darvinismo social imperó arrasando el bienestar social y poniendo en su lugar el interés personal. A esto le hizo el juego ideológico la filosofía posmoderna que robustecía el individualismo, el hedonismo y el narcisismo. No es extraño, entonces, que en ese contexto se impusiera la cultura nihilista en todos los campos de la vida. La violencia del mercado fue destilada en violencia hacia los valores. Todo vale y nada vale. La desubjetivación del individuo fue de la mano con el capitalismo digital que potenció la nueva revolución copernicana que todo lo hace girar en torno al algoritmo y el chip. En ese sentido, el capitalismo megacorporativo se dirige directo a la muerte del hombre y su remplazo por la inteligencia artificial, más barata, eficiente y productiva.

En suma, el hiperimperialismo de la globalización neoliberal impulsadas por las megacorporaciones privadas demostró que la antropología antropocéntrica secularizada basada en el individualismo sólo fue capaz de generar injusticia y desigualdad mundial, que el homo economicus es incapaz de presentar una imagen completa y cabal del hombre, institucionaliza la injusticia social, impone una libertad negativa que disocia la libertad de la responsabilidad social, promueve desmedidamente un egoísmo que genera sufrimiento y dolor en los más débiles, legitima la exclusión, extravía el sentimiento humano de solidaridad, impide el amor al prójimo, y sume en una crisis profunda la caridad y la compasión. El luciferino concepto antropofilosófico del hiperimperialismo es hijo legítimo de la modernidad sin Dios.

§ 17.

 

La globalización neoliberal en la práctica multiplicó los conflictos, las diferencias y las injusticias. Su promesa de traer la paz mediante la maximización de las ganancias quedó como un grotesco mohín del avaro, que pisotea la compasión en el mundo. Pero, como allí donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia (Rm 5, 20), se alzaron voces buscando luchar por la justicia en el mundo globalizado.

En primer lugar, destaca la filósofa política feminista estadounidense Nancy Fraser (Escalas de justicia, 2008), influida por Honneth, Arendt, Foucault, Rawls y Habermas, con su propuesta de volver a prestar atención al problema de la mala distribución, que había quedado relegada por los problemas de identidad y que desvió la atención sobre los efectos del neoliberalismo, la acumulación de capital y la desigualdad económica, para afrontar la injusticia social de la mala distribución de los recursos materiales y el no reconocimiento identitario de los grupos sociales. Su teoría de la justicia plantea el nuevo paradigma de una justicia democrática poswestfaliana, que aborde la falta de representación metapolítica en el mundo globalizado. Sobre lo económico y lo cultural está la dimensión política, como ámbito que decide la lucha por una democracia metapolítica. En otras palabras, Fraser advierte bien que las élites transnacionales escapan al marco de las políticas internas de los Estados y globalizan una nueva forma de injusticia ante la falta de representación metapolítica. Lo cual es cierto, pero ¿Lograr una democracia metapolítica, proyectos transfronterizos y la solidaridad transnacional, será suficiente para resolver la injusticia social? ¿Es la política la arena suprema donde se resuelven los problemas de la justicia? ¿Puede la democracia metapolítica contrarrestar el imperio del hombre anético, apático, consumista, hedonista, indiferente, narcisista y sin fe? ¿Contribuye a forjar un hombre nuevo o, por el contrario, adula el gusto del decadente hombre individualista y nihilista del presente? ¿Dicha democracia metapolítica no es en el fondo, sino, la globalización de la perspectiva hedonista que rechaza los valores universales? ¿No es la democracia metapolítica una solución demasiado blanda, neopragmática y relativista para tiempos que exigen un giro metafísico profundo, con una ontología y una axiología fuerte? ¿No es necesario, acaso, reorientar la democracia metapolítica con un giro hacia la espiritualización del hombre y la cultura? ¿Acaso basta el rediseño de la democracia, en un mundo donde impera el egoísmo, para recuperar la ansiada solidaridad? A todas luces la propuesta de Fraser sin dejar de ser valiosa es insuficiente por inmanentista, secularista y no advertir la dimensión la metafísica que vincula la solidaridad y la justicia con la Trascendencia.

Martha Nussbaum (La tradición cosmopolita, 2020) y Amartya Sen (Desarrollo y libertad, 1999) ponen énfasis en el precepto kantiano que lo esencial es el respeto al prójimo y la aspiración a un ideal cosmopolita. La idea que la economía y la política, respectivamente, tratan con seres humanos y no meramente con consumidores o electores, está detrás de un rechazo al subjetivismo y a una concepción objetivista del valor. Así Sen afirmará que lo que define el desarrollo no es la riqueza sino la libertad y la justicia, las reformas sociales preceden a las reformas económicas y si hay hambre es porque hay desigualdad en su distribución. Sen es un ateo inclinado por el socialismo que insiste en los valores. Y Nussbaum, por su parte, sostiene que la libertad debe partir de un consenso entre Estado e individuo, para que éste pueda desarrollar sus capacidades en condiciones normales y óptimas. Injusticia social sería para Nussbaum que el Estado no ayude a que el hombre sea más humano mediante el desarrollo de sus capacidades. A Sen habría que preguntarle: ¿Basta acaso el sentimiento de la responsabilidad colectiva para lograr la justicia? ¿Es dicho sentimiento lo suficientemente autónomo o, por el contrario, está preformado por condiciones sociales y de clase? ¿No resulta ingenuo hacer depender la justica del sentimiento de responsabilidad de origen dudoso? ¿No están las reformas sociales condicionadas por los intereses de quienes las promueven? Nussbaum, por otro lado, nos hace pensar en una verdad que puso en evidencia Marx, a saber, que el Estado es un instrumento de opresión de la clase dominante, por ende, ¿No resulta iluso confiar en el Estado para lograr un consenso con el individuo para el desarrollo normal de sus capacidades? ¿Qué ha de entender dicho Estado por las capacidades “convenientes” a desarrollar? ¿Puede confiarse en el Estado para el desarrollo de las capacidades humanas? ¿Es acaso el Estado una entidad neutra, al margen de los intereses de clase y del contexto racional de la época? ¿Y si nuestra época es de indiferentismo moral, puede el Estado estar interesado en el desarrollo de una moral basada en la objetividad de los valores? ¿Si el Estado representa la conquista política del poder, puede dejarse en sus manos el porvenir de las capacidades humanas? Un fuerte tufillo de ingenuidad hay en estas ideas.

Otra variedad antropológica contemporánea que pretende tener una solución a los problemas humanos es el transhumanismo de Nick Bostrom (Mejoramiento humano, 2017) y el poshumanismo de Donna Haraway (Manifiesto Ciborg, 1984). Para el primero hay que utilizar la tecnología para perfeccionar los seres humanos. Toda su argumentación recala en el lado biológico y hasta psicológico, pero elude la problemática y la implicancia moral. ¿Qué será del mundo con una élite mundial ciborg y perfecta materialmente, pero espiritualmente egoísta y decadente? Para la segunda, ya no hay que hablar de humanidad sino de híbridos que resultan del compuesto hombre-máquina. Preconiza el abandono del esencialismo por la identidad funcional del ciborg. Se tratan de propuestas tecnofílicas y cientistas de Frankenstein, de una abismal miseria moral, que no advierten que cuanto más de sí se le atribuye a la máquina, menos deja el hombre para sí mismo. ¿Qué garantiza que los ciborgs no se constituyan en el nuevo poder político organizado para oprimir a los humanos que quedan? ¿Esa nueva fantasía de la burguesía decadente no representa la desvalorización de todo lo humano? ¿No es el ciborg convertido en el ser supremo para el hombre, la abolición del propio hombre? ¿Qué impediría que el híbrido decidiera prescindir de la parte humana para quedarse únicamente con la maquinal? Nada. El superhombre daría paso al superciborg. Sería la venganza perfecta del demonio contra Dios. Esta pesadilla tecnofílica es como si después de haber matado a Dios hubiera que matar al hombre. La muerte de Dios signa la muerte del hombre. Ese es el destino y el desiderátum de la modernidad nominalista, secular y atea.

Esta antropología antropocéntrica de la modernidad nominalista culmina no sólo con la foucaultiana proclama de la muerte del hombre, sino que avanza hacia la celebración de su sustitución por la inteligencia artificial en su sentido fuerte. En esta lógica perversa no habría que preocuparse por la injusticia en el mundo, ni por los pobres, ni por el reconocimiento, ni por la desigualdad global, ni por la crisis de caridad, hay poner todos los esfuerzos, más bien, en el logro del ciborg. ¡Qué paradójico destino de una modernidad que empezó celebrando la libertad y dignidad humana, para terminar, promoviendo poner el último clavo en la tumba de lo humano! Pero, acaso, Foucault en una de sus últimas obras, Historia de la sexualidad (1976), ¿no termina en una postura anética y nihilista que refleja el extravío moral de la humanidad postmetafísica? ¿Una conclusión que justifica que cada persona puede desarrollar sus propios códigos de conducta, incluido el sexo perverso, no manifiesta todo el extravío moral y espiritual de un mundo que se le extravió el alma? A propósito, no es el cuerpo el que mancha el espíritu, sino que es el espíritu esclavizado al mal el que mancha el cuerpo.

El propio Heidegger está inserto en esta danza antihumanista de modo claro y definido cuando en respuesta a Sartre escribe en su Carta sobre el Humanismo (1946) que el problema es el humanismo, porque allí se opera un giro de su pensamiento, pues ya no se trata de los entes sino del ser que tiene lugar en cada cosa. La ontología de Ser y tiempo era un fracaso, porque arribaba al ser-ahí que es un ente. Pero ni la Idea, ni la Substancia, ni la voluntad de poder, ni el ser-ahí es el lugar del ser. El nihilismo es la plena identificación errónea entre ser y ente, eso es la técnica como consumación de la historia de la metafísica. Ahora se trata de entender el lugar o el claro del ser, que no es el hombre. O sea, la ontología como ser en general. Ya no se trata de categorías del ser, sino de sus rasgos de ocultarse y desocultarse. El hombre ya no es el centro de la génesis del ser, ahora es su deudor, es el pastor del ser. Pero el lugar o ahí del ser es irrepresentable, por eso se trata de pensar fuera de la lógica. El logos es anterior a la lógica, y hay que pensar el hombre a partir de las cosas. Lo que viene después de esto ya nos es conocido: el ser se hace patente en el propio lenguaje, conocer y decir son diferentes, hay términos que proceden no del lenguaje sino de las cosas, pensar más allá de la ontología es pensar lo poético, inefable e indiscernible. Su negación final de que exista una ontología positiva y que la poesía tiene un valor trascendental pero no trascendente, representa la interrupción ontológica secular del tiempo. El Heidegger antihumanista desemboca en un limbo sin humanidad y sin Dios.

Cuando un poder maligno rige el mundo, la mayoría se vuelve malvado, es necesario extirparlo, pero no es sencillo hacerlo. Por eso es comprensible que las soluciones planteadas dentro de un contexto secular e inmanentista pierden de vista que se trata de un profundo problema metafísico que carcome a la modernidad misma. Al filósofo le corresponde en esta crisis de caridad advertir sus bases metafísicas. El filósofo es como el poeta, crea metáforas, y como el religioso cree en ellas. El genio filosófico se distingue por dos cosas: es capaz de intuir la esencia, y de expresarla conceptualmente. Y sobre el hombre debe advertir que no basta ser hombre para ser humano, pues hay que obrar con humanidad. Y obrar con humanidad no es precisamente lo que se aprecia cuando el neoliberalismo y las sanciones económicas del imperio norteamericano son una afrenta a la caridad. Para nadie es un secreto que el amor a los bienes materiales deteriora la fraternidad humana y destruye el espíritu comunitario. Y hay verdades tan evidentes como: Quien no se solidariza con la causa de los pobres, lo hace con la injusticia y con el egoísmo; sólo hay una única forma de ser buen rico: ser rico en buenas obras; los pobres tienen derecho a la justicia, aun cuando ésta no sea le meta final de la vida; ama el oro y convertirás tu corazón en piedra; y solamente existe una sola empresa que supera a todas las demás: la empresa de ser bueno. Y es que la caridad no consiste en los sentimientos, sino en las obras. Pero la humanidad posmoderna asiste al prólogo de “la noche de la nada”, donde reina la impiedad, el abismo y la maldad. La humanidad posmoderna que se aparta del amor a la verdad y abraza la iniquidad, anuncia la última prueba a soportar: el mesías de la impiedad -el Anticristo-.

El hombre de hoy vive como en automático, dejándose embaucar por las certezas del pensamiento subjetivo. No hay que olvidar que antes del 11 de setiembre del 2001, incluso en la crisis del 2007-2008, se hablaba del fin de la globalización, enterrar la liberalización, y reformar el capitalismo. Todo lo cual tiene que ver con la reestructuración del capital transnacional anglosajón y la búsqueda de un nuevo modelo con países vasallos, para evitar el crecimiento de rivales reales, porque nunca creyeron en el mito del libre mercado y la competencia perfecta. Ahora el gran capital echa por la borda la globalización para sustituirla por un mundo dividido en bloques, lo cual produce -según la OMC- la reducción del PIB restringiendo la competencia e incrementando la carestía, las hambrunas, la pobreza. Y para ello era necesario aislar a Rusia, que instrumentalizó con eficacia integración económica, y se columbraba como un fuerte competidor. La misma percepción se tiene hacia China, como perturbadora de su capitalización y hegemonía mundial. La globalización cedió su lugar a los bloques “amigos” -mejor dicho “vasallos”-, que en realidad es pasar de una globalización abierta hacia una globalización cerrada. Toda la preocupación gira en torno al riesgo de menor ganancia para la élite transnacional anglosajona. La Rusofobia responde a la avaricia anglosajona que vio mermar sus ingresos ante el auge de una Alemania alimentada por el gas barato ruso. De manera que era necesario acabar con la integración económica entre Rusia y Alemania, aún a costa de llevar a la bancarrota la economía europea. La salida de Merkel gatilló el desmontaje de la alianza ruso-alemana y la ofensiva geopolítica anglosajona, con la complicidad de la mansedumbre de Olaf Scholz, lo que concluyó con el sabotaje terrorista del gasoducto Nord Stream I y II, y el desconcierto e improvisación total de los políticos del Viejo Mundo.

El desafío a la geopolítica de la globalización por bloques viene representado por la desdolarización del comercio del petróleo por parte de Turquía, India, China y Arabia Saudita. Y aún cuando no pudieron destruir la economía rusa, y los norteamericanos salen con otra derrota militar más en Ucrania, el objetivo principal lo consiguieron, a saber, anclar la economía europea como dependiente energética del imperio.

§ 18.

 

El mundo como compasión luce seriamente afectado en el momento en que vivimos el paso de la globalización abierta hacia la globalización cerrada, por obra y gracia del gran capital transnacional. Pero las nuevas circunstancias no le son del todo favorable a este último, que luce como el que abusa de sus propios aliados para sobrevivir. Mientras tanto la depresión, la hiperactividad, la ansiedad, la incertidumbre y los trastornos alimenticios son señalados como las primeras afecciones mentales que asolan casi la mitad de la juventud de los países ricos, donde el capitalismo ha triturado la mente y el cuerpo humano. La destrucción de la familia tradicional y la adicción a las drogas acompañan el proceso social desintegrador. Calles de calles de las principales ciudades estadounidenses y de los principales países occidentales son presa del triste espectáculo de miles de personas adictas que lucen paralizadas y retorcidas como zombis ambulantes en un pavoroso espectáculo de decadencia de una civilización que antepuso el lucro sobre hombre. Ideología de género y transhumanismo son signos inequívocos del final de los tiempos. La tan defendida eutanasia -poner fin a la vida disminuida, enferma o moribunda- es inmoral, atenta contra la dignidad humana y constituye un homicidio. Al final lo que se ve es que el paraíso terrenal sin Dios y la deificación humana moderna han mordido polvo.

Cinco veces la vida se extinguió sobre la Tierra, fueron cinco infiernos de hielo y fuego, una devastación colosal e inmisericorde que dio testimonio de la perseverancia de la vida sobre nuestro planeta. Y ahora estamos nosotros, la humanidad, que se siente predestinada en su paso por la vida en este mundo. ¿Por qué? ¿Qué nos hace únicos? ¿Lo somos realmente? Primero fue la revolución astronómica con Copérnico y Galileo y luego el cientismo naturalista de Darwin, Marx y Freud los que se encargaron de dinamitar el puesto privilegiado del hombre en el cosmos. Fue un duro revés a su egolátrico narcisismo antropocéntrico. Y, sin embargo, pasada la fiebre del materialismo biologicista vuelve a resurgir la idea del hombre como criatura con un especial puesto en el cosmos. La modernidad cientista y subjetivista no pudo sofocar la visión humanista del hombre. Por un momento quedó claro la diferencia entre hominismo y humanismo, que el verdadero humanismo no es antropocéntrico, objetivista, secular, inmanentista y secularista, sino que reconoce la dimensión metafísica del hombre, porque el hombre es un ser finito plantado ante lo absoluto, es el buscador de Dios, es libre y trascendente, su libertad no se basta a sí misma por estar ligado a la divinidad. En el hombre hay algo más que el hombre.

Pero tras arreciar la darwinista globalización neoliberal y la cultura relativista de la posmodernidad la esencia humana se volvió a evaporar hasta convertirse en el mero hálito del mito culturalista del constructivismo, donde no hay identidades fijas, lo natural es sustituido por lo cultural, lo ideológico termina disolviendo al sujeto moderno, todo es invención de la praxis históricamente condicionada. Ese constructivismo cultural marcadamente antiesencialista representado por la tercera ola del feminismo (Judith Butler, El género en disputa, 1990) es en realidad el disparo en la sien por la modernidad misma. Del adiós al hombre (Foucault), a la razón (Feyerabend) y a la verdad (Vattimo), ahora se pasa al adiós al sujeto (Butler) y bienvenido sea el ciborg (Haraway). La razón burguesa de la modernidad naturalista y objetivista concluye su actuación capitulando del sujeto en toda la línea con un canto de cisne, cuyo prólogo fue el nominalismo de Occam y Scoto, su primer acto el cogito ergo sum cartesiano, el segundo acto el ser es poner del fenomenismo kantiano, y el acto final el nihilismo del bufón posmodernismo. Fausto, el hombre de ciencia moderno desengañado y cansado de la vida termina en el precipicio del suicidio. Ello significa entregar su alma a Satanás. Mefistófeles está de fiesta, sus pociones mágicas fueron efectivas, embriagado de orgullo danza desenfrenado con sus huestes victoriosas lanzando maldiciones.

Pero un coro de ángeles avanza para salvar a las almas del abismo. A lo lejos a un grupo de hombres se les oye decir: “Dios revela sus misterios a los sencillos, porque juzgan con el corazón. Mientras el santo es implacable con el pecado propio, el fariseo lo es con el pecado ajeno. Al malo hay que ayudarlo y no condenarlo. Otra cosa es el perverso que se empecina en el mal. El sabio en su arrogancia niega a Dios, cuando la propia ciencia ante el milagro termina admitiendo lo sobrenatural y a Dios.”

Y lo lejos unas voces femeninas profieren: “Si deseas la destrucción del malvado en vez de su conversión, entonces te has vuelto como él. La humildad hipócrita es jactancia disimulada. La pérdida de la humildad, la pureza y la generosidad trae la incredulidad y olvido de Dios. Sin la soberbia del corazón se entiende que el hombre no es sólo razón, sino también fe. La paz de Dios es interior y viene del corazón; la paz del demonio es exterior y viene de las cosas. El Ser es al Amor, como la Nada es al Odio. Se llega al ser a través de Dios y del prójimo, porque Dios es la Verdad y el prójimo refleja la Vida. Una vida sin oración es como una habitación a oscuras. El lenguaje del corazón de Dios es la dulzura, la humildad y la caridad. Cómo temer a un Dios que se abajó para hacerse hombre. A Dios se le habla con el corazón, porque su amor es infinito. Si no se avanza en la vida espiritual, se retrocede.

La oración es el alimento del alma, porque es la conexión con la fuente de la vida que es Dios. Las cosas del Cielo se sienten, pero no se pueden expresar.”

La filosofía no da verdades, pero nos mantiene atentos. Y en esa atención se advierte que esta sociedad dominada por el sacrilegio, ateísmo, la maldad, la depravación y la inmoralidad, al final será aplastada por los poderes de la luz. También que, en esta época hedonista, tan falta de fe, confusión, materialismo e incertidumbre, es un privilegio poder creer. Los filósofos de la academia dicen lo contrario, pero no importa, la filosofía es para los pensadores, y no es patrimonio de los diplomados de filosofía. Me sale al encuentro uno de ellos y a boca de jarro me espeta: “Tú qué sabes. Dime, para ti qué es la filosofía y el hombre”. Miro con compasión su arrogancia y soberbia, respondiendo: La filosofía es el autoanálisis universal del absoluto, en cuanto como meditación sobre lo creado y lo increado. La criatura que puede dialogar con el Eterno es el hombre. El hombre, ese ser ambiguo y lleno de claroscuros, sólo sale del turbio subsuelo por medio del control del apetito por la razón y la fe. El hombre es un compendium de lo eterno y lo temporal. El hombre es el ser en constante vilo entre el abismo profundo y el elevado cielo. El hombre hasta que no retorne a Dios seguirá siendo astro de lejos y fango de cerca. El hombre hedonista al final reconoce que se ha perdido el tiempo si se cree que se viene al mundo para divertirse, ser rico, sabio o admirado, porque lo único que cuenta es hacer el bien.

 

 

§ 19.

 

Ser en el mundo y ser fuera del mundo. Es el hombre un ser de materia y espíritu, está en el mundo porque reúne los cuatro estratos de la realidad: inorgánico, orgánico, psíquico y espiritual. Y es un ser fuera del mundo porque estando en el mundo y viviendo rodeado de cosas y otros seres finitos siente el llamado de lo absoluto y lo eterno.

 

Ser espiritual. El hombre es un ser espiritual por su recogimiento, meditación, conciencia de sí, libertad, ser creador de cultura y tener un alma inmortal. Pero también porque percibe que el significado del ser no se agota en lo inmanente, sino que da cuenta de una fuente fundamental en lo trascendente. Y lo percibe porque es la criatura que entabla una relación con Dios por el amor. Es el ser finito en el que desciende el Dios creador. El hombre como ser espiritual está destinado a la visión beatífica de Dios, tras una breve prueba.

 

Temporal y sempiterno. El hombre es un ser temporal por su existencia finita en la creación, caída, redención y juicio, y un ser sempiterno por su existencia sin fin tras el Juicio escatológico. Se recibe la salvación en el tiempo, pero podemos perderla. Por ello, el hombre no es un ser para la muerte. Al contrario, es un ser para gozar de lo sempiterno. De resultas que lo inauténtico es absolutizar lo temporal, extirpando de la realidad la dimensión de lo eterno. El hombre de la modernidad y su filosofía fue predominantemente temporalista y anti eternalista, pero se trató de un sesgo ideológico pautado por el cientismo y el naturalismo objetivista.

 

Ser onto-ético. El hombre no sólo existe en éxtasis temporales, no es pura existencia, sino que también tiene una esencia. De ahí que humanidad como valor no sea igual que humanidad como especie. Como especie el tiene ciertas características naturales, pero como valor es lo que lo convierte en hombre. Por ello, lo humano va más allá de lo natural, para asumir una dimensión ética. La esencia ontológica de lo humano es ética, no son en él dos dimensiones que va por separado. Lo ético realiza su verdadera naturaleza, su auténtica esencia. El hombre es un ser onto-ético. Un hombre sin responsabilidad, bondad y compasión no es un hombre, sino un monstruo.

 

Ser para Dios. El hombre es una naturaleza cuya esencia es la libertad. Pero su libertad no es una imposibilidad total de ser, porque es una criatura finita. Suponer su libertad absoluta es caer en la individualidad luciferina y ebria de sí misma. Como ser de libertad finita advierte la libertad infinita del ser supremo. Su propia libertad da cuenta del amor del creador. Desde su libertad es un ser para Dios. Y como la libertad humana no es ilimitada, le es inherente reconocer racionalmente la existencia de la ley natural y la ley moral.

 

§ 20.

 

Habiendo descrito las características de una antropología sin antropocentrismo ateo, secular, antiesencialista y antimetafísico, nos preguntamos cómo serían, finalmente, sus repercusiones para la nueva imagen del mundo que requiere esta modernidad que naufraga.

La música es la materialización sonora de una época del mundo. Y la música que deja oír la modernidad es el cientismo naturalista. El error central antiesencialista de la modernidad es agotar la realidad en el concepto, la conciencia, lo temporal, la naturaleza. El propio Kant arrepentido del subjetivismo afirmará en la “Crítica del Juicio” que la naturaleza tiene su propia finalidad y autoorganización. Y la actual ruina del subjetivismo y antropocentrismo moderno demuestra que la naturaleza no es cosa inerte, presta a la manipulación técnica. La crisis ecológica es un disparo a los pies de la propia modernidad, porque desmiente la cosificación de la naturaleza. La crisis climática niega la piedra basal del idealismo subjetivo-objetivo: la naturaleza no depende para existir de la representación del yo. El devenir de la naturaleza está repleto de situaciones violentas y odiosas que precisan nuestra intervención reguladora. La naturaleza no es sagrada, pero es parte de lo divino, es reflejo de la dimensión trascendental de la vida. La naturaleza no es mera materia, es espíritu divino en la naturaleza creada.

La naturaleza invita a extasiarse en la contemplación antes de extraviarse en la abstracción. Esto nos lleva a reparar de que a la razón humana le es posible acceder al orden natural y al orden sobrenatural hasta determinado límite. Cuidar la naturaleza exige comprender que ella también es poesía. Pues, aceptar el misterio no es negar la ciencia, ni la razón, sino ensancharlos. Los ojos de la razón permanecen ciegos si no son tocados por la fe. El nuevo oscurantismo es creer solo en la ciencia y en la razón rechazando la fe. La razón se pierde cuando desconoce la necesidad del misterio. Sólo mediante la fe se puede conciliar la parte humana, racional, y científica con la parte espiritual. Si al propio Dios se acerca el hombre no sólo por la razón natural, sino también por la fe, hay que reconocer que a través de las cosas del espíritu es como se reconoce que la metafísica es lo más real de la realidad. De ahí que no sea extraño que la Verdad primero sea sentida y luego comprendida. Pero la verdad es humilde, por eso se ocultó a la soberbia razón moderna.

En conclusión, el mundo como bondad y como compasión sirve de base para una nueva imagen del mundo, dentro de una antropología sin antropocentrismo destructor, al poner énfasis en que, así como sólo vemos una cara de las cosas, igualmente hay cosas que no comparecen ante el hombre -lo sagrado, por ejemplo-, sino que es el hombre el que comparece. Es así porque Dios no es cosa iluminada, es cosa iluminante. Lo inefable es indefinible e inexpresable, pero no incognoscible. Hay un camino para superar la descomposición moderna y es mediante la recuperación del sentido ser aunado al sentido de lo sagrado. Inmanencia y trascendencia en una nueva alianza por la reestructuración de la cultura y el surgimiento de una nueva civilización.

Bien canta Antonio Machado:

 

Moneda que está en la mano

Quizá se deba guardar,

La monedita del alma

Se pierde si no se da.